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The - Colorado - Review - of - Hispanic - Studies - Demonios Culturales PDF
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Vo lu m e 4, Fall 2006
Demons of Nineteenth-Century
Hispanic Literatures
T h e C o l o r a d o R e v i e w o f H i s pa n i c S t u d i e s
Volume 4, Fall 2006
Demons of Nineteenth-Century
Hispanic Literatures
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Article Title Here v
The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 1–15
I. Alterización
Las ficciones culturales más intensas del siglo XIX tienen mucho de pesadi-
llas. 5 Son la faz visible, pero cifrada, de transacciones entre deseos y repulsio-
nes colectivas. El carácter conflictivo y contingente de la cultura hispánica
aparece mejor en sus pesadillas que en sus nobles sueños. Las pesadillas
culturales son respuestas urgentes a desafíos específicos. Esto es, son el pro-
ducto visible de un conflicto dado. Pero a la vez son en grado eminente el lugar
donde dicho conflicto ocurre. 6 Como el inconsciente individual, el incons-
ciente político no es una instancia trascendente; esto es, no existe por fuera
Juan Pablo Dabove
II. Demonios
He optado por llamar a esos Otros, que son imprescindibles a la imaginación
letrada, porque sin ellos no habría imaginación, pero que la amenazan
con la zozobra permanentemente, demonios. La dualidad de los demonios
Demonios culturales
Notas
1 Quisiera agradecer, como editor del volumen, la invalorable (e infatigable) colaboración de Susan
Hallstead y de Leila Gómez en la elaboración del mismo. El volumen no hubiera sido posible sin
ellas.
2 Usamos aquí al vocablo “liberal” en su acepción más amplia, que incluye pero no se reduce a la
afiliación partidaria. En esta acepción amplia “liberal” refiere a la ideología republicana, secular,
anti-corporativa, racionalista, pro-capitalista, urbana, afiliada al proyecto histórico y social de las
potencias del Atlántico norte, que definió el pensamiento y la práctica institucional y escrituraria
del sector dominante de la intelligentzia en América Latina y España.
3 Entendemos el término “político” más allá del sentido restringido acuñado en función de la
nación-estado moderna, de las instituciones vinculadas a ella (oficinas de gobierno y adminis-
tración, sindicatos, partidos, ONGs, empresas proveedoras de servicios), sujetos (individuos
como sujetos de derecho, ciudadanos, clases, corporaciones) y prácticas (votos, peticiones,
huelgas, manifestaciones, etc.). En esta acepción amplia, política no es un juego cuyas reglas y
participantes están predeterminados (y lo único por determinar es el resultado), sino precisa-
mente la arena donde se decidirán todas las dimensiones del juego. Como señala Lechner, la lucha
política es muchas veces una lucha para determinar cuál va a ser la concepción dominante del
término “política.” (Para mayores desarrollos, ver Portinaro, Hart y Negri, Guha).
4 Contradiciendo una práctica corriente en el género, no he de dedicar la mayor parte de esta
Introducción al sumario de cada uno de los artículos. He preferido hacer una presentación
general del problema, incluyendo en ella referencias a cada uno de los artículos, de acuerdo a la
lógica del argumento. Hacia el final, describo la estructura general del volumen.
5 Para un desarrollo más detallado del concepto de pesadilla cultural que el que esta introducción
permite, ver Dabove, Nightmares of the Lettered City.
6 Señala Foucault: “El discurso—el psicoanálisis nos lo ha demostrado—no es simplemente lo que
manifiesta (o encubre) el deseo; y […]—esto la historia no cesa de enseñárnoslo—e discurso no
es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo
que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (12).
7 Sobre esta “precedencia” (puramente analítica) del tropo en relación con la identidad señalan
Laclau y Mouffe: “Synonymy, metonymy, metaphor are not forms of thought that add a second
sense to a primary, constitutive literality of social relations; instead, they are part of the primary
terrain itself in which the social is constituted” (110). Esta convicción desde luego, no es privativa
de Laclau y Mouffe. Se remonta (en la filosofía moderna) cuando menos a Friedrich Nietzsche
(“On Truth and Lying”). Ver asimismo Derrida “White Mythology”.
12 Juan Pablo Dabove
y apoyo mutuo que esas escritoras estaban ensayando para intervenir exitosamente en la esfera
pública (asociación metaforizada en la conexión Salomé–Herodías, en la cual queda entrampado
el Tetrarca y que resulta fatal para Juan el Bautista—imagen del artista / letrado latinoamericano).
Así, para los autores que analiza Peluffo (en particular Rubén Darío), Salomé es un tropo para
reflexionar sobre una identidad masculina en crisis (puesta en crisis, entre otras cosas, por la
emergencia de nuevas identidades femeninas) y para establecer un diálogo con poetas y lectores
sobre la forma en que el sentimentalismo masculino podía hacer frente o no a excesos de la
modernización liberal.
17 Prefiero la noción de singularidad (de ascendencia deleuziana) a la de individuo (que es la que usa
Gilman, por ejemplo), dado que considero que la noción de individuo presupone ya un proceso
de categorización (por ende, estereotipia): el individuo es ya un haz de atributos, mientras que la
singularidad implica el cuerpo (en estado “salvaje”) en un inconcebible (e inalcanzable) antes de
esa categorización.
18 La díada mayor / menor remite, desde luego, al texto de Deleuze y Guattari Kafka.
19 Esta aproximación considera a las identidades sociales como culturales (enfatizando el rol del
lenguaje y de las narrativas en su constitución), contingentes (en permanente transformación
en el tiempo, el espacio y el medio social) y relacionales (definidas en el seno de una relación de
oposición con respecto a otras) (Tilly).
20 La alterización como acto fundacional infundado tiene relaciones conceptuales fuertes con el
estado de excepción analizado por Carl Schmitt primero, por Giorgio Agamben luego.
21 Dice Baudrillard: “Anything that purges the accursed share in itself signs its own death warrant.
This is the theorem of the accursed share” (106). Esta era, para Baudrillard, la situación de
Occidente hacia fines del siglo XX (esto es, antes del 11 de Septiembre del 2001).
22 En una vena similar, Gilman diferencia entre la estereotipia necesaria y la estereotipia patológica,
diferencia que puede ser abreviada entre la necesidad insoslayable de categorizar los objetos
de nuestra experiencia (entre ellos, otros seres humanos), y fenómenos extremos como el
genocidio.
23 Palti (“Visiones de lo inasible”) aborda lo que denomina la “génesis dilemática de la fórmula
civilización / barbarie”, esto es, cómo la díada conceptual que fue considerada clave en la historia
intelectual y política del siglo XIX surge de una catástrofe epistemológica, y no al contrario, de
un acto de intelección de una realidad fácilmente aprehensible. Palti relee los textos de la época
del Facundo como síntomas de una crisis irresoluble, no como el cenit de una historia intelectual.
Area, por su parte, lee cómo los exiliados porteños (y en particular, Rivera Indarte) construyen
la figura de Rosas, y cómo esa figura, Némesis del pensamiento liberal argentino, es sin embargo
inadvertidamente erigida en condición de posibilidad de una narrativa nacional (y por ende, de
una literatura nacional).
24 Para un rastreo (confesadamente incompleto) de la presencia de demonios, brujas y fantasmas
demoníacos en la literatura hispánica moderna, ver el volumen editado por Pont (Brujas, demo-
nios y fantasmas), y el estudio y antología de Roas (Cuentos fantásticos). A las obras examinadas
en ese volumen (y las mencionadas antes en esta introducción) podría agregarse la única novela
decimonónica importante en América Latina (y quizás en el ámbito hispánico) donde el Demonio
juega un rol decisivo, El fistol de Diablo (México, 1845–1846), de Manuel Payno.
25 Un ejemplo nos da in nuce las dimensiones de esta macronarrativa. El volumen de Cañizares-
Esguerra reproduce una pintura del siglo XVII de la escuela cuzqueña, La Conquista del Perú. En
ella, la conquista es la representación terrenal de una lucha que en realidad ocurre en el Cielo.
Pizarro y sus legiones (en primer plano) avanzan (con bendición eclesiástica) contra las huestes de
Atahualpa (en el fondo). La escena es la manifestación en el orden inferior del verdadero conflicto
en el orden superior: el arcángel San Miguel derrotando (y humillando) a Satanás (derrota
representada en la porción superior del cuadro). La derrota fue trascendental, pero no fue
decisiva: Satanás siguió, a escondidas, por guerrilla y emboscadas, acosando a los soldados de la
fe (y de allí las múltiples campañas de extirpación de idolatrías durante el primer siglo y medio del
Imperio en América). De esta escena, nos importa un detalle: el hecho de que, para la mentalidad
hispánica, la totalidad de la experiencia histórica estaba comprendida (y por lo mismo, arrebatada
a la historia) en la lucha entre dos principios trascendentes: Dios y el Diablo, y ambos principios
eran localizables (los idólatras, la naturaleza americana) y representables sin mayores inconveni-
14 Juan Pablo Dabove
entes. Por eso el cuadro está organizado de acuerdo a dos dimensiones: abajo / arriba; adelante /
atrás, organizando un mapa de lo social en armonía con lo celestial.
26 La misma incertidumbre (pero expresada de manera inversa) surge frente a Martín Sánchez
Chagollan, el “ángel exterminador” de los Plateados de Morelos que funciona como el Deus ex
machina en El Zarco. Como analizan Melgarejo y Lund (“Altamirano’s Demons”), en su rol
contrainsurgente Sánchez Chagollan parece convocar las potencias del Bien (el estado, la moder-
nidad, la legalidad, el capitalismo agrario). Sin embargo, Melgarejo y Lund recuperan la esencial
ambigüedad de la figura de Sánchez Chagollan: exterminador de bandidos, pero muy cercano
(en su ética, en su estética, en su modo de proceder) a los bandidos que persigue, más cercano
entonces a lo demoníaco de lo que una narrativa indivisamente nacionalista podría desear.
27 En el caso de Sarmiento, hay incluso una ligazón explícita (de la cual él no fue el único exponente)
entre gauchos malos y bandas tártaras. Ver Dabove, Nightmares.
28 Para Sarmiento, por ejemplo, la pampa engendra una no-sociedad, que mima (diabólicamente) la
sociedad civilizada, pero que tiene como único fundamento el ejercicio irrestricto de la violencia;
el bandidaje. La única restricción es un principio de violencia de superior eficacia: el caudillismo (y
el rosismo como su coronación).
29 Exámenes de esta compleja dinámica desde dos perspectivas diversas, pero en último término
complementarias, pueden hallarse en sendos artículos de Melgarejo / Lund (“Altamirano’s
Demons”) y Parra (“Pueblo, bandidos, y Estado”)
30 El libro fundador de la línea de examen en torno a lo demoníaco femenino que los artículos de
este volumen continúan es Idols of Perversity, de Bram Dijkstra.
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Bandidos e insurgentes:
demonios de la tierra
The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 19–33
19
20 Elías Palti
Entre los exiliados, él fue quien de manera más persistente se negó a acep-
tar la derrota como definitiva. Todavía entonces, “después que todos han
desesperado de la salvación de la patria” (“Segundo comunicado” 59), con-
fiaba en que la suerte de la lucha contra el “tirano” no había sido aún deci-
dida, que el orden de las cosas pronto volvería a su quicio. Entonces, decía,
podría verse hasta qué punto las peripecias hasta ese momento sufridas en
la contienda portaban un sentido oculto.2 “Tal es la época actual”, asegu-
raba, “que se ocupa de explicar los hechos históricos y de colocarlos, no en
el orden cronológico en que se han sucedido, sino en el orden progresivo
de los desenvolvimientos de las sociedades”. Comprender filosóficamente
la Historia era, para él, penetrar su caos aparente y acceder al orden que le
subyace. “Cada hombre”, aseguraba, “ocupa su lugar en esta serie; y cada
uno de los caracteres que parecen echados al acaso en el camino que siguen
las naciones, tiene su deducción lógica, su representación determinada”
(“Vindicación de la República Argentina” 9).
Es entonces que Sarmiento lanza una nueva empresa editorial, la fun-
dación de El Heraldo Argentino, aspirante a vocero de las fuerzas que
luchaban contra Rosas. “Gloriémonos”, decía su prospecto inaugural,
“de pertenecer a esa raza de titanes que saca nuevas fuerzas de sus que-
brantos y no desesperemos del porvenir de nuestra patria”, “la guerra que
nuestros compatriotas hacen al tirano está a punto de dar resultados deci-
sivos” (“Prospecto del Heraldo Argentino” 94, 97). El tono épico que adopta
trasluce, de todos modos, un sentido de urgencia nuevo en él. Sabía, al me-
nos, que la que según él se avecinaba no iba a ser una batalla más, que la
historia en el Plata estaba aproximándose al momento de su krisis (“las
ideas retrógradas y sus consecuencias, luchan por la última vez”, decía, “con
las ideas de la libertad, de constitución y de progreso”) (“Política ameri-
cana”, El Nacional 11). El hecho es que al año siguiente el triunfo de Paz en
Caaguazú parecía devolver las cosas a su lógica.
El General Paz, triunfando en los campos de Caaguazú, ha restablecido
la lucha que había parecido extinguirse con las derrotas que Lavalle y
Lamadrid habían sufrido en el Interior. Tres provincias se han escapado
al poder del tirano, y lejos de abandonarse a la inacción, se preparan para
romper las cadenas de toda la República (“Conducta de Rosas” 34–35).
Caaguazú era, para Sarmiento, la comprobación empírica de que no se
podían burlar gratuitamente las exigencias de la razón: ésta habría de en-
contrar, tarde o temprano, las vías para imponerse. Sin embargo, pronto
descubriría que la insobornable facticidad se obstinaba en resistir a los
designios racionales:
Los hechos suelen a veces desmentir todas las probabilidades, salirse del
círculo de lo que considerábamos posible, y romper bruscamente el hilo
de las promesas más bien fundadas, para representar su cara desnuda,
22 Elías Palti
que ella es singular en su género, y que se trata”, decía, “nada menos que de
arrojar la civilización” (“La cuestión del Plata” 74) lo que para Sarmiento
quería decir algo así como alcanzar el fin de la Historia sin que ésta llegase
a su fin, a su remate obligado: la civilización, cuya consecución quedaría
así, según parece, ya erradicada definitivamente como posibilidad (puesto
que, de lo contrario, cabría todavía considerar al régimen de Rosas como
un hecho puramente incidental, un mero obstáculo temporal en la marcha
triunfal de la civilización). Qué significaba esto, cómo sería ello posible,
cuáles sus consecuencias, qué vendría después, eran cuestiones a las que to-
davía no alcanzaba a comprender del todo bien. La búsqueda de categorías
que permitieran descifrar tal dilema, hacer comprensible el significado de
esta “nueva era” que se abría, se traducirá finalmente en un giro conceptual
fundamental que llevará directamente a Facundo. Pero antes mediará un
proceso más o menos prolongado (y nada lineal) de redefinición y redis-
posición de su universo categorial. Llegamos aquí, en fin, al origen de la
fórmula civilización y barbarie tal como se plasmaría en Facundo.
La primera conclusión de Sarmiento (que no será, como veremos, de-
finitiva), es que un desenlace como el que parecía anunciarse sería absolu-
tamente inconcebible. “Arrojar” sin más a la civilización (esto es, el fin de
la Historia) era algo para él imposible siquiera de imaginar. Cuanto mucho
podría prolongarse un estado de guerra civil (quizás, incluso, convertirse
en crónico), pero la idea de un triunfo último, final, cabría sólo a la civili-
zación. Y esta máxima que era válida para la historia universal no podía no
serlo, pensaba, para la Argentina (“no se tiene presente”, decía, que “es la
más cercana a la Europa”) (“La cuestión del Plata” 91).
A medida que la situación progresaba hacia un desenlace que imaginaba
trágico, el pensamiento de Sarmiento habría así de replegarse sobre sí para
encontrar en su seno las garantías que una realidad esquiva ya no podía
brindarle. Es entonces cuando la mencionada fórmula comienza a ocupar
un primer plano como el reaseguro conceptual último (instancia que se
vuelve decisiva cuando otras parecen desvanecerse) de la promesa de un
triunfo pleno de la empresa civilizadora. Mientras Sarmiento consideró a
la lucha como un enfrentamiento entre puros principios en tanto que tales,
debió aceptar que su destino sólo podría resolverse en los fragores mismos
de la contienda: aquél que lograra montar una fuerza superior habría ne-
cesariamente de alzarse con el triunfo. Y, en efecto, suele suceder que las
fuerzas retrógradas se imponen ocasionalmente en la historia (como ocu-
rrió en Europa con la Restauración) sin que ello represente nada particu-
larmente dramático (más allá de lo que imponen las mismas contingencias
históricas). Hasta ahí, las antinomias progreso / status quo y civilización /
barbarie resultaban para él perfectamente intercambiables entre sí. No será
así desde el momento que empiece a esbozar una distinción entre ambas.
Entonces, cuando la lucha se plantee estrictamente en los términos de un
24 Elías Palti
Notas
1 Este texto forma parte de un trabajo mayor actualmente en preparación, cuyo título tentativo
es Dystopias. Mimesis and Representation in Times of Revolutions and Wars (Mexico, Argentina, Brazil,
19th Century). Agradezco a Juan Pablo Dabove por invitarme a participar de este número.
2 “Si se ven, en fin, como borrados los elementos discordantes que estorban por doquiera una or-
ganización cualquiera, estaremos dispuestos a aceptar el período que ha preparado el momento
presente, como un momento de alto que ha hecho la regeneración política, para reorganizar
mejor sus fuerzas, para explorar el terreno que pisa, para apreciar mejor los obstáculos con los
que tiene que luchar” (“Política americana”, El Nacional 17).
3 “Por medio de la historia, de la filosofía, en fin, ha investigado para encontrar las propiedades
absolutas del ser, a fuerza de recoger y comparar sus manifestaciones, y para construir sobre el
alma, sobre Dios, sobre este mundo y el otro, un sistema, el verdadero, universal, sin multiplici-
dad de principios, unitario sin exclusión” (Sarmiento, “Apertura de un curso de historia” 300)
4 Para un análisis más detallado de los procedimientos miméticos por los cuales Sarmiento intenta
dar expresión al fenómeno rosista en Facundo, véase Palti, “Los poderes del horror”.
5 La crisis de Encilhamento fue una crisis financiera ocurrida en 1890–91 que se precipitó como
resultado de una laxa política de créditos en los últimos años de la monarquía alentada por su
Ministro de Economía Rui Barbosa.
6 El Club Militar entonces se moviliza para combatir a los monárquicos. Llegado a este punto, seña-
laba Angelo Mendes, “Prudente era una momia”. (Mendes, “¿Que é da República?” Autoridade 29
de Marzo 1896, citado por Mônaco Janotti, en Os subversivos da República 114).
7 Sobre la vida y la obra de Euclides da Cunha, véanse Bastos, A visão histórico-sociológica de Euclides
da Cunha; Andrade, História e interpretação de Os sertões y Campos, Os sertões dos Campos.
8 “Al calor y a la luz, que se ejercitan en ambas, se adicionan entonces las disposiciones de la tierra,
las modalidades del clima y aquella acción de presencia innegable, aquella fuerza catalítica miste-
riosa que difunde los diferentes aspectos de la naturaleza. No hay un tipo antropológico brasi-
leño” (83).
9 “Al cabo de un tiempo, la población constituida por los más variados elementos [...] se hizo la
comunidad homogénea y uniforme, masa inconsciente y salvaje, que crecía sin evolucionar, sin
órganos y sin funciones especializadas, por la sola yuxtaposición mecánica de capas sucesivas, a la
manera de un polipero humano” (150).
10 “[Esto] modela organismos raquíticos en que toda la actividad cede al permanente desequilibrio
entre las energías impulsivas de las funciones periféricas excitadas, y la apatía de las funciones
centrales: inteligencias marasmáticas, adormecidas bajo el estallar de las pasiones; inervaciones
peligrosas, pese a la acuidad de los sentidos, y apenas renovadas por la sangre empobrecida en las
hematosis imperfectas [...]. La aclimatación traduce una evolución regresiva […] La raza inferior,
el salvaje rudo, lo domina; aliado al medio lo vence, lo aniquila, lo anula con la concurrencia formi-
dable del paludismo, del hepatismo, de las pirexias agotadoras, de las canículas abrasadoras y de
los pantanos miasmáticos” (78).
11 “Su biografía compendia y resume la existencia de la sociedad sertanera. Aclara el concepto
etiológico de la enfermedad que lo hizo su víctima” (126).
12 “Examinándolo se siente el efecto maravilloso de una perspectiva a través de los siglos [...] Está
fuera de nuestro tiempo. Está del todo entre aquellos retardatarios que Fouillé compara, en feliz
imagen, ‘a des coureurs sur le champ de la civilisation, de plus en plus en retard’” (137).
13 “Viviendo cuatrocientos años en el litoral vastísimo, en que perduran los reflejos de la vida
civilizada, tuvimos, de improviso, como herencia inesperada, la República. Ascendimos de golpe
arrebatados en el caudal de los ideales modernos, abandonando en la penumbra secular en que
yacen, en el seno del país, un tercio de nuestra gente. Engañados por una civilización de prestado;
hurgando, en ciega faena de copistas, todo lo que de mejor existe en los códigos orgánicos de
otras naciones, hicimos, huyendo revolucionariamente a la más leve intransigencia con los impe-
rativos de nuestra propia nacionalidad, más profundo el contraste entre nuestro modo de vivir y
el de aquellos rudos compatriotas, más extranjeros en esta tierra que los inmigrantes de Europa.
Por no nos separa un mar: nos separan tres siglos...” (160).
32 Elías Palti
14 Había en Moreira Cesar “algo de grande e incompleto, como si la evolución prodigiosa del
predestinado se detuviese antes de la selección final de los requisitos raros con que lo aparejara,
precisamente, en la fase crítica en que suele a definirse como héroe o bandido. Así, pues, era
un desequilibrado. En su alma la extrema dedicación se diluía en el odio extremado, la calma
soberana en repentinas asperezas, y la bravura caballeresca en la barbaridad indignante” (230).
15 Da Cunha, de hecho, pensaba titular así el libro, expresión que sirvió también de título a la serie
los artículos periodísticos en que el mismo se basó.
16 “No vimos el trazo superior del acontecimiento […] Experimentamos una sorpresa comprome-
tedora ante aquellas aberraciones monstruosas; y, con arrojo digno de mejores causas, los bati-
mos a cargas de bayonetas, reeditando a nuestro turno el pasado, en una expedición sin gloria,
reabriendo en los parajes infelices los rastros borrados de las bandeiras” (160–161).
17 “Y es que todavía” concluía da Cunha esta obra, “no existe un Maudsley para las locuras y los
crímenes de las nacionalidades” (425). Los sertones, parecía sugerir, vendría a ayudar a llenar este
vacío.
18 Para una perspectiva distinta sobre las diferencias entre Los sertones y Facundo, véase Costa Lima.
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Visiones de lo inasible 33
35
36 Nina Ger assi-Navar ro
El nordeste brasi-
lero es una región
extensa y diversa en
términos geográficos
que abarca numerosos
estados.2 Pero lo que
típicamente se conoce
como el sertão nordes-
tino es la región entre
el valle del río Cariri
y el río San Francisco.
Allí se expande una
vasta zona semiárida,
de suelo arcilloso, con
una “naturaleza tor-
turada” donde la flora
raquítica es duramente
golpeada por extensas
sequías (algunas duran
más de dos años, como
las de 1834 y 1877) y llu-
vias impredecibles. La
vegetación consiste en
un pasto ralo, poblado
de cactus y pequeños
arbustos espinosos, la
caatinga, que se expan- Figura 1: Prisión de Antônio Silvino
den ahogándolo todo.
Como lo describiera Euclides Da Cunha en su extraordinario estudio so-
bre la guerra de Canudos, en el sertão “se esterilizan los aires abrasadores;
se petrifica el suelo, agrietándose, requemando; brama el noreste en los
yermos y, como un silicio desgarrador, la caatinga extiende sobre la tierra
su maraña espinosa” (da Cunha 52). Esta es la zona que Gustavo Barroso
denominó el “habitat del bandidaje” (1).3
Casi todos los estudios históricos y etnográficos sobre el sertão subrayan
la íntima conexión que existe entre el bandido y su medio ambiente. “El
clima del sertão tiene la culpa máxima de producir el cangaceiro” afirmará
Barroso (20), como si la naturaleza dura e indómita fuera la que volviera
al habitante violento e incivilizado.4 La historia del sertão es sin duda una
historia de sufrimiento, plagada de rebeliones y enfrentamientos políticos
y religiosos, donde rigió el latifundio y las pugnas entre coroneles (jefes lo-
cales), y donde la extrema pobreza se impuso a la gran mayoría. En O Outro
Nordeste, Djacir Menezes sintetiza las características del habitante del sertão
Antonio Silvino 37
según un binomio social: fanatismo y cangaço (19). Estos son los dos ejes
que, según Menezes, explican los movimientos milenaristas que plagaron la
región así como el bandidaje que la acosó. Conductas primitivas condicio-
nadas por factores geográficos. Son, a la vez, los dos polos de reacción que
posee el sertanejo ante las injusticias sociales y naturales: el fanático que
procura conjurar los males a través de los procesos mágico-animistas de sus
antepasados y el bandido que reacciona violentamente a través del crimen
ante una injusticia. Dos formas de supervivencia ante la hostilidad circun-
dante. Entre los ejemplos más conocidos de los movimientos mesiánicos: el
de Antonio Conselheiro en Canudos (fundada en 1893 y destruida en 1897), 5
y el del padre Cícero (1844–1934), intendente de Juazeiro do Norte; y entre
los bandidos: Jesuíno Brilhante (1844–1879), Antônio Silvino (1875–1944),
Lampião (1898–1938) y Corisco (muerto en 1940).
Durante la colonia el nordeste fue una importante fuente económica
gracias a los ingenios y la cría de ganado. Las haciendas se fueron expan-
diendo tierra adentro con la ayuda de las sesmarias, entregándose a aquellas
familias que pudieran proteger la tierra y utilizarla para la cría de ganado a
cambio de su lealtad a la Corona. 6 Eventualmente se convirtieron en lati-
fundios cuyo poder llegó a competir con el de los dueños de los ingenios en
el litoral. 7 El sistema de gobierno en estos latifundios era un sistema feudal.
El propietario mantenía esclavos, sirvientes, familiares, dándoles comida y
protección a cambio del servicio que los demás le proveían. Esto fue el ori-
gen de lo que se conocería como coronelismo, cuyo apogeo en el nordeste
coincidió con el inicio del proceso de modernización del Brasil. También
aseguraría una división de clase muy marcada entre una mayoría suma-
mente empobrecida y dependiente, y una oligarquía terrateniente que con
el paso del tiempo iría consolidando un enorme poder. El coronelismo se
inicia durante el imperio cuando los hacendados se vuelven jefes políticos
al encargarse de las milicias regionales. Son los responsables de adminis-
trar la región (demasiado distante para la Corona): aseguran el orden y la
implementación de la ley. Por su lealtad, la Corona les otorgó un carácter
jurídico a su gobierno, lo cual terminó por afianzar su poder (Machado 32).
El título de coronel les quedó de cuando pasaron a ser parte de la Guardia
Nacional. 8 Simultáneamente para asegurar y mantener su poder el coronel
contrataba vaqueros, jagunços para que defendieran su territorio, ya sea
arando la tierra o matando sus enemigos.9 Bajo este sistema, el coronel pasó
a nombrar funcionarios públicos, delegados e inclusive jueces; mientras, la
autoridad estatal colaboraba para que esta situación continuara, de allí que
surgieran disparidades extremas entre lo legal e ilegal. Bajo el coronelismo,
en el sertão, la ley de gobierno se reducía a ser amigo o enemigo del coronel.
La sequía de 1877–1879 tuvo un rol importante en el resquebrajamiento
del orden del sertão y la aparición de la violencia como forma instrumental
de poder. A pesar de haberse introducido el cebú, especie más resistente y
38 Nina Ger assi-Navar ro
El padre de Silvino era delegado con fama de valiente por haber matado
a un pistolero que intentó matarlo. Por avatares de la política, pierde su
lugar de privilegio y el coronel Luiz Antônio lo manda arrestar. El padre
de Silvino resiste y Desiderio Ramos lo mata.14 Si bien Ramos es procesado,
lo absuelven. El abogado de la familia de Silvino apela la sentencia y los
acusados vuelven a la casa de detención de Recife. Al ser trasladados, los
presos logran escapar “tranquilamente” (Souto Maior 31). Silvino, cuyo
verdadero nombre era Manuel Baptista de Moraes (1875–1944), natural de
Pernambuco, decide entonces vengar la muerte de su padre y asume su des-
tino. Como en la mayoría de los poemas, la historia es relatada por el mismo
Antonio Silvino 41
Notas
1 Los cangaceiros llevaban sombrero de ala ancha doblada hacia arriba. Lampião modificaría la
vestimenta con su sombrero sumamente decorado y sus rifles cruzados que recuerdan los
clásicos bandidos mexicanos.
2 El Nordeste comprende los estados de Bahía, Alagoas, Sergipe, Pernambuco, Paraíba, Rio Grande
do Norte, Ceará, Piauí y Maranhão. Geográficamente la región se divide en cuatro subregiones
(medio norte, la zona da mata, el agreste y el sertão) siendo la del sertão la mas extensa y
sufrida. Entre la región amazónica y el sertão se encuentra la zona medio norte, de clima menos
brutal, cuya vegetación se caracteriza por cocoteros y palmeras. La zona de la mata, de clima
húmedo, se extiende desde Rio Grande do Norte al sur del estado de Bahía; es la zona costera,
conocida por sus playas espectaculares y su fértil vegetación dónde abundan las plantaciones de
caña de azúcar. La zona del agreste es el área de transición entre la zona de la mata y el sertão.
Esta región también es relativamente fértil con minifundios y producción lechera. Con una mirada
más positiva, Souza Barros distingue dos tipos de nordeste y señala que inclusive en el nordeste
seco ”la naturaleza no fue tan madrastra” ya que se encuentran plantas “que valen más de un
patrimonio económico” como el agave, babçu, carnaúba, maniçoba etcétera (44). Todas las
traducciones que no tengan aclaración son mías. Las citas de los poemas de cordel y de los
diarios se mantienen en el original.
3 Mario Souto Maior, en su biografía sobre Antônio Silvino reproduce el mismo juicio (25).
4 La explicación más típica es la que ofrece Raul Fernandes: “o ambiente propiciava a formação de
criminosos” (23).
5 Canudos se volvió el hogar sagrado para la comunidad rural donde sus tradiciones, creencias
y forma de vida podían existir libremente. En la medida que la comunidad prosperó económi-
camente y se volvió autosuficiente, resultó una posibilidad viable de vida alternativa para la
población rural. El gobierno respondió atacándolo varias veces sin éxito hasta que en 1897 fue
destruido por un ejército de ocho mil soldados.
6 Las sesmarias se suspenderían en 1822, pero en 1850 la “Ley de Tierras” volvería a instituir un
régimen latifundista, en parte para reemplazar las sesmarias y en parte para prevenir el fin de la
esclavitud (1888) y la consecuente suspensión del tráfico de esclavos de Africa, que ya en 1850
estaba bajo presión del gobierno inglés de realizarse.
7 A medida que la ganadería se fue expandiendo los portugueses exigieron que las haciendas de
ganado se mantuvieran a diez leguas de la costa para proteger los ingenios azucareros (Burns 72).
8 La Guardia Nacional fue creada en 1831 por el padre Diogo Antônio Feijó para garantizar el
orden público, defender la Constitución, la independencia, la libertad y la integridad nacional. La
ley que legalizaba la creación de la Guardia sustituía viejas ordenanzas y las milicias de las guardias
municipales. La Guardia Nacional duró hasta 1868.
9 A veces los términos cangaceiro, jagunço, bandido o capanga aparecen como sinónimo de bandi-
dos y en algunos casos como bandido social (Chilcote 220). Cangaceiro suele ser la categoría más
general, pero existen sin embargo diferentes criterios para especificar las diferencias. La diferen-
cia fundamental entre el cangaceiro y el jagunço es que el primero actúa de forma independiente
mientras que el jagunço es pagado.
10 Durante la sequía de 1877–1879 murieron 600 cabezas de ganado y miles de habitantes (Ferraz
36).
11 Véase Machado, Da Cunha. Por otro lado no puede decirse que el mesianismo haya sido
producto solamente de la región del nordeste. Por ejemplo en Minas Gerais, se destaca el
movimiento de los campesinos de Malacacheta (1955), e inclusive en épocas más recientes hubo
otros movimientos en Goiás, Paraná, Mato Grosso, Maranhão. Véase Souza-Martins, Pereira de
Queiroz, O mesianismo.
Antonio Silvino 47
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Altamirano’s Demons
Joshua Lund,
University of Pittsburgh
And the angel of the Lord went forth, and slew a hundred and eighty-
five thousand in the camp of the Assyrians; and when men arose early
in the morning, behold, these were all dead bodies.
—Isaiah 37:36.
I1
After pollution, frogs, stinging gnats, mosquitoes, anthrax, boils, hail,
locusts, and thick darkness, there descends the infamous tenth plague, the
massacre of the first-born (Exodus 7:8–12:23). All are marked for death:
the oldest child of the Pharaoh, of the maidservant, of the captive, even of
the cattle in the fields (11:4–5; 12:29). Only the Lord’s chosen nation, the
enslaved Israelites, shall be excepted (11:7). The agent of this mayhem is
not easy to discern. Neither pestilence nor assassin—or perhaps both—it
is revealed to the Israelites by Moses as simply “the destroyer” (12:23). In
similarly apocalyptic passages (e.g. Second Samuel 24:16; Isaiah 37:36) the
Lord walks in the company of an “angel of death” whom he releases and
retracts at will. But in the decisive scene of the tenth plague, the distinc-
tion between the Lord and his messenger is ambiguous. And while we are
briefly confronted with the destroyer, it is thoroughly unclear as to whether
this force represents a figure sent forth by the sovereign, an extension of the
sovereign’s will, or if it is, in fact, sovereignty itself: “For I will pass through
the land of Egypt that night, and I will smite all the first-born in the land
of Egypt, both man and beast; and on all the gods of Egypt I will execute
judgments: I am the Lord” (Exodus 12:12).
49
50 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd
II
While aesthetically inferior to the earlier Clemencia (1869), a novel that
foreshadows much of its basic formula, El Zarco is Altamirano’s most ambi-
tious literary work. It is remembered today as a tale of national consolida-
tion that pertains to a popular genre of its time: the bandit novel. Four ma-
jor characters are lined up with more or less personal integrity, wherein the
darker-complexioned protagonists show themselves to be model citizens,
and with the “impure” (164) white bandit and his lover cast in the most
reprehensible of moral terms. After intrigue and hijinx, the good citizens
marry, although, as we will see, it is not exactly in the happiest of settings.
The first chapters of what would eventually become El Zarco were
drafted as early as 1874 (Sol 29) and the manuscript was finished in 1888.
Due to editorial carelessness, it went unpublished until 1901, nearly a de-
cade after Altamirano’s death.2 This means that the novel’s gestation from
idea to book spans a significant chunk of the so-called Porfiriato, the liberal
dictatorship of Porfirio Díaz (1876–1910). It thus traces a particularly in-
tense period of nation building, marked, as Andrés Molina Enríquez puts
it, by Díaz’s commitment to amificación, that is, his talents for balancing
political antagonisms and incorporating the former enemies of liberalism
into the rapidly consolidating state apparatus (Molina Enríquez 136; see
also Hale 9). The novel’s very context, then, provokes its dominant inter-
pretation today: we read El Zarco allegorically, as a lesson in a barbarous
nation’s process of civilization or as a wager upon national reconciliation,
what Doris Sommer has famously called a “foundational fiction”. The
pedagogical intent of Altamirano’s literary writings were well explained by
the author himself (e.g. “Revistas literarias de México (1821–1867)” 56) and
have been extensively analyzed, indeed, beginning with Francisco Sosa,
who in 1901 described the novel, in the prologue of its first edition, as noth-
ing other than “un libro ameno é instructivo” (Sosa 3). With this in mind,
most readings of the text find in the love story between the “indio” Nicolás
and the dusky Pilar a didactic allegory of the formation of a new national
spirit embodied by productive citizens. Sommer herself has described the
work as one in a long line of Mexican novels that articulate “romance and
nationalism” thus joining “a tradition of marriages between politics and
passion” (231). A number of critics, in one way or another, have followed
suit (e.g. Cruz 73, Schmidt, Conway 97, Ruiz, Lund 91). While suggestive
and certainly not without merit, these interpretations of the novel in terms
of national romance and reconciliation, made intelligible through the req-
uisite formula of mestizaje, seem to wither before a particular problem: in
order to resolve the crisis of national disarticulation, Altamirano does not,
in fact, turn to love. He conjures a vigilante.
52 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd
emblazoned on their hats, Martín Sánchez and his men act exceptionally, is-
suing decisions upon what constitutes justice: “¿Los plateados eran crueles?
Él se proponía serlo también. ¿Los plateados causaban horror? Él se había
propuesto causar horror” (308). Justice and vengence are conflated as one.
In the concluding chapters, he is at the center of the action. When the
hero, Nicolás, finally captures el Zarco, Martín Sánchez urges that he be
immediately strung up. Fortunately for el Zarco, Nicolás—a “good citizen”
(328; see also 208, 220), Altamirano’s symbol for the liberal ideal between
state and subject—is there, and insists that justice take its proper course.
Unfortunately for Nicolás, the state is incompetent in carrying out its ju-
ridical responsibilities, and el Zarco is quickly rescued at the risky pass
known as Las Tetillas (320). The end of the novel, then, depends upon the
intervention of a third, neither state nor regular citizen: Martín Sánchez.
There is, of course, a wedding, but the novel does not end on this note.
Rather, the final scene is that of the wedding party, as it happens to stum-
ble across el Zarco’s extra-juridical execution. Martín Sánchez apologizes
to the newlyweds, and suggests that Nicolás and Pilar move along. They
do, momentarily horrified by the pleas for their intervention on the part
of Manuela, Pilar’s erstwhile best friend, the blond maiden who had once
snubbed Nicolás as “ese indio horrible” (120). El Zarco is executed by firing
squad, and then hung from a tree (334). Manuela begins to spit up blood
and promptly dies, of shock, we suppose. The penultimate words of the
novel belong to Martín Sánchez: “Pues enterrarla… y vámanos a concluir
la tarea” (335). And the final words belong to the narrator, who speaks not
of the nation’s model civil union, but of the exterminating angel and his
host: “Y desfiló la tropa lúgubre” (335).
III
Let us quickly return to Martín Sánchez’s irruption into the narrative flow
of the national romance. Recall the scene here: it is the bandit camp, a
space defined by the total lack of reason, where chaos, passions, mistrust
and greed govern. It is a space of disarticulation, a quality that seeps into
all aspects of the camp and all human interaction that takes place there.
Beyond the confusion between space and function (an old church is now
a lair of sin [253]), this disarticulation applies all the way up to the horror
of its aesthetic production, as we can see from this description of “bandit
music” (a forerunner of the corrido, later romanticized as the people’s mu-
sic in the wake of the Mexican Revolution): “Manuela los vio con horror;
ellos cantaron una larga serie de canciones, de esas canciones fastidiosas,
disparatadas, sin sentido alguno […] y que no puede oírse mucho tiempo
sin un intenso fastidio. Manuela se sintió fastidiada…” (272). “Fastidio”
is the operative word here, the only possible reaction of the even semi-en-
54 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd
lightened before this welter of “cien bocas torcidas” (291). If the goal of El
Zarco is to write an articulate nation governed by reason, then the bandit
camp stands as a space of exception, disarticulate chaos without possibility
of any harmony. It is important that Martín Sánchez exacts his violence
here, in the camp, a point on which Altamirano is explicit: “¿Quién era
el hombre temerario que se había atrevido a colgar veinte plateados en los
lugares mismos de su dominio?” (303 our emphasis). Only the exceptional
figure himself can effectively enter into the space of exception. 3
Who will emerge victorious in this struggle between competing ex-
ceptionalisms? Even the narrator pretends not to know: “¿Quién ganaría?
¡Quién sabe…!” (308). The literary result is in doubt, but the struggle is
historical. “Rigorously historical” (303). Like the figure of Martín Sánchez
himself, who, we learn, joins the bandits el Zarco, Salomé Plascencia, and
others as a character that Altamirano pulled from Mexico’s recent past.
Indeed, Martín Sánchez figures in a number of accounts of the epoch.4 In
the semi-historical collection of war stories, Los plateados de Tierra Caliente
(1891), Pablo Robles dedicates a chapter to him, called “Pueblos heroicos:
Martín Sánchez Chagollán”. Published in 1891, Robles would not have
known of Altamirano’s novel, and would not have been a source for it. The
almost exact correspondence between the two versions thus suggests a cer-
tain popular memory around the man. Marked for death, it is the bandit
gangs that give Martín Sánchez his nickname, Chagollán. Robles explains
that prior to his vigilanteism he was a silversmith, and the “chagollo” was
the low-grade silver used to make counterfeit coins and iconic figurines for
religious purposes, both also referred to in popular speech as “chagollos”.
Robles then makes the case for his protagonist: “Sánchez no hizo caso del
sobrenombre y aunque era militar chagollo, improvisado, daba pruebas de
lo contrario, porque el metal salió de buena ley” (142).
Far more important than the historical biography of Martín Sánchez,
however, is the way in which his surprising dominance of the final chapters
points to a political conundrum that was clearly on Altamirano’s mind:
how to square the liberal ideal of a voluntaristic and constitutionally-or-
dered nation-state couplet with a sovereignty that was ineffective in the
face of, among other competitors, bandits?
Altamirano, who lived through and participated in the civil wars and
national resistance against the French invasion that provided the context
for the proliferation of bandit gangs, was preoccupied with this problem
throughout his writing life. 5 He addresses these concerns even more di-
rectly in his political writings. One of these, an essay produced in 1867—
the momentous year in which the Republic was finally restored, and the
liberal state far more precarious than the 1880’s era Pax Porfiriana—takes
up the issue head-on, and is particularly relevant when read in the light of
El Zarco. Altamirano writes:
Altamirano’s Demons 55
Por todas partes aparecen gavillas armadas, de tres, cinco, diez, veinte y
cien hombres que asaltan a los transeúntes, y cuya aparición hace paralizar
la agricultura y el tráfico, y arruina el comercio, al mismo tiempo que re-
duce a la miseria a los trabajadores y a los propietarios. Hace algunos meses
que los caminos estaban seguros, gracias a las fuerzas rurales que los reco-
rrían constantemente. Hoy, merced a una sabia medida del señor ministro
de la Guerra, que del señor ministro de la Guerra había de ser para que
produjera tan óptimos frutos, las fuerzas rurales se han suprimido, y como
por encanto, los bandidos aparecieron por todas partes, no sin agradecer,
en lo profundo de su alma, la disposición ministerial que les limpiaba las
carreteras de todo obstáculo para ejercer su noble profesión (“Policía” 104).
The first four lines of this citation serve as a kind of sketch for the social
problematic that propels El Zarco: it’s not just that the bandits are crimi-
nals, but that they are gumming up the gears of capitalism. 6 The early
chapters of El Zarco are filled with references to the insecurity that stalks
agriculture, traffic, commerce and highways, a threat to the life and live-
lihood of laborers and property owners alike. More bracing, however, is
the reference to the “fuerzas rurales” that defend against bandits. Clearly
semi-autonomous and operating under their own authority, these vigi-
lante groups stand as the protagonists in the essay, titled, no less, “Policía”
(1867). The police, agents of the law-making violence on which the state de-
pends, are here independent of the state, indeed, something that the state
has opted to “supress”. In short, the essay is not really about “the police”
but rather their absence. What Altamirano is speaking to here is the des-
perate situation in which national development must cede its security to
the independent work of others: para-militaries, or, in the words of Robles,
“improvised” militias. Now, as the editorial interventions that punctuate
El Zarco make clear, these improvised militias were at the root of the bandit
problem: gangs of thugs were recruited by a bankrupt state to rout instran-
sigent Conservative strongmen who were still exercising authority in the
countryside after the Liberal victory in the War of Reform.7 Armed, hard-
ened by battle, and unemployed, these groups of men reconfigured into
the plateados of Altamirano’s novel. To what extent Altamirano wants to
demonstrate as much is unclear, but there emerges the brute fact that at the
root of the bandit problem is not so much the misguided youth as it is: the
state. And with this in mind, one can not help but be somewhat unnerved
by Altamirano’s solution to this problem: “fuerzas rurales”, that is, more
paramilitaries. Neither moral nor juridical, the crux of the matter here is
political, and rests on the difficult question of sovereignty.
IV
A frankly incredible scene interrupts the climactic flow of the novel, and
it is one to which we must now turn. The twenty-fourth chapter is called
56 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd
“El presidente Juárez”. A scant seven pages, the chapter centers on the audi-
ence that the embattled President of the Republic, Benito Juárez, grants to
Martín Sánchez. Expecting to be snubbed, Martín Sánchez is pleasantly
surprised to find the president “frío, impasible, pero atento” (322), and
predisposed to help. His reason for the visit is to gain further and more
authoritative legitimacy for his actions and, more importantly, to request
support in the form of arms. Martín Sánchez puts it bluntly: “Lo primero
que yo necesito, señor, es que me dé el gobierno facultades para colgar a
todos los bandidos que yo coja…” (323). Juárez grants his request of the
authority to hang and offers one hundred rifles. The final paragraph is a
tightly-knit expression of several of the key themes that define the novel:
race, nation, law, republic. We read: “el uno moreno y con el tipo de indio
puro, y el otro amarillento, con el tipo del mestizo y del campesino; los dos
serios, los dos graves, cualquiera que hubiera leído un poco en el futuro se
habría estremecido. Era la ley de la salud pública armando a la honradez
con el rayo de la muerte” (326).
We think that this scene represents the political center of the text.
Mysteriously, it is almost totally ignored in the critical bibliography around
Altramirano, a lack that also applies to the figure of Martín Sánchez more
generally. However, two relatively recent readings—provocative and, in-
deed, heterodoxical—have been particularly helpful to us in thinking
through the implications of Martín Sánchez. In “Lectura ideológica de dos
novelas de Altramirano” (1997), Evodio Escalante reads El Zarco in terms
of the juridical problematic that its narrative traces. He criticizes what he
reads as the “authorization” (199) of extra-judicial violence contained in
the last sentence of Chapter 24. He asks: “¿O es que alguien osaría llevar
a juicio a la honradez? ¿Alguien se atrevería a condenar a una ley, máx-
ime cuando se trata de una ley, como se nos dice, de salud pública?” (200).
What he shows us in answering these questions is a law (of “public health”,
even) that is not applied, but simply attached, to historical actors, embod-
ied by them, and thereby converting them from men into ideas. Ideas, free
from potential prosecution and thereby from responsibility (199). He un-
derstands this alleged circumvention of constitutional authority as noth-
ing less than a “scandal” (199). In a manuscript (“Imagining Mexican
Bandits”) presented at the 2003 meeting of the Latin American Studies
Association, Amy Robinson offers a reading that refreshingly outlines the
moral order at work in El Zarco by thinking it in political—rather than
civilizational or romantic—terms. Less concerned with the scandal of an
apparent anti-constitutionalism than Escalante, Robinson focuses on the
ways in which Altamirano seeks an aesthetic of moral-acceptability that
can explain away the contradictions of liberalism when confronted with
historical conditions that its theories cannot resolve. She argues: “Nicolás
and Martín Sánchez become heroes in spite of the corrupt state authority
Altamirano’s Demons 57
because the national problem is, in fact, the institution of authority’s in-
ability to define and enforce a national sense of right and wrong” (n.d.).
Extremely suggestive, these readings can not resist the temptation of
associating Martín Sánchez with another, a position first articulated by
Salvador Ortíz Vidales in 1949, when he interprets the vigilante as “com-
pletely identical” to the bandit himself, el Zarco, based on their equally
exceptional status vis-à-vis the law (36). Robinson complicates this rela-
tionship, and formally associates Martín Sánchez with social banditry in
general (and, by extension, el Zarco), but also places him politically in the
terms of a “moral ally” to the chaste Nicolás (n.d.; see also Sommer, 226).
Nevertheless, these attempts to locate Martín Sánchez within the neoclas-
sical quadrangle of love interests (Nicolás/Pilar v. el Zarco/Manuela) seem
to fail to grasp the dimensions of his singularity within the narrative, sug-
gested in the way in which his presence makes a mess of the structure of the
plot. Yes, Martín Sánchez is exceptional—outside the law—like the bandit.
Thus he might be a mirror for el Zarco. Or he might be the hammer for the
ideal, law-abiding citizen, Nicolás, thereby operating as his other half. But
he is far more than each of these figures, which is another way of saying
that he is reducible to neither, and transcends both.
Escalante, by paying ample attention to the encounter with Juárez,
comes close to illuminating what we perceive as the true face of Martín
Sánchez. But he also seems to go too far in reading the scene in palpably
indignant terms, as the installation of the “ley de la selva” (199). But the
“law of the jungle” is not at issue here; rather, what we are confronted with
is the law of salud pública. In an 1880 letter directed to his young friend,
Rafael de Zayas Enríquez (director of Ferrocarril, a Veracruz newspaper),
reflecting on the suspension of constitutional guarantees of December 11,
1861, Altamirano himself speaks to the question of the relation between
the law and the so-called “salud pública”: “se guarda la ley en una arca
cerrada y no se consulta más que la salud pública. Entonces se da fuerza
al gobierno, armándolo con todos los derechos y con todos los rayos de
la guerra” (1880, 57; our emphasis). Without the vitality of the national
body, the question of law itself becomes academic; law can be protected
by being temporarily suspended, while the forces of salud pública treat the
“gangrena que corroe a la sociedad” (52). It is only in these extraordinary
circumstances, granted to Juárez as facultades omnímodas by the Congress
in 1861 in the face of foreign invasion (the French, Spanish and British were
forcibly landing at Veracruz in order to collect debts), only in this state of
exception, that a figure like Martín Sánchez can emerge. While he may be
the exceptional opposite of el Zarco, Martín Sánchez is not “the bandit”.
He is not the necessary counterpart of Nicolás. He is Juárez. No. He is the
sovereign’s messenger: the exterminating angel. He is the very expression of
sovereignty. Where, then, is the “scandal” of which Escalante speaks? Both
58 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd
he and Robinson are led to the conclusion that El Zarco should be read as
making a favorable case for the existence and actions of Martín Sánchez.
For Robinson, the figure of the vigilante allows Altamirano to leverage a
certain popular appeal around the social bandit, rearticulating this energy
as a force for the re-establishment of social order and the state’s authority.
More tendentious, Escalante is scandalized by what he understands as a
bald legitimation of despotism, the treason of the popular sovereignty sup-
posedly embedded in the liberal republic.
Re-reading the text in a more sympathetically post-colonial register,
however, complicates these interpretations. While there was certainly
something attractive, maybe even necessary (see, again, “Policía”), about
Martín Sánchez for Altamirano, the text itself resists this reading. Paying
attention to these subtleties may obligate us to rethink the nature of the
political narrative that we confront in El Zarco. We think that this becomes
even more the case if we read it in the light of Altamirano’s very existence
as a man, which locates him smack in the middle of an extremely com-
plicated set of political challenges in which he often played a central, and
always polemical, role. By the time that he finishes the novel, he is now a
dinosaur of sorts, increasingly marginalized by the new mandarins of the
social-political order, some committed to a vigorous critique of the early
liberal republic that he helped to build, and he is certainly not happy about
this fact. In his 1880 letter, he politely reminds his worried correspondent
that his generation was locked in a fight to the death, and that the liberal
ideal crashed no less than fourteen times: fourteen constitutional suspen-
sions, fourteen states of exception. Times were different, and times were
not easy. A close reading of El Zarco seems to communicate this message
to us, making it more difficult to see it as a simple and cynical case for the
violence of Martín Sánchez (Conway 98). Altamirano was well aware of the
contradictions of sovereignty implicit in any liberal republic. In a far too
quick sketch of some key turns in the text, we will attempt to close by ar-
guing that Martín Sánchez represents nothing less than the nebulous and,
indeed, menacing nature of the sovereign.
V.
Altamirano was quick-witted and tough, but he seems unsettled by his
own turn to the vigilante. 8 Recall this odd line embedded in the passage
that closes the key twenty-fourth chapter, the portrait of the meeting be-
tween the sovereign and his messenger: “cualquiera que hubiera leído un
poco en el futuro se habría estremecido” (325). Not “cualquier bandido”;
just “cualquiera”, anybody even slightly capable of looking into the future
(toward the Porfiriato?) would have experienced a physical sense of fore-
boding at this transfer of sovereign violence. This does not seem to be the
Altamirano’s Demons 59
Notes
1 Our sincere thanks to Amy Robinson for granting us permission to cite from her manuscript
“Imagining Mexican Bandits: The Literary Construction of Late Nineteenth-Century Criminality”.
2 El Zarco was first published in Barcelona. The original editor, Santiago Ballescá, justifies the long
delay between the delivery and the publication of the manuscript by explaining that the copyist
lost part of the original, which went unrecovered until much later (Ballescá). Manuel Sol, in his
introduction to the extraordinary Veracruz edition that we are handling here, argues that the text
that we know as El Zarco that descends from the Barcelona edition must have been transformed
at the editorial stage. He explains that it was probably modified by a second copyist who “in-
trodujo algunas modificaciones con el propósito de adecuarlo a lo que él consideraba ‘correcto’ y
que, en la mayoría de los casos, correspondían a algunas normas del español de España y, en gen-
eral, a las reglas y acepciones de la Gramática y Diccionario de la Real Academia Española. Normas
y criterios que no eran ciertamente de Altamirano” (17). For example, embellecido is replaced by
ennoblecido which would have a “ ‘connotación nobiliara’ totalmente ausente en un mexicano de
espíritu liberal como Altamirano”.
3 On the relations between spaces and figures of “exception”, such as the bandit and the sovereign,
see Agamben.
4 See, for example, Robles; Popoca Palacios; Pineda.
5 Which was also in the most literal senses of the term a political life. He participated in the rebel-
lion of Ayutla (1854), in the War of Reform (1858–1861), and was a committed nationalist in the
face of French intervention. His youthful participation in armed conflicts impeded the comple-
tion of his studies for the title of licenciado, often exposing him to shallow but biting criticism in
a society where “title” carried significant weight. He was an important ally, though often critical,
especially around the questions of amnesty, of the first president of the liberal Republic, Benito
Juárez. He viewed the rise of Porfirio Díaz, and especially the new class of “scientific” bureaucrats
that surrounded his administration, with suspicion.
6 This is a good point to remember that “bandit”, of course, was a rhetorical weapon wielded by
the state (much like “terrorist” today). Social formations of all kinds, especially peasant communi-
ties that actively asserted their constitutional rights, had a way of finding themselves suddenly
inscribed as “bandits” even if they did not literally participate in the practices (robbery, extortion,
kidnapping) usually associated with banditry. One fascinating example of this process can be wit-
nessed by tracing the transformations in state rhetoric over time as it confronted the Julio López
uprising of 1868-9. Leticia Reina has collected all of the relevant documents around the López
case in one place: see her Las rebeliones campesinas en México (1819–1906) (1988).
7 “Obligadas las tropas liberales, por un error lamentable y vergonzoso [la amnestía], a aceptar la
cooperación de estos bandidos, en la persecución que hacían al faccioso reaccionario Márquez [un
general conservador], en su travesía por la tierra caliente, algunas de aquellas partidas se
62 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd
presentaron formando cuerpos irregulares pero numerosos, y uno de ellos estaba mandado por
el Zarco” (El Zarco 165–6, our emphasis).
8 Once, while serving as a government deputy, a conservative legislator mocked Altamirano, greet-
ing him as: “Buenos días, licenciado sin título”. Altamirano shot back, for all to hear, “Buenos días,
título sin licenciado” (Chávez Guerrero 103).
9 Don’t misunderstand us: we offer no apology of Altamirano’s authoritarian tendencies, but
rather an attempt to understand his position. In defending “life”, what he recites here is nothing
less than the central Enlightenment gesture of sovereignty, a fundamentally biopolitical gesture,
one that Michel Foucault captures in the slogan make live and let die (1976). Altamirano would be
happy to let the bandit die. But he does not call for the people to take his life. He calls for him to
be brought to justice, within the constitutional order.
10 This comment is made in the context of a specific debate over the ineffective institutions of
criminal justice that were at work throughout rural Mexico. One aspect of this conversation
turned around the advantages of the semi-formalization of “Lynch laws” (basically paramilitarism)
versus the so-called “estado primitivo” in which each community or even individual would have
the right to take justice into its own hands. Attacking a common line in favor of both of these po-
sitions in newspapers such as La Libertad, La Industria Nacional and La Tribuna, which saw in these
turns to popular justice “el único recurso a que tiene que apelar el pueblo para hacerse justicia”
(15), Altamirano writes: “antes que apelar a la ley Linch [sic] y al estado primitivo, es decir, a la de-
sesperación, hay que echar mano de un recurso conocido, prescrito por las leyes, obligatorio para
la administración, cuando las leyes comunes no bastan para dar seguridad al pueblo” (19). The law
provides for its own exception.
11 1: “Y mucha conciencia, Señor Sánchez”. 2: “Usted lleva facultades extraordinarias, pero siempre
con la condición de que debe usted obrar con justicia”. 3: “La justicia ante todo”. 4: “Sólo la
necesidad puede obligarnos a usar estas facultades”. 5: “Que traen tan grande responsabilidad”.
6: “Pero yo sé a quién se los doy”. 7: “No haga usted que me arrepienta” (325).
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The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 65–76
su cuenta peajes en los caminos” (6), funciones todas propias del Estado.
La novela afirma, en este sentido, lo que la crítica ha señalado: que el ban-
dido “no quebranta la ley estatal sino que la confronta con la amenaza
de declarar otra ley” (Dabove y Jáuregui 15) otro orden, al margen del es-
tado, que no está desprovisto de cierta legítimidad. En uno de los pasajes
más reveladores de la novela se insinúa que su presencia es positivamente
estabilizadora en medio el desorden reinante:
Los bandidos reinaban en paz, pero en cambio las tropas del gobierno, en
caso de matar, mataban a los hombres de bien, lo cual les era muy fácil y
no corrían peligro por ello, estando el país de tal manera revuelto y las
nociones de orden y moralidad de tal modo trastornadas, que nadie sabía
ya a quién apelar en semejante situación (56).
El reconocimiento de que en los territorios donde actúan, y que intentan
controlar, los bandidos compiten a veces ventajosamente con las fuerzas
del gobierno, pues su relación con la población es menos abusiva, conlleva
el cuestionamiento del principio de legitimidad popular que reclama para
sí el Estado (representado en la novela por Benito Juárez), además de in-
sinuar la relatividad del argumento ético y legal que debería normar sus ac-
ciones. El derecho del Estado al monopolio de la violencia, necesario para
su consolidación, parecería quedar así en entredicho. 8 El Zarco y su banda
actúan así, potencialmente, como frontera entre “espacios de soberanía”,
función propia del bandido social en la historia cultural latinoamericana
(Dabove y Jáuregui 14). Sin embargo, en la novela de Altamirano la imagen
épica del bandido liberador del pueblo no aparece porque esta caracte-
rística, hasta cierto punto, ha sido desplazada hacia otro personaje, Marcos
Sánchez Chagollan, el verdugo de los bandidos.
La imagen del “pueblo vengador” no la encarna el héroe-bandido, como
suele suceder en la literatura romántica.9 Dado el mensaje que quiere trans-
mitir el autor, esta imagen se traslada a un personaje del pueblo, al ciu-
dadano armado que aparece en la última parte de la novela en la figura de
Martín Sánchez Chagollan, a quien se le describe como “el representante
del pueblo honrado y desamparado, una especie de juez Lynch, rústico y
feroz también, e implacable … Ojo por ojo, diente por diente. Tal era su
ley penal” (105 y 106). Sánchez Chagollan es un aliado militar del Estado
que, por motivos de venganza personal, concentra todas sus energías en la
misión de perseguir y erradicar a los plateados. Si bien se dedica a combatir
la delincuencia, en el desempeño de esta tarea Altamirano lo reviste de
varios atributos propios del arquetipo del “bandido justiciero”, el “venga-
dor” de la literatura popular: la venganza familiar es el punto de partida de
su violento oficio; corrige abusos; no mata nunca si no es en justa venganza
(es considerado un agente de justicia); se reincorpora a su pueblo como
ciudadano honrado y miembro de la comunidad; recibe el apoyo y admi-
ración del pueblo; y no es enemigo de la autoridad suprema (en este caso el
“Pueblo”, bandidos, y Estado 73
común contra los bandidos) que la misma novela, en sus contadas pero
significativas referencias a la complicidad, por conveniencia, miedo, o
beneficio, de los pobladores con los bandidos, invita a poner en duda.
Se sigue que los porosos conceptos de “pueblo” presentes en El Zarco no
siempre se avienen, ni se complementan necesariamente, con el propósito
del autor de resolver el problema de la legitimidad del poder en el texto.
Los dos privilegiados a nivel argumental, los de pueblo racional (Nicolás)
y plebe o bajo pueblo (el Zarco), están claramente delimitados ideológica-
mente y forman parte de la moraleja del texto. Los otros conceptos, más
marginales, de pueblo oprimido y pueblo vengador, provienen más de la
tradición literaria que de la realidad social e histórica del país, y se dise-
minan parcialmente entre dos personajes antagónicos, el Zarco y Martín
Sánchez Chagollan. Éstos comparten algunos rasgos del pueblo casti-
gado, si bien por razones diferentes, mientras que la imagen del pueblo
vengador se desplaza de la figura mitológica del bandido heroico, que se
ataca en la novela, para concentrarse solamente en la actividad justiciera
de Sánchez Chagollan. Las distintas nociones de “pueblo” que convergen
en Sánchez Chagollan—pueblo racional, oprimido, rebelde vengador, so-
berano, pero nunca plebe—son sintomáticas de las tradiciones históricas
y culturales, algunas contrarias en sus intenciones representativas, que el
escritor quiere armonizar en la novela como expresión de su vision utópica
del pueblo mexicano. La fusión introduce complicaciones en el mensaje.
Al combatir la mitología del bandido con un personaje que tiene carac-
terísticas de rebeldía popular revanchista, pero al servicio de la causa del
gobierno, Altamirano elabora un personaje que por momentos choca, pre-
cisamente por sus actos de “justicia popular,” con el principio del orden
legal (las Leyes de Reforma) que dice defender. De lo anterior se puede
inferir que, más allá de las intenciones del autor, no es el “pueblo racional,”
ni el “pueblo oprimido” o “vengador,” ni la ley, ni siquiera la justicia, lo que
en última instancia legitima al Estado en la novela, sino—más ambigua-
mente—cualquier expresión de fuerza que trabaje a favor de su frágil e
incierta hegemonía.
Notas
1 Los personajes femeninos, Antonia, madre de Manuela, ésta y Pilar, importantes en la simbología
moral de la novela, se ubican en una posición cultural y jurídica que denota la subordinación de
la mujer a la representación legal del hombre en el siglo XIX. Ante el peligro de los bandidos,
Antonia le comunica a su hija: “casándote con Nicolas, ya estarías bajo su potestad” (subrayado
nuestro, 11), es decir, bajo su protección legal. Asimismo, la madre se encuentra en un estado de
dependencia total para exigir justicia luego que su hija huye con el Zarco: “Sus derechos de usted
como madre” —le comunica el tío de Pilar— “no pueden ser representados sino por la autoridad
en este caso, careciendo usted de un pariente próximo” (49, subrayado nuestro). Para un estudio de
los personajes femeninos y el problema de género en la novela, consúltese Cruz.
“Pueblo”, bandidos, y Estado 75
2 La noción de “pueblo político” luego se ampliaría para incluir a los nuevos ricos (Guerra, “The
Spanish-American Tradition” 11).
3 El discurso descolonizador de Altamirano, bastante avanzado para su época, tiene el objetivo de
imaginar la liberación del indígena y, en un sentido más amplio, de las masas, del rígido sistema
social estamental producto de la conquista y la colonización española. Sin embargo, su lógica
argumental se encuentra atrapada en las contradicciones inevitables—y, nuevamente, coloni-
zantes—que genera la adopción de la ideología del progreso cuando es aplicada a sociedades
periféricas. Tal como se concibe a través de Nicolás, el proyecto social del autor postula que es
deseable el abandono de la cultura indígena –por atrasada e, inclusive, antiestética—y su asimi-
lación a la cultura moderna. No es de extrañarse que el autor, estrechamente vinculado al gobi-
erno del general Díaz, no viera en las campañas oficiales de exterminio contra las poblaciones
indígenas en el norte del país, realizadas en la década de 1880, es decir, cuando escribía su novela,
un acto de barbarie estatal.
4 Los plateados fueron los más visibles y temidos de los bandidos en la época de Reforma. Por su
vestimenta ostentosa se le consideraba “el aristócrata de la casta bandolera”, (354) escribe el
historiador Luis González y González.
5 “Se podría decir”, escribe un francés residente en México en 1861, “que el robo y el asalto han
pasado aquí al estado de institución: es incluso la única institución que parece tomarse en serio y
que funciona con perfecta regularidad” (citado en López Cámara 233–234).
6 Altamirano aboga a favor de la desaparición de los carnavales porque esta práctica cultural está
reñida con la ética de trabajo y los buenos modales que prescribe la moral social: “en todas”,
escribe en 1891, “el vino y el regocijo forzado, inorportuno, imprudente, interrumpen el tra-
bajo y forman la condición indispensable de la fiesta … vale más que esta alegría idiota se vaya”.
(Altamirano, Textos costumbristas 351 y 356).
7 Para una revision crítica de los estudios en torno al bandolerismo, de sus fuentes históricas y
literarias, y la problemática relación entre éstas, consúltese el trabajo de Gilbert M. Joseph. Para
un examen de la figura del bandido en la literatura y la cultura del siglo XIX en América Latina,
ver Dabove, Nightmares of the Lettered City.
8 “Estado —escribe Max Weber en su definición clásica— es aquella comunidad humana que,
dentro de un territorio determinado (el ”territorio” es elemento distintivo) reclama (con éxito)
para sí el monopolio de la violencia física legítima” (Weber, 83).
9 Sobre la figura del vengador, y algunos ejemplos provenientes de la literatura y leyendas popula-
res, de la que es personaje predilecto, véase el capítulo 5 del libro de Hobsbawm (Bandits).
10 En un artículo político de 1880, Altamirano pondera el problema de perseguir y castigar a los
bandidos sin proceso jurídico, que él favorece, y cree encontrar la salida legal en el artículo 29 de
la Constitución, donde se estipula que en casos de grave perturbación de la paz pública el presi-
dente puede suspender las garantías otorgadas por la Constitución. La actuación del presidente
Juárez en la novela parece ajustarse a la letra de esta ley. Sin embargo, en el artículo 29 también
se dice que las garantías pueden ser suspendidas “con excepción de las que aseguran la vida del
hombre”. Ni Sánchez Chagollan, que cuelga a sus enemigos, ni Juárez, que aprueba estas medidas
extremas, se ciñen a esta excepción (Altamirano, Periodismo político 18). En el renglón de la
legitimidad de la violencia estatal la anécdota novelesca es, por lo tanto, dudosa.
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76 M a x Par r a
77
78 A my Robinson
and only president known as indigenous, led the liberal struggle to victory,
and has since become a foundational symbol of the liberal turn in Mexican
political history.11 Juárez’s political victory in 1861 was short lived because
the debilitated nation was left vulnerable to the ensuing French interven-
tion, yet his political movement would nevertheless increase its momen-
tum. Over the course of Maximilian’s rule, Mexico’s diverse and divided
citizenry eventually began to find common ground against its foreign en-
emy, and this newfound cohesion took on the banner of liberalism. Thus,
by the time of Maximilian’s defeat in 1867, liberalism
became irrevocably identified with the nation itself, a nation that in the
words of Juárez had won its second independence. The years following 1867
were ones that saw the establishment of an official liberal tradition, a tradi-
tion that was further solidified with the Revolution of 1910. In other words,
liberalism after 1867 became transformed from an ideology in combat with
an inherited set of institutions, social arrangements, and values into a uni-
fying political myth (Hale, Transformation of Liberalism 3).
Of course, the unifying promise of liberalism did not mean that the liberal
ideology accurately represented the country as a whole. Rather, we can un-
derstand the liberal project as a hegemonic endeavor to singularly define
the nation according to the profile and interests of the more privileged,
ruling classes. As Florencia Mallon points out, the dominant liberal move-
ment recognized the need to incorporate popular needs into their politi-
cal agenda (62), but when this cooperation did not occur, the conservative
movement (and the church) offered a viable alternative (61).12
In the case of Lozada’s political allegiances, Meyer downplays ideologi-
cal and class motivations by arguing that Lozada rose up against the liberal
decrees of land reform by taking advantage of the political vacuum created
by the mid-century civil war. Even while proclaiming allegiance to spe-
cific sides of mid nineteenth-century conflicts (the Conservatives and the
Imperialists), Meyer clarifies that Lozada’s “military” targets were most
often large landholders in the region whose property could be recuper-
ated for the indigenous groups that had been losing control over their lands
since before the Reform (Esperando a Lozada 167–168). He demonstrated
willingness to negotiate with both sides of the civil war and he declared
neutrality toward the end of the French Intervention, which suggests that
his motives were based more on political expediency than ideological com-
mitment.13 His political influence was local in that his primary objective
was to secure autonomy and opportunity for the disenfranchised com-
munities of Nayarit. Yet, it was also national in that Lozada’s actions were
monitored from Mexico City and considered dangerous to the national
political infrastructure. While Juárez often tolerated Lozada’s continuing
authority in Nayarit, the presidency of Lerdo de Tejada promoted a deliber-
ate offensive against him that ultimately led to his capture and execution
82 A my Robinson
the entire region of Nayarit. The text portrays his power as being protected,
even sponsored, by an English commercial firm, Barron, Forbes and
Company, that promises to generously compensate Lozada in exchange for
his allegiance to their business interests in the region.20 While this partner-
ship can be interpreted as an indication of loose moral standards by our
protagonist, Azuela ultimately compares the empty, fickle pact between the
corporation and the bandit with the clash between civilization and barba-
rism that has been ascribed to much of Latin America history. In this case,
however, the text charges that the so-called civilizers’ greatest objective is
to maintain their own power over the masses in disregard for the poten-
tially barbaric means necessary for securing that power.
Barron, Forbes and Company achieve on a small scale what other finan-
ciers and governors do on a large scale with Spanish America … decidedly
protect the most venal and corrupt governors against any intent of an hon-
est government, maintain these countries in a semi-chaotic state, distribut-
ing weapons, ammunition and whatever elements they need to maintain
their own jobs, in exchange for the broadest freedom to pillage in as many
ways as possible (370).
This critique of Latin America’s neo-colonial condition undoubtedly por-
trays Lozada as a corrupt player within his own political context. More
incisively, however, it exploits Lozada’s individual case to embody him as a
pawn in the systematic and overriding corruption of Latin American gov-
ernments orchestrated by both foreign and domestic agents. In a similar
vein, when Azuela’s text shows Lozada becoming so monstrously lustful
for power that he begins demanding that he be addressed as “your excel-
lency”, the narrator steps back from the particular case to compare Lozada
with other, unnamed men with power who “believe in merits that they do
not have and…are the most miserable and despicable despots” (382).
Azuela’s readers can perhaps be expected to make associations between
this despotic bandit and the ousted despot, Porfirio Díaz. The narrator sup-
ports this interpretation by first drawing explicit parallels between Lozada
and Juárez, and then between Juárez and Díaz (389–399). Labeling Lozada
a “precursor” (398) clarifies the evolutionary chain linking each of those
three men to the profile of a despot that would “scrupulously violate the
sacred pact made with the nation and reelect himself indefinitely” (398).
The text thus defines its central critique—not simply that Lozada was evil,
but that he molded himself to prototype of corruption that would be fol-
lowed for generations to come.21 The link between Lozada and Díaz solidi-
fies when the narrator recounts Díaz’s attempts to court Lozada as a po-
tential ally during his political ascendancy. And, the text hints at Lozada’s
political superiority between the two men as Lozada smugly rebuffs Díaz’s
political offers and personal accolades (399). By positioning the bandit
within the ranks of these illustrious men, the text validates the national
Manuel Lozada 89
IV. Conclusions
Meyer, the foremost historian of Lozada, reflects on his own pursuit of in-
formation about Lozada as being riddled with a basic interpretative con-
Manuel Lozada 91
Notes
1 Most sources only generally date this work as one installment of the second part of a long
series published between 1886 and 1914 with the title Leyendas históricas. The editor of the
edition cited here of Paz’s Manuel Lozada: El tigre de Alica clarifies that the second edition of
the series’ installment on Manuel Lozada is dated at 1895 (“Nota editorial” 188).
2 All translations are mine.
3 See Aldana Rendón (117-119) for a documented explanation of how Lozada considered, but ul-
timately rejected Díaz’s attempts at an alliance. For an alternative version of the same historical
moment, see also Jáuregui and Meyer’s edited volume for a fragment from a 1885 text written
by Ireneo Paz in which he describes a meeting between himself and Lozada, as well as Lozada’s
persistent, but ultimately failed attempts to meet with Díaz (109–121). While investigations into
Lozada do not agree upon (or seem to know) the details of their communications, confirmation
of this link between Lozada and Díaz supports the national dimension to military and political
image of Lozada.
4 What is now the state of Nayarit was formally known as a district of Jalisco. It became officially
recognized as a Federal Territory in 1884 and achieved statehood in 1917.
5 See the full text of the “Plan Libertador proclamado en la sierra de Alica por los pueblos unidos
del Nayarit” and its accompanying Manifesto by Lozada in Reina’s Las rebeliones campesinas
(223–228). For a detailed analysis of the Plan see Enriquez Torres’s 1962 law school thesis, El
perfil de Manuel Lozada (121–138).
6 Lomnitz’s critique of Anderson offers an improved framework for understanding Latin American
nationalism. He argues that there were “different kinds of nationalisms” resulting from the “hi-
erarchical relationships” among compatriots, as opposed to Anderson’s image of “horizontal
comradery” (11). In this way, the indigenous (or other peripheral figures) can be interpreted as
national subjects actively negotiating their relationship with the political center (13–14).
7 For example, Mallon’s discusses “popular Liberalism” (61) as including “strands of alternative
nationalism and counterhegemonic Liberalism” (62) during Mexico’s mid-nineteenth century.
These variations reflect how popular resistance to dominant liberal policies formed an integral
part of a dynamic negotiation of liberalism’s meaning.
8 For a refreshingly straightforward assessment of what can (and cannot) be verified about
Lozada’s origins, see Meyer’s biographical sketch in La tierra de Manuel Lozada (357–359).
9 See Meyer’s Esperando a Lozada (111-126) for a discussion of the history of land reform measures
resembling those of Ley Lerdo that date back to the colonial era.
10 Bazant clarifies that the Ley Lerdo in fact attempted to provide an exemption for ejidos, yet “in
actual practice, parts of the ejidos began to be sold, despite protests by the peasants” (34). The
1857 Constitution did not provide the ejido exemption, “the implication being that they could be
disentailed” (36).
11 For more on the mythification of Juárez’s liberalism during the Díaz regime see Weeks’ The
Juárez Myth in Mexico (27-28) and Hale’s Transformation of Liberalism (9, 245).
12 For more on the class-based nature of liberal support see Freidrich Katz (“The Liberal Republic
and the Porfiriato” 51–52, 56), Bazant (37), Meyer (Esperando a Lozada 159), John Tutino 245.
13 See for example Reina (190) and Aldana Rendón (87).
14 Ramona Falcon presents an interesting and well-documented discussion about how dominant
discourse in late nineteenth century rhetorically transformed popular rebellions into a question
of civilization vs. barbarism with the objective, if not effect, of discrediting the legitimate political
interests of indigenous and campesino rebels (1003–1010).
15 This discussion of Paz’s text is derived from my dissertation, Bandits, Outlaws and Revolutionaries
in Mexican Literature, 1885–1919 (2003).
16 This incident is followed up years later by Núñez falling for another woman who has a boy-
friend. Núñez kills the boyfriend and kidnaps the woman against her will, which provokes an
outrage amongst the community of Tepic. Lozada’s reaction: “¡Ah, qué Práxedis!” (“Oh, typical
Práxedis!”) (131).
Manuel Lozada 93
17 For example, the legends of Pancho Villa, Chucho el Roto and Joaquín Murrieta each include
female family member that are dishonored and/or killed. The men’s aggressive responses trans-
form them into outlaws, but their motives create a sense of justice and sympathy around even
egregiously illegal actions.
18 Silvano Barba González’s biographical account of Lozada’s youth refers to this situation between
Lozada and the young woman and qualifies it as purely amorous. Indeed, he argues that stealing a
woman from her house was customary for couples interested in marrying. Yet, Lozada is unjustly
imprisoned and, when finally released, has developed a vengeful attitude against the powerful and
unjust (116–121). Meyer’s more rigorous historical account of Lozada’s background clarifies that
the reasons behind Lozada’s initiation into local political conflicts are unknown, but are said to
include unspecified mistreatment suffered by his mother (Tierra de Manuel Lozada 359).
19 Reina’s historical investigation into Lozada indeed documents that his gang’s initial raids in 1855
had the explicit objective of “changing the system” rather than stealing (187). Moreover, by 1857
Lozada was already associated with the land reform movement and increasingly respected for not
stealing as he passed through towns (187). Although she admits that there is no way to know for
certain why Lozada’s group rebelled, she surmises that it was inspired to combat the land reform
laws of 1856 (189).
20 Meyer argues that, in fact, there is little documentation to support the existence of this relation-
ship (Esperando a Lozada 360). He dismissively calls the pact a “legend” (238) and compares the
promotion of it to the smearing of Zapata’s reputation by associating him with wealthy landown-
ers during the Revolution (198). For those that argue that Lozada was indeed connected to the
company to protect their contrabandist interests, see Katz (“Rural Rebellions after 1810” 530)
and Reina (186). For a general discussion of the importance of contraband in the functioning of
the company, see Meyer (Esperando a Lozada 207–210). The only references to this company
in Paz’s text are oblique. Paz’s Manuel Lozada: El Tigre de Alica hints that Lozada is protected by
“gente rica” (“rich people”) (30) and that he takes money from “comerciantes” (“merchants”)
that pay him to keep the region safe for their operation (80). Yet, the only direct connection
every made between the bandit and the company comes when Paz writes that limited intelligence
leaves Lozada unable to decipher the political conflict between Barron & Forbes and the liberal
leaders of Tepic (16).
21 Conversely, more contemporary writers also refer to Lozada as a precursor of the great figures
of Revolutionary era, but they liken him to the agrarian reformer Emiliano Zapata rather than the
despotic Porfirio Díaz. See for example Barba Gonzalez (31–32, 109–111, 231), Aldana Rendón
(173–174).
22 This point reflects a historical occurance. Meyer’s La tierra de Manuel Lozada: Colección de
documentos para la historia de Nayarit IV includes a public letter from 1873 that was written by
two of Lozada’s men, Prajedis Núñez and Andrés Rosales, in which they accuse Lozada of being
responsible for the bloodshed in the region and promise their loyalty to the national government
(330–334).
23 Meyer claims that Lozada’s last words were, in fact: “Soldados de la federación, vais a presenciar
mi muerte, que ha sido mandada por el gobierno y que así lo habrá querido Dios. No me ar-
repiento de lo que he hecho; mi intención era procurar el bien de los pueblos. ¡Adiós, distrito
de Tepic, muero como hombre!” (“Soldiers of the federation, you are going to witness my death
that has been ordered by the government and that God would have wanted. I do not regret what
I have done; my intention was to secure the wellbeing of the pueblos. Goodbye district of Tepic, I
die as a man!”) (Problemas campesinos 103).
Works Cited
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La Marca de la Bestia:
raza y alteridad
The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 97–110
I. Introducción
En este artículo me propongo extender, a través el concepto de “mons-
truosidad”, las observaciones que Juan Carlos Galdo hace a propósito
del mestizaje del protagonista de Don Álvaro o la fuerza del sino (Galdo,
“Mestizaje, violencia y dialogismo”). De acuerdo con Galdo, el mestizaje de
Don Álvaro, aunque comúnmente obviado o minimizado por la crítica, es
un elemento central en el drama de Ángel de Saavedra ya que “su condición
de mestizo-americano aparece imbricada con su ‘sino’ ” (40). Este crítico
señala que la polémica en torno a la función y relevancia del “sino” en Don
Álvaro ha subestimado el mestizaje como una causa del fracaso del protago-
nista, reduciéndolo a menudo a mera anécdota exotista. Desde Richard A.
Cardwell y su argumento de la injusticia cósmica (570), hasta Donald L.
Shaw, para quien el mestizaje de Don Álvaro es sólo un “obstáculo” más del
destino ante el héroe romántico (25), el origen del protagonista se concibe
como un mero accidente de caracterización. Es Walter T. Pattison quien
primero llama la atención sobre el mestizaje de Don Álvaro y lo sitúa en
el centro de un conflicto psicológico que desencadena su fracaso: “Don
Alvaro’s fate is directly dependent on his mixed blood. His tragic flaw is
his inability to rise above Spanish society’s attitude toward the offspring
of racial intermarriage, for in his subconscious mind he accepts society’s
judgment and suffers from a great inferiority complex” (74). El argumento
de Pattison, como señala Galdo, se limita a una dudosa diagnosis psi-
cológica que Cardwell y Shaw refutan, ironizándola. Sin embargo, estoy de
acuerdo con Galdo cuando afirma que “la preocupación central de la tesis
de Pattison […] continúa siendo válida en la medida que retornemos a la
cuestión que la motiva” (34), y esta “cuestión” es la del mestizaje, que Galdo
pone a funcionar en la dimensión social del personaje. Su conclusión es que
“la oscuridad de su piel, el hecho de haber nacido en tierra de bárbaros, lo
marcan indeleblemente con los significantes de una otredad amenazante
cuya diferencia se concibe como negatividad” (39). Ampliando el argu-
97
98 Silvia A r royo
Don Alfonso presenta la unión entre los padres del protagonista como un
acto consciente de rebeldía ante la ley de obediencia entre el monarca y
sus administradores. El acto de rebeldía contra esta relación “naturalizada”
/ “natural” entre el rey y sus súbditos se materializa en Don Álvaro. De
la misma forma, Mark Thornton Burnett observa que muchos de los ar-
gumentos para explicar el nacimiento de un monstruo se relacionan con
prácticas transgresoras por parte de los progenitores (bestialismo, sata-
nismo, copulación durante la menstruación, copulación entre personas
de diferentes religiones, sodomía, lujuria...): “‘Monsters’, according to this
schema, owed their conception to ‘sin’, with the ‘monstrous’ actions of the
parents being reproduced in the ‘monstrous’ shapes of their progeny” (25).
En este sentido, la ruptura de un pacto de obediencia entre el rey y sus va-
sallos constituye un “pecado” que se imprime en el cuerpo de Don Álvaro:
el protagonista es engendrado como monstruo por una voluntad disrup-
tiva que inscribe su traición en el cuerpo del hijo como una marca o como
una maldición—“Eres un mestizo, / fruto de traiciones...” (Saavedra 109).
Kevin S. Larsen, contrastando el héroe griego Edipo y el héroe romántico
de Saavedra, coincide también en que el mestizaje de Don Álvaro es una
maldición que se ratifica a lo largo del drama; según el crítico su línea san-
guínea “is a defect don Álvaro, for all his valor, cannot overcome” (208).
De esta forma, Larsen reconoce el mestizaje de Don Álvaro como una de-
formidad, un defecto de nacimiento decisorio de su destino. De hecho, en
la jornada primera, Preciosilla alude a esta marca cuando afirma que “no
es muy buena [la ventura] que le espera si las rayas de la mano no mien-
ten” (Saavedra 8). En este sentido, es sugerente notar que el protagonista
nace “encarcelado” (“a la cárcel / de Lima, do tú naciste” [107]); en clave
metafórica, esta cárcel puede representar los designios de un estigma físico
que impide su movilidad. Igualmente, en relación a esta idea de “estigma-
tización”, Corneille de Pauw, señalaba al continente americano como esa
mitad del planeta “tellement difgraciée par la nature, que tout y étoit ou
dégéneré, ou monftreux” (1: iv).1
De hecho, en Don Álvaro se ratifica la definición que Jeffrey Jerome
Cohen ofrece a través de sus siete “tesis”. Esencialmente, esta definición
perfila al monstruo como un tercero o híbrido que incorpora “lo exterior”,
construido culturalmente y con una alta capacidad de metamorfosis. De
Don Álvaro 101
fue instituida en 1164 para luchar contra los moros durante la Reconquista”
(38). Los Calatrava, entonces, son el símbolo de una clase (una “casta”,
según Galdo) y de una posición religiosa que aspira a la clausura y compac-
tación de un orden religioso, social, económico y político homogéneo y sin
fisuras, donde la otredad (el moro, el mestizo) ha de ser neutralizada. Este
ideal de homogeneidad es amenazado por la heterogeneidad del monstruo,
a través del cual se canaliza una fantasía de agresión.
De hecho, esta neutralización del otro, a través del tropo del canibal-
ismo, es vista por de Pauw como un fenómeno catastrófico que, a cambio,
causará la degeneración de la raza europea a través de la epidemia (sífilis):
[...] deux Hémifpheres fi différents, dont l’un feroit vaincu, fubjugué &
comme englouti par l’autre, (1: iv)
[...] L’atroce vainqueur fe fentit atteint d’un mal épidémique, qui, en at-
taquant á la fois les principes de la vie & les fources de la génération, devint
bientôt le plus horrible fléau du monde habitable. L’homme déja accablé du
fardeau de fon exiftence, trouva, pour comble d’infortune, les germes de la
mort entre les bras du plaifir & au fein de la jouiffance: il fe crut perdu fans
reffource: il crut que la nature irritée avoit juré fa ruine (1 : v).
Es decir, la sexualidad interracial es censurada porque su práctica pone en
peligro la continuidad de los europeos, convirtiendo, eventualmente, a los
vencidos (los indígenas americanos) en vencedores, e invirtiendo así la jer-
arquía de poder.
Finalmente, otra de las funciones del monstruo es que permite re-
evaluar “our cultural assumptions about race, gender, sexuality, our per-
ception of difference, our tolerance toward its expression” (Cohen 20). La
doble perspectiva desde la que Don Álvaro es observado a lo largo de todo
el drama refleja este proceso de “reevaluación” al que se refiere Cohen. Al
principio de la obra, Don Álvaro es descrito como un “muy buen mozo”
(Saavedra 8) “generoso y galán” (9). En las tres primeras jornadas, Don
Álvaro es considerado ambivalentemente sólo en el plano social, por un
lado como un “hombre riquísimo y cuyos modales están pregonando que
es un caballero” (8) y, por otro, como un “advenedizo” (8, 24), de origen
dudoso (“desconocido”, “sin padre, sin apellido” [74]). A partir de la jor-
nada cuarta (el momento de su auto definición), Don Álvaro comienza a
fluctuar también en la dimensión religiosa ante la mirada de los demás per-
sonajes de la obra. En la apoteosis de la última jornada, los planos social y
religioso colapsan, ya que Don Álvaro es examinado, además de bajo la óp-
tica social, en relación a dos extremos religioso-morales: “santo” o “demo-
nio”. En primer lugar, Don Alfonso vuelve a insistir en la “inmunda man-
cha” en el “escudo” de Don Álvaro (102), como referencia al aspecto social
del protagonista. En segundo lugar, los mendigos que reciben su ración de
comida en el convento sugieren la santidad del Padre Rafael / Don Álvaro:
Don Álvaro 103
“Si el padre Rafael quisiera bajar a decirle los Evangelios a mi niño, que
tiene sisiones...”, “Si el padre Rafael quisiera venir a la villa a curar a mi
compañero, que se ha caído” (92). En tercer lugar, el Hermano Melitón
asocia al protagonista con el diablo: “siempre que le miro me acuerdo de
aquello que vuestra reverendísima nos ha contado muchas veces, [...] de
cuando se hizo fraile de nuestra Orden el demonio” (94).
La evaluación de los personajes que rodean al protagonista atrapa a Don
Álvaro en un sistema de clasificación que problematiza, por una parte, la
legitimidad de su posición social y, por otra parte, su calidad moral. Este
sistema de clasificación habilita dos pares de oposiciones extremas: cabal-
lero / advenedizo y santo / demonio, sobre las que el protagonista trata de
situarse, sin conseguirlo nunca, ya que él está suspendido en una terceri-
dad ilocalizable. Regresando a Cohen, “the monster resists any classifica-
tion built on hierarchy or merely binary opposition, demanding instead
a ‘system’ allowing polyphony, mixed response (difference in sameness,
repulsion in attraction), and resistance to integration” (7). La ausencia de
este sistema polifónico imposibilita la integración de Don Álvaro en un
espacio cerrado por los binarismos. El suicidio, como estrategia de escape,
permite al protagonista acceder a un espacio periférico capaz de asimilar la
monstruosidad: “¡Infierno, abre tu boca y trágame!” (Saavedra 112).
comedia del Siglo de Oro, los “salvajes” son, en ocasiones, apelados “demo-
nios” o “fantasmas”, por ejemplo en El animal de Hungría (Mazur 225–29).
La relación entre el “salvaje” y el “demonio” en Don Álvaro, entonces, no
parece extraña. De hecho, en la jornada quinta se recogen tres imágenes de
Don Álvaro:
HERMANO MELITÓN: [...] Le dije por broma: “Padre, parece un mulato”,
y me echó una mirada, y cerró el puño.
[...] Al verle yo salir sin cuidarse del aguacero ni de los truenos [...] le dije
por broma que parecía entre los riscos un indio bravo. (Saavedra 94)
DON ÁLVARO: Yo soy un enviado del infierno, soy el demonio extermina-
dor... (Saavedra 112)
Don Álvaro aparece, entonces, como “mestizo” (i.e. de sangre mezclada,
“mulato”), como “bárbaro” / “salvaje” (“indio bravo”) y como “demonio”.
La jornada quinta aparece como la apoteosis de alteridad de Don Álvaro.
Esta apoteosis se ajusta al fenómeno de combinación de una pluralidad de
diferencias que Judith Halberstam identifica en el monstruo: “within the
history of embodied deviance, monsters always combine the markings of
a plurality of differences even if certain forms of difference are eclipsed
momentarily by others” (5–6). Don Álvaro, de esta forma, es reducido a
una alteridad esencial que se expresa a través del mestizaje, el barbarismo
o el salvajismo.
V. Conclusión
Considerar a Don Álvaro bajo los parámetros de la monstruosidad es pro-
ductivo, además, porque promete profundizar también en el debate acerca
del “sino”, un tema que ya ha sido ampliamente discutido por Cardwell,
Pattison, Larsen, Shaw, Antonio Valbuena Prat, Ermanno Caldera, Carlos
Leal, John P. Gabriele, E. Grey..., autores que han manejado nociones como
la “injusticia cósmica”, la “predestinación”, la “hamartia”, la fatalidad o
la providencia. Tal y como concluye Galdo, entender el mestizaje de don
Álvaro como “un elemento que en buena medida explica y ayuda a en-
tender el ‘sino’ del personaje” (40) no anula ni contradice estos argumentos.
Para Galdo, las “señas de identidad” mestiza impresas en Don Álvaro “lo
marcan indeleblemente con los significantes de una otredad amenazante”
y participan en la precipitación de su destino (39). Mi propuesta de en-
tender el mestizaje de Don Álvaro bajo el signo de la monstuosidad ratifica
su tesis, ya que “the monster is transgressive, [...] a lawbreaker; and so the
monster and all that it embodies must be exiled or destroyed” (Cohen 16).
Se trata de una criatura destinada a la aniquilación, ya que su otredad y su
capacidad transgresora son insostenibles. El signo de la monstruosidad es
relevante para el estudio del “sino” en la obra de Saavedra porque el mons-
Don Álvaro 107
Notas
1 Las teorías de este filósofo del siglo XVIII son centrales porque, tal y como Susanne Zantop hace
notar: “As Antonello Gerbi has documented, there are echoes of the debate [entre de Pauw y
Pernety] as late as 1821, in Hegel’s dismissive remarks about the New World in his lectures on
universal history. Indeed, the two positions, the Pauw’s and, by implication, Pernety’s, acquired
the status of paradigms in European colonial thinking” (303). La posición contestataria de Pernety
representa al Nuevo Mundo como un paraíso de fertilidad y abundancia no contaminado por los
vicios del progreso, donde los hombres viven en armonía con una naturaleza benéfica (Zantop
311).
2 Es importante notar que esta mutación de Don Álvaro es de otra índole al cambio de nombre de
Don Carlos en las jornadas tercera y cuarta. Don Carlos se enmascara bajo el nombre de Don
Félix, pero este cambio no es monstruoso porque, si bien es cierto que esta máscara le permite
una mayor movilidad, su identidad no se transforma—Don Carlos era ya un soldado. No se trata
de una metamorfosis, sino de un juego de ocultamiento, frente al fenómeno de construcción y
reconstrucción que opera en Don Álvaro. El caso de Doña Leonor travestida es más complejo, tal
y como se explica en la nota 3.
3 En relación a este punto, cabe señalar que Doña Leonor se convierte en el ejemplo de las conse-
cuencias de la trasgresión de esta “geografía social de lo permisible” a la que me referí anterior-
mente. Tal y como sostiene Aristófanes Cedeño, Leonor es altamente transgresora: “En la prim-
era jornada, Leonor desafía la jerarquía de la sociedad patriarcal. En la segunda, traspasa el mundo
masculino cuando oculta su identidad vestida de hombre, y luego se convierte en penitente bajo
el amparo de una comunidad de frailes, lo cual constituye la tercera trasgresión, la del código
religioso” (763).
Este proceso puede leerse de otra forma: su primera tragresión exilia a Leonor en el espa-
cio masculino definitivamente; para mantenerse a salvo, Leonor se ve obligada a difuminar su
feminidad a través del travestismo, en su sentido textual (uso del disfraz masculino) o simbólico
(convirtiéndose en “penitente”, palabra ambigua genéricamente). Este travestismo no borra
Don Álvaro 109
completamente su feminidad, sino que desplaza al personaje a una posición suspendida entre los
dos extremos de la oposición masculino/femenino: en la jornada tercera se cuestiona su género
(“¿es gallo o gallina?” [Saavedra 30]), y el término “penitente” que se le aplica a partir de esta
jornada es un término ambivalente, en el sentido genérico, que, más que eliminarla, problematiza
su feminidad. De acuerdo con Beatriz Cortez, “el travestismo desnaturaliza lo que culturalmente
tenemos aceptado como lógico y como ley natural” (380). Comentando el caso de travestismo de
Rosaura, en La vida es sueño, Cortez señala: “Rosaura perturba la claridad que existe en el sistema
binario (femenino/masculino) de clasificación de los géneros no solamente por su movilidad entre
ambos polos sino por su resistencia a la definición clara de su identidad de género. Rosaura se
autorepresenta como un monstruo [...]” (380). Leonor, atrapada también en esta lógica, “se con-
tagia” de monstruosidad, probando la tesis de Cohen: “To step outside this official geography is
to risk attack by some monstrous border patrol or (worse) to become monstrous oneself” (12).
4 La entrada del Diccionario de la lengua castellana define “fiera” y “fiero” de la siguiente forma:
”FIERA. s.f. Bruto indómito, feroz y carnicero. / FIERO, FIERA. adj. El que es duro, agreste ó in-
tratable—“Incivilis”. Feo. Grande, excesivo, descompasado. Horroroso, terrible. Ant. se aplicaba
a los animales que no estaban domesticados” (385).
5 Según el Diccionario de la lengua castellana: “BÁRBARO, RA. [...] Inculto, grosero, tosco”,
“BARBARIE. s.f. Rusticidad, falta de cultura” (106).
6 De acuerdo con el Diccionario de la lengua castellana: “SALVAGE. El hombre que vive ó se ha
criado en los bosques ó selvas entre las fieras y brutos. El natural de aquellas islas ó países que no
tienen cultura ni sistema alguno de gobierno” (741).
7
Tal vez esto pueda explicar por qué el mismo Don Álvaro ve a Don Alfonso como una figura
monstruosa: “DON ÁLVARO: Hombre, fantasma o demonio, / que ha tomado humana carne /
para hundirme en los infiernos, para perderme..., ¿qué sabes? / DON ALFONSO: Corrí el Nuevo
Mundo... ¿Tiemblas?” (106). Don Alfonso ha logrado penetrar en la intimidad de Don Álvaro,
ha alcanzado su “secreto”. Esta agresión de Don Alfonso es interpretada por el protagonista en
términos de monstruosidad. Don Álvaro parece así demostrar que su método de interpretación
obedece a los mismos paradigmas que el de los castellanos.
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Moriscos y liberales:
la idealización de los vencidos
111
112 Jesús Torrecilla
ados y establecerse entre gentes que les son afines en ideas. Las dos opciones
son expuestas por el protagonista y su esposa en la primera escena de la obra.
Zulema observa que ciertos grupos de Las Alpujarras están preparando
una revuelta contra Felipe II e intenta persuadir a Abén Humeya para que
no participe en ella. Le pide que piense en las consecuencias, aduciendo que
“en medio de tantas desdichas, no te faltan motivos de consuelo: ves correr
tus días en el seno de tu familia; vives en la tierra de tu predilección; esperas
mezclar tus cenizas con las cenizas de tus padres” (297). También ella reco-
noce que le cuesta a veces soportar la situación en que se encuentran, pero
considera que no hay posibilidad de cambiarla. Por eso, en los momentos en
que se encuentra decaída, suele trepar “hasta la cumbre de estas sierras, y
desde allí me parece que diviso a lo lejos las costas de África [...] ¿Creerás lo
que me sucede?[...] como que siento entonces aliviarse el peso que oprimía
mi corazón, y me vuelvo más tranquila, comparando nuestra suerte con la
de tantos infelices, arrojados de su patria, y sin esperanza de volverla a ver en
la vida[...] Esos sí que son dignos de lástima” (297–8).
Abén Humeya, sin embargo, no comparte su opinión. La vida de los que
optaron por desarraigarse y emigrar a un país extraño tal vez esté plagada
de desgracias, pero, según él, es preferible sufrirlas antes que adaptarse a la
doble vida que deben llevar ellos. Le reprocha a su esposa con amarga ironía
que hace muy bien en compadecer la suerte de los exiliados en el norte de
África, ya que son muy desgraciados “los que pueden todavía, a gritos y
a la faz del cielo, aclamar el nombre de su patria y maldecir a sus verdu-
gos; los que adoran al Dios de sus padres; los que conservan sus leyes, sus
usos, sus costumbres... ¡Cuánto no deben envidiar nuestra dicha!” (298).
Los musulmanes que decidieron quedarse en la Península Ibérica, por el
contrario, han debido pagar un alto precio por el privilegio de que disfru-
tan: “Nosotros, dice Abén Humeya, vivimos con sosiego bajo el látigo de
nuestros amos; adoramos su Dios; llevamos su librea; hablamos su lengua;
enseñamos a nuestros hijos a maldecir la raza de sus padres” (298–9). A las
desgracias que deben sufrir los que deciden exiliarse para vivir de acuerdo a
sus ideas se opone el drama de los que, por permanecer en su patria bajo un
poder hostil, se ven en la necesidad de llevar una existencia falsa. Al exilio
físico de los que deben renunciar a vivir en su país se opone el exilio mental
de los que deben renunciar a vivir de acuerdo con sus creencias.14 Ambas
alternativas reflejan muy bien las opciones que se les ofrecían a los libera-
les bajo Fernando VII, así como las que se les ofrecerán posteriormente a
todos los vencidos en las dictaduras siguientes. La utilización simbólica de
los moriscos es transparente en la obra. El mismo autor confiesa explíci-
tamente identificarse con ellos en el “Avant-Propos” a la edición francesa,
cuando justifica los posibles errores de estilo, porque “Je me suis vu forcé
(comme les Maures que j´ai dépeints l´étaient avant leur révolte) de par-
ler une langue étrangère; et sous un tel joug, il est presque impossible que
l´ouvrage ne se ressente souvent de la gène qu´a éprouvée l´auteur” (293).
122 Jesús Torrecilla
Las alusiones a las amarguras del destierro aparecen en otras partes del
drama. Así, al principo del acto tercero canta un grupo de mujeres un ro-
mance morisco sobre el desconsuelo de Abén Hamet, cuando se despide
para siempre de Granada con la conciencia de estar condenado a vivir y “a
morir en tierra extraña” (345). El paso el norte de África se ofrece en diversas
ocasiones como una dolorosa alternativa, pero la acción de la obra se centra
en los abusos que tienen que sufrir los moriscos por parte de los castellanos
y en el sangriento levantamiento que esos abusos provocan. Que la revuelta
está justificada lo confirman dos personajes que tienen buenos motivos para
desautorizarla. Lara, el enviado del marqués de Mondéjar, intenta convencer
a los sublevados de que depongan las armas, pero una astuta estratagema
de Abén Humeya pone de manifiesto que, en igualdad de circunstancias,
él se hubiera comportado de la misma manera. Abén Humeya simula que-
rer torturarlo para que abjure de sus creencias y Lara reacciona enfurecido:
“¿Quién? [...] ¡yo, bárbaro! [...] renunciar yo, por salvar una vida sin honra,
renunciar a mi rey, a mi patria, a la religión de mis padres! [...] Antes la
muerte, mil veces la muerte!” (341). El recién proclamado rey morisco uti-
liza entonces esas mismas palabras para contestar a su propuesta: “ABEN
HUMEYA: (Con sequedad y desaire) Esa es nuestra respuesta.—Marchaos”
(341). Los castellanos, en efecto, no podían pedirles a los moriscos que acep-
taran unas condiciones de vida que ellos mismos considerarían indignas e
insoportables. Por otra parte, el moderado Muley Carime, suegro de Abén
Humeya, que aconseja a sus correligionarios la resignación para evitar males
mayores, enumera una larga serie de ofensas que parecen agravarse de día en
día: atropellos, insultos, prohibiciones... Según él, las provocaciones de los
castellanos se proponen exasperar la paciencia de los moriscos para agravar
más el yugo con que los esclavizan. Muley Carime representa la actitud de
aquellos que, preocupados únicamente por su bienestar y el de sus familias,
prefieren acomodarse a las circunstancias y aceptar las condiciones de los
opresores. No es extraño que al final intente traicionar a los rebeldes y Abén
Humeya se vea forzado a condenarlo a muerte.
En el otro extremo de la sublevación se encuentran Abén Abó y Abén
Farax, caudillos valerosos que incitan a la rebelión, pero que se dejan arras-
trar por sus intereses particulares y no respetan ningún tipo de autoridad.
La índole conflictiva de su comportamiento se pone ya de manifiesto en
la cueva del Alfaquí, a la que ellos mismos proponen ir para juramentar
las bases de la revuelta. El Alfaquí es una figura venerable que se ha con-
servado fiel a las creencias de sus antepasados y que, antes que someterse
a las duras condiciones de los vencedores, siquiera sea en apariencia, pre-
fiere eludir el trato social y sepultarse en vida. Todos respetan su autoridad
moral y van a él en busca de consejo, pero cuando propone que es necesario
nombrar rey a Abén Humeya (por ser de la estirpe del Profeta), Abén Abó y
Abén Farax manifiestan su desacuerdo y no se muestran dispuestos a obe-
decerlo. La escena de la cueva está plagada de resonancias tradicionales: el
Moriscos y liberales 123
Notas
1 Las identidades nacionales hace tiempo que dejaron de asociarse con el ámbito de las esencias.
Julio Caro Baroja considera que los que hablan del carácter nacional de un pueblo incurren en
una actividad mítica y subjetiva: “El mito es favorable o desfavorable, según quien lo elabora o
lo utiliza, y puede degenerar en verdadera manía. No es verdad ni mentira. Es reflejo de una
posición pasional frente a condiciones consideradas buenas o malas, para el que lo utiliza” (72).
2 En su ensayo “Cara y cruz del moro en nuestra literatura” afirma Goytisolo que en el siglo XVI,
mientras “por un lado, se agudiza la intransigencia y repulsa de los cristianos hacia esos compa-
triotas distintos e inasimilables se produce, por otro, un fenómeno compensatorio que los
sociólogos conocen muy bien: la exaltación mítica, en un plano exclusivamente literario, del
enemigo juzgado, conforme a la experiencia social ordinaria, atrasado e inferior, como ese ‘buen
salvaje’ indioamericano investido de todas las virtudes por los escritores ilustrados y románticos
en el preciso momento en que la superioridad técnica y cultural del invasor europeo le aboca a
un inexorable proceso de ruina y desaparición” (14–5).
3 El tratamiento de asuntos árabes y orientales en el romanticismo españoles es para Ángel del
Río un claro ejemplo de lo que Díaz Plaja denomina “el viaje de ida y vuelta” de ciertos temas
tradicionales: “no proceden directamente de una ininterrumpida tradición española sino que
vienen, transformadas su naturaleza y sus implicaciones, de Francia e Inglaterra” (227). Pero es
importante señalar que también en España, al readaptarse, experimentan un cambio significativo.
Sebold tiene razón cuando afirma que el tema exótico ocupó un lugar importante en las letras
románticas españolas (97), pero el arabismo español posee un carácter específico y se integra en
una problemática distinta de la de otros países europeos.
4 El cambio de actitud frente a los árabes que se produce en círculos minoritarios europeos a
principios del XVIII ha sido analizado por autores como Gustave Dugat Edward Said y Frances
Mannsaker.
5 Manzanares de Cirre observa que, “mientras en otros países de Europa este orientalismo román-
tico tuvo mucho de abstracción estética y producto de escuela, en España sirvió para señalar y
denominar realidades que se imponían por su propia evidencia en la Letras, en las Artes, en la
Topografía, en la vida misma” (201–2).
Moriscos y liberales 125
6 Muy diferente es la identificación de ciertos románticos europeos y americanos con los moros
granadinos. Washington Irving “turned Granada into a symbol of lost childhood innocence, a met-
aphor for paradise lost [. . . so that one can rightly claim that Washington Irving wrote romantic
variations on the ancient topos ubi sunt by blending literary sources with personal memories of his
own happy stay in the Alhambra. This observation is corroborated by the author’s identification
with Boabdil upon his own farewell to Granada” (Hoffsmeister 118). Por el contrario, la identi-
ficación de Mendíbil y otros autores españoles con los moros medievales no es individual, sino
colectiva: se identifican con ellos en cuanto creadores de una gran civilización que sus enemigos
se empeñaron en destruir, orientando así la historia española hacia el fanatismo y la ignorancia.
7 Mendíbil critica el fanatismo de los cristianos, que prohíben a los moros usar su lengua y costum-
bres, pero se manifiesta más comprensivo cuando comenta una medida similar adoptada por los
musulmanes: “Ya desde fines del siglo 8, el califa Hixem, uno de los Omeyas de Cordoba prohibe
a los cristianos el uso de su lengua, y les manda usar la arábiga. Sin duda que la política suave
que distinguió a casi todos los príncipes de aquella dinastía, no hubiera adoptado esta medida,
que parece tan violenta a primera vista, si los súbditos a quienes se imponía no estuviesen en
disposición de cumplirla sin grande dificultad” (Ocios III, 297).
8 Nos encontramos frente a un claro intento de establecer una nueva tradición nacional. Según Eric
Hobsbawm, las tradiciones inventadas “are responses to novel situations which take the form of
reference to old situations” (2).
9 En el número 5, de Agosto de 1824, dedica una entrada a Muhamad Rabadan, lamentando que de
“este escritor aragonés no han dado la menor noticia nuestros bibliógrafos” (11). Dos números
después, en la misma sección, habla del libro Sapher Cosri, “escrito en arábigo por el judío español
R. Jehuda Levita en honor del rey llamado Cosar hacia el año 1140 […] El autor era natural de
Córdoba; se llamaba R. Jehudah Levi Ben Saul, y vivía aún en 1140. Compuso en árabe, como
hicieron en España muchos judíos” (252).
10 Según Vicente Lloréns, el libro de Mora refleja una acusada tendencia de la época: “Desde Blanco
hasta Florán, los críticos literarios de la emigración, con la excepción quizá única de Galiano,
se complacen en destacar el carácter oriental de la literatura española. Conde y el exotismo
prerromántico debieron contribuir no poco al incremento de la corriente arabista, que ya era
visible desde principios del siglo, y que, por lo demás, no se limitaba a lo literario” (186).
11 La traducción al español se debió hacer poco después, ya que, como recuerda Mansour, se
incluyó en el Tomo IV de sus Obras Completas, publicado en París en 1830 (215).
12 El teatro francés había contemplado la aparición de varias obras de tema similar en las décadas ante-
riores. Léon-François Hoffman indica que la España mora “fut souvent transposée sur la scène avec
succès sinon avec bonheur. Citon, en particulier, Les Maures d’Espagne ou Le Pouvoir et l’enfance, éctrit
en 1804 par Guilbert de Pixérecourt. En 1812, Mme Barthélémy-Hadot donne L’Amazone de Grenade
et, l’année suivante, Étienne de Jouy fait jouer Les Abencérages ou L’Étandard de Grenade” (41). Pero el
tratamiento del tema en Francia obedece a otros intereses y se integra en otro sistema de valores.
13 El comunicado que el jefe político de Toledo envío al ayuntamiento de la ciudad disponía que se
demolieran los monumentos que ofendían la memoria de Juan Padilla y que, en su lugar, se colo-
cara “una nueva lápida con la inscripción siguiente: A la buena memoria de Juan de Padilla, regidor
perpetuo de Toledo en el siglo XVI., defensor de la libertad española, recuperada en 1820. D.E.M. Sus
conciudadanos” (Crónica 3).
14 Paul Ilie utiliza el término “exilio interior” para caracterizar el estado de los que se sienten ex-
cluidos de la comunidad a que pertenecen. Según el crítico americano, “exile is a state of mind
whose emotions and values respond to separation and severance as conditions in themselves. To
live apart is to adhere to values that do not partake in the prevailing values; he who perceives this
moral difference and who responds to it emotionally lives in exile” (2).
15 Carrasco Urgoiti afirma que en “lo que más se desvió Martínez de la Rosa de la historia fue en el
carácter de su héroe, a quien evidentemente idealizó. En el drama, Abén Humeya aparece como
hombre maduro y excelente padre de familia, atribuyéndose la catástrofe final a la envidia de sus
enemigos y a su dilación en castigar los tratos de su padre político con los castellanos” (327).
16 Al igual que la mayoría de sus contemporáneos, algunos críticos actuales reprueban la actitud
moderada de Martínez de la Rosa. Ribao Pereira, tras observar que el dramaturgo comparte con
Abén Humeya “el ideario conservador, el lema del justo medio que le caracterizará tanto en su vida
literaria como en la política” (380), considera que la sublevación de los moriscos pierde legitimidad
porque no ha sido “un movimiento libertario, sino sustitutorio de una tiranía (la de los cristianos
12 6 Jesús Torrecilla
viejos) por otra (la de Abén Humeya). Otro tanto ocurre con la todavía latente conjura de Farax
y Abó” (388). Evidentemente, la evaluación del comportamiento de un personaje depende de las
ideas que tenga el crítico. No obstante, es dudoso que los tres personajes puedan equipararse, ya
que, como señalo en mi argumentación, la obra diferencia muy bien el sentido de cada uno de ellos.
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The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 127–145
I. Introduction
The fall of the Juan Manuel de Rosas dictatorship in 1852 ended years of
journalistic censorship and saw a surge in the number of newspapers and
magazines being published in Argentina. The greater circulation of the
press in these years was primarily due to the factious political fights that
emerged during the power vacuum. Those newspapers that had success
soon operated on a wider and more independent terrain than what had
been established by the political infighting. One genre that proliferated at
this time was satirical newspapers. Most of these were four pages, of which
the middle two were editorial illustrations. These papers often sided with
a political party and caricaturized political characters or satirized pub-
licly significant events. The life of these weeklies was often ephemeral (in
many cases only one issue), but some of the more successful ones had long
lives; Enrique Stein’s El Mosquito, for example, lasted from 1863 to 1893.
Among the many wonderful titles are El Arlequín (1877), El Bicho Colorado
(1876), La Cencerrada (1855), El Fraile Satírico (1876), La Matraca (1878),
El Petróleo (1875) and El Látigo (1884). These satirical newspapers were
particularly concerned with pointing the hypocrisy of public figures and
government policies and to expose the vices and follies of contemporary
society. As with many forms of satire, the most common method of target-
ing the hypocrisy, vice and folly of the era was through irony, where the
reader is expected to be alert to the conflict between the literal and the ac-
tual meanings of what is being said (Ogborn 16). This is also true for visual
texts. Because the writer or illustrator takes his subjects from the world
around him, an intimate connection is created between content and con-
text. Knowing the social and political circumstances of when the satirical
text was produced can serve as a key to unlock the text in a number of ways
and deepen our understanding of the culture of the time.
127
12 8 Miguel Fer nández
the frontier fort at Azul. Calfucurá is “tied” by a peace treaty that receives
an annuity. On the right is a bank with the sign “Robo Autorizado.”
The caption states “Calfucurá, Patron de los Co-roedores de la Bolsa.”
In typical satirical fashion, there is a play on words: Corredores becomes
Co-roedores, emphasizing the rodent or ratlike behavior of brokers who
took advantage of Calfucurá’s annuities and raids to “legally rob” and
speculate with paper money over the value of gold. This is one of many ex-
amples where the Amerindian image is used for attraction or shock value
to lead into a discussion of themes unrelated to the indigenous people.
A front-page article in Antón Perulero entitled “Las fronteras” similarly
begins with a description of the Amerindians and the problems of the fron-
tier only to address a separate issue. In this case the article begins with a
mention of the Adolfo Alsina’s peace treaty and quickly turns to a criticism
of the role of suppliers and bankers.
Terribles son las consecuencias del tratado que el imponente ministro de
la guerra celebró no há mucho tiempo con el indio Catriel. Centenares de
hombres blancos han perecido; centenares de mujeres blancas gimen hoy
en el cautiverio, ó han sido brutalmente asesinadas; centenares de miles de
cabezas de ganado han pasado á poder de los salvajes, con la misma facili-
dad con que los ahorros de algunos ciudadanos inocentes pasaron última-
mente a los bolsillos de los supuestos empresarios de un vapor anunciado
para conducir pasajeros á Europa, cuando tal buque no existía. ¡Oh! el
cuadro es verdaderamente desgarrador; pero, por fortuna, ya no habrá que
temer más invasiones. (Antón Perulero. 9, 27 Jan. 1876)
During the administration of Nicolás Avellaneda (1874–1880), the Minister
of War, Adolfo Alsina (we will see him caricaturized later) proposed con-
quering the desert once and for all. Through fortified settlements along the
frontier, his desire was to populate the desert without having to do battle
with the native population. The concept was to slowly force the Amerindians
to retire south of the Río Negro or for them to search for peace and “turn
to civilization” (Gibelli 349). General Julio Roca opposed a defensive and
partial stance and argued the need to annihilate the indigenous population
and throw them beyond the Río Negro. Roca felt that a slow advance on
Indian territory would produce a violent and unnecessary reaction by the
natives. Alsina countered that there was no time for Roca’s type of major
expedition; Buenos Aires was in a financial crisis (in the last three months
of 1875 there had been numerous bankruptcies amounting to £10 million)
and they were in desperate need of additional land in order to create more
cattle exports and end the deficit (Gibelli 349–50). After Alsina’s plan was
put to work, the Mapuche chiefs Namuncurá and Catriel reacted imme-
diately and led seven invasions across the new double frontier, producing
much criticism of Alsina’s project. Negotiations were carried out with the
Amerindian chiefs and plans for the removal of troops were agreed to in a
“¡Viva el salvagismo!” 133
treaty, but these were never adhered to because in November 1877, Alsina
organized a surprise attack against Catriel’s camp. This was the minister’s
last action, as he would die the following month (Gibelli 355–56).
One can see from the opening paragraph of the Antón Perulero article
how the subject of Indian raids is soon turned to a business scam. The ar-
ticle later addresses the role of banks and how suppliers to the frontier hold
the provincial government at ransom. Here, the image of the “thieving
Indians” sets the stage for the uncivil actions of some of the members of the
supposed civilized society.
The Amerindian image is often used to comment on the concept of “civ-
ilization.” Issue number 38 of Antón Perulero (17 Aug. 1876) has an illustra-
tion with four panels. The first scene is titled “En un Cuartel de Buenos
Aires.” There is a man being stretched by ropes tied to each hand and foot
and then threaded through four rings high on each wall. At each extrem-
ity a policeman tugs on his rope so that the prisoner is pulled flat against
the ceiling. The caption reads: “Así castiga la civilización a los desertores.”
The second scene, titled “En la Policía,” shows three policemen with swords
raised about to hit a woman. Two other policemen relax in the background
smoking and drinking maté. The caption reads: “Así impone la civilización
silencio a las mujeres.” “En Mendoza” is the title of the third scene where
two prisoners are hanging upside down, bare-chested, with their hands tied.
There is a man in position to beat them with a bat, while a gentleman in top
hat, tails and walking stick stands in the entrance pointing at the prisoners.
The caption reads: “Así cuentan los gobernadores de la civilización impedir
que haya conspiradores.” The three scenes are representative of stories that
were circulating in the press during the week of publication. In the final
panel, with the title “En la frontera,” two Indians are riding off with a cap-
tive woman. There is a burning ranch in the background with two dead
men lying on the ground. In great satirical fashion, the artist focuses atten-
tion on the uncivilized actions occurring in society and adds the following
caption to the Indian picture: “Mientras la gente civilizada resucita los pro-
cedimientos de la inquisición, los salvajes hacen su negocio.”
In all of the cartoons and articles that in some way criticize European civ-
ilization and society in Argentina, the image of the Amerindian is a foregone
conclusion: they are savage and the representation of barbarism. The author
of Facundo: civilización y barbarie (1845), Domingo F. Sarmiento, made very
clear distinctions between the Europeans and the aboriginal Americans. In
a commentary on a play by the Chilean José Victorino Lastarria, Sarmiento
praised the Spanish conquest and extermination of the Indians, explaining
that these actions resulted in America being occupied by a more superior
race (“La raza caucásica, la más perfecta, la más intelijente, la más bella i la
más progresiva de las que pueblan la tierra”), than if it had been abandoned
to the savages, incapable of progress (in Garrels 99).
134 Miguel Fer nández
Amerindian. At first sight one might think that Adolfo Alsina is protecting
the nation from the barbaric Indian threat. But upon closer inspection we
see that there is much more to this drawing. The headband of the native
reads “Viva Mitre” and Alsina’s right hand holds a dagger labeled “Castigo.”
In the background there are two buildings. The building on the left is la-
beled “Almacén del Despecho” and on its roof are Mitre and a number of
the editors of his supportive newspapers, including Juan Villergas of Antón
Perulero and Enrique Romero Giménez of El Fraile. On top of the building
on the right that is named “Almacén del Bombo” are Alsina”s supporting
editors from El Mosquito, La Tribuna, El Nacional, and La República. The
caption of the illustration reads: “De este lado silvan y del otro aplaudan
[sic]. No importa, Adolfo es hombre de … energía y ha de volver aquí con
la última cola de vaca o caballo.”
There was a battle raging in the newspapers between the Alsina /
Avellaneda camp and the Mitre opposition. Issues concerning the native
populations and the frontier played a significant role in the opposition’s
criticism, while the representation of the Amerindian was used to depict
the uncivil nature and behavior of the Mitre camp. Allusion is made in
this illustration to the failed Mitre revolution of 1874. At the completion of
president Sarmiento’s term in 1874, Mitre hoped to regain the presidency
but Nicolás Avellaneda won the elections. Mitre cried fraud and a month
later organized a militia and tried to overthrow the government (Lettieri
151–52). The attempted coup was quickly defeated by government troops
and the former president was court-martialed, only to be pardoned by
Avellaneda soon afterwards (Shumway 279). The Amerindian/jaguar in
136 Miguel Fer nández
Here the opposition is again seen as savages. Note that this emphasizes
the view that dressed Indians were seen as more civilized. It is particu-
larly curious that Sarmiento, author of Facundo: Civilización y barbarie has
the most feathers in his headband. The connection between clothing and
civilization is reemphasized in another illustration from El Mosquito (831,
8 Dec. 1878), where Roca is seen leading prisoners towards the government
building (Figure 3). The caption talks about the presidential candidate
marching triumphantly with prisoners caught, but insinuates that others
“¡Viva el salvagismo!” 137
and a credulous army commander (El Mosquito 760, 5 Aug. 1877). Chief
Can Grande claims he is very sick and offers to surrender to the comman-
dant of a frontier fort. Can Grande says that he is tired of the life of an
Indian and wants to live like a Christian. The commandant is skeptical;
he thinks the natives are just hungry. In the end, the soldier offers the na-
tives military rations and is determined to keep an eye on them. Proud of
his handling of this situation, the commandant is cynical about the pitiful
and sick Amerindians who are really no threat at all. He mulls over the idea
that just a few more coups like this one and he’ll be a general. Meanwhile,
Can Grande plots with his tribe. They will eat military rations and stay
protected through the winter. When summer comes, they will invade and
slaughter the Christians.
The article is a harsh criticism of the government’s gullibility regarding
the supposed pacific nature of the Amerindians and their constant double-
crossings and maneuvering. It is critical of the self-interests of the military
leaders in the fort outposts and seems to demand more severe actions to-
wards the natives. Most importantly, the emphasis on the Amerindians’
untrustworthiness and tendency to double-cross the government leads to
the readers’ lack of confidence in the natives and a belief that they are un-
civil. One article compares the behavior of chief Namuncurá to that of the
literary figure Don Juan (El Mosquito 673, 28 Nov. 1875). Namuncurá dupes
the Argentine government the way Don Juan seduces a young woman; she
says nothing wishing to see how far he will go. With further advances, she
says it hurts, but is curious to know how far he will go and when he com-
pletes his seduction she is dishonored and shocked that he could have car-
ried his cynicism so far. The stress placed on the Amerindians’ duplicity
and incivility in these articles subtly condones policies of extermination
and dislocation.
An article in the form of a letter to the editor from a Ranquel Indian
is critical of the hypocrisy in descriptions of Amerindians circulating in
the press (El Mosquito 83, 17 Dec. 1864). When the natives advance their
frontier line, they are depicted as thieving and pillaging savages; when
Christians advance their frontier line, they are seen simply as taking back
what is theirs and they are described as being valiant, courageous conquer-
ors. Amerindians are accused of not working but, states the narrative, there
is unlikely to be an estanciero or one of his children who has lifted a hand
in the fields. What is interesting here is how the author picks apart all of
Sarmiento’s terminology used in reference to the Amerindians.
Another early article satirizes the debate over education versus extermi-
nation (El Mosquito 203, 4 Apr. 1867). The editorial suggests that the gov-
ernment gives the Pampas Indians special invasion privilege and that the
only true fighting against the natives takes place in newspaper editorials.
After an invasion, dozens of editorials are sure to appear about the lack
“¡Viva el salvagismo!” 139
caption states that as soon as Alsina heads back to Buenos Aires, this is how
the Indians honor the treaty.
V. Reciprocal Influences
Julio Roca and his predecessors managed, as the Argentine critic David
Viñas has pointed out, to create national unity by creating the Indian as the
enemy (145). The natives were the perfect foe; not only could they be blamed
for all of the wrongs and ills of the nascent nation, but they could also be
hated and killed without remorse. Defeat at the hands of the Amerindian,
the savage, the “almost” man, became unbearable and inexcusable. The
natives were seen to have no projects or future plans and thus their human
condition was seen as ephemeral. The fundamental message being emitted
was that there would be no more fratricidal polemics between Unitarians
and Federalists, or between Buenos Aires and the provinces. Amerindians
were created as the “exterior” enemy and taken advantage of as a catalyst
for the national project (Viñas 145).
This brief look at the representation of the Amerindian in Argentine sa-
tirical newspapers of the nineteenth century allows us to track some of the
social energies that circulated very broadly through a culture, flowing back
and forth between the margins and the center, pressing up from below to
affect the elite and down from on high to influence the low. The satiri-
“¡Viva el salvagismo!” 141
The gaucho has a certain amount of respect for his opponent: an under-
standing of the earth, hard work, the difficult life of the land, as well as brav-
ery, skill, and dexterity. In contrast, the opening pages of La vuelta de Martín
Fierro present a long and extraordinarily negative portrait of the natives.
Y son, ¡por cristo bendito!
lo más desasiaos del mundo;
esos indios vagabundos,
con repunancia me acuerdo,
viven lo mismo que el cerdo
en esos toldos inmundos.
Notes
1 The author wishes to acknowledge that research for this article was supported in part by a grant
from the U.S. Department of Education Fulbright-Hays program. All images are courtesy of the
Biblioteca Nacional Argentina.
2 As the articles in these newspapers almost exclusively appeared on only one page (either the
front or back), no page numbers are given. Articles are cited parenthetically with newspaper title,
issue number, and date. All original spelling and accentuation have been retained.
3 Interestingly, these ideas would reflect the actual words of chief Calfucurá some twenty years later.
In a letter to Domingo Faustino Sarmiento in 1873 he states “vea V. que los indios son dueños de todos
estos campos que ya basta hacer engordar a los extranjeros que estos son los que hacen enriquecer
nuestros campos.” (Calfucurá to Sarmiento, Salinas Grandes, 28 Jan. 1873. In Poggi 491).
4 See Ejuanián for a discussion regarding the wider social base of Hernández’s readers and his
record-breaking sales.
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The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 147–167
1 47
148 A na Rueda
state of war] divests the eternal institution and obligations of their eter-
nity and rescinds ad interim the unconditional imperatives” (Totality and
Infinity 21). A partir de esta premisa, podemos ver la orientalización y la
invisibilidad del enemigo como estrategias discursivas que se apoyan mu-
tuamente para erigir el proyecto decimonónico de reconstruir el naciona-
lismo español—un proyecto interno que llevó a la guerra contra Marruecos
y cuya violencia, lejos de asentar el control político y el orden civilizado
que España pretendía imponer mediante el triunfo militar, tuvo un efecto
degenerativo—político y ético—para la nación española. 5
Orientalizar al enemigo y hacerlo invisible esconde una falsificación
imperial. Mientras tanto, el discurso oficial insiste en que su propósito
era civilizar a un pueblo degenerado de su ilustre linaje y que ésta no era
una guerra de conquista. 6 Claro que la Guerra de África facilitó el esta-
blecimiento de nuevas formas de poder que eventualmente conducirían
al establecimiento de un Protectorado (colonialismo) que se proponía la
“conquista pacífica” del país. La campaña en Marruecos revela que el na-
cionalismo genuino, que Hobson define como el establecimiento de una
unión política basada en la nacionalidad (3), degeneró en un colonialismo
o imperialismo adulterado y artificial para España. Civilizar, domesticar al
otro, asimilarlo para que no fuera un obstáculo a los intereses nacionales,
era parte de un discurso expansionista, capitalista y político que competía,
a su vez, con otras naciones europeas.
La orientalización del “moro” y la invisibilización del enemigo, además
de mitigar el horror de la guerra y borrar la responsabilidad ética de la ac-
ción militar, “des-historizan” o suspenden las contingencias históricas de
la Guerra de África. Para Alarcón, los soldados españoles son “nuestros sol-
dados de siempre; los héroes de nuestra historia” (30)—historia “muerta”7,
por tanto, que coloca a España fuera del engranaje histórico que otras na-
ciones europeas aprovechan para adquirir poderío. En virtud de ambas
estrategias discursivas, los campos africanos se convierten en una “comu-
nidad imaginada”—para utilizar el término de Benedict Anderson—que
transporta a los cronistas a espacios imaginarios o a tiempos remotos. Son
también comunidades de muertos, de masacres omitidas. Por ello, los ene-
migos son un pueblo de “cadáveres ambulantes” (del Castillo 259) o de
“momias resucitadas” (Landa 155) que siempre rondarán la conciencia del
pueblo español. La representación de los enemigos como espectros se ins-
trumentaliza en un discurso militar que se dirige estratégicamente a miti-
gar el horror de la muerte y a salvaguardar la responsabilidad ética del ejér-
cito español en la Guerra de África. La conjunción de “moro orientalizado”
y de “enemigo invisible” difumina el horror de la guerra desplazándola al
glorioso pasado español y eximiéndola de responsabilidad moral. No sólo
son los cuerpos del enemigo invisibles, sino que la estimación (necesaria-
mente hipotética) de las bajas en los partes militares y en los informes
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 1 49
mente hay que ir a buscarlo a su propia casa (Cf. 80). Y cuando aparece es
en forma de “apiñados pelotones” (59), “grandes grupos” (85), “al abrigo de
los bosques” para diseminarse en seguida en vergonzosa y precipitada fuga
(116). Del Castillo no les atribuye estrategias bélicas propias. Su comporta-
miento obedece a la impetuosidad, al desorden, al caos y a la irracionali-
dad.12 Este prejuicio enturbia la mirada del historiador. Incluso cuando del
Castillo describe al ejército marroquí desplegando la forma de la media luna,
caracteriza a sus soldados como “turbas mal ordenadas”(133). Imágenes no
diferenciadas del enemigo (por ej. “turba”), o invisibles (por ej. “nube”),
tienen la función de destacar la “civilización” del ejército español y de
dirimirle al mismo tiempo de su responsabilidad para con el Otro.13
Aún cuando se materializan físicamente, los enemigos carecen de for-
mas humanas. De camino a Tetuán la división Prim por poco cae en los
lazos de una emboscada del enemigo: “Para esto se deslizaron por entre los
bosques y cañadas apareciendo y volviendo a aparecer entre el verdor sus
blancos alquiceles, asemejándose a una inmensa serpiente enlazando con
sus múltiples anillos un ancho campo de esmeraldas” (63). La imagen de la
serpiente entre el verdor del campo—en expresión virgiliana, latet anguis
in herba—es aviso de un peligro oculto, denigra las tácticas bélicas de los
marroquíes caracterizándolas de engañosas, y sobre todo, niega a los ene-
migos un carácter corpóreo. Son alquiceles deshabitados y su movimiento
serpentino los hace aparecer y desaparecer de modo intermitente.14
La fantasmagoría de las figuras árabes se explota en este texto para dar
a entender que esconden tesoros fabulosos que deben pasar al pueblo espa-
ñol. Así, el traje de las moras, para cuya descripción el historiador admite
estar tomando de una fuente fiable no identificada, las oculta de modo
sugerente:
Para salir a la calle se lían unos pañuelos a las piernas como si fueran me-
dias, y después de ponen un jaique, que es como una manta larga de lana
blanca [...], pareciendo entonces unas fantasmas que pudieran compararse
a un tesoro escondido o una diosa desfigurada, pues las moras son hermo-
sas, blancas y encarnadas todas las que no salen al campo; es el verdadero
tipo andaluz (129).
El “tesoro escondido” del imperio marroquí, cifrado en una voluptuosa mu-
jer que, de hecho, ya pertenece a los españoles puesto que es “el verdadero
tipo andaluz”, es una imagen tentadora y eficaz con un claro propósito de
conquista, o re-conquista. Fez también le recuerda al historiador a España,
aunque todo está en un estado malísimo (68) y carente de civilización. No
obstante, a continuación describe el tesoro imperial del Palacio de Maquinez
como un encantado Edén que ciertamente incita a sus lectores a imaginar
Marruecos como un país lleno de riquezas que deben pasar a España (70).
Utilizando sus apuntes de un libro francés que tampoco identifica, del
Castillo arguye que España no tiene deseo alguno en ensanchar su terri-
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 153
II. P
edro Antonio Alarcón: la embriaguez
poética de la guerra
Alarcón escribe convencido de la necesidad de expansión de la nación es-
pañola, amenazada por la posibilidad de que Francia o Inglaterra le arre-
batasen su misión “civilizadora”—expansión geográfica, y moral, política,
comercial y religiosa—en el continente africano. Al factor político se yux-
taponen sus propensiones individuales: su espíritu exaltado y patriótico,
por un lado, y por otro, su fascinación romántica con la morería. El Diario
vacila constantemente entre el deseo de ofrecer al público español un
recuento preciso de la guerra de África y la necesidad de reconciliar sus
observaciones con su sueño romántico.
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 155
III. N
icasio Landa: el trauma de la guerra como
reverso de las medallas militares
Escrito sobre las páginas de un diario que escribió en campaña, La campaña
de Marruecos. Memorias de un médico militar, del médico sanitario Nicasio
Landa, se declara un “homenaje de entusiasmo al heroico sufrimiento de
nuestros soldados” (9). El autor aduce que se limita a consignar hechos, sin
deducir teorías, apuntando únicamente algún juicio (12). No obstante, su
mirada, que se posa en el espantoso sufrimiento de las víctimas, en la trucu-
lencia y la desolación, practica un samaritanismo político al recordarnos
el “santo entusiasmo con que el cuerpo de Sanidad ha procurado llenar su
misión benéfica en los campos africanos” (10). Sus memorias se enmarcan
de modo expreso dentro del proyecto histórico del nacionalismo español,
sólo que sin la exaltación militar de las crónicas de sus coetáneos. Landa se
propone recuperar la memoria de los oscuros soldados sanitarios y el valor
de “el cuerpo lacerado de un héroe mal herido” (11). Pero las demandas del
cuerpo y las de las historias tradicionales de guerra se encuentran en ten-
sión. Los cuerpos desmembrados y los rostros sangrientos batallan con el
relato simbólico de una guerra de la que debe surgir la figura del soldado-
héroe (Yuknavitch 25).
Como del Castillo y Alarcón, Landa se arranca de la historia vivida
para recuperar la historia muerta. Con empuje épico comenta que Isabel la
Católica derrocó la última media luna que permanecía cubierta bajo el sol
160 A na Rueda
bala enemiga planteada por el soldado no produce, sin embargo, odio hacia el
enemigo por parte del médico, quien tan sólo se admira del denuedo de este
soldado que no cede a la debilidad física. En cierto modo, la bala compartida
apunta a la abolición de diferencias, o a su irrelevancia para el médico.
Landa recuerda demasiadas atrocidades23 como para exaltar la guerra
con tono triunfalista. El heroísmo se cubre de sangre, rebajando así el
honor militar. La sangre del soldado se mide directamente como sangre
ahorrada o derramada; e indirectamente, contra los beneficios espirituales
que deriven del sufrimiento. Landa hace hincapié en la responsabilidad
moral hacia unos y otros y no parece encontrar justificación espiritual en
el dolor. Su relación marca una diferencia significativa, si no radical, con
recuentos tradicionales de guerra que recurren al soldado herido como ale-
goría de los sacrificios necesarios en una guerra justa (Yuknavitch 27) o los
paradigmas de honor perdido y recuperado a través de la batalla. Landa
describe los rostros de enfermos y cadáveres, de moros y cristianos, de
manera indiferenciada:
allí estaban tendidos en revuelta confusión moros y cristianos, conser-
vando unos y otros impresa en sus facciones la expresión de la última idea
que al morir agitara su mente. Los cristianos tenían desfigurados sus ros-
tros con horribles heridas de cortante gumía, y los moros acribillados sus
cuerpos a bayonetazos; la palidez marmórea de algunos manifestaba a la
claras que el hierro enemigo había penetrado en su corazón (46).
Cura a prisioneros marroquíes y contempla con admiración los robustos
cuerpos y las formas atléticas de los enemigos caídos en el campo de batalla.
Entra en contacto con los prisioneros heridos y entabla una animada con-
servación (mímica) con un tal Eliú-Said, con quien intercambia pruebas
de afecto. El médico despliega indiscriminados sentimientos de dolor ante
los cadáveres enemigos y considera que también ellos tendrían una madre
que les llorase (140). Pero no debemos sucumbir a una lectura de estas me-
morias como un relato moral, aspecto que queda desplazado en las propias
descripciones de los daños físicos y espirituales de la guerra. Una y otra vez,
el médico examina la carnicería de moros y cristianos, todos revueltos, des-
cubriendo a veces a alguno con señales de vida y topándose en cementerios,
casas abandonadas y otros parajes desolados, con soldados y civiles fantas-
magóricos a los que el trauma de la guerra les ha hecho perder la razón.
En medio de los horrores de la guerra, el memorialista experimenta un
curioso fenómeno psicológico que atribuye a la vida militar: “Era una trans-
posición moral”, comenta en un viaje de regreso a Tetuán, “que me hacía ver
como única patria la tierra que conquistaban nuestras tropas”… “y en medio
de los goces de la civilización con que me brindaba Málaga, me hacía sentir
nostalgia por el África” (124). A pesar de esta imantación hacia África y de su
aprecio por “esa raza tan robusta y tan hermosa” (142), Landa juzga la insti-
tución de la sanidad militar como “el barómetro del estado de civilización
162 A na Rueda
IV. Conclusiones
La cuestión del enemigo en las crónicas de la Guerra de África recoge viejas
clasificaciones y las reformula a través de relaciones discursivas dirigidas a
fortificar el nacionalismo español. Atraviesa discursos y prácticas concep-
tuales, teológicas y políticas que revelan al “enemigo” como una palabra-
archivo que amalgama términos que se han utilizado históricamente de
manera confusa (“sarracenos”, “perros”, “infieles”, “sectarios de Mahoma”,
“musulmanes”, “moros”). Del Castillo odia a los enemigos como tales y los
quiere (re)conquistar cuando reconoce que históricamente son “nosotros”;
Alarcón practica un turismo de guerra en que se enamora de enemigos es-
pecíficos; Landa, aunque ama a los enemigos como seres humanos, esto es,
con caritas cristiana, apoya la intervención militar. Estas negociaciones en
la articulación del espacio discursivo del enemigo sugieren que amor/odio,
amistad/enemistad, nazarenos/infieles son ejes fluctuantes que impiden
aislar al yo del enemigo.
El enemigo, analizado como un elemento discursivo que retrocede hasta
la invisibilidad, ayuda a entender el proceso por el cual España expresa con-
tradicciones que no pueden reducirse a la oposición entre amor y odio hacia
el otro, ni a un espíritu cínico con respecto a su imperialismo en Marruecos.
La falsificación de los motivos que lleva a España a intervenir militarmente
en Marruecos en 1859–60 se revela en parte a través de las conflictivas rep-
resentaciones del “moro enemigo”. El moro orientalizado por el europeo se
carga de significados de la historia de España (la Guerra de África es vista
como una puesta en escena de la Reconquista). El árabe se reviste de la ca-
ballerosidad del cristiano para destacar las nobles cualidades de estos mo-
ros de romancero de los que, a todas luces, sólo quedan aislados vestigios ya
que en su mayor parte han degenerado en razas “feroces” y “salvajes” que
necesitan ser civilizadas por vía de las armas. A estas representaciones del
“moro” se unen las del enemigo invisible en el campo de batalla.
El enemigo invisible aporta otro significado a la política imperialista ya
que difumina el rebajado valor moral de una España que exterminaba a un
pueblo en aras de la civilización; una falsificación moral que España estaba
empeñada en nublar. Si la guerra suspende la moralidad, la invisibilidad
del enemigo lima la crudeza de la visión de los cadáveres y en cierta medida
des-responsabilizaba al país invasor de los horrores cometidos en nombre
del honor. La implicación última de este fenómeno discursivo en el cual
el Otro mitificado se conjuga con el enemigo invisible borra al marroquí
como ser histórico. España, tan dependiente en estas crónicas de materia-
les tomados del pasado, no se acerca con mirada limpia al problema con
164 A na Rueda
Notas
1 Este ensayo fue posible gracias a una Nacional Endowment for the Humanities (NEH) Summer
Stipend Award que me fue otorgada en el verano de 2006. Mi más sentido agradecimiento a esta
organización.
2 Por el tratado de 1845, España y Marruecos fijaron los límites de la plaza fuerte de Ceuta,
terreno adjudicado a la Corona española en virtud de una línea que empezaba en el Estrecho de
Gibraltar y terminaba en el Mediterráneo. El gobernador de Ceuta construyó fuera de las mura-
llas un Cuerpo de Guardia fortificado, que los Moros destruyeron, y acabaron quitando la piedra
que marcaba el límite. España se indignó y, al no obtener satisfacción España declara la guerra.
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 165
manes el último recurso y no debe emprenderse sin haber investigado y descartado todas las
opciones una vez que se han hallado fútiles (29). En esta línea, el Capítulo I del Libro IV del Tafrīj
al-kurūb declara provechosas las decepciones y estratagemas dirigidas a evitar la guerra. Apela a la
Ley y a la Razón, pasando luego a citar casos del pasado islámico así como sentencias y acciones
del Profeta que atestiguan la utilidad de tácticas que evitan el ataque directo (29). Desde la pers-
pectiva del ejército español, dichas estratagemas sólo pueden responder a “un engaño moruno”
(del Castillo, Historia 258).
15 Los partes militares de O’Donnell recogidos por del Castillo indican que cuando el enemigo se
repliegue a pedir gracia se dará a España satisfacción cumplida En las notas cruzadas entre el gobi-
erno español y el británico, que del Castillo recoge en su Historia, incluye una de Lord John Russell
a M. Buchanan (Foreign Office, 22 de septiembre) en que se ve claramente que el gobierno bri-
tánico sospecha que España tiene un propósito ulterior en abrir las hostilidades en Marruecos: “Si
el gobierno español no desea más que la reparación de los insultos y agravios que se le han hecho,
si sólo quiere defender y sostener su honor, el gobierno de S. M. no se opondrá a que obtenga
esta reparación; pero si los actos de violencia de las tribus moras han de servir de pretexto para
conquistar, particularmente en la costa, el gobierno de S. M. está obligado a velar por la seguridad
de las fortalezas de Gibraltar” (97).
16 El eco de Tetuán tiene la gloria de haber sido el primer periódico de Marruecos. Para producirlo,
Alarcón usó la imprenta de campaña del general O’Donnell. Su primer y único número recoge el
orgullo que le embarga al establecer “la imprenta sobre los viejos manuscritos de las bibliotecas
de Tetuán,” en el nombre de Dios y en el de su querida España (360-1). Su misión es “esparcir
resplandores de amor y de justicia en la tenebrosa mente de los africanos!” (De Coster 360).
17 Lo que redactaba en el campamento y en ocasiones durante la batalla, lo compaginaba a la noche
o al día siguiente, y lo remitía a Madrid, donde se publicaba por entregas (10). Los pormenores
que recoge son “una especie auténtica del Diario de un testigo” (9). Refuerza su valor documental
incluyendo su Licencia absoluta y su Hoja de servicios como pruebas fehacientes sobre las que
funda su autoridad. Recordemos que Alarcón es el primero en utilizar un aparato fotográfico en
Marruecos, instrumento del que desiste en seguida debido a la lluvia. En este sentido su Diario
aspira a ser una “fotografía de la campaña” (10).
18 Alarcón se enlista como soldado voluntario el 22 de noviembre de 1859. Primero fue ordenanza
del general Ros de Olano y luego de O’Donnell, además de soldado raso del tercer batallón.
Desempeñó, algunas comisiones especiales además de las de soldado, situación anómala que
explica que fuera testigo de más cosas que las que presenció su batallón. Recibió cruces y
condecoraciones por su participación en la guerra.
19 Pero además de la gran cuestión nacional para España, Alarcón reconoce que esta guerra es
también “una gran cuestión europea”, que proyecta en una geografía imaginaria: “lo que sería el
Mediterráneo vuelto del revés […]; es decir, el Mediterráneo cerrado por el Estrecho de Gibraltar
y abierto por el Istmo de Suez; o lo que es lo mismo, lo que significaría para el comercio el ver con-
vertido al Mediterráneo en un lago latino, y a la Inglaterra en una potencia transatlántica” (25–6).
20 Además de la profusa ambientación escenográfica en su novelística, Alarcón era muy dado a las
excursiones histórico-artísticas y a las exploraciones geográficas y pintorescas, modalidad román-
tica que plasma en varios libros de viaje: Viajes por España, La Alpujarra y De Madrid a Nápoles.
21 Nicasio Landa parece estar al tanto de la teoría de Clausewitz de que para lograr el objetivo de la
guerra (to impose our will on the enemy) “we must render the enemy powerless” (75). The aim is
to disarm the enemy (77). Si ese es el verdadero objetivo del arte militar, y no matar al enemigo,
como reconoce Landa, tanto uno como otro son conscientes de que las emociones están nec-
esariamente involucradas en la guerra. Pero donde difieren es en que “the extent to which they
[emotions] do so will depend not on the level of civilization but on how important the conflicting
interests are and on how long their conflict lasts” (76). El avance de la civilización no ha cambiado
o minado el impulso a destruir al enemigo, que es central a la idea de la guerra (Clausewitz 76).
Por tanto, no existe límite alguno en la aplicación de los actos de fuerza que constituyen la guerra.
Landa insiste en la distinción entre ejército civilizado (el español) y ejército no civilizado (el moro).
22 En otras ocasiones se consigna como “nube de enemigos” (46) y en otras como “un enjambre de
caballería enemiga” (214), términos exactos a los que utiliza Alarcón, del Castillo y muchos otros.
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 167
23 Pronto descubre que hay un enemigo mayor que el que ha decapitado a un cabo y dos soldados (“en
uno de ellos colgaba la cabeza por algunas leves adherencias, los otros dos carecían de ella”, “a falta
de facciones podía suponer las del amigo más querido; al ver aquellos cuerpos, que en fuerza de no
tener expresión, expresaban más dolor que el velo que cubría el rostro de Ifigenia” (40).
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The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 169–185
169
170 A dr iana Johnson
therefore, that despite its origins, the Paraguayan lettered city essentially
remained a colonial one, in Angel Rama’s terms, where the technology of
writing functions as a marker of difference but has not been successfully
turned into an instrument of integration.
Given this context, the newspapers that sprouted up in Paraguay during
the War of the Triple Alliance (1864–70) in order to mobilize the popu-
lation in support of the war present a particularly interesting attempt to
constitute an imagined community through the written word. The fe-
rocity with which the Paraguayans fought and their seeming willingness
to die in defense of their homeland was widely remarked at the time. Yet
this does not mean that López’s regime was able to successfully—through
the newspapers and other means—produce an identification between the
Paraguayan people and its national project. In fact, I would submit that
a reading of El Centinela offers a particularly instructive example of how
such a project might have failed through the contrast between two registers
of discourse in its pages: on the one hand an empty formality that bears
scarce relation to the particularity of the surrounding context and on the
other a more popular satirical discourse that manifests itself above all in
the representation of the Brazilian enemy.
Paraguay lost less than 100 of its 5000 men. Despite daily bombardment
Paraguayan troops held their ground at Curupaity for eighteen months
until López withdrew the majority of his troops to a newer line of trenches,
leaving only a skeleton force behind.
El Centinela appeared during this relative lull in the war in April of 1867,
a year after Curupaity, and was published for less than a year. It was joined
during this same time period by the Cabichuí, Cacique Lambaré, and La
Estrella. The appearance of these papers marked the first time in Paraguay
that there were more than two newspapers being published simultaneously.
This was also the first time that newspapers used illustrations (produced
through wood carvings or lithography) and that Guaraní was printed in
a venue for a wide audience. (Vázquez 2). The greater the distance from
the lettered city (the capital) the greater the presence of images and/or of
Guaraní. Thus the Cabichuí, edited in the trenches, published the greatest
number of images and the Cacique Lambaré was written entirely in Guaraní
(although it had no illustrations). The flurry of newspapers was part of an
official push to rally the troops and citizens and thus undoubtedly symp-
tomatic of the pressures felt by López. Of the four papers El Centinela has
been characterized as the most officialist. One of the consequences of its
close ties to the regime was the fact that it was concerned with represent-
ing not only what the soldiers were fighting against but also with what they
were meant to be fighting for:
Editado en Asunción, en la Imprenta Nacional situada en la calle del Sol,
y más sujeto por ello al control central, El Centinela utiliza, en general, un
discurso más oficialista: casi tanto como sus artículos, sus imagines tien-
den no solo a caricaturizar al enemigo sino, también y sobre todo, a exaltar
la figura del Mariscal. Se inaugura, así, una tendencia adulona y oficialista
que ha cruzado gran parte de la cultura periodística paraguaya hasta hoy
(Salerno 2).
What this means, in other words, is the attempt not only to produce a
Paraguayan war-machine but to turn the soldiers into citizenry, to trans-
late the fatality of death in the war (to use Benedict Anderson’s formula)
into the continuity of the Paraguayan republic. What I would like to argue
here is that this translation fails and that what surfaces instead in the pages
of El Centinela is a disjuncture between the two.
If we turn our attention first to the representation of the Paraguayan
republic what is striking is the presence of a purely formal, content-less
rhetoric. Take for example the following selection from November 7, 1867:
La alianza está derrotada! Nuestra bayonetas recojen laureles y la nación
saluda al mundo coronada de inmarcesible gloria […] Desecho, aniqui-
lado y sin alientos ese orgulloso invasor, apenas ha podido afrontar los
postreros golpes de nuestros sables para caer en el marasmo de la más
[sic] vergonzosa inanicion. Ese hermoso pabellón que en los combates ha
172 A dr iana Johnson
signs which reigns over great part of the newspaper is punctured by a con-
crete local referent. Indeed, in its very first issue the newspaper declares
that it is aimed at a popular readership where popular is defined by the
lettered elite in terms of what it is not: it is not complicated, metaphysical,
but simple and digestible: “la publicación es para el Ejército, y las materias
que se tratan, nada tendrán de filosóficas ni de metafísica” (April 25, 4). It
will “amenizará las fatigas del soldado contándole sazonados chascarillos,
que son tan sabrosos en las campañas” (4). When it attempts to define the
nature of its popular address, therefore, it does so in words that would
seem to exclude its own republican rhetoric. Thus the father discussed
above both articulates an example of persuasive discourse (persuading his
daughter to follow his example) but also embodies a different strategy of
persuasion in the very use of a little parable with recognizable Paraguayan
characters to make its point.
The most striking examples of a more popular register are the illustra-
tions, which are, in fact, the element of the newspapers which have received
most critical attention thus far. Various critics coincide in the assessment
of the illustrations as a site of popular expression that did not necessar-
ily concord with the rhetoric and direction of the regime. The main art-
ist for El Centinela was Alejandro Ravizza, an Italian architect and artist
contracted by López himself in his efforts to Europeanize Paraguay, but
the other artists for El Centinela (and those of the Cabichuí) were by all
accounts of peasant extraction and had never been formally schooled. The
Paraguayan artist and art critic Osvaldo Salerno argues therefore that
a pesar de esa dirección dibujística de la imagen y a contrapelo de un
rumbo excesivamente ideológico que lleva a convertir en clisés idealizados
a los personajes y las situaciones de una historia demasiado difícil, la ex-
presividad popular logra a menudo revertir esos condicionamientos y revelar
verdades que están más allá de una versión oficial y excesivamente simplifi-
cadora. Es decir, puesto a crear, el soldado, en cuanto puede hacerlo, se zafa
de los esterotipos o los reconvierte de acuerdo a su manera de ver y sentir ese
tiempo cargado (Salerno 3).
Such transculturation from below applies not only to the more satirical
drawings, but to the other two formal tendencies isolated by Salerno: the
neoclassical representation of allegorical images which mythify epic ideas
and praise glorious characters as well as the more romantic Delacroix-type
representation of acts of heroism and valor. Salerno’s assessment of the il-
lustrations as a vehicle for popular expression is echoed by Ticio Escobar’s
analysis of the difference between prose and image in the papers, where
the written word is governed by official discourse but the illustrations
acquired some autonomy from this inflamed patriotic discourse:
178 A dr iana Johnson
its product but on a more intimate relation with its audience. It is based
on the assumption that all of its readers drink maté. The brevity of the
lines given to the maté also indicates that this shared knowledge cannot
be articulated. To the extent that maté is a fundamental part of local daily
life it is invisible and taken for granted. The cigarette claims that one of the
drawbacks of maté is that it is necessarily accompanied by a series of accou-
trements (fire, water, straw and gourd) where the cigarette travels lightly
and freely. Yet it is precisely the insertion of maté in the tangle of everyday
living which gives it its density. Indeed, the argument cannot be solved
from the vantage point of the objective discourse of knowledge but from
a subjective position. The Centinela Mateo, who pronounces his judgment
in rhyme, declares himself unable to choose between the two because he
can not live without either.
vos” (July 18, 1) or “el augusto soberano de los macacos” (June 13, 4). The
discourse used to represent Brazil tended to a Bakhtinian carnivelesque
language in which the main object was to bring the high low through wit,
irreverence, caricatures and eschatological humour. One example of this
language is a piece which accompanies an illustration entitled “A los negros
con las nalgas”:
Nuestros cañones están en guardia, y los soldados han bajado los calzones
para hacer cara feia al enemigo. Caxias que desde un aerostático divisó
los nalgatorios a guisa de cañones, hizo alto en Tuyucué, y ha dado parte
al Generalísimo diciéndole, que desde el globo ha observado que todas
las trincheras enemigas están protejidas por cañones de nueva invención,
y que sería prudente suspender el ataque hasta no conocer los efectos de
los nuevos proyectiles./ Pues, señor, es preciso anunciarnos con porotos
y otras materia ventosas, para sacar al Marqués de su perplejidad y darles
fuego a los negros con la culata (August 8, 2).
Despite the size and power of the Brazilian Empire this piece shows how
it was not represented as a particularly threatening enemy. Its representa-
tion lacked, for example, the hysteria present in the Brazilian press some
thirty years later when reporting on the campaign against the community
of Canudos in the sertão. Instead it was portrayed as comical and absurd.
As the example above suggests, the slave was not the only butt of jokes
which extended to include the emperor D. Pedro, Caxias (the comman-
dor of the Allied forces) and the attempted use of new technology by the
Brazilian army such as balloons. The slave occupied, however, a place of
privilege in this strategy of bringing the enemy down. This means that
while the injustice of the Brazilian empire could have been underscored
by condemning the dehumanization of slavery, the figure of the slave was
exploited instead for his very abjection. There is only one instance when
El Centinela suggests extending the presumed benefits of freedom that ex-
ist in the republic of Paraguay to those who are already victims of em-
pire: “Los negros tendrán que agradecernos, porque al fin los haremos vi-
vir sin argollas, sin cadenas y sin opresión. Ellos cuando sientan lo que se
llama libertad, se arrepentirán de haber hecho cara feia desde la distancia
à los paraguayos” (April 25, 3). In general, however, the discourse of the
Paraguayan newspapers capitalize on the victimization of the slave; this
strategy is given voice in one piece where the Paraguayan seeks to avail
himself of the tools of oppression of the slave to win the war: “El chas-
quido del látigo, que día y noche truena sobre las espaldas de los miserables
negros del Brasil, es el castigo más temible y horroroso para esos ilotas
[…] Basta mostrar a los negros un látigo para que pierdan el juicio y sal-
gan gritando como unos verracos […] ¡Nada de bombas y de cohetes à la
Congreve! ¡Viva la invención del chicote y látigo con los negros del Brasil!”
(May 9, 2).
182 A dr iana Johnson
The representation of racial difference was the first and most obvious
element in this strategy. This took place both through a grotesque and al-
most satirical version of scientific racism which detailed the physical im-
perfections of the black body such as the fact that it attracts more insects
than the Paraguayan or that it is unable to withstand cold: “La sangre del
negro tiene cierto olorcito corrompido que atrae estos insectos […] la san-
gre del paraguayo es limpia y pura y no tenemos corrupción ni cadáveres”
(April 25, 3); “Consituido el negro para las regiones tropicales, no puede
vivir entre los hielos: se le contraen los pulmones, arroja de la boca una
espuma semejante a la que forman las cascadas, y la piel se convierte en ho-
juelas harinosas, que al rascarse parece que desprendieron ceniza vegetal”
(June 20, 1). The bestialization of the slave also took place through their
characterization as monkeys in rhymes such as the following: “Grita el ne-
gro como un mono/Al frente del Paraguayo/Y en eso consiste el tono/Del
charlero papagayo” (May 2, 4), or “A mi me dicen, Macaco!/Señor Alcalde
¿qué haré?/Vaya usted con Dios, Macaco/Que yo los castigaré” (September
12, 4). Another example of this more popular, humorous register are the
many little stories and anecdotes which exploit the supposed stupidity of
the slave (but where he takes on more human proportions). One of these
tells of a pact made by a Brazilian and an Argentine to help each other. The
Argentine is shot in the leg and pleads to his Brazilian friend for help. The
Brazilian picks him up and is carrying him to the hospital when another
bullet takes off the Argentine’s head. He is stopped on the way by a doctor
who asks him why he is carrying the body. I’m taking him to the hospital,
he replies. “¡Imbécil! ¿No ves que va sin cabeza?” The soldier surprised,
turns his head and says “Pois elle naô me tinha fallado senaô da perna”
(November 21, 4).
It is in the representation of the Brazilian enemy that I believe we can
read a convergence between popular discourse and official discourse in
El Centinela and which underscores, in contrast, the lack of such conver-
gence elsewhere in the pages of the paper. The use of carnivalesque lan-
guage does not therefore signify an extra-official discourse, but one that
may have been succesfully appropriated by the regime. I read such con-
vergence in the articulation between the satire of the Brazilian enemy
and the existence of a register that corresponds to the empty republican
rhetoric: namely the inability of the Brazilian slave to posess honor or cour-
age. The level of affect surrounding the concept of courage is so great that
this, rather than the kinds of physical differences that appear in the lan-
guage of scientific racism, seems to mark a more meaningful difference
between the slaves and the Paraguayans: “¿Qué estímulos de honor pu-
eden sentir esos miserables y abyectos esclavos de la prepotencia y de la
sensualidad? De qué, nada grande o siquiera mediano, pueden ser capaces
esos raquíticos entes, fruto ruin de lozano y gallardo árbol, hijos pigmeos
“Cara Feia al Enemigo” 183
soldiers are thus not the enemy of the Paraguayans but brothers to them.
The correspondent sometimes signs off as “Adiós buen amigo.”
It is the fact that the Argentine is not demonized, but described instead
in terms that turn him into the mirror image of the Paraguayan soldier
that also make him a possible site within the paper for a more corrosive
discourse. While the Brazilian soldier worked to conjure away fears, the
figure of the Argentine soldier may have had the opposite effect, articulat-
ing the fears and doubts of the Paraguayans. Moreover, the Argentine sol-
dier is especially interesting to the extent that it opens up a breach between
the project of fighting an enemy and constructing a nation-state. If the
Argentine scarcely differs from the Paraguayan it calls into question the
meaning of the national frontier separating them. What is the content of
being “Paraguayan” or “Argentine” if they speak in identical voices? This
is especially true given the fact that the Argentine shares the racism of the
Paraguayan soldier: “V. sabe que yo no quiero a los macacos y si solicité esta
colocación fué para no dejar un negro vivo en la Banda Oriental” (May 23,
4). The figure of the Argentine soldier suggests that fighting the Brazilian
enemy is not identical to a specifically Paraguayan national project.
As a safe mouthpiece for a counter-official discourse the Argentine
soldier also finally becomes the place where a meta-commentary on the
newspapers own discourse can emerge. Hence, for example, the newspaper
articulates the lack of events through the mouth of the Argentine: “en esta
y en la semana pasada nada de novedad ha ocurrido por acá” (May 23, 4);
“Desde mi última correspondencia de la semana pasada, nada de novedad
ocurre por acá” (August 29, 4). More importantly, however, it is through
the mouth of the Argentine that the newspaper reveals the seams of its
own counter-factual discourse. Mitre, says the soldier, is preparing some
“coplas diplomáticas”:
Y hace bien de hablar en verso; porque este lenguaje es de enamorados
y no de guerreros. La poesía tiene licencias y metáforas, que el arte de la
guerra prohíbe—En verso se puede finjir sin responsabilidad, y la alianza
puede campear en los espacios de la imajinación a rienda suelta, forjándose
batalles triunfales, coronas, laureles, héroes y un mundo de ilusiones dora-
das que la descarnada realidad no puede ofrecer en el terreno de la guerra.
Los niños y los poetas viven de ilusiones—La guerra se sustenta con fuerza
y valor, que es lo que nosotros no tenemos, si bien sobreabundamos en
bardos y cotorras parleras (July 4, 2).
Like Mitre’s poems the newspaper forges a world of illusions. If the war
was to end in disaster for Paraguay, so—one could say—was the project to
forge a republic through writing. And yet it is precisely as a tangle of illu-
sions, lies and fictions—as the elaboration of a counter-history that never
came to be—that the newspaper is interesting. Gilles Deleuze’s elaboration
“Cara Feia al Enemigo” 185
of the false comes to mind in this regard. Just as the simulacrum is not for
Deleuze a degraded copy but contains a positive power that calls into ques-
tion both original and copy, so the false is not simply untruth but a mul-
tiple, differential, Other point of view. “What is opposed to fiction is not
the real,” he says “it is not the truth which is always that of the masters or
colonizers; it is the story-telling function of the poor, in so far as it gives the
false the power which makes it into a memory, a legend, a monster” (150).
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Después de
la Tentación y la Caída:
la nación-estado
y sus imposibilidades
The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 189–204
Proferir lo inaudito:
Tablas de Sangre de José Rivera Indarte
I. Preliminar
El movimiento de independencia hispanoamericano, lejos de conducir a
la organización de estados independientes, instaló a las nuevas naciones
en un estado de guerra, producto de la imposibilidad de consolidar algún
tipo de proyecto hegemónico por parte de las facciones en pugna. Esta re-
ducción a guerra se dio, no sólo, en el campo de batalla sino que—como
es posible de pensar—se proyectó al mismo espacio discursivo, haciendo
que la palabra se constituyese en un arma más para la eliminación del ene-
migo. “Tomando ora la pluma ora la espada”, de acuerdo a una tradición
hispánica de largo arraigo, el liderazgo político se materializó entonces
a través de una profusa productividad discursiva que, desde nuestra
perspectiva actual, llena los intersticios de la acción militar y da sentido a
los avatares de la lucha.
En este contexto, el lenguaje fue una herramienta fundamental para con-
vencer de la verdad de una realidad que—paradójicamente—no para todos
era ni tan real ni tan verdadera. Sería posible decir, entonces, que las nacio-
nes surgen desde la ciudad escrituraria que postuló Ángel Rama en La ciudad
letrada (1984); aunque sólo algunos lo supieran. Los caudillos, y a su modo
también los escritores, lucharon para concretar una independencia que no
todos deseaban. Así, el lenguaje no solamente se limita a demarcar una reali-
189
19 0 Leil a A r ea
dad, sino que se convierte en un acto de poder en la medida en que tanto per-
sigue crear la realidad cuanto imponer una nación donde algunos creen que
no existe, enterando a los demás por el mismo acto de la palabra todopode-
rosa. De esta suerte, la palabra escrita en América, desde la Conquista en
adelante, sería un instrumento de poder al servicio de las clases dominantes,
ya se llamaran españolas, criollas, “siervas” o “liberales” (D’Alessandro).
Es precisamente en este marco que me interesa evocar la polémica
sentencia de David Viñas cuando planteaba que “la literatura argentina
[comenzaba] con [Juan Manuel de] Rosas” (Literatura Argentina 4) para
situarla simbólicamente “en una librería facciosa” donde se funda, en 1837,
el Salón Literario; percibido como el lugar de convocatoria a partir del cual
se armaron las fronteras intelectuales de una generación política que pro-
duce y se produce desde lo literario. Una generación fundada como una es-
cena de lucha de polaridades antitéticas desde donde inscribe un territorio
escindido, desgarrado en el que el escritor—el letrado—cumple un papel
de desconcierto político que, al mismo tiempo, produce una revolución
cultural.
Aclaremos un poco esta afirmación. En 1837 hace dos años que Juan
Manuel de Rosas ha llegado por segunda vez al poder, en este caso como el
indiscutido jefe de su provincia de Buenos Aires y de la facción federal en
un desunido país. Su victoria se aparece a todos como un hecho irreversi-
ble y destinado a gravitar durante décadas sobre la vida de una nación
en formación. Es entonces cuando un grupo de jóvenes provenientes de
las elites letradas de Buenos Aires y el Interior se declaran destinados a
tomar el relevo de la clase política que ha guiado al país desde la revolución
de Independencia hasta el fracaso del intento de organización unitaria de
1824–1827; fracaso evidente, si se evalúa el triunfo en el país y en Buenos
Aires de los “amenazantes” jefes federales. Frente a ese grupo unitario rele-
gado por el paso del tiempo y aniquilado por el fracaso, se erige un nuevo
grupo que se autodefine como la Nueva Generación.1 Si ese fracaso unitario
puede ser ubicado en el fatigado espacio de supervivencia del Iluminismo,
la Nueva Generación se coloca bajo el signo del Romanticismo y por lo
tanto se considera mejor preparada para asumir la función directiva.
En este marco, la idea de la soberanía letrada, justificada por la pose-
sión exclusiva del sistema de ideas de cuya aplicación dependiera el cuerpo
político (y no sólo político) de la nación explica el entusiasmo con que la
Nueva Generación asume de Victor Cousin el principio de la soberanía de la
razón. Esteban Echeverría convertiría esta convicción en doctrina cuando
en 1838 escribe el Credo de la Joven Generación. De esta suerte, la avasalla-
dora pretensión de constituirse en guías del nuevo país (y su justificación
por la posesión de un salvador sistema de ideas que no llega a definirse con
precisión) estuvo destinada a alcanzar indudable influencia (aunque no
evidente en lo inmediato). Heredera de ella era la idea de acción y enfrenta-
Proferir lo inaudito 191
Ahora bien, ¿quién había sido ese José Rivera Indarte en el marco de la letra
facciosa que novelizara la figura del Gran Antagonista? Panfletario de vio-
lentas pasiones, Rivera Indarte (1814–1845) curiosamente había atravesado
la Biblioteca como acérrimo rosista en una primera época de su existen-
cia. Será en este marco que los relatos de época lo ubiquen enfrentado—y
enfrentándose—a los Jóvenes de Mayo por medio de la prosa y el verso, del
periódico y del libelo.
194 Leil a A r ea
Así, Rosas y sus opositores sería el primero de los grandes textos pro-
pagandísticos escritos contra Rosas. Publicado inicialmente como una
serie de artículos periodísticos, su lectura se difundió de tal manera que
podemos, sin lugar a dudas, figurar el impacto que debe haber tenido en
diversos lectores influyentes europeos. Sin embargo, será precisamente el
apéndice Tablas de Sangre. “Es acción santa matar a Rosas” el texto que
inscriba tanto la aberración demoníaca del pater-Rosas cuanto el nombre
de autor de Rivera Indarte más allá de las fronteras patrias.
Será desde Tablas de sangre donde la época se enfrenta a una enumera-
ción desplegada en forma monstruosamente ordenada—valga el oxímo-
ron—de los crímenes cometidos por el Restaurador de las Leyes en los ca-
torce primeros años de su gobierno; es una acusación formidable e inge-
niosa, trazada, en cuanto a su disposición escenográfica, a la manera de un
implacable y gélido diccionario donde resuenan todos los tonos atribuibles
a un registro maldito mientras se formula un siniestro balance a través
del cual se fija el número de víctimas en más de veinte mil, para el lapso
analizado.10 A manera de conclusión a su Tablas—si bien paradójicamente,
se podría también considerarla como el repetido mito de origen de una
narrativa fundacional que aún hoy no ha (a)callado ni sus temas ni sus
tonos—dice:
Le cuestan al Río de la Plata los gobiernos de Rosas, por los cálculos más
bajos, “¡veintidós mil y treinta habitantes!!” los más activos e inteligentes
de la población, muertos a veneno, lanza, fuego y cuchillo sin formación
de causa, por el capricho de un solo hombre, y casi todos privados de los
consuelos temporales y religiosos con que la civilización rodea el lecho del
moribundo. La emigración de las familias argentinas que han huído [sic]
de los gobiernos de los gobiernos de Rosas y se han asilado en la República
Oriental, en el Brasil, en Chile, Perú y Bolivia, no baja de treinta mil perso-
nas ¡Qué administraciones tan caras las de Rosas! ¡Qué precio tan subido
cuesta a Buenos Aires la suma del poder público, la mas-horca y el placer
de estar gobernado por Rosas!!!!! (Tablas de sangre 90).
Sin embargo, mayor resonancia tendría para la época el “Apéndice”
adjunto a Tablas de sangre: un escrito de setenta y cinco páginas titulado
“Es acción santa matar a Rosas” donde el lector se enfrenta a un ensayo
que une filosofía y clásica erudición al tiempo que ofrece una apología del
tiranicidio.11 Como afirma Alberto Palcos, “ ‘Es acción santa matar a Rosas’
viene a ser como el corolario a la espantosa orgía de asesinatos y persecu-
ciones decretados por el déspota y denunciada por el autor con pluma más
filosa y envenenada que el puñal que incitaba a esgrimir contra D. Juan
Manuel” ( “Introducción” 8).
Es precisamente en este marco que deseo retomar lo afirmado más
arriba cuando proponía pensar la figura de Juan Manuel de Rosas como em-
blema de una biblioteca facciosa, cuya función patrimonial fuera exponer
200 Leil a A r ea
de todo esto resultó un Rosas gigantesco por su maldad, “un Calígula del
siglo XIX”, es decir, el Rosas terrible que necesitaban los unitarios para jus-
tificar sus derrotas y sus traiciones. […] Como la historia la escribieron los
emigrados que regresaron después de Caseros, ese Rosas pasó a la posteri-
dad y desde entonces todas las generaciones han aprendido a odiarlo desde
la escuela. Sólo así se explica que aún perdure en el pueblo el prejuicio,
fruto del manual de Grosso y de las horripilantes escenas de la Mazorca,
conocidas a través de Amalia [sic] o de alguna recopilación de ”diabluras
del Tirano” (Ezcurra Medrano 6)
Para finalizar digamos que, como relato de relatos, versiones y perver-
siones—al decir de Borges—todo ello ha pesado (y sigue pesando) en el
debe y el haber del rosismo y, en consecuencia, en la construcción de las
polaridades antitéticas, desde todo punto de vista oximorónicas, que han
sostenido el montaje y andamiaje de la figura biblioteco-lógica-Rosas, en la
escenografía de la cultura política argentina.
Notas
1 El grupo se había inaugurado oficialmente en Junio de 1837, cuando comenzaron a reunirse en
la librería de Marcos Sastre; allí, sus miembros leerían y discutirían obras de Victor Cousin,
François Guizot, Eugène Lermenier, Edgar Quinet, Abel-François Villemain, Claude-Henri de
Rouvroy, Conde Saint-Simon, Gaston Leroux, Félicité de Lamennais, Giuseppe Mazzini, Alexis
de Tocqueville, entre muchos otros. Parte de su práctica fue integrar a los tradicionales antago-
nistas. Los árbitros culturales del gobierno de Rosas, Pedro de Angelis y Felipe Senillosa, fueron
calurosamente invitados a sumarse al Salón. Así lo hicieron aunque lo abandonaron rápidamente.
Ya a principios de 1838, Rosas había clausurado la librería.
2 Busco articular esta figura de Biblioteca con la pretensión de instalarla como una figura de
lectura que opere como referencia de esa maravillosa imagen narrativa que alguna vez nos
“regalara” Borges cuando (casi) felizmente concluye que “la Biblioteca perdurará: iluminada,
solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible,
secreta. […] Acabo de escribir infinita. […] Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo
problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier
dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo
desorden (que, repetido, sería un orden del Orden).” (“La biblioteca de Babel” 470–471). En
este contexto, digamos además que la ”modalidad” facciosa, además de referir a una acción
beligerante también remite ”a la otra cara” de algo).
3 En Tótem y Tabú, Freud expone la idea de Darwin según la cual la forma primordial de la
sociedad humana fue la de una horda gobernada despóticamente por un macho fuerte. Según
Freud, los hermanos dentro de la horda confabularon contra el poder del padre y le asesinaron.
Posteriormente, el sentimiento de culpa y el temor a que volviese del más allá dieron origen a la
religión y los sentimientos éticos. Así, la imagen de este padre primitivo e hiperfuerte es la que se
reanima en el pensamiento primitivo de la masa frente al conductor. Por cierto que esta imagen
aparece también en los mitos y en los sueños. La historia de David frente a Goliat ejemplifica una
de estas variantes.
4 Jorge Rivera sostiene que la novela de folletín ocupó con fuerza avasalladora la imaginación de
los lectores del siglo XIX. Su universo, construido a base de falsas identidades, reconocimientos
imprevisibles, sustituciones misteriosas y asedios a la inocencia reivindicada, hizo resurgir en
plena revolución industrial, curiosamente amalgamados con elementos de la novela burguesa
realista, las fantasías más antiguas de la imaginación popular (Antología de la novela popular).
2 02 Leil a A r ea
5 La composición, publicada en hoja suelta con la efigie de Rosas, sale a la venta cuando éste asume
por segunda vez el poder. La música fue compuesta por Esteban Manzini; se estrenó el 13 de junio
de 1835, en el teatro Coliseo.
6 Las voces partidarias alertan que Rosas habría tenido un sentido estricto de la justicia y si bien
había perdonado algunas veces a sus enemigos políticos (el general Paz, los conspiradores de
1839, el coronel Pedro Díaz, entre otros), no lo hizo con aquéllos acusados de delitos comunes
y menos tratándose de correligionarios o familiares a quienes creía obligados más que otros a
respetar las leyes.
7 Como emblema generacional, la búsqueda del origen involucraba un elemento regenerador; era
la preocupación por hallar lo primigenio, lo que no tenía antecedentes, el tiempo fuerte en que
se fijaban los rasgos del espíritu popular, el que los artistas debían escrutar para plasmarlo en sus
obras, caos que devendría orden por la mediación del logos y que volvería al pueblo, debidamente
compuesto, por una segunda mediación, la que el letrado cumpliría precisamente entre el logos y
el pueblo. Así, la vuelta al origen obligaba, entonces, a una reflexión crítica sobre la historia patria
y, en sentido contrario, era una imposición de la misma historia vivida. Los jóvenes del 37 acep-
taban el programa de la revolución pero no sus consecuencias históricas; para ellos, aquél había
sido un plan correcto que había degenerado, por lo que se imponía el tiempo de su regeneración
(Matamoro 38).
8 Permítaseme jugar con las posibilidades semánticas de ambos significantes como referencia
emblemática al heimlich / unheimlich freudiano.
9 Dice Saldías al respecto: “Después de este viaje aparece, no un distinto Rivera Indarte, que sí
el mismo propagandista fogoso; con la diferencia de que en Buenos Aires exaltaba á Rozas y
alardeaba de federal fanático, y en Montevideo comenzó á exaltar al partido unitario alardeando
de tal. Sus panegiristas y correligionarios de Montevideo decían que esto fue una regeneración
en él. Pero el hecho es que profesó un fanatismo idéntico en tendencias al que dejó de profesar y
que siguió siendo el incansable propagandista de los odios que desgarraron su patria. Si un tercer
partido hubiese disputado el predominio absoluto en la República, á éste habría pertenecido
Rivera Indarte, y se habría asimilado estos nuevos rencores para desahogarlos contra el partido
unitario á cuyo servicio se consagró” (Saldías 43-44).
10 Los partidarios de Don Juan Manuel, citando el Atlas de Londres del 1 de marzo de 1845, en
artículo reproducido por Emile Girardin en La Presse de París, afirman que la casa Lafone & Co.,
concesionaria de la aduana de Montevideo, habría pagado la macabra nómina a un penique el
cadáver. Rivera Indarte habría reunido 480 muertes y le atribuyó a Rosas todos los crímenes po-
sibles: el de Quiroga y su comitiva, Heredia, Villafañe, entre otros, mientras denunciaba nombres
repetidos y otros individualizados por las iniciales N. N. Los métodos variaban: fusilamientos, de-
güellos, envenenamientos. De ser ciertas las imputaciones del rosismo, los 480 cadáveres habrían
reportado dos suculentas libras esterlinas para Rivera Indarte. Pero la lista no termina allí, ya que
las Tablas agregaban 22560 caídos y posibles caídos en todas las batallas y combates habidos en la
Argentina desde 1829 en adelante (Rosa, Rosas).
11 Resulta necesario recordar que la figura más importante del delito político es y será, al menos
en la historia de Occidente, la del tiranicidio, es decir, la muerte violenta de quien encarna
despóticamente el poder político. Los más representativos doctores de la Iglesia, durante la Edad
Media, tales como Santo Tomás y Francisco Suárez, elaboran y preconizan la tesis de la licitud
y legitimidad de la rebelión contra el tirano, cuando el gobierno se hace intolerable, llegando a
justificar el tiranicidio, considerado como un derecho de los pueblos oprimidos por el déspota.
Roma no se había quedado atrás en cuanto al tiranicidio, ya que el asesinato de Julio César es el
más importante tiranicidio que registra su historia. Sin embargo, la teoría que sobre el tiranicidio
ha gozado de mayor difusión y autoridad es la del jesuita español Padre Juan de Mariana, quien
afirmara que el tirano es una bestia feroz, que gobierna a sangre y fuego, que desgarra la patria y
que llega a convertirse en un verdadero enemigo público. No hay duda respecto a la legitimidad
del derecho a asesinarlo, derecho que pertenece a cualquier ciudadano, sin que deba preceder
a su ejercicio deliberación alguna por parte de los demás. Su doctrina del tiranicidio comprende
dos hipótesis: cuando el príncipe ocupa el trono sin derecho alguno y sin consentimiento de los
ciudadanos—y por medio de la fuerza y de las armas—lícitamente puede llegar a quitársele la
vida y despojarlo del trono, puesto que es enemigo público y oprime al país con todos los males.
La otra posibilidad, se produce cuando el tirano es elevado al trono por consentimiento o por
Proferir lo inaudito 203
derecho hereditario, en esa situación se deberían tolerar todos sus vicios mientras no llegue a
despojar públicamente todas las leyes de la honestidad y del pudor que debe observar.
12 “¿No habrá mujer en Buenos Aires bastante heroica para imitar a Judith y a Carlota Corday?
[…] ¡Mujeres de Buenos Aires! Si alguna de vosotras emprende tan santa y gloriosa obra, no se
descuide de envenenar el hierro que destine a ella en un veneno activo, en tintura de cobre, ar-
sénico, ácido prúsico; entonces una tijera, una aguja, será bastante, y más si la clava en el vientre
del obeso tirano, donde la punta libertadora penetrará sin obstáculo como la tienta en el barro
húmedo y fofo. […] ¿De tantas mujeres que insulta y deshonra, que penetras hasta él, no habrá
una que asesinándolo quiera hacerse la mujer de la patria? ¡Cuán fácil sería esto a las Escurras, las
Aranas, las Aljibeles, las Medranos, las Carretones y tantas otras! La misma infame Manuela se
lavaría de su mancha profunda en la sangre de su espantoso seductor (Tablas de sangre 160).
13 “Después que mates a Rosas no correrá ya una lágrima, una sola gota de sangre no manchará
estas campañas y ciudades, cubiertas hoy de huesos humanos. La libertad, la dicha, la paz, la pros-
peridad se deberán sólo a ti, hombre-Dios, a quien estoy mirando, aunque todavía no te conozco
y estás incógnito para el mundo. Bendito una y mil veces será el día en que naciste. La virtud más
pura, el pensamiento de Dios moraba en el alma de la que te concibió. Un momento te bastará
para cumplir tu grande apostolado, misionero sublime de expiación y de sangre; pero medítalo
bien para que no te falle. Te queremos salvador y no mártir” (Tablas de sangre 196).
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The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 205–220
Héroes y corruptos en
Las Catilinarias de Juan Montalvo
I. Introducción
En la Roma del año 63 ac, Marco Tulio Cicerón acusó a Lucio Sergio
Catilina de conspirar contra la República. En cuatro discursos conocidos
con el nombre de Las Catilinarias, y a los cuales caracterizaron la sátira
y la ferocidad del lenguaje, Cicerón añadió a la condición de conjuro de
Catilina otras imputaciones como la de asesino, ladrón e incestuoso que
poco o nada tenían que ver con el asunto de la traición. Los esfuerzos ver-
bales de Cicerón dieron fruto y Catilina no tuvo más remedio que aban-
donar Roma. Muchos siglos más tarde y exiliado en la ciudad fronteriza de
Ipiales en Colombia, Juan Montalvo apelaba a la fe ciceroniana en el poder
punitivo de la palabra. Entre 1880 y 1882 escribió doce panfletos políticos
en contra de Ignacio de Veintemilla, posteriormente reunidos y publica-
dos bajo el título de Las Catilinarias, cargados con la prosa mordaz que ya
para entonces era el sello característico de su estilo.1 En la acritud de estos
escritos lo que queda en evidencia es la seguridad que desde siempre tuvo
Montalvo en la puntería de su escritura como arma de combate. Una cer-
teza que había quedado grabada en la historia del Ecuador con las palabras
con las que celebró el asesinato de Gabriel García Moreno el 6 de agosto de
1875: “Mía es la gloria. Mi pluma lo mató”. A partir de aquel momento, esa
confianza en el poder provocador de su discurso, no se ocultaría nunca.
Y es ello lo que, más que la naturaleza de su sátira violenta o su apego al
clasicismo literario, explica el título de los pasquines: “Mi nombre está gra-
bado en mis flechas, y con ellas en el corazón mueren tiranos y tiranuelos:
díganlo García Moreno y El Cosmopolita; díganlo Antonio Borrero y El
Regenerador. ¿Lo dirán también Ignacio Veintemilla y Las Catilinarias?”
(2: 197–98).
Como letrado típico de su época, Juan Montavo ajustó la intención po-
lítico-didáctica de su discurso a la común percepción social del intelectual
como el promotor de la voluntad constructora del Estado necesario. En
consecuencia, su retórica política se vio sometida al confinamiento al que
205
206 M ar ía Fer nanda L ander
relación entre la performance que se ejecuta para ser evaluada por otros,
y la idea de la descomposición de la imagen del acto que se debe ejecutar
(o su “improvisación”), reducen la actuación del líder al estricto segui-
miento del libreto que ha escrito el grupo dueño del poder político. Un
poder que sólo puede legitimar su valor en la medida en que su instru-
mento, el líder, se ajuste a un carácter institucional predefinido que sirva
de puente para que dicho poder se transforme en autoridad. Para lograr
eso en la Hispanoamérica decimonónica, surge el apego a un actuar uni-
dimensional del poder (masculino, criollo y con bienes), que en teoría no
podía permitirse la improvisación. Fue ello lo que facilitó que el modelo
del héroe patrio se manipulara a partir de su cercanía con las característi-
cas de esa idea del poder. De esta forma, lo que hace patente el proceso de
corrupción es que el discurso políticamente crítico descubre que la imagen
oficial del presidente (o de cualquier político importante que no se adhiera
a la conducta predispuesta por la memoria insigne de los libertadores), es
sustituida por la que, precisamente como un cuerpo descomponiéndose,
repugna por su alejamiento de la imagen con la cual debe compaginar. La
putrefacción del ideal del líder en su función de representante de una co-
munidad, en su condición de encarnación y proyector del carácter nacional
de esa comunidad, adquiere así un matiz identitario y de carácter nacional,
que es necesario eliminar.6
Es incuestionable la estrecha relación que existe entre la caída en des-
gracia del personaje político o, lo que sería casi lo mismo, la estampa de
su condición corrupta, y el endiosamiento que siempre envolvió a la re-
presentación de la figura del líder. Un endiosamiento determinado por el
aura divina que evoca el carácter incorruptible del mito que la promueve.
En ese sentido, vale la pena recordar que durante los primeros intentos
en el ejercicio de la independencia política de España, en las repúblicas
hispanoamericanas, la reinvención de los rituales coloniales que se rela-
cionaban con la obediencia a la Corona, consistió en la sustitución de la
idea del Rey omnipotente por la de un presidente que seguiría el ejemplo
que como legado dejaran los padres de las patrias. Ello sirvió para darle
una continuidad simbólica a la esperada complacencia con el nuevo po-
der que alrededor de sí misma reunía la elite. El representante escogido (o
impuesto) debía reflejar en su actuar las virtudes de los héroes patriotas.
Para el representante del poder del Estado, se trató así de seguir la pauta
que daba la “performatividad imaginada” de una memoria en la que se
conjuraban los héroes libertadores representados como intachables por las
nacientes historias oficiales. Una performatividad alimentada por la idea
de un modo específico de actuación del poder, y mantenida en el intento de
repetir actos políticos imaginados como grandiosos y pensados como ne-
cesarios para modelar la memoria nacional en función de su contribución
a la solidificación del Estado. Y es precisamente ello lo que acusa Montalvo
Héroes y corruptos 211
demasiado fuerte la mía (…) por muy asentado el carboncillo en los perfi-
les de ese extraordinario semblante [el de Veintemilla]” (356).
Las Catilinarias de Juan Montalvo es uno de los textos más represen-
tativos de las contradicciones del liberalismo decimonónico hispanoame-
ricano. La violencia del discurso surge de lo que pareciera ser el resultado
del esfuerzo de Montalvo por ingresar a la categoría de liberal más por
voluntarismo que por convicción. Si bien la concepción del liberalismo en
el Ecuador de finales del siglo XIX no separa radicalmente las vetas econó-
micas y políticas de la ideología, como claramente lo hace Montalvo en Las
Catilinarias (donde nunca hace referencia a los planes económicos o socia-
les del gobierno de Veintemilla), el escritor privilegia la veta política como
la definitoria de la ideología liberal. Sin embargo, en este aspecto, salvo la
idea de la separación del Estado y la sociedad civil, Juan Montalvo no con-
cuerda con lo que serían los principios más elementales de la ideología que
dice abrazar: libertad del individuo con respecto del Estado y la disolución
de las agrupaciones monopolizadoras de la producción. Montalvo debate
la poca viabilidad que tienen estas propuestas en el Ecuador de su tiempo
no tanto por pensar que sus conciudadanos fueran incapaces de llevarlas a
cabo, sino porque él no creía en ellas. Su fervor católico y su intensa defensa
del Patronato no coinciden con las propuestas políticas del liberalismo.18 Y
sin embargo, sus continuos ataques a un clero que tampoco se ajustaba a
la imagen prefigurada del sacerdocio, le ganan la excomunión. Estas con-
tradicciones en la vida y el discurso de Juan Montalvo hacen que desde la
violencia que contiene el insulto se pongan de manifiesto su apego al “ima-
ginado” del héroe patrio como modelo político y la frustración con la que
consecuentemente criminaliza la realidad.
Las Catilinarias son prueba de que el aspecto más interesante del libera-
lismo latinoamericano en el siglo XIX fue, como ha afirmado el historiador
Charles Hale, su paulatina transformación de ideología en conflicto con el
orden colonial en mito hegemónico (39). El elemento racionalista que trajo
el liberalismo consigo fue entonces amoldado para ofrecer una lógica que
lograra entonces el control social. El avance del liberalismo no reemplazó
completamente el orden anterior sino que la veta conservadora heredada
de la colonia y la onda liberal convivieron, quizás demasiado cerca la una
de la otra, durante el siglo diecinueve y comienzos del veinte. Razón por
la cual para algunos historiadores, los liberales de comienzos y mediados
del siglo XIX se convirtieron en los conservadores del fin de siglo (Wiarda
142–143). La ideología del discurso liberal apeló principalmente a la nece-
sidad de fuertes instituciones del Estado, a la seguridad de que las naciones
eran capaces de gobernarse a sí mismas y al orden social visto como la ca-
pacidad del sujeto de responder a los requerimientos de la ciudadanía. Sin
embargo, mientras se perfeccionaban tales condiciones el vacío que dejaba
una fuerza unificadora como la de la Corona, se llenó con las arrolladoras
218 M ar ía Fer nanda L ander
Notas
1 Ignacio de Veintemilla gobernó Ecuador entre 1876 y 1882. Montalvo lo retrata como traidor
porque se suponía que una vez concretado el golpe de estado contra Antonio Borrero entregaría
el poder a los liberales. Sin embargo, ese no fue el caso. Veintemilla se adueñó del poder y de-
mostró tener poca paciencia con las campañas en su contra. Con Veintemilla en el Ecuador se
consolidó el modelo agro-exportador que significó una cierta bonanza económica y que dio paso
a la consolidación de una burguesía liberal dirigida por comerciantes cacaoteros y banqueros.
Pero la imagen de Veintemilla que quedó grabada en la historia es la del dictador derrochador, el
aprovechador para beneficio propio de los bienes públicos, el abusador del poder y comprador
de favores militares.
2 La constitución de Ecuador de 1884 ofrece condición ciudadana a los hombres que saben leer
y escribir. La de 1887 elimina la estipulación genérica pero mantiene como requisito el tener
que saber leer y escribir, igual que la de 1906. En 1929 se reformula el artículo agregando que es
ciudadano cualquier hombre o mujer que sepa leer y escribir. Dicha prescripción se mantiene en
la constitución de 1946 y en la de 1967. La necesidad de saber leer y escribir para ser ciudadano
se elimina en 1978.
3 Chris Conway en The Cult of Bolívar in Latin American Literature ha hecho un trabajo muy inte-
resante sobre la manipulación de la figura de Simón Bolívar como proyector de una autoridad
patriarcal constructora de identidades y definidoras de las relaciones del sujeto con el poder y la
sociedad.
4 Para Lynch: “Caudillism was the first stage of dictatorship, and the dividing line was about 1870.
The division was not absolute. The term ‘dictador’ was used before this date, usually by bureau-
crats and theorists rather than in general speech, and it conveyed a similar pejorative sense. The
designation o “caudillo” lasted beyond its normal limits because remnants of caudillismo survived
into otherwise modernized and modernizing societies” (9).
5 En el Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias, se establece que “corromper” de-
riva del latín (363). Queda claro que el político corrupto es el que rompe con el modelo a seguir,
el que contamina la imagen pública, el que vicia la conducta del empleado de gobierno y en fin el
que puede destruir una nación.
6 La idea de ese líder corrupto que no se atiene al modelo del héroe patrio y su relación con la
identidad nacional podría verse también desde la conexión que establece Gabriela Nouzeilles
entre el darwinismo social en boga en Latinoamérica a finales de siglo XIX y la promoción de
la relación entre la salud y la imagen pública de la nación. Para Nouzeilles: “Una vez que el
higienismo trasladó la distinción entre lo normal y lo patológico al cuerpo social en su totalidad,
lo nacional quedó delimitado en función de la distinción entre lo sano y lo enfermo” (36).
7 Sin embargo, Alejandra Osorio deja en claro que a diferencia de la manera francesa, el Rey espa-
ñol era representado como vulnerable ante Dios. Por ello los colores de las exequias francesas
lo que buscaban resaltar era la naturaleza sagrada del rey; mientras que el negro usado por los
españoles el carácter mortal del rey (461).
8 Adopto la traducción que tradicionalmente se ha usado en español, por falta de una única palabra
que pueda atrapar el sentido de “lo extraño familiar” que representa el concepto original en
Freud de lo unheimlich o su más acertada traducción al inglés uncanny.
Héroes y corruptos 219
9 Miguel de Unamuno llega a establecer el valor literario de Montalvo en su manejo del insulto:
“Fue la indignación lo que hizo de lo que no habría sido más que un literato con la manía del
cervantismo literario, un apóstol, un profeta encendido en quijotismo poético; es la indignación
lo que salva la retórica de Montalvo” (xi).
10 En la segunda Catilinaria la posición de Veintemilla es tan baja que ni siquiera puede compararse
con García Moreno: “A boca llena y de mil amores llamaba yo tirano a García Moreno; hay en
este adjetivo uno como título: la grandeza de la especie humana, en sombra vaga, comparece
entre las maldades y los crímenes del hombre fuerte y desgraciado a quien el mundo da esa de-
nominación. … El individuo vulgar a quien saca de la nada la fortuna y le pone sobre el trono o
bajo el solio, por más que derrame sangre, si la derrama con bajeza y cobardía, no será tirano;
será malhechor simple y llanamente” (1: 39–40).
11 En Modelando corazones he analizado la dinámica pedagógica que tuvo el enseñar a partir de
resaltar los aspectos negativos de una conducta (15–20).
12 Véase también el libro de Sacoto Salamea. Juan Montalvo: el escritor y el estilista, uno de los primeros
trabajos en mencionar los aspectos anti indigenistas del escritor.
13 Es importante apuntar que a la explicación del por qué del uso de esa palabra, y a la palabra en
sí, Montalvo dedica más de un tercio de la primera Catilinaria.
14 Una mirada al epistolario de Montalvo para la época, ofrece clara constancia de su intensa labor
coordinadora de la oposición al gobierno de Veintemilla.
15 En otra oportunidad pero en esta misma Catilinaria XI, habla Montalvo de la poca alcurnia de
Veintemilla: “Siempre había estado diciendo que su familia era española, y que se iba a España,
por cuanto sus parientes le llamaban; sus parientes, los Ladrones de Guevara y los condes de
Alcaudete” (1: 287).
16 Montalvo culpó a los liberales de Guayaquil de la tragedia que para el país significó Veintemilla.
No es raro entonces que apele a la condición costeña de los aludidos y use la negritud como
ofensa.
17 Juan Montalvo nunca fue nada tímido a la hora de alardear sobre su alcurnia. En una carta a
Julio Calcaño, en Octubre de 1885 y ya en París, dice sobre la supuesta poca importancia que
le da al origen noble de sus apellidos: “Lo cierto es que el marquesado y el condado son hoy en
día tan baratos, que tan solamente por prurito democrático no es conde ni marqués cualquier
indiete que asoma por ahí con cuatro reales” (66). Por otra parte y según cuenta Rufino Blanco
Bombona: “Montalvo pinta a su madre como a una hermosa dama y a su padre como un caballero
de gentil prestancia” (226).
18 El acuerdo que negoció García Moreno entre El Vaticano y Ecuador dio un inmenso poder al
primero sobre las políticas internas del segundo. La única religión aceptada a partir de entonces
sería la católica, ningún tipo de instrucción que estuviese en contra de las enseñanzas de la iglesia
sería aceptada y los libros de textos serían escogidos por los obispos incluyendo los utilizados
en la universidad. Del mismo modo, el poder cívico no podría interferir con las bulas papales
(MacDonald Spindler 65–66).
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221
222 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado
a. Teoría de la superioridad
Esta teoría propone que nos reímos para afirmar nuestra superioridad so-
bre otras personas. Platón dice en el Philebus que el vicio, la estupidez y la
falta de autoconocimiento del ser humano en relación a cuestiones como
atributos físicos (cuando una persona se cree físicamente más afortunada
de lo que es) o en cualidades personales (creyéndose más virtuosa de lo
que es) son objeto habitual de la risa (Morreal 11). Los tres artículos que
vamos a analizar en esta sección pueden conectarse con esta idea plató-
nica fácilmente. El autor se ríe en “El café”, “El castellano viejo”, y “Vuelva
usted mañana” de una serie de tipos que se creen muy virtuosos y son, a
la vez, muy serios y rígidos en sus puntos de vista—víctimas ideales, pues,
del humorista. Por “El café” desfilan, entre otros personajes, un literato
pedante que se cree capaz de criticarlo todo desde una posición de absurda
superioridad, un joven que se las da de tener mucho dinero pero que nunca
paga la cuenta, o un hombre que se presenta como muy virtuoso pero que
logra que otros hagan cosas no muy respetables o poco éticas de las que él
se beneficia. En “El castellano viejo” observamos a un individuo, Braulio,
que rige su comportamiento privado y social por un código retrógrado, en
actitud inamovible y cerrada, pero que él considera muy superior a cual-
quier otra forma de comportamiento. La estupidez del burócrata que por
pereza mental y espiritual se resiste a cambiar nada en su manera de proce-
der, a pesar de lo obviamente contraproducente de su posición, se desarro-
lla en “Vuelva usted mañana”. Mostrándonos tipos cuyo comportamiento
es claramente absurdo, ridículo o notablemente irracional, se genera una
dinámica por la que el lector se va a sentir superior a esos tipos o personajes
y revisará sus propias costumbres para no ser objeto de risa él también.
Larra está utilizando el mecanismo de la malicia que Platón ve en la risa
(reírse de otros en actitud insolidaria hacia ellos) como instrumento de
cambio social. Además, Larra ejemplifica la idea de Aristóteles de la risa
como vejatoria. Sólo nos reímos, dice Aristóteles, de limitaciones o vicios
pequeños, no de aquellos que son demasiado grandes (Morreall 14).
Thomas Hobbes, otro exponente de esta teoría del humor, sugiere que
los seres humanos nos reímos para afirmar nuestro triunfo sobre la debili-
dad, falta de éxito, o errores de las otras personas (Morreall 19–20). Como
en el caso de Platón, esta idea es parte de la estrategia que Larra sigue para
generar el cambio en las prácticas privadas y públicas del lector. Éste siente
una sensación de triunfo al comprobar que otros se comportan de cierta
manera considerada errónea; reírse de otros es aquí el equivalente de con-
gratularse a sí mismo por la imperfección de los demás. La conciencia de
los vicios de los personajes marca la distancia entre el lector y el personaje.
En su orgullo de seguir sintiéndose superior al segundo, el lector reflexiona
y se siente compelido a no imitar el comportamiento que se critica.
Demonios públicos y privados 225
sociedad que no funciona, sino para que conformen una sociedad distinta
en la que el yo individual y social se aproximen más a la realización de sus
potencialidades.
b. Teoría de la incongruidad
La segunda teoría del humor es la Teoría de la incongruidad. Su prin-
cipal teórico es Arthur Schopenhauer.2 Para el filósofo alemán el
humor surge de un desfase entre el conocimiento “abstracto” y el conoci-
miento “sensorial” que tenemos de las cosas. Como dice Morreall:
What we perceive through our senses […] are individual things with many
characteristics. But when we organize our sense perceptions under abstract
concepts, we focus on only a few characteristics of any individual thing,
thus allowing ourselves to lump very different things under the same con-
cept, and to refer to very different things by the same word. Humor arises
when we are struck by some clash between a concept and a perception that
are supposed to be of the same thing (51).
En otras, palabras, la risa se produce cuando se percibe que una idea abs-
tracta o general (o un concepto) y la realidad concreta se asimilan como
si fueran la misma cosa aunque, en realidad, son cosas muy distintas. Por
ejemplo: el rey se ríe del campesino cuando lo ve con ropas de verano en
pleno invierno. El campesino le responde: “Si su majestad se hubiera puesto
lo que yo tengo, lo encontraría muy caliente.” El rey le pregunta que qué
lleva puesto, y el campesino responde: “Todo mi vestuario” (Schopenhauer
55). La concepción es que un vestuario es amplio: “Todo mi vestuario.”
Pero tal concepto es incongruente con la realidad: el vestuario práctica-
mente ilimitado del rey no tiene nada que ver con el limitadísimo del cam-
pesino que sólo tiene una prenda de vestir: la que lleva puesta. Nos reímos
porque nos damos cuenta de que hemos subsumido bajo una concepción
general un objeto o situación que en su contexto real es muy diferente.
Schopenhauer habla de dos versiones de lo ridículo que causan risa. La
primera es el “ingenio” (wit), y la segunda es la “estupidez” (folly). La es-
tupidez es la forma de la comedia, y es la aproximación que usa Larra para
ridiculizar a sus tipos. Si en el ingenio se va de la realidad a lo abstracto, en
la estupidez el caso es el contrario: el movimiento ocurre de lo abstracto a
lo concreto, del concepto nos movemos a la realidad. A partir de un con-
cepto del conocimiento se tratan de manera no intencional objetos de la
realidad, que sabemos que son distintos, como si fueran la misma cosa.
Cuando nos damos cuenta de la diferencia entre ambos, nos reímos. Por
ejemplo: un hombre dice que le gusta caminar solo, y otro le dice: “a mí
también; por eso debemos ir juntos.” El segundo hombre parte de la idea
o concepción de que un placer que disfrutan dos personas lo pueden dis-
frutar en común, y subsume bajo esa concepción el caso real que excluye la
comunidad (Schopenhauer 58).3
230 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado
en ellos recapacito lo que he oído, y río como un loco de los locos que he
escuchado (111–12; énfasis mío).
Considerando la mencionada conexión íntima entre la vida y la obra del
autor, la teoría del desahogo nos ayuda a aproximarnos al caso del humo-
rista Larra. En efecto, la teoría freudiana resulta muy apta para entender
la transición entre la fase humorística de su escritura y la fase irónica en la
que el tejido de su yo se deshace. Como humorista, Larra afirma el princi-
pio del placer frente a las demandas del mundo real, riéndose de ese mundo
real. El autor rechaza el sufrimiento que el mundo le produce y así se man-
tiene psicológicamente equilibrado, “negando” la dolorosa realidad por el
humor. En la siguiente fase, la irónica, será el mundo externo, la realidad
y la compulsión al sufrimiento las que se impongan, y el yo de Larra sufre.
Mientras que se puede situar simultáneamente en posición de adulto/padre
en actitud humorística hacia sí mismo, en cuanto niño/hijo, Larra evita
el sufrimiento intolerable. Aquí, el superyo cumple, como dije, la función
paterna manteniendo al yo subordinado, como en un juego. El énfasis en la
actitud humorística se pone en el superyo y, al hacerlo, se le quita tal pro-
tagonismo al yo y sus potenciales reacciones (Morreall 114). Después, en la
etapa irónica, el énfasis se trasladará al yo, con lo que el juego humorístico
habitual se acaba, y el yo pasa factura.
Notas
1 El otro gran ejemplo de ironía absoluta en la literatura española es Miguel de Unamuno
(LaRubia-Prado, Alegorías y Unamuno).
2 Aunque antes de él, Kant también teorizó desde la misma perspectiva. Kant habla de la diversión
que resulta de jugar con las ideas en relación al bienestar físico que producen. La expectativa que
el oyente desarrolla al oír un chiste desaparece al final del mismo—en el punch line. La razón no
es la capacidad que disfruta esa frustración de expectativas, sino los órganos internos del cuerpo,
y se produce una sensación de salud. “Laughter is an affection arising from the sudden transfor-
mation of a strained expectation into nothing” (Morreall 45).
3 Otro ejemplo es, evidentemente, Don Quijote, que subsume las realidades que encuentra bajo
concepciones extraídas de los libros de caballerías, de las que son muy diferentes. Por ejemplo,
para apoyar a los oprimidos y defender la noción de que la libertad es buena libera a los galeotes.
238 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado
4 La caída puede ser literal, como la del hombre que se cae en la calle, o metafórica/existencial y
referirse a la condición caída del ser humano, o a la conciencia de una vulnerabilidad propia
sentida como incapacidad, impotencia o limitación.
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The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 239–252
I. Introducción
En 1855 dio inicio el período de política liberal combatiente conocido como
la Reforma, cuyo objetivo era modernizar al país a partir de una serie de
reformas constitucionales orientadas hacia lo que los liberales concebían
como justicia, progreso y libertad social. Dicha iniciativa sostenía que para
poder instaurar el orden y entrar en la senda del progreso, había que empe-
zar por hacer que los habitantes de la nación supieran identificase primera-
mente como mexicanos por encima de sus afiliaciones étnicas, religiosas,
culturales. Era ésta una política de cambio que habría de encontrar un ro-
tundo rechazo en las fuerzas conservadoras, cuya base política e ideológica
radicaba en la autoridad del clero católico. Esta autoridad se basaba en su
fortuna material, pero sobre todo en su capital simbólico como árbitro
de la mentalidad y las costumbres de una sociedad de fuertes raigambres
tradicionales. Viendo amenazados sus intereses y privilegios, el clero y la
oligarquía conservadora incitarían a la violencia que habría de desembocar
en una cruenta guerra civil (1858–1860). Gran parte de la población se vería
presionada a desplazase y entrar en una lucha fratricida por mantener un
sistema de vida tradicional o por emprender uno que se apoyaba en la idea
del progreso. Fue un periodo crítico y decisivo en que los jóvenes intelectua-
les que se identificaban con la causa reformadora se lanzarían a promover y
crear nuevas formas de expresar los remedios a los males y las pesadumbres
de los mexicanos.1
A la par con la política liberal, el romanticismo literario iniciaría en
México su etapa combatiente como reflexión a la escena teatral por la que
atravesaba el país ahora en una etapa más crítica. Las ideas y los primeros
239
2 40 A lejandro Corta z ar
diablo en México (1859), su última novela, Díaz Covarrubias nos legaría una
muestra de su genio y su romántica locura recurriendo a la sabia naturaleza
y a la tradicional metáfora del mal (el diablo) para representar un horizonte
de pesimismo y hastío materialista. Se trataba de un ensayo de reflexión
sobre su entorno—su vida y su preocupación por la patria—y de creativi-
dad literaria por medio del cual exponía, a partir de las referencias al diablo
como imagen alegórica y de la superstición, la medida explicativa del mal,
del desorden, del porqué de su desencanto de la nación.
ramaje y las hojas amarillas al desprenderse del árbol caían a la tierra sollo-
zando [...]” (200). Más que la “amistad”, los lujos y los dineros de la familia
de Concha son quienes terminan seduciendo a Enrique y desplazando en
éste la “enlodada” imagen de Elena; 14 y ésta encuentra alivio a su decepción
ocupándose de las necesidades prácticas de su nueva vida como esposa de
Guillermo. “Cuando Elena y Enrique se encuentran en la sociedad, se ríen
y platican de los gastos de una casa, de los enfermedades de los niños, etc.”
(206). Las virtudes poéticas de Elena y Enrique habían degradado en lo
prosaico, mientras que lo prosaico de Miguel se ensalzaba con la belleza de
su honestidad ante los demás y la valoración por su persona y su trabajo.
En esta relación amorosa el exceso de sentimentalismo lo condicionaban
los excesos del materialismo positivista15 —escudo de la mentalidad aris-
tocratizante—, y entonces se tenía como resultado la mediocridad de los
individuos, ya no tanto en su imagen ni en su condición social sino en su
condición humana, es decir, lo espiritual y lo moral. Un mal derivado de
individuos, mentalidades e instituciones socialmente caducados, “descris-
tianizados”, que abogando por sus intereses sembraban el desequilibrio y el
desorden social—remítase a la crítica implícita en el cuadro de “la misa del
perdón”. Es el resultado, si entendemos al autor, de los odios engendrados
por la mentalidad social de los privilegios y las ambiciones que han hecho
que el diablo se haya “radicado en México” (206).
III. Conclusión
Díaz Covarrubias fue un ferviente defensor de la Reforma a la cual se adhi-
rió aportando sus conocimientos científicos y literarios para beneficio de
la nación. En El diablo, con su “genio romántico” se propuso “transformar
el signum diaboli en el genios diaboli, y hacer del pavor de la superstición el
poder de su arte” (Siebers 234), el mismo que nos dejaba una sensación de
amargura haciendo evidente su queja, su preocupación espiritual, debido
a los odios de la guerra y el aislamiento que sentía en esos años de incer-
tidumbre social. Escribió sintiéndose mártir de su arte con el deseo de que
su genio fuera recordado en la posteridad, a su vez mostrando su incon-
formidad con su presente y, con ello, el porqué de su “locura romántica”.
Vivió la ilusión del ser romántico que devino en una crisis personal ligada
al contexto crítico de la época. Es la crisis de un amor romántico aristo-
cratizante que no le fue correspondido y que en la ficción literaria tam-
poco correspondía con las aspiraciones de la nación. Mientras la mayoría
de sus colegas romántico-liberales se ocupaban combatiendo en la tribuna
pública y el campo de batalla, Díaz Covarrubias se sumaba a la acción ciu-
dadana combatiendo por medio de las letras haciéndonos ver que para que
dicha Reforma de justicia, igualdad y progreso social pudiera realmente
llevarse a cabo habría que empezar por emprender un cambio interno, de
250 A lejandro Corta z ar
Notas
1 Era una generación de jóvenes, en su mayoría provenientes de las ciudades de provincia, faltos de
recursos, pero llenos de optimismo y de un bagaje cultural y político considerable. Cabe destacar
en esta etapa combatiente el nombre de Nicolás Pizarro Suárez, quien sería el primer escritor en
novelar con detalle los objetivos de la Reforma (ver Cortázar, Reforma, capítulos 1 y 2).
2 Durante el primer romanticismo mexicano el propósito nacionalista—mexicanizar la literatura—
se vio opacado, entre otra de las razones, por la predilección que gozaban las obras de escritores
europeos, particularmente aquellas que trataban de castillos medievales, aventuras de viajes y
sentimentalismos orientados hacia la consagración de la moral y la honorabilidad de la familia.
Dicha predilección correspondía con la mentalidad y los intereses de quienes formaban la mayor
parte del reducido público lector de la época, esto es, “‘las señoritas mexicanas’, pertenecientes
a una oligarquía criolla de aspiraciones aristocratizantes” (Ruedas de la Serna 63). Por esta razón
el ideario de fuerza libertadora, de justicia y de movilidad social de las clases marginadas en el
romanticismo europeo no llegó a tener un gran impacto en la obra literaria en México anterior a
esos años de la Reforma. Como ya se mencionó anteriormente, el primer escritor que se ocupó
debidamente de esta temática como asunto principal fue Nicolás Pizarro Suárez en su novela El
monedero (1857; 1861).
3 Picard divide el romanticismo francés en tres etapas: “el periodo militante, de 1815 a 1830, el del
triunfo, que va de 1830 a 1843 (fracaso de Los burgraves) y el del ocaso, que empieza hacia 1848”
(El romanticismo social 19).
4 También se incluía a él mismo cuando se refería a “esta juventud que estudia y progresa al
estruendo del cañón fratricida” (“Discurso Cívico” 16).
5 De acuerdo con la lista cronológica que hace en su libro clásico México en su novela, Brushwood
encuentra que de 1855 á 1860 Díaz Covarrubias es el único novelista que publica. Brushwood
advierte que esta lista no es exhaustiva, sin embargo las palabras de Altamirano sugieren que
posiblemente ningún otro escritor haya publicado su obra durante esos años. Altamirano apunta
que para 1857 Nicolás Pizarro Suárez ya había escrito La coqueta y parte de El monedero pero que,
debido a la guerra civil, el autor tuvo que dejar su obra interrumpida hasta 1861; ya para entonces
“había concluido y rejuvenecido su Monedero, y había escrito nuevamente su Coqueta, dos nove-
las que llamaron mucho la atención y que se leyeron con avidez” (Obras completas, XII: 66).
6 La descripción de este personaje refleja en gran medida la biografía de Díaz Covarrubias (véase
“Datos biográficos” en Gil Gómez el insurgente o la hija del médico). Sólo que, a diferencia de la
preocupación social del autor, este personaje se resigna y vive contento en su marginado círculo
social— ¿el nuevo idealismo de Díaz Covarrubias?—poniendo por encima de lo material los
valores humanos y sociales de su clase.
7 El “círculo” de los marginados socialmente, en particular la clase media por vivir a la sombra
de quienes cuentan con bienes (influencias, puestos y riquezas). Esta es la queja implícita, por
omisión, del autor ya que aquí su objetivo no es ocuparse de la clase media sino de lo inicuo e
Juan Díaz Covarrubias 251
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The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 253–268
253
254 Chr istopher Con way
peluda al principio y al final del texto, haciendo del retrato que va entre ese
símil repetido un paréntesis para explicar el escalofrío provocado al verlo.
La primera crónica de la colección, “¡Toma!”, dedica varias páginas a la
duradera y leal amistad de Juan Mayorga y Romualdo Peraza pero termina
con la inesperada explosión de rabia de Peraza, que asesina a Mayorga justo
antes de que éste sea puesto en libertad. Estos textos no se conciben como
exposiciones directas y elementales sobre alguna persona o algún evento—
no obstante la referencia anterior al “grueso lápiz” que las compone—sino
algo más elaborado, producto del oficio escriturario y literario. Por ejem-
plo, la historia “Miguel Cao Romero” es inaugurada con una síntesis poé-
tica e intrigante tan prometedora como el comienzo de cualquier relato
gótico: “Nada más extraño y triste que vivir enamorado de una muerta, en
el fondo de una galera de presidio” (52).
En estos textos, la criminalidad y la degeneración retratadas por Frías se
conciben en términos de tres desviaciones de la norma civilizada. En primer
lugar, señalamos la categoría de lo alienígeno, cuya expresión en este caso
no es tan generalizada como en los textos estudiados por Lauterbach. Si
comprendemos lo alienígeno como una otredad insuperable que inspira te-
mor, extrañeza y rechazo total, el caso antepuesto de la tarántula El Nahual
sería un ejemplo paradigmático. El ser más repugnante de todos los habi-
tantes de Belem, El Nahual es el ladrón “más abyecto […] que roba lo más
insignificante y sórdido,” que disfruta estorbando a la policía, y que goza de
sus estadías en Belem (63–64). Aparte de describirlo como una tarántula
escalofriante, Frías lo describe como “un harapo sanguinolento de carne
leprosa y agusanada, vivo y arrastrándose un día por los barrios y tres me-
ses en los patios de la cárcel” (65). El Nahual está fuera de los límites de lo
humano, pierde forma de bípedo para constituirse en “harapo” y “tarán-
tula,” y como tal es un ser incomprensible incapaz de inspirar compasión,
solamente asco y temor. Si comprendemos a El Nahual como la corporei-
dad en su forma más primitiva, como una máquina biológica desprovista
de alma y cuyo móvil es la supervivencia, podríamos incluir a otro perso-
naje de Realidades de la cárcel dentro de la categoría de lo alienígeno. El
mendigo La Zorra se asemeja a El Nahual por su resignación y conformi-
dad con la ruin supervivencia que ofrece Belem, y de la que goza como si
fuera algo lujoso: “tendido boca arriba en el húmedo suelo, fuma indo-
lentemente, sin remordimientos por el pasado, ni inquietudes por el porve-
nir al que entrevé risueño […]” (90–91). Aún más, a pesar de que La Zorra
no es una figura tan grotesca como El Nahual, al hablar los ojos le salen de
las órbitas, se extienden sus labios, “convirtiendo la boca húmeda en un
alargamiento de hocico como de astuta zorra […]” (89).
Si El Nahual se caracteriza por la ausencia de todo rasgo humano, la se-
gunda categoría de degeneración humana que elabora Frías se asocia con
aquellos presos cuya criminalidad es función del deseo y cuya expresión vio-
2 62 Chr istopher Con way
Notas
1 Agradezco las sugerencias bibliográficas de Carlos Aguirre de la University of Oregon y los
comentarios de Ignacio Ruiz-Pérez de la Universidad de Texas Arlington.
2 Foucault escribe: “No ya simplemente: ‘El hecho, ¿se halla establecido y es delictivo?’, sino
también: ‘¿Qué es, en qué campo de realidad inscribirlo? […] Todo un conjunto de juicios
apreciativos, diagnósticos, pronósticos, normativos, referentes al individuo delincuente han
venido a alojarse en la armazón del juicio penal” (26).
3 Según Buffington “utilitarian prison reforms stressed the regenerative power of supervised ‘work’
in a suitable environment, the penitentiary. The salutary effect of enforced productivity and a
wholesome environment would remove the criminal from evil influences, inculcate respect for
authority and teach the value of remunerated work. Isolation of delinquents also protected
society from their disruptive influence” (75).
4 Para más información sobre la entrada de Frías a Belem, ver “Veladas de Belem”, la introducción
de Saborit a Crónicas desde la cárcel de Frías.
5 Para una discusión de la persecución de periodistas durante el Porfiriato, ver Hilario Topete Lara
(122), Yolanda Argudín (97–99) y Daniel Cosío Villegas (549–559).
6 Según Brown, Frías entra a Belem a los catorce años, por haber robado cinco pesos de la casa de
comercio donde trabajaba (18). Este argumento se fundamenta en la crónica sobre Humberto
Safri incluida en Realidades de la cárcel. Otra versión se encuentra en la novela autobiográfica de
Frías ¿Águila o Sol?, en la que el adolescente Miguel Mercado entra a Belem por haber escrito
versos en contra de Porfirio Díaz.
7 La palabra “Perico” puede ser rastreada hasta la década de los setenta, cuando era común el uso
de la palabra “Pollo” para describir a jóvenes de poca utilidad, o hombres inmaduros de tendencia
afeminada. En la crónica y ficción del XIX mexicano, los pollos podían llamarse Pío o Perico. Para
más detalles sobre este tipo masculino, ver la novela de José Tomás de Cuellar, Ensalada de Pollos.
8 De acuerdo al DRAE, alienígeno es “extraño, no natural”.
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293
294 A na Peluffo
una batalla sexual entre los protagonistas del cuadro de la que sale victo-
rioso post-mortem el profeta. Se podría decir incluso que no es Salomé
la protagonista del cuadro sino la cabeza muerta de Juan el Bautista, que
aparece levitando sobre la bandeja, rodeada de una aureola de gloria. El
espectáculo de la cabeza cortada sirve para que el espectador confirme la
maldad (monstruosidad) de Salomé, que no llora como lo hará mas tarde
María Magdalena a los pies de Cristo sino que se balancea en puntas de pie,
glacial y despreocupada por el efecto mortal de su capricho.9
Al observar L’apparition de Moreau es fácil entender por qué los escri-
tores latinoamericanos encontraron este material a la vez atractivo y pro-
ductivo culturalmente hablando. La Salomé finisecular tiene un poder
erótico que hace que los hombres pierdan la cabeza por ella: no sólo Juan el
Bautista que sufre en carne propia ese poder letal sino también en un sen-
tido figurado, el tetrarca y los poetas. En una época en que diversos grupos
marginales estaban defendiendo su derecho a constituirse como sujetos en
el terreno de la letra, Salomé puede ser leída como un emblema del terror
letrado frente a las múltiples amenazas que acosaban su sensibilidad.10 En
este sentido, el escritor subalternizado por el avance de una modernidad
hostil a las letras proyectó sobre la tragedia del santo la ansiedad que le pro-
vocaba su propia marginalidad. En esta fantasía masoquista la figura per-
versa de Salomé actuó como la representante cruel de un orden injusto que
degollaba el mundo místico de la poesía. La monstruosidad de la Salomé de
Moreau, que se convierte para los decadentistas en una “bestia humana.”
opera en varios niveles. Por un lado una corporeidad casi animal aparta al
hombre del ámbito de la razón. Por otro hay una total carencia de atributos
sentimentales y domésticos. El vampirismo de Salomé es literal, porque es
una mujer-animal que se alimenta de la sangre masculina de sus víctimas.
Al mismo tiempo, la cabeza cortada de Juan el Bautista tiene un compo-
nente simbólico ya que es una cabeza masculina que contiene una serie de
atributos emblemáticos del poder patriarcal (la racionalidad, el intelecto,
la espiritualidad).
La crítica anglosajona piensa en el mito de la mujer que mata, ligado
indisolublemente a la Salomé perversa de Oscar Wilde, como en una res-
puesta cultural a un contexto de desorden sexual provocado por la emer-
gencia de nuevas subjetividades de género (Showalter; Dijkstra). Este clima
finisecular en el que se superponen las esferas pública y privada, favorecía
también el creciente activismo de mujeres “masculinizadas” o andróginas
que defendían el derecho de ampliar las fronteras de su propia subjetividad.
En las lecturas feministas, el énfasis en el sadismo de este personaje doble-
mente marginal (es mujer y judía) es pensado como una venganza de los
grupos subalternos por una situación histórica de opresión. Sin embargo,
aunque la asociación de Salomé con grupos sexual y racialmente otros es
correcta, la lectura de este personaje como emblema de la “nueva mujer
Alegorías de la Bella Bestia 297
palacio de la mentenda [sic] Eva futura, les falta a éstas cambiar el Pegaso
por la bicicleta (3:363).
Al referirse a la cultura femenina española, Darío separa del “inútil y es-
peso follaje” a escritoras dignas de ser leídas como Pardo Bazán y Carolina
Coronado. Al mismo tiempo las sitúa dentro de una “abominable sisterhood
internacional” que remite por medio de un léxico bélico a una guerra cultu-
ral de sexos. El término “ejército” para referirse a una cultura femenina que
actúa de forma paralela pero marginal a la masculina da cuenta de que Darío
ve a esas escritoras como un enemigo al que hay que combatir. Al igual que las
Salomés, estas mujeres parecen estar armadas y son muchas. Sin embargo,
mientras que las Salomés blandían hachas (Darío), espadas (Casal) o peine-
tas (Martí), el arma de la escritora-soldado era la letra. La “sisterhood” glo-
balizada de la que habla Darío tiene sus orígenes en Gran Bretaña, un país al
que acusa en otras crónicas de estar irradiando al resto del mundo el modelo
de la mujer política. La mención de la bicicleta al final del pasaje asocia a la es-
critora con la “nueva mujer latinoamericana” que aparecía frecuentemente
representada en la cultura finisecular montada en este vehículo.
Las frecuentes referencias en las crónicas de Darío a las escritoras espa-
ñolas se contrastan con su silencio sobre las escritoras latinoamericanas.
Las colegas locales a las que Darío casi no menciona en sus crónicas fueron
por esta época las protagonistas de un conocido ensayo de Clorinda Matto
de Turner titulado “Las obreras del pensamiento en la América del Sur”
leído en el Ateneo de Buenos Aires en 1895. La proliferación de escritoras
que preocupa a Darío aparece como tema en este texto-catálogo, en el que
se rinde homenaje a “millares de mujeres productoras que, no sólo dan
hijos a la patria, sino, prosperidad y gloria” (250). Hacer visible lo invisible
era la consigna de un ensayo que pasó desapercibido en su época pero que
hoy vuelve a ser leído a partir de las reivindicaciones de la crítica feminista.
Las operaciones ideológicas que contribuyen a la formación del canon se
hacen evidentes al contrastar el texto de Matto de Turner con uno de Darío
titulado: “La novela americana en España”. En el catálogo de novelas que
Darío considera valiosas y dignas de ser leídas en España se coloca en pri-
mer lugar a la María (1867) de Jorge Isaacs, seguida de comentarios más
ambiguos sobre La Bolsa (1891) de Julián Martel o Amalia (1851) de José
Mármol. Cuando le llega el momento de hablar de Argentina, Darío no
menciona a ninguna novelista mujer del Río de la Plata (Juana Manuela
Gorriti, Eduarda Mansilla, Juana Manso) aunque dice que el mejor escritor
del siglo XIX en América Latina es Eduardo Gutiérrez (2:1140). Lo mismo
ocurre en la zona de la crónica en la que habla del Perú, un país en el que la
novela como emblema de la modernidad era un género ampliamente femi-
nizado.15 Dice Darío al respecto: “Del Perú no conozco novelista nombra-
ble, aunque hay buenos cuentistas entre los jóvenes literatos, lo que no es
poco. Ricardo Palma ha podido realizar una obra que habría completado
302 A na Peluffo
Notas
1 Me refiero aquí en particular al poema “Mantilla andaluza” (Versos libres) en el que el sujeto
lírico se representa a sí mismo con una peineta de mujer clavada en el pecho. Por otro lado en
el “Poema X” (Versos sencillos), la bailarina española se ajusta también a la idea de la mujer fatal
que “[r]epica con los tacones / El tablado zalamera, / Como si el tablado fuera / Tablado de
corazones” (190).
2 Camero Pérez ha estudiado la relación interdisciplinaria entre las Salomés de Casal y la pintura
de Gustave Moreau. También Oscar Montero ha trabajado los poemas de Casal sobre Salomé en
Erotismo y representación en Julián del Casal.
3 Tanto Bentley como Bornay trazan la genealogía literaria de Salomé y comentan los textos de
Flaubert, Mallarmé y Oscar Wilde en los que ésta aparece. Rodríguez Fonseca historiza el mito
de Salomé desde su tímida aparición en el Evangelio de San Marcos hasta su consagración en
la obra de Wilde y su posterior aparición en las letras hispánicas. Según Rodríguez Fonseca, la
Salomé de Wilde no tiene nada que ver con la Salomé bíblica ni con las otras igualmente perver-
sas que poblaron el paisaje finisecular (15). El texto de Rodríguez Fonseca contiene un apéndice
con textos europeos en los que aparece la figura de Salomé.
30 6 A na Peluffo
4 Para un catálogo de Salomés en la pintura del siglo XIX que incluye la versión prerrafaelista
de John Williams Waterhouse (1893), la de Henri-Alexandre-Georges Regnault (1870) y las
múltiples Salomés de Moreau puede consultarse Van Os, Henk, Femmes Fatales
5 Ángel Rama (Las máscaras democráticas) lee el torremarfilismo del modernismo como una
respuesta política a un contexto materialista hostil a las artes, fomentado por el liberalismo
económico. En la época de la modernización el poeta está cada vez más marginado porque los
proyectos nacionales no lo necesitan en las tareas modernizadoras. A esta situación traumática
que acaba con el rol prestigioso de poeta civil que había dominado en la primera parte del siglo
XIX se añade la carencia (o el carácter embrionario) de una industria cultural. Y aquí habría que
añadir un elemento que Rama no considera y que es que las reivindicaciones de las mujeres escri-
toras que para Darío se caracterizaban por su gran número ponían aún más en peligro la posibili-
dad de que los poetas pudieran corregir esa marginalidad por medio de la profesionalización.
6 En realidad Praz habla de un malentendido con respecto al lema de “ut pictura poesis”. Lo que
Simónides quería decir, dice Praz, es que así como podemos contemplar un poema muchas veces
sin cansarnos, lo mismo ocurre con la poesía (Mnemosyne 4). Fuera de contexto, la frase parece
querer significar otra cosa, que la letra se subalterniza frente al poder de la pintura.
7 Según Erika Bornay, Moreau se inspiró para componer su cadena de Salomés en modelos litera-
rios como “La Belle Dame Sans Merci” (1820) de John Keats, “Atta Troll” (1841) de Heinrich
Heine, y Salambó (1862) de Flaubert. A su vez, las Salomés de Moreau son incorporadas a través
de la ekrasis a la novela A Revours (1884) de Joris-Karl Huysmans. En esta novela, el héroe-dandy
Des Esseintes convierte una de las pinturas de Salomé de Moreau en fetiche de su imaginación
decadentista.
8 En el caso de esta alegoría el poeta ocupa un lugar análogo al de las prostitutas porque como
diría Walter Benjamín, el poeta convierte su alma en vez de su cuerpo en mercancía. Sin em-
bargo, en el cuento de Darío el poeta es más marginal que una prostituta porque ni siquiera tiene
acceso al interior del palacio. El mensaje del cuento es que al orden dominante representado por
el rey burgués no le interesa lo que el poeta produce porque éste prefiere leer “novelas de M.
Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas” (Darío, “El rey
burgués” en Obras Completas 5, 626–627).
9 El anti-sentimentalismo de Salomé es lo que subvierte las ideologías dominantes de género
que ven a la mujer como la encargada de hacer el trabajo moral y sentimental del proyecto
modernizador.
10 Graciela Montaldo (La sensibilidad) trabaja la configuración de una subjetividad amenazada en las
culturas de fin de siglo por el avance de una cultura democratizada regida por las opciones esté-
ticas de las muchedumbres/masas. Frente al caos de la mezcla y la anarquía se busca reestablecer
el orden. Dice: “La novedad que encanta a los modernistas es una realidad a la que tiene acceso
cada vez mayor cantidad de gente (en el espacio público) por ello la historia y la mitología vienen
en rescate de los intelectuales y crean una mirada estética que, con el material de lo público y lo
vulgar, celebra lo privado, la historia, el saber y la diferencia cultural” (115).
11 El pasaje completo en el que Darío se refiere a esta Salomé-Bacante es el siguiente: “En un peplo
de gasa pura/una bacante se envolvía…/[…]En sus brazos tomó mi ensueño/y lo arrulló como a
un bebé…/Y le mató, triste y pequeño,/falto de luz, falto de fe” (V: 902).
12 Julián del Casal escribe dos poemas sobre las Salomés de Moreau titulados “Salomé” y “La apa-
rición” que aparecen en Mi museo ideal (1892). En el caso de Casal la Salomé es más parnasiana
que la de Darío pero tiene un lado recatado y tímido. Una vez que comete el crimen pega un
“hondo grito” y “huye del Precursor decapitado / que esparce en el marmóreo pavimento / lluvia
de sangre en gotas carmesíes” (167). Por otro lado en “Mis amores” de Delmira Agustini la poeta
asume la máscara de Salomé presentándose a sí misma como una mujer fatal que colecciona
cabezas masculinas alrededor de su lecho. Las cabezas cubiertas de lágrimas de los amantes le
sirven para enhebrar un rosario erótico que es más lacrimógeno que sangriento. En “De todas las
cabezas quiero tu cabeza” hago una lectura de este poema a partir de la compleja feminización
del mito de Salomé.
13 He trabajado la figura de Ofelia en la poesía masculina de la época en “Decadentismo y necro-
filia”. Sostengo allí que la mujer muerta como vacío simbólico posibilita la proyección de una
masculinidad activa, aunque por momentos sentimental, por parte de los productores culturales.
Alegorías de la Bella Bestia 307
14 Hinterhäuser dice que los dandys configuraban su identidad de acuerdo a una búsqueda de
control sobre la persona y el otro que remitía a la búsqueda del esteticismo y de la perfección
formal. Parafraseando a George Brummell, Hinterhäuser, afirma que los dandys estaban al tanto
de los peligros del “donjuanismo” porque para poder dominar “no deb[ían] dejarse comprometer
por los sentimientos” (68).
15 Para una lectura de los procesos de la modernización cultural en el Perú desde una perspectiva
de género puede consultarse Denegri y Peluffo (Lágrimas andinas).
16 Esta crónica está recogida en una sección del segundo volumen de las Obras Completas de Rubén
Darío titulada “Todo al vuelo” y fechada en 1912.
17 Siguiendo los pasos de este cuento de Darío, Gómez-Carrillo, en un cuento titulado “El triunfo
de Salomé”, también hace que muera de una misteriosa enfermedad una Salomé que no sólo es
bailarina sino también compositora.
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The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 309–325
I.
En su ensayo On Murder Considered as One of the Fine Arts (1827), Thomas
De Quincey propone un modo inesperado y escandaloso de dar sentido al
asesinato. “Everything in this world has two handles. Murder, for instance,
may be laid hold of by its moral handle […]; and that is, I confess, its weak
side; or it may also be treated aesthetically […]” (105–106). El criterio moral
resultaba reductor para un público cada vez más numeroso de aficiona-
dos a las crónicas policiales; se imponía por ello la necesidad de evaluar
el asesinato con un criterio estético, desinteresado, en el sentido en que
usaban el término “estética” (del griego aistheta: “cosas perceptibles”) los
románticos alemanes, es decir, desde el punto de vista del gusto. Desde
esta perspectiva, la ejecución de un asesinato debía responder, como en
toda obra de arte, a una poética rigurosa que todo crítico que se preciara
debía considerar a la hora de evaluar un hecho violento. “People begin to
see that something more goes to the composition of a fine murder than two
blockheads to kill and to be killed–a knife–a purse–and a dark lane” (106).
El diseño, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sen-
timiento, eran factores indispensables para juzgar el valor (estético) de la
obra criminal. El desplazamiento de la estética al campo de la criminalidad
no debe tomarse como el efecto superfluo de la excentricidad de un provo-
cador. Por el contrario, su ingreso en la filosofía del crimen es, por un lado,
un síntoma de una articulación histórica específica de la cultura moderna
de la transgresión y sus sentidos en el siglo XIX; y por el otro, un ejemplo
paradigmático de la relación problemática que la estética ha mantenido
con la ética en la modernidad en general, hasta nuestros días.
En la formulación de De Quincey, la violencia criminal del asesinato
configura un ritual anti-moderno a través del cual irrumpe en el mundo
social la contra-lógica de la magia y la sinrazón, la cual desestabiliza el
continuum de la reificación y el disciplinamiento que progresivamente con-
trolaban la vida cotidiana en las grandes ciudades. Pensar el crimen a partir de
309
310 Gabr iel a Nouzeilles
esta interrupción ritual, sugiere el crítico cultural Joel Black, supone recono-
cer la tendencia generalizada de la modernidad a tratar el asesinato y otras
formas de la violencia extrema primariamente como actos estéticos, ligados
a la sensibilidad y la experiencia de lo sublime, y no exclusivamente como ac-
tos morales, legales y/o físicos (14–15). Solamente la víctima, sugiere Black,
experimentaría la realidad brutal del asesinato; el resto la contemplaría a dis-
tancia, a menudo como testigos fascinados que interpretan la violencia física
como el epítome de la experiencia estética. Dentro de esa escena excepcional,
el asesino deviene una especie de artista performativo cuya obra se basa, no
en la creación, sino en la posesión y aniquilación del cuerpo del otro.1
Las ficciones modernas sobre crímenes que circularon en Buenos Aires
durante el fin de siglo insistieron en esa vacilación entre ética y estética. Para
entonces, el crimen se había convertido en objeto de interés generalizado
entre el público, y la prensa, la ciencia y la literatura competían en la pro-
ducción de relatos sobre delitos. En 1890 los diarios La Nación y La Prensa
ya tenían una sección fija de crónicas policiales que cada semana cubría, en
detalle, un homicidio notable (Caimari 171).2 En el campo de la ciencia, te-
sis médicas, estudios de antropología criminal como Los hombres de presa
(1888) de Luis María Drago, y publicaciones periódicas como los Archivos
de criminología, psiquiatría y ciencias afines se encargaron de establecer y
hacer circular versiones medicalizadas del crimen. Complementariamente,
en la literatura, las ficciones paranoicas del relato policial y la novela natu-
ralista creaban su propia galería de sujetos criminaloides.
Esta explosión narrativa se relacionó, entre otras cosas, con el notable
aumento del número de crímenes en la ciudad, que miembros de las clases
acomodadas y profesionales inmediatamente atribuyeron a la llegada ma-
siva de inmigrantes y a los efectos perniciosos de la modernidad, cuyo ritmo
vertiginoso debilitaba la moral y la salud mediante el estímulo excesivo de
los sentidos (Vezzetti, capítulos 3 y 5). Pero la ansiedad provocada por la
modernización no fue el único disparador de la obsesión con el crimen;
el placer innegable que el público encontraba en lo que Nietzsche llamó
el “festival de la crueldad”, con sus retratos pormenorizados de violencia
física (Nietzsche, On the Genealogy 65–67), tuvo también un peso conside-
rable. El apetito por representaciones de actos violentos era aún mayor si
se trataba de asesinatos. Esto se debía en parte a la visión del asesino como
sujeto patológico, cuya excepcionalidad provocaba en el público reacciones
de rechazo y de fascinación de igual intensidad. La naturaleza ambigua del
saber médico como discurso dominante sobre la transgresión potenció la
inestabilidad significante de la ficción criminal. Puesto que, si bien la me-
dicina proporcionaba al aparato estatal sus códigos y métodos para facilitar
su actividad vigilante (Vezzetti), la relativa autonomía del saber científico la
convertía en vía de acceso a una curiosidad mórbida, experimental, por lo
raro y lo anormal, particularmente en el campo de la psiquiatría con su pre-
Asesinatos por sugestión 311
II.
¿Por qué no deberían los hombres de ciencia repetir en sus clínicas los
milagros practicados otrora por taumaturgos incultos?”
—José Ingenieros. Histeria y sugestión (1919)
trance es el objeto en el que confluyen todas las miradas y todas las pasio-
nes.10 Esa es la escena de saber y poder donde, según Ingenieros, ocurrían
los “milagros de la ciencia,” y alrededor de la cual Holmberg y Chiappori
fabricaron sus asesinatos estéticos.
III.
The woman is perfected.
Her dead
Body wears the smile of accomplishment”
—Sylvia Plath, “Edge”
IV.
Una obra de arte es un sueño de asesinato realizado mediante un acto
—Jean Paul Sartre, Saint Genet
Notas
1 El público, por su parte, en su calidad de testigo consustanciado, es una suerte de cómplice, quien
disfruta del espectáculo a salvo de todo juicio moral.
2 El papel de la prensa y las secciones policiales es fundamental para entender la cultura profana del
crimen en el siglo siguiente. Para la década de 1920 y el carácter experimental y ficcional de las
crónicas policiales del diario Crítica, ver Saíta, Regueros de tinta.
3 Sobre los usos transgresivos del saber médico y su interés por fenómenos raros o anormales, se
puede consultar Molloy, “Diagnósticos del fin de siglo”.
4 Sobre los usos estetizantes de la medicina y la cultura de la enfermedad, ver Nouzeilles “Narrar el
cuerpo propio”.
5 Según Bronfen, la proliferación desde fines del siglo XIX de representaciones de cadáveres de
mujeres subraya la fuerte asociación entre muerte, estética y la condición femenina en la
literatura y el arte modernos (Over her Dead Body, en particular capítulos 4, 9 y 15).
6 Un entramado discursivo semejante marcó la producción de la mayoría de los escritores moder-
nistas latinoamericanos, incluyendo la obra de Rubén Darío, José Asunción Silva, José María
Vargas Vila y Delmira Agustini.
7 Textos de psicología social como Las multitudes argentinas (1899) y Los simuladores de talento
(1904) de José María Ramos Mejía, y La simulación en la lucha por la vida (1900) de José Ingenieros
serían en parte respuestas a esa preocupación por fenómenos como el control mental, el conta-
gio de ideas, la seducción de las masas.
8 Aludo aquí a la noción de pensamiento mágico en el sentido que le da Freud, es decir, un sistema
de creencias basado en la convicción de que los deseos y los pensamientos pueden modificar el
mundo material sin mediación alguna. Ver Totem and Taboo.
9 Sobre las tradiciones interpretativas de la histeria en la modernidad, que también afectaron las
representaciones locales de la enfermedad en Buenos Aires en el entresiglo, ver Micale, capítulo 1.
10 Allí tenían lugar los “milagros” de ciencia, fenómenos de naturaleza extraordinaria que
estudiantes de medicina, escritores y meros curiosos acudían a ver en las sesiones públicas
que se ofrecían en los hospitales de Buenos Aires.
11 Porter, por ejemplo, opone el relato detectivesco a la tradición transgresiva inaugurada por
De Quincey. Esta sería también la posición de Miller, para quien todas las manifestaciones del
realismo, incluido el relato policial, reproducen la relación entre saber, poder y representación
características de la modernidad disciplinaria. Ver Porter, The Pursuit of Crime y Miller The Novel
and the Police.
12 El médico-escritor y la histérica criminal también comparten un deseo de justicia para-estatal,
que difiere de la noción estatal de justicia. Para un excelente análisis de Clara como parte de
una serie de ficciones sobre mujeres que matan en busca de formas alternativas de justicia, ver
Ludmer “Mujeres que matan”. Sobre la lógica narrativa de “La bolsa de huesos” y su relación con
las políticas médicas de la histeria y el cuerpo femenino en Buenos Aires en el fin de siglo, ver
Nouzeilles “Políticas médicas”.
32 4 Gabr iel a Nouzeilles
13 Aunque el protagonista de “El pensamiento oculto”, otro de los relatos, no realiza su deseo
homicida, la lógica del relato es la misma: de la idea fija pasa a la acción de arrojar a su esposa al río.
14 En este sentido, algunos de los asesinos de Chiappori actúan como los amantes de Bataille, para
quien lo erótico suponía un deseo de muerte que podía manifestarse como asesinato. Ver Bataille,
Erotism 11–19.
15 El marco narrativo conecta Borderland con otra novela de Chiappori, La eterna angustia (1908),
en que el narrador y Leticia son los personajes principales, y donde Leticia misma es víctima de la
violencia. Ver Molloy, “La violencia”.
16 La relación entre escritura y cadáver no puede ser más directa en el caso de Nervo, que según se
dice, escribió La amada inmóvil mientras velaba los restos de Ana Cecilia Dailliez, su secreta com-
pañera, en Madrid.
17 Conviene recordar que etimológicamente “fantasma” proviene de la palabra griega “phantasma”:
imagen. Sobre el efecto de dispersión y fragmentación de lo gótico, ver Wolfreys 6.
18 La posesión del cuerpo histérico en beneficio del arte presenta semejanzas con la posesión
que ejerce otro personaje finisecular, el vampiro, sobre sus víctimas, con quienes también se
comunica telepáticamente, y cuya sangre y energía vital necesita para continuar viviendo.
19 En las últimas décadas del siglo XIX, el espiritismo alcanzó una gran popularidad entre las
nuevas clases medias pero también entre la clase oligárquica. Algunas mediums, como María A.
de Rolland, llegaron a ser célebres por la espectacularidad y carácter convincente de sus trances.
Se sabe que Wilde, Holmberg, Ramos Mejía, Roca e Ingenieros asistían con frecuencia a sesiones
espiritistas en La Plata y en Buenos Aires (ver Bianchi. “Los espiritistas”). En Histeria y sugestión,
Ingenieros identifica a las mediums con las histéricas, y atribuye los fenómenos paranormales de
los que toman parte a manifestaciones extraordinarias de la sensibilidad y el movimiento bajo
sugestión (317).
20 El acuerdo performativo entre Augusto y Anna María se asemeja al pacto narrativo entre el
narrador general de Borderland y su destinataria explícita, la nerviosa Leticia, quien, como lectora,
“revive” sugestivamente las historias de violencia genérica que se le cuentan, identificándose con
sus víctimas. Las interperlaciones del narrador apuntan en esa dirección, como cuando, al final de
“La corbata azul”, pregunta a su interlocutora: “Se imagina usted—pregunté interrumpiendo el
relato–todo el horror, la inaudita confusión de ideas y de sentimientos que experimentara Luisa
en aquel minuto, al ver a su esposo, a quien amaba con delirio, siniestramente transfigurado,
ahogándola sin piedad?” (76).
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Contaminaciones: inmigrantes
y extranjeros en las representaciones
ficcionales de la nación argentina
327
32 8 A lejandr a L aer a
I. Contagio y contaminación
La discusión en la Cámara de Diputados pone en escena un momento de
disputa sobre lo nacional—como oportunamente lo señaló Lilia Ana
Bertoni a partir de la interpretación de fuentes similares2 —que corrige la
versión simplificadora posterior que puso énfasis sólo en las concepciones
homogeneizadoras de esa época y borró las disidencias en el interior de la
elite política. Esta discusión sobre lo nacional y la nacionalidad lo es tam-
Contaminaciones 329
II. El cuerpo
No todas las novelas sobre el inmigrante pusieron de relieve la “cabeza
grande”, las “facciones chatas”, la nariz “ganchuda” y los “ojos chicos y
sumidos” (En la sangre 13). No todas hicieron que, imprevisiblemente, un
italiano rubio y de ojos verdes fuera retratado como un “sátiro” y un “de-
332 A lejandr a L aer a
se deja llevar por sus impulsos atávicos y, para salvar el honor de su familia,
comete un asesinato, sirviendo así la entrega del cuerpo a la patria como
compensación de los elementos negativos del personaje.11 Genaro, con su
vida y con su muerte, con las pulsiones positivas y las negativas que se anu-
lan entre sí, es la condición necesaria para que, después de él, tenga lugar la
re-generación. En ese sentido, su cuerpo no es tanto el espacio donde leer
una interioridad sino donde actuarla: Genaro canta todo el tiempo lo que
le pasa, se alcoholiza todo el tiempo para poder pasar a la acción, es herido
varias veces y, finalmente, sufre convulsiones violentas que son como una
performance de la lucha entre lo bueno y lo malo de su naturaleza. Con la
familia de inmigrantes vascos Errécar, llegará la regeneración racial y el in-
migrante tendrá entonces—son los primeros años del siglo XX—verdadera
dimensión social.
Ahora bien: ¿qué ocurre cuando el cuerpo engaña? O, dicho desde otra
perspectiva: ¿cómo hacer para que el cuerpo sea leído sin equívocos? Ésta
es una preocupación propia de la época y adquiere ribetes obsesivos cuando
se trata de los extranjeros y, sobre todo, de los descendientes de inmigran-
tes que—según la paradójica creencia en la influencia del medio—van per-
diendo los rasgos físicos reveladores de su origen. Antes que, en las novelas
y ensayos de los 90, parte de esa preocupación se transforme en confianza
en el efecto evolutivo de los aires nuevos sobre los inmigrantes y sus hijos
(Bianchetto, Promisión, pero también Las multitudes argentinas), es decir,
antes del giro ecológico, las representaciones ficcionales muestran la inade-
cuación entre interior y exterior como desajuste (¿Inocentes o culpables? en
la figura del joven suicida hijo de italianos), como simulación (En la sangre
en la figura del advenedizo Genaro) o como farsa (Carlo Lanza en la figura
del tramposo protagonista que engaña a la comunidad napolitana).
De la paranoia al disparate total, lo que en En la sangre se psicologiza (el
simulador que, salvando las diferencias y ya sin restricciones étnico-racia-
les, ingresa en la Argentina a la criminología de la mano de José Ingenieros
a comienzos del siglo XX), en Carlo Lanza se encuentra—narrativa popu-
lar mediante—con un recurso decididamente novelesco: el disfraz. Lejos
de las explicaciones evolutivas y de la lógica de la asimilación, el folletín
popular representa a los italianos que quieren ocultar su verdadera iden-
tidad—generalmente estafadores y libertinos de una clase social elevada y
no los integrantes del “pueblo”—disfrazados en “todo aquello que era ne-
cesario para desfigurarse la cara y la cabeza” (214). Usado en el contexto de
los 80, este cambio artificial de la fisonomía, que se relaciona directamente
con la tradición del folletín popular, gana un plus de significado porque
entra en confrontación tanto con la creencia en la capacidad de adaptación
fisonómica, como con la creencia en una psicología de la simulación.
Ahora bien: en una novela como La Bolsa, escrita por Julián Martel a
propósito de la crisis del año 90, también se presenta, inesperadamente da-
Contaminaciones 335
III. La lengua
En La Bolsa, la presencia del inmigrante y del extranjero se ve como “pro-
miscuidad de tipos” pero también como “promiscuidad de idiomas”: ale-
mán, italiano, inglés, criollo, francés y español configuran una suerte de
cosmopolitismo que adquiere un valor completamente negativo. Así, la
identidad nacional—siguiendo esa idea de cuño romántico de lo nacional
propia de comienzos del siglo XX que anticipa la novela—se reconoce en
una fisonomía pero también en un sonido—el idioma—que casi siempre
termina siendo un ruido.12
Contra lo que podría suponerse, ésta es la primera vez que la lengua
aparece problematizada en una novela sobre los inmigrantes. Si bien el pa-
dre de Genaro Piazza, protagonista de En la sangre, habla italiano “con voz
gangosa” (13), y si bien a José Daggiore, uno de los personajes principales
de ¿Inocentes o culpables?, le hablan en una mezcla de castellano e italiano
(“Giussepe, porta un balde de mezcla, súbito!” 19), en ninguno de los dos
casos la cuestión de la lengua resulta conflictiva. En todo caso, y frente
a la torpe naturalización de los problemas de comunicación que hay en
la novela de Argerich, habría que pensar como un anticipo de los deba-
tes intelectuales sobre la lengua del fin de siglo la escena de la novela de
Cambaceres en la que a Genaro le toman un examen de castellano para
entrar al Colegio Nacional.
En contraste, en la novela popular se insiste en la diferencia entre el ita-
liano y el castellano, así como en la importancia de la adquisición de este
último. Sin embargo, ello no va en desmedro de la lengua de origen. Por el
contrario, el dominio de las dos lenguas es mostrado como un plus frente
a los individuos que sólo conocen una de ellas: así como por su rápido
336 A lejandr a L aer a
tos sociales que sirven de terreno al anarquismo y que son retomados al co-
mienzo del volumen final. ¿Qué es el trabajo, podría preguntarse, además
del acto mismo de trabajar?
En las noches de verano se levanta silencioso del suelo un vaho, que es
como la síntesis de todas las contaminaciones, que sabe a matete y a por-
quería, cuajado de las respiraciones de las bestias que han pisoteado la calle
y del olor de los cuerpos sucios de sudor y tierra. […] Todo está mezclado,
hacinado y confundido (Sicardi 3: 6–7).
O sea que si el trabajo es fundamental en la pedagogía social de Sicardi,
no debe serlo a costa de los trabajadores. Elbio Errécar, uno de los protago-
nistas del último volumen, se formó “escuchando la vida de los miserables”
y “sintió desde niño la necesidad de la protesta” (Sicardi, Hacia la justicia
407). Lo que hace Sicardi es enfrentar, a la salida anarquista del paria des-
cendiente de criollos (a quien acompañan por igual argentinos e inmigran-
tes), la salida reformista del descendiente de vascos. Así, en Hacia la justicia
Sicardi da vuelta las posiciones sociales y políticas previsibles y dirime la
“cuestión social” desactivando su superposición con la problemática in-
migratoria a la par que reconfigura por completo la identidad nacional. Y
si bien hay residuos de la lógica de la enfermedad (sobre todo al individua-
lizar a los huelguistas), la contaminación resulta más eficaz para pensar el
fenómeno social: “Pueden irse de esta tierra los que la han contaminado
con la doctrina perversa”, proclama el narrador hacia el final “¡Váyanse!
¡No contaminen!” (Sicardi, Genaro 563).
En el mismo punto en que la contaminación empieza a desplazar a la
noción de contagio, comienza a desvincularse de su asimilación total a la
inmigración.19 En ese marco, Hacia la justicia entra en confrontación con
el proyecto de expulsión de extranjeros de Cané finalmente sancionado en
el mismo año de 1902 como ley. Si el “giro ecológico” habilita la relación
entre inmigración y cuestión social, también facilita la expansión de esta
última a dimensiones de corte nacional y ya no exclusivamente racialis-
tas. La representación de inmigrantes y extranjeros, de aquí en más, dará
una nueva inflexión y será, mayoritariamente, parte del repertorio de una
narrativa más orientada a las nuevas capas medias de lectores. Esto es: los
mismos lectores que son resultado de esas leyes de educación pergeñadas
en la Cámara de Diputados hacia finales de siglo, donde se discutían los
valores de la “contaminación” y se dirimía la lengua de una nueva nación.
Contaminaciones 343
Notas
1 El proyecto de ley fue presentado por Indalecio Gómez, de extracción católica y conservadora,
y apoyado por diputados como Marco M. Avellaneda y Lucas Arragaray, de activa participación
en el oficialismo durante la década del 80; por su parte, se opusieron a la sanción de la ley Emilio
Gouchon y Francisco Barroetaveña, quienes habían sido creadores de la Unión Cívica de la
Juventud en 1889, en claro enfrentamiento con conservadores y liberales. Agradezco el material a
Lilia Ana Bertoni.
2 Bertoni analiza las diferentes ideas de nacionalidad a través de los debates sobre educación, los
festejos y monumentos patrios y la nacionalización de extranjeros. “Por un lado –explica—, se
delineó una idea de nacionalidad como producto de la mezcla, del crisol de razas, cuya resultante
futura incluiría rasgos provenientes de los diferentes pueblos y de las distintas culturas que la iban
formando; se trataba de una singularidad aún no definida, una virtualidad que sólo con el tiempo
y la convivencia cobraría su propia forma. Por otro lado, la idea de una nacionalidad ya existente,
establecida en el pasado, de rasgos definidos y permanentes: algunos la encontraban en la raza
española, y otros en el criollo. Este núcleo de nacionalidad podía absorber los variados aportes de
los grupos inmigratorios sin perder su esencia, a condición de realizar una política definida para
mantenerlo puro y neutralizar los contaminantes extranjeros” (Bertoni 171).
3 “Contaminar. (Del lat. contaminare). 1. tr. Alterar nocivamente la pureza o las condiciones
normales de una cosa o un medio por agentes químicos o físicos. U. t. c. prnl. / 2. tr. Contagiar,
inficionar. U. t. c. prnl. / 3. tr. Alterar la forma de un vocablo o texto por la influencia de otro. / 4.
tr. Pervertir, corromper la fe o las costumbres. U. t. c. prnl. / 5. tr. Profanar o quebrantar la ley de
Dios.” En Diccionario de la Real Academia Española (vigésimo segunda edición, 2001).
4 Según se describe en el capítulo tres de la segunda parte de su Psicología de las multitudes (1895),
dedicado a los conductores de masas y sus medios de persuasión (ver Le Bon).
5 Para una lectura sobre las características diferenciales de la novela popular con italianos de
Eduardo Gutiérrez, su concepción de la inmigración, la representación de los inmigrantes y
extranjeros y el imaginario europeo sobre el Río de la Plata, ver Laera, “Representaciones
obliteradas”. Para otros abordajes de la novela argentina sobre la inmigración, ver el estudio
pionero de Onega; el más completo, aunque sumamente monográfico, de Russich, o el de
Blengino, que incorpora algunos textos de italianos sobre el Río de la Plata.
6 En ese conjunto—como lo explica detalladamente Altamirano—hay que destacar la importancia
creciente de la “ciencia social”, que encontrará en el racialismo—una de las inflexiones funda-
mentales de la cuestión inmigratoria—su filón fundamental, ya sea con juicios negativos o con
diagnósticos optimistas. “Este racialismo, que fue un rasgo sobresaliente del pensamiento social
latinoamericano del último cuarto del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX, no era
sino un eco del racismo de pretensiones científicas que circulaba en el discurso de la antropología
y la sociología europeas” (Altamirano 33).
7 En el mismo orden de argumentos: “¿Cómo pues de padres mal conformados y de frente depri-
mida, puede surgir una generación inteligente y apta para la libertad? Creo que la descendencia de
esta inmigración inferior no es una raza fuerte para la lucha, ni dará jamás el hombre que necesita
el país” (Argerich 11, énfasis en el original).
8 Confróntese con el tratado sociológico de Ramos Mejía: “Crepuscular, pues, y larval en cierto
sentido, es el estado de adelanto psíquico de ese campesino, en parte, el vigoroso protoplasma
de la raza nueva, cuando apenas pisa nuestra tierra. Forzosamente tiene uno que convencerse de
que el pesado palurdo no siente como nosotros. […] Pero el medio opera maravillas en la plástica
mansedumbre de su cerebro casi virgen” (304). Y sobre la primera generación de inmigrantes (los
pilluelos de la calle): “es, a menudo, deforme y poco bella hasta cierta edad […] Hay un tanto por
ciento de narices chatas, orejas grandes y labios gruesos: su morfología no ha sido modificada aún
por el cincel de la cultura” (312). Lo que Cambaceres verá como peligro (no poder distinguir más
al descendiente de inmigrantes), Ramos Mejía lo ve como signo de evolución y progreso. La con-
taminación opera al revés y el medio influye en la ¡fisonomía! del individuo.
9 No sólo eso: Bianchetto lleva una “Advertencia del editor” en la que se explica que Saldías le pidió
a su amigo Miguel Cané que escribiera una novela basada en las ideas que había vertido en un en-
sayo sobre la condición de los extranjeros residentes; como Cané se ausentó del país—aclara la
34 4 A lejandr a L aer a
advertencia, sin prever ni imaginar que aquel sería el autor del proyecto de ley de residencia—el
propio Saldías decidió escribir esta novela favorable a la inmigración.
10 Otra imagen similar de los inmigrantes—aunque aquí representados como una ordenada multi-
tud—puede verse en Irresponsable (1889), la novela de Podestá protagonizada por el descendiente
de una familia tradicional sometido a la pasión, los vicios y el ocio y que termina loco en un hos-
picio: “Era una larga fila de inmigrantes que cruzaban la plaza marchando detrás de sus equipajes
que ellos mismos ayudaban a transportar. […] Era una especie de marcha triunfal a las doce del
día bajo los rayos del sol ardiente; parecía una ovación a este pedazo de la América, cuya fama
corre hasta golpear las puertas de las aldeas más remotas, en busca de brazos vigorosos con la
insignia de la mies y del arado” (219–220).
11 Dice Nouzeilles: “el cuerpo de Genaro es el cuerpo del chivo expiatorio, el farmakon en el que
conviven sin resolución elementos positivos y negativos, y cuya destrucción es necesaria para el
advenimiento de una mezcla racial más perfecta. Su determinación onomástica (‘Genaro’) y su
carencia de apellido paterno indican el carácter provisorio de una genealogía en formación” (236).
12 “Aquí los sonidos ásperos del alemán, mezclándose impíamente a las dulces notas de la lengua
italiana; allí los acentos viriles del inglés haciendo dúo con los chisporroteos maliciosos de la
terminología criolla; del otro lado las monerías y suavidades del francés, respondiendo al ceceo
susurrante de la rancia pronunciación española” (Martel 37).
13 Ocurre en este aspecto algo similar a lo que se da en cuanto a la configuración de los inmigran-
tes como comunidad: mientras en En la sangre o ¿Inocentes o culpables? se los representa como
advenedizos que quieren integrarse a cualquier costo en la sociedad porteña tradicional, en Carlo
Lanza son una “comunidad cognoscible” (para usar el término de Williams) con sus propias
costumbres, normas y lengua (ver Laera “Representaciones obliteradas” y El tiempo vacío).
14 Para una lectura de los mecanismos de criollización del inmigrante, ver el imprescindible estudio
de Prieto.
15 Para un estudio histórico sobre la inmigración española que combina productivamente el
procesamiento de datos cuantitativo y el análisis cualitativo, ver Moya. Para la inmigración italiana,
ver Ciboti, y sobre las políticas inmigratorias argentinas y las modalidades migratorias españolas
e italianas, ver Devoto. Y para un abordaje general de las políticas inmigratorias a lo largo del siglo
XIX, ver Halperin-Donghi.
16 La Bolsa muestra el sutil pasaje del racialismo al racismo. Para una aproximación a la novela como
uno de los “cuentos de judíos” que se desarrolla enfáticamente en el siglo XX, ver Ludmer 445.
17 Más estrictamente, está ligado con el ahorro que en vez de ser visto como virtud, tal cual lo sería
para la cultura inmigratoria, es visto como un defecto (y ese estereotipo frecuente por la época
se confundirá poco después con el estereotipo del judío, sólo que no a través del trabajo sino
de la especulación). A modo de ejemplo: “No ganaba nada, pero sin embargo, ahorraba peso
sobre peso—aberración económica que sólo puede explicar un inmigrante de la bella Italia”
(Argerich 18).
18 Es que, como tan bien lo explica Halperin-Donghi, “esos motivos xenófobos, tan libremente evo-
cados para justificar la represión del movimiento obrero y la protesta social, no se traducen en
ninguna modificación de la política inmigratoria; es precisamente en esos años cuando la inmigra-
ción alcanza sus cifras más altas sin que se crea oportuno poner obstáculo alguno a sus avances.
La xenofobia aparece así de nuevo como un argumento apologético en defensa de un orden en
torno al cual el consenso se hace cada vez menos seguro” (222).
19 Es cierto que muchos de los protagonistas del Libro extraño son médicos y que, como señala Pablo
Ansolabehere, la sociedad argentina de fin de siglo es allí representada como “un cuerpo social
amenazado por la enfermedad” (545). Sin embargo, también es cierto que para los médicos su la-
bor como tales es insuficiente, que están desgarrados por problemas espirituales (que los condu-
cen, como a Carlos Méndez, a intentos de suicidio) y que la novela presenta la noción de cuerpo,
enfermedad y contagio como insuficientes para pensar los males de la sociedad contemporánea.
Para una lectura de Hacia la justicia que analiza el fenómeno del anarquismo y su criminalización en
el marco de la emergencia finisecular de la multitud en Buenos Aires, recomiendo especialmente
el artículo de Ansolabehere.
Contaminaciones 345
Bibliografía
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Reseñas
The Colorado Review of Hispanic Studies | Vol. 4, Fall 2006 | pages 349–138
349
350 Fer nando Fabio Sánchez
como lo sería el teatro. Por otro lado, Guilherme entiende que el sonido
hace que el cine regrese a ser “un teatro falsificado”, entendiendo el cine
silente como una forma del arte autónomo. Los textos de Ramón López
Velarde y Fournier en esta sección—entre otros—identifican al cine
hablado como un medio que difunde los valores culturales de los Estados
Unidos, así como imágenes imprecisas de Latinoamérica, basadas en este-
reotipos y malas lecturas.
De manera conjunta, el cine hablado de Hollywood se convierte en
Latinoamérica en un sinónimo de la industria internacional y de los Estados
Unidos. Al respecto, Borge menciona de manera sucinta la manera en que
en México (por citar un caso) se intenta resistir a esta avanzada con la cre-
ación de una industria local. No obstante México concreta este proyecto
hasta la última parte de los ’30, ya cuando Hollywood ha consumado su
hegemonía. Borge concluye que esta industria cinematográfica se vuelve en
los ’40 una réplica de las bases ideológicas de Hollywood; esto con relación
a la utilización de géneros, fórmulas dramáticas y lenguajes visuales.
La tercera sección titulada “La ideología más allá del sonido”, está
conformada por artículos de José Carlos Mariátegui, Xavier Abril, María
Huyese, José Bento Monteiro Lobato, Leopoldo Hurtado, Roberto Arlt,
José Manuel Valdés Rodríguez, Nicolás Olicari y Antonio Arraíz. El tema
que predomina en esta parte—tal como lo puntualiza Borge—es la ex-
cepcionalidad de Chaplin en el ambiente “vulgarizado” de Hollywood. El
cineasta representaría al mismo tiempo—de acuerdo con Vallejo—una
“antitesis de la producción fílmica hollywoodense que, al mismo tiempo,
tiene como exponente al mismo Charlot” (35). La posición “antitética” de
Chaplin es utilizada por los letrados latinoamericanos como un medio de
resistencia contra los Estados Unidos. Conjuntamente, se crea una vincu-
lación entre Charlot y “lo ‘latino’, y no sólo como objeto de representación
sino también como sujeto de la producción cultural” (37). Borge propone
que “Chaplin se convierte en emblema latinoamericano—peregrino, de
origen borroso o incluso desconocido, aunque con enlaces históricos y
probablemente genéticos con el mediterráneo” (38).
En la sección que culmina Avances de Hollywood, titulada “Fantasías del
buen vecino”, se discute el optimismo de ciertos intelectuales que encon-
traron en los filmes Fantasía de Walt Disney y El ciudadano Kane de Orson
Wells una posibilidad para que el cine sonoro fuera considerado una mani-
festación del arte. En esta parte se incluyen los textos de José Revueltas, María
Luisa Bombal, Jorge Luis Borges, Vinícius de Moraes, Alejo Carpentier,
Mario de Andrade, José Lins do Rego y Luis Alberto Sánchez. Según estos
autores, la obra de Disney y Wells escapan del mundo vulgar de Hollywood,
presentando una amplia variedad de tropos y una agilidad innovadora en
el montaje, la cual produce una sensación de movimiento y fragmentación,
aportando a la gramática cinematográfica contemporánea.
Advances de Hollywood 351
Adela Pineda Franco opens this interesting and thorough study of four late
19th/early 20th century literary magazines with an intriguing question:
How to connect contemporary readers with the rich world of the original
readers and provide them with a sense of the ongoing immediacy and per-
meability of the cultural practices registered in the magazines. Previously,
critics of Hispanic America literature have considered these magazines
(Revista de América [Buenos Aires, 1894], Mercure de France [Paris,
356 M ary Long
bien medida dosis de humor y modestia que se combinan con una seria
seguridad intelectual, este libro es sumamente placentero de leer, a la vez
que concentra gran cantidad de información factual y sutileza de ideas en
pocas páginas. Lo considero imprescindible en cualquier curso sobre la
novela sentimental, y muy útil para el estudio de los postulados ideológicos
subyacentes en cualquier manifestación cultural del siglo XV español.
—J ulio Baena
University of Colorado at Boulder