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The Colorado Review of Hispanic Studies

Vo lu m e 4, Fall 2006

A Review Devoted to the Literatures and Cultures


of the Hispanic and Lusophone World

Demons of Nineteenth-Century
Hispanic Literatures
T h e C o l o r a d o R e v i e w o f H i s pa n i c S t u d i e s
Volume 4, Fall 2006

A Review Devoted to the Literatures and Cultures


of the Hispanic and Lusophone World

Demons of Nineteenth-Century
Hispanic Literatures

Juan Pablo Dabove, Editor


The Colorado Review of Hispanic Studies
Directors: Juan Pablo Dabove, Assistant Professor and
Leila Gómez, Assistant Professor
Assitant Editors: Silvia Arroyo and Beatriz Domínguez-Hermida
Design and Composition: Polly Christensen, CU Office of Publications
& Creative Services
Project Management: Diane Adams, CU Office of Publications & Creative Services
Cover illustration: Hieronymous Bosch, Christ Carrying the Cross (detail),
c. 1490; oil on panel, 76.7 x 83.5 cm; Musee des Beau Arts, Ghent
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Boulder, CO 80309-0278 USA
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increase ethnic, cultural, and gender diversity; to employ qualified disabled individuals; and to provide
equal opportunity to all students and employees.
Contents

Juan Pablo Dabove


Demonios culturales: conjuras y exorcismos 1

Bandidos e insurgentes: demonios de la tierra


Elías Palti
Visiones de lo inasible: Sarmiento y Euclides da Cunha en las fronteras de
la civilización 19
Nina Gerassi-Navarro
Antônio Silvino, el otro “gobernador del sertão” 35
María Del Pilar Melgarejo Acosta & Joshua Lund
Altamirano’s Demons 49
Max Parra
“Pueblo,” bandidos, y Estado en el siglo XIX mexicano. Notas a partir de
El Zarco de Ignacio Manuel Altamirano. 65
Amy Robinson
Manuel Lozada and the Politics of Mexican Barbarity 77

La Marca de la Bestia: raza y alteridad


Silvia Arroyo
Don Álvaro: mestizo, monstruo, bárbaro, salvaje 97
Jesús Torrecilla
Moriscos y liberales: la idealización de los vencidos 111
Miguel Fernández
“¡Viva el salvagismo!:” The Representation of Amerindians in Argentine
Satirical Newspapers during the Years of National Organization (1852–1880) 127
Ana Rueda
El enemigo “invisible” de la Guerra de África (1859-60) y el proyecto histórico
del nacionalismo español: Del Castillo, Alarcón y Landa 147
Adriana Johnson
“Cara Feia al Enemigo”: The Paraguayan Press and the War of the Triple
Alliance 169

Después de la Tentación y la Caída:


la nación-estado y sus imposibilidades
Lelia Area
Proferir lo inaudito: Tablas de Sangre de José Rivera Indarte 189
María Fernanda Lander
Héroes y corruptos en Las Catilinarias de Juan Montalvo 205
Francisco LaRubia-Prado
Demonios públicos y privados: Del humor satírico a la ironía absoluta en
Mariano José de Larra 221
Alej andro Cortazar
Juan Díaz Covarrubias y El diablo en México como alegoría del desencanto
de la nación 239
Christopher Conway
Entre tarántulas y dementes: Heriberto Frías, reo-narración y la Cárcel de Belem 253

Demonios finiseculares: mujeres e inmigrantes


Andrés Zamora
“La condesa del Zarzal es un monstruo de infamia”. Diablesas azules en
la Restauración 271
Ana Peluffo
Alegorías de la Bella Bestia: Salomé en Rubén Darío 293
Gabriela Nouzeilles
Asesinatos por sugestión: estética, histeria y transgresión 309
Alej andra Laera
Contaminaciones: inmigrantes y extranjeros en las representaciones ficcionales
de la nación argentina 327

Reseñas:
Borge, Jason. Avances de Hollywood. Crítica cinematográfica en Latinoamérica,
1915–1945. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2005. Fernando F. Sánchez 349
Waisman, Sergio. Borges and Translation. The Irreverence of the Periphery.
Lewisburg: Bucknell University Press, 2005. Javier Krauel 351
Rafael Pérez-Torres. Mestizaje: Critical Uses of Race in Chicano Culture.
Critical American Studies Series. Minneapolis: University of Minnesota
Press, 2006. Leonel Carrillo Romo 355
Pineda Franco, Adela. Geopolíticas de la cultura finisecular en Buenos
Aires, París y México: las revistas literarias y el modernismo. Pittsburgh:
IILI, 2006. Mary Long 357
Severin, Dorothy Sherman. Religious Parody and the Spanish Sentimental
Romance. Newark, Delaware: Juan de la Cuesta, 2005. Julio Baena 359
Daroqui, María Julia. Escrituras heterofónicas. Narrativa caribeña del
siglo XX. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2005. Elizabeth Goldberg 361
Ricardo Salvatore (compilador). Culturas imperiales. Experiencia
y representación en América, Asia y África. Rosario: Beatriz
Viterbo Editora, 2005. Leila Gómez 000
Article Title Here v
The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 1–15

Demonios culturales: conjuras y exorcismos

Juan Pablo Dabove,1 University of Colorado at Boulder

Where then shall Hope and Fear their objects find?

—Samuel Johnson, “The Power of Prayer”

Este volumen ex amina la representación de algunos de los enemigos


de la cultura liberal hispánica en la literatura del siglo XIX.2 Esta representa-
ción ocurre en géneros diversos como el ensayo, el artículo de costumbres,
la memoria y el diario, el periodismo popular o de elite, la poesía, la novela,
el cuento, el tratado psiquiátrico o criminológico, el debate legislativo y el
panfleto político. Al seno de estas prácticas escriturarias plurales, se ex-
plora el uso (inevitablemente político) de algunas metáforas de alteridad
(o heterotropías [Dabove y Jáuregui, “Mapas heterotrópicos”]) y su ligazón
con contextos socio-culturales específicos.3 He decidido agrupar bajo la
metáfora demonios a estos enemigos que a la vez acosan y sirven a la imagi-
nación letrada. Tres justificaciones parecen necesarias. ¿Cómo conciben la
(hoy en día muy visitada) categoría de Otredad (o alteridad, el término que
aquí se prefiere) los colaboradores de este volumen?; ¿por qué subsumir
un amplio repertorio de metáforas de alteridad en la sola denominación
demonios? Y finalmente; ¿por qué el plural (no el Demonio, sino los demo-
nios)? Dedicaré las páginas que siguen a presentar brevemente cada una de
esas justificaciones (otras justificaciones para cada uno de estos puntos se
encontrarán en cada uno de los ensayos).4

I. Alterización
Las ficciones culturales más intensas del siglo XIX tienen mucho de pesadi-
llas. 5 Son la faz visible, pero cifrada, de transacciones entre deseos y repulsio-
nes colectivas. El carácter conflictivo y contingente de la cultura hispánica
aparece mejor en sus pesadillas que en sus nobles sueños. Las pesadillas
culturales son respuestas urgentes a desafíos específicos. Esto es, son el pro-
ducto visible de un conflicto dado. Pero a la vez son en grado eminente el lugar
donde dicho conflicto ocurre. 6 Como el inconsciente individual, el incons-
ciente político no es una instancia trascendente; esto es, no existe por fuera


 Juan Pablo Dabove

de las formaciones del inconsciente (Jameson, The Political Unconscious).


Por lo mismo, las pesadillas culturales (que como otras formaciones del
inconsciente se construyen a partir de tropos) no son la traducción de
algo que ocurre en sus dimensiones esenciales en otro lado, entre actores
definidos de antemano. Por el contrario, alrededor de las pesadillas culturales
se definen las identidades sociales.7
Las pesadillas culturales son una escena obsedida por el deseo y la
ansiedad, donde espacios, prácticas y sobre todo sujetos oscilan entre lo
sublime y lo abyecto (esto es, corren perpetuamente el riesgo de convertirse
en su—siempre excesivo—opuesto [Hall, “Spectacle” 229]). Para las elites
letradas decimonónicas, toda identidad que difiriera de la versión de sujeto
que definía a esa misma elite (masculina, blanca, adulta, heterosexual, le-
trada, urbana, cristiana, propietaria, europea o europeizada) y que resis-
tiera o pusiera en riesgo por medio de esa diferencia su hegemonía política,
económica o cultural, podía ser relegado a los extremos inhabitables del
mapa cultural, alterizado (transformado en Otro). No toda diferencia devie-
ne alteridad. 8 Sólo es alterizada la diferencia que es concebida como una
amenaza material o simbólica irreconciliable, y que debe ser suprimida o
violentamente subalternizada.9 Así, los campesinos rebeldes (y sus líderes:
los caudillos), los indios, los negros, los inmigrantes, ciertas mujeres, los
homosexuales, los judíos, los moros o los marroquíes, son algunos entre
los muchos ejemplos posibles de sujetos que oscilaban entre la exclusión y
supresión o la inclusión subalternizada (que es una variante de la supresión,
toda vez que el Otro sobrevive sólo como útil simulacro de alteridad).10
Todos ellos, en un punto u otro del siglo XIX, fueron considerados amena-
zas a un cuerpo nacional metaforizado en cuerpos humanos que la identi-
dad abyecta pretende robar, matar, violar, contagiar, comer, pervertir.11
Las marcas de abyección varían: la monstruosidad, el bandidaje, la de-
generación, la perversión sexual, la locura, el canibalismo, la enfermedad.
Muchas veces, como varios de los artículos de este volumen ponen en evi-
dencia, esas marcas se combinan en complejos trópicos (o heterotrópicos).
Así, como Silvia Arroyo brillantemente demuestra (“Don Álvaro”), el
“sino” de Don Álvaro es el complejo de marcas (mestizo, Indiano—ergo
salvaje—de linaje sedicioso, y por ello monstruoso) que le impide entrar
a la familia del Marqués de Calatrava.12 Así, la marquesa de Zarzal, la pro-
tagonista de La mujer de todo el mundo, la novela de Alejandro Sawa que
Andrés Zamora analiza (“Diablesas azules”), no es solamente un “mons-
truo de infamia” (como un amigo de una de sus víctimas la increpa), es
también (y al mismo tiempo) una vampiresa, un caníbal, una criminal, una
degenerada, una perversa, una fiera.13 La Madrid de los artículos tardíos
de Larra que estudia Francisco LaRubia-Prado, es también un complejo
heterotrópico, ya que es no es una ciudad sino literalmente una necrópolis
poblada de muertos vivos, de festivos e insolentes demonios, de bacana-
Demonios culturales 

les bestiales, de criaturas infernales y de híbridos a medio camino entre el


humano, el animal y el objeto inanimado.
La alterización (othering es el término inglés en el que se origina el poco
elegante “otrificación”) es parte del proceso de representación (cuyo medio
privilegiado es el lenguaje) de un grupo humano por otro. Esa represen-
tación no es un puro acto de conocimiento en un medio neutro. La
alterización no solamente ocurre en una situación de poder desigual o en
disputa, sino que hace esa desigualdad posible y quizás, duradera, ya que
hace visible y “natural” la distinción jerarquizada entre un grupo y otro.14
La alterización convierte un rasgo (un modo de vida o de ejercicio de la
violencia, un ritual, el color de la piel, el género, la preferencia sexual, la len-
gua) en un rasgo distintivo que por sinécdoque se totaliza y se naturaliza.15
Esta naturalización justifica a posteriori una supuesta inferioridad o peli-
grosidad.16 La alterización es la transformación de una singularidad en un
estereotipo,17 la creación / fijación de una identidad que deviene enemiga
en una posición menor contra la cual se define una identidad mayor.18 Es
una operación de poder que marca cuerpos, territorios y prácticas como
momento contrastivo esencial en la constitución de una identidad que
nace en tanto hegemónica (o con aspiraciones a la hegemonía) en relación
de oposición con la identidad menor, marcada.19
Aunque implica conflicto, sufrimiento, y muchas veces, muerte (y muerte
en gran escala), la alterización no es, en sí, un proceso maligno. Es ética-
mente neutro, ya que es previo a la ética y a los valores.20 La distinción entre
el Bien y el Mal o entre amigo y enemigo que definirá a una sociedad se da al
interior del proceso de alterización, no antes. La alterización no es buena ni
mala porque es necesaria (no hay modo de evitarla, nos recuerda Gilman, 18)
y a-subjetiva (como la “voluntad de poder” en Nietzsche [Deleuze, Nietzsche
73–77], como el “poder” en Foucault [Deleuze, Foucault 7]), aunque sea
repetida, ejercida, resistida innumerablemente en individuos. No hay indi-
viduo (esto es, no hay sujetos de la ética o la política) ni cultura sin definición
de alteridad, sin el trazado de fronteras que definen el “sí mismo” de un in-
dividuo y de un grupo, por una parte, y el Otro maligno (o potencialmente
maligno) y excluido (o por excluir) por otra. Muy por el contrario, una cul-
tura que cesa de producir esta distinción, cesa de reproducirse y se condena
a la extinción y la muerte.21 Como señalara Baudrillard, “el poder [como
condición de posibilidad de lo social] existe solamente en virtud de la capa-
cidad simbólica para designar al Otro, al Enemigo, [...] lo que nos amenaza,
el Mal” (82). Gilman, de manera análoga, afirma que la estereotipia es la
condición sine qua non de la integración individual y colectiva (18).
Que la distinción fundadora sea éticamente neutra, y que no tenga un
fundamento en la realidad (que sea contingente, de acuerdo a la nomen-
clatura de Laclau) no implica que sea una especie de indiscutida (o indis-
cutible) segunda naturaleza. Precisamente porque la alterización es a la vez
 Juan Pablo Dabove

necesaria y contingente (como el lenguaje, que es su locus), es la arena por


excelencia de la lucha política (Laclau, Emancipation(s) 92).22
Como toda operación hegemónica, la alterización tiene dos caras. La
exclusión real y simbólica de identidades y prácticas es el fundamento
de toda cultura. Pero es también la expresión (invertida) de la ansiedad
ante lo que escapa al control material y simbólico de la elite y excede sus
paradigmas de representación. Este exceso, de retorno, descompone la
identidad hegemónica. Quizás el ejemplo más notable de esta ambigüe-
dad en este volumen sea el de Juan Manuel de Rosas (analizado por Elías
Palti y por Lelia Area en sendos artículos).23 Rosas fue para los letrados
argentinos decimonónicos el epítome de la diferencia salvaje americana;
aquello que excedía todo intento de representación (y que por ello debía
ser sometido incesantemente al ritual de la interpretación). En relación a
este monstruo (Sarmiento lo llama “esfinge”, término que enfatiza tanto lo
monstruoso como lo enigmático) varias generaciones de letrados argenti-
nos definieron su misión histórica, y fundaron su legitimidad social. Pero
Rosas y su “sistema americano” de gobierno fueron más que una cómoda
(aunque sangrienta) contraparte. El carácter refractario a la interpretación
proviene, en grado eminente, del hecho de que Rosas fue el epónimo de
la barbarie, pero fue el bárbaro entronizado por la ciudad, el bárbaro que
comprendió los modos de dominación micropolítica moderna (la divisa
punzó, el sistema de control de lo cotidiano, la incesante repetición de la
consigna, la omnipresencia del luto por la Restauradora y los retratos del
líder) mejor que todos los intelectuales urbanos unitarios, y mucho antes
que los totalitarismos modernos. Así, Rosas descompuso los paradigmas
letrados desde dentro. A diferencia de indios o gauchos, que amenazan
desde el exterior y que son, por ende una amenaza tratable, Juan Manuel de
Rosas fue el Estado (devenido banda de bandidos), fue la Ciudad (devenida
desierto), fue la Ley (devenida voluntad espuria de la no-sociedad gaucha).
El Otro diabólico o monstruoso (recordemos que para Sarmiento Rosas
era una Esfinge, mitad mujer, mitad tigre) habita el centro de lo Mismo, el
centro que otorga identidad. Por ende, el letrado pierde las referencias y se
convierte en Otro de sí mismo. La indudable fascinación de Sarmiento con
Rosas es lo más parecido en América Latina al demonismo romántico eu-
ropeo (más extremo aún que el demonismo meramente literario europeo,
porque el objeto de fascinación sarmientino podría haberle arrebatado la
vida), y la negación más radical del ideario sarmientino explícito.

II. Demonios
He optado por llamar a esos Otros, que son imprescindibles a la imaginación
letrada, porque sin ellos no habría imaginación, pero que la amenazan
con la zozobra permanentemente, demonios. La dualidad de los demonios
Demonios culturales 

culturales (simultáneamente enemigos / servidores de la imaginación


letrada) no debe asombrarnos. Recordemos que uno de los más encen-
didos debates en el cristianismo temprano alrededor de la naturaleza del
Demonio concernía a su lugar (o no) en el plan divino. Algunos sostenían
que Satán era un verdadero enemigo de Dios, empecinado en destruir y
corromper su obra. Otros argumentaban que era un servidor cuya obra de
tentación y corrupción era solamente auxiliar a la Providencia, que usaba
al Demonio como la piedra de toque del libre albedrío (Russell, Satan). La
literatura, que como la sociedad ignora el principio de no-contradicción,
mantiene a “sus” demonios en esta perpetua ambigüedad: conjurándolos
sólo para exorcizarlos, porque es en esta relación dúplice que la sociedad
encuentra su principio de afirmación y desarrollo.
No encontrará el lector entre las obras analizadas en este volumen “ver-
daderos” demonios (Belial, Asmodeo, Alastor, Belzebú y sus congéneres
están notoriamente ausentes). Sin embargo, la representación de los insur-
gentes campesinos, los bandidos, los tiranos (como Juan Manuel de Rosas)
y los tiranuelos (como Ignacio Veintemilla), los mestizos, los moriscos, los
indios, los negros, las mujeres fuertemente sexuadas, escritoras o simple-
mente “modernas” (todo el repertorio de demonios que este volumen ex-
amina), están decididamente inmersas en lo que llamaré un imaginario
demoníaco, una especie de macronarrativa (de la cual este volumen esboza
solamente algunos fragmentos) que permite dar expresión a ansiedades de
naturaleza ciertamente nada sobrenatural, pero que encuentra ecos en la
reflexión cristiana sobre el Mal.
El Demonio (y los demonios) carecen hoy en Occidente de existencia
individual, salvo quizás para los evangelistas, los fundamentalistas, cris-
tianos o no, y los diversos (y minoritarios) cultos diabólicos. Como bien
nota Russell, esta devaluación del Adversario es decisiva en la historia cul-
tural de Occidente (Mephistopheles 128–167). Hacia el siglo XIX el Demonio
(o los demonios) había devenido metáforas culturales o morales, o tópicos
literarios. En el primer caso, el Demonio (convertido en lo demoníaco) de-
vino lo que aún es: metáfora del Mal radical. En el segundo, se convirtió,
por mor del romanticismo, en icono literario (y político) de las nuevas
formas de subjetividad y nuevas estéticas (Mephistopheles 168–213). El si-
glo XIX hispano participó de esta devaluación teológica del Diablo, pero
no alcanzó a revitalizarlo literariamente. No es difícil de constatar que,
más allá de algunas obras puntuales (como El estudiante de Salamanca,
de Espronceda, o algunas de las Leyendas de Becquer), el Enemigo y sus
aliados tienen una presencia literaria relativamente inimportante. Basta
recorrer las páginas de Diablo Mundo, de Espronceda, cuyo inicio sobre
todo abunda en escenas infernales, y compararlas con la profusa presencia
del Demonio en la literatura barroca previa, o la literatura gótica contem-
poránea, para comprender cómo el Demonio hispánico no alcanzó, ni de
 Juan Pablo Dabove

lejos, la densidad literaria de sus encarnaciones hispánicas precedentes, ni


de sus contrapartes inglesas, francesas o alemanas.24 Esto no deja de ser
sorprendente, toda vez que en el Occidente protestante decimonónico, el
mundo hispánico (católico) es centralmente asociado con el Demonio. La
novela gótica europea, uno de los productos culturales más populares e
influyentes del siglo XIX, suele ubicar la acción en países mediterráneos,
particularmente España e Italia. En esas novelas el Demonio o sus sub-
alternos juegan roles decisivos. Entre los ejemplos posibles se cuentan las
obras maestras del género: The Monk, de Matthew Lewis, El manuscrito
encontrado en Zaragoza de Jan Potocki, o Melmoth the Wanderer de Charles
Robert Maturin.
La parcial extinción del Demonio como tema literario en el mundo his-
pánico, no significó que el problema del Mal se extinguiera. Por el con-
trario, la hipótesis de este volumen es que el Demonio dejó de tener vali-
dez como tropo cultural porque el Mal devino Legión (lo que Baudrillard
llamó, para el fin del siglo XX, la “anamorfosis del mal”, refiriéndose a su
capacidad innumerable de permutaciones). El Demonio como líder y repre-
sentante de las hordas infernales (al estilo del Paradise Lost miltoniano,
hordas infernales que suelen ser en el poema una bien organizada mili-
cia) dejó paso a lo multitud de los demonios como ilocalizable y nomádico
principio del Mal. Gerald Messadie, en History of the Devil, señala que el
Adversario surge siempre en particulares conjunciones políticas (la post-
guerra fría y el creciente enfrentamiento entre Estados Unidos y la versión
militante del Islam es el caso particular al que el autor de refiere). En el
mundo hispánico, entiendo que la mutación en la concepción de lo dia-
bólico ocurre hacia la segunda década del siglo XIX. En América Latina
después de las guerras de Independencia, en España después de las Guerras
napoleónicas, las sociedades, arrastradas a conflictos civiles de naturaleza
por definición plural, perdieron por décadas la posibilidad de comprender
su devenir en función de una narrativa simple y omnicomprensiva.
Esta narrativa existió durante el período colonial. Cañizares-Esguerra la
denominó épica satánica (satanic epic), a ludiendo a la concepción de América
como reino del Diablo (exiliado del Viejo Mundo por el advenimiento de
Cristo y el surgimiento del cristianismo) y a la Conquista y erección de un
Imperio como una labor eminentemente cristiana, de guerreros cristianos
en lucha contra el Maligno (Cañizares-Esguerra, Puritan Conquistadors).25
Esta épica dominó la autopercepción de españoles y criollos durante siglos
en su vinculación con indígenas, negros, e imperios en competencia con
España por la dominación atlántica, y proveyó un marco de inteligibili-
dad simple y totalizador de una experiencia histórica compleja y a menudo
equívoca. Esta atribución simple del Mal a una posición Otra pudo pro-
longarse en América Latina (por mor de la reactivación de los tropos lasca-
sianos de los conquistadores como seres diabólicos) durante la Guerra de
Demonios culturales 

Independencia, y en España por la guerra contra Napoleón. Pero una vez


finalizadas ambas “épicas”, ocurrió el desastre (en el sentido nietzschano
que recoge Elías Palti en “Legitimacy and History”). El Mal (los enemigos,
los responsables del colapso o del declive) dejó de estar tener una ubicación
privilegiada, y pasó a estar en todas partes, en ninguna parte. Las incesantes
guerras civiles, la incontenible declinación económica y política eran a la
vez evidentes e inexplicables. Ante esta doble circunstancia, el pensamiento
del Mal se metamorfoseó en una forma “viral” que obsesionaba y obsedía
(ambos, recordemos, atributos de la posesión demoníaca). Así, si ya no hay
claramente un Satán que acapare “la parte maldita”, cualquier cosa puede
serlo, y las amenazas eran muy numerosas y disponibles para capturar la
“energía satánica de lo rechazado” (Baudrillard 82).
Este paso del Demonio a los demonios que define al siglo XIX hispano
puede ser examinado recurriendo otra vez a la figura más ilustre del Mal
en el siglo XIX, Rosas. La “biblioteca facciosa” sobre Rosas (Area, Una
Biblioteca) está constituida a partir de dos incertidumbres. La primera es:
¿es Rosas la anomalía en estado puro, el Otro incomunicable y refractario
que acecha en el exterior (y que accidentalmente, y por un período limitado
ocupó el cuerpo nacional, hasta ser exorcizado de allí)? ¿O es quizás la parte
maldita que habita y rige el cuerpo nacional? La segunda incertidumbre es
una variación de la primera ¿es Rosas una bestia inferior no diferente de los
gauchos degolladores que lo siguen, o es el Señor del reino material inferior
(al que fatalmente pertenecen los unitarios)? ¿Serán todos los unitarios
servidores secretos o inadvertidos del demiurgo Rosas? (inversamente:
¿será Rosas el único camino posible a la organización nacional?) 26
“El matadero” (escrito alrededor de 1840, publicado en 1871), del argen-
tino Esteban Echeverría es, de todas las obras de la “biblioteca facciosa”,
la que captura con más precisión y ambigüedad la fuerza demoníaca del
rosismo. Como recordaremos, el innominado unitario, para su desgracia,
ocurre por casualidad cerca del Matadero, en las afueras de Buenos Aires,
durante la primera matanza luego de una larga escasez de carne, causada
por una inundación. Los federales acosan torturan y matan al unitario
como una especie de extensión o coronación del holocausto vacuno al que
habían dedicado el día. Los federales son figuras de notable resonancia de-
moníaca; mestizos, negras y mulatos, que son menos humanos que ani-
males, y menos animales que un solo ávido monstruo plural que hace del
Matadero una ininterrumpida orgía de sangre. Estas figuras demoníacas
sacian sus oscuros apetitos en el unitario (figura cuyas resonancias crísti-
cas son difíciles de obviar). Luego, la asociación entre el Matadero y el Mal
(cuyo nombre es Santa Federación) es inescapable. Pero hay dos interpre-
taciones posibles del Mal tal como habita el Matadero. Podemos imaginar
que el Matadero es la faz visible del Demonio que permanece oculto (Rosas,
que tiene una presencia más bien secundaria en la obra), pero que maneja
 Juan Pablo Dabove

toda la trama de manera remota. Pero esta no es realmente la interpre-


tación de Echeverría. Podemos pensar (con Echeverría) que el Matadero
(y no Rosas) es el origen “absoluto” del Mal, y que Rosas lejos de ser el
Demonio que rige (como el Satanás de Milton) las huestes infernales, ha
sido producida por ellas. El mundo hispano en el siglo XIX no es, como en
el Imperio / Colonia, el reino del Demonio que se multiplica en demonios,
sino el desierto en el que circulan los demonios, sin un Demonio que sin-
tetice y totalice el Mal.
En la épica satánica el Mal es el oscuro espejo del Bien. Así, más allá de
la controversia filosófica y teológica sobre la existencia o no del Mal que se
remonta a la Antigüedad (Russell, Devil 122–173) el Mal funciona política-
mente (o puede funcionar, cuando es localizable) políticamente como un
principio ordenador (Messadié 8). En el siglo XIX ya no hay Mal: hay una
dispersión inabarcable de males. La ausencia del Mal es la ausencia de un
principio totalizador de intelección de lo social.

III. Estructura del volumen


Hemos dividido el volumen en cuatro secciones. En “Bandidos e insur-
gentes: demonios de la tierra” los autores examinan algunas instancias de
lo que en otro lugar he denominado “narrativas de bandidos” (Dabove,
Nightmares). Las obras analizadas (la prosa de Domingo Faustino
Sarmiento contemporánea al Facundo, Os Sertões, de Euclides da Cunha,
el periodismo y la literatura de cordel vinculada a la carrera y la muerte de
Antônio Silvino, Manuel Lozada, de Ireneo Paz, Precursores de Mariano
Azuela, El Zarco de Ignacio Altamirano) ponen en escena una cierta imagi-
nación temporo / territorial vinculada al problema de la soberanía del es-
tado nación. El bandidaje y la insurgencia campesina fueron amenazas a la
seguridad individual, y al establecimiento firme del sistema moderno de
propiedad y producción en las áreas rurales donde medró. Sin embargo, en
la imaginación letrada (que se manifiesta en un arco que va de la legislación
al poema) es mucho más que eso. El bandido es menos un problema poli-
cial que epistemológico, que se liga al carácter incognoscible (y diabólico)
de la naturaleza americana. Los bandidos siempre son o están emparen-
tados con oscuras y antiguas potencias de la tierra, refractarias a todo in-
tento de aprehensión por parte del conocimiento moderno. (Gibbon, en
el volumen III de su Decline and Fall, testimonia que esta asociación en-
tre bandas seminómadas dedicadas al pillaje y potencias infernales no es
nueva. Los hunos eran considerados por godos y romanos como produc-
tos de la cópula entre brujas escitas y demonios. Asimismo: aparentemente
la nomenclatura original de los tártaros era “tátaros”, pero San Luis, para
enfatizar el carácter infernal de los jinetes del este, los rebautizó tártaros,
por el infierno en la mitología griega). Los autores donde esta convicción
Demonios culturales 

sobre la naturaleza infernal del campesino insurgente—no importa si


expresada ahora secularmente en clave romántica o positivista—aparece
de manera más enfática son Sarmiento y da Cunha. Barbarie fue el nombre
que ambos dieron a su incomprensión.27 Esta consideración del bandidaje
se liga a la más antigua convicción sobre lo demoníaco de la naturaleza
del Nuevo Mundo (Cañizares-Esguerra, Puritan). Este tropo de la natura-
leza diabólica americana sobrevive hasta el siglo XIX, y fue pensado como
una de las mayores amenazas al establecimiento de un orden moderno
en América latina (prescindiendo de referencias personales al Maligno,
pero aún ligado a una imaginación del Mal).28 El bandido es como las bru-
jas de Macbeth: “earth bubbles” que surgen de la tierra y del pasado, y a
ellos deben volver para que la nación-estado sea posible. Este “retorno”
a la tierra es el acto fundador (invariablemente violento) de la soberanía
estatal: los últimos defensores de Canudos atrincherados en un pozo (que
será su tumba), el Zarco (jefe de los Plateados de Morelos) que es ente-
rrado por Martín Sanchez Chagollan (el jefe del escuadrón paramilitar que
extermina a los Plateados) en el cruce de caminos por el que pasa el cortejo
nupcial de Nicolás (contrafigura del Zarco) y Pilar (la criolla que repre-
senta el futuro del capitalismo agrario de Morelos).29 Asimismo, dado que
el bandido es el pasado (inmemorial) es lógico que se alíe con las fuerzas
del pasado (histórico): la saga de Lozada, narrada por Paz en su novela,
y analizada por Amy Robinson (“The Politics”), es un ejemplo excelente
(entre otros posibles) de esta dinámica.

La segunda sección (“La Marca de la Bestia: raza y alteridad”) examina


la puesta en juego en diferentes contextos de los tropos de la raza y la etnia.
Raza y etnia tienen en Occidente una larga tradición como lugar de con-
jura de lo demoníaco (Malchow, Gothic Images). En los diversos estudios
de caso de esta sección (el drama Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque
de Rivas, los periódicos satíricos argentinos del período de la Organización
Nacional, la literatura romántica de tema morisco, la prensa popular para-
guaya durante la Guerra de la Triple Alianza, los escritos en torno a la
Guerra de África) el otro racial (el mestizo Indiano, el morisco, el indio,
el árabe, el brasileño y en particular el negro brasileño) es postulado como
la amenaza que debe ser localizada y domesticada o suprimida para que
una comunidad nacional coherente sea posible. En el caso de Don Álvaro,
narrado desde el punto de vista del Otro (don Álvaro) se pone en eviden-
cia lo que mencionábamos antes sobre el carácter a-subjetivo del proceso
de alterización: como en toda buena tragedia, las cosas ocurren por fuera
de la voluntad de los individuos, y las patentes virtudes personales de don
Álvaro nunca alcanzan a asegurarle un lugar diferente al que su parte mal-
dita (por partida doble: mestizaje y sedición) lo confina. El polo opuesto
del Duque de Rivas es el caso de la prensa paraguaya, y su tarea durante
10 Juan Pablo Dabove

los años urgentes de una guerra genocida: constituir en sus dimensiones


culturales fundamentales una comunidad nacional homogénea y marcial-
mente eficaz, por medio de la alterización sin resto del enemigo brasileño:
estereotipado en la figura del negro simioide subhumano (ver Johnson,
“Cara Feia al Enemigo”).

Promover la discordia entre los justos es, desde el cristianismo temprano,


uno de los poderes más solapados y peligrosos del Adversario (Russell,
Satan). La herejía religiosa, tanto como la subversión del orden político,
eran consideradas como instancias de compartida inspiración diabólica
(Gibbon 117). En “Después de la Tentación y la Caída: la nación-estado y sus
imposibilidades” los autores examinan casos donde los demonios cultura-
les no son las inmemoriales potencias tectónicas, o las amenazas que vienen
de la selva o del desierto. Aquí, la comunidad nacional misma ha adquirido
un carácter demoníaco (ha devenido tiranía, grotesco, multitud corrupta).
Por ende, ya no hay refugio, ya no hay un marco desde donde llevar adelante
la crítica. Por eso, en todos estos textos, es la posición del letrado la que apa-
rece en primer plano: la ironía absoluta de Larra frente a los demonios de la
España decimonónica (LaRubia-Prado, “Demonios públicos y privados”);
las problemáticas estrategias de reafirmación de una identidad “mayor”
frente a la realidad abyecta de la cárcel de Belem en las crónicas de Heriberto
Frías (Conway, “Entre tarántulas y dementes”); los furiosos libelos con
los que Rivera Indarte—apenas rescatado de las garras del Mal—intenta
exorcizar la cultura argentina de Rosas (Area, “Proferir lo inaudito”); las
inevitables alianzas con el “Diablo” (entendiendo por esto: los males que
reinan en el México prejuarista) que son la condición de posibilidad para la
narración en la novela de Diaz-Covarrubias El diablo en México (Cortazar,
“Alegoría del desencanto”), la deriva de la comunidad nacional en manos
de la Némesis del letrado nacional (y reverso oscuro del Libertador) en Las
Catilinarias de Montalvo (Lander, “Héroes y corruptos”).

Si la primera sección presentaba casos donde la amenaza viene de “abajo”


(América) y del pasado inmemorial (el mundo premoderno indígena y ru-
ral) en la última sección de este volumen, denominada “Demonios finise-
culares: mujeres e inmigrantes” se examinan los variados modos en los
cuales la modernidad representó para los intelectuales latinoamericanos la
movilización de potencias demoníacas inéditas. Lo que tienen de particu-
lar estos demonios es que vienen de “arriba” (de Europa), a diferencia de las
potencias inferiores de la tierra, y llevan la marca del futuro (las transfor-
maciones de la modernidad). Estos demonios, además, ya no son, como los
demonios de la tierra, portadores de una violencia aterradora. La tentación,
la disimulación y el engaño (como la Serpiente paradisíaca) parecen ser sus
métodos preferidos: mujeres bellísimas pero pervertidas y letales (como la
Demonios culturales 11

Condesa del Zarzal, en la novela analizada por Zamora), 30 inmigrantes que


esconden bajo la promesa de nueva sangre e infatigable trabajo pestilencias
físicas, morales y políticas (como en algunos de los casos examinados por
Laera); mujeres doblemente travestidas (vestidas de hombre, poseedoras
de conocimientos masculinos) que usan los predicados del sexo domi-
nante contre ese mismo sexo (como la asesina de Holmberg analizada por
Gabriela Nouzeilles [“Asesinatos por sugestión”] y las escritoras femeni-
nas metaforizadas en las Salomés finiseculares examinadas por Peluffo).
Estos son demonios aún más peligrosos dado que habitan el interior de la
modernidad latinoamericana y surgen de ella.
Desde luego, el recorrido que este volumen ha ensayado es incompleto.
Muchas adiciones, precisiones, moderaciones pueden y podrán señalarse.
Confiamos sin embargo, en haber llevado adelante una contribución a un
campo que aún debe dar casi todo de sí.

Notas
1 Quisiera agradecer, como editor del volumen, la invalorable (e infatigable) colaboración de Susan
Hallstead y de Leila Gómez en la elaboración del mismo. El volumen no hubiera sido posible sin
ellas.
2 Usamos aquí al vocablo “liberal” en su acepción más amplia, que incluye pero no se reduce a la
afiliación partidaria. En esta acepción amplia “liberal” refiere a la ideología republicana, secular,
anti-corporativa, racionalista, pro-capitalista, urbana, afiliada al proyecto histórico y social de las
potencias del Atlántico norte, que definió el pensamiento y la práctica institucional y escrituraria
del sector dominante de la intelligentzia en América Latina y España.
3 Entendemos el término “político” más allá del sentido restringido acuñado en función de la
nación-estado moderna, de las instituciones vinculadas a ella (oficinas de gobierno y adminis-
tración, sindicatos, partidos, ONGs, empresas proveedoras de servicios), sujetos (individuos
como sujetos de derecho, ciudadanos, clases, corporaciones) y prácticas (votos, peticiones,
huelgas, manifestaciones, etc.). En esta acepción amplia, política no es un juego cuyas reglas y
participantes están predeterminados (y lo único por determinar es el resultado), sino precisa-
mente la arena donde se decidirán todas las dimensiones del juego. Como señala Lechner, la lucha
política es muchas veces una lucha para determinar cuál va a ser la concepción dominante del
término “política.” (Para mayores desarrollos, ver Portinaro, Hart y Negri, Guha).
4 Contradiciendo una práctica corriente en el género, no he de dedicar la mayor parte de esta
Introducción al sumario de cada uno de los artículos. He preferido hacer una presentación
general del problema, incluyendo en ella referencias a cada uno de los artículos, de acuerdo a la
lógica del argumento. Hacia el final, describo la estructura general del volumen.
5 Para un desarrollo más detallado del concepto de pesadilla cultural que el que esta introducción
permite, ver Dabove, Nightmares of the Lettered City.
6 Señala Foucault: “El discurso—el psicoanálisis nos lo ha demostrado—no es simplemente lo que
manifiesta (o encubre) el deseo; y […]—esto la historia no cesa de enseñárnoslo—e discurso no
es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo
que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (12).
7 Sobre esta “precedencia” (puramente analítica) del tropo en relación con la identidad señalan
Laclau y Mouffe: “Synonymy, metonymy, metaphor are not forms of thought that add a second
sense to a primary, constitutive literality of social relations; instead, they are part of the primary
terrain itself in which the social is constituted” (110). Esta convicción desde luego, no es privativa
de Laclau y Mouffe. Se remonta (en la filosofía moderna) cuando menos a Friedrich Nietzsche
(“On Truth and Lying”). Ver asimismo Derrida “White Mythology”.
12 Juan Pablo Dabove

8 Para un iluminador desarrollo de la distinción entre diferencia y alteridad en la cultura contem-


poránea, ver Baudrillard, Transparency, en particular la parte tres “Otredad Radical”.
9 Desde luego (como argumentamos luego) sería un error suponer que la diferencia preexiste al
conflicto. La diferencia es, paradójicamente, a la vez un producto y una precondición y un arma
del conflicto (paradoja que es, desde luego, la paradoja del origen del lenguaje).
10 Para esto ver Baudrillard, Transparency, en particular “The Melodrama of Difference”. En este
volumen de Colorado Review vemos dos ejemplos de inclusión subalternizada. El primero es la
idealización de los moriscos españoles en la escritura de los románticos liberales (Torrecilla,
“Moriscos y liberales”). El segundo es la movilización satírica de los amerindios por parte de
ciertos miembros de la elite letrada, contra otros miembros de esa misma elite (Fernández,
“¡Viva el salvagismo!”). En ambos casos, se trata de enemigos multiseculares que, una vez derro-
tados, son cancelados como sujetos históricos y convertidos en meros “artefactos trópicos”
por medio de los cuales la elite se auto representa. Así, los enemigos pueden ser convertidos en
sublimes, incluso en modelos, toda vez que ya no son Otros, sino meras metáforas (desposeídas
de todo riesgo) en el diálogo de la elite consigo misma (Desde luego, los ejemplos analizados por
Torrecilla Fernández tienen una tradición en Occidente. Podemos pensar en las Lettres persanes
de Montesquieu y en las Cartas marruecas; Defensa de la nación española contra la carta persiana
LXXVIII de Montesquieu de José Cadalso).
11 Un detallado estudio de caso puede encontrarse en el artículo de Alejandra Laera. Allí se
presenta el debate (literario tanto como legislativo) que recurre al orden de metáforas antes
indicado (el Otro como amenaza al cuerpo de la nación), y apela al léxico y la retórica de la
medicina y de las ciencias naturales (en particular contaminación y / o contagio) para pensar
(imaginar) el lugar y los efectos de la inmigración “inferior” (de la cuenca mediterránea) a
Argentina a fines del siglo XIX. Una de las virtudes más notorias del artículo de Laera es que, por
medio de un cuidadoso análisis del corpus finisecular, demuestra que la elite letrada argentina no
tenía una posición uniforme (ni siquiera compatible) frente al fenómeno de la inmigración. Laera
va más allá de la usual lectura crítica de Cambaceres (En la sangre) o Argerich (¿Inocentes o
culpables?) para mostrar cómo ellos no representaban el indiscutido consenso en el debate
inmigratorio. De hecho, otros autores como Carlos María Ocantos (Promisión) o Adolfo Saldías
(Bianchetto. La patria del trabajo) divergían vastamente de aquéllos.
12 El artículo de Arroyo evidencia cómo la presentación de don Álvaro, héroe romántico por
excelencia (de intensidad muy superior a la del festivo—e inofensivo—pirata de Espronceda)
recurre a un paradigma que vincula al personaje menos con Childe Harold que con la criatura
de Frankenstein, y cómo esta representación de don Álvaro como monstruo, caníbal y salvaje
depende de su consideración inicial como mestizo.
13 Y a la vez, en tanto aristócrata, es un significante vacío, ya que la aristocracia en la literatura de
dicho período, demuestra Zamora, funciona como un tropo de alteridad diversamente apropiado.
Esto es, la aristócrata perversa y decadente tiene menos que ver con la “realidad” a la que remite
(realidad que se hacía aceleradamente irrelevante como centro de los conflictos políticos y cul-
turales de la época en España), que con una metáfora “general” sobre los peligros de la hibridez
para la cultura nacional.
14 Un ejemplo es la “orientalización” (Said) y la “invisibilización” de los marroquíes en el contexto
de las guerras coloniales españolas de mediados del siglo XIX, tal como los analiza Ana Rueda en
“El enemigo invisible”. Esta doble operación a la vez justifica la aventura neoimperial, y borra de
la narrativa todo elemento de violencia, o lo resignifica como pedagogía, redención, civilización.
Otro ejemplo es la animalización grotesca de los enemigos brasileños por la prensa paraguaya du-
rante la Guerra de la Triple Alianza, tal como lo analiza Adriana Jonson en “Cara Feia al Enemigo.”
15 Stuart Hall define naturalización como “a representational strategy designed to fix difference, and
thus secure it forever. It is an attempt to halt the inevitable ‘slide’ of meaning, to secure discursive
or ideological ‘closure’” (Hall 245).
16 El artículo de Ana Peluffo (“Alegorías de la Bella Bestia”) es un ejemplo eminente, donde la mujer
es definida por entero por su (descaminado) deseo sexual. Peluffo lee la versión latinoameri-
cana de Salomé como un “emblema de los miedos masculinos a los cambios socio-culturales
provocados por la modernización […] que funcionan como proyecciones de fobias y deseos del
sujeto letrado,” en particular, la emergencia de las mujeres escritoras y los modos de asociación
Demonios culturales 13

y apoyo mutuo que esas escritoras estaban ensayando para intervenir exitosamente en la esfera
pública (asociación metaforizada en la conexión Salomé–Herodías, en la cual queda entrampado
el Tetrarca y que resulta fatal para Juan el Bautista—imagen del artista / letrado latinoamericano).
Así, para los autores que analiza Peluffo (en particular Rubén Darío), Salomé es un tropo para
reflexionar sobre una identidad masculina en crisis (puesta en crisis, entre otras cosas, por la
emergencia de nuevas identidades femeninas) y para establecer un diálogo con poetas y lectores
sobre la forma en que el sentimentalismo masculino podía hacer frente o no a excesos de la
modernización liberal.
17 Prefiero la noción de singularidad (de ascendencia deleuziana) a la de individuo (que es la que usa
Gilman, por ejemplo), dado que considero que la noción de individuo presupone ya un proceso
de categorización (por ende, estereotipia): el individuo es ya un haz de atributos, mientras que la
singularidad implica el cuerpo (en estado “salvaje”) en un inconcebible (e inalcanzable) antes de
esa categorización.
18 La díada mayor / menor remite, desde luego, al texto de Deleuze y Guattari Kafka.
19 Esta aproximación considera a las identidades sociales como culturales (enfatizando el rol del
lenguaje y de las narrativas en su constitución), contingentes (en permanente transformación
en el tiempo, el espacio y el medio social) y relacionales (definidas en el seno de una relación de
oposición con respecto a otras) (Tilly).
20 La alterización como acto fundacional infundado tiene relaciones conceptuales fuertes con el
estado de excepción analizado por Carl Schmitt primero, por Giorgio Agamben luego.
21 Dice Baudrillard: “Anything that purges the accursed share in itself signs its own death warrant.
This is the theorem of the accursed share” (106). Esta era, para Baudrillard, la situación de
Occidente hacia fines del siglo XX (esto es, antes del 11 de Septiembre del 2001).
22 En una vena similar, Gilman diferencia entre la estereotipia necesaria y la estereotipia patológica,
diferencia que puede ser abreviada entre la necesidad insoslayable de categorizar los objetos
de nuestra experiencia (entre ellos, otros seres humanos), y fenómenos extremos como el
genocidio.
23 Palti (“Visiones de lo inasible”) aborda lo que denomina la “génesis dilemática de la fórmula
civilización / barbarie”, esto es, cómo la díada conceptual que fue considerada clave en la historia
intelectual y política del siglo XIX surge de una catástrofe epistemológica, y no al contrario, de
un acto de intelección de una realidad fácilmente aprehensible. Palti relee los textos de la época
del Facundo como síntomas de una crisis irresoluble, no como el cenit de una historia intelectual.
Area, por su parte, lee cómo los exiliados porteños (y en particular, Rivera Indarte) construyen
la figura de Rosas, y cómo esa figura, Némesis del pensamiento liberal argentino, es sin embargo
inadvertidamente erigida en condición de posibilidad de una narrativa nacional (y por ende, de
una literatura nacional).
24 Para un rastreo (confesadamente incompleto) de la presencia de demonios, brujas y fantasmas
demoníacos en la literatura hispánica moderna, ver el volumen editado por Pont (Brujas, demo-
nios y fantasmas), y el estudio y antología de Roas (Cuentos fantásticos). A las obras examinadas
en ese volumen (y las mencionadas antes en esta introducción) podría agregarse la única novela
decimonónica importante en América Latina (y quizás en el ámbito hispánico) donde el Demonio
juega un rol decisivo, El fistol de Diablo (México, 1845–1846), de Manuel Payno.
25 Un ejemplo nos da in nuce las dimensiones de esta macronarrativa. El volumen de Cañizares-
Esguerra reproduce una pintura del siglo XVII de la escuela cuzqueña, La Conquista del Perú. En
ella, la conquista es la representación terrenal de una lucha que en realidad ocurre en el Cielo.
Pizarro y sus legiones (en primer plano) avanzan (con bendición eclesiástica) contra las huestes de
Atahualpa (en el fondo). La escena es la manifestación en el orden inferior del verdadero conflicto
en el orden superior: el arcángel San Miguel derrotando (y humillando) a Satanás (derrota
representada en la porción superior del cuadro). La derrota fue trascendental, pero no fue
decisiva: Satanás siguió, a escondidas, por guerrilla y emboscadas, acosando a los soldados de la
fe (y de allí las múltiples campañas de extirpación de idolatrías durante el primer siglo y medio del
Imperio en América). De esta escena, nos importa un detalle: el hecho de que, para la mentalidad
hispánica, la totalidad de la experiencia histórica estaba comprendida (y por lo mismo, arrebatada
a la historia) en la lucha entre dos principios trascendentes: Dios y el Diablo, y ambos principios
eran localizables (los idólatras, la naturaleza americana) y representables sin mayores inconveni-
14 Juan Pablo Dabove

entes. Por eso el cuadro está organizado de acuerdo a dos dimensiones: abajo / arriba; adelante /
atrás, organizando un mapa de lo social en armonía con lo celestial.
26 La misma incertidumbre (pero expresada de manera inversa) surge frente a Martín Sánchez
Chagollan, el “ángel exterminador” de los Plateados de Morelos que funciona como el Deus ex
machina en El Zarco. Como analizan Melgarejo y Lund (“Altamirano’s Demons”), en su rol
contrainsurgente Sánchez Chagollan parece convocar las potencias del Bien (el estado, la moder-
nidad, la legalidad, el capitalismo agrario). Sin embargo, Melgarejo y Lund recuperan la esencial
ambigüedad de la figura de Sánchez Chagollan: exterminador de bandidos, pero muy cercano
(en su ética, en su estética, en su modo de proceder) a los bandidos que persigue, más cercano
entonces a lo demoníaco de lo que una narrativa indivisamente nacionalista podría desear.
27 En el caso de Sarmiento, hay incluso una ligazón explícita (de la cual él no fue el único exponente)
entre gauchos malos y bandas tártaras. Ver Dabove, Nightmares.
28 Para Sarmiento, por ejemplo, la pampa engendra una no-sociedad, que mima (diabólicamente) la
sociedad civilizada, pero que tiene como único fundamento el ejercicio irrestricto de la violencia;
el bandidaje. La única restricción es un principio de violencia de superior eficacia: el caudillismo (y
el rosismo como su coronación).
29 Exámenes de esta compleja dinámica desde dos perspectivas diversas, pero en último término
complementarias, pueden hallarse en sendos artículos de Melgarejo / Lund (“Altamirano’s
Demons”) y Parra (“Pueblo, bandidos, y Estado”)
30 El libro fundador de la línea de examen en torno a lo demoníaco femenino que los artículos de
este volumen continúan es Idols of Perversity, de Bram Dijkstra.

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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 19–33

Visiones de lo inasible: Sarmiento y Euclides


da Cunha en las fronteras de la civilización 1

Elías Palti, Universidad de Quilmes

La fór mula civilización y barbarie ciertamente no nace con Sarmiento,


tiene una muy larga historia. No obstante, es verdad que con él adquiere un
sentido particular que teñirá profundamente las interpretaciones de la rea-
lidad latinoamericana. Dicha fórmula ofrecería una clave para compren-
der el origen de los antagonismos que enfrentarían a las sociedades locales.
Expresión condensada de un mundo escindido, serviría de cifra para una
oposición que, eventualmente retraducida de modos diversos (progreso /
retroceso, democracia / autoritarismo, cosmopolitismo / nacionalismo, in-
dividualismo / corporativismo) recorrería toda la historia latinoamericana
y explicaría todas sus vicisitudes hasta el presente. Así interpretada, tiene,
sin embargo, algo de tranquilizadora, en la medida que permite al menos
descubrirle un sentido a nuestros desencuentros. La misma describe una
geografía llana, en la que todos los fenómenos encontrarán su lugar deter-
minado, uno, aunque conflictivo, siempre localizable conceptualmente.
Esta lectura tradicional de la fórmula sarmientina, en realidad, oculta
más que revela su verdadero significado histórico. Por el contrario, la misma
nació precisamente de la experiencia de la dislocación del horizonte de inte-
ligibilidad que ella instaura y expresaría una profunda crisis conceptual que
sigue al trastrocamiento de los marcos de referencia con que la generación
romántica argentina podía hasta entonces comprender su realidad, volverla
inteligible. Como veremos, con dicha fórmula Sarmiento intentaría jus-
tamente revelar por qué la emergencia del rosismo señalaba un fenómeno
anómalo, cuya definición escapaba a las categorías que la razón tenía dispo-
nibles, quebrando la lógica histórica condensada en ella. Un hecho mons-
truoso, en fin, para él, cuya designación obligaría a violentar al lenguaje.
Facundo (1845), la obra en que tal fórmula habrá de plasmarse, más que un
intento de dar cuenta de dicho fenómeno, es la expresión del tipo de dilema
que éste planteaba. Y es también, como veremos, esta naturaleza profun-
damente dilemática de la mencionada fórmula la que llevaría a Euclides da
Cunha a volver medio siglo más tarde sobre ella en Los sertones (Os sertões.
Campanha de Canudos, 1902).

19
20 Elías Palti

I. La génesis dilemática de la fórmula civilización y barbarie


El trazado de cómo cobra forma en Sarmiento, en los años inmediatamente
previos a la elaboración de Facundo, la fórmula civilización y barbarie nos
permite descubrir aquellas aristas problemáticas que ésta presentaba y que
escaparían a las lecturas tradicionales de la misma. La misma nace, más
específicamente, en el contexto de la progresiva descomposición que sufre
la resistencia contra Rosas iniciada en 1838 (cuando una serie de levanta-
mientos a lo largo del país harían conmover su poder, poniendo en peligro
su continuidad). La derrota de la campaña de Lavalle, (en quien los miem-
bros de la Generación del 37 depositarían sus expectativas), producida en
1840, marcaría un hecho especialmente perturbador para ellos. La visión
de una marcha épica de la razón contra sus enemigos a la que hasta enton-
ces se aferraban (“la caída de Rosas en los momentos actuales”, aseguraba
Alberdi en la Revista del Plata, en mayo de 1839, “es un axioma, porque es
una necesidad” [Escritos póstumos XIII, 484]) comenzaría así a tambalear.
Hacia 1841, la visión sarmientina del mundo americano se teñiría de un
tono claramente hobbesiano. “La lucha intestina devora a todos los estados
americanos; la guerra entre unos y otros consume su existencia” (“Política
americana”, El mercurio 7). Era la hora del disensus universalis, “¿qué espe-
cie de vértigo”, se preguntaba, “domina a todos estos pueblos?” La misma
universalidad de este fenómeno mostraba, para él, la insuficiencia de las
explicaciones locales. “Cansados estamos de soluciones fáciles para expli-
car este fenómeno, deducidas de circunstancias particulares a cada estado,
como ser la ambición de este o aquel caudillo particular [...] Necesitaríamos
otras más profundas y generales y que pudiesen servir y fueran aplicables
a todos los casos” (“Política americana”, El mercurio 7). Se trataría, en de-
finitiva, de una lucha que infaliblemente abrazaría a las naciones en su
infancia y las hundiría en el caos; pero, contrariamente a lo que pensa-
ban los europeos (quienes, dice, “miran como imposible en Sud América
ninguna forma de gobierno, considerando a la raza española que habita
este continente, condenada a consumirse en guerras intestinas” [“Política
americana”, El Nacional 12]) nada particular había, para Sarmiento, en las
repúblicas latinoamericana que las condenase de antemano a permanecer
por siempre sumidas en él. Chile era el mejor ejemplo de ello.
Al contemplar la serie de trastornos que despedazan a aquellos, ¿se dirá
que Chile está más ilustrado sobre sus verdaderos intereses, que Méjico
o Buenos Aires, para tomar estos ejemplos entre tantos?; pero ¿cómo se
ha ilustrado más que aquellas dos repúblicas? ¿No tienen todas las tres el
mismo origen? (“Política americana” El Nacional 19).
Sarmiento simplemente no podía aceptar que, como afirmaban “hom-
bres de Europa”, “Rosas es invencible, tiene opinión y la libertad ha perdido
para siempre sus títulos en el suelo argentino” (“La cuestión del Plata” 77) .
Visiones de lo inasible 21

Entre los exiliados, él fue quien de manera más persistente se negó a acep-
tar la derrota como definitiva. Todavía entonces, “después que todos han
desesperado de la salvación de la patria” (“Segundo comunicado” 59), con-
fiaba en que la suerte de la lucha contra el “tirano” no había sido aún deci-
dida, que el orden de las cosas pronto volvería a su quicio. Entonces, decía,
podría verse hasta qué punto las peripecias hasta ese momento sufridas en
la contienda portaban un sentido oculto.2 “Tal es la época actual”, asegu-
raba, “que se ocupa de explicar los hechos históricos y de colocarlos, no en
el orden cronológico en que se han sucedido, sino en el orden progresivo
de los desenvolvimientos de las sociedades”. Comprender filosóficamente
la Historia era, para él, penetrar su caos aparente y acceder al orden que le
subyace. “Cada hombre”, aseguraba, “ocupa su lugar en esta serie; y cada
uno de los caracteres que parecen echados al acaso en el camino que siguen
las naciones, tiene su deducción lógica, su representación determinada”
(“Vindicación de la República Argentina” 9).
Es entonces que Sarmiento lanza una nueva empresa editorial, la fun-
dación de El Heraldo Argentino, aspirante a vocero de las fuerzas que
luchaban contra Rosas. “Gloriémonos”, decía su prospecto inaugural,
“de pertenecer a esa raza de titanes que saca nuevas fuerzas de sus que-
brantos y no desesperemos del porvenir de nuestra patria”, “la guerra que
nuestros compatriotas hacen al tirano está a punto de dar resultados deci-
sivos” (“Prospecto del Heraldo Argentino” 94, 97). El tono épico que adopta
trasluce, de todos modos, un sentido de urgencia nuevo en él. Sabía, al me-
nos, que la que según él se avecinaba no iba a ser una batalla más, que la
historia en el Plata estaba aproximándose al momento de su krisis (“las
ideas retrógradas y sus consecuencias, luchan por la última vez”, decía, “con
las ideas de la libertad, de constitución y de progreso”) (“Política ameri-
cana”, El Nacional 11). El hecho es que al año siguiente el triunfo de Paz en
Caaguazú parecía devolver las cosas a su lógica.
El General Paz, triunfando en los campos de Caaguazú, ha restablecido
la lucha que había parecido extinguirse con las derrotas que Lavalle y
Lamadrid habían sufrido en el Interior. Tres provincias se han escapado
al poder del tirano, y lejos de abandonarse a la inacción, se preparan para
romper las cadenas de toda la República (“Conducta de Rosas” 34–35).
Caaguazú era, para Sarmiento, la comprobación empírica de que no se
podían burlar gratuitamente las exigencias de la razón: ésta habría de en-
contrar, tarde o temprano, las vías para imponerse. Sin embargo, pronto
descubriría que la insobornable facticidad se obstinaba en resistir a los
designios racionales:
Los hechos suelen a veces desmentir todas las probabilidades, salirse del
círculo de lo que considerábamos posible, y romper bruscamente el hilo
de las promesas más bien fundadas, para representar su cara desnuda,
22 Elías Palti

positiva, burlándose irónicamente de los juicios humanos [...] ¿El sen-


tido común no escarnece y rechaza esta fábula que tan absurda parece?
[...] ¿Vióse fenómeno más raro, más incomprensible, más disparatado?
(“Comentario de las noticias argentinas” 47–48).
Increíblemente, Paz había sido otra vez atrapado; y con ello, las resistencias
a Rosas parecían llegar a su fin. Son “los altos destinos de la Providencia”,
decía, “que gusta a veces burlarse del orgullo de la razón humana”
(“Comentario de las noticias argentinas” 49). El hecho y la forma en que
había sido apresado Paz no podían haber importado un contraste más
brutal a las expectativas de Sarmiento. Se imponía repensar todo aquello
en lo que había hasta entonces confiado. Todos sus modelos se habían
derrumbado.
No tenemos un solo modelo en el mundo que imitar, porque esta cuestión
está viva en todas partes, y los hechos consumados no han dado hasta
ahora una solución completa. ¿Qué hay en Francia sobre la ley electoral,
por ejemplo, que es la base de los sistemas representativos? Anarquía de
intereses e ideas. ¿Qué hay en Inglaterra y en España? Anarquía. ¿Qué hay
actualmente en Chile? Anarquía (“Ensayo sobre la vida y escritos de D.
Manuel J. Gandarillas” 245).
Este segundo semestre del año 1842 va a marcar decisivamente el pensa-
miento de este autor. La anarquía parecía en esos momentos impregnarlo
todo. De este modo, sin embargo, Sarmiento convertía la lucha contra
Rosas en sólo un capítulo más en una crisis civilizatoria global que se ven-
dría produciendo a escala planetaria desde fines del siglo anterior. Aún
entonces, pues, se resistiría a conformarse con las explicaciones locales.
Pero, al mismo tiempo que sostenía esto, comenzaba también a percibir
que lo que estaba ocurriendo en el Plata representaba un fenómeno ab-
solutamente inusual dentro de esa lucha más general entre el “orden” y la
“anarquía”. Con la afirmación de Rosas en el poder la “guerra civil” había,
de hecho, concluido. Comenzaba a perfilarse así, para él, lo que llama “una
nueva era” por no tener aún un término más preciso para definirla.
La cuestión presente del Plata no es la misma enteramente que la que se
agitaba en los años ‘30 y ‘31. Entonces, como ahora, se luchaba entre el
absolutismo y la libertad, entre la barbarie y la civilización; pero hay algo
más en la lucha actual que le da diferente aspecto, al menos para el exterior.
Aquella guerra pudo llamarse guerra civil [...], pero desde que Rosas logró
enterrar a sus dignos compañeros, desde que quedó solo en el campo [...]
comenzó una nueva era (“La cuestión del Plata” 71).
“El fenómeno”, decía, “no puede ser más extraordinario, ni más digno de
llamar la atención de la América” (“La cuestión del Plata” 70). Un fenómeno,
pues, notable, por decir lo menos, que requeriría de un tipo de análisis
diferente al ensayado hasta entonces. Sería un error gravísimo, aseguraba,
pensar “que se trata de una vulgar guerra civil”, “no se ha comprendido
Visiones de lo inasible 23

que ella es singular en su género, y que se trata”, decía, “nada menos que de
arrojar la civilización” (“La cuestión del Plata” 74) lo que para Sarmiento
quería decir algo así como alcanzar el fin de la Historia sin que ésta llegase
a su fin, a su remate obligado: la civilización, cuya consecución quedaría
así, según parece, ya erradicada definitivamente como posibilidad (puesto
que, de lo contrario, cabría todavía considerar al régimen de Rosas como
un hecho puramente incidental, un mero obstáculo temporal en la marcha
triunfal de la civilización). Qué significaba esto, cómo sería ello posible,
cuáles sus consecuencias, qué vendría después, eran cuestiones a las que to-
davía no alcanzaba a comprender del todo bien. La búsqueda de categorías
que permitieran descifrar tal dilema, hacer comprensible el significado de
esta “nueva era” que se abría, se traducirá finalmente en un giro conceptual
fundamental que llevará directamente a Facundo. Pero antes mediará un
proceso más o menos prolongado (y nada lineal) de redefinición y redis-
posición de su universo categorial. Llegamos aquí, en fin, al origen de la
fórmula civilización y barbarie tal como se plasmaría en Facundo.
La primera conclusión de Sarmiento (que no será, como veremos, de-
finitiva), es que un desenlace como el que parecía anunciarse sería absolu-
tamente inconcebible. “Arrojar” sin más a la civilización (esto es, el fin de
la Historia) era algo para él imposible siquiera de imaginar. Cuanto mucho
podría prolongarse un estado de guerra civil (quizás, incluso, convertirse
en crónico), pero la idea de un triunfo último, final, cabría sólo a la civili-
zación. Y esta máxima que era válida para la historia universal no podía no
serlo, pensaba, para la Argentina (“no se tiene presente”, decía, que “es la
más cercana a la Europa”) (“La cuestión del Plata” 91).
A medida que la situación progresaba hacia un desenlace que imaginaba
trágico, el pensamiento de Sarmiento habría así de replegarse sobre sí para
encontrar en su seno las garantías que una realidad esquiva ya no podía
brindarle. Es entonces cuando la mencionada fórmula comienza a ocupar
un primer plano como el reaseguro conceptual último (instancia que se
vuelve decisiva cuando otras parecen desvanecerse) de la promesa de un
triunfo pleno de la empresa civilizadora. Mientras Sarmiento consideró a
la lucha como un enfrentamiento entre puros principios en tanto que tales,
debió aceptar que su destino sólo podría resolverse en los fragores mismos
de la contienda: aquél que lograra montar una fuerza superior habría ne-
cesariamente de alzarse con el triunfo. Y, en efecto, suele suceder que las
fuerzas retrógradas se imponen ocasionalmente en la historia (como ocu-
rrió en Europa con la Restauración) sin que ello represente nada particu-
larmente dramático (más allá de lo que imponen las mismas contingencias
históricas). Hasta ahí, las antinomias progreso / status quo y civilización /
barbarie resultaban para él perfectamente intercambiables entre sí. No será
así desde el momento que empiece a esbozar una distinción entre ambas.
Entonces, cuando la lucha se plantee estrictamente en los términos de un
24 Elías Palti

enfrentamiento entre “civilización” y “barbarie” (como sería aquí el caso),


el triunfo, parecía decir Sarmiento, sólo podría ya corresponder a las fuer-
zas de la civilización. Simplemente, porque un triunfo de la barbarie sería
entonces inconcebible, algo inaudito, sin comparación posible con lo que
fuera la imposición de las fuerzas conservadoras en la Europa civilizada,
aunque sólo más adelante iría precisando las razones de esta convicción.
Más difícil es imaginar cómo pensaba que habría de ocurrir este estre-
pitoso derrumbe del poder del tirano. De todos modos, lo cierto es que ello
no iba a ocurrir y Sarmiento pronto podría comprobarlo. El once de enero
de 1843 proclama desde las páginas de El Progreso: “La catástrofe [...] ha
sobrevenido al fin, después de haberse hecho esperar por mucho tiempo,
después de haber burlado todas las conjeturas, contrariado todas las espe-
ranzas y confundido todos lo cálculos” (“La revolución argentina” 98–99).
Tras la batalla de Arroyo Grande, Oribe (aliado de Rosas) ocupaba la Banda
Oriental y ponía sitio a Montevideo. El Heraldo Argentino era clausurado y
con él todo un proyecto político e intelectual se desmoronaba. Sarmiento
entonces anuncia su renuncia a la ciudadanía argentina (“los argentinos
residentes en Chile”, decía, “proscriptos de su patria, pierden desde hoy la
nacionalidad”) (“Despedida de El Heraldo Argentino” 104). “Nos precipita-
mos hacia un porvenir […] que al tocarlo [lo hemos] encontrado erizado
de espinas y nutrido de desengaños” (“La revolución argentina” 101), reco-
noce entonces amargamente.
La larga lucha queda terminada. No más sonará en la ancha extensión
de la República Argentina el cañón de la discordia de la guerra civil ... La
oposición no sólo ha sido herida de muerte, vencida, aterrada, sino que se le
ha cortado la cabeza, ha sido segada del haz de la tierra, y sembrado de sal
el suelo en que antes germinaba (“La revolución argentina” 99).
El campo de batalla de las puntas del Arroyo Grande ha sido el tribunal
en que, en última apelación, ha fallado el severo destino en este litigio
terrible entre civilización y barbarie, entre la libertad y la esclavitud, entre
las formas constitucionales y el poder absoluto (“Despedida de El Heraldo
Argentino” 104).
No quedaba ya, pues, instancia superior a la que apelar: ¡el suelo había sido
regado de sal!; lo inconcebible había acaecido. Definitivamente, la historia
en el Plata había entrado en una “nueva era” (ésa a la que no podía aún
definir). “Va a erigirse en la República Argentina un poder extraño, sinies-
tro, contrario a todas las ideas recibidas; un poder que ha abjurado de to-
dos los principios políticos que la razón, la justicia y la filosofía consagran
como únicos e imprescindibles fundamentos de toda organización social”
(“La revolución argentina” 102). El fenómeno de la afirmación de un “or-
den bárbaro” representaría la emergencia de algo para lo que los términos
provistos por la Cultura—los únicos, por otra parte, con los que podría in-
tentarse dar cuenta racional de él— 3 no encontraban expresión. Sarmiento
Visiones de lo inasible 25

lo llamaría “el legislador de esta sociedad tártara... sin nombre aún en la


Historia” (Facundo 86) 4 ; en fin, un obvio oxímoron (la sociedad tártara se
definía, precisamente, para él, por la ausencia de toda ley objetiva).
Destruida toda oposición, borrada toda posibilidad de derribar lo que
se había convertido en “una tiranía sin nombre ni ejemplo”, se imponía al
menos una reflexión sobre lo ocurrido. “¿Y este espectáculo terrible”, pre-
guntaba, “no tiene lecciones útiles para nosotros?” (“La revolución argen-
tina” 102) La razón debería entonces hundir su mirada en el fondo oscuro
de la sociedad que había engendrado semejante monstruo. La fórmula que
Sarmiento originalmente concibió como un dispositivo categorial para
fundamentar por qué la lucha, una vez planteada en los términos de un en-
frentamiento entre civilización y barbarie, sólo podía conducir al triunfo del
primero de ambos, tendría así que contorsionarse para terminar sirviendo
de marco para pensar precisamente aquello que tal fórmula excluía concep-
tualmente como posibilidad: la derrota de la civilización en manos de la bar-
barie. Éste es, en definitiva, el dilema que indica Rosas como figura histórica
y del que nacerá Facundo: cómo aquello colocado por fuera del ámbito de
la historia (que es el de la civilización) puesto que representa su completa
negación, irrumpe en él y lo trastoca desde dentro; aquello que es pura ma-
teria, pasiva, por definición, se vuelve, sin embargo, una entidad histórica,
cobra súbitamente entidad política. Un dilema análogo, en fin, al que habría
de enfrentarse en Brasil, medio siglo más tarde, Euclides da Cunha.

II. La visión cataclísmica de la historia


En 1889, una muy heterogénea alianza de intereses alineada detrás de las
fuerzas armadas ponía fin en Brasil, casi sin resistencias, a un Imperio
que hasta hacía muy poco parecía inconmovible. Como señaló Gilberto
Freyre, el ejército “entonces asumió el papel de la Corona como un cuerpo
supra-político, colocado por encima de los antagonismos” (48). Este ines-
table conglomerado no podía, sin embargo, mantenerse cohesionado por
mucho tiempo. Las divergencias no tardarían en aflorar. “El movimiento
del 15 de noviembre”, concluía Freyre, “estaba íntimamente asociado a un
concepto del futuro, pero rara vez en la historia de la nación brasileña en-
contramos interpretaciones tan diversas de ese futuro” (32). Esa ambigüe-
dad escondida tras el aparente consenso se manifestará ya en la asamblea
constituyente de 1891. La crisis de Encilhamento ocurrida ese año forza-
ría las definiciones. 5 El presidente del gobierno provisional, Deodoro da
Fonseca, clausurará el Congreso, pero deberá inmediatamente renunciar,
dejando en su lugar al vicepresidente Floriano Peixoto, quien cultiva su
fama de “jacobino”. Bajo su gobierno, una revuelta pro-monarquía de la
Armada desata un proceso de radicalización política que culmina en la fu-
riosa campaña antiportuguesa llamada “mata-galleguismo”. El país parecía
26 Elías Palti

encaminarse a la anarquía. La imagen de Floriano como un “hombre de


hierro” oculta, en realidad, la profunda quiebra de la disciplina política y
social. En 1893, la Guerra civil que estalla en Rio Grande do Sul lo obliga
finalmente a convocar a elecciones. Prudente de Moraes se convierte así en
el primer presidente civil de la historia brasileña. El clima de creciente an-
tagonismo que éste tuvo que enfrentar se combinó en 1896 con la primera
crisis de superproducción de café. Ese mismo año el país sería sacudido
por un hecho que desataría una ola de “histeria colectiva”: en el sertón de
Bahía cuatro sucesivas expediciones policiales y militares habrían de ser
derrotadas, y el comandante en jefe de la tercera, el temible general Moreira
Cesar, ultimado por un grupo de rebeldes milenaristas (que supuesta-
mente buscaba restaurar la monarquía) encabezado por un “bandido so-
cial”, Antônio Conselheiro. La República recientemente instaurada parecía
situarse al borde del colapso. 6 Euclides da Cunha, quien había sido enviado
al sertón como cronista de guerra, 7 tomaría entonces los eventos ocurridos
en Canudos como punto de mira para revelar la naturaleza y malformacio-
nes de la constitución nacional brasileña.
Según pudo observar, un peculiar ambiente natural había engendrado
una formación social extraña. En el sertón, condiciones geológicas y
climáticas contrarias a las leyes universales de la evolución natural, según
habían sido establecidas por Charles Lyell (Principles of Geology) habían
desequilibrado las fuerzas formativas de la naturaleza y producido una
mezcla ilógica de estratos, que resultará en un paisaje natural y social
incoherente. Al concepto evolucionista neptuniano (la idea de una
progresión geológica y natural gradual y progresiva, que era el punto de
vista fijado por Lyell), da Cunha le opondría el caso de una formación
cataclísmica o vulcanista:
[…] la extraña desnudez de la tierra, los alineamientos notables en que yacen
los materiales fracturados, bordeando, en curves de nivel, los flancos de la
serranía; las escarpaduras de los taboleiros que rematan en taludes a pico,
recortando falaises, y, hasta cierto punto, los restos de la fauna pliocena que
hacen de los caldeirões, enormes osarios de mastodontes, llenos de vértebras
descoyunturadas y rotas, como si allí la vida hubiese sido asaltada y
extinguida de golpe por las energías reveladas de un cataclismo (39).
El martirio del hombre es allí el reflejo de una tortura mayor, más
amplia, que abarca la economía de la vida. Nace del martirio secular de la
tierra […] (66).
El carácter excepcional de este proceso conspiraba contra la formación de
un tipo nacional brasileño. 8 Da Cunha observaba la existencia de dos lógicas
diferentes operando en Brasil: en el Norte, los diferentes elementos se super-
ponían uno a otro sin amalgamarse, lo que generaba un tipo peculiar de creci-
miento que no daba lugar a una auténtica evolución.9 Sólo en el Sur el proceso
histórico producía un verdadero desarrollo, un movimiento progresivo.
Visiones de lo inasible 27

Son dos historias distintas, en que se registran movimientos y tendencias


opuestas. Dos sociedades en formación, distanciadas por destinos en-
contrados: una del todo indiferente al modo de ser de la otra; ambas, sin
embargo, evolucionando bajo la influencia de una administración única. Al
paso que en el Sur se diseñaban nuevas tendencias, una subdivisión mayor
en la actividad, mayor vigor en el pueblo más heterogéneo, más vivaz, más
práctico y aventurero, un amplio movimiento progresista en suma, todo
esto contrastaba con las agitaciones, a veces brillantes, pero siempre
menos fecundas, del Norte, capitanías esparcidas e incoherentes, uncidas
a la misma rutina, amorfas e inmóviles, en función estrecha de los edictos
de la corte remota (79).
La rebelión de 1896 marca el momento preciso en la historia en que esos dos
mundos, hasta entonces extraños entre sí, colisionan. Tal acontecimiento
es lo que da Cunha se propondría narrar y explicar. ¿Cómo fue posible se-
mejante convergencia? Y algo aun más preocupante: ¿por qué en dicha cir-
cunstancia las fuerzas de la civilización no lograron imponerse? Todo ello
representaba una anomalía en la evolución histórica brasileña y reflejaba la
existencia de una malformación constitutiva al seno de lo nacional. Para da
Cunha, las respuestas a estos dos interrogantes (en los cuales podemos oír cla-
ramente los ecos del enigma planteado años antes por Sarmiento) se encerra-
ban, respectivamente, en la biografía de ambos protagonistas de esta lucha:
la del milenarista rebelde, Antônio Conselheiro, contestaría a la primera de
dichas preguntas (como esos dos mundos extraños de pronto colisionaron);
la del general Moreira Cesar, la segunda (por qué en tal caso la civilización no
triunfó). Las respuestas que da Cunha encontró difieren, sin embargo, de las
que Sarmiento descubrió en Facundo, en dos aspectos fundamentales.
Según da Cunha, las convulsivas condiciones climáticas y geológicas
en el sertón habían sobreexcitado los elementos periféricos conduciendo
a la primacía de un tipo social regresivo, aunque no degenerativo, como
el jagunço (99).10 Éste representaría así un caso por completo anómalo:
el de una raza inferior que, en complicidad con la naturaleza, devino, no
obstante, la más apta para la supervivencia. “El sertanejo es, ante todo un
fuerte”, decía; “no tiene el raquitismo de los mestizos neurasténicos del
litoral” (100). Cuando esta sociedad encuentre su hombre representativo
(como la pampa con Facundo), ambos cobrarán dimensión histórica.
Y el evangelizador surgió, monstruoso, pero autómata. Aquel dominador
fue un títere. Obró pasivamente, como una sombra. Pero ésta condensaba
el oscurantismo de tres razas. Y tanto creció, que se proyectó en la Historia
(132–133).
Tuvimos, inopinadamente, resurgida y armada, a nuestro frente, una socie-
dad vieja, una sociedad muerta, galvanizada por un loco (160).
Conselheiro era la síntesis de su medio ambiente físico y social. “Es natural
que estas capas profundas de nuestra estratificación étnica se sublevasen
28 Elías Palti

en una anticlinal extraordinaria: Antônio Conselheiro” (123).11 La paradoja


aquí yace en el hecho de que con él una sociedad retrógrada, una sombra
del pasado,12 la negación misma de la historia, atravesando las barreras que
separan las épocas se proyecta al presente cobrando vida y adquiriendo es-
tatura política. La sola existencia de tal aberración, sin embargo, no explica
aún por qué la civilización no logró derrotarlo (y únicamente lo haría tras
seis expediciones fallidas). Las causas naturales no pueden por sí mismas
dar cuenta de esta singularidad: la razón última debe descubrirse en la his-
toria misma, y, más precisamente, en las anomalías aparecidas en la evolu-
ción del mundo civilizado, esto es, en las ciudades del litoral marítimo.
Para da Cunha, la proclamación de la República había representado un
salto en la historia, el cual había abierto una brecha entre los elementos ais-
lados de civilización que en ella se albergaban y el grueso de su población.13
Moreira Cesar es el personaje que simboliza en la obra este divorcio. Un ser
emocionalmente instable, estaba destinado a ser un héroe o un criminal.14
Antes de haber desenvainado la espada asumió los aires de un conquista-
dor (220), pero lo cierto era que él y sus hombres eran meros intrusos en un
territorio extranjero al que fracasaron en comprender.
Se sentían fuera de Brasil. La separación social completa dilataba la dis-
tancia geográfica; creaba la sensación amarga de un largo alejamiento de
la patria [...] Convenían en que era terriblemente paradojal que una patria
cuyos hijos buscaban su seno, armados hasta los dientes, en son de guerra,
despedazando sus entrañas a tiros de krupp, desconociéndola del todo,
no habiéndola visto nunca, sorprendidos ante la misma forma de la tierra
árida, revuelta y brutal (364).
Se atacaba a fondo la roca viva de nuestra raza. Venía al pelo la dinamita
[…] Era una consagración (413).
El precio por esta paradoja debía ser pagado. Conselheiro, saltando la bre-
cha que separaba el mundo civilizado del bárbaro, había violado las barre-
ras del tiempo; pero también lo había hecho Moreira Cesar. Ambos debían,
pues, morir.
Encontramos aquí el primer aspecto en que El Sertón difiere de Facundo.
Canudos, en última instancia, era para da Cunha la súbita revelación de la
auténtica realidad nacional. “Y Canudos era la Vendea” (161), aseguraba.15
En definitiva, en el sertón, la nación, enfrentada a su propia imagen, res-
pondía asustada con las armas, como las bandeiras lo hicieron en el pasado.
“La historia se repite” (125), afirmaba.16 Era previsible, pues, que lo mismo
habría de ocurrir nuevamente en el futuro. Para quebrar de este círculo era
necesario llenar esa brecha, comprender la nación, conocerla tal como era.
“Que la ciencia dig(a) la última palabra” (425), proponía da Cunha. Tras
la muerte de Conselheiro, su cabeza sería trasladada a la capital donde le
tocaría su turno a la frenología; y ello constituye el segundo aspecto que
diferencia Los sertones de Facundo.
Visiones de lo inasible 29

Da Cunha, en fin, a diferencia de Sarmiento, veía en las peculiaridades


de la formación nacional brasileña nada más que una mera desviación local
de las leyes universales de la evolución histórica, una excepcionalidad, que,
como tal, de ningún modo cuestionaba su validez. No obstante, visto desde
la perspectiva más estricta de la evolución nacional brasileña, el fenómeno
de Canudos planteaba, para da Cunha, una contradicción mucho más ra-
dical que la que confrontara la Generación del 37 con la elevación de Rosas
al poder. Como Rosas para Sarmiento, Conselheiro era para da Cunha
algo aberrante, extraño a la razón (su misma negación), indefinible, inasi-
ble conceptualmente. Pero, a diferencia de Rosas para Sarmiento, para da
Cunha ese indefinible era, en realidad, la auténtica nación brasileña, su
“mismo núcleo”. Esta auténtica nación era así, a la vez, lo que le impedía
constituirse como tal, su propia condición de imposibilidad. Así formu-
lado, el enigma se volvía insoluble dentro de los marcos de las visiones ge-
nealógicas de la historia. Especialmente desde el momento que da Cunha
descubría que “el aura de la locura soplaba también por los lados del Sur”
(284), lo que quebraba la lógica bipolar que, supuestamente, presidía la evo-
lución histórica brasileña y en función de la cual se articulaba la trama de
esta obra. De allí la paradoja. En Canudos, parafraseando a Quincas Borba
(un personaje de las novelas de Machado de Assis que expresa, justamente,
las contradicciones del positivismo en Brasil), “la Nación debía asesinar a
la Nación para constituir a la Nación”. El punto, sin embargo, era que re-
sultaba ya difícil entender cuál era en el sertón esa nación que debía matar
a la nación para constituir a la nación. Los hechos en Canudos revelaron,
en última instancia, que “nosotros mismos poco nos habíamos aventajado
a los toscos compatriotas retardatarios” (262). (De hecho, los soldados del
ejército revelaban, para él, las mismas deficiencias que los jagunços pero
ninguna de las cualidades excepcionales que los hacían seres regresivos,
pero no degenerados, como aquellos.)
Permanece aún el hecho de que la mayor complejidad del dilema que
plantea se enmarca, en él, todavía dentro del cuadro de un saber que, al
mismo tiempo que le permite desarrollar una visión sumamente proble-
mática de su realidad, circunscribe ésta dentro de un cierto horizonte de
discurso. Como vimos, si para da Cunha ese tercer elemento irracional
que impedía la constitución de la nación ya no aparece como algo extraño a
su verdadera esencia, sino los más inherente suyo, tal aparente anomalía no
lo llevaría a cuestionar, sin embargo, las supuestas leyes universales de la
evolución histórica y natural, lo que lo hubiera, a su vez, obligado a compli-
car la estructura básica de su narrativa. Los sertones permanece aún dentro
de los parámetros tradicionales de la tragedia. Así como Romeo y Julieta
habían violado una máxima social, Conselheiro y Moreira Cesar habían
violado un principio histórico; pertenecían a dos mundos completamente
extraños que súbitamente chocaron entre sí, por lo que ambos debían mo-
30 Elías Palti

rir. No obstante, así como el amor había reunido a Romeo y Julieta en el


más allá, da Cunha esperaba, en una vena típicamente positivista, que la
ciencia reconciliaría a la nación brasileña es este mundo.17 Como había
ocurrido primero con la monarquía y luego con las fuerzas armadas, la
ciencia tomaría entonces el lugar de esa suerte de instancia transhistórica
situada por encima de las contradicciones políticas y sociales. La formación
positivista de da Cunha (quien era un ingeniero graduado de la Escuela
Militar en la que Benjamin Constant había enseñado) en parte explica esta
perspectiva. Pero, más allá de sus convicciones cientificistas, había otra ra-
zón más importante que explica su poca inclinación a desenvolver todas
las consecuencias que de su propia comprobación se desprendían—y es
aquí que encontramos el punto fundamental que permite comprender sus
diferencias con Facundo—: para cuando finalmente redacta Los sertones
(1898–99), la crisis que había originado dicho escrito se había ya resuelto.
Brasil entraba en su belle époque.
En todo caso, más significativas que las diferencias entre ambas obras
analizadas, que se explican por los distintos contextos en que fueron elabo-
radas (Sarmiento, a diferencia de da Cunha, escribe Facundo desde el cen-
tro mismo de la crisis que lo impulsó a hacerlo, sin poder descubrir todavía
salida alguna a la misma) son las profundas analogías que encontramos
entre ellas.18 Las dos sitúan su relato en los confines de la civilización, allí
donde ésta se enfrenta a aquello que la niega. Esto señalaría ya un aconteci-
miento absolutamente inusual, que no tendría nada en común con el tipo
de enfrentamientos normalmente relatados en la historia, indicaría, en
fin, la ocurrencia de un conflicto verdaderamente histórico. Y es aquí que
la formula civilización y barbarie cobra su sentido particular. Sarmiento
llamó a éste “un momento crítico y solemne” en la Historia, puesto que
era, para él, aquél esencialmente creativo, y, en consecuencia, necesaria-
mente violento, por el cual la civilización expandía sus dominios más allá
de sus fronteras y colonizaba la Naturaleza. La verdadera paradoja residiría
aquí, sin embargo—y este es el segundo punto que une ambas obras; y
también, en última instancia, las distingue—en el hecho de que, en esa
circunstancia, la civilización, el principio activo, sucumbiera ante aquello
que era pura materia, que no encarnaba ningún principio histórico activo
en la medida que representaba, justamente, su negación. En definitiva,
no es sino esta paradoja lo que ambos se proponen revelar, mostrar por
qué lo entonces ocurrido no alcanza a expresarse completamente según
las categorías históricas hasta entonces disponibles. Y es de allí también
que ambas toman su profundo contenido dramático. La violencia operada
sobre la lógica histórica obligaría entonces a violentar el sistema de la re-
presentación para dar expresión simbólica a fenómenos y acontecimientos
que no tendrían, sin embargo, una expresión determinada o determinable
conceptualmente.
Visiones de lo inasible 31

Notas
1 Este texto forma parte de un trabajo mayor actualmente en preparación, cuyo título tentativo
es Dystopias. Mimesis and Representation in Times of Revolutions and Wars (Mexico, Argentina, Brazil,
19th Century). Agradezco a Juan Pablo Dabove por invitarme a participar de este número.
2 “Si se ven, en fin, como borrados los elementos discordantes que estorban por doquiera una or-
ganización cualquiera, estaremos dispuestos a aceptar el período que ha preparado el momento
presente, como un momento de alto que ha hecho la regeneración política, para reorganizar
mejor sus fuerzas, para explorar el terreno que pisa, para apreciar mejor los obstáculos con los
que tiene que luchar” (“Política americana”, El Nacional 17).
3 “Por medio de la historia, de la filosofía, en fin, ha investigado para encontrar las propiedades
absolutas del ser, a fuerza de recoger y comparar sus manifestaciones, y para construir sobre el
alma, sobre Dios, sobre este mundo y el otro, un sistema, el verdadero, universal, sin multiplici-
dad de principios, unitario sin exclusión” (Sarmiento, “Apertura de un curso de historia” 300)
4 Para un análisis más detallado de los procedimientos miméticos por los cuales Sarmiento intenta
dar expresión al fenómeno rosista en Facundo, véase Palti, “Los poderes del horror”.
5 La crisis de Encilhamento fue una crisis financiera ocurrida en 1890–91 que se precipitó como
resultado de una laxa política de créditos en los últimos años de la monarquía alentada por su
Ministro de Economía Rui Barbosa.
6 El Club Militar entonces se moviliza para combatir a los monárquicos. Llegado a este punto, seña-
laba Angelo Mendes, “Prudente era una momia”. (Mendes, “¿Que é da República?” Autoridade 29
de Marzo 1896, citado por Mônaco Janotti, en Os subversivos da República 114).
7 Sobre la vida y la obra de Euclides da Cunha, véanse Bastos, A visão histórico-sociológica de Euclides
da Cunha; Andrade, História e interpretação de Os sertões y Campos, Os sertões dos Campos.
8 “Al calor y a la luz, que se ejercitan en ambas, se adicionan entonces las disposiciones de la tierra,
las modalidades del clima y aquella acción de presencia innegable, aquella fuerza catalítica miste-
riosa que difunde los diferentes aspectos de la naturaleza. No hay un tipo antropológico brasi-
leño” (83).
9 “Al cabo de un tiempo, la población constituida por los más variados elementos [...] se hizo la
comunidad homogénea y uniforme, masa inconsciente y salvaje, que crecía sin evolucionar, sin
órganos y sin funciones especializadas, por la sola yuxtaposición mecánica de capas sucesivas, a la
manera de un polipero humano” (150).
10 “[Esto] modela organismos raquíticos en que toda la actividad cede al permanente desequilibrio
entre las energías impulsivas de las funciones periféricas excitadas, y la apatía de las funciones
centrales: inteligencias marasmáticas, adormecidas bajo el estallar de las pasiones; inervaciones
peligrosas, pese a la acuidad de los sentidos, y apenas renovadas por la sangre empobrecida en las
hematosis imperfectas [...]. La aclimatación traduce una evolución regresiva […] La raza inferior,
el salvaje rudo, lo domina; aliado al medio lo vence, lo aniquila, lo anula con la concurrencia formi-
dable del paludismo, del hepatismo, de las pirexias agotadoras, de las canículas abrasadoras y de
los pantanos miasmáticos” (78).
11 “Su biografía compendia y resume la existencia de la sociedad sertanera. Aclara el concepto
etiológico de la enfermedad que lo hizo su víctima” (126).
12 “Examinándolo se siente el efecto maravilloso de una perspectiva a través de los siglos [...] Está
fuera de nuestro tiempo. Está del todo entre aquellos retardatarios que Fouillé compara, en feliz
imagen, ‘a des coureurs sur le champ de la civilisation, de plus en plus en retard’” (137).
13 “Viviendo cuatrocientos años en el litoral vastísimo, en que perduran los reflejos de la vida
civilizada, tuvimos, de improviso, como herencia inesperada, la República. Ascendimos de golpe
arrebatados en el caudal de los ideales modernos, abandonando en la penumbra secular en que
yacen, en el seno del país, un tercio de nuestra gente. Engañados por una civilización de prestado;
hurgando, en ciega faena de copistas, todo lo que de mejor existe en los códigos orgánicos de
otras naciones, hicimos, huyendo revolucionariamente a la más leve intransigencia con los impe-
rativos de nuestra propia nacionalidad, más profundo el contraste entre nuestro modo de vivir y
el de aquellos rudos compatriotas, más extranjeros en esta tierra que los inmigrantes de Europa.
Por no nos separa un mar: nos separan tres siglos...” (160).
32 Elías Palti

14 Había en Moreira Cesar “algo de grande e incompleto, como si la evolución prodigiosa del
predestinado se detuviese antes de la selección final de los requisitos raros con que lo aparejara,
precisamente, en la fase crítica en que suele a definirse como héroe o bandido. Así, pues, era
un desequilibrado. En su alma la extrema dedicación se diluía en el odio extremado, la calma
soberana en repentinas asperezas, y la bravura caballeresca en la barbaridad indignante” (230).
15 Da Cunha, de hecho, pensaba titular así el libro, expresión que sirvió también de título a la serie
los artículos periodísticos en que el mismo se basó.
16 “No vimos el trazo superior del acontecimiento […] Experimentamos una sorpresa comprome-
tedora ante aquellas aberraciones monstruosas; y, con arrojo digno de mejores causas, los bati-
mos a cargas de bayonetas, reeditando a nuestro turno el pasado, en una expedición sin gloria,
reabriendo en los parajes infelices los rastros borrados de las bandeiras” (160–161).
17 “Y es que todavía” concluía da Cunha esta obra, “no existe un Maudsley para las locuras y los
crímenes de las nacionalidades” (425). Los sertones, parecía sugerir, vendría a ayudar a llenar este
vacío.
18 Para una perspectiva distinta sobre las diferencias entre Los sertones y Facundo, véase Costa Lima.

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Visiones de lo inasible 33

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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 35–48

Antônio Silvino, el otro


“gobernador del sertão”

Nina Ger assi-Navarro, Tufts University

El dos de diciembre de 1914 el Jornal do Recife, bajo el titular de


“Odysséa de um bandido”, anunciaba en primera plana la espectacular
captura del notorio criminal del sertão Antônio Silvino, conocido como “el
rifle de oro” y “el gobernador del sertão”. Este hecho cerraba un importante
capítulo del bandidaje en el nordeste brasilero y supuestamente liberaba
la región de uno de los bandidos más terribles de la historia cuyo mero
nombre “incitaba el terror” (aún no había aparecido en acción el más noto-
rio de todos los bandidos brasileros: Lampião). El despliegue de fotos que
acompañaba el artículo debería permitir visualizar, según sugería su título
“hechos y crímenes”, algunas de las crueldades cometidas por el bandido
así como los hechos que llevaron a su captura (ver figura 1).
En vez de ello, figuraba en el centro una foto de Antônio Silvino, des-
pojado de sombrero y con la cabeza agachada. Alrededor de ella se desple-
gaban cuatro fotos más: una del comandante de policía, otra del sargento,
una de todo el grupo de captura incluido su comandante y por último una
foto de Silvino con la espalda descubierta luciendo la herida que atravesó
su pulmón derecho, herida que facilitaría su captura. Más que los hechos y
crímenes, la composición fotográfica revela la ambigüedad que permeó la
historia del bandidaje en el sertão desde fines del siglo XIX hasta alrededor
de 1940. Con excepción del comandante (alférez Teóphanes Ferraz Torres),
quien aparece retratado de tres cuartos de perfil, erguido y mirada firme, los
soldados son indistinguibles, vistiendo a la usanza del cangaceiro (camisa
abierta, sombrero de ala ancha doblada hacia arriba, rifle y pañuelo).1
Esta composición de imágenes ilustra la compleja y larga relación que
mantuvo el bandidaje en el sertão con el estado, en la que el cangaceiro
fue parte de un sistema establecido de gobierno y a la vez se destacó como
fuerza antagónica contra ese mismo sistema. Ya sea a través de su mitifi-
cación en los poemas de cordel o en los diarios que documentan sus haza-
ñas, la figura del bandido articula las contradicciones de un sistema legal
que se mantuvo al margen del modelo hegemónico de modernización du-
rante casi medio siglo en Brasil.

35
36 Nina Ger assi-Navar ro

El nordeste brasi-
lero es una región
extensa y diversa en
términos geográficos
que abarca numerosos
estados.2 Pero lo que
típicamente se conoce
como el sertão nordes-
tino es la región entre
el valle del río Cariri
y el río San Francisco.
Allí se expande una
vasta zona semiárida,
de suelo arcilloso, con
una “naturaleza tor-
turada” donde la flora
raquítica es duramente
golpeada por extensas
sequías (algunas duran
más de dos años, como
las de 1834 y 1877) y llu-
vias impredecibles. La
vegetación consiste en
un pasto ralo, poblado
de cactus y pequeños
arbustos espinosos, la
caatinga, que se expan- Figura 1: Prisión de Antônio Silvino
den ahogándolo todo.
Como lo describiera Euclides Da Cunha en su extraordinario estudio so-
bre la guerra de Canudos, en el sertão “se esterilizan los aires abrasadores;
se petrifica el suelo, agrietándose, requemando; brama el noreste en los
yermos y, como un silicio desgarrador, la caatinga extiende sobre la tierra
su maraña espinosa” (da Cunha 52). Esta es la zona que Gustavo Barroso
denominó el “habitat del bandidaje” (1).3
Casi todos los estudios históricos y etnográficos sobre el sertão subrayan
la íntima conexión que existe entre el bandido y su medio ambiente. “El
clima del sertão tiene la culpa máxima de producir el cangaceiro” afirmará
Barroso (20), como si la naturaleza dura e indómita fuera la que volviera
al habitante violento e incivilizado.4 La historia del sertão es sin duda una
historia de sufrimiento, plagada de rebeliones y enfrentamientos políticos
y religiosos, donde rigió el latifundio y las pugnas entre coroneles (jefes lo-
cales), y donde la extrema pobreza se impuso a la gran mayoría. En O Outro
Nordeste, Djacir Menezes sintetiza las características del habitante del sertão
Antonio Silvino 37

según un binomio social: fanatismo y cangaço (19). Estos son los dos ejes
que, según Menezes, explican los movimientos milenaristas que plagaron la
región así como el bandidaje que la acosó. Conductas primitivas condicio-
nadas por factores geográficos. Son, a la vez, los dos polos de reacción que
posee el sertanejo ante las injusticias sociales y naturales: el fanático que
procura conjurar los males a través de los procesos mágico-animistas de sus
antepasados y el bandido que reacciona violentamente a través del crimen
ante una injusticia. Dos formas de supervivencia ante la hostilidad circun-
dante. Entre los ejemplos más conocidos de los movimientos mesiánicos: el
de Antonio Conselheiro en Canudos (fundada en 1893 y destruida en 1897), 5
y el del padre Cícero (1844–1934), intendente de Juazeiro do Norte; y entre
los bandidos: Jesuíno Brilhante (1844–1879), Antônio Silvino (1875–1944),
Lampião (1898–1938) y Corisco (muerto en 1940).
Durante la colonia el nordeste fue una importante fuente económica
gracias a los ingenios y la cría de ganado. Las haciendas se fueron expan-
diendo tierra adentro con la ayuda de las sesmarias, entregándose a aquellas
familias que pudieran proteger la tierra y utilizarla para la cría de ganado a
cambio de su lealtad a la Corona. 6 Eventualmente se convirtieron en lati-
fundios cuyo poder llegó a competir con el de los dueños de los ingenios en
el litoral. 7 El sistema de gobierno en estos latifundios era un sistema feudal.
El propietario mantenía esclavos, sirvientes, familiares, dándoles comida y
protección a cambio del servicio que los demás le proveían. Esto fue el ori-
gen de lo que se conocería como coronelismo, cuyo apogeo en el nordeste
coincidió con el inicio del proceso de modernización del Brasil. También
aseguraría una división de clase muy marcada entre una mayoría suma-
mente empobrecida y dependiente, y una oligarquía terrateniente que con
el paso del tiempo iría consolidando un enorme poder. El coronelismo se
inicia durante el imperio cuando los hacendados se vuelven jefes políticos
al encargarse de las milicias regionales. Son los responsables de adminis-
trar la región (demasiado distante para la Corona): aseguran el orden y la
implementación de la ley. Por su lealtad, la Corona les otorgó un carácter
jurídico a su gobierno, lo cual terminó por afianzar su poder (Machado 32).
El título de coronel les quedó de cuando pasaron a ser parte de la Guardia
Nacional. 8 Simultáneamente para asegurar y mantener su poder el coronel
contrataba vaqueros, jagunços para que defendieran su territorio, ya sea
arando la tierra o matando sus enemigos.9 Bajo este sistema, el coronel pasó
a nombrar funcionarios públicos, delegados e inclusive jueces; mientras, la
autoridad estatal colaboraba para que esta situación continuara, de allí que
surgieran disparidades extremas entre lo legal e ilegal. Bajo el coronelismo,
en el sertão, la ley de gobierno se reducía a ser amigo o enemigo del coronel.
La sequía de 1877–1879 tuvo un rol importante en el resquebrajamiento
del orden del sertão y la aparición de la violencia como forma instrumental
de poder. A pesar de haberse introducido el cebú, especie más resistente y
38 Nina Ger assi-Navar ro

adaptable a la región, el ganado sufrió enormemente.10 El sertanejo pasó


hambre, dejó de recibir protección, perdió la posibilidad del usufructo de
la tierra, y pasó a estar cada vez más supeditado a la voluntad del coronel.
Para muchos, estos elementos, junto con la falta de educación fueron lo que
promovió tanto el mesianismo como el surgimiento del cangaceiro.11 Por
otra parte, la caída del imperio (1889) y la creación de la Nueva República
fueron afianzando una división social que fue conceptualizada en los tér-
minos (importados del ámbito hispanoamericano) de civilización y bar-
barie. Mientras el país se reconstituía con un gobierno federal y republi-
cano bajo una nueva constitución, la aristocracia rural quedaba aislada y
rápidamente desplazada por los centros urbanos. Las haciendas del norte
comenzaron a dividirse por disputas y cuestiones de herencia, dejando a
la mayoría de los habitantes atrapados entre las peleas. Ya el traslado de la
capital de Salvador de Bahía a Rio de Janeiro en 1763 había anunciado de al-
guna manera el cambio que se avecinaba. Una vez consolidada la República
los cambios fueron aún más drásticos. Las reformas políticas se realizaron
para promover los productos brasileros en el mercado internacional. La
sustitución del azúcar por el café como producto de exportación ayudó
a transferir el centro económico del país al sur, hacia San Pablo, Rio de
Janeiro y Minas Gerais. Se construyeron y renovaron puertos y ciudades.
Junto con las oleadas de inmigrantes, las ciudades vieron surgir los símbo-
los de la modernización: edificios nuevos, calles anchas bordeadas de cafés
(como la avenida Beira Mar en Rio), teatros y parques. La reterritoriali-
zación del país fue dramática. Y con estos cambios llegaron nuevos valores
culturales regidos por la expansión capitalista. El norte quedó relegado a
la periferia, la barbarie, atrapado en sus luchas territoriales. A pesar de la
modernización, se mantuvo un pacto entre el Estado y los coroneles de no
intervenir en las luchas de poder, volviéndose estas sumamente violentas
(Chiavenato).12 Para el sertanejo la República representó el fin de un modo
de vida que conocía, de allí que lo identificara con “el orden social del
diablo” y que lo resistiera (Souza-Martins 20).
Al volverse más difícil la vida en el sertão, comenzaron a surgir bandas
de cangaceiros independientes en diferentes estados del nordeste, libres del
control de los coroneles. 13 Al principio las bandas asaltaban haciendas para
conseguir comida y a veces para vengarse de alguna injusticia. Las prime-
ras bandas eran conocidas por el nombre de su jefe: Jesuíno Brilhante,
Silvino Aires. A principios del siglo XX apareció Antônio Silvino, apodado
el “gobernador del sertão” quien, además de robar haciendas y vengarse de
injusticias cometidas, repartía parte de lo que saqueaba a los pobres, lo cual
le dio un lugar especial en la percepción popular (Ferraz 36). Pero la partici-
pación en el sistema político se debe a que los cangaceiros también fueron
adoptados o protegidos por los coroneles; no eran pagados por los coroneles
pero si recibían favores, como el permiso para actuar en ciertas áreas y la
Antonio Silvino 39

posibilidad de refugiarse en determinadas haciendas donde por lo general


recibían armas y municiones. Sin embargo, sus objetivos eran inmediatos.
No puede decirse que tuvieran una conciencia social aún cuando hubiera
excepciones como la de Silvino en cuanto a su conducta (Hobsbawm).
Como grupo, los cangaceiros no buscaban reivindicaciones políticas ni so-
ciales, ni luchaban por la posesión de la tierra. De hecho, como afirma Júlio
Chiavenato: “El cangaço no representaba una verdadera amenaza al latifun-
dio: los cangaceiros no pretendían la tierra, no luchaban por la igualdad so-
cial. Eran rebeldes que buscaban en el crimen una supervivencia más fácil,
imposible de conseguir a través del trabajo [. . .] Eran la opción racional, si
es que se puede usar esa palabra, para el latifundio amenazado por la mise-
ria del pueblo” (17). En este sentido el cangaceiro y su criminalidad pueden
verse como parte del sistema instituido, una extensión del coronelismo,
que en su momento tuvo un poder legal, aún cuando ese poder fuera cues-
tionable. De allí que se pueda decir que el lugar que ocupa el cangaceiro con
respecto a la ley es oblicuo. Por un lado el cangaceiro está fuera de la ley y
desde la posición del estado es sin duda un criminal. Pero su criminalidad
se complica en la medida en que no se opone necesariamente a las leyes sino
a la ineficiencia del sistema legal. Las leyes no protegen a todos por igual
sino a algunos, dependiendo de sus alianzas políticas. Y aquí es donde el
resistir al estado se vuelve un acto político. En este sentido el cangaceiro se
vuelve criminal por tomar las leyes en sus manos de forma independiente,
ya no sólo bajo el escudo del coronel.
La conceptualización del poder político está circunscrita al Estado, o sea
a las instituciones o personas que ejercen el poder en su nombre. De esta
manera el Estado surge como el único con capacidad de ejercer la violencia
en nombre de un derecho institucionalizado en la sociedad, en nombre de
la justicia. La ley es un simple instrumento de poder (Foucault 141). Es la
fuerza que autoriza que se pueda matar en su nombre. El cangaceiro no; por
lo menos no oficialmente. Pero los dos están íntimamente vinculados. El
tener un puesto oficial de cualquier tipo o el querer reivindicar un derecho
propio inmediatamente expone al individuo al crimen, justamente por la
arbitrariedad del sistema legal. De allí que afirme Gustavo Barroso con res-
pecto al padre de Antônio Silvino, quien tuvo un puesto oficial “No sertão,
do criminoso à autoridade e desta áquele a distância é nenhuma. Eis por que
se pode afirmar que, assumindo o posto que o governo lhe confio, deu o pai
de Antônio Silvino o primeiro passo para o crime” (en Souto Maior 30).
El paso de sertanejo a cangaceiro no es el resultado de una decisión or-
ganizada. Por lo general el proceso se inicia con una venganza. Ante un
acto de injusticia que podría ser la expropiación de su tierra, una acusación
infundada o una ofensa personal o a algún familiar, el sertanejo toma la
ley en sus manos. Vengada la ofensa, se retira tierra adentro y entra por lo
general en una banda de cangaceiros, quienes a su vez le ofrecen protección
40 Nina Ger assi-Navar ro

y una forma alternativa de supervivencia (Souza-Martins 39). La historia


de Antônio Silvino es un buen ejemplo del proceso y aparece relatado en
numerosos poemas de cordel. A historia de Antônio Silvino publicado en
1907 por Francisco das Chagas Baptista, quien junto con Leandro Gómez
de Barros fueron los dos poetas más exitosos en publicitar la historia de
Silvino articula claramente la evolución de sertanejo a cangaceiro:
Como ninguem ignora,
Na minha patria natal
Ser cangaceiro é a coisa
Mais commum e natural;
Por isto herdei de meu pae
Esse costume brutal. . .

Até os vinte e um annos


Vivi calmo e sosegado,
Desfructando a mocidade
Como un sertanejo honrado
Porém nessa edade o crime
Quiz me fazer desgraçado.

No anno mil oitocentos


E noventa e seis (lembrado
Inda estou), em Janeiro
Meu pae foi assassinado,
Por José Ramos da Silva
E um subdelegado.

O José Ramos foi preso


E p’ra casa de Detenção
Da capital do Estado
Desceu escoltado, então
Ficou o subdelegado
Sem a menor punição (2–3).

El padre de Silvino era delegado con fama de valiente por haber matado
a un pistolero que intentó matarlo. Por avatares de la política, pierde su
lugar de privilegio y el coronel Luiz Antônio lo manda arrestar. El padre
de Silvino resiste y Desiderio Ramos lo mata.14 Si bien Ramos es procesado,
lo absuelven. El abogado de la familia de Silvino apela la sentencia y los
acusados vuelven a la casa de detención de Recife. Al ser trasladados, los
presos logran escapar “tranquilamente” (Souto Maior 31). Silvino, cuyo
verdadero nombre era Manuel Baptista de Moraes (1875–1944), natural de
Pernambuco, decide entonces vengar la muerte de su padre y asume su des-
tino. Como en la mayoría de los poemas, la historia es relatada por el mismo
Antonio Silvino 41

Silvino, su voz siempre presente. Silvino no lo encuentra a José Ramos pero


mata a un sobrino suyo y a un subdelegado que lo acompañaba:
Manuel Ramos Cabaceiro,
De José Ramos sobrinno,
S’tava junto a João Rosa;
Encontrei-os n’um caminho,
Matei a ambos só para
Manuel não morrer sozinho (Chagas 3–4).

Cometido el crimen, Silvino y su hermano se unen a la banda de Silvino


Aires, hijo de una poderosa familia, los Cavalcanti de la sierra de Texeira en
Paraiba. Al morir Aires, Silvino asume el liderazgo de la banda tomando el
nombre de Antônio Silvino en honor a su “padrino” Silvino Aires. Silvino
no tiene opciones; si quiere vengar la muerte de su padre sabe lo que le es-
pera (“Eu abraçei a má sorte” dirá el poema, 4). La explicación que ofrece
el poema es por un lado correcto históricamente pero a la vez introduce el
humor y astucia que caracteriza el retrato de los bandidos en los folletos,
por lo cual el relato de sus aventuras se vuelve tan entretenido. Este es el
aspecto más distintivo del cordel en su relato de los crímenes o “proezas”
de Silvino: el entretenimiento. Por otra parte Silvino es consciente de su
imagen pública y el cordel lo ayuda a publicitarla. Dice respetar a las muje-
res, sólo roba para no morir de hambre, y no hiere a quien no lo hiere; en
otras palabras se presenta como un hombre con sentido de justicia:
Saibam todos que não sou
Como dizem tão malvado!
Se aos meus inimigos,
Eu tenho assassinado,
E’ porque elles me offendem
A matal-os sou obrigado (Chagas 4).

La actuación de Silvino por otro lado aparece justificada en un artículo pu-


blicado en el Diario de Pernambuco. En dicho artículo, titulado “Antônio
Silvino: notas curiosas”, el periodista analiza el origen del bandidaje.
Siguiendo la racionalización del determinismo social, destaca las condicio-
nes climáticas (un invierno de vegetación abundante y un verano que lo seca
todo) como el factor clave que afecta al sertanejo, quien tiene un alma dócil e
ingenua pero que es llevado a impulsos violentos. Subraya que esa docilidad:
será facilmente levada pelas conquistas da civilização, no dia em que as
locomotivas apitarem por entre as suas serras e as escolas de ensino pri-
mario e profissional fizeram a educação do povo, como ela debe ser feita.
Emquanto isto não suceda, de tempos em tempos, apparecerão nos sertões
esses bandidos famosos, que zombam do poder publico e são protegidos
largamene pelo povo. É o caso de Antônio Silvino (Diario de Pernambuco,
12 de junio, 1910, primera sección).
42 Nina Ger assi-Navar ro

Silvino, entonces, es un producto no de la barbarie individual sino de la


barbarie regional, nacional. La responsabilidad de sus actos yace en el
Estado que no cumple con su mandato de “civilizar”, que también debería
entenderse como “proteger”, a su población. Las acciones de los bandidos
en este sentido son la visualización de la ausencia de ley, la falla de las ins-
tituciones gubernamentales. Si bien los crímenes de los bandidos pueden
ser actos de venganza no puede decirse que sean actos de justicia popular
(Foucault). Eric Hobsbawm los definió como “bandidos sociales”, “rebel-
des primitivos” cuyas acciones servían para limitar el poder de la elite rural
o vengar a las víctimas, y su propósito era “perseguir la defensa o restaura-
ción del orden tradicional de las cosas ‘tal como deberían ser’ (lo que, en las
sociedades tradicionales, quiere decir tal como se cree que habían sido en
un pasado real o mítico)” (42). Hobsbawm cataloga los cangaceiros como
vengadores heroicos, capaces de incitar un terrible pánico en la población.
No son bandidos nobles a la Robin Hood, porque cometen crímenes indis-
criminadamente y son “antojadizos”, pero afirma que ellos se ven como de-
fensores del bien. Lo curioso es que Hobsbawm se basa fundamentalmente
en los folletos de cordel, o sea en un retrato ficticio de los bandidos que, si
bien parte de la realidad de los hechos, no se propone ofrecer un análisis
histórico de sus acciones y de hecho juega con ellas.15
Las contradicciones del lugar que ocupa Silvino con respecto a la le-
galidad se reflejan claramente en el artículo que narra su captura, donde
Silvino oscila entre ser el objeto capturado y ser el sujeto del relato. Bajo el
subtítulo de “Antônio Silvino faz revelações importantes” Silvino, casi al
igual que en el cordel, enumera una lista de crímenes cometidos (asesina-
tos, quemas, robos y “otros servicios”). Pero cuando el periodista le pide
que narre su primer asesinato Silvino le responde—como muchas veces lo
haría posteriormente—que no quiere hablar más. A Silvino le gusta contar
sus hazañas y lo hace con gran humor y perspicacia, pero siempre siguiendo
su propio criterio que es lo que lo vuelve entretenido. Cuando el periodista
le pregunta su edad le responde que tiene trescientos años y, ante la perple-
jidad del entrevistador, aclara “E’ que eu tinha os dias muito compridos”
(Jornal de Recife, 2 de diciembre, 1914, primera página). Con gran astucia
Antônio Silvino mantiene el control de su narración y entretiene a su pú-
blico; no deja que nadie cuente su historia. Sus crímenes son presentados
como “proezas”, implícitamente aludiendo a su valor, son una aventura. El
subtexto subraya su valentía, heroicidad y viveza; así es como se lo ve en la
cultura popular y lo retratan los poemas de cordel.16
Volviendo a la noticia de su captura, el retrato verbal está en clara ten-
sión con el visual reproduciendo el conflicto que rodea la clasificación del
bandido. Teóphanes Ferraz Torres, el comandante de policía que logra cap-
turarlo y que será condecorado y promovido a teniente, es el héroe regional.
Ferraz Torres, el joven (tiene apenas 20 años) “audaz y brioso alférez”, se
Antonio Silvino 43

convierte en el símbolo triunfal de la ley, al vencer al “Mussolini sertanejo”.


El general Dantas Barreto, gobernador del Estado, publicita eufóricamente
la victoria y llegan felicitaciones de todos los estados vecinos. Al describir
las acciones de Ferraz Torres, Silvino es retratado como una “terrible fiera
humana”. Pero las declaraciones del alférez son comedidas, sobrias, en-
marcadas por el relato de Silvino que ocupa la mayor parte del artículo.17
En cierta forma en el texto la imagen de derrota identificada con Silvino se
diluye. Hay sin duda una fascinación con el bandido. Silvino es el capitán;
Ferraz Torres es sólo un subteniente. Silvino es la historia, y es contada
según sus parámetros. Al observar las fotos del artículo, los dos retratos
­– –el de Teóphanes y el de Silvino— son los que se destacan del resto, repro-
duciendo la tensión textual entre lalegalidad y lo ilegal. Las dos imágenes
son las únicas que aparecen en forma ovalada, el de Teóphanes pareciera
tener un marco de verdad, como si fuera una reproducción de un retrato
oficial, mientras que el de Silvino carece de marco y pareciera ser recortada
de una foto mayor (su mano derecha se extiende más allá del marco). Las
dos fotos se tocan y ambas figuras aparecen de medio cuerpo, aunque la de
Silvino llega hasta la cadera. En la foto de la extrema izquierda el alférez,
afeitado y serio, se destaca por su porte erguido y su uniforme impecable,
kepis incluido. Mira a la lontananza como si nada ni nadie pudiera pertur-
bar su determinación. A su lado, pero en el centro, aparece Silvino, ligera-
mente encorvado (dicen que ese era su andar), mirando desde un ángulo
inferior hacia la cámara, los ojos casi escondidos, la mirada apenas distin-
guible. Su camisa blanca de cuello abierto, faja y chaqueta abierta parecen
cuidadas pero sin resaltar. Su porte no es la de un ser triunfante, de grandes
proezas; más bien parece empequeñecido, vencido, las manos colgando a
su lado, como si no supiera qué hacer con ellas, como si no supiera cómo
verse a sí mismo. Es la presa capturada. Esta imagen contrasta con aquella
que a menudo circulaba en la portada de los folletos de cordel de Chagas
Baptista y Gomes de Barros, en la que Silvino aparece erguido, con som-
brero y su estimado Winchester. La de Ferraz Torres es una foto posada, la
de Silvino es una foto que le imponen, eliminándole sus objetos preciados
(rifle, sombrero y anillos).
Esta tensión entre imagen y texto reproduce la tensión que existió entre
el retrato del bandido que promovió el Estado y la forma en que la cultura
popular lo retrató. Con sólo ojear los títulos de la enorme cantidad de po-
emas de cordel que circularon en su momento sobre bandidos (y que aún
circulan),18 resulta evidente para la cultura popular que los bandidos están
lejos de la imagen brutal y marginal que presenta el Estado.
Lo curioso es que su retrato de figura heroica no pertenece únicamente
al mundo recreado por el cordel. Los periódicos reproducen hasta cierto
punto la misma imagen. El caso de Silvino es llamativo. Si bien los titulares
que informan sobre los acosos de Silvino pocas veces lo presentan como un
44 Nina Ger assi-Navar ro

criminal (“Ultimas noticias” “Nuevas proezas” “Notas curiosas”), los dia-


rios no romantizan sus crímenes. Abundan las referencias a sus estragos y se
documentan sus “horribles escenas salvajes” y sus “bárbaros procedimien-
tos”. En Caruarú, por ejemplo, mata animales indiscriminadamente, quema
doscientas bolsas de algodón y treinta cargas de algodón en rama (Diario de
Pernambuco, 11 de enero 1907, primera sección). En sus recorridos asalta los
habitantes de la región exigiéndoles dinero y comida para su banda, ataca
destacamentos militares, el correo, y numerosas veces la compañía inglesa
ferroviaria Great Western.19 Algunos periodistas se irritan con Silvino y lo
encuentran una figura lamentable, sobre todo luego de ser encarcelado. El
periodista Carlos Dias Fernandes en el Jornal do Recife afirma:
A minha entrevista com Silvino foi antes uma vastíssima decepção. O
legendario facinora de tantas proezas sanguinarias a que zambou por tão
dilatados annos das diligencias heroicas e obstinadas do poder publico, o
duende sinistro dos ermos sertanejos, o ladrão rural, o pseudo amigo dos
pobres o capataz aguerrido das selvas, não passa de ser um criminoso vul-
gar […] é um covarde e um analgesico, de mãos femeninas e molles, com
dedos frageis […] (citado en Barroso 271–273).
Pero la mayoría de los periodistas, aún reconociendo y documentando
sus crímenes revelan un deslumbramiento por su figura. Sus acciones no
son predecibles. Luego de varios asaltos y liberar a unos cuantos presos en
la ciudad de Pilar, estado de Paraíba, Silvino “Ao sair distribuiu com os
pobres que estacionavam em frente à casa do delegado, mais de 200,000
en dinheiro e grande cantidade de fazendas. Os populares entusiasma-
dos com tamaña liberalidade victoriaram-no calorosamente” (Diario de
Pernambuco, 5 de marzo 1907, primera sección). En el artículo ya citado que
analizara la situación del bandidaje, el periodista reproduce una anécdota
contada por un inteligente caballero, llegado de Paraíba quien se entre-
vistó con el bandido. Lo describe a Silvino de buen humor, lleno de anillos.
Ante la pregunta del informante de lo que más le gusta del mundo Silvino
responde “las flores”. Y la sorpresa continúa al mostrarle al informante su
archivo de cartas y recortes de periódico sobre el presidente de Paraíba. La
nota cierra con una afirmación de Silvino quien se despide del viajero (y de
sus lectores) diciendo: “‘Veja que não sou tão ruim como se diz’” (Diario de
Pernambuco, 12 de junio, 1910, primera sección)
Los periodistas parecen seducidos por la perspicacia de Silvino y a
menudo sus crónicas se asemejan a los poemas de cordel en la medida en
que repiten los mensajes del mismo Silvino. En una nota que describe un
asalto en el estado de Paraíba, al final el corresponsal agrega bajo la entrada
de “Nota interesante”: “Esse bandido mostra actualmente a quem queira
vêr pelas estradas, uma peia de couro cru, enfeitada de fitas multicôres,
dizendo que a tem para acoitar gente grande, porque para os pequeños tem
bala” (Diario de Pernambuco, 28 de marzo, 1906, primera sección).
Antonio Silvino 45

La evidente ambigüedad entre la imagen del bandido como criminal


y héroe apunta a un conflicto interno mucho mayor: el lugar de la ley en
el sertão. Tanto la cultura oficial como la popular identifican a Silvino,
Lampião y muchos otros como bandidos peligrosos. Según la ley del es-
tado sus crímenes son graves y merecen castigo; para la cultura popular
sus crímenes son tan condenables como lo es la falta de justicia y el abuso
de poder por parte del estado. Los actos de los bandidos son heroicos en la
medida en que ayudan a completar el retrato del sertão. Su heroísmo está
en el desafío; de allí que el relatar dichos hechos como entretenimiento y
memoria de un pasado heroico pueda leerse como una resistencia al poder
hegemónico.
Silvino fue condenado a 239 años y ocho meses de prisión. Pero en 1937,
luego de más de veinte años en la cárcel, fue liberado por un indulto de-
cretado por el presidente Getulio Vargas. Pidió indemnización fue enviado
a trabajar en la rodoviaria Rio-Bahía, hasta que volvió al nordeste donde
murió. Durante un tiempo Silvino, vanidoso y místico, siguió contando
sus aventuras, pero ya quizás por estar más envejecido, sus relatos no resul-
taron tan atractivos. Y sobre todo porque unos años después de su encar-
celamiento Virgulino Ferreira da Silva, Lampião, el rey del cangaço habría
de entrar en acción.20
La historia de bandidos sigue fascinando a lectores, poetas, historia-
dores e investigadores de todo tipo. Es quizás por la ambivalencia que sub-
yace en su figura donde las reglas claras legitimadas por la ley son cuestion-
adas y donde se evidencia la arbitrariedad del sistema. Por otra parte desde
el momento en que se traza la delimitación entre lo legal e ilegal, la historia
de un bandido como Antônio Silvino ilustra hasta donde la ilegalidad y
legalidad están interrelacionadas. Desde que se impone la ley, la resistencia
surge como parte integral de su campo, y esto es lo que su relato refleja tan
claramente. El momento de mayor fascinación es sin duda el encuentro
de las dos fuerzas, los dos lados de la historia, cuando las miradas se en-
cuentran como en las fotos de su captura. Una vez que el bandido ha sido
controlado por la ley, que su campo de acción ha sido reducido, su historia
deja de seducir. El momento del conflicto es lo que más importa. Por ello,
el relato del encuentro final reproduce esta tensión entre lo legal y lo ilegal
como parte de un todo mayor.
Quizás ésta sea la mejor explicación de la vigencia del cordel: saber
captar esa ambivalencia de la legalidad. El cordel al igual que la figura
del bandido recorre ambos campos para enfrentarlos y hacerlos dialogar.
Como dijera Octavio Ianni en Enigmas de la modernidad-mundo: “Todo
viaje tiene el objetivo de rebasar las fronteras, tanto disolviéndolas como
recreándolas. Al mismo tiempo que delimita diferencias, singularidades
o alteridades, también delimita semejanzas, continuidades, resonancias.
Tanto singulariza como universaliza” (13). La historia de Antônio Silvino
46 Nina Ger assi-Navar ro

reproduce ese viaje territorial entre la legalidad oficial y aquella legalidad


alternativa que sólo puede existir junto al mismo sistema oficial.

Notas
1 Los cangaceiros llevaban sombrero de ala ancha doblada hacia arriba. Lampião modificaría la
vestimenta con su sombrero sumamente decorado y sus rifles cruzados que recuerdan los
clásicos bandidos mexicanos.
2 El Nordeste comprende los estados de Bahía, Alagoas, Sergipe, Pernambuco, Paraíba, Rio Grande
do Norte, Ceará, Piauí y Maranhão. Geográficamente la región se divide en cuatro subregiones
(medio norte, la zona da mata, el agreste y el sertão) siendo la del sertão la mas extensa y
sufrida. Entre la región amazónica y el sertão se encuentra la zona medio norte, de clima menos
brutal, cuya vegetación se caracteriza por cocoteros y palmeras. La zona de la mata, de clima
húmedo, se extiende desde Rio Grande do Norte al sur del estado de Bahía; es la zona costera,
conocida por sus playas espectaculares y su fértil vegetación dónde abundan las plantaciones de
caña de azúcar. La zona del agreste es el área de transición entre la zona de la mata y el sertão.
Esta región también es relativamente fértil con minifundios y producción lechera. Con una mirada
más positiva, Souza Barros distingue dos tipos de nordeste y señala que inclusive en el nordeste
seco ”la naturaleza no fue tan madrastra” ya que se encuentran plantas “que valen más de un
patrimonio económico” como el agave, babçu, carnaúba, maniçoba etcétera (44). Todas las
traducciones que no tengan aclaración son mías. Las citas de los poemas de cordel y de los
diarios se mantienen en el original.
3 Mario Souto Maior, en su biografía sobre Antônio Silvino reproduce el mismo juicio (25).
4 La explicación más típica es la que ofrece Raul Fernandes: “o ambiente propiciava a formação de
criminosos” (23).
5 Canudos se volvió el hogar sagrado para la comunidad rural donde sus tradiciones, creencias
y forma de vida podían existir libremente. En la medida que la comunidad prosperó económi-
camente y se volvió autosuficiente, resultó una posibilidad viable de vida alternativa para la
población rural. El gobierno respondió atacándolo varias veces sin éxito hasta que en 1897 fue
destruido por un ejército de ocho mil soldados.
6 Las sesmarias se suspenderían en 1822, pero en 1850 la “Ley de Tierras” volvería a instituir un
régimen latifundista, en parte para reemplazar las sesmarias y en parte para prevenir el fin de la
esclavitud (1888) y la consecuente suspensión del tráfico de esclavos de Africa, que ya en 1850
estaba bajo presión del gobierno inglés de realizarse.
7 A medida que la ganadería se fue expandiendo los portugueses exigieron que las haciendas de
ganado se mantuvieran a diez leguas de la costa para proteger los ingenios azucareros (Burns 72).
8 La Guardia Nacional fue creada en 1831 por el padre Diogo Antônio Feijó para garantizar el
orden público, defender la Constitución, la independencia, la libertad y la integridad nacional. La
ley que legalizaba la creación de la Guardia sustituía viejas ordenanzas y las milicias de las guardias
municipales. La Guardia Nacional duró hasta 1868.
9 A veces los términos cangaceiro, jagunço, bandido o capanga aparecen como sinónimo de bandi-
dos y en algunos casos como bandido social (Chilcote 220). Cangaceiro suele ser la categoría más
general, pero existen sin embargo diferentes criterios para especificar las diferencias. La diferen-
cia fundamental entre el cangaceiro y el jagunço es que el primero actúa de forma independiente
mientras que el jagunço es pagado.
10 Durante la sequía de 1877–1879 murieron 600 cabezas de ganado y miles de habitantes (Ferraz
36).
11 Véase Machado, Da Cunha. Por otro lado no puede decirse que el mesianismo haya sido
producto solamente de la región del nordeste. Por ejemplo en Minas Gerais, se destaca el
movimiento de los campesinos de Malacacheta (1955), e inclusive en épocas más recientes hubo
otros movimientos en Goiás, Paraná, Mato Grosso, Maranhão. Véase Souza-Martins, Pereira de
Queiroz, O mesianismo.
Antonio Silvino 47

12 Empobrecidos, muchos habitantes partieron hacia las nuevas urbes, (emblematizados en el


cuadro “Segunda clase” de Tarsila Amaral), otros partieron hacia los estados de Pará y Amazonas
aprovechando el boom del caucho.
13 Con respecto al origen de la palabra cangaceiro circulan numerosas versiones. Una hipótesis
identifica la palabra indígena kang que significa oso, sugiriendo que la palabra se relaciona con
osadía. Cangaceiro también podría provenir de canga, el pedazo de madera o yugo colocado
sobre el animal o sobre los esclavos negros (Machado 37–38).
14 Según Raul Fernandes fue Desiderio Ramos quien lo mató en el intento de arresto (41). Mario
Souto Maior aduce que la familia Ramos tendió una emboscada a Pedro Batistão. En el intenso
tiroteo el padre de Silvino resulto muerto (31).
15 Para un análisis del humor como estrategia de resistencia en los folletos de cordel véase
Nina Gerassi-Navarro, “Crímenes literarios”. Con respecto a la fallas del seductor análisis de
Hobsbawn véase en particular Chandler (The Bandit King) y Slatta (“Eric Hobsbawm’s Social
Bandit”).
16 Para un excelente análisis del retrato de Silvino en el cordel véase Lewin, “Oral Tradition.”
17 De hecho el relato de Ferraz Torres es un breve resumen del informe que entregara a Joaquín
Mauricio Wanderley, jefe de policía de Pernambuco. En dicho informe el alférez muestra una
actitud inteligente, se presenta como líder hábil, que vela por sus soldados pero les exige a la vez
todo. No toma decisiones bruscas y entiende de estrategia: “Meditei um pouco e estudei qual
a pozição que devia tomar a fim de evitar que o grupo m’o descobrisse com a Força” citado en
Ferraz (122).
18 Para un análisis del cordel contemporáneo véase Slater, Stories on a String y Curran, História do
Brazil. Si bien hoy día los folletos de cordel incluyen temas mucho más contemporáneos que van
desde nuevas medidas de salud hasta la caída de las torres gemelas, se siguen reimprimiendo
poemas que recuentan las aventuras de los bandidos, sobre todo de Lampião.
19 El primer tren en la región fue inaugurado por la compañía inglesa Great Western en 1879. El
tren no sólo llevaba pasajeros sino también transportaba los principales productos de la región:
algodón, azúcar, madera, alcohol y fejão. Cómo símbolo de modernización que desestabilizó la
región, Silvino fue particularmente violento con la Great Western, constantemente asaltando los
trenes, sus ingenieros y autoridades. Su queja era que el tren pasaba por tierra suya y que debía
recibir una indemnización.
20 La anécdota que se repite es que estando en la cárcel le preguntan a Antônio Silvino qué piensa
de Lampião. “Lampião es un príncipe” dirá una y otra vez” porque vino después de mí y los tiem-
pos habían cambiado” (Pereira de Queiroz 73).

Bibliografía
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48 Nina Ger assi-Navar ro

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Souto Maior, Mario. Antônio Silvino, Capitão de Trabuco. Recife: Bagaço, 2001.
Souza-Martins, José de. “Los campesinos y la política en el Brasil”. Historia política de los campesinos
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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 49–63

Altamirano’s Demons

María del Pilar Melgarejo Acosta,


University of Pittsburgh

Joshua Lund,
University of Pittsburgh

And the angel of the Lord went forth, and slew a hundred and eighty-
five thousand in the camp of the Assyrians; and when men arose early
in the morning, behold, these were all dead bodies.
—Isaiah 37:36.

Era la ley de la salud pública armando a la honradez con el rayo de la


muerte.
—Ignacio Manuel Altamirano, El Zarco

I1
After pollution, frogs, stinging gnats, mosquitoes, anthrax, boils, hail,
locusts, and thick darkness, there descends the infamous tenth plague, the
massacre of the first-born (Exodus 7:8–12:23). All are marked for death:
the oldest child of the Pharaoh, of the maidservant, of the captive, even of
the cattle in the fields (11:4–5; 12:29). Only the Lord’s chosen nation, the
enslaved Israelites, shall be excepted (11:7). The agent of this mayhem is
not easy to discern. Neither pestilence nor assassin—or perhaps both—it
is revealed to the Israelites by Moses as simply “the destroyer” (12:23). In
similarly apocalyptic passages (e.g. Second Samuel 24:16; Isaiah 37:36) the
Lord walks in the company of an “angel of death” whom he releases and
retracts at will. But in the decisive scene of the tenth plague, the distinc-
tion between the Lord and his messenger is ambiguous. And while we are
briefly confronted with the destroyer, it is thoroughly unclear as to whether
this force represents a figure sent forth by the sovereign, an extension of the
sovereign’s will, or if it is, in fact, sovereignty itself: “For I will pass through
the land of Egypt that night, and I will smite all the first-born in the land
of Egypt, both man and beast; and on all the gods of Egypt I will execute
judgments: I am the Lord” (Exodus 12:12).

49
50 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd

“Exterminating angel” is the term sometimes ascribed to God’s agent


of destruction. This is precisely the term invoked by Ignacio Homobono
Serapio Manuel Altamirano (1834–1893) in reference to Martín Sánchez
Chagollán (El Zarco 308), the most enigmatic figure of his literary work,
appearing in the final four chapters of the author’s final novel, El Zarco:
Episodios de la vida mexicana en 1861–1863 (1888). In many ways the alle-
gorical reference is not especially elegant. El Zarco is a historical novel, and
its context—1861–1863, the bandit-infested, tumultuous years leading up to
the French invasion and occupation of Mexico—could only through the
most extravagant turns of rhetoric resemble the border conflict that de-
fined the Israelite rebellion against Egypt. This historical clumsiness aside,
Altamirano hits the nail on the head in terms of the political allegory at
work in this mysterious image. For Martín Sánchez blurs the boundary be-
tween the sovereign and his messenger, to the point where law is neither de-
liberated nor applied, but rather suspended, reduced to an immediate ques-
tion of decision and judgment, well outside the limits of any covenant or
constitution. I am the Lord: the plagues have nothing to do with justice. As
Herbert May and Bruce Metzger, the editors of The New Oxford Annotated
Bible (1973), convincingly put it, as early as the seventh plague (hail) we
perceive that “the ineffectiveness of the plagues up to this point is not due
to the Lord’s weakness but to his patient determination to demonstrate his
sovereignty” (77–8; see Exodus 9:15–16). The massacre of the first-born, as
much as it anguishes the Egyptians, is meant for the Israelites. A promise
(of security) and a threat (of untold suffering), it is both foundation and
transcendence of the covenant that authorizes it.
In contemplating this allegory and its potential meaning in El Zarco, it is
important to recall that an angel is also always a kind of demon. Historically
moving from the pagan idea of a “divine being” to its Christian association
with the diabolical (diaballo), the conflict implied in the demonic is filled
with both hope and terror. The Judaic idea of an “exterminating angel”
captures this etymological ambivalence. At once salvation and perdition,
this angel is the figure that establishes the law by operating beyond the law,
and that regularly appears in the discourses of America’s nineteenth-cen-
tury nation-builders. This is the case in El Zarco, and therein we find that
Altamirano’s demons were explicitly bound up with the delicate question
of state sovereignty and the effective articulation of its covenant with the
national population. Two figures emerge here, figures whose legacies still
loom in the political conflicts that continue to beset a number of American
nation-states: the bandit and the vigilante. Today we might call them guer-
rilla and paramilitary. In El Zarco they are called el Zarco and Martín
Sánchez. Commentary on the figure of el Zarco is ample. Commentary on
Martín Sánchez is almost non-existant. This essay will focus on the latter.
Altamirano’s Demons 51

II
While aesthetically inferior to the earlier Clemencia (1869), a novel that
foreshadows much of its basic formula, El Zarco is Altamirano’s most ambi-
tious literary work. It is remembered today as a tale of national consolida-
tion that pertains to a popular genre of its time: the bandit novel. Four ma-
jor characters are lined up with more or less personal integrity, wherein the
darker-complexioned protagonists show themselves to be model citizens,
and with the “impure” (164) white bandit and his lover cast in the most
reprehensible of moral terms. After intrigue and hijinx, the good citizens
marry, although, as we will see, it is not exactly in the happiest of settings.
The first chapters of what would eventually become El Zarco were
drafted as early as 1874 (Sol 29) and the manuscript was finished in 1888.
Due to editorial carelessness, it went unpublished until 1901, nearly a de-
cade after Altamirano’s death.2 This means that the novel’s gestation from
idea to book spans a significant chunk of the so-called Porfiriato, the liberal
dictatorship of Porfirio Díaz (1876–1910). It thus traces a particularly in-
tense period of nation building, marked, as Andrés Molina Enríquez puts
it, by Díaz’s commitment to amificación, that is, his talents for balancing
political antagonisms and incorporating the former enemies of liberalism
into the rapidly consolidating state apparatus (Molina Enríquez 136; see
also Hale 9). The novel’s very context, then, provokes its dominant inter-
pretation today: we read El Zarco allegorically, as a lesson in a barbarous
nation’s process of civilization or as a wager upon national reconciliation,
what Doris Sommer has famously called a “foundational fiction”. The
pedagogical intent of Altamirano’s literary writings were well explained by
the author himself (e.g. “Revistas literarias de México (1821–1867)” 56) and
have been extensively analyzed, indeed, beginning with Francisco Sosa,
who in 1901 described the novel, in the prologue of its first edition, as noth-
ing other than “un libro ameno é instructivo” (Sosa 3). With this in mind,
most readings of the text find in the love story between the “indio” Nicolás
and the dusky Pilar a didactic allegory of the formation of a new national
spirit embodied by productive citizens. Sommer herself has described the
work as one in a long line of Mexican novels that articulate “romance and
nationalism” thus joining “a tradition of marriages between politics and
passion” (231). A number of critics, in one way or another, have followed
suit (e.g. Cruz 73, Schmidt, Conway 97, Ruiz, Lund 91). While suggestive
and certainly not without merit, these interpretations of the novel in terms
of national romance and reconciliation, made intelligible through the req-
uisite formula of mestizaje, seem to wither before a particular problem: in
order to resolve the crisis of national disarticulation, Altamirano does not,
in fact, turn to love. He conjures a vigilante.
52 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd

We think that it may be symptomatic of the ideological power and


narrative force of mestizaje and amificación that none of the national ro-
mance readings do much, if anything, with the figure of Martín Sánchez.
This despite the fact that he dominates the resolution of the narrative (see
Chapters 21–25). Martín Sánchez Chagollán first interrupts the text at a key
moment, when news of his existence throws a pall over the bandit dance
party that provides the context for the long and colorful twenty-first chap-
ter. It is surely no accident that the chapter is titled “La orgía” (“the orgy”).
It is a depiction of the social chaos that Altamirano associated with ban-
ditry, and Martín Sánchez, whose narrative function is to bring down the
hammer of order, ends the fun. He does this even in absence. His initial
presence in the novel is purely narrative: he arrives as news when “varios
bandidos, cubiertos de polvo y con el traje desordenado” (296) burst in to
tell their leaders that Martín Sánchez and his men had ambushed an allied
group of twenty bandits, routing and hanging them on the spot. Alarmed,
the bandits get serious and immediately begin to plot their revenge (297).
So far we learn little else about Martín Sánchez, other than that he is ac-
companied by a sizeable force of about thirty, and that he carries “muy
buenas armas”, a minor obsession for Altamirano (297cf. 118; 126; 203; 209;
254; 297; 306; 311; 324; 315; 320; 330).
The following chapter is dedicated to a brief biography of the vigilante.
We learn that he is a humble “campesino” with no history of participation
in the civil war (“sin antecedentes militares” [303]). Like all of Altamirano’s
masculine protagonists, he is noted to possess “brazos hercúleos” (304).
Significantly, given that the race-nation couplet exhibits considerable al-
legorical strength in the novel, he has a “cara morena” (305). His campaign
against the bandits is waged out of vengeance: his son and father were
both murdered in a bandit raid (305). Finally, it is essential to note that
his actions go beyond himself, and that he operates as a kind of populist,
embodying a larger social frustration with the weakness of the state. Or
perhaps it would be more precise to say that he represents the wishful ar-
rival of the sovereign. The chapter ends with these words: “¡Los bandidos
debían temblar! ¡Había aparecido por fin el ángel exterminador!... Martín
Sánchez era la indignación social hecha hombre” (308).
He is compared to Judge Lynch (308). He rides with a posse (311). He
wears black (311). His vision of justice is Hammurabic: “Ojo por ojo y di-
ente por diente. Tal era su ley penal” (308). His authorization is explicit,
but vague, with permission—granted to him by a local prefect—to “per-
seguir ladrones” but only “con la condición de someter a los criminales que
aprehendiera al juico correspondiente” (306). The prefect also gives him a
semi-official title: jefe de seguridad pública. But since the law of the state
doesn’t really apply to an exterminating angel, Martín Sánchez clearly
operates in a juridical margin. With the words Seguridad Pública (306)
Altamirano’s Demons 53

emblazoned on their hats, Martín Sánchez and his men act exceptionally, is-
suing decisions upon what constitutes justice: “¿Los plateados eran crueles?
Él se proponía serlo también. ¿Los plateados causaban horror? Él se había
propuesto causar horror” (308). Justice and vengence are conflated as one.
In the concluding chapters, he is at the center of the action. When the
hero, Nicolás, finally captures el Zarco, Martín Sánchez urges that he be
immediately strung up. Fortunately for el Zarco, Nicolás—a “good citizen”
(328; see also 208, 220), Altamirano’s symbol for the liberal ideal between
state and subject—is there, and insists that justice take its proper course.
Unfortunately for Nicolás, the state is incompetent in carrying out its ju-
ridical responsibilities, and el Zarco is quickly rescued at the risky pass
known as Las Tetillas (320). The end of the novel, then, depends upon the
intervention of a third, neither state nor regular citizen: Martín Sánchez.
There is, of course, a wedding, but the novel does not end on this note.
Rather, the final scene is that of the wedding party, as it happens to stum-
ble across el Zarco’s extra-juridical execution. Martín Sánchez apologizes
to the newlyweds, and suggests that Nicolás and Pilar move along. They
do, momentarily horrified by the pleas for their intervention on the part
of Manuela, Pilar’s erstwhile best friend, the blond maiden who had once
snubbed Nicolás as “ese indio horrible” (120). El Zarco is executed by firing
squad, and then hung from a tree (334). Manuela begins to spit up blood
and promptly dies, of shock, we suppose. The penultimate words of the
novel belong to Martín Sánchez: “Pues enterrarla… y vámanos a concluir
la tarea” (335). And the final words belong to the narrator, who speaks not
of the nation’s model civil union, but of the exterminating angel and his
host: “Y desfiló la tropa lúgubre” (335).

III
Let us quickly return to Martín Sánchez’s irruption into the narrative flow
of the national romance. Recall the scene here: it is the bandit camp, a
space defined by the total lack of reason, where chaos, passions, mistrust
and greed govern. It is a space of disarticulation, a quality that seeps into
all aspects of the camp and all human interaction that takes place there.
Beyond the confusion between space and function (an old church is now
a lair of sin [253]), this disarticulation applies all the way up to the horror
of its aesthetic production, as we can see from this description of “bandit
music” (a forerunner of the corrido, later romanticized as the people’s mu-
sic in the wake of the Mexican Revolution): “Manuela los vio con horror;
ellos cantaron una larga serie de canciones, de esas canciones fastidiosas,
disparatadas, sin sentido alguno […] y que no puede oírse mucho tiempo
sin un intenso fastidio. Manuela se sintió fastidiada…” (272). “Fastidio”
is the operative word here, the only possible reaction of the even semi-en-
54 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd

lightened before this welter of “cien bocas torcidas” (291). If the goal of El
Zarco is to write an articulate nation governed by reason, then the bandit
camp stands as a space of exception, disarticulate chaos without possibility
of any harmony. It is important that Martín Sánchez exacts his violence
here, in the camp, a point on which Altamirano is explicit: “¿Quién era
el hombre temerario que se había atrevido a colgar veinte plateados en los
lugares mismos de su dominio?” (303 our emphasis). Only the exceptional
figure himself can effectively enter into the space of exception. 3
Who will emerge victorious in this struggle between competing ex-
ceptionalisms? Even the narrator pretends not to know: “¿Quién ganaría?
¡Quién sabe…!” (308). The literary result is in doubt, but the struggle is
historical. “Rigorously historical” (303). Like the figure of Martín Sánchez
himself, who, we learn, joins the bandits el Zarco, Salomé Plascencia, and
others as a character that Altamirano pulled from Mexico’s recent past.
Indeed, Martín Sánchez figures in a number of accounts of the epoch.4 In
the semi-historical collection of war stories, Los plateados de Tierra Caliente
(1891), Pablo Robles dedicates a chapter to him, called “Pueblos heroicos:
Martín Sánchez Chagollán”. Published in 1891, Robles would not have
known of Altamirano’s novel, and would not have been a source for it. The
almost exact correspondence between the two versions thus suggests a cer-
tain popular memory around the man. Marked for death, it is the bandit
gangs that give Martín Sánchez his nickname, Chagollán. Robles explains
that prior to his vigilanteism he was a silversmith, and the “chagollo” was
the low-grade silver used to make counterfeit coins and iconic figurines for
religious purposes, both also referred to in popular speech as “chagollos”.
Robles then makes the case for his protagonist: “Sánchez no hizo caso del
sobrenombre y aunque era militar chagollo, improvisado, daba pruebas de
lo contrario, porque el metal salió de buena ley” (142).
Far more important than the historical biography of Martín Sánchez,
however, is the way in which his surprising dominance of the final chapters
points to a political conundrum that was clearly on Altamirano’s mind:
how to square the liberal ideal of a voluntaristic and constitutionally-or-
dered nation-state couplet with a sovereignty that was ineffective in the
face of, among other competitors, bandits?
Altamirano, who lived through and participated in the civil wars and
national resistance against the French invasion that provided the context
for the proliferation of bandit gangs, was preoccupied with this problem
throughout his writing life. 5 He addresses these concerns even more di-
rectly in his political writings. One of these, an essay produced in 1867—
the momentous year in which the Republic was finally restored, and the
liberal state far more precarious than the 1880’s era Pax Porfiriana—takes
up the issue head-on, and is particularly relevant when read in the light of
El Zarco. Altamirano writes:
Altamirano’s Demons 55

Por todas partes aparecen gavillas armadas, de tres, cinco, diez, veinte y
cien hombres que asaltan a los transeúntes, y cuya aparición hace paralizar
la agricultura y el tráfico, y arruina el comercio, al mismo tiempo que re-
duce a la miseria a los trabajadores y a los propietarios. Hace algunos meses
que los caminos estaban seguros, gracias a las fuerzas rurales que los reco-
rrían constantemente. Hoy, merced a una sabia medida del señor ministro
de la Guerra, que del señor ministro de la Guerra había de ser para que
produjera tan óptimos frutos, las fuerzas rurales se han suprimido, y como
por encanto, los bandidos aparecieron por todas partes, no sin agradecer,
en lo profundo de su alma, la disposición ministerial que les limpiaba las
carreteras de todo obstáculo para ejercer su noble profesión (“Policía” 104).
The first four lines of this citation serve as a kind of sketch for the social
problematic that propels El Zarco: it’s not just that the bandits are crimi-
nals, but that they are gumming up the gears of capitalism. 6 The early
chapters of El Zarco are filled with references to the insecurity that stalks
agriculture, traffic, commerce and highways, a threat to the life and live-
lihood of laborers and property owners alike. More bracing, however, is
the reference to the “fuerzas rurales” that defend against bandits. Clearly
semi-autonomous and operating under their own authority, these vigi-
lante groups stand as the protagonists in the essay, titled, no less, “Policía”
(1867). The police, agents of the law-making violence on which the state de-
pends, are here independent of the state, indeed, something that the state
has opted to “supress”. In short, the essay is not really about “the police”
but rather their absence. What Altamirano is speaking to here is the des-
perate situation in which national development must cede its security to
the independent work of others: para-militaries, or, in the words of Robles,
“improvised” militias. Now, as the editorial interventions that punctuate
El Zarco make clear, these improvised militias were at the root of the bandit
problem: gangs of thugs were recruited by a bankrupt state to rout instran-
sigent Conservative strongmen who were still exercising authority in the
countryside after the Liberal victory in the War of Reform.7 Armed, hard-
ened by battle, and unemployed, these groups of men reconfigured into
the plateados of Altamirano’s novel. To what extent Altamirano wants to
demonstrate as much is unclear, but there emerges the brute fact that at the
root of the bandit problem is not so much the misguided youth as it is: the
state. And with this in mind, one can not help but be somewhat unnerved
by Altamirano’s solution to this problem: “fuerzas rurales”, that is, more
paramilitaries. Neither moral nor juridical, the crux of the matter here is
political, and rests on the difficult question of sovereignty.

IV
A frankly incredible scene interrupts the climactic flow of the novel, and
it is one to which we must now turn. The twenty-fourth chapter is called
56 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd

“El presidente Juárez”. A scant seven pages, the chapter centers on the audi-
ence that the embattled President of the Republic, Benito Juárez, grants to
Martín Sánchez. Expecting to be snubbed, Martín Sánchez is pleasantly
surprised to find the president “frío, impasible, pero atento” (322), and
predisposed to help. His reason for the visit is to gain further and more
authoritative legitimacy for his actions and, more importantly, to request
support in the form of arms. Martín Sánchez puts it bluntly: “Lo primero
que yo necesito, señor, es que me dé el gobierno facultades para colgar a
todos los bandidos que yo coja…” (323). Juárez grants his request of the
authority to hang and offers one hundred rifles. The final paragraph is a
tightly-knit expression of several of the key themes that define the novel:
race, nation, law, republic. We read: “el uno moreno y con el tipo de indio
puro, y el otro amarillento, con el tipo del mestizo y del campesino; los dos
serios, los dos graves, cualquiera que hubiera leído un poco en el futuro se
habría estremecido. Era la ley de la salud pública armando a la honradez
con el rayo de la muerte” (326).
We think that this scene represents the political center of the text.
Mysteriously, it is almost totally ignored in the critical bibliography around
Altramirano, a lack that also applies to the figure of Martín Sánchez more
generally. However, two relatively recent readings—provocative and, in-
deed, heterodoxical—have been particularly helpful to us in thinking
through the implications of Martín Sánchez. In “Lectura ideológica de dos
novelas de Altramirano” (1997), Evodio Escalante reads El Zarco in terms
of the juridical problematic that its narrative traces. He criticizes what he
reads as the “authorization” (199) of extra-judicial violence contained in
the last sentence of Chapter 24. He asks: “¿O es que alguien osaría llevar
a juicio a la honradez? ¿Alguien se atrevería a condenar a una ley, máx-
ime cuando se trata de una ley, como se nos dice, de salud pública?” (200).
What he shows us in answering these questions is a law (of “public health”,
even) that is not applied, but simply attached, to historical actors, embod-
ied by them, and thereby converting them from men into ideas. Ideas, free
from potential prosecution and thereby from responsibility (199). He un-
derstands this alleged circumvention of constitutional authority as noth-
ing less than a “scandal” (199). In a manuscript (“Imagining Mexican
Bandits”) presented at the 2003 meeting of the Latin American Studies
Association, Amy Robinson offers a reading that refreshingly outlines the
moral order at work in El Zarco by thinking it in political—rather than
civilizational or romantic—terms. Less concerned with the scandal of an
apparent anti-constitutionalism than Escalante, Robinson focuses on the
ways in which Altamirano seeks an aesthetic of moral-acceptability that
can explain away the contradictions of liberalism when confronted with
historical conditions that its theories cannot resolve. She argues: “Nicolás
and Martín Sánchez become heroes in spite of the corrupt state authority
Altamirano’s Demons 57

because the national problem is, in fact, the institution of authority’s in-
ability to define and enforce a national sense of right and wrong” (n.d.).
Extremely suggestive, these readings can not resist the temptation of
associating Martín Sánchez with another, a position first articulated by
Salvador Ortíz Vidales in 1949, when he interprets the vigilante as “com-
pletely identical” to the bandit himself, el Zarco, based on their equally
exceptional status vis-à-vis the law (36). Robinson complicates this rela-
tionship, and formally associates Martín Sánchez with social banditry in
general (and, by extension, el Zarco), but also places him politically in the
terms of a “moral ally” to the chaste Nicolás (n.d.; see also Sommer, 226).
Nevertheless, these attempts to locate Martín Sánchez within the neoclas-
sical quadrangle of love interests (Nicolás/Pilar v. el Zarco/Manuela) seem
to fail to grasp the dimensions of his singularity within the narrative, sug-
gested in the way in which his presence makes a mess of the structure of the
plot. Yes, Martín Sánchez is exceptional—outside the law—like the bandit.
Thus he might be a mirror for el Zarco. Or he might be the hammer for the
ideal, law-abiding citizen, Nicolás, thereby operating as his other half. But
he is far more than each of these figures, which is another way of saying
that he is reducible to neither, and transcends both.
Escalante, by paying ample attention to the encounter with Juárez,
comes close to illuminating what we perceive as the true face of Martín
Sánchez. But he also seems to go too far in reading the scene in palpably
indignant terms, as the installation of the “ley de la selva” (199). But the
“law of the jungle” is not at issue here; rather, what we are confronted with
is the law of salud pública. In an 1880 letter directed to his young friend,
Rafael de Zayas Enríquez (director of Ferrocarril, a Veracruz newspaper),
reflecting on the suspension of constitutional guarantees of December 11,
1861, Altamirano himself speaks to the question of the relation between
the law and the so-called “salud pública”: “se guarda la ley en una arca
cerrada y no se consulta más que la salud pública. Entonces se da fuerza
al gobierno, armándolo con todos los derechos y con todos los rayos de
la guerra” (1880, 57; our emphasis). Without the vitality of the national
body, the question of law itself becomes academic; law can be protected
by being temporarily suspended, while the forces of salud pública treat the
“gangrena que corroe a la sociedad” (52). It is only in these extraordinary
circumstances, granted to Juárez as facultades omnímodas by the Congress
in 1861 in the face of foreign invasion (the French, Spanish and British were
forcibly landing at Veracruz in order to collect debts), only in this state of
exception, that a figure like Martín Sánchez can emerge. While he may be
the exceptional opposite of el Zarco, Martín Sánchez is not “the bandit”.
He is not the necessary counterpart of Nicolás. He is Juárez. No. He is the
sovereign’s messenger: the exterminating angel. He is the very expression of
sovereignty. Where, then, is the “scandal” of which Escalante speaks? Both
58 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd

he and Robinson are led to the conclusion that El Zarco should be read as
making a favorable case for the existence and actions of Martín Sánchez.
For Robinson, the figure of the vigilante allows Altamirano to leverage a
certain popular appeal around the social bandit, rearticulating this energy
as a force for the re-establishment of social order and the state’s authority.
More tendentious, Escalante is scandalized by what he understands as a
bald legitimation of despotism, the treason of the popular sovereignty sup-
posedly embedded in the liberal republic.
Re-reading the text in a more sympathetically post-colonial register,
however, complicates these interpretations. While there was certainly
something attractive, maybe even necessary (see, again, “Policía”), about
Martín Sánchez for Altamirano, the text itself resists this reading. Paying
attention to these subtleties may obligate us to rethink the nature of the
political narrative that we confront in El Zarco. We think that this becomes
even more the case if we read it in the light of Altamirano’s very existence
as a man, which locates him smack in the middle of an extremely com-
plicated set of political challenges in which he often played a central, and
always polemical, role. By the time that he finishes the novel, he is now a
dinosaur of sorts, increasingly marginalized by the new mandarins of the
social-political order, some committed to a vigorous critique of the early
liberal republic that he helped to build, and he is certainly not happy about
this fact. In his 1880 letter, he politely reminds his worried correspondent
that his generation was locked in a fight to the death, and that the liberal
ideal crashed no less than fourteen times: fourteen constitutional suspen-
sions, fourteen states of exception. Times were different, and times were
not easy. A close reading of El Zarco seems to communicate this message
to us, making it more difficult to see it as a simple and cynical case for the
violence of Martín Sánchez (Conway 98). Altamirano was well aware of the
contradictions of sovereignty implicit in any liberal republic. In a far too
quick sketch of some key turns in the text, we will attempt to close by ar-
guing that Martín Sánchez represents nothing less than the nebulous and,
indeed, menacing nature of the sovereign.

V.
Altamirano was quick-witted and tough, but he seems unsettled by his
own turn to the vigilante. 8 Recall this odd line embedded in the passage
that closes the key twenty-fourth chapter, the portrait of the meeting be-
tween the sovereign and his messenger: “cualquiera que hubiera leído un
poco en el futuro se habría estremecido” (325). Not “cualquier bandido”;
just “cualquiera”, anybody even slightly capable of looking into the future
(toward the Porfiriato?) would have experienced a physical sense of fore-
boding at this transfer of sovereign violence. This does not seem to be the
Altamirano’s Demons 59

beginning of the road to happiness. Then there is the spooky passage in


Chapter 23, “El asalto”, in which Martín Sánchez and his posse are repre-
sented as living dead men, spectral figures imbued with the harbinger of
death. The first time we meet their physical presence is at a crossroads omi-
nously called La Calavera (the skull), described as a place that is “siniestro
en demasía”, an abandoned stretch populated by bandits: “Parecían fantas-
mas, y en aquella venta de La Calavera, y a aquella hora, en que los objetos
iban tomando formas gigantescas, y cerca de aquellos montes solitarios,
semejante fila de jinetes, silenciosos y ceñudos, más que tropa, parecía
una aparición sepucral” (311). A page later we read that there is suspicion
around his actions: “Ya había colgado un buen número de plateados, pero
ya lo habían acusado muchas veces de haber cometido esos abusos para los
que no estaba autorizado, pues, como lo hemos dicho, sólo tenía facultades
para aprehender a los criminales y consignarlos a los jueces. Pero Martín
Sánchez había respondido que no colgaba sino a los que morían peleando,
y eso lo hacía para escarmiento. En esto es muy posible que ocultara algo, y
que realmente él fusilara a todo bandido que cogía” (312, our emphasis).
The narrator goes on to mount a tepid defense of questionable relevance,
noting that Martín Sánchez and his posse, in this scene, was not yet at its
full strength. This tangent regarding his actions, completely unnecessary
for the plot, opens up two possibilities, indeed, probabilities. First, that he
immediately violated his mandate and issued vigilante justice against any
bandit, on the spot (recall that he attempts to hang el Zarco extra-judicially
[317]). Second, that his judgment was also immediate, and that along with
bandits he killed ordinary, if “suspicious”, civilians.
Martín Sánchez was the Lynch Law incarnate (308), and Altamirano in-
dicates in other writings of the time that this is a form of law that should be
resolutely avoided. In another work from 1880, an essay called “Ladrones
y asesinos”, he vehemently defends the necessity of the state power to sus-
pend “algunas garantías individuales, en vista de la amenza que pesa sobre
la sociedad, a causa de los bandidos que infestan los caminos” (15). But in
the same gesture, his liberal spirit compels him to cite Article 29 of the
Constitution: “En los casos… que pongan a la sociedad en grande peli-
gro o conflicto, el Presidente de la República, de acuerdo con el Consejo
de ministros y con aprobación del Congreso de la Unión y en los recesos
de éste, la diputación permanente puede suspender las garantías otorgadas
en esta Constitución, con excepción de las que aseguran la vida del hombre”
(18). Against Agamben, Altamirano’s state of exception does not render the
citizen homo sacer and thereby killable, but must rigorously (the emphasis
is his) assure life.9 He continues: “Ya se ve, que hay algo antes que la ley de
Linch [sic] y el estado primitivo para salvar el orden público y tranquilizar a
la sociedad azorada por la impunidad de los criminales” (ibid.).10
60 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd

Back to El Zarco. Perhaps most prominent of all for a reading of


Altamirano’s ambivalence toward Martín Sánchez is the meeting with
Juárez himself. Granted exceptional powers by the Congress, the figure of
Juárez is a true sovereign in this scene, largely unfettered by the trappings of
constitutionalism. He wraps up the meeting by thanking Martín Sánchez
for his patriotism, noting that the country will soon be embroiled in a war
against a foreign power, and that only because of this need for focus will he
grant the request. At the outset “cool and impassive”, a cascade of remind-
ers and disclaimers make Juárez’s decision seem suddenly tortured, indeed,
hysterical. Here it is: “Y mucha conciencia, Señor Sánchez, usted lleva fac-
ultades extraordinarias, pero siempre con la condición de que debe usted
obrar con justicia, la justicia ante todo. Sólo la necesidad puede obligarnos
a usar estas facultades, que traen tan grande responsabilidad, pero yo sé a
quién se los doy. No haga usted que me arrepienta” (325, our emphasis). The
last line jumps out, but the whole passage is full of suspicion. No less than
seven times does Juárez express preoccupation before what he is granting.11
One gets the sense that Juárez had been down this paramilitary road be-
fore, which he had, and with disastrous results. The narrator is indicating
as much. Too, at the very introduction of Martín Sánchez’s petition, which
opens with a request for the right to extra-judicial hangings, he adds the
pledge that: “y prometo a usted, bajo mi palabra de honor, que no mataré
sino los que merecen” (323, our emphasis). We cannot help but hear the
armchair psychoanalyst here, confronted with the neurotic: “I do not hate
my mother”. The patient always also says yes.
We have already mentioned the end of the novel, but it’s worth the re-
minder: any nation-state articulation here is full of ambivalence and trepi-
dation. A criminal is executed on a threshold beyond the law. A wayward
girl dies of fright. The hinge of this articulation—much less the Nicholás-
Pilar copula than the solitary presence of Martín Sánchez—utters a last
word—enterrarla—before his “tropa lúgubre” marches off. There is no
more sense that this is the end of paramilitary violence and gang warfare
than that it might be the beginning. As much as finding its moral founda-
tion, the nation seems to equally quake before its political reality.
Altamirano had demons. To be sure, one was the bandit. Indeed, social
formations of all kinds, resistant to both “reason” and the state—beyond
bandits (whether social or criminal), we could include Indians, fanatics,
conservatives, the church, the French—could be counted among elements
ripe for transformation or extirpation within his vision of the nation-build-
ing project. But another demon, explicitly thought by Altamirano, was the
sovereign, that nebulous figure who can consolidate the rights of those
ruled over, or who can send forth unspeakable terror (Martín Sánchez is
terrible [325]) and destruction. The place of sovereignty in liberal repub-
lics is ambiguous, until it momentarily resides in the figure of the execu-
Altamirano’s Demons 61
tive, showing its potential for menace. A careful reading of Martín Sánchez
demonstrates that Altamirano was unsure about and uneasy with this
contradiction at the center of the liberal state. And yet like the God of the
Israelites, it would seem that sovereignty needs its plagues. The bandits, a
competing model of sovereignty produced for the state to exterminate, are
expressed in these terms: precisely, a plague of bandits (241). A byproduct
of the very state that seeks their elimination, they ultimately become the
prelude to the final plague in which the state contracts out its sovereignty
to another. The exterminating angel descends upon us, and it is here that
we are faced with Martín Sánchez and a legacy of paramilitarism in the
Americas. This is a history that is clearly on-going, and one that confronts
us urgently today.

Notes
1 Our sincere thanks to Amy Robinson for granting us permission to cite from her manuscript
“Imagining Mexican Bandits: The Literary Construction of Late Nineteenth-Century Criminality”.
2 El Zarco was first published in Barcelona. The original editor, Santiago Ballescá, justifies the long
delay between the delivery and the publication of the manuscript by explaining that the copyist
lost part of the original, which went unrecovered until much later (Ballescá). Manuel Sol, in his
introduction to the extraordinary Veracruz edition that we are handling here, argues that the text
that we know as El Zarco that descends from the Barcelona edition must have been transformed
at the editorial stage. He explains that it was probably modified by a second copyist who “in-
trodujo algunas modificaciones con el propósito de adecuarlo a lo que él consideraba ‘correcto’ y
que, en la mayoría de los casos, correspondían a algunas normas del español de España y, en gen-
eral, a las reglas y acepciones de la Gramática y Diccionario de la Real Academia Española. Normas
y criterios que no eran ciertamente de Altamirano” (17). For example, embellecido is replaced by
ennoblecido which would have a “ ‘connotación nobiliara’ totalmente ausente en un mexicano de
espíritu liberal como Altamirano”.
3 On the relations between spaces and figures of “exception”, such as the bandit and the sovereign,
see Agamben.
4 See, for example, Robles; Popoca Palacios; Pineda.
5 Which was also in the most literal senses of the term a political life. He participated in the rebel-
lion of Ayutla (1854), in the War of Reform (1858–1861), and was a committed nationalist in the
face of French intervention. His youthful participation in armed conflicts impeded the comple-
tion of his studies for the title of licenciado, often exposing him to shallow but biting criticism in
a society where “title” carried significant weight. He was an important ally, though often critical,
especially around the questions of amnesty, of the first president of the liberal Republic, Benito
Juárez. He viewed the rise of Porfirio Díaz, and especially the new class of “scientific” bureaucrats
that surrounded his administration, with suspicion.
6 This is a good point to remember that “bandit”, of course, was a rhetorical weapon wielded by
the state (much like “terrorist” today). Social formations of all kinds, especially peasant communi-
ties that actively asserted their constitutional rights, had a way of finding themselves suddenly
inscribed as “bandits” even if they did not literally participate in the practices (robbery, extortion,
kidnapping) usually associated with banditry. One fascinating example of this process can be wit-
nessed by tracing the transformations in state rhetoric over time as it confronted the Julio López
uprising of 1868-9. Leticia Reina has collected all of the relevant documents around the López
case in one place: see her Las rebeliones campesinas en México (1819–1906) (1988).
7 “Obligadas las tropas liberales, por un error lamentable y vergonzoso [la amnestía], a aceptar la
cooperación de estos bandidos, en la persecución que hacían al faccioso reaccionario Márquez [un
general conservador], en su travesía por la tierra caliente, algunas de aquellas partidas se
62 M ar ía del Pil ar Melgar ejo Acosta / Joshua Lu nd

presentaron formando cuerpos irregulares pero numerosos, y uno de ellos estaba mandado por
el Zarco” (El Zarco 165–6, our emphasis).
8 Once, while serving as a government deputy, a conservative legislator mocked Altamirano, greet-
ing him as: “Buenos días, licenciado sin título”. Altamirano shot back, for all to hear, “Buenos días,
título sin licenciado” (Chávez Guerrero 103).
9 Don’t misunderstand us: we offer no apology of Altamirano’s authoritarian tendencies, but
rather an attempt to understand his position. In defending “life”, what he recites here is nothing
less than the central Enlightenment gesture of sovereignty, a fundamentally biopolitical gesture,
one that Michel Foucault captures in the slogan make live and let die (1976). Altamirano would be
happy to let the bandit die. But he does not call for the people to take his life. He calls for him to
be brought to justice, within the constitutional order.
10 This comment is made in the context of a specific debate over the ineffective institutions of
criminal justice that were at work throughout rural Mexico. One aspect of this conversation
turned around the advantages of the semi-formalization of “Lynch laws” (basically paramilitarism)
versus the so-called “estado primitivo” in which each community or even individual would have
the right to take justice into its own hands. Attacking a common line in favor of both of these po-
sitions in newspapers such as La Libertad, La Industria Nacional and La Tribuna, which saw in these
turns to popular justice “el único recurso a que tiene que apelar el pueblo para hacerse justicia”
(15), Altamirano writes: “antes que apelar a la ley Linch [sic] y al estado primitivo, es decir, a la de-
sesperación, hay que echar mano de un recurso conocido, prescrito por las leyes, obligatorio para
la administración, cuando las leyes comunes no bastan para dar seguridad al pueblo” (19). The law
provides for its own exception.
11 1: “Y mucha conciencia, Señor Sánchez”. 2: “Usted lleva facultades extraordinarias, pero siempre
con la condición de que debe usted obrar con justicia”. 3: “La justicia ante todo”. 4: “Sólo la
necesidad puede obligarnos a usar estas facultades”. 5: “Que traen tan grande responsabilidad”.
6: “Pero yo sé a quién se los doy”. 7: “No haga usted que me arrepienta” (325).

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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 65–76

“Pueblo”, bandidos, y Estado en el siglo


XIX mexicano. Notas a partir de El Zarco
de Ignacio Manuel Altamirano.

Max Parr a, University of California, San Diego

Este tr abajo nace de una interrogante suscitada durante la relectura


de la novela El Zarco (1901) de Ignacio Manuel Altamirano (1834–1893).
La interrogante es la siguiente: ¿cuál es el concepto de “pueblo” en esta
novela? El asunto, en apariencia fácil si sólo se atiende el mensaje didáctico
de la obra, no lo es si nos alejamos de la intención autorial y reubicamos
el texto en la larga y apasionada disputa discursiva por designar lo que
es el “pueblo,” y sus elementos constitutivos, en el siglo XIX mexicano.
La pregunta es relevante porque toca directamente una problemática vi-
tal del México independiente, asi como uno de los temas esenciales de la
novela: el de la legitimidad del poder, o, expresado de otro modo, cuál debe
ser el origen del poder aceptado por una sociedad. Esta problemática no
es exclusiva de El Zarco; está presente, en mayor o menor grado, en otras
novelas de la época: Tomóchic (1893) de Heriberto Frías, Astucia (1865),
de Luis G. Inclán, y La bola (1887), de Emilio Rabasa, por mencionar tres
ejemplos prominentes. En todas ellas, la noción de pueblo, y los criterios
civilizatorios, intereses políticos, adscripciones de etnia, género, y clase,
las categorías morales que los escritores movilizan para designarlo, son in-
disociables de la formación misma del Estado. Esbozo aquí algunas ideas
sobre la conexión entre el concepto de pueblo y la legitimidad del Estado en
la novela de bandidos El Zarco, en la inteligencia de que se trata de primer
acercamiento al tema.
En el siglo XIX, la idea de “pueblo” en México no es unívoca, coexisten
varias definiciones, que operan en función de imaginarios políticos y cul-
turales diversos, y de acuerdo a las pugnas de poder del momento. El tér-
mino dominante es el que postulan los ideólogos del liberalismo, quienes
amparados en la Revolución Francesa y el pensamiento de la Ilustración,
esgrimen la noción de “pueblo libre y soberano” en tanto que principio que
legitima la gobernabilidad y el avance hacia la modernidad política. Cuando
no se invoca al pueblo como principio legitimante, el término se refiere a
65
66 M a x Par r a

un sector de la población al cual se le suele definir en terminos negativos


(Guerra, Modernidad 352–53, 362). El “pueblo,” en este caso, se opone a los
de arriba, es la “plebe” o “chusma” peligrosamente cerca del hampa, como
la que aparece en las páginas de El periquillo sarniento (1816), de José Joaquín
Fernández de Lizardi, por ejemplo, y proclive a intempestivas explosiones
de violencia inesperada (Guerra, The Spanish-American Tradition 10, 19).
Destruida la antigua sujeción al sistema monárquico español, el pueblo
se convertiría—a través del ejercicio del voto—en el nuevo garante de la
legitimidad. La concepción moderna y universal de “pueblo,” y otros tér-
minos con los que está estrechamente relacionado—nación, ciudadanía,
representación—se oponía a la noción tradicional de “pueblo” que pro-
cedía de la época colonial, en el que las relaciones étnicas, de parentesco,
religiosas o de vecinazgo, ataban al individuo a una comunidad a través de
vínculos voluntarios e involuntarios. El pueblo tradicional, en el derecho
indiano, designaba un espacio geográfico, el lugar de residencia y trabajo
de una colectivdad, y era a la vez una institución política que tenía persona-
lidad jurídica. (Kouri 77) Sobre esta realidad concreta, luego de la separa-
ción de España, se erige el concepto moderno y abstracto de “pueblo” en
tanto que conjunto de individuos libres movidos por intereses particulares,
que, según el sentido que le querían atribuir los liberales, implicaba atribu-
tos culturales y cívicos conducentes a la ciudadanía.
En los primeros años del México independiente, era común que en reac-
ción al pasado se invocara esta noción universal e indiferenciada de pueblo.
Muy pronto, sin embargo, ésta es acotada tanto por las elites conservado-
ras como liberales, quienes se entregan a la tarea de redefinir quién tenía
derecho a ser representado como pueblo. En la Constitución de 1836, elabo-
rada por los conservadores, se deja de lado el sufragio universal y se habla
del “pueblo político,” es decir, de los individuos con derechos ciudadanos,
según criterios de fortuna y cultura (Guerra, Modernidad 368). Los liberales
de la Revolución de Ayutla (1854) hablan de un retorno al sufragio univer-
sal, pero un par de años después, en los debates del congreso constituyente
dan marcha atrás al tomar consciencia de la contradición existente entre
los principios liberales que ellos postulaban y la realidad de las mayorías,
apegadas a la iglesia y valores premodernos (Guerra, Modernidad 379) .
Para resolver esta contradición, uno de sus intelectuales más destacados,
Francisco Zarco, propuso distinguir entre el pueblo racional o verdadero
y el vulgo o populacho. A este último no le concedía el derecho de la sobe-
ranía, por carecer de ideas progresistas, y por el temor a la “fuerza de la
sociedad tradicional y su apego a los valores religiosos” (Guerra Modernidad
379–380). Por “pueblo racional” se entendía aquel que sabía leer y escribir
(una reducida minoría en aquella época), que no estaba atado a creencias
religiosas, y como tal, el único autorizado para el voto.
El propósito de estas redefiniciones de pueblo era impedir el derecho al
“Pueblo”, bandidos, y Estado 67

sufragio de las mayorías, de quienes se desconfiaba, e instaurar una con-


cepción más restringida, estrictamente patriarcal, que favoreciera al “jefe
de famila” y al “ciudadano honrado” (en ambos casos, eufemismos por
“propietarios”). Las personas en condición de dependencia en la estructura
familiar (las mujeres, notablemente) quedaban excluidas, pues se conside-
raba que sus intereses públicos estaban debidamente representados por la
autoridad del padre o del esposo (Guerra, Modernidad 356) Se intentaba
preservar así la tradición patricia de representación colectiva, según la cual
debían ser los notables de cada comunidad, hombres de bien por rango
social, linaje, riqueza y cultura, los que tenían el derecho a ocupar los pues-
tos públicos. La larga herencia de una sociedad colonial dividida y jerar-
quizada en castas fue un factor coadyuvante en esta tarea. Se establecía
así la paradoja, característica del siglo XIX mexicano, de que el discurso
político y cultural moderno, a la vez que introducía conceptos innovadores
de pueblo y ciudadanía, sirviera también para encubrir el mantenimiento
del orden tradicional heredado del pasado. En la Constitución de 1857, que
se mantiene vigente hasta 1917, y en otros textos de la época, se buscaba
excluir a las masas de la res publica en el mismo movimiento por el cual,
irónicamente, se las entronizaba en discursos y proclamas. Este pueblo
soberano, o libre o político, o racional, todos términos intercambiables,
constituía una entidad más ficticia que real, porque sólo una minoría ilus-
trada pertenecía a ella. Al cerrase el siglo XIX, la dictadura liberal del gene-
ral Porfirio Díaz reconoció que esta visión abstracta y utópica del pueblo
carecía de base social, y se propuso, la misión histórica de “hacer de la
sociedad un ‘pueblo’ moderno” (Guerra, México 182)
Ignacio Manuel Altamirano contribuye a este proyecto desde el campo
de la literatura. En la década de 1880 escribe varias novelas, entre ellas El
Zarco, que fuera publicada póstumamente en 1901, donde plasma algunos
de los fundamentos de lo que él concibe como las prendas de conducta nece-
sarias para el funcionamiento adecuado de una sociedad liberal, y para que
las masas puedieran convertirse en “pueblo moderno.” El autor concibe el
plan de la novela en términos didácticos, y ubica la acción en un momento
histórico de profundo desorden social: entre el fin de las guerras de reforma
y el inicio de la intervención francesa (1861–1863), período de enorme ines-
tablidad e inseguridad pública, cuando bandas de asaltantes, amparadas
por el estado de guerra, asolaban los caminos públicos, e, inclusive ejer-
cían el control de algunas zonas de la provincia, cometiendo atropellos
pero también proporcionando, en ocasiones, garantías a la población civil.
Sobre este trasfondo histórico de anarquía, el autor elabora un argumento
en el que se desfilan personajes, espacios y situaciones contrastantes. Por un
lado tenemos al protagonista Nicolás, contra el bandido llamado el Zarco.
La tímida y delicada Pilar tiene su contraparte en Manuela, personaje vani-
doso e inmoral, descrito como una figura “satánica” (30). La pacífica po-
68 M a x Par r a

blación de Yautepec se distingue de la sociedad paralela, pero promiscua y


violenta que habita Xochimancas, la guarida de los bandidos. Cabe señalar
también que la simbología moral de la novela se sustenta en un discurso re-
ligioso poblado de ángeles del hogar (Pilar) y demonios (Manuela, el Zarco
y los bandidos) en jardines pervertidos (la adelfa del huerto de la casa de
Manuela, al pie de la cual Manuela entierra las joyas malhabidas que el
Zarco le obsequia, Xochimancas, antiguo cultivo de flores ceremoniales az-
tecas). Con este esquema novelesco hecho a base de oposiciones maniqueas
Altamirano buscaba denunciar vicios y exponer comportamientos cívicos
y morales ejemplares que fueran conducentes a la pacificación, el orden y el
progreso social que, de acuerdo su criterio de pensador liberal, debían regir
en la vida pública y privada de la nación.
El mensajero de estas ideas es Nicolás, el protagonista, herrero empleado
en una hacienda de Atlihuayan.1 De origen indígena, pero separado cultu-
ralmente de su identidad étnica (la orfandad del personaje alude sin duda
a su desvinculación de todo origen que no sea el de su propio valer como
individuo), este personaje despliega en su conducta los atributos funda-
mentales que, de acuerdo al credo liberal, deben caracterizar al “pueblo ra-
cional.” Respeto a la propiedad privada, adherencia al principio del orden,
instrucción básica, productividad, urbanidad y mesura en la conducta y
en el gasto, sentido del ahorro. (12) Su acceso al ejercicio de la ciudadanía,
gracias a que sabe leer y escribir, y a que manifiesta un estado de concien-
cia del “yo” individual que es apropiado al tipo de comportamiento cívico
requerido dentro de un régimen político moderno, lo conduce inexorable-
mente a un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad pública (por su
ineptitud) y con los bandidos (por su reino de terror), y, en su comporta-
miento privado, al cortejo casto y respetuoso de Manuela primero, y luego
de Pilar, con quien se casa por lo civil antes que por la Iglesia. Altamirano
condensa en una breve descripción lo novedoso de esta naciente identidad
social así como algunos de sus atributos:
Nicolás era un hombre de otra especie. Indio, humilde obrero, él tenía,
sin embargo, la conciencia de su dignidad y de su fuerza. Él sabía bien que
valía...Su honradez inmaculada le daba un título, su condición, aunque
mediana, pero independiente y obtenida merced al trabajo personal, lo
ennoblecía (65 subrayado nuestro).
El rango y respetabilidad social de Nicolás, se infiere en esta cita, reside en
su esfuerzo personal y no en las identidades tradicionales propias de una
sociedad estamental, que atan al individuo, favorablemente, a una casta
aristocrática, o, desfavorablemente, a una etnia o corporación. Las refer-
encias al “título” y “nobleza” reproducen un vocabulario propio de una
tradición patricia ligada a las personas principales, a la parte sana y honora-
ble de la sociedad; es decir, al “pueblo politico” de las constituciones.2 El
autor, sin embargo, las utiliza para sugerir un nuevo tipo de honorabilidad
“Pueblo”, bandidos, y Estado 69

social, basada ya no en la sangre o el título nobiliario, sino en otros va-


lores, más propios de una sociedad moderna, capitalista: la laboriosidad,
el sentido de orgullo personal, el espíritu emprendedor y un carácter inde-
pendiente. A través de Nicolás, Altamirano aboga en favor de la dignidad
del trabajo y de la redención del indio por esta vía, ideas que, es preciso
recordar, eran innovadoras en aquella época. Nicolás, en suma, es el proto-
tipo del nuevo pueblo que debe surgir de las cenizas de pasado colonial, un
pueblo hecho de individuos libres, racionales, y moralmente virtuosos, que
asume su ciudadanía tanto en términos jurídicos de derechos y deberes,
como también culturales (normas de conducta). En él ya no hay discre-
pancia entre su modo de actuar y pensar y la ideología del estado liberal.
Por el contrario, hay una perfecta fluidez y correspondencia. Hay, sin duda,
un elemento descolonizador en esta concepción del autor sobre el “pueblo
racional” (Nicolás), dado que propone un sistema de diferenciación social
que ya no está fundado en criterios raciales sino en factores culturales: en
la asimilación del individuo a una nueva estructura mental y emocional
que se adecúe a las formas de sociabilidad modernas. Se sigue que en El
Zarco Altamirano rearticula y “democratiza” la tradición patricia, la acoge
a la vez que rompe con su elitismo, para darle cabida a las personas que han
internalizado los nuevos valores sociales.3
La contraparte de Nicolás en la novela es el bandido el Zarco, personaje
vagamente inspirado en una figura histórica real del mismo nombre (o so-
brenombre), que merodeó por el valle de Cuernavaca, junto con otros ban-
didos, llamados los Plateados, durante las guerras de reforma.4 Altamirano
lo incorpora a la trama novelesca interesado menos en su realidad histórica,
y más en su leyenda de terror, que le permite dar rienda suelta a su imagi-
nación y hacer de él una figura emblemática de los enemigos por excelencia
del Estado nacional en el siglo XIX: los bandidos. 5
Para los sucesivos gobiernos de la república las partidas de bandoleros
constituían, en efecto, un problema endémico de primer orden, pues obstacu-
lizaban el control efectivo del territorio nacional, obstruían el libre tráfico
de las mercancías, dedicábanse al plagio (secuestro extorsivo), y represen-
taban una amenaza permanente a la paz social. Concluidas las terribles gue-
rras civiles de reforma y las luchas contra los enemigos del país que habían
venido del extranjero (los franceses), tocaba ahora el momento de dar la lu-
cha contra estos enemigos internos. Durante la dictadura del general Díaz,
éste se propuso erradicar definitivamente el bandidaje con el fin de pacificar
el campo mexicano y, así también, proporcionar garantías a los inversio-
nistas extranjeros, a quienes había abierto las puertas, y a quienes había
encomendado la tarea de construir el sistema nacional de ferrocarriles.
El Zarco literario cumple una función ejemplar en el eje ético-moral
de la novela: es la representación negativa del ciudadano ideal, la imagen
invertida del pueblo “racional” que el autor anhela para México. Esta ima-
70 M a x Par r a

gen crítica deriva fundamentalmente de su identidad genérica de bandido,


y la violencia asociada a ella, que lo coloca fuera de ley, y que tiene su expre-
sión más personal en el despliegue de conductas igualmente reprobables:
falta de disciplina, apetito sensual, afición al juego, holganza, y, en suma,
un catálogo de vicios que constituyen desviaciones de la normatividad so-
cial propuesta por Altamirano. En la elaboración de esta imagen del per-
sonaje y de sus secuaces, se introducen elementos que son propios de la otra
concepción del “pueblo” que manejaban los liberales, el pueblo en tanto
que masa turbulenta y explosiva, activa en tiempos de crisis social, a la que
suele identificársele como plebe, vulgo, populacho. Se trata, en este caso, de
una definición social—el bajo pueblo—, pero sobre todo cultural, en boga
en la época en que escribe (Guerra, Modernidad 354). Altamirano resalta el
perfil deplorable de este otro pueblo en el capítulo más extenso de la novela:
el de la la fiesta u orgía de los bandidos en Xochimancas, donde se pone
énfasis en lo crudo y áspero de su trato, además de su ostentosa inclinación
al placer y el desorden, a una vida sibarítica donde priman la embriaguez,
el juego, la música, el baile, el ocio, las relaciones promiscuas.
Todos los bandidos famosos estaban allí, cubiertos de plata, siempre arma-
dos, cantando canciones obscenas, abrazando otros a las perdidas que les
hacían compañía […eran] canciones fastidiosas, disparatadas, sin sentido
alguno, que canta el populacho en los días de embriaguez (97 y 87).
En la representación de los bandidos, que contiene ecos de otras descrip-
ciones hechas por Altamirano en su condena de los carnavales en México, 6
se resiente la presencia de modales que, aun cuando aspiran a ser elegantes,
desentonan con las de las elites y en cuyas maneras de juzgar y actuar pre-
dominan la emoción y las pasiones más que la razón y los comportamientos
considerados civilizados por la sociedad dominante; es decir las conductas
no mediatizadas por los valores modernos (deber, decoro, trabajo).
La confrontación entre Nicolás y el Zarco, y el triunfo de la virtud moral
del primero, se articula mediante la dicotomía entre pueblo “racional” y
moderno, y por lo tanto, con derechos políticos (ciudadanía), y un bando-
lerismo con comportamientos semejantes a los de la plebe inmunda, que
debe ser erradicada para el bien de la sociedad. La novela en este sentido,
forma parte del proceso de “higiene social” promovido por el gobierno
del general Díaz: limpiar al país de bandidos, depurar las costumbres in-
troduciendo los buenos hábitos y modales, supimir las diversiones, evitar
el jolgorio, la ebriedad, el despilfarro, inclusive el placer, que se asocia
automáticamente con la perversidad, la falta de virtud.
Existen, sin embargo, al menos otras dos imágenes de pueblo operantes
en la novela que desestabilizan la “fábula de autolegitimación” (Dabove y
Jáuregui 15) de la cultura liberal que urde Altamirano en la novela: la ima-
gen de pueblo oprimido y la imagen del pueblo vengador, ambas emparen-
tadas por la idea de rebeldía e inconformidad social. Estas imágenes deri-
“Pueblo”, bandidos, y Estado 71

van menos de la realidad histórica que de la versión romántica del pueblo y


de sus defensores generada en el seno mismo de la cultura liberal, que, en la
literatura de bandidos, tiene una de sus expresiones más acabadas (Giron
9, 12).7 El bandolero, en efecto, es uno de los tipos populares por excelencia
del siglo XIX y Altamirano no prescinde de esta herencia narrativa porque
es inherente a la estructura estética (entretenimiento) e ideológica de este
tipo de literatura; pero el escritor mexicano ya no se concentra en la figura
del bandido en tanto que “ídolo del pueblo,” como sucede en la tradición
romántica, sino que redistribuye estas imágenes de acuerdo a las exigencias
de una trama que busca atacar la mitología popular del bandido. Además,
las usa discretamente porque una presencia mayor desestabilizaría el men-
saje de la novela. No obstante, su sola presencia perturba el orden interno
del discurso.
Si bien, como señala un crítico, el Zarco “no es, en la obra, un represen-
tante de las clases oprimidas o un rebelde que manifieste con su forma de
vida su oposición a lo establecido o trate de afirmar su individualidad ante
la sociedad como el héroe romántico” (Rivas Velázquez 181–182), también
es cierto que la noción de “pueblo oprimido” no está del todo divorciada
de la trayectoria misma del Zarco. Éste, en efecto, se inicia en el bandole-
rismo no sólo por haragán, como se insiste en el texto, también lo mueve
su rechazo a la condición de mozo de caballería explotado, con un salario
inferior al del obrero y al de los criados de la hacienda donde trabaja. El
espíritu inconforme del Zarco, que lo impulsa a la actividad bandolera,
contiene una dimension de rebeldía social, de insumiso hombre del pueblo
que intenta recuperar un grado de dignidad y de reconocimiento ante la
sociedad. Más tarde, cuando ya es un temido plateado, el que fuese “anti-
guo mozo de estribo, había visto tener la brida de su caballo al arrogante
señorón de la hacienda a quien antes había servido humilde y despreciado”
(34). El oficio de bandido no sólo le posibilita una movilidad social que in-
vierte la relación de poder con su amo, sino que junto con otros bandoleros
le permite participar en las guerras civiles y establecerse como autoridad
de facto en ciertas zonas. El narrador apunta, alarmado, la magnitud de su
poder militar. Eran, dice,
verdaderas legiones de quinientos, mil y dos mil hombres que podían
reunirse en un momento, que tenían la major caballada y el major arma-
mento del país, que conocían éste hasta en sus más recónditos vericuetos
[…] aleccionados en la guerra que acababa de pasar, y en la que muchos de
ellos había servido tanto en un bando como en otro, conocían lo bastante
como para presentar verdaderas batallas, en las que no pocas veces queda-
ron victoriosos (73–74).
El poder militar de estos verdaderos ejércitos de bandidos les había per-
mitido erigirse en una especie de gobierno paralelo o alternativo, que cobra
“fuertes contribuciones a las haciendas y a los pueblos, estableciendo por
72 M a x Par r a

su cuenta peajes en los caminos” (6), funciones todas propias del Estado.
La novela afirma, en este sentido, lo que la crítica ha señalado: que el ban-
dido “no quebranta la ley estatal sino que la confronta con la amenaza
de declarar otra ley” (Dabove y Jáuregui 15) otro orden, al margen del es-
tado, que no está desprovisto de cierta legítimidad. En uno de los pasajes
más reveladores de la novela se insinúa que su presencia es positivamente
estabilizadora en medio el desorden reinante:
Los bandidos reinaban en paz, pero en cambio las tropas del gobierno, en
caso de matar, mataban a los hombres de bien, lo cual les era muy fácil y
no corrían peligro por ello, estando el país de tal manera revuelto y las
nociones de orden y moralidad de tal modo trastornadas, que nadie sabía
ya a quién apelar en semejante situación (56).
El reconocimiento de que en los territorios donde actúan, y que intentan
controlar, los bandidos compiten a veces ventajosamente con las fuerzas
del gobierno, pues su relación con la población es menos abusiva, conlleva
el cuestionamiento del principio de legitimidad popular que reclama para
sí el Estado (representado en la novela por Benito Juárez), además de in-
sinuar la relatividad del argumento ético y legal que debería normar sus ac-
ciones. El derecho del Estado al monopolio de la violencia, necesario para
su consolidación, parecería quedar así en entredicho. 8 El Zarco y su banda
actúan así, potencialmente, como frontera entre “espacios de soberanía”,
función propia del bandido social en la historia cultural latinoamericana
(Dabove y Jáuregui 14). Sin embargo, en la novela de Altamirano la imagen
épica del bandido liberador del pueblo no aparece porque esta caracte-
rística, hasta cierto punto, ha sido desplazada hacia otro personaje, Marcos
Sánchez Chagollan, el verdugo de los bandidos.
La imagen del “pueblo vengador” no la encarna el héroe-bandido, como
suele suceder en la literatura romántica.9 Dado el mensaje que quiere trans-
mitir el autor, esta imagen se traslada a un personaje del pueblo, al ciu-
dadano armado que aparece en la última parte de la novela en la figura de
Martín Sánchez Chagollan, a quien se le describe como “el representante
del pueblo honrado y desamparado, una especie de juez Lynch, rústico y
feroz también, e implacable … Ojo por ojo, diente por diente. Tal era su
ley penal” (105 y 106). Sánchez Chagollan es un aliado militar del Estado
que, por motivos de venganza personal, concentra todas sus energías en la
misión de perseguir y erradicar a los plateados. Si bien se dedica a combatir
la delincuencia, en el desempeño de esta tarea Altamirano lo reviste de
varios atributos propios del arquetipo del “bandido justiciero”, el “venga-
dor” de la literatura popular: la venganza familiar es el punto de partida de
su violento oficio; corrige abusos; no mata nunca si no es en justa venganza
(es considerado un agente de justicia); se reincorpora a su pueblo como
ciudadano honrado y miembro de la comunidad; recibe el apoyo y admi-
ración del pueblo; y no es enemigo de la autoridad suprema (en este caso el
“Pueblo”, bandidos, y Estado 73

presidente Juárez, como en otro tiempo lo sería el rey), fuente de justicia,


sino sólo de las autoridades corruptas (Hobsbawm 45–46, 48).
La novedosa variante del “buen bandido” lo hace el personaje más
interesante y complejo de la novela, pese a que su presencia se limita a los
últimos cuatro capítulos. Su actuación, en efecto, introduce zonas de am-
biguedad en el mensaje de la novela debido a que en un principio ejerce
su acción vengativa contra los bandidos a título personal, sin someterlos a
juicio como demandan las autoridades:
Ya había colgado un buen número de plateados, pero ya le habían acusado
muchas veces de haber cometido esos abusos para los que no estaba au-
torizado […] pues sólo tenía facultades para aprehender a los criminales y
consignarlos a los jueces (107–108).
Sánchez Chagollan descree de los jueces, a quienes sospecha de corrupción,
y decide actuar fuera de la ley, sin la venia del Estado. Dentro de la lógica
del pensamiento liberal expuesto por Altamirano su presencia debería
equivaler a una aberración del discurso del orden y la legalidad privile-
giado en la novela (Escalante 199). Sus acciones, al igual que las del Zarco,
representan manifestaciones de una violencia no estatal, igualmente con-
denables desde el punto de vista jurídico. No obstante, la violencia de un
particular, y sus seguidores, contra los bandidos es paradójicamente tole-
rada, e inclusive, celebrada en la novela. De lo anterior debemos colegir
que, para Altamirano, Sánchez Chagollan representa un orden moral legí-
timo que actúa y está por encima del orden legal. La tarea por realizarse en
la sociedad mexicana, se desprende de la trama misma, es hacer que ambos
órdenes coincidan. Para ello, se necesita combatir tanto a los bandidos (su
violencia y sus costumbres plebeyas) como a los gobernantes corruptos que
los protegen. En la novela sólo la fuerza justiciera del pueblo oprimido,
victimizado, pero además “racional,” en asociación con los gobernantes no
corruptos, puede llevar a cabo esta tarea de “purga social”.
La escena, clave en el texto, en la que el presidente Benito Juárez otorga
personalmente a Sánchez Chagollan facultades extraordinarias para que
éste pueda combatir más efectivamente a los bandidos reconcilia anecdóti-
camente el desajuste entre el orden moral y el orden legal. La unión sim-
bólica entre el Estado y la sociedad civil (Juárez y Sánchez Chagollan) es,
sin embargo, profundamente ambigua desde el punto de vista de la ley.
A la vez que refrenda una justicia sustentada en el poder “soberano” del
pueblo, sanciona una violencia supeditada al arbitrio personal (“mi con-
ciencia, señor, es un juez muy justo, [113]” razona Sánchez Chagollan, a
modo de criterio inapelable para que el presidente autorice su derecho a
matar delincuentes) y no a ley suprapersonal de una Constitución.10 El or-
den moral que este personaje encarna presupone por parte del autor un
acto de fe en la imparcialidad de la justicia popular (el pueblo honrado
—Sánchez Chagollan—haciendo causa común con el gobierno en su lucha
74 M a x Par r a

común contra los bandidos) que la misma novela, en sus contadas pero
significativas referencias a la complicidad, por conveniencia, miedo, o
beneficio, de los pobladores con los bandidos, invita a poner en duda.
Se sigue que los porosos conceptos de “pueblo” presentes en El Zarco no
siempre se avienen, ni se complementan necesariamente, con el propósito
del autor de resolver el problema de la legitimidad del poder en el texto.
Los dos privilegiados a nivel argumental, los de pueblo racional (Nicolás)
y plebe o bajo pueblo (el Zarco), están claramente delimitados ideológica-
mente y forman parte de la moraleja del texto. Los otros conceptos, más
marginales, de pueblo oprimido y pueblo vengador, provienen más de la
tradición literaria que de la realidad social e histórica del país, y se dise-
minan parcialmente entre dos personajes antagónicos, el Zarco y Martín
Sánchez Chagollan. Éstos comparten algunos rasgos del pueblo casti-
gado, si bien por razones diferentes, mientras que la imagen del pueblo
vengador se desplaza de la figura mitológica del bandido heroico, que se
ataca en la novela, para concentrarse solamente en la actividad justiciera
de Sánchez Chagollan. Las distintas nociones de “pueblo” que convergen
en Sánchez Chagollan—pueblo racional, oprimido, rebelde vengador, so-
berano, pero nunca plebe—son sintomáticas de las tradiciones históricas
y culturales, algunas contrarias en sus intenciones representativas, que el
escritor quiere armonizar en la novela como expresión de su vision utópica
del pueblo mexicano. La fusión introduce complicaciones en el mensaje.
Al combatir la mitología del bandido con un personaje que tiene carac-
terísticas de rebeldía popular revanchista, pero al servicio de la causa del
gobierno, Altamirano elabora un personaje que por momentos choca, pre-
cisamente por sus actos de “justicia popular,” con el principio del orden
legal (las Leyes de Reforma) que dice defender. De lo anterior se puede
inferir que, más allá de las intenciones del autor, no es el “pueblo racional,”
ni el “pueblo oprimido” o “vengador,” ni la ley, ni siquiera la justicia, lo que
en última instancia legitima al Estado en la novela, sino—más ambigua-
mente—cualquier expresión de fuerza que trabaje a favor de su frágil e
incierta hegemonía.

Notas
1 Los personajes femeninos, Antonia, madre de Manuela, ésta y Pilar, importantes en la simbología
moral de la novela, se ubican en una posición cultural y jurídica que denota la subordinación de
la mujer a la representación legal del hombre en el siglo XIX. Ante el peligro de los bandidos,
Antonia le comunica a su hija: “casándote con Nicolas, ya estarías bajo su potestad” (subrayado
nuestro, 11), es decir, bajo su protección legal. Asimismo, la madre se encuentra en un estado de
dependencia total para exigir justicia luego que su hija huye con el Zarco: “Sus derechos de usted
como madre” —le comunica el tío de Pilar— “no pueden ser representados sino por la autoridad
en este caso, careciendo usted de un pariente próximo” (49, subrayado nuestro). Para un estudio de
los personajes femeninos y el problema de género en la novela, consúltese Cruz.
“Pueblo”, bandidos, y Estado 75

2 La noción de “pueblo político” luego se ampliaría para incluir a los nuevos ricos (Guerra, “The
Spanish-American Tradition” 11).
3 El discurso descolonizador de Altamirano, bastante avanzado para su época, tiene el objetivo de
imaginar la liberación del indígena y, en un sentido más amplio, de las masas, del rígido sistema
social estamental producto de la conquista y la colonización española. Sin embargo, su lógica
argumental se encuentra atrapada en las contradicciones inevitables—y, nuevamente, coloni-
zantes—que genera la adopción de la ideología del progreso cuando es aplicada a sociedades
periféricas. Tal como se concibe a través de Nicolás, el proyecto social del autor postula que es
deseable el abandono de la cultura indígena –por atrasada e, inclusive, antiestética—y su asimi-
lación a la cultura moderna. No es de extrañarse que el autor, estrechamente vinculado al gobi-
erno del general Díaz, no viera en las campañas oficiales de exterminio contra las poblaciones
indígenas en el norte del país, realizadas en la década de 1880, es decir, cuando escribía su novela,
un acto de barbarie estatal.
4 Los plateados fueron los más visibles y temidos de los bandidos en la época de Reforma. Por su
vestimenta ostentosa se le consideraba “el aristócrata de la casta bandolera”, (354) escribe el
historiador Luis González y González.
5 “Se podría decir”, escribe un francés residente en México en 1861, “que el robo y el asalto han
pasado aquí al estado de institución: es incluso la única institución que parece tomarse en serio y
que funciona con perfecta regularidad” (citado en López Cámara 233–234).
6 Altamirano aboga a favor de la desaparición de los carnavales porque esta práctica cultural está
reñida con la ética de trabajo y los buenos modales que prescribe la moral social: “en todas”,
escribe en 1891, “el vino y el regocijo forzado, inorportuno, imprudente, interrumpen el tra-
bajo y forman la condición indispensable de la fiesta … vale más que esta alegría idiota se vaya”.
(Altamirano, Textos costumbristas 351 y 356).
7 Para una revision crítica de los estudios en torno al bandolerismo, de sus fuentes históricas y
literarias, y la problemática relación entre éstas, consúltese el trabajo de Gilbert M. Joseph. Para
un examen de la figura del bandido en la literatura y la cultura del siglo XIX en América Latina,
ver Dabove, Nightmares of the Lettered City.
8 “Estado —escribe Max Weber en su definición clásica— es aquella comunidad humana que,
dentro de un territorio determinado (el ”territorio” es elemento distintivo) reclama (con éxito)
para sí el monopolio de la violencia física legítima” (Weber, 83).
9 Sobre la figura del vengador, y algunos ejemplos provenientes de la literatura y leyendas popula-
res, de la que es personaje predilecto, véase el capítulo 5 del libro de Hobsbawm (Bandits).
10 En un artículo político de 1880, Altamirano pondera el problema de perseguir y castigar a los
bandidos sin proceso jurídico, que él favorece, y cree encontrar la salida legal en el artículo 29 de
la Constitución, donde se estipula que en casos de grave perturbación de la paz pública el presi-
dente puede suspender las garantías otorgadas por la Constitución. La actuación del presidente
Juárez en la novela parece ajustarse a la letra de esta ley. Sin embargo, en el artículo 29 también
se dice que las garantías pueden ser suspendidas “con excepción de las que aseguran la vida del
hombre”. Ni Sánchez Chagollan, que cuelga a sus enemigos, ni Juárez, que aprueba estas medidas
extremas, se ciñen a esta excepción (Altamirano, Periodismo político 18). En el renglón de la
legitimidad de la violencia estatal la anécdota novelesca es, por lo tanto, dudosa.

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Manuel Lozada and the Politics


of Mexican Barbarity

A my Robinson, Bowling Green State University

A biogr aphical text published in 1895 by Mexican novelist Ireneo


Paz (1836–1924) describes in horrific detail Manuel Lozada’s brutal treat-
ment of political prisoners in which “he ordered that prisoners were
skinned, scalped and had their eyes plucked out, as well as a thousand
other varieties of mutilations” (Manuel Lozada 65).1 In a 1935 text, early
twentieth-century writer Mariano Azuela (1873–1952) similarly refers to
Lozada as “a terrible beast that dismembers women, eats children raw and
cuts off the feet of prisoners, leaving them to roam through the mountains
until they perish” (399). In fact, Lozada (1828–1873) was a controversial
military figure during several tumultuous chapters of Mexican history in-
cluding the Reform War (1858–1860), the French Intervention (1862–1866),
the untimely death of President Benito Juárez in 1872, and the commence-
ment of Porfirio Díaz’s determined battle for presidential authority against
Sebastián Lerdo de Tejada. Lozada’s disgraceful place in Mexican history
is often explained with respect to his opportunistic and treasonous align-
ments with Mexico’s now legendary foes. During the Reform War Lozada
declared himself for the Conservative cause in support of “religión y fue-
ros” (religion and rights),2 during the French intervention he allied himself
with Maximilian’s imperialist forces as a direct affront to Juárez’s ousted
administration, and he is known to have contemplated a proposal for an
alliance with Díaz during the same year as Juárez’s death.3
Much of the contemporary historiography celebrates Lozada as a cun-
ning warrior that championed the rights of indigenous communities as the
nation battled civil wars and foreign invasions. Yet, his scandalous politi-
cal alliances inspired earlier newspaper accounts, essays and biographies
to demonize Lozada’s legacy by highlighting the barbarity of his wartime
behaviors and downplaying the political or ideological motivations that
may have informed his actions. This essay examines the two previously
mentioned biographies to argue that Lozada’s highly public identity as a
political deviant has been constructed with significantly varied objectives
and results. Both Paz and Azuela write colorfully narrated, fictionalized

77
78 A my Robinson

biographies that recount the many stages of Lozada’s military movement


by positioning him as a bandit, beyond the parameters of political and civil
legitimacy. The effect of Paz’s Porfirian-era account is reminiscent of Doris
Sommer’s theory that late nineteenth-century Mexican novelists such as
Ignacio Manuel Altamirano created “national allegories” by pitting vile
antagonists against dominant national values that need to be protected by
heroic patriots (228). In marked contrast, Azuela’s post-revolutionary por-
trait of Lozada shows how the same antagonist is constructed by a culture
of rejection and abuse that emanates from the nation’s historically domi-
nant classes. Lozada’s attack upon the dominant values underscores the
importance of changing not the villain, but the society that provokes him.
The present analysis examines the differences between these two texts in
order to discuss distinct ways in which the Mexican national identity has
been defined vis-à-vis the barbaric other. I find that Paz promotes a view
of modern society as the victory of civilization over barbarism, whereas
Azuela denounces the political tradition that would propagate and enforce
such a false dichotomy.
Paz’s Manuel Lozada: El tigre de Alica depicts the struggles between
Lozada and the dominant political system in Manichean terms of liberal
vs. conservative, national vs. foreigner, and the progress of civilization vs.
the stagnation of barbarism. In this context, liberalism can be understood
as a political philosophy protecting civil liberties and individual freedoms,
endorsing secular government, and emphasizing individual property own-
ership (Hale, Transformation of Liberalism 4). Paz uses his literary forum to
exalt the tenets of liberalism, to demonstrate the fundamental synchron-
icity between the Mexican nation and liberal ideology, and to promote
liberalism as a civilizing ideology that can eradicate the backwardness of
certain, implicitly conservative sectors of Mexican society. To that end,
Paz’s text portrays Lozada as a cruel antagonist who wars against the lib-
eral government and who is thus fundamentally and wholly opposed to the
nation’s interests.
This overwhelmingly negative caricature creates an almost conspicu-
ous omission in Paz’s assessment of Lozada in that there is no reference to
his celebrated legacy as a renowned leader of an agrarian movement. Jean
Meyer is one of many contemporary historians that locate Lozada’s pre-
vailing distinction in the spirit of his 1873 “Plan Libertador” (“Liberating
Plan”). In this nationally addressed document, Lozada proclaims the ba-
sic right of the pueblos (especially those he represented in what is now the
small western state of Nayarit) 4 to maintain political and economic au-
tonomy and demands that the government be structured around the needs
and rights of the people. 5 Leticia Reina points out that the Plan does not
explicitly address communal property rights (196), yet Lozada was widely
perceived as a threat to the central government because of his defense of
Manuel Lozada 79

communal property (and the reappropriation of previously seized lands)


as a fundamental right for his people. Viewed from this more empathetic
perspective, we can see that Paz represents the anxiety of Mexican liber-
als to eradicate the conservatives, yet he fails to consider the role of the
campesinos (notably the indigenous) within this conflict, or the notion that
rural communities’ bellicose actions were meant to protect their tradi-
tional way of life rather than sabotage Mexican modernity. In other words,
by characterizing Lozada solely through his anti-national posture in his-
torical duals, Paz implicitly positions communal, often indigenous land
interests outside of the national arena. Or, in terms of Benedict Anderson’s
theory of the nation as an imagined community, Paz would seem to imag-
ine the indigenous out of Mexico. 6
In contrast to Paz’s pro-liberalism fervor, Azuela published Precursores
(with one of its three sections entitled “Manuel Lozada”) in 1935 from a
perspective critical of the dominant political project. As seen in his most
acclaimed revolutionary-era novel Los de abajo, Azuela is known for expos-
ing and critiquing the ways in which political, even revolutionary rhetoric
often obscured and contradicted the dominant classes’ betrayal of large
portions of the Mexican citizenry. Unlike Paz, Azuela refers to pro-indige-
nous motivations behind Lozada’s cruelty and draws associations between
the dominant political institutions and a long history of contempt for
the indigenous way of life. While this more sympathetic approach might
suggest otherwise, Azuela’s portrait of Lozada does not pardon this cruel
bandit for his many atrocious, self-glorifying and treasonous acts. Instead,
Azuela uses his text to significantly divert critical gaze from Lozada and
onto the nation’s colonial history that led to the enslavement and impov-
erishment of Mexico’s native population. Moreover, he finds fault in mod-
ern Mexico’s national leadership for failing to confront—and indeed for
perpetuating—colonialism’s legacy.
In sum, both of these fictionalized biographies demonize this infamous
bandit by locating Lozada in the center of the nation’s conflicted identity.
Paz illustrates Lozada as an intrinsically power-hungry barbarian whose
actions were ultimately detrimental to the liberal nation as well as to the
indigenous communities he purportedly represented. Paz’s text thus re-
veals the exclusionary, moralizing tendencies within liberal rhetoric, ideol-
ogy and political strategizing. Moreover, it portrays liberalism as a mono-
lithic political choice rather than an ideology beset by internal debates and
negotiated agendas.7 Azuela, on the other hand, shows that Lozada merely
perpetuates an entrenched neo-colonial logic by turning from a typical
campesino into a power-hungry barbarian even as he maintains an in-
trinsic interest in land reform and indigenous solidarity. This significant
deviation from Paz’s representation depicts Mexico’s chronic turmoil as
a consequence of individual greed overriding the broader social good, a
80 A my Robinson

dilemma he characterizes as historically unsolved (if not perpetuated) by


regime change in Mexico. This essay analyzes these two representations
of Lozada’s life and death in order to better understand how distinct liter-
ary approaches to this unique historical personage reflect a historical (and
ongoing) debate about the implementation of political order in Mexico. I
argue that Paz criticizes the barbarity of the indigenous movement in order
to legitimize his view of the late nineteenth-century liberal project, whereas
Azuela criticizes power itself and how those at the center of Mexican poli-
tics use brutality, dominance and even war to maintain their own privilege
against the will of marginalized groups.

I. Manuel Lozada in Historical Context


Lozada was born in a small pueblo (now called San Luis de Lozada) to par-
ents Norberto García and Cecilia González. 8 While his motives are the sub-
ject of much debate and speculation, it is widely accepted that he dedicated
his life to representing the agrarian interests of the Cora indigenous com-
munities in the region of Nayarit. By the time the Ley Lerdo [Lerdo Law]
passed in 1856, Jalisco and Nayarit had already experienced a long history
of proposed land reform measures that sought to disentail (desamortizar)
communal land holdings and instead privilege the principle of individual
ownership.9 Despite opposition from “the majority of peasant villagers”
(Tutino 261) who saw this as disrupting “peasant community cohesion and
autonomy” (262), the Ley Lerdo would definitively, formally and “radically
restructure landholding—and agrarian social relations—across Mexico”
by “abolishing nationally the property rights of all corporate organiza-
tions” (258). The country’s divisions between pro-reform liberals and anti-
reform conservatives is commonly synthesized as a debate about the role of
the Church in the modern nation-state. Indeed, ecclesiastical landholdings
were a prime target of the liberal reforms, and the Ley Lerdo could be inter-
preted as a direct assault on the Church’s authority and power in Mexico.
Yet, the same decree that dispossessed the church of its land holdings also
targeted communal Indian lands. Conforming to the liberal ideals for
many indigenous people would mean abandoning their traditional beliefs
and practices, while rebelling would test the (un)willingness of the liberal
model to incorporate traditional indigenous practices into the nation’s
official political and cultural identity. The result of this conundrum was
often a political alliance between conservatives and indigenous communi-
ties that shared the goal of protecting their property interests by halting or
altering the liberal project.
The 1857 Constitution would uphold and further institutionalize the
objectives of Ley Lerdo,10 but it also sparked a three-year civil war between
liberals and conservatives. Benito Juárez, perhaps ironically Mexico’s first
Manuel Lozada 81

and only president known as indigenous, led the liberal struggle to victory,
and has since become a foundational symbol of the liberal turn in Mexican
political history.11 Juárez’s political victory in 1861 was short lived because
the debilitated nation was left vulnerable to the ensuing French interven-
tion, yet his political movement would nevertheless increase its momen-
tum. Over the course of Maximilian’s rule, Mexico’s diverse and divided
citizenry eventually began to find common ground against its foreign en-
emy, and this newfound cohesion took on the banner of liberalism. Thus,
by the time of Maximilian’s defeat in 1867, liberalism
became irrevocably identified with the nation itself, a nation that in the
words of Juárez had won its second independence. The years following 1867
were ones that saw the establishment of an official liberal tradition, a tradi-
tion that was further solidified with the Revolution of 1910. In other words,
liberalism after 1867 became transformed from an ideology in combat with
an inherited set of institutions, social arrangements, and values into a uni-
fying political myth (Hale, Transformation of Liberalism 3).
Of course, the unifying promise of liberalism did not mean that the liberal
ideology accurately represented the country as a whole. Rather, we can un-
derstand the liberal project as a hegemonic endeavor to singularly define
the nation according to the profile and interests of the more privileged,
ruling classes. As Florencia Mallon points out, the dominant liberal move-
ment recognized the need to incorporate popular needs into their politi-
cal agenda (62), but when this cooperation did not occur, the conservative
movement (and the church) offered a viable alternative (61).12
In the case of Lozada’s political allegiances, Meyer downplays ideologi-
cal and class motivations by arguing that Lozada rose up against the liberal
decrees of land reform by taking advantage of the political vacuum created
by the mid-century civil war. Even while proclaiming allegiance to spe-
cific sides of mid nineteenth-century conflicts (the Conservatives and the
Imperialists), Meyer clarifies that Lozada’s “military” targets were most
often large landholders in the region whose property could be recuper-
ated for the indigenous groups that had been losing control over their lands
since before the Reform (Esperando a Lozada 167–168). He demonstrated
willingness to negotiate with both sides of the civil war and he declared
neutrality toward the end of the French Intervention, which suggests that
his motives were based more on political expediency than ideological com-
mitment.13 His political influence was local in that his primary objective
was to secure autonomy and opportunity for the disenfranchised com-
munities of Nayarit. Yet, it was also national in that Lozada’s actions were
monitored from Mexico City and considered dangerous to the national
political infrastructure. While Juárez often tolerated Lozada’s continuing
authority in Nayarit, the presidency of Lerdo de Tejada promoted a deliber-
ate offensive against him that ultimately led to his capture and execution
82 A my Robinson

in 1873. Despite twenty years of longevity, Lozada’s movement ultimately


failed to institute lasting land reform for the indigenous, and the demoni-
zation of his legacy (both during and after his lifetime) exemplifies how
resistance meant to modify the dominant system to suit the needs of his
marginalized group actually served to reinforce those boundaries between
center and periphery, or so-called civilization and barbarism.14 The fol-
lowing section discusses the ways in which Paz’s representation of Lozada
constructs such dichotomies.

II. Ireneo Paz: Manuel Lozada: El Tigre de Alica15


Paz is best known as a prominent journalist and prolific novelist during the
Porfiriato, but his legacy may be overshadowed by the intellectual, political
and literary contributions of his grandson, Octavio Paz (1914–1998). The
elder Paz fought for the liberal cause in the Reform and against the French
Intervention, but he made his enduring impact through his political con-
nections (including a friendship with Díaz) and patriotic, liberal writings
especially throughout the late nineteenth century (Rodríguez x–xii). Paz
saw popular fiction as a means for articulating a common sense of his-
tory and identity for all Mexicans in easily understandable language. He
argues on behalf of the dominant political-literary tradition (during the
Porfiriato) that
what we want, what we propose is, that the knowledge of our national his-
tory be distributed through cheap presses and easy reading, because we
lack public monuments, museums, art and all of those indications that
other nations have in public view and that help so much to form their his-
torical criteria and that here among us we have substitute with this brand
of minor works put within reach of all social classes and that are sought
and acquired as instructional material (Leyendas Históricas 7).
In the case of Lozada, the opening chapter of Paz’s text paints an unam-
biguous picture of how the national audience should interpret this bandit’s
role in Mexican history. He portrays Lozada as greedy, corrupt, ignorant,
subservient, and inherently brutal with “appetites as lustful as his thirst for
blood” and “natural ferocity” (12). Readers learn that Lozada dedicated his
life to being a contrabandist, bandit and later as a conservative reaction-
ary in the Reform-era. The author does not dwell on his protagonist’s role
in leading an agrarian rebellion in solidarity with indigenous communi-
ties from Nayarit, but instead interprets Lozada as completely devoid of
ideological motives or moral entitlement. The text repeatedly underscores
Lozada’s inability to understand the issues that generated the regional and
national conflicts in which he functioned as an agitator. Moreover, it de-
liberately exploits Lozada’s “black legend” to denounce a historically un-
popular and defeated political movement, in this case the allied causes of
Manuel Lozada 83

the Conservatives and the French. Implicitly contrasted to Lozada’s evil


is a united, liberal Mexican nation capable of protecting the welfare and
decency of the collectivity against alternative interests and values.
As Paz represents him, Lozada’s first obvious moral, intellectual and
political failing is that the combination of his opportunism and ignorance
repeatedly prompts him to align himself with people in power. The read-
ers’ first introduction to this behavior comes during his days as a bandit in
1853 when he attempts to rob some wealthy travelers. Once they explain to
Lozada that they are contrabandists, his greed and ignorance inspire him
to join their operation. In fact, without knowing how to sign his name or
fully understand the conditions of the pact, Lozada swears allegiance and
blind obedience to an organization that simply promises to make him feel
wealthy and important (7). In a related incident in 1857, the region is trou-
bled by the escalating conflicts between liberals and conservatives. When
Lozada learns that liberal troops are closing in on his region he cannot com-
prehend the conflict beyond his need to protect his contraband operation
(16–17). The dim-witted bandit is briefed on the history of the conflict: “the
entire country is stirred because, after the liberal triumph against Santa
Anna, a Constitution was put in place that attacks the Evangelical Roman
Catholic Religion of our elders and is needed to defend our religion with all
our might” (17). In his strained efforts to understand this one-sided history
lesson, Lozada aligns with the conservative cause because a subordinate
member of his group informs him that the religious party was “stronger,
more popular and more wealthy” (18). Therefore, by 1857, Lozada “began to
comprehend his role” and declares himself “for religion” (18).
Lozada’s brazen complicity with the powerful extends to exploiting gov-
ernmental corruption to his own benefit. Paz recounts one episode when
a general named Juan N. Rocha is assigned to subdue the bandit problem
in the mountainous region surrounding the city of Tepic. Lozada and his
men eventually escape from Rocha, but Lozada sends word back to the gen-
eral that he will gladly submit to the government in exchange for a par-
don of all of his crimes (27). Governmental corruption is so rampant that,
by the time the conservatives are in full control of the region (headed by
General Miramón), Paz describes banditry as protected, if not legalized by
the political leaders (39). In a similar episode in 1860, Lozada’s conserva-
tive troops have occupied Tepic but, with little resistance from Lozada, are
forced to relinquish their stronghold under pressure from the liberals’ ad-
vances. His apparent lack of true political and military conviction is con-
firmed when Lozada then tries to strike a deal with the liberal governor
of Jalisco in which he basically offers to sell his men’s subjugation to the
new government (82). Lozada and Governor Ogazón reach a corrupt ac-
cord wherein Lozada functions as a cacique who rules “as an absolute lord”
(113) by demanding servitude from the local populations. Throughout that
84 A my Robinson

decade, Lozada’s political standards only spiral downward as evidenced by


his eventual alliance with the French intervention. When the French solicit
Lozada’s support by disingenuously appealing to his ego, he resolves to turn
his back on his nation with the celebratory, treasonous cry: “Long live the
Empire! Long live Maximilian!” (115). Despite never really understanding
the substance of the war, Lozada remains loyal to the Imperialists until 1866
when he jumps the sinking ship of French rule and declares himself neutral,
a term that has to be explained to Lozada by one of his officers (145).
Although portrayed as fundamentally immoral and disloyal, Lozada’s
actions stand in stark contrast to the pure evil of another bandit of the
region, Práxedis Núñez. Paz’s text explains that Núñez’s wickedness re-
sults from a tragic childhood experience in which his father, a thief, was
murdered by a rival thief, Ramón Galván. The younger Núñez then vows
revenge against Galván to avenge his father’s murder (13). Lozada displays
some semblance of decency by actively trying to temper Núñez’s violence
(15) and initially keeping their bandit gangs separate (16). However, Núñez
eventually weasels his way into Lozada’s forces, which casts a dark shadow
over Lozada for willingly associated himself with a man “accompanied with
the blood of fifty innocent victims” (50) on his hands. Even after witnessing
his poor judgment and weak morals, Lozada ultimately becomes Núñez’s
most loyal advocate (108) and treats him as a “spoiled child” (128).
Núñez’s repulsiveness (and Lozada’s gross acceptance of him) is most
vivid in their treatment of Dolores Navarro, the sister of a fellow ban-
dit and the object of Núñez’s affection. Described as an “innocent little
Indian” (30), she has captured the interest of both Núñez and his lifelong
rival, Galván (32). Núñez and Dolores eventually get married, but that does
not discourage Galván from pursuing her. Paz’s narrator describes how
Galván attacks the feisty Dolores with the brutal assistance of four other
men. Despite fighting back “with all of her force until finally becoming
subdued against the power of those savages that almost had to strangle her
to subdue her” (108), Núñez callously blames Dolores for the incident. The
proud Dolores’ insistence of her innocence causes Núñez to lose his pa-
tience, so he takes out his gun and shoots her five times out of blind rage
(109). Lozada’s reaction? “That’s okay … if you want, get married to an-
other woman, and I will be your godfather again” (109).16 This tragic saga
serves to pronounce unequivocally that the moral compass guiding our
bandits is as adrift as the memory of Dolores who, as the narrator dramati-
cally laments, “was buried forever in the abyss of oblivion” (109).
Lozada’s complete moral disconnect with the common Mexican citizen
and community is further illustrated as Paz discredits Lozada’s reputation
as a popular leader. For example, during the occupation of Tepic in 1859
Lozada and his troop of indigenous men identify themselves in military
terms, however Paz’s text undermines Lozada’s pretensions of authority by
Manuel Lozada 85

evaluating his leadership as a function of “the resigned and passive courage


of all the indigenous” (41). Furthermore, Lozada is described as exploiting
their devotion and labor for his own enrichment (43) as opposed to the
far-reaching proposals for land reform for which he is often remembered.
Indeed, Paz argues that if there is a political nature to Lozada’s impact on
the lives of the indigenous, it has not helped stabilize their existence be-
cause they are now obligated to attend to the practical needs of the Lozada’s
army (43). Lozada’s lack of concern for the everyday problems of the indig-
enous peoples is paralleled by his lack of concern for regional poverty and
his merciless intolerance of all social deviance. Unlike a popular revolu-
tionary figure, Paz’s Lozada appears to receive no support from the “entire
population of Tepic” which has experienced his entire reign “as an instru-
ment of torture” (180) . Lozada has little interest in helping resolve social
problems because “he was not a man to take a penny from his treasure to
help the people” (102). Finally, and most ironically, Lozada’s alarm at the
region’s lawlessness ironically inspires him to ruthlessly pass “a law im-
posing immediate death on all thieves and murderers, without exceptions”
(102). The law caused “blood to flow like rivers, and yet the crimes contin-
ued” (102). By underscoring these characteristics and incidents, Paz’s text
suggests that Lozada’s impact in the region solely involves securing power
for himself while social inequalities and injustices remain.
The author’s critique resorts to superficial jabs by mocking Lozada’s un-
civilized ways, and thus undermines any possibility that the bandit move-
ment could be viewed as brave or daring. Paz repeatedly points out the
savagery of the troops (47, 58, 90) and likens them more to beasts than men
(86). Lozada is taunted for his social brutishness and physical inferiority:
Lozada is one of the most insignificant little Indians: he does not have a
good constitution, a good figure, intelligent physiognomy, nor does he
even look people in the eye that are not of his race; what is more, he has not
wanted to use proper dress because clothing confines him, and so he only
uses white long underwear, with his shirt hanging out (41).
As if sent on a civilizing mission, Lozada’s new secretary, Miguel de
Oceguera, begins to teach his boss the wisdom of the military world and,
he boasts of being “the first one to get Lozada to put on a pants and a jacket,
and to teach him to write some letters of the alphabet, sleep in a bed and eat
with a fork” (44). This ridiculing of Lozada intensifies with the description
of his dying day in 1873. When Lozada is eventually betrayed and captured,
instead of upholding a fierce or proud appearance in the face of death, Paz
describes how he begs for his life in the most cowardly way. If there ever
were an image of Lozada as a “celebrated bandit” (178), it is destroyed by
his weeping and futile bargaining with the authorities. Finally, after his
bribery attempts fail (178), he returns his friends’ disloyalty by crying that
if he is punished then they should all be killed (179).
86 A my Robinson

In sum, Paz’s text reads as propaganda for a civilizing national agenda


in which indigenous objections to liberal land reforms are rendered invis-
ible. His portrait of Mexican society during Lozada’s life and times revolves
around citizens making the proper moral decisions of declaring loyalty to
the dominant paradigm; contestation is never portrayed as constructive
or brave, but rather as treasonous and cowardly. Through his seeming im-
morality, ignorance and indecency, this overwhelmingly negative repre-
sentation of Lozada embodies an unacceptable alternative to Paz’s ideal for
Mexico. The sharp dichotomy between Lozada and Paz’s Mexico reveals a
narrow view of national politics in that it demonizes barbarity to bolster the
public image of the civilized center. The following section reveals how a more
supple approach to this same political context allows Lozada’s barbarity to
reveal a more critical understanding of the center. As opposed to Paz’s rigid
avowal of the dominant political institutions, Azuela’s portrait of Lozada
suggests that barbarity was not a trait reserved for the immoral periphery,
but rather that the immorality of the political center is reflected in the plight
of the indigenous and in the rebelliousness of the disenfranchised.

III. Mariano Azuela: Precursores


Azuela is one of the most highly acclaimed writers in Mexican literature
and is especially well known for his use of social realism to depict the revo-
lutionary era and the plight of the lower classes in Mexico. His account of
Lozada is the second of three biographical sketches about nineteenth-cen-
tury Mexican bandits found in his biographical text Precursores (Precursors)
(1935). The text conveys an air of non-fiction through its preliminary ac-
knowledgement of those individuals that helped him clarify the historical
contexts of his subjects. Yet, the section on Lozada reads in many ways like a
typical bandit novel.17 In his crude beginnings, Lozada is merely a “cowboy”
who steals away with a young woman, implying “all of its consequences”
(364), and thus becomes a detested outlaw among the rural population
around Tepic.18 A local militia forms to bring him to justice, and they seek out
Lozada’s mother to find clues as to his whereabouts. When Lozada arrives to
his mother’s house for a visit, he finds her tortured at the hands of these seek-
ers of “justice”. In a rage, but with his mother’s blessing, Lozada then sets out
to get revenge: “The drops of blood on the clothes of the poor old indigenous
woman have marked his road, and they will not be innocent drops of blood,
but rather torrents that will awash the territory of Tepic” (366).
Continuing with this typical, empathetic bandit figure, the text goes on
to describe the mountainous region of Alica (to the east of Tepic and home
of the Cora indigenous communities) as a refuge for those troubled chil-
dren that have been “persecuted by justice” (366). In the case of Lozada’s
gang, the group formed as a function of need, and the robberies began as a
Manuel Lozada 87

solution to hunger (366–367).19 In this way Azuela establishes Lozada’s an-


ticipated, outlawed actions partially as a consequence of his historical, po-
litical and cultural context rather than stemming from an inherent barbar-
ity; Lozada was ruined because hatred “poisoned his soul” (367). From this
relatively compassionate characterization, the novel then depicts Lozada’s
slide into a state of evil characterized by his authoritarian and brutal lead-
ership. His group’s crimes take on infamous cruelty, a characterization that
tarnishes the accounts of his military actions and political strategizing.
Azuela’s harsh treatment of Lozada is reminiscent of Paz’s negative in-
terpretation, yet the 1936 version serves a double purpose. On the one hand
it criticizes the bandit’s arbitrary cruelty and lust for power, but on the
other hand it marks a subtle difference between innate and provoked ac-
tions of this defamed man. Rather than categorizing Lozada as a social
and political deviant to be bluntly eradicated, Azuela probes the origins
of his nature and locates them in both society and history. Having been
unjustly forced into a life of crime can be seen as having a direct influ-
ence on Lozada’s character. Moreover, the text shows that the persistent
colonial condition lived by the indigenous peoples of Mexico since the
conquest should be understood as an indirect factor contributing to his
recalcitrance. For example, the text implicitly refers to Lozada when a nar-
rative aside describes the indigenous culture as barbarous on one hand, but
victimized by history on the other:
The Indian owes centuries of slavery and ignominy to the white man.
Deception and treachery is the symbol of that race and its successors.
Today’s encomendero and hacendado are the same as the conqueror. It is the
same before and after the grito of Father Hidalgo. They look to the Indian
to displace him from the miserable lands that they gave him, to rob him
of the metals from his mountains, and when they need his blood to win
struggles that are of no interest to him (369–370).
This implied reference to the appropriation of Indigenous territory during
the Reform, together with the claim that any Indigenous participation in
national struggles has been contrary to community interests, underscore
the symbolic importance Azuela attributes to Lozada’s political gesture in
rising up against the liberal constitution of 1857 and the ensuing domi-
nance of liberal ideology. Moreover, Azuela blames the conflict between in-
digenous and dominant groups on those individuals that are “accustomed
to enriching themselves from the exploitation of the Indian…: fraudulent
merchants, murderous and thieving hacendados, venal and corrupt politi-
cians, traffickers of public posts, etc. etc” (401).
In an ironic turn, the text goes on to show that Lozada unfortunately
becomes a member of those very groups criticized as indigenous oppres-
sors. Despite the efforts of the liberal forces, Lozada’s political authority
becomes established within Tepic and his influence eventually dominates
88 A my Robinson

the entire region of Nayarit. The text portrays his power as being protected,
even sponsored, by an English commercial firm, Barron, Forbes and
Company, that promises to generously compensate Lozada in exchange for
his allegiance to their business interests in the region.20 While this partner-
ship can be interpreted as an indication of loose moral standards by our
protagonist, Azuela ultimately compares the empty, fickle pact between the
corporation and the bandit with the clash between civilization and barba-
rism that has been ascribed to much of Latin America history. In this case,
however, the text charges that the so-called civilizers’ greatest objective is
to maintain their own power over the masses in disregard for the poten-
tially barbaric means necessary for securing that power.
Barron, Forbes and Company achieve on a small scale what other finan-
ciers and governors do on a large scale with Spanish America … decidedly
protect the most venal and corrupt governors against any intent of an hon-
est government, maintain these countries in a semi-chaotic state, distribut-
ing weapons, ammunition and whatever elements they need to maintain
their own jobs, in exchange for the broadest freedom to pillage in as many
ways as possible (370).
This critique of Latin America’s neo-colonial condition undoubtedly por-
trays Lozada as a corrupt player within his own political context. More
incisively, however, it exploits Lozada’s individual case to embody him as a
pawn in the systematic and overriding corruption of Latin American gov-
ernments orchestrated by both foreign and domestic agents. In a similar
vein, when Azuela’s text shows Lozada becoming so monstrously lustful
for power that he begins demanding that he be addressed as “your excel-
lency”, the narrator steps back from the particular case to compare Lozada
with other, unnamed men with power who “believe in merits that they do
not have and…are the most miserable and despicable despots” (382).
Azuela’s readers can perhaps be expected to make associations between
this despotic bandit and the ousted despot, Porfirio Díaz. The narrator sup-
ports this interpretation by first drawing explicit parallels between Lozada
and Juárez, and then between Juárez and Díaz (389–399). Labeling Lozada
a “precursor” (398) clarifies the evolutionary chain linking each of those
three men to the profile of a despot that would “scrupulously violate the
sacred pact made with the nation and reelect himself indefinitely” (398).
The text thus defines its central critique—not simply that Lozada was evil,
but that he molded himself to prototype of corruption that would be fol-
lowed for generations to come.21 The link between Lozada and Díaz solidi-
fies when the narrator recounts Díaz’s attempts to court Lozada as a po-
tential ally during his political ascendancy. And, the text hints at Lozada’s
political superiority between the two men as Lozada smugly rebuffs Díaz’s
political offers and personal accolades (399). By positioning the bandit
within the ranks of these illustrious men, the text validates the national
Manuel Lozada 89

importance of Lozada, yet it simultaneously exposes the domination and


corruption at the foundation of political authority in Mexico. Leadership
itself is portrayed as a process of losing touch with one’s constituency and
becoming obsessed with maintaining power.
Azuela’s broad political critique does not only target those dictators
who achieve political, economic and cultural dominance over the country.
The text rejects an analysis of Mexico’s ills as a narrow condemnation of
the oppressors, and in turn portrays the indigenous communities as active
participants in their own diverse, however disappointing realities. The case
of Lozada serves as a foreground to depict how the indigenous themselves
contributed to their own subordinated position with respect to the “white
man.” Specifically, the text repeatedly postulates that discord among di-
verse indigenous communities makes them collectively impotent in strug-
gles for land and ultimately “maintains them in catalepsy” (377). This
debility is likened to the conquest when “ancient animosities” (377) left
the indigenous fatally vulnerable against the Spanish invaders. Moreover,
within certain indigenous communities, “traitors” have unraveled chances
for survival and success from the inside out. This sort of internal and des-
tined betrayal plays out in Azuela’s text as the key factor leading to Lozada’s
demise. A series of Lozada’s friends and confidants turn themselves over to
the liberal forces and actively undermine the Nayarit rebellion (404, 406).22
Yet, Lozada comprehends his downfall as a function of “destiny” (406)
rather than the isolated actions of these individual men. Indeed, the down-
fall of Lozada via the stereotype of disloyal Indians can be read as an al-
legory for the cyclical history of Mexico in which the country consistently
injures itself at the direction of a selfish, treasonous few.
Even as the text seems to fully establish Lozada’s demise as an example
of the nation’s ill-fated political history, it also ponders the contradictory
aspects of his legacy and poses the unanswerable question: “But who was
this murderous bandit…?” (402). The confusion comes from his dual role
as both despot and liberator; while his desire for power is portrayed as a
chronic national sickness, his egalitarian ideals are shown as representa-
tive of Mexico’s promise. In sharp contrast to Paz’s text, Azuela’s portrait
of Lozada places a respectful emphasis on the “Plan Libertador” (401–402)
and Lozada’s tireless efforts to unite the disparate indigenous groups in a
common struggle for autonomy (376). The Plan is designed to formalize
and define the dispute against the privileged classes that have murdered
and enslaved the pueblos (402). Even when Lozada is ultimately captured
and accused of waging war for his own advancement, his dying words are:
“I swear that I never wanted anything except for the wellbeing of my broth-
ers” (407).23 Finally, in extreme contrast with Paz’s version of Lozada’s cow-
ardly death, Azuela’s text shows Lozada fearlessly refusing a blindfold and
giving his own signal for the firing squad to shoot.
90 A my Robinson

By instilling the possibility that Lozada’s political and military inten-


tions may have been altruistic and nationalistic, Azuela’s text reserves its
harshest critique for those who persecuted him. The anti-Lozada move-
ment is portrayed as barbaric in that its goals are “to exterminate this
damned race of bandits” (388) which is posited as a “fun game” for the
victorious liberals after the Reform War (388). The dividing line between
law and lawlessness grows fuzzy by comparing an episode when Lozada
passes a law outlawing banditry in Nayarit (376) with the episode when the
Juarez’s government promises clemency for any “patriot murderers” who
can add Lozada to their list of victims (389). Even the brutal characteriza-
tions of Lozada begin to pale in comparison with the sheer ruthlessness of
his political enemies. The final scene of the text shows that, after Lozada’s
execution, the new leader of Tepic has invited all of Lozada’s former allies
to a banquet in a gesture of conciliation after their leader’s death. When
one of the federal officers rises to make a toast, the feast turns into a blood
bath as each of the former Lozada followers is abruptly stabbed to death
by one of their hosts. This clearly fictionalized finale to the Lozada “biog-
raphy” describes the aromas of the uneaten food wafting from the table as
the dead bodies are tossed out the window (408).
This final image of the brutality perpetuated by the powerful upon the
subjugated undoubtedly complicates the text’s overriding images of Lozada
as a violent, egotistical man whose quest for power and survival leaves a
trail of “slaughters, robberies, rapes and fires” (372) in his wake. The com-
plication arises from the critical perspective Azuela presents about Lozada’s
political and historical context. His alliances with the Conservatives and
with the French are based on his interests in accumulating wealth and
power, but these would seem to be necessary strategies to finance his politi-
cal movement. Unlike Paz’s version, Azuela never divorces Lozada from his
agrarian ideals, and he thus paints a portrait that condemns the bandit’s
“black legend” as it simultaneously raises doubts about the veracity of bar-
barism charges leveled against Lozada. Ultimately, Azuela’s lesson is de-
rived from a wise Cora friend of Lozada, who argues that “the indigenous
will be invincible … the day that they cease being traitors” (396). While
this explicitly refers to the role of personal betrayal in Lozada’s downfall,
it also implicitly condemns a larger history of tradition of self-destruction
in which Azuela includes the legacy of colonialism, liberalism’s rejection of
the indigenous in its vision of progress and modernity, the abusive rule of
Porfirio Díaz, and perhaps even the 1910 Revolution.

IV. Conclusions
Meyer, the foremost historian of Lozada, reflects on his own pursuit of in-
formation about Lozada as being riddled with a basic interpretative con-
Manuel Lozada 91

flict. Contradictory interpretive agendas about Lozada can privilege either


the fantasy of the “social bandit” legend (communities under the Lozada’s
leadership “rising up against the haciendas to recuperate lost lands”) or the
“black legend” in which Lozada is merely a common criminal (Esperando
a Lozada 11). Based on that distinction, the present essay’s comparative for-
mat might seem to suggest that Paz illustrated the black legend whereas
Azuela stressed the social bandit legend. While this might not be an invalid
simplification, my objective has been to stress that these two biographical
portraits in fact shed light on a transformation of critical thought about
Mexico’s dominant political project and about the significance of alter-
native, especially indigenous interests within that project. Paz’s version
relays the widely held belief that indigenous, conservative interests must
be transformed to meet the expectations of modernity and liberalism. By
contrast, Azuela’s version depicts the precarious and even antagonistic po-
sition of the indigenous as representative of a long history of marginaliza-
tion of the indigenous by the political center. Lozada’s life story reads as a
thinly disguised allegory for the hypocrisies of any purportedly national-
istic political cause championed by despotic leaders, as exemplified by the
compromised liberal ideals of Porfirio Díaz.
More than an investigation into Lozada’s checkered historical past, this
analysis underscores the element of interpretation that so often accom-
panies the study of bandit figures. In the case of these two fictionalized
biographies, the key interpretative factors are Lozada’s barbarity and the
political agenda of his authors. By drawing a moral line between what is
politically right and wrong for Mexico, Paz defines his agenda as one of
national inclusion via selective exclusion. As he derisively frames Lozada’s
story, it would seem that organized rebellion is grounds for exclusion if
it contradicts liberal principles such as land reform laws. Lozada’s unac-
ceptable behaviors thus stand as citizenship’s other, in that citizenship is
characterized by duty to the nation before self or community. Azuela’s in-
terpretation redraws the moral boundaries of belonging to wage a critique
against the system of exclusion that so often deprivileges the indigenous
and the poor. Azuela’s attention to Lozada’s land reform movement illus-
trates how Mexico’s dominant political agendas have too often overlooked
the needs of individuals and communities in a way that ultimately injures
the nation as a whole.
92 A my Robinson

Notes
1 Most sources only generally date this work as one installment of the second part of a long
series published between 1886 and 1914 with the title Leyendas históricas. The editor of the
edition cited here of Paz’s Manuel Lozada: El tigre de Alica clarifies that the second edition of
the series’ installment on Manuel Lozada is dated at 1895 (“Nota editorial” 188).
2 All translations are mine.
3 See Aldana Rendón (117-119) for a documented explanation of how Lozada considered, but ul-
timately rejected Díaz’s attempts at an alliance. For an alternative version of the same historical
moment, see also Jáuregui and Meyer’s edited volume for a fragment from a 1885 text written
by Ireneo Paz in which he describes a meeting between himself and Lozada, as well as Lozada’s
persistent, but ultimately failed attempts to meet with Díaz (109–121). While investigations into
Lozada do not agree upon (or seem to know) the details of their communications, confirmation
of this link between Lozada and Díaz supports the national dimension to military and political
image of Lozada.
4 What is now the state of Nayarit was formally known as a district of Jalisco. It became officially
recognized as a Federal Territory in 1884 and achieved statehood in 1917.
5 See the full text of the “Plan Libertador proclamado en la sierra de Alica por los pueblos unidos
del Nayarit” and its accompanying Manifesto by Lozada in Reina’s Las rebeliones campesinas
(223–228). For a detailed analysis of the Plan see Enriquez Torres’s 1962 law school thesis, El
perfil de Manuel Lozada (121–138).
6 Lomnitz’s critique of Anderson offers an improved framework for understanding Latin American
nationalism. He argues that there were “different kinds of nationalisms” resulting from the “hi-
erarchical relationships” among compatriots, as opposed to Anderson’s image of “horizontal
comradery” (11). In this way, the indigenous (or other peripheral figures) can be interpreted as
national subjects actively negotiating their relationship with the political center (13–14).
7 For example, Mallon’s discusses “popular Liberalism” (61) as including “strands of alternative
nationalism and counterhegemonic Liberalism” (62) during Mexico’s mid-nineteenth century.
These variations reflect how popular resistance to dominant liberal policies formed an integral
part of a dynamic negotiation of liberalism’s meaning.
8 For a refreshingly straightforward assessment of what can (and cannot) be verified about
Lozada’s origins, see Meyer’s biographical sketch in La tierra de Manuel Lozada (357–359).
9 See Meyer’s Esperando a Lozada (111-126) for a discussion of the history of land reform measures
resembling those of Ley Lerdo that date back to the colonial era.
10 Bazant clarifies that the Ley Lerdo in fact attempted to provide an exemption for ejidos, yet “in
actual practice, parts of the ejidos began to be sold, despite protests by the peasants” (34). The
1857 Constitution did not provide the ejido exemption, “the implication being that they could be
disentailed” (36).
11 For more on the mythification of Juárez’s liberalism during the Díaz regime see Weeks’ The
Juárez Myth in Mexico (27-28) and Hale’s Transformation of Liberalism (9, 245).
12 For more on the class-based nature of liberal support see Freidrich Katz (“The Liberal Republic
and the Porfiriato” 51–52, 56), Bazant (37), Meyer (Esperando a Lozada 159), John Tutino 245.
13 See for example Reina (190) and Aldana Rendón (87).
14 Ramona Falcon presents an interesting and well-documented discussion about how dominant
discourse in late nineteenth century rhetorically transformed popular rebellions into a question
of civilization vs. barbarism with the objective, if not effect, of discrediting the legitimate political
interests of indigenous and campesino rebels (1003–1010).
15 This discussion of Paz’s text is derived from my dissertation, Bandits, Outlaws and Revolutionaries
in Mexican Literature, 1885–1919 (2003).
16 This incident is followed up years later by Núñez falling for another woman who has a boy-
friend. Núñez kills the boyfriend and kidnaps the woman against her will, which provokes an
outrage amongst the community of Tepic. Lozada’s reaction: “¡Ah, qué Práxedis!” (“Oh, typical
Práxedis!”) (131).
Manuel Lozada 93

17 For example, the legends of Pancho Villa, Chucho el Roto and Joaquín Murrieta each include
female family member that are dishonored and/or killed. The men’s aggressive responses trans-
form them into outlaws, but their motives create a sense of justice and sympathy around even
egregiously illegal actions.
18 Silvano Barba González’s biographical account of Lozada’s youth refers to this situation between
Lozada and the young woman and qualifies it as purely amorous. Indeed, he argues that stealing a
woman from her house was customary for couples interested in marrying. Yet, Lozada is unjustly
imprisoned and, when finally released, has developed a vengeful attitude against the powerful and
unjust (116–121). Meyer’s more rigorous historical account of Lozada’s background clarifies that
the reasons behind Lozada’s initiation into local political conflicts are unknown, but are said to
include unspecified mistreatment suffered by his mother (Tierra de Manuel Lozada 359).
19 Reina’s historical investigation into Lozada indeed documents that his gang’s initial raids in 1855
had the explicit objective of “changing the system” rather than stealing (187). Moreover, by 1857
Lozada was already associated with the land reform movement and increasingly respected for not
stealing as he passed through towns (187). Although she admits that there is no way to know for
certain why Lozada’s group rebelled, she surmises that it was inspired to combat the land reform
laws of 1856 (189).
20 Meyer argues that, in fact, there is little documentation to support the existence of this relation-
ship (Esperando a Lozada 360). He dismissively calls the pact a “legend” (238) and compares the
promotion of it to the smearing of Zapata’s reputation by associating him with wealthy landown-
ers during the Revolution (198). For those that argue that Lozada was indeed connected to the
company to protect their contrabandist interests, see Katz (“Rural Rebellions after 1810” 530)
and Reina (186). For a general discussion of the importance of contraband in the functioning of
the company, see Meyer (Esperando a Lozada 207–210). The only references to this company
in Paz’s text are oblique. Paz’s Manuel Lozada: El Tigre de Alica hints that Lozada is protected by
“gente rica” (“rich people”) (30) and that he takes money from “comerciantes” (“merchants”)
that pay him to keep the region safe for their operation (80). Yet, the only direct connection
every made between the bandit and the company comes when Paz writes that limited intelligence
leaves Lozada unable to decipher the political conflict between Barron & Forbes and the liberal
leaders of Tepic (16).
21 Conversely, more contemporary writers also refer to Lozada as a precursor of the great figures
of Revolutionary era, but they liken him to the agrarian reformer Emiliano Zapata rather than the
despotic Porfirio Díaz. See for example Barba Gonzalez (31–32, 109–111, 231), Aldana Rendón
(173–174).
22 This point reflects a historical occurance. Meyer’s La tierra de Manuel Lozada: Colección de
documentos para la historia de Nayarit IV includes a public letter from 1873 that was written by
two of Lozada’s men, Prajedis Núñez and Andrés Rosales, in which they accuse Lozada of being
responsible for the bloodshed in the region and promise their loyalty to the national government
(330–334).
23 Meyer claims that Lozada’s last words were, in fact: “Soldados de la federación, vais a presenciar
mi muerte, que ha sido mandada por el gobierno y que así lo habrá querido Dios. No me ar-
repiento de lo que he hecho; mi intención era procurar el bien de los pueblos. ¡Adiós, distrito
de Tepic, muero como hombre!” (“Soldiers of the federation, you are going to witness my death
that has been ordered by the government and that God would have wanted. I do not regret what
I have done; my intention was to secure the wellbeing of the pueblos. Goodbye district of Tepic, I
die as a man!”) (Problemas campesinos 103).

Works Cited
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94 A my Robinson

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La Marca de la Bestia:
raza y alteridad
The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 97–110

Don Álvaro: mestizo, monstruo,


bárbaro, salvaje

Silvia A rroyo, University of Colorado at Boulder

I. Introducción
En este artículo me propongo extender, a través el concepto de “mons-
truosidad”, las observaciones que Juan Carlos Galdo hace a propósito
del mestizaje del protagonista de Don Álvaro o la fuerza del sino (Galdo,
“Mestizaje, violencia y dialogismo”). De acuerdo con Galdo, el mestizaje de
Don Álvaro, aunque comúnmente obviado o minimizado por la crítica, es
un elemento central en el drama de Ángel de Saavedra ya que “su condición
de mestizo-americano aparece imbricada con su ‘sino’ ” (40). Este crítico
señala que la polémica en torno a la función y relevancia del “sino” en Don
Álvaro ha subestimado el mestizaje como una causa del fracaso del protago-
nista, reduciéndolo a menudo a mera anécdota exotista. Desde Richard A.
Cardwell y su argumento de la injusticia cósmica (570), hasta Donald L.
Shaw, para quien el mestizaje de Don Álvaro es sólo un “obstáculo” más del
destino ante el héroe romántico (25), el origen del protagonista se concibe
como un mero accidente de caracterización. Es Walter T. Pattison quien
primero llama la atención sobre el mestizaje de Don Álvaro y lo sitúa en
el centro de un conflicto psicológico que desencadena su fracaso: “Don
Alvaro’s fate is directly dependent on his mixed blood. His tragic flaw is
his inability to rise above Spanish society’s attitude toward the offspring
of racial intermarriage, for in his subconscious mind he accepts society’s
judgment and suffers from a great inferiority complex” (74). El argumento
de Pattison, como señala Galdo, se limita a una dudosa diagnosis psi-
cológica que Cardwell y Shaw refutan, ironizándola. Sin embargo, estoy de
acuerdo con Galdo cuando afirma que “la preocupación central de la tesis
de Pattison […] continúa siendo válida en la medida que retornemos a la
cuestión que la motiva” (34), y esta “cuestión” es la del mestizaje, que Galdo
pone a funcionar en la dimensión social del personaje. Su conclusión es que
“la oscuridad de su piel, el hecho de haber nacido en tierra de bárbaros, lo
marcan indeleblemente con los significantes de una otredad amenazante
cuya diferencia se concibe como negatividad” (39). Ampliando el argu-

97
98 Silvia A r royo

mento de Galdo, sostengo que el mestizaje del protagonista va adquiriendo


rasgos monstruosos a lo largo del drama, de manera que el signo “Don
Álvaro” no es meramente leído por los personajes de la obra como otredad,
sino también como “monstruosidad”; una monstruosidad a través de la
que el personaje queda inscrito dentro de los paradigmas del “bárbaro” y
del “salvaje”.

II. Don Álvaro como mestizo


En las mismas fechas en que Ángel de Saavedra se encontraba exiliado en
Londres, se representaba con éxito la adaptación teatral de Frankenstein, de
Mary Shelley, aparecida en 1818 y reeditada en dos volúmenes en 1823. Como
explica Malchow, a esta adaptación siguieron otras versiones dramáticas
(al menos catorce en los siguientes tres años) (31–32). Aunque Malchow se
muestra cauto al establecer conexiones entre la propaganda abolicionista
y la novela de Mary Shelley, afirma: “What does interest me is how closely
Shelley’s fictional creation in many respects parallels the racial sterotypes
of the age” (10). Según Malchow, el monstruo creado por Frankenstein con-
juga muchos de los estereotipos raciales que, a finales del siglo XVIII y prin-
cipios del XIX, servían para definir al negro de las colonias y al indígena de
las Indias Orientales. Una de sus conclusiones es que la noción de “raza”, en
su sentido más “emotivo”, es un constructo “inconsciente” u “oblicuamente
sugerido” en el romanticismo, que acabó explicitándose profusamente en
la literatura victoriana: “In the course of the nineteenth century, apprehen-
sion over a ‘hidden’ racial identity became fear of ‘infection,’ via ‘miscege-
nation’ and ‘the half-breed,’ that took on a progressively gothicized form, a
terrible, warping, secret aberration” (39). Más aún, en las dos explicaciones
opuestas (dócil o inocente frente a deformación demoníaca), el mestizo es
un “recuerdo visible” de la caída del hombre blanco (177) que eventualmente
acabará siendo leído, no como una especie mejorada y “útil”, sino como una
anomalía inestable, inconveniente y acaso peligrosa (180).
Este posicionamiento, sin embargo, no es nuevo en el siglo XIX; ya se
había dado con Denis Diderot. Comentando el Supplément au Voyage de
Bougainville (1773) de Diderot, Anthony Pagden observa:
For the colonists the only hope of regeneration lay in the creation of new
independent metropolises. And the only way this could be achieved was
through miscegenation. […] But here, as the sage makes clear, the seeds
already quickening in the wombs of the women of Tahiti, will bring forth
only monsters (European Encounters 168).
Para Diderot, entonces, en el Supplément el mestizo adquiere ya rasgos de-
finitivamente monstruosos aunque, curiosamente, en sus aportaciones a la
Histoire philosophique et politique des deux Indes de Abbé Raynald (1770),
Diderot veía en el sexo una forma de liberación y de entendimiento en-
Don Álvaro 99

tre diferentes culturas, cuyo producto, el mestizo, ocuparía una posición


única, privilegiada, que le permitiría beneficiarse de la civilización pero sin
ser corrompido por ella (Padgen 169).
En Don Álvaro entran en contacto estas dos visiones del mestizo: privi-
legiado / monstruo. Galdo señala que “no existe un don Álvaro unidimen-
sional” (20); de hecho, su complejidad y ambivalencia hacen posible que
Loreto Busquets, en clave rousseauniana, lea a Don Álvaro como un “buen
salvaje”, una criatura que “ha conservado su bondad natural, su inocencia,
sin duda a causa de haber ‘crecido entre bárbaros’, de haber permanecido
ajeno al tipo de civilización [...] de la que la familia del Marqués representa
emblemáticamente su degradación” (63). Mi propuesta no rebate esta idea,
sino que la complementa, ya que la obra desarrolla paralelamente (a través
de los juicios emitidos por los personajes) una segunda visión del mestizo
como “monstruo”, que parece no haber sido explorada en Don Álvaro y que
me propongo desarrollar a continuación.

III. Don Álvaro como monstruo


La definición de “monstruo” que ofrece Sebastián de Covarrubias redes-
cubre el nacimiento como el momento donde se revela la monstruosidad:
“es cualquier parto contra la regla y ordẽ natural, como nacer el hombre
con dos cabeças, quatro braços, y quatro piernas” (812). La definición de
1822 no concede la misma relevancia al alumbramiento, sino que parece
destacar la desproporción, el exceso o la disrupción: “MONSTRUO. s.m.
Producción contra el orden regular de la naturaleza. Cualquier cosa exce-
sivamente grande ó extraordinaria en cualquier línea. La persona ó cosa
muy fea. Desorden grave en la proporción que deben tener las cosas según
lo natural ó regular” (Diccionario de la lengua castellana 545).
En ambas definiciones la naturaleza (lo “natural”) constituye un para-
digma lógico, mesurado, regular, que el monstruo problematiza a través
de su cuerpo (excesivo o deformado). El monstruo es resistente a lo natu-
ral: es una “producción contra natura”. Es interesante observar que, en la
definición barroca, “parto” se refiere a un evento fortuito, mientras que en
el Diccionario de 1822 el término “producción”, más ambiguo, se desplaza
hacia la “fabricación” consciente de lo monstruoso; su polisemia abre es-
pacio a la voluntad de los procreadores. No parece casualidad, entonces,
que en la obra de Saavedra, Don Alfonso acuse al padre de Don Álvaro de
conspirador, traidor y rebelde:
De aquel virrey fementido
que, pensando aprovecharse
de los trastornos y guerras,
de los disturbios y males
que la sucesión al trono
100 Silvia A r royo

trajo a España, formó planes


de tornar su virreinato
en imperio, y coronarse,
casando con la heredera
última de aquel linaje
de los Incas [...],
eres hijo (Saavedra 106).

Don Alfonso presenta la unión entre los padres del protagonista como un
acto consciente de rebeldía ante la ley de obediencia entre el monarca y
sus administradores. El acto de rebeldía contra esta relación “naturalizada”
/ “natural” entre el rey y sus súbditos se materializa en Don Álvaro. De
la misma forma, Mark Thornton Burnett observa que muchos de los ar-
gumentos para explicar el nacimiento de un monstruo se relacionan con
prácticas transgresoras por parte de los progenitores (bestialismo, sata-
nismo, copulación durante la menstruación, copulación entre personas
de diferentes religiones, sodomía, lujuria...): “‘Monsters’, according to this
schema, owed their conception to ‘sin’, with the ‘monstrous’ actions of the
parents being reproduced in the ‘monstrous’ shapes of their progeny” (25).
En este sentido, la ruptura de un pacto de obediencia entre el rey y sus va-
sallos constituye un “pecado” que se imprime en el cuerpo de Don Álvaro:
el protagonista es engendrado como monstruo por una voluntad disrup-
tiva que inscribe su traición en el cuerpo del hijo como una marca o como
una maldición—“Eres un mestizo, / fruto de traiciones...” (Saavedra 109).
Kevin S. Larsen, contrastando el héroe griego Edipo y el héroe romántico
de Saavedra, coincide también en que el mestizaje de Don Álvaro es una
maldición que se ratifica a lo largo del drama; según el crítico su línea san-
guínea “is a defect don Álvaro, for all his valor, cannot overcome” (208).
De esta forma, Larsen reconoce el mestizaje de Don Álvaro como una de-
formidad, un defecto de nacimiento decisorio de su destino. De hecho, en
la jornada primera, Preciosilla alude a esta marca cuando afirma que “no
es muy buena [la ventura] que le espera si las rayas de la mano no mien-
ten” (Saavedra 8). En este sentido, es sugerente notar que el protagonista
nace “encarcelado” (“a la cárcel / de Lima, do tú naciste” [107]); en clave
metafórica, esta cárcel puede representar los designios de un estigma físico
que impide su movilidad. Igualmente, en relación a esta idea de “estigma-
tización”, Corneille de Pauw, señalaba al continente americano como esa
mitad del planeta “tellement difgraciée par la nature, que tout y étoit ou
dégéneré, ou monftreux” (1: iv).1
De hecho, en Don Álvaro se ratifica la definición que Jeffrey Jerome
Cohen ofrece a través de sus siete “tesis”. Esencialmente, esta definición
perfila al monstruo como un tercero o híbrido que incorpora “lo exterior”,
construido culturalmente y con una alta capacidad de metamorfosis. De
Don Álvaro 101

la misma forma, como hijo de un hidalgo español y de una princesa inca,


Don Álvaro entra en la peligrosa categoría de los híbridos, una forma sus-
pendida entre otras dos, que amenaza con destruir las distinciones seguras
(Cohen 6) y que, al mismo tiempo, supone una incorporación de lo animal
y de lo infernal, tal y como expondré más adelante. Por otro lado, a lo largo
de la obra se asiste a un doble proceso de construcción y reconstrucción
(Cohen 6) del protagonista, que comienza como “torero”, como galán, y se
transforma en un soldado (Don Fadrique), en un clérigo (Padre Rafael) y,
en última instancia, en un demonio, de acuerdo al Hermano Melitón.2
Según Cohen, esta proyección cultural es un eficaz inhibidor, ya que el
monstruo impide la movilidad, delimita los espacios disponibles a la cir-
culación del cuerpo. Transgredir las fronteras oficiales de esta geografía de
lo permisible es exponerse a ser atacado por el monstruo o convertirse en
un monstruo (Cohen 12).3 Como instrumento de prohibición, el monstruo
asegura, frecuentemente, leyes patriarcales a favor de la exogamia y contra
la unión sexual interracial, ya que: “the fears of contamination, impurity,
and loss of identity that produce stories like the Genesis episode [6:4, el
mito de la raza de gigantes nacidos del contacto sexual entre las hijas de
los hombres y los hijos de Dios] are strong, and they reappear incessantly”
(Cohen 15). En este sentido, en el cuerpo de Don Álvaro se inscribe la an-
siedad identitaria de los Vargas que ven en el protagonista, en primera ins-
tancia, a un “advenedizo” y, como tal, a una amenaza para la integridad de
su casta. En el plano sexual, Don Álvaro supone un doble peligro. Por un
lado, con la unión de Leonor y Don Álvaro la continuidad del linaje se des-
virtuaría. Por otro lado, la posibilidad de una unión sexual feliz entre Don
Álvaro y Doña Leonor se inhibe también a través de una caracterización
que, de una parte, “angeliza” a Leonor y, de otra, “sataniza” a Don Álvaro;
frecuentemente, el protagonista evoca a Leonor como un “ángel” mientras
que otros personajes se refieren a Don Álvaro como “demonio”. De esta
caracterización se desprende que la imagen de esta unión sólo puede ser
Luzbel, el ángel-demonio, el monstruo por antonomasia, el símbolo más
poderoso de admonición y prohibición.
El monstruo, entonces, es la prueba viva de las consecuencias de una
trasgresión que también es susceptible de convertirse en una fantasía. El
monstruo roza lo “abyecto”: al mismo tiempo repugna y atrae porque a
través de su cuerpo se hacen posibles las fantasías de agresión, dominación
e inversión, inhibidas por la sociedad y la cultura (Cohen 16–17). De a-
cuerdo con Cardwell, las confrontaciones entre Don Álvaro y la familia
Calatrava actúan como metáforas de una lucha de posiciones sociales,
políticas y religiosas (566). Galdo coincide con Cardwell cuando explica
que “los Calatrava son [...] los representantes de un orden viejo tanto en lo
moral como en lo religioso y lo económico-social. Al punto que en su título
nobiliario evocan a la célebre y rancia orden militar de Calatrava, la cual
102 Silvia A r royo

fue instituida en 1164 para luchar contra los moros durante la Reconquista”
(38). Los Calatrava, entonces, son el símbolo de una clase (una “casta”,
según Galdo) y de una posición religiosa que aspira a la clausura y compac-
tación de un orden religioso, social, económico y político homogéneo y sin
fisuras, donde la otredad (el moro, el mestizo) ha de ser neutralizada. Este
ideal de homogeneidad es amenazado por la heterogeneidad del monstruo,
a través del cual se canaliza una fantasía de agresión.
De hecho, esta neutralización del otro, a través del tropo del canibal-
ismo, es vista por de Pauw como un fenómeno catastrófico que, a cambio,
causará la degeneración de la raza europea a través de la epidemia (sífilis):
[...] deux Hémifpheres fi différents, dont l’un feroit vaincu, fubjugué &
comme englouti par l’autre, (1: iv)
[...] L’atroce vainqueur fe fentit atteint d’un mal épidémique, qui, en at-
taquant á la fois les principes de la vie & les fources de la génération, devint
bientôt le plus horrible fléau du monde habitable. L’homme déja accablé du
fardeau de fon exiftence, trouva, pour comble d’infortune, les germes de la
mort entre les bras du plaifir & au fein de la jouiffance: il fe crut perdu fans
reffource: il crut que la nature irritée avoit juré fa ruine (1 : v).
Es decir, la sexualidad interracial es censurada porque su práctica pone en
peligro la continuidad de los europeos, convirtiendo, eventualmente, a los
vencidos (los indígenas americanos) en vencedores, e invirtiendo así la jer-
arquía de poder.
Finalmente, otra de las funciones del monstruo es que permite re-
evaluar “our cultural assumptions about race, gender, sexuality, our per-
ception of difference, our tolerance toward its expression” (Cohen 20). La
doble perspectiva desde la que Don Álvaro es observado a lo largo de todo
el drama refleja este proceso de “reevaluación” al que se refiere Cohen. Al
principio de la obra, Don Álvaro es descrito como un “muy buen mozo”
(Saavedra 8) “generoso y galán” (9). En las tres primeras jornadas, Don
Álvaro es considerado ambivalentemente sólo en el plano social, por un
lado como un “hombre riquísimo y cuyos modales están pregonando que
es un caballero” (8) y, por otro, como un “advenedizo” (8, 24), de origen
dudoso (“desconocido”, “sin padre, sin apellido” [74]). A partir de la jor-
nada cuarta (el momento de su auto definición), Don Álvaro comienza a
fluctuar también en la dimensión religiosa ante la mirada de los demás per-
sonajes de la obra. En la apoteosis de la última jornada, los planos social y
religioso colapsan, ya que Don Álvaro es examinado, además de bajo la óp-
tica social, en relación a dos extremos religioso-morales: “santo” o “demo-
nio”. En primer lugar, Don Alfonso vuelve a insistir en la “inmunda man-
cha” en el “escudo” de Don Álvaro (102), como referencia al aspecto social
del protagonista. En segundo lugar, los mendigos que reciben su ración de
comida en el convento sugieren la santidad del Padre Rafael / Don Álvaro:
Don Álvaro 103

“Si el padre Rafael quisiera bajar a decirle los Evangelios a mi niño, que
tiene sisiones...”, “Si el padre Rafael quisiera venir a la villa a curar a mi
compañero, que se ha caído” (92). En tercer lugar, el Hermano Melitón
asocia al protagonista con el diablo: “siempre que le miro me acuerdo de
aquello que vuestra reverendísima nos ha contado muchas veces, [...] de
cuando se hizo fraile de nuestra Orden el demonio” (94).
La evaluación de los personajes que rodean al protagonista atrapa a Don
Álvaro en un sistema de clasificación que problematiza, por una parte, la
legitimidad de su posición social y, por otra parte, su calidad moral. Este
sistema de clasificación habilita dos pares de oposiciones extremas: cabal-
lero / advenedizo y santo / demonio, sobre las que el protagonista trata de
situarse, sin conseguirlo nunca, ya que él está suspendido en una terceri-
dad ilocalizable. Regresando a Cohen, “the monster resists any classifica-
tion built on hierarchy or merely binary opposition, demanding instead
a ‘system’ allowing polyphony, mixed response (difference in sameness,
repulsion in attraction), and resistance to integration” (7). La ausencia de
este sistema polifónico imposibilita la integración de Don Álvaro en un
espacio cerrado por los binarismos. El suicidio, como estrategia de escape,
permite al protagonista acceder a un espacio periférico capaz de asimilar la
monstruosidad: “¡Infierno, abre tu boca y trágame!” (Saavedra 112).

IV. Don Álvaro como “bárbaro” y “salvaje”


El protagonista se precipita en la monstruosidad a partir de la jornada
cuarta, cuando él mismo se define como “monstruo” y “fiera”, después
de haber dado muerte en un duelo a Don Carlos / Don Félix, el hermano de
Leonor: “Que soy un monstruo, una fiera, / que a la obligación más santa
/ he faltado” (82). Se trata de una autodefinición que equilibra dos con-
ceptos, el de la “monstruosidad” y el de la “fiereza”. El propio protagonista
asocia su “monstruosidad” con la entrega a la ira, con la suspensión de la
razón (“ciega furia” [82–83]), y con la ruptura de un pacto “civilizado”, fra-
ternal, entre caballeros (“la obligación más santa”). Don Álvaro se inscribe
a sí mismo en el ámbito léxico, por un lado, de la “fiera”, del animal irracio-
nal y dañino, regido por el instinto4 y, por otro lado, del “bárbaro”, como
alienado de las leyes sociales que gobiernan la civilización. 5 Don Alfonso
desarrollará este argumento en una acusación posterior: “Tú entre los in-
dios creciste, / como fiera te educaste” (107), insertando definitivamente
a Don Álvaro en la tradición del “salvaje”, 6 una criatura incluida entre las
razas monstruosas.
En primer lugar, como sabemos, en el sistema taxonómico clásico,
“bárbaro” era un término que, con implicaciones de inferioridad, califi-
caba a aquéllos que no sabían hablar griego y, por tanto, eran incapaces
de formar una sociedad civil. Padgen explica que “Non-Greek speakers,
104 Silvia A r royo

furthermore, lived, by definition, outside the Greek family of man, the


‘oikumene’ [...]. The ‘oikumene’ was, of course, a closed world, access to
which was, in reality, only by accident of birth” (The Fall 16). Esta idea
es muy sugerente si pensamos en los Calatrava como esta sociedad ce-
rrada del oikumene, regida por un exacerbado código del honor, que ve en
Don Álvaro a un “advenedizo”, a un forastero que trata de acceder a un
puesto que le está vedado por nacimiento. La noción griega de oikumene
se trasladaría posteriormente al imaginario cristiano como “congregatio
fidelium”, la hermandad de todos los hombres en Cristo que, menos her-
mética que la oikumene”, permite el acceso de estos “bárbaros”, ahora ya
también “paganos”, para transformarlos o redimirlos. En términos cristia-
nos, el hombre es un animal social, capaz de establecer comunicación con
otros de su especie, mientras que:
The barbarian, on the other hand, was thought to live in a world where this
all-important “communicatio” was ineffective, where men failed to recog-
nize the force of the bonds which held them to the community, where the
language of social exchange itself was devoid of meaning. In most respects
the barbarian was another animal altogether. He was one of the “sylvestres
homines” (The Fall 21).
Georges Louis Leclerc, Conde de Buffon, es uno de los pensadores que
definieron al “bárbaro” en estos términos; según Tzvetan Todorov, “para
Buffon ‘bárbaros’ se relaciona con ‘independientes’, es decir, con asociales”
(123). Tanto es así que Don Álvaro se constituye en “bárbaro” cuando falta
a esa “obligación más santa” (Saavedra 82) de hermandad con Don Carlos
quien, previamente, le había salvado la vida y le había asistido en su casa.
Como “bárbaro”, Don Álvaro queda irremisiblemente excluido de dos
espacios: la oikumene (la clase social y “civilizada” de los Calatrava) y la
“congregatio fidelium” (la comunidad cristiana, tanto de los Calatrava [de-
fensores del cristianismo], como del monasterio). En ambos espacios, Don
Álvaro es visto como “intruso”: “advenedizo”, según el padre de Leonor,
y “demonio”, según el Hermano Melitón. Pagden señala la “deshumani-
zación” como una frecuente estrategia de calificación de lo no familiar:
“to ‘insiders’, ‘outsiders’ frequently appear as, in some sense, members of
another species, as humanoids, rather than human, or as supernatural be-
ings” (The Fall 17). Ésta es la estrategia que opera en Don Álvaro, por la
cual el protagonista es inventado por los personajes que lo rodean como
“salvaje” (hombre con características—físicas o de comportamiento—
animales) o como “demonio” (ser sobre-natural).
En segundo lugar, y con respecto al “salvajismo” de Don Álvaro, de Pauw
afirma que en la región comprendida entre los ríos Orinoco y Amazonas
y atravesada por el Ecuador “il n’exifte fur cet immenfe emplacement que
des Sauvages plus ou moins bafanés, felon qu’ils habitent les forêts ou les
endroits découverts” (1: 198–99). Esta noción reduccionista de América
Don Álvaro 105

como un espacio habitado por “salvajes” no es nueva, ya que, tal y como


explica Oleh Mazur, la literatura del renacimiento y del barroco peninsular
a menudo confundió los conceptos de “bárbaro” y “salvaje”, relacionando
los dos al “indio” (The Wild Man 1). Mazur trabaja sobre la distinción de
dos grupos de “salvajes”: los de apariencia verdaderamente monstruosa y
los que erróneamente son considerados como tales por otros personajes.
Según este crítico, el primer grupo es más común en el renacimiento (si-
glo XVI) y en las comedias calderonianas, mientras que el segundo grupo,
mucho más numeroso y variado, aparece profusamente en el siglo XVII en
las obras lopescas e incluso en las obras, ya del barroco, de los seguidores de
la tradición calderoniana (100). Don Álvaro, como “salvaje”, se mantiene
dentro de esta tradición que no evidencia la monstruosidad a través de la
apariencia física, de ahí que su deformidad (su sangre mezclada) sea un “se-
creto” (Saavedra 106). De ahí también que la apreciación de sí mismo como
“salvaje” sea una estimación de la opinión de otros: “CAPITÁN: [...] y todos
dicen... / DON ÁLVARO: Entiendo. / Que soy un monstruo, una fiera” (82).
De acuerdo con Mazur, la construcción del protagonista como “salvaje” se
realiza en la obra de Saavedra como un fenómeno perspectivista, ya que, al
igual que el “salvaje” lopesco, Don Álvaro aparece siempre como una cria-
tura “whose ‘true’ physical aspect is that of any normal civilized being, and
who are given the miscellaneous traits of various monstrous creatures as
a result of their observers’ beliefs, superstition, ignorance, and above all,
fear” (“Various folkloric impacts” 221). Por su parte, Zantop señala que,
en el imaginario del siglo XVIII, la monstruosidad deja de ser lo “comple-
tamente otro” para encarnar la “desviación de lo familiar”, esto es, de lo
europeo, de manera que “as icons of transgression, excess, or abnormality,
cannibals, giants, amazons, and headless men make their re-entry into the
European subconscious, whence they emerge to designate all that is threat-
ening to the status quo” (310). Como Mazur, Zantop subraya la monstruos-
idad como una cualidad que se construye a través de la percepción y del
miedo que los sujetos hegemónicos sienten ante los que desafían su poder.
Don Álvaro, como “advenedizo”, “fiera” y “demonio” evoca el peligro de
unas ansias de intrusismo en la hidalguía, la civilización y la comunidad
cristiana que desafían los límites de estos espacios controlados o cerrados.7
Por otro lado, el impacto del cristianismo sobre la mitología folclórica
peninsular (proveniente de tres tradiciones: la local, la romana y la ger-
mánica) a menudo desplazó al “salvaje” hacia lo demoníaco o lo fantas-
magórico. Algunos dioses del bosque de la era pre-cristiana, como Basa
Jauna, Basa Andere, Wuotan (conocido como “exercito antiquo” en el fol-
clore peninsular) y Diana, fueron relegados a los dominios de lo satánico
con el advenimiento del cristianismo. Curiosamente, San Martín de Braga,
en su De correctione rusticorum, sostiene que los demonios expelidos del
cielo habitan en el mar, el fuego, las fuentes y los bosques. Más aún, en la
10 6 Silvia A r royo

comedia del Siglo de Oro, los “salvajes” son, en ocasiones, apelados “demo-
nios” o “fantasmas”, por ejemplo en El animal de Hungría (Mazur 225–29).
La relación entre el “salvaje” y el “demonio” en Don Álvaro, entonces, no
parece extraña. De hecho, en la jornada quinta se recogen tres imágenes de
Don Álvaro:
HERMANO MELITÓN: [...] Le dije por broma: “Padre, parece un mulato”,
y me echó una mirada, y cerró el puño.
[...] Al verle yo salir sin cuidarse del aguacero ni de los truenos [...] le dije
por broma que parecía entre los riscos un indio bravo. (Saavedra 94)
DON ÁLVARO: Yo soy un enviado del infierno, soy el demonio extermina-
dor... (Saavedra 112)
Don Álvaro aparece, entonces, como “mestizo” (i.e. de sangre mezclada,
“mulato”), como “bárbaro” / “salvaje” (“indio bravo”) y como “demonio”.
La jornada quinta aparece como la apoteosis de alteridad de Don Álvaro.
Esta apoteosis se ajusta al fenómeno de combinación de una pluralidad de
diferencias que Judith Halberstam identifica en el monstruo: “within the
history of embodied deviance, monsters always combine the markings of
a plurality of differences even if certain forms of difference are eclipsed
momentarily by others” (5–6). Don Álvaro, de esta forma, es reducido a
una alteridad esencial que se expresa a través del mestizaje, el barbarismo
o el salvajismo.

V. Conclusión
Considerar a Don Álvaro bajo los parámetros de la monstruosidad es pro-
ductivo, además, porque promete profundizar también en el debate acerca
del “sino”, un tema que ya ha sido ampliamente discutido por Cardwell,
Pattison, Larsen, Shaw, Antonio Valbuena Prat, Ermanno Caldera, Carlos
Leal, John P. Gabriele, E. Grey..., autores que han manejado nociones como
la “injusticia cósmica”, la “predestinación”, la “hamartia”, la fatalidad o
la providencia. Tal y como concluye Galdo, entender el mestizaje de don
Álvaro como “un elemento que en buena medida explica y ayuda a en-
tender el ‘sino’ del personaje” (40) no anula ni contradice estos argumentos.
Para Galdo, las “señas de identidad” mestiza impresas en Don Álvaro “lo
marcan indeleblemente con los significantes de una otredad amenazante”
y participan en la precipitación de su destino (39). Mi propuesta de en-
tender el mestizaje de Don Álvaro bajo el signo de la monstuosidad ratifica
su tesis, ya que “the monster is transgressive, [...] a lawbreaker; and so the
monster and all that it embodies must be exiled or destroyed” (Cohen 16).
Se trata de una criatura destinada a la aniquilación, ya que su otredad y su
capacidad transgresora son insostenibles. El signo de la monstruosidad es
relevante para el estudio del “sino” en la obra de Saavedra porque el mons-
Don Álvaro 107

truo es una criatura con un “sino” marcado. Es una criatura “destinada”:


destinada al fracaso porque su lugar es la terceridad, lo que le impide cons-
truirse en base a los binarismos que operan en los espacios sociales y reli-
giosos; destinada a la muerte por su poderosa capacidad de transgresión.
Más allá de esto, cabe plantearse por qué el signo de la monstruosidad es
convocado en esta obra. En principio, la conexión entre el héroe romántico
de Saavedra y la monstruosidad parece problemática teniendo en cuenta
la ideología liberal del autor: si Don Álvaro desmantela el orden conser-
vador y aristocrático, ¿no es entonces la obra de Saavedra, tal y como lo
entendió Cardwell, una metáfora de la lucha política que se estaba librando
en España? Y si esto es así, ¿no hubiera sido más lógico mantener intacta
la imagen de este héroe liberal en lugar de “contaminarla” de un valor
ambiguo a través de la monstruosidad?
Sin embargo, esta ambigüedad no es extraña al contexto estético de un
romanticismo que dio lugar a la recuperación de viejos tipos (o creación
de otros), dotándolos de una nueva consistencia “épica”, como el Fausto
de Goethe, el jorobado de Víctor Hugo, el Prometeo de P. B. Shelley, el
monstruo de Mary Shelley, el Melmoth de Lewis, el Don Juan de Zorrilla,
el Satán y el pirata de Espronceda … Todos estos personajes comparten
este valor de ambigüedad con Don Álvaro, lo que no impidió que muchos
alcanzaran una densidad que los redefiniera como “héroes”: al mismo
tiempo proscritos, deformados, transgresores, rebeldes y héroes. La multi-
dimensionalidad de estos personajes románticos habilita varias interpreta-
ciones aparentemente contradictorias de las que (en parte) he dado cuenta
en este artículo, de modo que la ambigüedad de Don Álvaro no suprime su
funcionalidad como metáfora política o social.
Por otro lado, el monstruo establece una conexión íntima con la
historia. De acuerdo con María José Vega Ramos, el apocalipsis estará pre-
cedido por “signos” y “portentos” terrestres y celestiales, y también por el
nacimiento de monstruos, según los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas
(239–40). No parece casual, entonces, que al final de la obra, Don Álvaro se
auto aniquile, en una escena cargada de un tono profundamente apocalíp-
tico: “¡Húndase el cielo, perezca la raza humana; exterminio, destruc-
ción...! (Saavedra 112). Más aún:
El prodigio y el monstruo se constituyen en significantes de un signifi-
cado diferido o demorado, ausente en el momento de su aparición o de su
nacimiento. Por otra parte, […] [en el contexto de la teratología renacen-
tista y protestante] los monstruos y los prodigios suelen leerse como una
alusión al presente del exégeta, y requieren una correlación de interpreta-
ciones, la del monstruo o el texto y la de los hechos, que se refuerzan y le-
gitiman mutuamente. […] Los monstruos y prodigios suelen ser vaticinios
ex eventu (posteriores a los hechos que presuntamente profetizan) o bien
objeto de interpretaciones post factum. (Vega Ramos 226–27)
108 Silvia A r royo

El monstruo, entonces, encarna una futuridad que va a ser ratificada


u ofrece un comentario acerca del presente. En este sentido, Don Álvaro
puede ser entendido como índice de su tiempo. Tal y como explica Isabel
Burdiel, la situación política inmediatamente anterior y contemporánea al
estreno de la obra de Saavedra está marcada por las tensiones y conflictos
entre la regente María Cristina, el aspirante al trono (Carlos), los carlistas
y los liberales, que dieron lugar al Estatuto Real de 1834. Según Burdiel,
los liberales moderados apoyaron el Estatuto como forma de llevar a cabo
un programa de reformas pacíficas que ayudaran a cohesionar a las clases
acomodadas contra el carlismo y que, al mismo tiempo, impidieran la radi-
calización política que caracterizó el Trienio Liberal, de modo que “from
this perspective, radical liberalism and Carlism were equally dangerous”
(26). Mi hipótesis para explicar la convocación del monstruo en la obra de
Saavedra, entonces, es que la heterogeneidad y la terceridad de Don Álvaro,
así como su insostenibilidad (ya que su fin es la muerte), reflejan la ansie-
dad por alcanzar un consenso entre partidos o, al menos, neutralizar los
radicalismos en el contexto de una guerra civil que hacia el final de la obra
dramática es presentada como un “Apocalipsis”, es decir, como el desman-
telamiento total de un orden que, sin embargo, aún no ha sido sustituido
por otro.

Notas
1 Las teorías de este filósofo del siglo XVIII son centrales porque, tal y como Susanne Zantop hace
notar: “As Antonello Gerbi has documented, there are echoes of the debate [entre de Pauw y
Pernety] as late as 1821, in Hegel’s dismissive remarks about the New World in his lectures on
universal history. Indeed, the two positions, the Pauw’s and, by implication, Pernety’s, acquired
the status of paradigms in European colonial thinking” (303). La posición contestataria de Pernety
representa al Nuevo Mundo como un paraíso de fertilidad y abundancia no contaminado por los
vicios del progreso, donde los hombres viven en armonía con una naturaleza benéfica (Zantop
311).
2 Es importante notar que esta mutación de Don Álvaro es de otra índole al cambio de nombre de
Don Carlos en las jornadas tercera y cuarta. Don Carlos se enmascara bajo el nombre de Don
Félix, pero este cambio no es monstruoso porque, si bien es cierto que esta máscara le permite
una mayor movilidad, su identidad no se transforma—Don Carlos era ya un soldado. No se trata
de una metamorfosis, sino de un juego de ocultamiento, frente al fenómeno de construcción y
reconstrucción que opera en Don Álvaro. El caso de Doña Leonor travestida es más complejo, tal
y como se explica en la nota 3.
3 En relación a este punto, cabe señalar que Doña Leonor se convierte en el ejemplo de las conse-
cuencias de la trasgresión de esta “geografía social de lo permisible” a la que me referí anterior-
mente. Tal y como sostiene Aristófanes Cedeño, Leonor es altamente transgresora: “En la prim-
era jornada, Leonor desafía la jerarquía de la sociedad patriarcal. En la segunda, traspasa el mundo
masculino cuando oculta su identidad vestida de hombre, y luego se convierte en penitente bajo
el amparo de una comunidad de frailes, lo cual constituye la tercera trasgresión, la del código
religioso” (763).
Este proceso puede leerse de otra forma: su primera tragresión exilia a Leonor en el espa-
cio masculino definitivamente; para mantenerse a salvo, Leonor se ve obligada a difuminar su
feminidad a través del travestismo, en su sentido textual (uso del disfraz masculino) o simbólico
(convirtiéndose en “penitente”, palabra ambigua genéricamente). Este travestismo no borra
Don Álvaro 109

completamente su feminidad, sino que desplaza al personaje a una posición suspendida entre los
dos extremos de la oposición masculino/femenino: en la jornada tercera se cuestiona su género
(“¿es gallo o gallina?” [Saavedra 30]), y el término “penitente” que se le aplica a partir de esta
jornada es un término ambivalente, en el sentido genérico, que, más que eliminarla, problematiza
su feminidad. De acuerdo con Beatriz Cortez, “el travestismo desnaturaliza lo que culturalmente
tenemos aceptado como lógico y como ley natural” (380). Comentando el caso de travestismo de
Rosaura, en La vida es sueño, Cortez señala: “Rosaura perturba la claridad que existe en el sistema
binario (femenino/masculino) de clasificación de los géneros no solamente por su movilidad entre
ambos polos sino por su resistencia a la definición clara de su identidad de género. Rosaura se
autorepresenta como un monstruo [...]” (380). Leonor, atrapada también en esta lógica, “se con-
tagia” de monstruosidad, probando la tesis de Cohen: “To step outside this official geography is
to risk attack by some monstrous border patrol or (worse) to become monstrous oneself” (12).
4 La entrada del Diccionario de la lengua castellana define “fiera” y “fiero” de la siguiente forma:
”FIERA. s.f. Bruto indómito, feroz y carnicero. / FIERO, FIERA. adj. El que es duro, agreste ó in-
tratable—“Incivilis”. Feo. Grande, excesivo, descompasado. Horroroso, terrible. Ant. se aplicaba
a los animales que no estaban domesticados” (385).
5 Según el Diccionario de la lengua castellana: “BÁRBARO, RA. [...] Inculto, grosero, tosco”,
“BARBARIE. s.f. Rusticidad, falta de cultura” (106).
6 De acuerdo con el Diccionario de la lengua castellana: “SALVAGE. El hombre que vive ó se ha
criado en los bosques ó selvas entre las fieras y brutos. El natural de aquellas islas ó países que no
tienen cultura ni sistema alguno de gobierno” (741).
7
Tal vez esto pueda explicar por qué el mismo Don Álvaro ve a Don Alfonso como una figura
monstruosa: “DON ÁLVARO: Hombre, fantasma o demonio, / que ha tomado humana carne /
para hundirme en los infiernos, para perderme..., ¿qué sabes? / DON ALFONSO: Corrí el Nuevo
Mundo... ¿Tiemblas?” (106). Don Alfonso ha logrado penetrar en la intimidad de Don Álvaro,
ha alcanzado su “secreto”. Esta agresión de Don Alfonso es interpretada por el protagonista en
términos de monstruosidad. Don Álvaro parece así demostrar que su método de interpretación
obedece a los mismos paradigmas que el de los castellanos.

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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 111–126

Moriscos y liberales:
la idealización de los vencidos

Jesús Torrecilla, University of California, Los Angeles

Existen todavía vivos los Árabes españoles en las diversiones, y aun en


el traje del sencillo pueblo; y los sabios, y los magnates y los legisladores
de ese mismo pueblo, fascinados con las preocupaciones de una
intolerancia añeja, o se obstinan en desarraigar lo que el tiempo y la
naturaleza han establecido de consuno, o se tienen a menos, y tal vez
se espantan, de volver los ojos a contemplar los siglos pasados para
estudiar en ellos el mejor arreglo del presente”

—Pablo de Mendíbil, Ocios de españoles emigrados

La imagen de los denominados “moros españoles” ha sido utilizada


con muy diversos fines desde finales de la Reconquista, por lo que la in-
terpretación interesada de su significado en la historia del país ha sufrido
extrañas y radicales transformaciones. Desde la condena que los hace res-
ponsables de “la pérdida de España,” convirtiéndolos en símbolo de todo
aquello que amenaza con destruir la identidad nacional, hasta su exaltación
como nobles y apasionados durante el Romanticismo, pasando por la ideali-
zación que embellece su figura en la literatura morisca de los Siglos de Oro
y su conceptualización como progresistas e ilustrados en el XVIII, la per-
cepción de los musulmanes medievales de la Península Ibérica ha servido
para transparentar las preocupaciones de los españoles de las distintas épo-
cas y, con frecuencia, para defender sus ideas o expresar sus fobias. En este
sentido, a principios del XIX, durante el turbulento reinado de Fernando
VII, aparece una nueva versión entre los exiliados liberales que considero
de especial relevancia: la de los moriscos como abiertos y tolerantes, identi-
ficándose con ellos en cuanto vencidos y excluidos de la realidad española.
Esta reivindicación, que implica una inversión de los tradicionales juicios
de valor del discurso oficial, responsabilizando al fanatismo intolerante de
los cristianos de los males que aquejan el país, acarrea un replanteamiento
de la realidad histórica que ha tenido (y tiene) una gran importancia en la
configuración de la España moderna.

111
112 Jesús Torrecilla

En la literatura española, la visión negativa de los moros como enemigos


irreconciliables, por su religión impía y por haber usurpado ilegítimamen-
te unos derechos territoriales que no les correspondían, fue atemperada
desde la conquista de Granada por una percepción más amable e ideali-
zada.1 Los romances moriscos de esa época, que gozarían de una extraor-
dinaria popularidad entre todas las clases sociales y que serían cultivados
hasta el hastío en los siglos siguientes, nos presentan a unos moros enamo-
rados y generosos, de comportamiento arrojado y actitud desinteresada,
nobles, gallardos y gentiles. Cuando el enemigo largamente temido deja
por fin de representar una amenaza, los cristianos embellecen su figura
y proyectan sobre él todas aquellas cualidades que la sociedad española
consideraba ejemplares.2 Los protagonistas de la literatura morisca de la
época áurea no reflejan la realidad de los derrotados, sino el universo vital
de los autores. Por debajo de su carácter amanerado y artificioso, que les
dota de una consistencia claramente libresca, es evidente que los valores
que encarnan se remontan en último término al ideal caballeresco creado
por la Edad Media cristiana y europea (Carrasco 20). No puede sorpren-
dernos, por tanto, que la estilización falsa del género, tan distante de las
deprimentes circunstancias en que vivían los últimos musulmanes espa-
ñoles, ocasionara burlas y parodias. En 1601, poco antes de la expulsión
de los moriscos ordenada por Felipe III, rogaba Gabriel Lasso de la Vega
a los compositores de romances que dejaran de representar como grandes
damas a las moras cubiertas de andrajos que se dedicaban a vender bu-
ñuelos, higos y pasas, advirtiéndoles con sorna que la regalada de Muça y
la querida de Avdalla no eran sino “unas Moras pañalonas/con sus bragas
atacadas,/con más trapos y antepuertas/que una sala entapizada” (66).
La escritura de novelas y romances moriscos se prolonga en España du-
rante la época ilustrada y experimenta un nuevo auge en el Romanticismo,
si bien en ambos casos sufre la interferencia decisiva de autores europeos.
La maurofilia española del siglo XVI, que obedece a circunstacias específi-
cas de la realidad nacional de los Siglos de Oro y no puede entenderse fuera
de su problemática, se extiende con el tiempo a otros países europeos, que
la integran en un contexto diferente y, por tanto, la recrean y la transfor-
man, regresando al país que la vio nacer cargada de nuevos significados. 3 El
Gonzalo de Córdoba de Manuel Hernando Pizarro, así como la pieza teatral
Aixa, sultana de Granada, de Castro y Orozco, y La Zoraida de Cienfuegos,
no puede entender sin la influencia del Gonzalve de Cordoue de Florian, por
más que Pizarro presente su tragedia como una vuelta a la tradición nacio-
nal y critique a los que mancillan “la escena de Moreto y Lope con dramas
exóticos o traducciones abominables” (6).
En el siglo XVIII aparece asimismo un desarrollo nuevo, que, amparado
en la moda orientalista de países como Francia e Inglaterra, ofrece una ima-
gen de los moros peninsulares como un eslabón fundamental en la trans-
misión del saber clásico en Europa. Los escritos de un nutrido grupo de
Moriscos y liberales 113

autores interesados en la historia y la civilización de los árabes, como Simon


Ockley y George Sale, ocasionaron una radical reevaluación de su impor-
tancia, no sólo como guerreros y conquistadores, sino como poetas, filóso-
fos y científicos. Según esos eruditos, el papel que desempeñaron los árabes
en la trasmisión del conocimiento clásico greco-latino fue esencial para im-
pulsar la renovación intelectual de la Europa cristiana en la Edad Media y,
en último término, para facilitar la configuración del mundo moderno.4 El
planteamiento afectaba directamente a los musulmanes españoles, que, por
su labor de enlace, se consideraban una parte esencial en el proceso. En los
escritos de los extranjeros sobre España (no sólo de los eruditos, sino tam-
bién en los ensayos y en los libros de viajes), la imagen de los árabes medie-
vales comienza a cargarse de connotaciones positivas, oponiendo su acción
inteligente y enriquecedora a la profundamente destructiva de sus sucesores,
y responsabilizando a los cristianos de haber arruinado un país que bajo los
musulmanes servía de ejemplo a toda Europa. Los enemigos tradicionales
de España encuentran en los árabes un punto de apoyo para engrosar las
páginas de la Leyenda Negra, convirtiendo a los musulmanes peninsulares
en un ejemplo de tolerancia y sabiduría que (como imagen inversa del país
fanático de los autos de fe) los aproximaba a los ilustrados de la época.
La nueva imagen de los árabes no tardó en repercutir en España, si
bien los mismos argumentos que servían para denostar el país, se utilizan
ahora para probar lo contrario. En una época en la que se cuestionaba la
aportación española al mundo moderno, e incluso su mera pertenencia a
Europa, ciertos escritores españoles utilizan la imagen de los musulmanes
peninsulares para probar que el país tuvo un papel clave en los orígenes y
en el desarrollo del pensamiento ilustrado. La reivindicación de los árabes
con un sentido apologético es evidente en autores como Martín Sarmiento,
Juan Pablo Forner, Juan Andrés, José Antonio Banqueri y Diego Gaviria.
Patricio de la Torre llega incluso a mantener que los árabes domiciliados
en España empezaron a cultivar las artes y ciencias con antelación a los de
Oriente (xxv) y que “nuestro Malagueño Ebn el Beytar supo más filosofía
natural que todos los Griegos y Latinos juntos” (li), afirmando con orgullo
que, cuando toda Europa yacía en las tinieblas de la barbarie, “eran sabios
los Españoles, y no temo decir que sus Maestros” (xvii). La agresividad
defensiva que transparentan las palabras del autor de los Ensayos sobre la
Gramática y Poética de los Árabes puede hacerse extensiva a la mayoría de
estos escritores. Confrontados con la actitud despectiva de los europeos
modernos, los apologistas españoles utilizan a sus musulmanes para hacer
ver a los enemigos que, cuando Europa yacía sumergida en tinieblas,
España irradiaba sus luces por todo el continente. Lo paradójico es que, de
este modo, la figura de los musulmanes medievales de la Península Ibérica
se españoliza por completo, ignorando la evidencia de que el país se cons-
tituye, no con ellos, sino contra ellos, combatiéndolos, y, en definitiva,
negándoles el derecho a formar parte de su realidad. Pero lo que les preo-
11 4 Jesús Torrecilla

cupaba a los apologistas en primer término (y tal vez exclusivamente) no


era reivindicar la realidad musulmana en sí, sino encontrar argumentos
que les permitieran defender a su patria de las graves acusaciones con que
la denostaban los extranjeros. 5
La visión de los árabes medievales como sabios e ilustrados experimenta
un significativo cambio de matiz (aunque esto no significa que desaparezcan
los usos anteriores) entre los liberales peninsulares en las décadas siguien-
tes a la Guerra de la Independencia. Como es sabido, el regreso de Fernando
VII tras la derrota de Napoleón ocasionó el primer exilio masivo de espa-
ñoles por causa de sus ideas (afrancesados primero y luego liberales), si ex-
ceptuamos la anterior expulsión de judíos y moriscos. Después del Trienio
Liberal de 1820–3, en el que el rey se vio obligado a jurar la Constitución de
1812, la Santa Alianza le ayudó a recuperar el poder absoluto y los defensores
de la monarquía constitucional, si no querían exponerse a la persecución o
a la cárcel, cuando no a la muerte, tuvieron que emigrar precipitadamente
de nuevo. La mayoría se establecieron en Inglaterra, donde desarrollaron
una importante labor literaria y, aprovechando el ocio obligado en que se
encontraban, fundaron un número asombroso de revistas. Desconectados
por la fuerza de la sociedad a que pertenecían, e imposibilitados de diri-
girse al público español, pretendieron encontrar lectores tanto en las nue-
vas repúblicas latinoamericanas como en el escaso número de ingleses que
sabían leer castellano. Esa circunstancia condicionó el carácter de sus es-
critos. En el caso concreto de los Ocios de españoles emigrados, una de las
publicaciones más importantes del exilio, sus fundadores advierten en el
Prólogo que les mueve a sacar a luz la revista el deseo de aumentar entre los
ingleses “el conocimiento de las cosas Españolas, contribuyendo con lo que
podemos a la gloria de nuestra patria en un tiempo en que procuran eclip-
sarla tantos enemigos estraños y domesticos” (1). La popularidad de que
gozaba España en Europa tras las guerras napoleónicas había difundido
por el continente una larga serie de estereotipos y tergiversaciones que los
españoles se sentían en la obligación de desmentir. La temática de la revista
se centra por tanto, como los mismos redactores se encargan de especificar,
en asuntos relacionados con la historia de España, tanto literarios, como
políticos y económicos. A este respecto, no deja de ser significativo que se
dediquen varios artículos a reivindicar la importancia de los musulmanes
en la configuración de la identidad nacional.
La revista se publicó entre 1824 y 1827 y sus fundadores fueron José
Canga Argüelles y los hermanos Jaime y Joaquín Lorenzo Villanueva. A
la muerte de Jaime Villanueva en diciembre de 1824, le sustituyó en la sec-
ción literaria el vasco Pablo de Mendíbil, que había estado exiliado hasta
1820 en Francia y que inició sus colaboraciones con un escrito titulado
“Influencia de los Árabes sobre la lengua y la literatura Española.” El artí-
culo lamenta el olvido que sufre todo lo relacionado con los musulmanes
en España desde que finalizó la Reconquista, a pesar de que, según él, la
Moriscos y liberales 115

civilización árabe representa uno de los fundamentos básicos de su iden-


tidad. Significativamente, el primer párrafo se abre con unas sentidas pa-
labras sobre los sinsabores de la derrota y el destino trágico de los vencidos.
Dice así: “¡Qué de injusticias tienen que sufrir los vencidos! No contenta
la suerte con serles adversa en la contienda, todavía condena la opinión de
la causa perdida, sin mas razón, las mas vezes, que la de haber sucumbido;
y aun quebranta las reglas de la justicia hasta el extremo de desconocer los
títulos mas fundados al aprecio y a la admiración, en todas las demás cosas
que ninguna relación tienen con los motivos de la lucha” (291). Con una
visión muy moderna, Mendíbil observa que la derrota de un pueblo (o de
un grupo determinado) no afecta solamente a su importancia política, sino
también, y consecuentemente, al prestigio de sus ideas y producciones. El
vencedor impone un orden social específico, pero también un cierto cri-
terio de valoración. De estas pesimistas consideraciones, que sirven para
proporcionar al artículo un marco teórico general, pasa al caso concreto de
España, donde el mérito de los árabes ha sido discutido y rebajado, cuando
no ignorado, a pesar de “que por tantos siglos poseyeron sus hermosas
provincias, ilustrándolas con la cultura mas delicada y universal, cuando
todavía dominaba en Europa la barbarie de la edad media” (291).
Se puede apreciar en las palabras de Mendíbil un concepto de los
árabes como pueblo ilustrado, siguiendo la línea de pensamiento estable-
cida en el siglo anterior, pero también (y esto es nuevo) una emotiva iden-
tificación personal con su situación en cuanto exiliados y vencidos. 6 En el
contexto en que se escribe el artículo, tras el revés que sufren los liberales y
su consiguiente salida del país, no es casual que comience con un amargo
lamento de carácter general sobre las injusticias de la derrota, y que, para
simbolizarlo, recurra al ejemplo de los musulmanes. Se observa en él una
preocupación por la situación de intolerancia que vive el país y un deseo de
identificar sus antecedentes históricos. Se observa también, estrechamente
relacionado con lo anterior, una voluntad de rescribir la historia de España,
de neutralizar la versión excluyente y falsa de los vencedores y substituirla
por otra más amplia que reconozca las aportaciones de los distintos grupos
y tome en consideración el ignorado punto de vista de los vencidos. Si bien
la misma vehemencia de la reivindicación le impide ser objetivo. El texto
rebosa animadversión hacia el fanatismo de los vencedores y, de manera
maniqueísta, justifica con mirada comprensiva (cuando no idealizada) el
comportamiento de sus adversarios.7 Los moros españoles eran para él no
sólo grandes escritores y primorosos artistas, cultos, inteligentes y sofisti-
cados, sino también ecuánimes y tolerantes. Todos los males de España se
deben a la intransigencia religiosa de los cristianos, que redujeron a cenizas
la compleja cultura creada por los árabes y fueron incapaces de sustituirla
por otra equiparable. Para Mendíbil, España hubiera sido un país mucho
más pujante e ilustrado si el enfrentamiento entre musulmanes y cristia-
nos se hubiera resuelto de otra manera. La toma de partido del autor vasco
116 Jesús Torrecilla

es evidente a lo largo del artículo. Concretamente, en el último párrafo


afirma que preferiría ser considerado moro, antes que “renunciar a los her-
mosos títulos de gloria que los árabes nuestros abuelos han transmitido a
la nación española” (299).
El artículo de Mendíbil se continúa en una segunda parte, también publi-
cada en los Ocios (en el Tomo VI, del segundo semestre de 1826), que se titula:
“Apéndice a la historia de los Árabes en España: rebeliones y expulsión de los
moriscos.” En ella es aún más evidente su insatisfacción por la manera en que
se ha desarrollado la historia del país y por los malos hábitos sociales que ese
proceso ha originado. Según el autor, en lugar de seguir una línea de respeto
y tolerancia, España parece haber estado condenada desde su constitución
a moverse dentro de unos parámetros de radical intransigencia. Después de
exponer una negra visión del comportamiento de los cristianos tras la toma
de Granada, pormenorizando los abusos que tuvieron que sufrir los venci-
dos (el incumplimiento de tratados, la represión, el desarraigo cultural y a
la postre, su expulsión del país), reflexiona desalentado sobre las señas de
identidad nacionales e invoca a su patria con palabras cargadas de emoción:
¡Oh España! ¡Desgraciada patria mía! La providencia, en sus inescrutables
designios, quiso sujetarte a mantener heroicamente en ocho siglos y a re-
matar con gloria al cabo de ellos, una guerra de religión, la más tenaz y bien
reñida que ofrece la historia del género humano. Tus proezas, tus triunfos,
tus virtudes mismas debían hacerte fanática e intolerante. Lo fuiste, y con-
virtiendo contra tus entrañas el zelo indiscreto con que te hallabas connatu-
ralizada, te has gozado en la opresión, te has glorificado en la tiranía, que
aun hoi te tiene puesta al borde del precipicio. Costosamente has expiado tus
yerros. Puedan ya tus largos sufrimientos aplacar la cólera celeste, y llamarte
a los consejos de la moderación, de la tolerancia y de la sana política. (62)

La intransigencia del gobierno de Fernando VII enlaza aquí con la de


los cristianos de la Reconquista (y encuentra en ella su explicación), del
mismo modo que el exilio de los liberales no es sino una reedición del des-
tierro que eliminó los últimos vestigios de los musulmanes en la Península.
El problema de España se encuentra en su misma esencia histórica, en el
modo en que se ha configurado como país tras una larga lucha religiosa
que la ha abocado a la intolerancia. El celo religioso, necesario para com-
batir a los musulmanes, se transmuta después en inflexibilidad ideológica
y en incapacidad para alcanzar compromisos. Esas es la herencia que de-
ben confrontar los liberales y que tiene el país al borde de su ruina. Frente
a una historia de intransigencias y de exclusiones, el autor se manifiesta
esperanzado de que España sepa reaccionar a tiempo y orientarse por una
nueva senda de moderación y de diálogo. Es evidente que cuando Mendíbil
reivindica la importancia de los musulmanes en la historia del país, su
planteamiento posee una dimensión más amplia. La imagen de los moros
españoles representa paradigmáticamente la imagen de los vencidos, de
los humillados, de los excluidos. Sirve, en definitiva, para denunciar una
Moriscos y liberales 117

forma de entender el país que el autor considera errónea y destructiva. A


este respecto, no es casual que la defensa de los moros españoles por parte
de otros liberales vaya acompañada de una serie de reivindicaciones que
implican un deseo de rescribir la historia de España. 8
Las colaboraciones de Jaime Villanueva en los primeros números de
Ocios ya evidenciaban este propósito. Así, en el Tomo I de la revista escribe
unos “Apuntes para la historia antigua de España,” en los que defiende que
la Reconquista no se inició únicamente en Covadonga, sino que tuvo un se-
gundo foco, de igual importancia, en los Pirineos orientales. El autor, que
era valenciano, pretende así cuestionar la monopolización de la imagen de
España por Castilla y León, y propone una imagen de España más inclusiva
que tome en consideración las aportaciones del antiguo reino aragonés.
También Jaime Villanueva, en el “Contraste de la protección dispensada a
la literatura árabe en España por Don Alonso el sabio, con la persecución
que sufrió después,” deja claro que para él eran tan españoles los escritores
peninsulares que se expresaron en árabe y hebreo como los que lo hicieron
en castellano. Para probarlo, incluye en varios números una sección titu-
lada “Apuntes para la bibliografía antigua de España,” en la que reseña obras
medievales escritas en esas lenguas e incluso se refiere a un Modo breve de
aprender la lengua vizcaína compuesto por Rafael de Micoleta.9 Implícita y
explícitamente, Jaime Villanueva manifiesta su convencimiento de que el
exclusivismo castellano, intolerante con todo lo que se sale de sus coorde-
nadas, ha privado al país de un potencial enorme, condenándolo a la situa-
ción de atonía en que se encuentra. Un objetivo similar se propone José
Joaquín de Mora, cuando escribe su Historia de los árabes, desde Mahoma
hasta la conquista de Granada.10 En el “Prefacio” de la obra afirma el au-
tor que, del mismo modo que los países europeos se han interesado desde
antiguo por la cultura de sus antepasados griegos y latinos, las naciones de
habla española deben conocer la historia de los moros medievales, ya que
“no podemos menos de considerarlos como parte de nuestra familia, y bajo
muchos aspectos, como nuestros maestros y reformadores (VII).
Como prueba de que esté afán revisionista es anterior al exilio de 1823,
basta repasar las páginas de El Constitucional, un periódico fundado por
Mora y que en teoría se limita a continuar la labor informativa de la Crónica
científica y literaria, pero que, por la índole de sus contribuciones, demues-
tra obedecer a un objetivo radicalmente diferente. La publicación es rebau-
tizada así en honor a la Constitución que se vio obligado a jurar Fernando
VII en marzo de 1820 y sus artículos están escritos con un carácter de urgen-
cia que refleja muy bien la ebullición social que se vivió en las calles españo-
las durante el llamado Trienio Liberal. Así, el 23 de mayo de 1820 informa so-
bre los graves desmanes que se habían producido contra la Constitución en
diversas ciudades españolas y, tras lamentar la muerte de diversas personas
en Cádiz y Zaragoza, inmoladas, según el articulista, “al furor supersticioso
y fanático de los enemigos de las luces” (3), considera que estas víctimas
118 Jesús Torrecilla

inocentes deben añadirse al “catálogo de los nueve millones, setecientos diez


y ocho mil y ochocientas personas degolladas, quemadas, ahorcadas y asesi-
nadas por causas semejantes” en América durante la época de la Conquista
(3). Si la versión oficial española consideraba el descubrimiento y la coloni-
zación de América como una época gloriosa en los anales de la patria, Mora
asume el punto de vista de los sometidos y, equiparando Imperio y absolu-
tismo, convierte la conquista en un trágico genocidio. No hay que olvidar
que cuando estas líneas se escriben aún no había terminado de completarse
el proceso independentista de las nuevas naciones americanas. En la misma
línea, y con idénticos objetivos, reporta el periódico un mes más tarde que
el jefe político de Toledo ha tomado las medidas necesarias para destruir el
“Brasero de la Vega” y desagraviar la figura de Juan Padilla, el jefe de la re-
vuelta comunera contra Carlos V, “digno de mejor suerte por los generosos
esfuerzos con que combatió en defensa de la libertad española” (3).
Frente a la versión oficial de la historia española, que perpetúa la in-
terpretación excluyente de los vencedores, la España de Pelayo y la
Reconquista, del Descubrimiento de América y el Imperio de Carlos V, los
liberales asumen la visión de los marginados y de los vencidos, de los mo-
ros, de los judíos, de los indios y los comuneros. Pretenden así no sólo re-
scribir la historia de España, sino, sobre todo, cambiar de raíz sus señas de
identidad colectivas, propiciando el nacimiento de una sociedad más libre
y tolerante. El fracaso del Trienio Liberal, con el retorno al absolutismo de
Fernando VII y la nueva experiencia del exilio de los liberales más destaca-
dos, no hizo sino incrementar este sentimiento de pertenecer a una larga
serie de silenciados y de excluidos.
Entre los españoles que tuvieron que abandonar el país en 1823 se en-
contraba el escritor Martínez de la Rosa, granadino de familia acomodada
que desempeñó un papel esencial en el Trienio Liberal y que, por su pre-
tensión de hacer jurar al rey la Constitución de 1812, había sido condenado
con anterioridad a ocho de reclusión en el presidio del Peñón de la Gomera.
Ahora viajó por diversos países europeos y finalmente fijó su residencia en
París. Las relaciones entre los emigrados españoles de París y Londres son
difíciles de precisar, pero es razonable suponer que, unidos por una misma
desgracia, estarían al corriente de lo que hacían sus compañeros de infor-
tunio. Una prueba de que los Ocios se leía en Francia nos la proporciona la
misma revista, que en su último número incluye una serie de comentarios
elogiosos que aparecieron en diversas publicaciones inglesas y francesas: la
Revista Enciclopédica de París, el Mercurio francés, la Revue Encyclopédique y
The Panoramic Miscellany. En concreto, dos de ellas contienen comentarios
elogiosos sobre los artículos de Ocios dedicados a la historia de los árabes. En
el número III de ese mismo tomo se incluye asimismo una reseña de Pedro
de Mendíbil sobre las obras literarias de Don Francisco Martínez de la Rosa,
cuyo primer volumen, preparado por el mismo autor, acababa de aparecer
en París. Comenta el articulista que la lectura del libro excita vivamente el
Moriscos y liberales 119

deseo de conocer la totalidad de la producción de un autor “que por lo hasta


ahora publicado merece el aprecio de los amantes de la literatura española
y un lugar distinguido entre los que hoi la honran en medio de las aciagas
circunstancias, más propias para imponer silencio, que para animar a las
tímidas e inocentes musas” (370). La existencia de esta reseña refuerza el
convencimiento de que Martínez de la Rosa conocía los Ocios y estaba al
corriente de los escritos de Mendíbil sobre los moros españoles. En este con-
texto, adquiere un significado especial la composición de Abén Humeya.
La primera versión del drama se escribió en francés, según afirma el
autor en la “Advertencia” previa, y su estreno se llevó a cabo en París en
las turbulentas jornadas que precedieron a la revolución de Julio de 1830.11
Tras ocho días en cartel, se produjeron los acontecimientos del 27 de Julio,
que provocaron la abdicación del rey, y cuando la obra volvió a repo-
nerse, el 4 de Agosto, se hizo con la adición significativa de canciones de
tipo patriótico. Según John Dowling, aunque Abén Humeya representaba
una acción que terminaba en derrota, el drama y las canciones tenían en
común que se centraban en la sublevación de pueblo contra la tiranía (153).
En esa atmósfera revolucionaria, el drama de Martínez de la Rosa continuó
hasta el 17 de Agosto y se representó asimismo en Agosto y Septiembre de
ese año, por lo que el crítico inglés afirma que el éxito que obtuvo “was
indeed a stunning one” (Dowling 153). Evidentemente, Martínez de la Rosa
se encontró en París con un clima que nadie podía prever, y, en ese ambien-
te cargado de expectación, Abén Humeya adquirió un significado que su
autor no pretendía. A pesar de que Martínez de la Rosa residía en la capital
del Sena desde hacía años, y podemos suponer que conocía bien la sociedad
francesa, la representación de la obra ante un público que no era el suyo
desvirtuó, sin duda profundamente, su significado.12 El Abén Humeya no
puede entenderse adecuadamente en el contexto de la revolución francesa
del 27 de Julio, sino en el de las tensiones españolas de la época fernandina.
A este respecto, y considerando los escritos que acabamos de analizar de
Pablo de Mendíbil, Joaquín de Mora y Jaime Villanueva, no es casual que
Martínez de la Rosa decidiera escribir una obra sobre la revuelta de los
moriscos contra los abusos de los castellanos.
El interés de Martínez de la Rosa por tratar temas históricos relaciona-
dos con la situación española del momento (y con la suya personal) está
bien documentada en sus escritos. En la “Advertencia” a La viuda de Padilla,
estrenada en 1812, cuando las tropas francesas ocupaban gran parte de la
Península Ibérica y amenazaban Cádiz, confiesa que la elección del argu-
mento estuvo condicionada, no sólo por su interés en elegir un tema sacado
de la historia nacional, sino más específicamente, porque “las extraordina-
rias circunstancias en que se hallaba por aquella época la ciudad de Cádiz,
en que a la sazón residía, asediada estrechamente por un ejército extranjero
y ocupada en plantear reformas domésticas,” poseía una gran semejanza
con los hechos que propiciaron la revuelta comunera de Castilla (29). Las
120 Jesús Torrecilla

veladas asociaciones que el párrafo establece son desarrolladas más explíci-


tamente en el “Bosquejo histórico de la Guerra de las Comunidades,” en el
que señala como causa del conflicto la llegada a España de un monarca na-
cido y criado en el extranjero, ignorante de las costumbres y de la lengua de
la nación que iba a regir, y acompañado de “ministros flamencos, malvados
y codiciosos […] oprimiendo a los naturales, y colocando en los principales
empleos a gente advenediza, que había entrado en España como en tierra
conquistada” (31). La equiparación de la corte de Carlos V con el ejército
invasor de Napoleón implica una valoración extremadamente negativa del
monarca que contrasta con su tradicional glorificación como el máximo
representante de la España imperial. Frente a él, los comuneros que durante
varios años agitaron el país, provocando una enconada y sangrienta guerra
civil, se caracterizan como justos en sus pretensiones y valerosos en la de-
fensa de sus derechos. La semejanza de estas ideas con las que Mora expresa
en El Constitucional, y que movieron a las autoridades liberales de Toledo
a desagraviar la figura de Juan Padilla, es manifiesta.13 En ambos casos, los
autores adoptan el punto de vista de los vencidos y tratan de rescribir la
historia de la nación utilizando una distinta escala de valores.
Asimismo, en la “Advertencia” a Morayma, escrita cuando el autor se
encontraba encerrado en el presidio del Peñón de la Gomera y que nunca
llegó a ser representada, afirma Martínez de la Rosa que la elección del
tema se produjo mientras leía la Historia de las guerras civiles de Granada
de Pérez de Hita, “bien fuese por lo extraño y curioso de la obra, bien por el
interés que debía excitar en mí, ausente a la sazón de mi patria y con pocas
esperanzas de volverla a ver” (191). La obra se centra en las guerras civiles
de Granada entre Zegríes y Abencerrajes y desarrolla un argumento de re-
sistencia al poder y de lucha contra la tiranía. Por esta razón, es difícil dejar
de percibir en ella una alusión a las circunstancias históricas que vivía la
España de Fernando VII y a la dramática situación en que se encontraba el
autor. Las referencias al exilio de los que rechazan someterse servilmente
a una autoridad corrupta y arbitraria, como era el caso de los liberales,
son de hecho numerosas: así, Morayma le recuerda a Boabdil en una de
las primeras escenas que “Lejos ya huyeron de la ingrata patria / Los hijos
que culpaban su bajeza, / Y tu poder injusto refrenaban; / Los que quedan,
ministros de tu ira, / A una voz tuya del puñal se arman; / Y el pueblo vil las
víctimas espera / Para besar tu huella ensangrentada” (196).
Si en Morayma se enfrentan dos facciones de los musulmanes granadi-
nos, en Abén Humeya escenifica el autor la rebelión de los moriscos contra el
rey de España. La despiadada opresión de los castellanos es presentada con
los colores más vivos: ofenden a sus mujeres, les impiden practicar abierta-
mente su religión, hablar su lengua, usar sus vestidos, exteriorizar sus señas
de identidad colectivas. Ante esta situación insoportable, las dos alternativas
que se les ofrecen son igualmente dolorosas: continuar sufriendo resignada-
mente una larga serie de humillaciones, o abandonar la tierra de sus antepas-
Moriscos y liberales 121

ados y establecerse entre gentes que les son afines en ideas. Las dos opciones
son expuestas por el protagonista y su esposa en la primera escena de la obra.
Zulema observa que ciertos grupos de Las Alpujarras están preparando
una revuelta contra Felipe II e intenta persuadir a Abén Humeya para que
no participe en ella. Le pide que piense en las consecuencias, aduciendo que
“en medio de tantas desdichas, no te faltan motivos de consuelo: ves correr
tus días en el seno de tu familia; vives en la tierra de tu predilección; esperas
mezclar tus cenizas con las cenizas de tus padres” (297). También ella reco-
noce que le cuesta a veces soportar la situación en que se encuentran, pero
considera que no hay posibilidad de cambiarla. Por eso, en los momentos en
que se encuentra decaída, suele trepar “hasta la cumbre de estas sierras, y
desde allí me parece que diviso a lo lejos las costas de África [...] ¿Creerás lo
que me sucede?[...] como que siento entonces aliviarse el peso que oprimía
mi corazón, y me vuelvo más tranquila, comparando nuestra suerte con la
de tantos infelices, arrojados de su patria, y sin esperanza de volverla a ver en
la vida[...] Esos sí que son dignos de lástima” (297–8).
Abén Humeya, sin embargo, no comparte su opinión. La vida de los que
optaron por desarraigarse y emigrar a un país extraño tal vez esté plagada
de desgracias, pero, según él, es preferible sufrirlas antes que adaptarse a la
doble vida que deben llevar ellos. Le reprocha a su esposa con amarga ironía
que hace muy bien en compadecer la suerte de los exiliados en el norte de
África, ya que son muy desgraciados “los que pueden todavía, a gritos y
a la faz del cielo, aclamar el nombre de su patria y maldecir a sus verdu-
gos; los que adoran al Dios de sus padres; los que conservan sus leyes, sus
usos, sus costumbres... ¡Cuánto no deben envidiar nuestra dicha!” (298).
Los musulmanes que decidieron quedarse en la Península Ibérica, por el
contrario, han debido pagar un alto precio por el privilegio de que disfru-
tan: “Nosotros, dice Abén Humeya, vivimos con sosiego bajo el látigo de
nuestros amos; adoramos su Dios; llevamos su librea; hablamos su lengua;
enseñamos a nuestros hijos a maldecir la raza de sus padres” (298–9). A las
desgracias que deben sufrir los que deciden exiliarse para vivir de acuerdo a
sus ideas se opone el drama de los que, por permanecer en su patria bajo un
poder hostil, se ven en la necesidad de llevar una existencia falsa. Al exilio
físico de los que deben renunciar a vivir en su país se opone el exilio mental
de los que deben renunciar a vivir de acuerdo con sus creencias.14 Ambas
alternativas reflejan muy bien las opciones que se les ofrecían a los libera-
les bajo Fernando VII, así como las que se les ofrecerán posteriormente a
todos los vencidos en las dictaduras siguientes. La utilización simbólica de
los moriscos es transparente en la obra. El mismo autor confiesa explíci-
tamente identificarse con ellos en el “Avant-Propos” a la edición francesa,
cuando justifica los posibles errores de estilo, porque “Je me suis vu forcé
(comme les Maures que j´ai dépeints l´étaient avant leur révolte) de par-
ler une langue étrangère; et sous un tel joug, il est presque impossible que
l´ouvrage ne se ressente souvent de la gène qu´a éprouvée l´auteur” (293).
122 Jesús Torrecilla

Las alusiones a las amarguras del destierro aparecen en otras partes del
drama. Así, al principo del acto tercero canta un grupo de mujeres un ro-
mance morisco sobre el desconsuelo de Abén Hamet, cuando se despide
para siempre de Granada con la conciencia de estar condenado a vivir y “a
morir en tierra extraña” (345). El paso el norte de África se ofrece en diversas
ocasiones como una dolorosa alternativa, pero la acción de la obra se centra
en los abusos que tienen que sufrir los moriscos por parte de los castellanos
y en el sangriento levantamiento que esos abusos provocan. Que la revuelta
está justificada lo confirman dos personajes que tienen buenos motivos para
desautorizarla. Lara, el enviado del marqués de Mondéjar, intenta convencer
a los sublevados de que depongan las armas, pero una astuta estratagema
de Abén Humeya pone de manifiesto que, en igualdad de circunstancias,
él se hubiera comportado de la misma manera. Abén Humeya simula que-
rer torturarlo para que abjure de sus creencias y Lara reacciona enfurecido:
“¿Quién? [...] ¡yo, bárbaro! [...] renunciar yo, por salvar una vida sin honra,
renunciar a mi rey, a mi patria, a la religión de mis padres! [...] Antes la
muerte, mil veces la muerte!” (341). El recién proclamado rey morisco uti-
liza entonces esas mismas palabras para contestar a su propuesta: “ABEN
HUMEYA: (Con sequedad y desaire) Esa es nuestra respuesta.—Marchaos”
(341). Los castellanos, en efecto, no podían pedirles a los moriscos que acep-
taran unas condiciones de vida que ellos mismos considerarían indignas e
insoportables. Por otra parte, el moderado Muley Carime, suegro de Abén
Humeya, que aconseja a sus correligionarios la resignación para evitar males
mayores, enumera una larga serie de ofensas que parecen agravarse de día en
día: atropellos, insultos, prohibiciones... Según él, las provocaciones de los
castellanos se proponen exasperar la paciencia de los moriscos para agravar
más el yugo con que los esclavizan. Muley Carime representa la actitud de
aquellos que, preocupados únicamente por su bienestar y el de sus familias,
prefieren acomodarse a las circunstancias y aceptar las condiciones de los
opresores. No es extraño que al final intente traicionar a los rebeldes y Abén
Humeya se vea forzado a condenarlo a muerte.
En el otro extremo de la sublevación se encuentran Abén Abó y Abén
Farax, caudillos valerosos que incitan a la rebelión, pero que se dejan arras-
trar por sus intereses particulares y no respetan ningún tipo de autoridad.
La índole conflictiva de su comportamiento se pone ya de manifiesto en
la cueva del Alfaquí, a la que ellos mismos proponen ir para juramentar
las bases de la revuelta. El Alfaquí es una figura venerable que se ha con-
servado fiel a las creencias de sus antepasados y que, antes que someterse
a las duras condiciones de los vencedores, siquiera sea en apariencia, pre-
fiere eludir el trato social y sepultarse en vida. Todos respetan su autoridad
moral y van a él en busca de consejo, pero cuando propone que es necesario
nombrar rey a Abén Humeya (por ser de la estirpe del Profeta), Abén Abó y
Abén Farax manifiestan su desacuerdo y no se muestran dispuestos a obe-
decerlo. La escena de la cueva está plagada de resonancias tradicionales: el
Moriscos y liberales 123

Alfaquí habla de las costumbres de sus ancestros, de Muza y Tarik, de los


reyes de Córdoba y Granada, y finalmente, saca el estandarte invencible de
Alhamar para, a su sombra sagrada, hacer jurar el cargo a Abén Humeya.
Está claro que el Alfaquí participa del ánimo revolucionario de los suble-
vados, pero también que quiere dotar al movimiento de una estructura y
de una legitimidad. Abén Abó y Abén Farax, por el contrario, encarnan
el partidismo, el espíritu de discordia que condena irremediablemente la
rebelión al fracaso. Su pretensión de que la máxima autoridad debe ejer-
cerla quien se muestre más capaz de desempeñarla, no aquel a quien le
corresponda por derecho, sólo puede, según la obra, conducir a una serie
interminable de conflictos. Por eso, cuando los moriscos asesinan a Abén
Humeya y proclaman rey a Abén Abó, el final apunta hacia una repetición
de la tragedia en la figura del nuevo líder.
Frente a la resignación egoísta de Muley Carime y el individualismo
paralizante de Abén Abó y Abén Farax, Abén Humeya representa el espíritu
revolucionario, pero fundado en el respeto a la tradición. Cuando el Alfaquí
le nombra rey (o, más bien, cuando recuerda a todos que sólo él puede ser
el elegido), Abén Humeya se resiste a asumir el puesto, pero finalmente,
conminado a aceptar el mandato divino, dobla la rodilla ante el anacoreta
y se somete a la voluntad suprema (320). Abén Humeya tiene que sufrir las
reconvenciones de su esposa y de su suegro por no pensar suficientemente
en su familia, pero también las de Abén Abó y Abén Farax por retardar
la sublevación y manifestarse excesivamente tibio. Sin embargo, una vez
que jura “regir estos pueblos en paz y justicia, y derramar mi sangre en
su defensa” (320–1), procederá resueltamente y mantendrá el compromiso
hasta el momento de su muerte. Si se compara la figura del personaje con la
del Abén Humeya histórico, no cabe la menor duda de que Martínez de la
Rosa lo idealizó, dotándolo de cualidades que sabemos positivamente que
no poseía.15 Pero al autor no le interesaba reproducir escrupulosamente los
episodios acontecidos a finales del XVI en las Alpujarras, sino utilizarlos de
manera simbólica para explicar el fracaso de la revolución liberal de 1820.
En este sentido, Abén Humeya representa el “justo medio“ defendido por
el autor. Por ello sufre la incomprensión de los extremistas, tanto del lado
conservador como del revolucionario, y sucumbe finalmente a las intrigas
de su propio bando. Al igual que Pablo Mendíbil, en sus artículos sobre
los árabes peninsulares, lo que propone aquí Martínez de la Rosa es que el
fanatismo de la España tradicional no debe combatirse con el extremismo
revolucionario, sino con la moderación y la prudencia.16 Sólo así saldrá el
país del trágico círculo de intolerancia a que parece condenado.
El empleo por parte de los liberales de la época fernandina de la figura
de los árabes medievales para simbolizar la trágica disyuntiva que se vieron
en la necesidad de confrontar (la necesidad de elegir entre vivir en su tierra
o vivir de acuerdo a sus creencias), implica una voluntad de rescribir la
historia de España y, en último término, de cambiar los fundamentos de
12 4 Jesús Torrecilla

su identidad. Frente a la tradicional intransigencia que ha caracterizado


a la nación desde sus comienzos, proponen una alternativa basada en la
integración y el diálogo, en la tolerancia y el respeto a los demás. Frente a
la España de los vencedores, la España de los vencidos. Pero no en cuanto
vencidos, sino como representantes de una posibilidad frustrada de cons-
truir un país más libre y plural. Frente a la nación que se formó históri-
camente, germen de la que a ellos les ha tocado vivir, débil y autoritaria,
fanática y cerril, reivindican la nación que en su opinión debería haber
sido, abierta, constructiva y pujante. Pero esta actitud implica también un
riesgo: a la idealización de Pelayo y los Reyes Católicos, de Carlos V, Cortés
y el Cardenal Cisneros, responden idealizando a los moros y los judíos, a
los comuneros, los indios y los españoles no castellanos. Confrontados con
una España que no les gusta, reaccionan inventando una España ficticia.
Es una postura visceral y comprensible, de la que no están exentos Pablo
Mendíbil y Martínez de la Rosa, por más que recomienden la moderación
como única salida. Un extremismo provoca otro, una exaltación, la exal-
tación de lo opuesto. El peligro que esta polarización implica ha quedado
ampliamente demostrado en la historia de los dos últimos siglos. Es un
peligro que tal vez no esté hoy del todo conjurado.

Notas
1 Las identidades nacionales hace tiempo que dejaron de asociarse con el ámbito de las esencias.
Julio Caro Baroja considera que los que hablan del carácter nacional de un pueblo incurren en
una actividad mítica y subjetiva: “El mito es favorable o desfavorable, según quien lo elabora o
lo utiliza, y puede degenerar en verdadera manía. No es verdad ni mentira. Es reflejo de una
posición pasional frente a condiciones consideradas buenas o malas, para el que lo utiliza” (72).
2 En su ensayo “Cara y cruz del moro en nuestra literatura” afirma Goytisolo que en el siglo XVI,
mientras “por un lado, se agudiza la intransigencia y repulsa de los cristianos hacia esos compa-
triotas distintos e inasimilables se produce, por otro, un fenómeno compensatorio que los
sociólogos conocen muy bien: la exaltación mítica, en un plano exclusivamente literario, del
enemigo juzgado, conforme a la experiencia social ordinaria, atrasado e inferior, como ese ‘buen
salvaje’ indioamericano investido de todas las virtudes por los escritores ilustrados y románticos
en el preciso momento en que la superioridad técnica y cultural del invasor europeo le aboca a
un inexorable proceso de ruina y desaparición” (14–5).
3 El tratamiento de asuntos árabes y orientales en el romanticismo españoles es para Ángel del
Río un claro ejemplo de lo que Díaz Plaja denomina “el viaje de ida y vuelta” de ciertos temas
tradicionales: “no proceden directamente de una ininterrumpida tradición española sino que
vienen, transformadas su naturaleza y sus implicaciones, de Francia e Inglaterra” (227). Pero es
importante señalar que también en España, al readaptarse, experimentan un cambio significativo.
Sebold tiene razón cuando afirma que el tema exótico ocupó un lugar importante en las letras
románticas españolas (97), pero el arabismo español posee un carácter específico y se integra en
una problemática distinta de la de otros países europeos.
4 El cambio de actitud frente a los árabes que se produce en círculos minoritarios europeos a
principios del XVIII ha sido analizado por autores como Gustave Dugat Edward Said y Frances
Mannsaker.
5 Manzanares de Cirre observa que, “mientras en otros países de Europa este orientalismo román-
tico tuvo mucho de abstracción estética y producto de escuela, en España sirvió para señalar y
denominar realidades que se imponían por su propia evidencia en la Letras, en las Artes, en la
Topografía, en la vida misma” (201–2).
Moriscos y liberales 125

6 Muy diferente es la identificación de ciertos románticos europeos y americanos con los moros
granadinos. Washington Irving “turned Granada into a symbol of lost childhood innocence, a met-
aphor for paradise lost [. . . so that one can rightly claim that Washington Irving wrote romantic
variations on the ancient topos ubi sunt by blending literary sources with personal memories of his
own happy stay in the Alhambra. This observation is corroborated by the author’s identification
with Boabdil upon his own farewell to Granada” (Hoffsmeister 118). Por el contrario, la identi-
ficación de Mendíbil y otros autores españoles con los moros medievales no es individual, sino
colectiva: se identifican con ellos en cuanto creadores de una gran civilización que sus enemigos
se empeñaron en destruir, orientando así la historia española hacia el fanatismo y la ignorancia.
7 Mendíbil critica el fanatismo de los cristianos, que prohíben a los moros usar su lengua y costum-
bres, pero se manifiesta más comprensivo cuando comenta una medida similar adoptada por los
musulmanes: “Ya desde fines del siglo 8, el califa Hixem, uno de los Omeyas de Cordoba prohibe
a los cristianos el uso de su lengua, y les manda usar la arábiga. Sin duda que la política suave
que distinguió a casi todos los príncipes de aquella dinastía, no hubiera adoptado esta medida,
que parece tan violenta a primera vista, si los súbditos a quienes se imponía no estuviesen en
disposición de cumplirla sin grande dificultad” (Ocios III, 297).
8 Nos encontramos frente a un claro intento de establecer una nueva tradición nacional. Según Eric
Hobsbawm, las tradiciones inventadas “are responses to novel situations which take the form of
reference to old situations” (2).
9 En el número 5, de Agosto de 1824, dedica una entrada a Muhamad Rabadan, lamentando que de
“este escritor aragonés no han dado la menor noticia nuestros bibliógrafos” (11). Dos números
después, en la misma sección, habla del libro Sapher Cosri, “escrito en arábigo por el judío español
R. Jehuda Levita en honor del rey llamado Cosar hacia el año 1140 […] El autor era natural de
Córdoba; se llamaba R. Jehudah Levi Ben Saul, y vivía aún en 1140. Compuso en árabe, como
hicieron en España muchos judíos” (252).
10 Según Vicente Lloréns, el libro de Mora refleja una acusada tendencia de la época: “Desde Blanco
hasta Florán, los críticos literarios de la emigración, con la excepción quizá única de Galiano,
se complacen en destacar el carácter oriental de la literatura española. Conde y el exotismo
prerromántico debieron contribuir no poco al incremento de la corriente arabista, que ya era
visible desde principios del siglo, y que, por lo demás, no se limitaba a lo literario” (186).
11 La traducción al español se debió hacer poco después, ya que, como recuerda Mansour, se
incluyó en el Tomo IV de sus Obras Completas, publicado en París en 1830 (215).
12 El teatro francés había contemplado la aparición de varias obras de tema similar en las décadas ante-
riores. Léon-François Hoffman indica que la España mora “fut souvent transposée sur la scène avec
succès sinon avec bonheur. Citon, en particulier, Les Maures d’Espagne ou Le Pouvoir et l’enfance, éctrit
en 1804 par Guilbert de Pixérecourt. En 1812, Mme Barthélémy-Hadot donne L’Amazone de Grenade
et, l’année suivante, Étienne de Jouy fait jouer Les Abencérages ou L’Étandard de Grenade” (41). Pero el
tratamiento del tema en Francia obedece a otros intereses y se integra en otro sistema de valores.
13 El comunicado que el jefe político de Toledo envío al ayuntamiento de la ciudad disponía que se
demolieran los monumentos que ofendían la memoria de Juan Padilla y que, en su lugar, se colo-
cara “una nueva lápida con la inscripción siguiente: A la buena memoria de Juan de Padilla, regidor
perpetuo de Toledo en el siglo XVI., defensor de la libertad española, recuperada en 1820. D.E.M. Sus
conciudadanos” (Crónica 3).
14 Paul Ilie utiliza el término “exilio interior” para caracterizar el estado de los que se sienten ex-
cluidos de la comunidad a que pertenecen. Según el crítico americano, “exile is a state of mind
whose emotions and values respond to separation and severance as conditions in themselves. To
live apart is to adhere to values that do not partake in the prevailing values; he who perceives this
moral difference and who responds to it emotionally lives in exile” (2).
15 Carrasco Urgoiti afirma que en “lo que más se desvió Martínez de la Rosa de la historia fue en el
carácter de su héroe, a quien evidentemente idealizó. En el drama, Abén Humeya aparece como
hombre maduro y excelente padre de familia, atribuyéndose la catástrofe final a la envidia de sus
enemigos y a su dilación en castigar los tratos de su padre político con los castellanos” (327).
16 Al igual que la mayoría de sus contemporáneos, algunos críticos actuales reprueban la actitud
moderada de Martínez de la Rosa. Ribao Pereira, tras observar que el dramaturgo comparte con
Abén Humeya “el ideario conservador, el lema del justo medio que le caracterizará tanto en su vida
literaria como en la política” (380), considera que la sublevación de los moriscos pierde legitimidad
porque no ha sido “un movimiento libertario, sino sustitutorio de una tiranía (la de los cristianos
12 6 Jesús Torrecilla

viejos) por otra (la de Abén Humeya). Otro tanto ocurre con la todavía latente conjura de Farax
y Abó” (388). Evidentemente, la evaluación del comportamiento de un personaje depende de las
ideas que tenga el crítico. No obstante, es dudoso que los tres personajes puedan equipararse, ya
que, como señalo en mi argumentación, la obra diferencia muy bien el sentido de cada uno de ellos.

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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 127–145

“¡Viva el salvagismo!:” The Representation


of Amerindians in Argentine Satirical
Newspapers during the Years of National
Organization (1852–1880)
Miguel Fernández1, Middlebury College

I. Introduction
The fall of the Juan Manuel de Rosas dictatorship in 1852 ended years of
journalistic censorship and saw a surge in the number of newspapers and
magazines being published in Argentina. The greater circulation of the
press in these years was primarily due to the factious political fights that
emerged during the power vacuum. Those newspapers that had success
soon operated on a wider and more independent terrain than what had
been established by the political infighting. One genre that proliferated at
this time was satirical newspapers. Most of these were four pages, of which
the middle two were editorial illustrations. These papers often sided with
a political party and caricaturized political characters or satirized pub-
licly significant events. The life of these weeklies was often ephemeral (in
many cases only one issue), but some of the more successful ones had long
lives; Enrique Stein’s El Mosquito, for example, lasted from 1863 to 1893.
Among the many wonderful titles are El Arlequín (1877), El Bicho Colorado
(1876), La Cencerrada (1855), El Fraile Satírico (1876), La Matraca (1878),
El Petróleo (1875) and El Látigo (1884). These satirical newspapers were
particularly concerned with pointing the hypocrisy of public figures and
government policies and to expose the vices and follies of contemporary
society. As with many forms of satire, the most common method of target-
ing the hypocrisy, vice and folly of the era was through irony, where the
reader is expected to be alert to the conflict between the literal and the ac-
tual meanings of what is being said (Ogborn 16). This is also true for visual
texts. Because the writer or illustrator takes his subjects from the world
around him, an intimate connection is created between content and con-
text. Knowing the social and political circumstances of when the satirical
text was produced can serve as a key to unlock the text in a number of ways
and deepen our understanding of the culture of the time.

127
12 8 Miguel Fer nández

One image that can be found consistently in Argentine satirical news-


papers during the years of national organization is that of Amerindians.
During the nineteenth century the image of the Amerindian in Argentina
was being constructed as the quintessential Other, even more so than that
of the gaucho. The indigenous peoples had no place in the criollos’ vision
of Argentina, and hence they were the source of contradictory myths and
the object of the White, colonialist gaze. Their representation fluctuated
to meet the needs of the dominant culture and to justify its treatment of
the native. There were some efforts to “civilize” the indigenous popula-
tions—predominantly in the missionary work carried out by the Jesuits
and later the Franciscans—and immediately after independence the
United Provinces of the Río de la Plata proclaimed that indigenous peoples
were citizens with full rights. In support of these ideas the Amerindian
was at times represented as a “noble savage” capable of being humanized
by the new Argentine nation. However, these visions were aimed especially
at highlands groups and the Guaraní of Misiones, whereas the militar-
ily autonomous frontier groups of the Chaco, the Pampas, and Patagonia
(e.g. Ranqueles, Mapuches, Tehuelches) were seen as barbarians located
beyond the criollo sphere of influence (Gordillo 9). Consequently, most
of the programs put into place were really aimed at dislocation and ex-
termination. Argentine satirical newspapers played with these ideas of the
indigenous peoples, using them for their own purposes, usually to criti-
cize their own political opposition or to mock public figures. This article
will show how Argentine satirical newspapers from the second half of the
nineteenth century appropriated all forms of language and pictorial repre-
sentations of the Amerindian and reformulated them for use as attacks and
criticism on society, political opposition, and government policies towards
the native peoples. In the end, these texts and images contributed to the
Amerindians’ lack of place in the new Argentine nation. Furthermore, a
look at how Amerindians were represented in satirical newspapers both in
cartoons and in narrative can help us better understand more canonical
texts that address them, such as those of José Hernández (Martín Fierro,
1872 and 1879) and Lucio V. Mansilla (Una excursion a los indios ranqueles,
1870). The question of the representation of the Amerindian in Argentina
is of particular interest because the gaucho and Indian “problems” were the
two controversial nuclei around which the Argentine Oligarchic Republic
was constructed. In other words, they were fundamental, mainly in their
marginalization, to the construction of the nation.
An example of the type of satirical writing that would later dialogue
with canonical writings can be found in an article in the Argentine news-
paper La Cencerrada, where Amerindian topics are used to address con-
temporary issues. In the sixth issue of this satirical newspaper (18 May 1855)
there is a phony letter to the editor titled “Carta del Cacique Calfucurá a
“¡Viva el salvagismo!” 129

La Cencerrada”.2 As an introduction, the publisher of the newspaper states


that the letter was supposedly written by Chief Calfucurá with the help of a
captive white prisoner, and that although it is probably apocryphal it war-
rants publication for curiosity’s sake. It bears noting that Juan Calfucurá
was an Araucanian chief who formed a confederation of Mapuches (formed
of Mapuche, Pehuelche, Pampa, Ranquel, and Tehuelche tribes) and made
treaties with Rosas that called for annuity payments to the Indians in ex-
change for peace (Jones 37). He was the most dominant Amerindian figure
from the middle of the century until 1873. The parody involved in this let-
ter stems from the fact that Calfucurá had published letters to the govern-
ment in the non-satirical press. In the text of La Cencerrada, the fictional
Calfucurá begins by commenting that he has heard that an editor was
planning on coming “here” to start up a newspaper, which the prisoner
scribe has informed him is “un cuadradito de papel lleno de manchitas
negras que trastorna, a veces, la cabeza del que lo mira.” While the caci-
que advises that the editor not visit, he reports that the newsman would be
well received if he were to choose to abandon the project and live among
them. The timing might not be so good, however, because “una horda de
bárbaros que se dicen civilizados marcha contra nosotros. Pretenden ar-
rancarnos el premio de nuestras victorias y exterminar hasta el último de
entre nosotros. Loca esperanza!” These sentences are filled with irony be-
cause they use the terminology generally applied to the native peoples in
newspaper articles, government communiqués, and Creole essays.
The fictional Calfucurá asks what they could possibly want from the na-
tives and then answers his own question. He states that one of his prisoners
informed him that the Creoles say that the natives invaded their territory,
to which the chief responds that he will prove that it belonged to his people
all along as they were sole and true legitimate owners of the land. 3 When
asked by the prisoner what right his people have to take cattle and sack
property, Calfucurá gives a response that mocks the Social Darwinist theo-
ries of the time: “Con el derecho del más fuerte! derecho incontestable y
que en todo tiempo ha prevalecido sobre el buen derecho, sobre el derecho
de gentes y sobre un sin número de derechitos de moderna invención crea-
dos por gentes que sin duda nada mejor tenían que hacer.”
The letter moves on to describe the absurd customs of those who want
to “civilize” Calfucurá and his people. In a style reminiscent of the Spanish
Baroque satirist Francisco de Quevedo, the ridiculous dressing and so-
cial customs of “civilized” society are satirized. Among the strange and
uncomfortable dressing customs they tend to:
apresarse los pies dentro de unas maquinistas que se llaman Botas, las pier-
nas en fundas que se llaman Calzones, el busto y los brazos en unas estrañas
máquinas que tienen una cola por detrás que llaman Fraque, envolverse
en el pescuezo en un pedazo de género que los ahorca y colocarse sobre la
130 Miguel Fer nández

cabeza una especie de caño ó de olla que yo no sé porque llaman Sombrero,


sin contar otra multitud de estorbos tales como unas bolsitas de cuero en
que aprisionan los dedos &a. &a.
The Amerindian chieftain reiterates that most of his information comes
from his prisoner who also tells him that all of these absurd objects of the
people of the city attract a pack of ferocious animals called cobblers, tai-
lors, milliners, shopkeepers, and so on. The wretched individual who wears
these objects, in whose folds and pockets hide small domestic animals, can
only escape the rabid beasts by throwing them pieces of paper from time
to time to quell their canine hunger. Calfucurá asks if they would not be
better off running around naked and avoiding these savages, as well as the
calluses caused by squeezing into their footwear.
The article then shifts its irony to the behavior of women. In the caci-
que’s estimation their six or seven layers of clothing could dress a dozen. All
of the women’s form disappears as they do everything they can to destroy
nature’s work and reduce their size monstrously with corsets and exceed-
ingly tight fittings. The city folk criticize the native “savages” for painting
their bodies and faces, but it seems that women do the same with white and
pink, making it impossible to know if the woman beneath it all is pretty or
ugly, if she has attractive legs or not. With us, Calfucurá states, you know
what you get at first sight.
The apocryphal Chief Calfucurá ends his letter questioning a society
where the women command despotically, yet never do any work with their
hands. It seems men from the city have to work to provide the women with
jewels and all other decorations, and still have to tolerate “sus caprichos y
sus humoradas.” Among his people, Calfucurá argues that life is better;
men hunt and make war, while women work. This is preferred by both.
“—Aquí nada nos falta jamás, porque, ya lo has visto, no necesitamos más
que alargar la mano para apoderarnos de los ganados de nuestros vecinos.”
The chief suggests that La Cencerrada’s readers should think about coming
to his territory; far from having lived, they have done little more than to
vegetate. With a final note of irony, Calfucurá closes with the salutation:
“¡Adiós y viva el Salvagismo!”
This is the type of article that appeared regularly in a plethora of sa-
tirical newspapers that proliferated during the years of national organi-
zation in Argentina from 1852 to 1880. As we can see, the Amerindian in
some cases was used as an excuse or a comic figure to entertain readers
with a criticism of current styles or society’s vanities. These journals rep-
resented the native population in a satirical fashion in order to criticize or
mock their opposition or to comment on the latest folly of the times. What
follows is a discussion on three uses of the image of the Amerindian that
emerges in the satirical newspapers of the years of national organization.
“¡Viva el salvagismo!” 131

There are numerous examples where the Amerindian is used to criticize


society, contemporary politics, and the government’s policies towards the
indigenous population.

II. Social Criticism


These satirical newspapers had a tradition of questioning and challeng-
ing contemporary societal customs and fads, as shown in the piece above.
Perhaps the most interesting paragraph in this apocryphal letter is where
Calfucurá uses the terminology that the government and the press used to
describe the indigenous peoples in order to describe the “civilized” raid
on Indian territory. The period following the fall of Rosas saw a change
in frontier politics, moving away from a system of tributes in exchange
for peace, and a resulting period of increased conflict along the frontiers
(Mandrini, “Fronteras” 31). Calfucurá speaks of “hordes of barbarians
marching upon us;” “tearing away the prize of our victories and extermi-
nating every last one of us.” Calfucurá promises to fight the throngs back
and is convinced of his legitimacy and right because of the concept of “sur-
vival of the fittest.”
Another point of interest is the focus on clothing. In the nineteenth cen-
tury, costumbrista and picturesque representations of the Pampas Indians
placed emphasis on clothing and decorations, while in images of raids,
confrontations or simple
horse rides at full gallop, nu-
dity is the recurring element
(Penhos 266). There is a cor-
relation between clothing
and civilization that places
the Amerindian closer to the
white man. For this reason
in static or peaceful poses,
Amerindians are seen in
clothing whereas in violent
or dynamic action the body
is vigorously exhibited in
the nude.
An illustration in the same
paper, La Cencerrada, uses an
image of Calfucurá to attack
another segment of society
(Figure 1). Here we see the
chief, identified by his head-
band, in the foreground of Figur e 1 : Calfucurá. La Cencerrada 14 (1855).
132 Miguel Fer nández

the frontier fort at Azul. Calfucurá is “tied” by a peace treaty that receives
an annuity. On the right is a bank with the sign “Robo Autorizado.”
The caption states “Calfucurá, Patron de los Co-roedores de la Bolsa.”
In typical satirical fashion, there is a play on words: Corredores becomes
Co-roedores, emphasizing the rodent or ratlike behavior of brokers who
took advantage of Calfucurá’s annuities and raids to “legally rob” and
speculate with paper money over the value of gold. This is one of many ex-
amples where the Amerindian image is used for attraction or shock value
to lead into a discussion of themes unrelated to the indigenous people.
A front-page article in Antón Perulero entitled “Las fronteras” similarly
begins with a description of the Amerindians and the problems of the fron-
tier only to address a separate issue. In this case the article begins with a
mention of the Adolfo Alsina’s peace treaty and quickly turns to a criticism
of the role of suppliers and bankers.
Terribles son las consecuencias del tratado que el imponente ministro de
la guerra celebró no há mucho tiempo con el indio Catriel. Centenares de
hombres blancos han perecido; centenares de mujeres blancas gimen hoy
en el cautiverio, ó han sido brutalmente asesinadas; centenares de miles de
cabezas de ganado han pasado á poder de los salvajes, con la misma facili-
dad con que los ahorros de algunos ciudadanos inocentes pasaron última-
mente a los bolsillos de los supuestos empresarios de un vapor anunciado
para conducir pasajeros á Europa, cuando tal buque no existía. ¡Oh! el
cuadro es verdaderamente desgarrador; pero, por fortuna, ya no habrá que
temer más invasiones. (Antón Perulero. 9, 27 Jan. 1876)
During the administration of Nicolás Avellaneda (1874–1880), the Minister
of War, Adolfo Alsina (we will see him caricaturized later) proposed con-
quering the desert once and for all. Through fortified settlements along the
frontier, his desire was to populate the desert without having to do battle
with the native population. The concept was to slowly force the Amerindians
to retire south of the Río Negro or for them to search for peace and “turn
to civilization” (Gibelli 349). General Julio Roca opposed a defensive and
partial stance and argued the need to annihilate the indigenous population
and throw them beyond the Río Negro. Roca felt that a slow advance on
Indian territory would produce a violent and unnecessary reaction by the
natives. Alsina countered that there was no time for Roca’s type of major
expedition; Buenos Aires was in a financial crisis (in the last three months
of 1875 there had been numerous bankruptcies amounting to £10 million)
and they were in desperate need of additional land in order to create more
cattle exports and end the deficit (Gibelli 349–50). After Alsina’s plan was
put to work, the Mapuche chiefs Namuncurá and Catriel reacted imme-
diately and led seven invasions across the new double frontier, producing
much criticism of Alsina’s project. Negotiations were carried out with the
Amerindian chiefs and plans for the removal of troops were agreed to in a
“¡Viva el salvagismo!” 133

treaty, but these were never adhered to because in November 1877, Alsina
organized a surprise attack against Catriel’s camp. This was the minister’s
last action, as he would die the following month (Gibelli 355–56).
One can see from the opening paragraph of the Antón Perulero article
how the subject of Indian raids is soon turned to a business scam. The ar-
ticle later addresses the role of banks and how suppliers to the frontier hold
the provincial government at ransom. Here, the image of the “thieving
Indians” sets the stage for the uncivil actions of some of the members of the
supposed civilized society.
The Amerindian image is often used to comment on the concept of “civ-
ilization.” Issue number 38 of Antón Perulero (17 Aug. 1876) has an illustra-
tion with four panels. The first scene is titled “En un Cuartel de Buenos
Aires.” There is a man being stretched by ropes tied to each hand and foot
and then threaded through four rings high on each wall. At each extrem-
ity a policeman tugs on his rope so that the prisoner is pulled flat against
the ceiling. The caption reads: “Así castiga la civilización a los desertores.”
The second scene, titled “En la Policía,” shows three policemen with swords
raised about to hit a woman. Two other policemen relax in the background
smoking and drinking maté. The caption reads: “Así impone la civilización
silencio a las mujeres.” “En Mendoza” is the title of the third scene where
two prisoners are hanging upside down, bare-chested, with their hands tied.
There is a man in position to beat them with a bat, while a gentleman in top
hat, tails and walking stick stands in the entrance pointing at the prisoners.
The caption reads: “Así cuentan los gobernadores de la civilización impedir
que haya conspiradores.” The three scenes are representative of stories that
were circulating in the press during the week of publication. In the final
panel, with the title “En la frontera,” two Indians are riding off with a cap-
tive woman. There is a burning ranch in the background with two dead
men lying on the ground. In great satirical fashion, the artist focuses atten-
tion on the uncivilized actions occurring in society and adds the following
caption to the Indian picture: “Mientras la gente civilizada resucita los pro-
cedimientos de la inquisición, los salvajes hacen su negocio.”
In all of the cartoons and articles that in some way criticize European civ-
ilization and society in Argentina, the image of the Amerindian is a foregone
conclusion: they are savage and the representation of barbarism. The author
of Facundo: civilización y barbarie (1845), Domingo F. Sarmiento, made very
clear distinctions between the Europeans and the aboriginal Americans. In
a commentary on a play by the Chilean José Victorino Lastarria, Sarmiento
praised the Spanish conquest and extermination of the Indians, explaining
that these actions resulted in America being occupied by a more superior
race (“La raza caucásica, la más perfecta, la más intelijente, la más bella i la
más progresiva de las que pueblan la tierra”), than if it had been abandoned
to the savages, incapable of progress (in Garrels 99).
134 Miguel Fer nández

In actual fact, many of the indigenous people adapted to Creole life-


styles and picked up some of the trappings of civilization, as envisioned by
Sarmiento. While building his empire, Juan Calfucurá, for example, con-
ducted diplomatic overtures with a variety of provincial caudillos. He sent
ambassadors to meet with leaders, established an embassy in Buenos Aires,
his official correspondence carried a diplomatic seal bearing an insignia
depicting the sacred circle of colihue, and he encouraged the education of
his dependants and sent his son Namuncurá to mission schools in Chile
to learn to read and write (Jones 38). Nonetheless, the demonizing of the
Amerindian in the press in the nineteenth century exacerbated a hatred of
the Other and instigated a nationalist desire for the extermination of the
native population.

III. Political Commentary


The satirical newspapers’ favorite subjects were politicians, much as they
continue to be for editorial cartoonists and even stand up comedians. One
of the favorite figures was Adolfo Alsina, opposition party member, vice
president, and minister of war. He was a large man with a huge nose and
had a reputation of wearing an enormous hat. “Ya no cabe duda nínguna, /
de que tenéis una cábeza / Tan grande como una alquítara” (Antón Perulero
7, 13 Jan. 1876).
Alsina’s frontier policy was constantly being criticized in the satiri-
cal papers. Alsina had the idea of creating two defensive frontier lines, the
outermost with a string of forts connected by a continuous ditch. The sec-
ond frontier would be twenty to thirty leagues inland with larger military
contingencies. In both narrative and illustrations he was accused of getting
lost in the desert, inflating the figures of captured natives, and drawing up
worthless treaties. Typical of this is an illustration in Antón Perulero, 19 (6
Apr. 1876), where semi-naked Amerindians gallop away from three corpses
and a burning house, carrying off a white captive woman. The caption
reads: “Mientras Alsina invade el desierto, los indios invaden nuestro ter-
ritorio. Es un cambio de posiciones” In the same issue, there is a drawing of
Alsina alone in the desert, with teepees in the distance and buzzards flying
overhead. The Minister of War is asking himself where the Indians are.
In contrast to the opposition papers, such as Antón Perulero, that sup-
ported former president Bartolomé Mitre (1862–1868) by criticizing Alsina’s
Indian policies and programs, the newspapers partisan to Alsina used the
Amerindian image to attack Mitre’s character and accuse him of a barbaric
nature. An interesting representation of the Amerindian is found in an il-
lustration in El Mosquito 690 (26 Mar. 1876) (Figure 2). On the ground
lies the prone body of a woman representing the Motherland. Over her
is a muscular Alsina wrestling with a hybrid creature, half-jaguar, half-
“¡Viva el salvagismo!” 135

Figur e 2 : Adolfo Alsina. El Mosquito 690 (1876)

Amerindian. At first sight one might think that Adolfo Alsina is protecting
the nation from the barbaric Indian threat. But upon closer inspection we
see that there is much more to this drawing. The headband of the native
reads “Viva Mitre” and Alsina’s right hand holds a dagger labeled “Castigo.”
In the background there are two buildings. The building on the left is la-
beled “Almacén del Despecho” and on its roof are Mitre and a number of
the editors of his supportive newspapers, including Juan Villergas of Antón
Perulero and Enrique Romero Giménez of El Fraile. On top of the building
on the right that is named “Almacén del Bombo” are Alsina”s supporting
editors from El Mosquito, La Tribuna, El Nacional, and La República. The
caption of the illustration reads: “De este lado silvan y del otro aplaudan
[sic]. No importa, Adolfo es hombre de … energía y ha de volver aquí con
la última cola de vaca o caballo.”
There was a battle raging in the newspapers between the Alsina /
Avellaneda camp and the Mitre opposition. Issues concerning the native
populations and the frontier played a significant role in the opposition’s
criticism, while the representation of the Amerindian was used to depict
the uncivil nature and behavior of the Mitre camp. Allusion is made in
this illustration to the failed Mitre revolution of 1874. At the completion of
president Sarmiento’s term in 1874, Mitre hoped to regain the presidency
but Nicolás Avellaneda won the elections. Mitre cried fraud and a month
later organized a militia and tried to overthrow the government (Lettieri
151–52). The attempted coup was quickly defeated by government troops
and the former president was court-martialed, only to be pardoned by
Avellaneda soon afterwards (Shumway 279). The Amerindian/jaguar in
136 Miguel Fer nández

the illustration is representative of the Mitre revolution, and this identifi-


cation defines Mitre and his supporters as savages and a danger to civiliza-
tion. This identification is carried out in many other illustrations of the
time, often associating Mitre and the Indian menace as two of the greatest
challenges to the current government. An earlier illustration in El Mosquito
(672, 21 Nov. 1875) shows Lady Liberty (representing the country) being at-
tacked by four plagues: a giant locust, Mitre with a bat labeled “oposición”,
an Amerindian pointing a spear at her, and an anarchist with a bomb. In
the cover illustration of the first issue of El Bicho Colorado (1 Feb. 1876)
there is a foot with several welts identified as “los bichos colorados de la
República Argentina”: the welts being facial images of Mitre, Alsina,
Sarmiento, Avellaneda, and a number of anonymous Amerindians.
With the unexpected death of Alsina in December of 1877, Julio
Argentino Roca became a recurrent subject in satirical cartoons and nar-
ratives as he came to the forefront of the news with his military campaign
against the Indians, the so-called Conquest of the Desert and then his can-
didacy for president. In an illustration in El Mosquito (863, 20 Jul. 1879), he
is seated at the head of a semi-circular table lifting a cup for a toast. Ten
figures flank him. There are large cakes on the tables denoting the numer-
ous positions Roca had held at one time or another and identifying his
support from the interior provinces of the north, the littoral, and Cuyo,
as well as the army’s support. The two largest cakes are labeled on their
bases: Patriotismo and Popularidad. In the background, seated in a balcony
are three of the candidates for the 1880 election, Saturnino Laspiur, Carlos
Tejedor, and Sarmiento, all seen in profile and all dressed as caciques, with
ponchos, a big medallion around their neck, and a headband with feath-
ers. All three have a sour look on their face. The caption of the drawing
describes the following:
EN EL BANQUETE OFRECIDO AL GENERAL ROCA POR SUS AMIGOS
PERSONALES EN EL POLITEAMAROCA—Señores, hemos concluido
con los indios de la Pampa. Pero todavía nos queda vencer a otros. Si bien
hemos sometido a los indios salvajes ahora nos falta vencer a los civiliza-
dos. Señores, yo brindo para que la segunda campaña sea tan feliz como lo
ha sido la primera.

Here the opposition is again seen as savages. Note that this emphasizes
the view that dressed Indians were seen as more civilized. It is particu-
larly curious that Sarmiento, author of Facundo: Civilización y barbarie has
the most feathers in his headband. The connection between clothing and
civilization is reemphasized in another illustration from El Mosquito (831,
8 Dec. 1878), where Roca is seen leading prisoners towards the government
building (Figure 3). The caption talks about the presidential candidate
marching triumphantly with prisoners caught, but insinuates that others
“¡Viva el salvagismo!” 137

Figur e 3 : Julio A. Roca. El Mosquito 831 (1878)


captured them. What is of interest is how the captured indigenous people
are dressed with ponchos and chiripás and seem docile with their smiling
faces. The suggestion is that their capture has pacified them and made
them more susceptible to being civilized.
Roca’s candidacy is again the subject of an illustration (El Mosquito 850,
20 Apr. 1879), where the other candidates for the 1880 presidential election
(Mitre, Sarmiento, Tejedor, Guillermo Rawson, and Laspiur) are rummag-
ing through the grass. The Motherland figure, holding the Argentine coat
of arms, is pointing down the hill, with Roca next to her gesturing in the
same direction towards the Río Negro in the distance. One of the candi-
dates asks where the presidential staff is. Another one answers that it is at
the Río Negro and Roca has gone to get it. The insinuation is that Roca’s
Campaign of the Desert had secured him the presidential nomination.
This issue appeared the week after the Campaign was concluded. While
Amerindians do not appear in this illustration, their representation is very
much present as a defeated and conquered entity. Their non-appearance is
telling—there is no place for them in the emerging nation. This illustration
silently supports a policy of elimination of the Amerindian.

IV. Amerindians and Government Policies


There are numerous articles and illustrations that deal directly with the
government policies and actions towards the indigenous population. A sa-
tirical article describes a scene on the frontier between a crafty chieftain
138 Miguel Fer nández

and a credulous army commander (El Mosquito 760, 5 Aug. 1877). Chief
Can Grande claims he is very sick and offers to surrender to the comman-
dant of a frontier fort. Can Grande says that he is tired of the life of an
Indian and wants to live like a Christian. The commandant is skeptical;
he thinks the natives are just hungry. In the end, the soldier offers the na-
tives military rations and is determined to keep an eye on them. Proud of
his handling of this situation, the commandant is cynical about the pitiful
and sick Amerindians who are really no threat at all. He mulls over the idea
that just a few more coups like this one and he’ll be a general. Meanwhile,
Can Grande plots with his tribe. They will eat military rations and stay
protected through the winter. When summer comes, they will invade and
slaughter the Christians.
The article is a harsh criticism of the government’s gullibility regarding
the supposed pacific nature of the Amerindians and their constant double-
crossings and maneuvering. It is critical of the self-interests of the military
leaders in the fort outposts and seems to demand more severe actions to-
wards the natives. Most importantly, the emphasis on the Amerindians’
untrustworthiness and tendency to double-cross the government leads to
the readers’ lack of confidence in the natives and a belief that they are un-
civil. One article compares the behavior of chief Namuncurá to that of the
literary figure Don Juan (El Mosquito 673, 28 Nov. 1875). Namuncurá dupes
the Argentine government the way Don Juan seduces a young woman; she
says nothing wishing to see how far he will go. With further advances, she
says it hurts, but is curious to know how far he will go and when he com-
pletes his seduction she is dishonored and shocked that he could have car-
ried his cynicism so far. The stress placed on the Amerindians’ duplicity
and incivility in these articles subtly condones policies of extermination
and dislocation.
An article in the form of a letter to the editor from a Ranquel Indian
is critical of the hypocrisy in descriptions of Amerindians circulating in
the press (El Mosquito 83, 17 Dec. 1864). When the natives advance their
frontier line, they are depicted as thieving and pillaging savages; when
Christians advance their frontier line, they are seen simply as taking back
what is theirs and they are described as being valiant, courageous conquer-
ors. Amerindians are accused of not working but, states the narrative, there
is unlikely to be an estanciero or one of his children who has lifted a hand
in the fields. What is interesting here is how the author picks apart all of
Sarmiento’s terminology used in reference to the Amerindians.
Another early article satirizes the debate over education versus extermi-
nation (El Mosquito 203, 4 Apr. 1867). The editorial suggests that the gov-
ernment gives the Pampas Indians special invasion privilege and that the
only true fighting against the natives takes place in newspaper editorials.
After an invasion, dozens of editorials are sure to appear about the lack
“¡Viva el salvagismo!” 139

of security on the frontier. In response to sixty years of battles with the


natives the only fighting that occurs is with words. The country must at-
tend to security on the frontier. The first idea proposed is to protect the
frontier, but this seems impossible as it has yet to work. The second idea is
to educate the natives. Get them reading. The problem with this suggestion
is that Sarmiento is not around (he was ambassador to the United States
at the time). The final suggested solution is extermination, and this can
be accomplished by making the natives sit through congressional sessions.
While the gist of this article is pure satire, the end result is passive support
for a government policy of extermination at a crucial policy-making time.
Of interest also were the very harsh criticisms coming from news-
papers that represented the immigrant communities. In the French Le
Révolutionnaire, there were constant criticisms of the government for not
taking decisive measures against the Amerindians and protecting the le-
gitimate citizens—immigrants included. One article asks if it is not time
to take a strong position against the Indians. The article suggests that it is
not enough to just push them back to the frontier, they should continue to
pursue and beat and kill the natives in their villages.
Ces nouvelles ne feront pas affluer les européens au Río de la Plata. Ne
serait-il pas temps que le gouvernement prit des mesures décisives et qu’au
moyen de levées en masses les indiens fussent, non seulement repoussés des
frontières, mais encore poursuivis, traqués et battus dans leurs retranche-
ments? (Révolutionnaire 14, 10 Jan. 1876: 73).
Foreign journalism protected the rights of their own and clearly blamed
the government for the immigrant communities’ insecurity and lack of
confidence in the local administration. While these newspapers were not
satirical in nature, it is clear that their satirical brethren were in dialogue
with the issues that were being discussed.
Finally, we also see the counter argument to support of government pol-
icies: there are many examples of satirical looks at the government’s poli-
cies and mistreatment of the natives. In an illustration from Antón Perulero
(6, 6 Jan. 1876), we see Adolfo Alsina handing chief Catriel a treaty, with a
promise to keep it just like all the others (Figure 4). Again, we must note
the clothing on the Amerindian: Catriel is seated, wearing military boots,
a frock coat and tie, and smoking a cigarette, thus attributing the cacique
civilized virtues of honesty and trust. This depiction of the cacique points
to the satire in the illustration: the Creoles are the ones who cannot be
trusted. This is one of six panels in the illustration. They all have to do with
the treaty Alsina has planned. In another panel, the Minister of War drags
his right foot across the ground and tells the president not to worry about
his troops. He advises leaving them in Buenos Aires and he will draw a line
on the frontier with a treaty. In another, Alsina is in the desert walking by a
ranch. Behind him are Indians raiding the ranch, and taking a captive. The
1 40 Miguel Fer nández

Figure 4: Catriel and Alsina. Antón Perulero 6 (1876)

caption states that as soon as Alsina heads back to Buenos Aires, this is how
the Indians honor the treaty.

V. Reciprocal Influences
Julio Roca and his predecessors managed, as the Argentine critic David
Viñas has pointed out, to create national unity by creating the Indian as the
enemy (145). The natives were the perfect foe; not only could they be blamed
for all of the wrongs and ills of the nascent nation, but they could also be
hated and killed without remorse. Defeat at the hands of the Amerindian,
the savage, the “almost” man, became unbearable and inexcusable. The
natives were seen to have no projects or future plans and thus their human
condition was seen as ephemeral. The fundamental message being emitted
was that there would be no more fratricidal polemics between Unitarians
and Federalists, or between Buenos Aires and the provinces. Amerindians
were created as the “exterior” enemy and taken advantage of as a catalyst
for the national project (Viñas 145).
This brief look at the representation of the Amerindian in Argentine sa-
tirical newspapers of the nineteenth century allows us to track some of the
social energies that circulated very broadly through a culture, flowing back
and forth between the margins and the center, pressing up from below to
affect the elite and down from on high to influence the low. The satiri-
“¡Viva el salvagismo!” 141

cal newspapers under discussion were aimed at a broader readership than


most canonical texts, and the drawings in particular appealed to a cross-
section of Argentine society during the years of national organization.
Caricature developed into an art form and bridged the gap between literate
and illiterate culture, providing a common ground for the ideologies of
both (Morcillo 45). Native actions on the frontier were one of the catalysts
of what journalists wrote and drew which in turn influenced the thinking
of the elite, middle, and popular classes. Calfucura’s salutation “¡Viva el
salvagismo!” is a clever play on the variety of social energies at work. The
salutation in the article discussed from La Cencerrada is reminiscent of
Rosas’s slogan “¡Viva la Federación y Mueran los Salvajes Unitarios!” that
was an obligatory preamble to all correspondence, public documents, and
newsprints (Rock 106). “¡Viva el salvagismo!” refers as well to the compari-
son made between city and native life, while concurrently offering a wink
of acknowledgement at the Amerindians for being the ideal image of the
Other. These curious texts begin to interact in interesting ways with the
more familiar works of the literary canon, creating a circular relationship
of reciprocal influences. A look at the treatment and use of the image of the
Amerindian in satirical newspapers exposes some of the texts with which
José Hernández and Lucio V. Mansilla, for instance, were dialoguing.
The last years of Sarmiento’s presidency saw the publication of two
original literary works: El gaucho Martín Fierro by José Hernández and
Una excursión a los indios ranqueles by Lucio V. Mansilla. Both authors
adopted new and original perspectives with respect to their marginalized
figures. Alberto Lettieri suggests that Hernández and Mansilla humanized
the gauchos and Amerindians, who had been condemned by society to a
certain disappearance (150). Hernández wrote his poem El gaucho Martín
Fierro in 1872 in opposition to the centralizing efforts of the Buenos Aires
liberals, and accused the government of neglecting the countryside and of
exploiting its inhabitants. He called for the abolition of conscription for
service on the frontier against the natives and undertook the defense of the
gaucho against injustices. After the remarkable popularity of the poem,
particularly among working class and rural workers, Hernández produced
a sequel in 1879, La vuelta del gaucho Martín Fierro.4
There is a telling difference in the description of the Amerindians in the
two parts. Part I sees Fierro flee to Indian territory. Fierro and his partner,
Cruz, prefer to go live with natives in the desert rather than stay in the hell
that is home. The hell of the “tolderías” or Indian camps, as depicted in the
press and literature of the time, is the lesser of two evils when compared to
the hell that is the Christian frontier in Martín Fierro. In recent revisionist
historical studies, Monica Quijada has shown that the military deserters
and fugitives were normally well received by the Amerindians when they
went “to the other side” and played key roles in the native culture. The
142 Miguel Fer nández

number of Whites was appreciable as well, in one instance that Quijada


cites nine divisions of Indian warriors of 140 to 400 men apiece included
over fifty renegades or deserters (133–4).
At the end of the first part of Martín Fierro, the protagonist’s expectations
almost idealize the Amerindians; he speaks of them in a fearful tone, but
there is an element of respect—as a fighter and as a mutual social outcast.
Hace trotiadas tremendas
dende el fondo del desierto.
Ansí llega medio muerto
de hambre, de sé y de fatiga,
pero el Indio es una hormiga
que día y noche está despierto.

Sabe manejar las bolas


como naides las maneja;
cuanto el contrario se aleja
manda una bola perdida,
y si lo alcanza, sin vida
es siguro que lo deja (Hernández, El gaucho Martín Fierro, vv. 493–504).

The gaucho has a certain amount of respect for his opponent: an under-
standing of the earth, hard work, the difficult life of the land, as well as brav-
ery, skill, and dexterity. In contrast, the opening pages of La vuelta de Martín
Fierro present a long and extraordinarily negative portrait of the natives.
Y son, ¡por cristo bendito!
lo más desasiaos del mundo;
esos indios vagabundos,
con repunancia me acuerdo,
viven lo mismo que el cerdo
en esos toldos inmundos.

Naides puede imaginar


una miseria mayor;
su pobreza causa horror;
no sabe aquel indio bruto
que la tierra no da fruto
si no la riega el sudor (Hernández, La vuelta de Martín Fierro, vv. 595–606).

In La vuelta, Hernández’s sharp attacks against the Amerindian universe


seem to legitimize the national liberal project. The marginalized, hunted
gaucho protagonist of 1872, seven years later becomes a figure determined
to integrate himself into society. The purpose of this change, according
to Shumway, was to justify the brutal extermination of the Amerindians
currently under progress by General Roca and President Avellaneda. “To
“¡Viva el salvagismo!” 1 43

rationalize genocide, its victims must be viewed as subhuman, bestial, in-


ferior by nature, unopen to improvement. Further, their inability to see
profit in cattle gives them no place in The Big Farm that Argentine liber-
als saw as their national destiny” (Shumway 287). In actual fact, as Raúl
Mandrini has shown in recent studies, the indigenous populations of the
Pampas were involved in an extensive mercantile network with Creole
merchants and a mutual dependence was created for a variety of products
(“Fronteras” 28; “Beyond” 124). Hernández had come to accept the pro-
posed values of the new Argentina and was blinded by a vision of progress
that did not wish to create a place for the Amerindian.
Lucio V. Mansilla was one of the only nineteenth-century writers
to attempt a study and historical understanding of the contemporary
Amerindian. Whereas most Argentines were ambivalent towards the in-
digenous peoples and supported the Indian wars tacitly or overtly along
with the idea of nationalist expansionism into Indian territory, Mansilla
was the exception. His poignant descriptions of Amerindians give faces to
the Other Argentina and still serve to undermine Official History’s view of
Sarmiento as defender of civilization (Shumway 260–61). Excursión is a key
document in the accounts of the encounter between the indigenous popu-
lation and an expanding Buenos Aires society that required pacification of
the Amerindians in order to pursue its goals of economic expansionism.
The colonel is a rare author who gives the Amerindians a voice. In his text,
a series of letters to a friend from the field that were originally published
serially in La Tribuna between 20 May and 7 September 1870, the author
advocated for an open dialogue through a peaceful encounter. His excur-
sion offers interesting insight into the Ranqueles’ views on land and own-
ership, horses and cows, daily activities, worries, desires, and challenges.
Excursión demystifies the Amerindian; as an example, in his portrayal of
Juan Calfucurá he emphasizes the cacique’s diplomatic ability, whereas
most other descriptions accentuate the chief’s authoritarianism and cru-
elty. His interactions with the Ranqueles in the desert lead Mansilla to call
on his government to seek a peace accord with the indigenous peoples. As
David Foster has stated, Una excursión a los indios ranqueles is a probing
and sensitive treatment of the Other (20).
By looking at the representation of Amerindians in contemporary sa-
tirical newspapers, it is evident that Mansilla wrote against the grain of
popular opinion and the predominant reactions to the native populations.
Hernández, meanwhile, tacitly defended, supported, even promoted, the
government’s policies of Amerindian dislocation and extermination with
the sequel to his popular poem. These ideas were concurrently being sup-
ported in the press on many levels and ensured the poem’s success. The
Amerindian was given no place in the new Argentine nation in literary and
journalistic production and was reduced to silence. Mansilla’s work was
144 Miguel Fer nández

similarly silenced—as Viñas suggests, reduced to children’s literature (149).


The gaucho, the other Other, was given a voice after he was tamed and con-
verted into a docile work force. Even though the vanquished tribes after the
Conquest of the Desert were also incorporated into the work force of fron-
tier towns and into the military and police ranks, the hegemonic culture
found it easy and convenient to hide the Amerindians behind the popular
belief that they had disappeared through extermination (Quijada 133).
Similar to their North American cousins, the image of the Argentine
Indian fluctuated, constantly being constructed, destroyed, and then res-
urrected to meet the needs of the dominant culture and to justify its treat-
ment of the native (Goodyear 30). Satirical representation, no matter what
the theme or position, ended up treating the Amerindian as an object on the
verge of extinction and contributed to the native’s lack of place in Argentine
society. In these texts and images the Amerindian is represented as a defeated
body, a remnant of a wild, savage past of the country. Use of the image of the
Amerindian in satirical cartoons and narratives in the end, played an inte-
gral role in contributing to his downfall and his supposed disappearance.

Notes
1 The author wishes to acknowledge that research for this article was supported in part by a grant
from the U.S. Department of Education Fulbright-Hays program. All images are courtesy of the
Biblioteca Nacional Argentina.
2 As the articles in these newspapers almost exclusively appeared on only one page (either the
front or back), no page numbers are given. Articles are cited parenthetically with newspaper title,
issue number, and date. All original spelling and accentuation have been retained.
3 Interestingly, these ideas would reflect the actual words of chief Calfucurá some twenty years later.
In a letter to Domingo Faustino Sarmiento in 1873 he states “vea V. que los indios son dueños de todos
estos campos que ya basta hacer engordar a los extranjeros que estos son los que hacen enriquecer
nuestros campos.” (Calfucurá to Sarmiento, Salinas Grandes, 28 Jan. 1873. In Poggi 491).
4 See Ejuanián for a discussion regarding the wider social base of Hernández’s readers and his
record-breaking sales.

Works Cited
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Penhos, Marta N. “Representación e identidad comunitaria. Calfucurá y Bibolini frente a 25 de Mayo”.
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Viñas, David. Indios, ejército y frontera. Mexico: Siglo XXI, 1982.
The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 147–167

El enemigo “invisible” de la Guerra


de África (1859–60) y el proyecto histórico
del nacionalismo español: Del Castillo,
Alarcón y Landa

Ana Rueda, University of Kentucky


1

War is an act of force to compel our enemy to do our will.


—Carl von Clausewitz, On War

The question of the enemy […] is a discursive question.


—Gil Anidjar, The Jew, The Arab

Con motivo de la Guerra de África (1859-60) 2 la llamada “litera-


tura de las expediciones militares” (Jover Zamora 153) 3 narra el triunfo
militar de España sobre el imperio marroquí para presentar dicha guerra
de modo abrumadoramente afirmativo y restaurar así el proyecto histórico
del nacionalismo español de la baja era isabelina. Este discurso arrastra la
tradición que caracteriza al “moro” como el Otro exótico, salvaje y con-
quistable.4 No obstante, el “enemigo” como marcador discursivo no se so-
lapa exactamente con el Otro ni tampoco con el enemigo empírico o mar-
cial. La enemistad tiene una especificidad discursiva—militar, política y
hasta teológica—en el contexto de la literatura de guerra. ¿Dónde y cómo
se habla del enemigo en la literatura sobre la Guerra de África? Y más im-
portante aún ¿por qué retrocede siempre en términos discursivos? Por un
lado, el enemigo se orientaliza—según la conocida teoría de Said—bien
animalizándose, bien ennobleciéndose para justificar la intervención mili-
tar y la conquista. Por otro, resulta llamativo que el enemigo se inmaterial-
iza, pierde su textura humana, a través de distintas estrategias discursivas,
hasta hacerse invisible. Sostengo que este segundo fenómeno, yuxtapuesto
al primero, mitiga los horrores de la guerra, justificada en términos de
otredad, y hasta cierto punto libera al cronista, y por extensión a los di-
rigentes del pueblo español, de la responsabilidad ética que contraen con
el marroquí a través de la acción armada. Levinas describe el estado de
guerra como el espacio político en el que se suspende la moralidad: “[the

1 47
148 A na Rueda

state of war] divests the eternal institution and obligations of their eter-
nity and rescinds ad interim the unconditional imperatives” (Totality and
Infinity 21). A partir de esta premisa, podemos ver la orientalización y la
invisibilidad del enemigo como estrategias discursivas que se apoyan mu-
tuamente para erigir el proyecto decimonónico de reconstruir el naciona-
lismo español—un proyecto interno que llevó a la guerra contra Marruecos
y cuya violencia, lejos de asentar el control político y el orden civilizado
que España pretendía imponer mediante el triunfo militar, tuvo un efecto
degenerativo—político y ético—para la nación española. 5
Orientalizar al enemigo y hacerlo invisible esconde una falsificación
imperial. Mientras tanto, el discurso oficial insiste en que su propósito
era civilizar a un pueblo degenerado de su ilustre linaje y que ésta no era
una guerra de conquista. 6 Claro que la Guerra de África facilitó el esta-
blecimiento de nuevas formas de poder que eventualmente conducirían
al establecimiento de un Protectorado (colonialismo) que se proponía la
“conquista pacífica” del país. La campaña en Marruecos revela que el na-
cionalismo genuino, que Hobson define como el establecimiento de una
unión política basada en la nacionalidad (3), degeneró en un colonialismo
o imperialismo adulterado y artificial para España. Civilizar, domesticar al
otro, asimilarlo para que no fuera un obstáculo a los intereses nacionales,
era parte de un discurso expansionista, capitalista y político que competía,
a su vez, con otras naciones europeas.
La orientalización del “moro” y la invisibilización del enemigo, además
de mitigar el horror de la guerra y borrar la responsabilidad ética de la ac-
ción militar, “des-historizan” o suspenden las contingencias históricas de
la Guerra de África. Para Alarcón, los soldados españoles son “nuestros sol-
dados de siempre; los héroes de nuestra historia” (30)—historia “muerta”7,
por tanto, que coloca a España fuera del engranaje histórico que otras na-
ciones europeas aprovechan para adquirir poderío. En virtud de ambas
estrategias discursivas, los campos africanos se convierten en una “comu-
nidad imaginada”—para utilizar el término de Benedict Anderson—que
transporta a los cronistas a espacios imaginarios o a tiempos remotos. Son
también comunidades de muertos, de masacres omitidas. Por ello, los ene-
migos son un pueblo de “cadáveres ambulantes” (del Castillo 259) o de
“momias resucitadas” (Landa 155) que siempre rondarán la conciencia del
pueblo español. La representación de los enemigos como espectros se ins-
trumentaliza en un discurso militar que se dirige estratégicamente a miti-
gar el horror de la muerte y a salvaguardar la responsabilidad ética del ejér-
cito español en la Guerra de África. La conjunción de “moro orientalizado”
y de “enemigo invisible” difumina el horror de la guerra desplazándola al
glorioso pasado español y eximiéndola de responsabilidad moral. No sólo
son los cuerpos del enemigo invisibles, sino que la estimación (necesaria-
mente hipotética) de las bajas en los partes militares y en los informes
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 1 49

médicos desvirtúa la destrucción inferida al pueblo marroquí, de tal modo


que el mero acto de contar muertos/heridos resta, o sea, dirime al ejército
de la responsabilidad ética que conlleva la intervención militar (Norris 3).
Según Norris, la relación entre formas poéticas y números de cuerpos heri-
dos o muertos esconde actitudes imperialistas hacia una población que se
ve como indeseable y superflua. Esto convierte el proyecto histórico de es-
cribir una historia del enemigo en una tarea imposible: “there is very little
to authorize or even enable the claim that one could ever write a history
of the enemy” (Anidjar xxiv, véase también Derrida Politics). En el mejor
de los casos, se producirá una historia espectral que siempre amenaza con
volver a presentarse, como de hecho ocurrió (Derrida, Specters)
Mi análisis de la enemistad comparte particularidades de los estudios
orientalistas pero, por estar inscrito en un contexto bélico, se enfoca en la
catástrofe histórica del aniquilamiento masivo. Los cuerpos del bando pro-
pio y los ajenos se abren a extrañas fantasías de identificación con el enemigo
que, a su vez, revelan la dificultad de representar al Otro a través del lenguaje.
Siguiendo el enfoque propuesto por Norris, examino el conflicto marroquí
como problema ético y político a través de representaciones poéticas del ene-
migo en la batalla, limitando mi indagación a peculiaridades literarias de los
textos bajo examen, de los cuales damos un breve anticipo a continuación:
En primer término, tenemos La Historia de la Guerra de África (1859) de
Rafael del Castillo, historiador y novelista de dicho acontecimiento. 8 Este
libro incluye, entre otros documentos históricos, los partes militares de
O’Donnell. Estos constituyen una prosa rigurosamente limpia de elementos
superfluos al dato militar. Su inserción en el discurso de del Castillo, no obs-
tante, se pone al servicio de una epopeya con la que el historiador pretende
recuperar la gloria épica de la Reconquista como proyecto del nacionalismo
español. Del Castillo conceptualiza la Guerra de África como represalia
contra aquéllos que han ofendido a la Patria, reparación de la dignidad y del
honor españoles con la fuerza de las armas y oscuro pretexto para conquistar.
Para ello demoniza al enemigo y, como también veremos, lo hace invisible.
Luego hay las “poéticas extravagancias” de Pedro Antonio Alarcón
como soldado-cronista de la Guerra de África en su conocido Diario de
un testigo de la Guerra de África (1859) que afectan su discurso testimonial
o de reportaje. Su deuda con el orientalismo suspende el anclaje histórico
de dicha guerra hasta convertirla en una guerra eterna, iniciada hace
siglos entre la raza íbera (activa y potente) y la árabe (briosa pero degene-
rada) que se bate en el campo del honor. En cuanto tal, su discurso acusa
el mismo celo por el decoro nacional que del Castillo, y se cimienta en las
mismas estrategias escriturarias: orientalización e invisibilidad. A pesar
de ello, su discurso sobre el enemigo adopta formas más complejas de-
bido a la riqueza de tipos árabes que deja consignada y al arrobamiento—
selectivo—que experimenta el cronista ante algunos de ellos.
150 A na Rueda

Por último, está La campaña de Marruecos. Memorias de un médico mili-


tar (1860) de Nicasio Landa, testigo ocular o cercano a casi todas las accio-
nes de guerra como médico sanitario a cargo de un hospital de coléricos y
después otro de heridos. Landa ofrece un emotivo cuadro de la guerra. Su
mirada ética se posa en los cuerpos de heridos con el celo profesional de
quien no hace distingos entre rangos militares, ni entre moros y cristianos
(140): “la caridad cristiana no reconoce enemigos” (83). Desde sus ojos de
médico, la acción militar más brillante es la que más sangre ahorra (102).
Su dolor ante las víctimas de la guerra lo separa de la aséptica prosa de
los partes del ejército de O’Donnell (por ej., el cómputo de los muertos)
y de las exaltadas odas alarconianas al heroísmo español o a los moros de
romancero que yacen en el campo de batalla en poses estatuarias. Landa
se propone hacer memoria del sufrimiento de los heridos y las muertes sin
gloria de las víctimas oscuras que dejaron la vida en el campo de batalla
(“el fúnebre reverso de las medallas militares” 293), y a este efecto aporta
nombres y señas de los caídos (46). El proyecto se revela imposible, mien-
tras su prosa intenta reconciliar las demandas del cuerpo y las de la patria
mediante la alegoría del soldado herido.
Violencia y civilización son parte de un argumento compacto y crucial
en la formación de España como nación. El discurso de los tres cronistas—
el historiador (del Castillo), el reportero (Alarcón) y el médico (Landa)—
entrelaza la civilización y la violencia, de modo que escarmentar y civilizar,
lejos de ser acciones antagónicas, se apoyan mutuamente para establecer
la identidad nacional. La conciencia de ser una nación civilizada llevó a
España a conquistar Marruecos en nombre de la civilización. Sin embargo,
la violencia no se limita a las acciones militares del ejército español en
Marruecos, sino que se puede rastrear también en la literatura de cam-
paña que, lejos de reflejar meramente la “experiencia” de la guerra tal como
la vive el cronista-soldado, revela ser producto de unas instituciones y de
unos patrones culturales que configuran su discurso.

I. Rafael del Castillo: el delirio militar de la conquista


En 1859 Rafael del Castillo publica Historia de la Guerra del África. La cam-
paña, señala el autor, se inicia con vivas y tiros el 19 de noviembre, cum-
pleaños de la Reina Isabel II, con el ánimo de “lavar con sangre” las ofensas
a la Patria causadas por las “hordas crédulas e ignorantes” (26). Su Historia
conceptualiza esta guerra como “¡Epopeya sublime que con caracteres de
sangre quedaba grabada en el suelo africano!” (22). Del Castillo renueva
los hechos gloriosos de hazañas singulares del pasado y los inmortalizarla
con la sangre derramada. Con ello, el presente histórico se suspende. La
provocación marroquí, sugiere el autor, fue iniciada hace siglos, desde las
guerras de Granada (41), de tal modo que las recientes ofensas a la Patria
han bastado para renovar la vieja herida. La campaña de la Guerra de
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 151

África se yuxtapone a la gloria épica de la Reconquista (8) y los soldados


españoles son dignos descendientes de aquella hazaña (176); el cañón de
Orán, Trípoli y Argel es el mismo de ahora (10); la marina renueva con
hechos heroicos las hazañas de Lepanto y Trafalgar (174), y así sucesiva-
mente. España es metafóricamente el “dormido león” que por fin despierta
de su sueño (141) al ver su “túnica manchada” (8) y responde con una glo-
riosa contestación para “lavar con sangre” las antiguas ofensas a la Patria.9
A su vez, las condiciones de paz que se vislumbran tras la entrevista entre
Muley Abbas y el general en jefe son vistas como “señal de nuevos sucesos
gloriosos para nuestra patria” (283).
Del Castillo demoniza al enemigo para justificar la intervención bé-
lica como vehículo para la acción civilizadora.10 Los enemigos suelen estar
“guarecidos” entre quebraduras montañosas (11) o huyendo a sus “guari-
das” o “madrigueras” (92, 177). También despliega metáforas del salvajismo
para describir sus tácticas militares. A diferencia de los ataques formales y
decisivos del ejército español, los ataques del enemigo, según las disposicio-
nes dadas por O’Donnell, tienen como objeto “introducir el desorden con
el fuego, vocerío y algazara” (55). La demonización del enemigo da paso
en la Historia a argumentos colonizadores: “Civilizar un pueblo, abrirle
comunicación con las demás naciones, castigar unas tribus de piratas, no
son crímenes y por lo tanto la razón y la justicia están de parte de quien
ejecuta tamañas empresas” (43). Refuerza la idea de la “guerra justa” con el
argumento teológico:
Si el llevar la civilización a un pueblo ignorante y feroz es justo, la justicia
está de nuestra parte. El cristianismo es altamente civilizador. La Francia
con él ha asegurado sus conquistas. Difundir la luz del Evangelio entre
personas que la desconocen, es una idea puramente cristiana y justa. Por lo
tanto pues, nuestra guerra no puede ser censurada por nación alguna, toda
vez que en ella entra por mucho la honra nacional y la civilización (44).11
Por lo general, cuando los enemigos se hacen visibles al ejército espa-
ñol, o son una masa indistinguible o se evaporan: “Nunca habían atacado
los moros, ni en tanto número, ni con tan salvaje atrevimiento”, apunta
del Castillo refiriéndose al día de Navidad, y añade “Toda la extensión
que abarcaba la vista se veía cubierta de alquiceles y chaïas” (120). En la
acción del día 30, en que O’Donnell lanza torrentes de metralla contra los
pelotones marroquíes causando una mortandad tremenda, “el campo de
batalla quedó sembrado de alquiceles y espingardas” (59). Ropas y armas
son metonimias de los cadáveres enemigos: los cuerpos muertos han “de-
saparecido”. La abstracción del enemigo como un grupo sin rostro nos dis-
pensaría así de nuestra obligación hacia ellos.
El enemigo, siempre escondido en un sentido militar, se retira sin dejar
vestigio para luego aparecer en forma de masas inmensas no individuadas.
Casi siempre está emboscado, oculto entre breñas, parapetado—práctica-
152 A na Rueda

mente hay que ir a buscarlo a su propia casa (Cf. 80). Y cuando aparece es
en forma de “apiñados pelotones” (59), “grandes grupos” (85), “al abrigo de
los bosques” para diseminarse en seguida en vergonzosa y precipitada fuga
(116). Del Castillo no les atribuye estrategias bélicas propias. Su comporta-
miento obedece a la impetuosidad, al desorden, al caos y a la irracionali-
dad.12 Este prejuicio enturbia la mirada del historiador. Incluso cuando del
Castillo describe al ejército marroquí desplegando la forma de la media luna,
caracteriza a sus soldados como “turbas mal ordenadas”(133). Imágenes no
diferenciadas del enemigo (por ej. “turba”), o invisibles (por ej. “nube”),
tienen la función de destacar la “civilización” del ejército español y de
dirimirle al mismo tiempo de su responsabilidad para con el Otro.13
Aún cuando se materializan físicamente, los enemigos carecen de for-
mas humanas. De camino a Tetuán la división Prim por poco cae en los
lazos de una emboscada del enemigo: “Para esto se deslizaron por entre los
bosques y cañadas apareciendo y volviendo a aparecer entre el verdor sus
blancos alquiceles, asemejándose a una inmensa serpiente enlazando con
sus múltiples anillos un ancho campo de esmeraldas” (63). La imagen de la
serpiente entre el verdor del campo—en expresión virgiliana, latet anguis
in herba—es aviso de un peligro oculto, denigra las tácticas bélicas de los
marroquíes caracterizándolas de engañosas, y sobre todo, niega a los ene-
migos un carácter corpóreo. Son alquiceles deshabitados y su movimiento
serpentino los hace aparecer y desaparecer de modo intermitente.14
La fantasmagoría de las figuras árabes se explota en este texto para dar
a entender que esconden tesoros fabulosos que deben pasar al pueblo espa-
ñol. Así, el traje de las moras, para cuya descripción el historiador admite
estar tomando de una fuente fiable no identificada, las oculta de modo
sugerente:
Para salir a la calle se lían unos pañuelos a las piernas como si fueran me-
dias, y después de ponen un jaique, que es como una manta larga de lana
blanca [...], pareciendo entonces unas fantasmas que pudieran compararse
a un tesoro escondido o una diosa desfigurada, pues las moras son hermo-
sas, blancas y encarnadas todas las que no salen al campo; es el verdadero
tipo andaluz (129).
El “tesoro escondido” del imperio marroquí, cifrado en una voluptuosa mu-
jer que, de hecho, ya pertenece a los españoles puesto que es “el verdadero
tipo andaluz”, es una imagen tentadora y eficaz con un claro propósito de
conquista, o re-conquista. Fez también le recuerda al historiador a España,
aunque todo está en un estado malísimo (68) y carente de civilización. No
obstante, a continuación describe el tesoro imperial del Palacio de Maquinez
como un encantado Edén que ciertamente incita a sus lectores a imaginar
Marruecos como un país lleno de riquezas que deben pasar a España (70).
Utilizando sus apuntes de un libro francés que tampoco identifica, del
Castillo arguye que España no tiene deseo alguno en ensanchar su terri-
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 153

torio sino de ayudar a Marruecos a desarrollarse. El intervencionismo


queda justificado ya que “el pueblo que no usa de esos medios [los que
Dios ha puesto en sus manos, como una admirable situación geográfica],
falta a su vocación, merece que su herencia pase a otro pueblo” (159) En
otras palabras: “El imperio del mundo pertenece al mejor” (159). A pesar
de su declaración de que España no pretende la conquista de Marruecos,
el lector no puede pasar por alto que se trata de una conquista militar: los
estandartes del enemigo son “prendas de honor noblemente arrebatadas”
(225) y las acciones militares que proporcionan un rico botín que pone a
los soldados españoles “ebrios de entusiasmo” (247). Cuando repite aquello
de que “África empieza en los Pirineos” (142) está dándole a la frase un giro
colonialista. Alardea aún de una refinada crueldad al apuntar que el golpe
magistral sería “abatir y dominar a Marruecos, aún cuando se abandonase
después su posesión” (165).
Los análisis sobre el imperialismo moderno han mostrado las fuerzas
económicas y políticas, así como los intereses egoístas, que los apuntalan.
Sin embargo, como señala Hobson (Imperialism 1975), la hipocresía de
que se acusa a los países colonizadores tiene sutiles entretelas: “There ex-
ists in a considerable though not a large proportion of the British nation
a genuine desire to spread Christianity among the heathen, to diminish
the cruelty and other sufferings which they believe exist in countries less
fortunate than their own, and to do good work about the world in the cause
of humanity” (196–7). ¿Hasta qué punto tenían los españoles de mediados
del siglo XIX una convicción genuina en que era el deber de España llevar
la religión católica u otros elementos de su civilización a “los infieles”
marroquíes, aunque fuese por medio de la fuerza?
Sea como fuere, la política española del momento se aprovechó de es-
tos sentimientos del país, como se aprovechó de las descripciones sobre las
crueldades de los piratas del norte de África que aún hervían en la imagi-
nación de las gentes, para sus propios fines imperialistas, dando forma, a
su vez, a la cultura literaria que hemos venido analizando. Así se continúa
alimentando, por ejemplo, la idea de hacer guerra a “los infieles” aunque
no se trataba de una guerra religiosa. Si no es necesariamente cuestión de
hipocresía, hemos de pensar que se trataba de un autoengaño por parte de
los líderes del gobierno español. Para Hobson “It is precisely in this falsifi-
cation of the real import of motives that the gravest vice and the most sig-
nal peril of Imperialism reside” (198). Aunque los estudiosos de la historia
de España no tienen duda alguna de que los motivos que indujeron al país
a ir a las armas en la Guerra de África contra Marruecos tenían que ver con
el expansionismo político y comercial, los recuentos históricos y literarios
de la toma de Tetuán, episodio culminante que encumbra a O’Donnell y a
Prim, se describe casi invariablemente subrayando los beneficios que dicha
acción militar supuso para los tetuaníes.
154 A na Rueda

Con la entrada de las tropas españolas en Tetuán, su cultura urbana se


impone sobre la árabe destruyéndola. El ejército español derriba casas para
lograr un trazado de calles más abierto, instala el alumbrado, numera las ca-
sas, renombra calles y plazas, y convierte la mezquita en iglesia. Lejos de ser la
campaña en Marruecos el detonante del resurgir de la identidad árabe, cuyo
pasado esplendoroso en Andalucía se consigna en estos textos como una
huella añorada, España, en cuanto a país occidental, no permite que aflore
una identidad árabe en el país invadido; al contrario, la suprime. Esta acción
traspasa a todas luces la reparación de honor que el ofendido gobierno espa-
ñol reclamaba y se ajusta más bien al sueño colonial del “león dormido”.15
Entre las primeras disposiciones luego de la toma de Tetuán figura el
saneamiento de la ciudad, que incluye sacar el matadero del centro de la
ciudad y dar sepultura a más de setenta cadáveres moros y judíos. Estas
medidas higiénicas de des-terrar y en-terrar los cuerpos sobre los que se
erige su acción triunfalista son la culminación de la imagen del enemigo
invisible. Iluminan, a su vez, los problemas éticos que se asocian con la
violencia de la guerra y lo “desechable”, la horrenda visión de los cuerpos
que España carga sobre su conciencia. Dichas medidas, emprendidas con el
ánimo de civilizar a un pueblo bárbaro y atrasado, revelan actitudes colo-
nialistas hacia una población vista como superflua. A su vez, reconfiguran
el terreno preparándolo para la dominación española. Las disposiciones
incluyen la formulación por parte de España de “un proyecto de ley para la
administración y gobierno de la colonia” (314). “La dominación española
en la ciudad ganada a los moros“ (315) incluye otro importante instrumento
civilizador, el periódico El eco de Tetuán, que dirige Alarcón.16 La palabra
impresa se convierte en una nueva conquista que realiza la civilización eu-
ropea al plantar su cátedra—la prensa—sobre el territorio que antes fue
marroquí. El eco de Tetuán, con su actitud inflamada por el celo patriótico
y por la piedad religiosa hacia el vencido, ayuda a entender la labor
periodística de Alarcón en el Diario.

II. P
 edro Antonio Alarcón: la embriaguez
poética de la guerra
Alarcón escribe convencido de la necesidad de expansión de la nación es-
pañola, amenazada por la posibilidad de que Francia o Inglaterra le arre-
batasen su misión “civilizadora”—expansión geográfica, y moral, política,
comercial y religiosa—en el continente africano. Al factor político se yux-
taponen sus propensiones individuales: su espíritu exaltado y patriótico,
por un lado, y por otro, su fascinación romántica con la morería. El Diario
vacila constantemente entre el deseo de ofrecer al público español un
recuento preciso de la guerra de África y la necesidad de reconciliar sus
observaciones con su sueño romántico.
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 155

En el Diario de un testigo de la guerra de África (1859–60) Alarcón con-


signa el interés de una España imperial moderna en el país vecino desde la
visión testimonial del testigo-actor que es, a su vez, portavoz de la voz ofi-
cial de “España y guerra” (Diario 34).17 Alarcón toma parte en la campaña
bélica primero como aficionado y cronista, y luego como soldado volun-
tario (9).18 Alarcón debe verse como parte de una campaña política escrita
para un público español en período de guerra. Su crónica, vertebrada por
una agenda política fundamentalmente antisolidaria con el marroquí,
está expresamente dirigida a fortificar el espíritu nacional. “La guerra de
África,” afirma, “revela a los demás y nos devuelve a nosotros mismos la
conciencia que casi habíamos perdido de nuestro ser, de nuestra fuerza, de
nuestra independencia” (25).19
La sensibilidad patriótica que despliega Alarcón ante “esta santa y me-
morable guerra” (43) se apoya en el tratamiento del Otro, categoría que
rezuma estoicismo y que subsume en este caso al enemigo. En su refinada
construcción del enemigo, el Diario revela, sin embargo, una escisión
insalvable entre la visión del soldado que ama a España con la del poeta
amante de los “moros”. El valor documental o “historiográfico” del Diario,
en el sentido en que Michel de Certeau utiliza esta palabra, opera entre dos
polos: si intenta romper con el orden dominante que imparte el ejército
español, es sólo para retomar la obligación ética para con el otro (199).
Veamos un ejemplo. En la jornada del 25 de diciembre Alarcón ve por
primera vez a los “extraños enemigos que luchan con España hace tanto
tiempo” (100). Al principio siente cierta repugnancia porque los encuentra
“demasiado viles y miserables” para ocupar una página de nuestra historia;
luego experimenta “una profunda compasión hacia aquellos desgraciados”
y, por último, “me sentí poseído de admiración por ellos y los encontré tan
grandes, tan noble y tan hermosos, que me entristecía la consideración del
odio con que me habrían mirado si la vida hubiese vuelto a alumbrar sus
inanimados ojos“ (101). Si al acercarse a ellos Alarcón los desconoce como a
adversarios dignos de una nación hidalga, y su fin trágico lo mueve a la pie-
dad, su arrobamiento poético le lleva a ser de nuevo cruel con su desgracia:
“procuré grabar en mi imaginación todos los accidentes de aquél patético
cuadro, no viendo ya en él una catástrofe natural, sino un bello asunto
para la pintura o para la estatuaria” (101–2). Es capaz de contemplar unos
cuarenta cadáveres fijándose, con interés antropológico, en la variedad de
tipos y de razas representadas: unos “negrísimos ojos”, “un pálido rostro
de singular belleza”, “las finas proporciones de los pies del Mediodía” de
cadáveres rifeños; también recuerda a “un mulato, feo, cobrizo” (102), que
contrasta con un moro de la ciudad, un joven quinceañero, “blanco y ende-
ble” (103), con un jaique más limpio y babuchas de graciosos arabescos,
muerto por una tremenda herida de bayoneta en el pecho.
En general, los enemigos vistos de cerca le repugnan a Alarcón; de lejos,
156 A na Rueda

le parecen “todos airosos y fantásticos” (109). Alarcón sucumbe a lo que él


llama repetidamente “la poesía de la guerra”. Deambula como turista de
guerra por los barrios judíos y árabes de Tetuán, donde permaneció seis
semanas tras su rendimiento.20 El resultado es un cuadro de Tetuán en el si-
glo XIX comparable a Córdoba en el XIII. Intenta compaginar su bohemia
literaria con sus sueños patrióticos de gloria y de fortuna. Su alma de poeta
batalla con su conciencia de periodista y con sus informes diarios. El África
de Alarcón pertenece a la imagen enigmática (“esfinge sarracena” 205) que
se había forjado antes de poner pie en Marruecos: “trajes blancos, talares;
rostros atezados; ojos de fuego; barbas negras; lujosas armas; indolentes
posturas; muelle existencia; voluptuosas danzas; techos calados; aguas
bullidoras; silenciosas mujeres; humeantes pebeteros; aire cargado de
terror y deleite; calor, silencio, puñaladas, caricias [...]” (204). Poesía por
los cuatro costados en esta orientalización de lo árabe. Alarcón recon-
oce que su empeño en África es “averiguar si en pleno siglo XIX puede la
realidad corresponder a tanta poesía” (205).
Contrapunteado con retazos orientalistas del moro, el enemigo se difu-
mina, prácticamente se inmaterializa en pinceladas poéticas. El Diario
acusa un vaivén entre el retrato fidedigno de los avances militares y el al-
borozo triunfal de la soldadesca, por un lado; el temor ante un enemigo
extraño que excita su imaginación: “¿Quiénes eran? ¿Cuántos venían?
¿Cómo se llamaban sus jefes? Todo lo ignorábamos. Y ésta es la razón del
prestigio que ejercen sobre la fantasía” (64).
Cuando por fin ve a los moros en campo abierto, queda impresionado
por sus figuras gallardas, elegantes, airosas, y de gran efecto teatral. Sus
blancos albornoces ondean en su fantasía formando un magnífico cuadro
que le produce un estado de arrobamiento tal que olvida que los moros
vienen en son de guerra (93). Su animación, su estruendo, su colorido, sus
fantásticas proporciones, son un imán para su imaginación de poeta, que
ha bebido en la poesía árabe, en el Antiguo Testamento, en los viajes ex-
traordinarios que leía en su niñez, en las mágicas leyendas de Zorrilla y en
los versos de Espronceda (227). Alarcón se enamora de la imagen romántica
de un moro prisionero: “Su cabeza bellísima estaba pálida como la muerte.
Sus ojos negros miraban con recelo y amargura. Sus dientes de marfil,
apretados convulsivamente, no dejaban escapar ni el más leve grito”. Su
caracterización como “un verdadero Moro, esto es, un Moro de novela”
(213), confirma la imagen ahistórica de Alarcón con respecto al enemigo, al
que funde con rasgos del Otro. En este sentido, Alarcón es incapaz de ver al
enemigo por lo que es.
África, en su encarnación mitológica, ofrece lo máximo a su fantasía
de poeta: “una mujer bizarra, de porte oriental, casi desnuda, sentada so-
bre un elefante (símbolo de sus interminables desiertos), teniendo en una
mano el cuerno de la abundancia... y un escorpión en la otra” (29). La her-
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 157

mosura de un África desnuda y destructiva justifica la conquista —militar


y poética—del territorio desconocido. “¡África, ya eres mía!” (31), exclama
Alarcón en su delirio épico apenas salta a tierra, repitiendo las famosas
palabras que utilizara Escipión el Africano. La posesión, según de Certeau,
pone la identidad propia en cuestionamiento, pues al hacer al otro suyo,
el sujeto dramatiza una curiosa doblez: ¿quién posee a quién? (153–4).
En más de un caso, es evidente que África posee al hipnotizado Alarcón,
y no al revés: “¡Cómo ha de ser!... “Estaría escrito”, que dirían nuestros
contrarios” (95). En el Diario, África es consistentemente el espacio de la
diferencia, un territorio intermedio que el yo sin tierra y alterado por el
Otro internalizado debe conquistar. Con esta fantasmagoría de la otredad,
la posesión de lo desconocido—África—se revela destinada al fracaso. El
mito le gana la batalla a la historia.
Para Alarcón África es una selva y el enemigo es su fauna. La guerra es
una cacería salvaje de animales invisibles. En el primer hecho de armas
que presencia escribe: “Tal sucede en una batida de jabalíes mirada desde
lejos”, comenta, “que ve uno a los cazadores, pero jamás a las fieras”. “Allí
estaba el rastro”, remacha Alarcón, “pero, ¿dónde se encontraba la fiera?”
(34–5). El campamento musulmán es descrito como “la madriguera de los
tigres“ (142) o “el cubil de las panteras” (226) y cada español se enfrenta
desproporcionadamente a “una jauría de Marroquíes” (337). Las desfiladas
morunas se le antojan “bandadas de palomas” (328) y sus huidas las de “es-
pantados corzos” (333) o “tímidas liebres” (345). Cuando Alarcón sufre una
calentura por un balazo que recibe, los moros en el paisaje de la batalla se
le aparecen “como salamandras que se retuercen en un horno encendido,
como demonios que saltan sobre las llamas del infierno” (154).
Tal como ocurre en el texto de del Castillo, la imaginería animal con-
firma la superioridad militar y moral de los españoles. Si los moros son
“fieras indómitas” que meditan alevosías y trazan emboscadas, los espa-
ñoles son “un ejército de hormigas” (51) que ataca de frente, disciplinado,
con denuedo y alegría. La formación del cuadro militar de los soldados de
Prim tiene “orden, brío, ligereza y marcialidad del ataque” (210), mientras
que las hordas africanas, con su formación de la media luna y su “guerra de
acecho y alevosía” (244), envuelven a los cristianos con “tácticas de sierpe”
(345). Del Castillo y Alarcón atribuyen impericia militar al enemigo, cuya
táctica militar se limita a dar salvajes alaridos. En estas imágenes de horri-
ble confusión surge con frecuencia el enemigo invisible, descrito como
“enjambres” de infantería mora (290) o “una verdadera nube de enemigos,
compuesta de infantes y jinetes revueltos en horrible confusión […]” (207).
La manipulación de Alarcón del lenguaje demarca fronteras culturales: los
africanos actúan por instinto, mientras que España es el pilar de la civili-
zación. Además, los españoles son “los nobles soldados del Evangelio” (98).
La mención del ferrocarril, el telégrafo eléctrico y demás construcciones de
158 A na Rueda

apoyo a la empresa, supone un gozoso despliegue de la cultura europea en


Marruecos: “nos entusiasma considerar que los Españoles hemos traído a
este caduco estacionario Imperio los más opimos frutos de la civilización”
(317). Las huestes españolas convierten en poco tiempo lo que era “enmara-
ñada selva” en “ciudad fortificada” (56).
Durante la toma de Tetuán, Alarcón apenas tiene tiempo de fijar los ojos
en los cadáveres de moros o judíos que yacen a sus pies en los escombros, y
se revela impaciente por describir “el cuadro” de O’Donnell penetrando en
la plaza. Compara el espectáculo con pinturas célebres como la Degollación
de los Inocentes o el Paso del mar Rojo, e invita a imaginar las masas
no a la manera que hasta ahora las conoces, sino como fueron en la an-
tigüedad, como se reunían en el forum romano o en la plaza de Atenas;
fíngete a los hombres, no con nuestros trajes desprovistos de aptitud para
la estatuaria, sino todos con la ropa talar que tanto ennoblece a las figuras
[...]; rostros de mujeres, envueltos en blancas tocas, como nos pintan a las
Dalilas y a las Rebecas […] (357).
Alarcón sólo ve esta “epopeya histórica” cómo un lienzo de contornos
bíblicos y mitológicos. El tiempo histórico da marcha atrás y se congela
en escenas de gran plasticidad. A pesar de que la generalidad del ejército
está desencantada con la miseria que presenta la ciudad saqueada por sus
propios moradores antes de la entrada de las tropas españolas, Alarcón se
declara enamorado de Tetuán, a la que orientaliza en sus sueños africanos
describiéndola como “codiciada odalisca” o “la sultana de Gual-el-Gelú”
(362, 363). Tetuán, ciudad en la que la campaña de África cifraba su éxito de
conquista es un cuerpo de mujer que ahora ya ha sido poseído y desposeído:
“Diríase que un blanco albornoz morisco envuelve a la bellísima sultana”
(233). La “sultana” queda reducida a un “albornoz”, un cuerpo deshabitado,
y Tetuán a una ciudad espectral. Alarcón ama a Tetuán porque es “una resu-
rrección del arruinado Albaicín de Granada” (363). Así crea una ciudad
imaginada que se sustrae al paso del tiempo y cuya otredad no radica tanto
en ser completamente árabe y desemejante en todo a las ciudades de Europa,
sino en que le recuerda a la noble ciudad en que él mismo nació.
Así todo, es el propio romanticismo de Alarcón lo que le lleva a mostrarse
circunspecto con el infortunio de quien lucha por su independencia y se
compadece del dolor y las tribulaciones que los españoles causan a los ma-
rroquíes. Su curiosidad por saber qué pensarán de los españoles “aquellos
infortunados circuncisos” (63) parece genuina, aunque está claro que su
lenguaje se desentiende de lo ético. La compasión de Alarcón para con el
vencido se desprende del propio marco que sirve para separar a los “afri-
canos” de “nosotros” (Le produce disgusto cuando descubre que los moros
les llaman a ellos los “españoles”, 281), porque los hombres civilizados no
se deben cebar en los vencidos sino compadecerles en su derrota. El pa-
triotismo de Alarcón no le permite cuestionar si la causa española es justa
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 159

o no, pero el avance de las maniobras militares le propicia encuentros con


“moros” que ponen su hidalguía española y su caridad hacia el vencido
a prueba. Continuamente aduce muestras de la tolerancia de las tropas
cristianas, que contrastan con las atrocidades cometidas en otros tiempos
en nombre de Dios contra Judíos, Moriscos y Hugonotes: “¡Abominable
será, desde el punto de vista de la devoción de la poesía y del arte, nuestra
civilización despreocupada!” (II.160). Eventualmente, la glorificación de
la guerra se debilita en el Diario y Alarcón acabará denunciando el desdén
con que España mira a Marruecos y condenando a España por su dureza
para con sus enemigos
Sin embargo, los vaivenes de amor y odio hacia el Otro/enemigo surgiere
que la contienda que libra el diarista ocurre principalmente sobre el papel.
La dificultad de glosar revelaciones y noticias de la guerra con visiones que
excitan fuertemente su fantasía convierten el reportaje de la Guerra de
África en un texto de gran colorido pero en un proyecto nacional impo-
sible porque el enemigo retrocede a antiguas mitificaciones del “moro” y
a espectros literarios que nos alejan del acontecimiento histórico. Podría
decirse que, como el enemigo, la propia escritura de Alarcón se retrotrae en
su deseo que querer asimilar a su contrario.

III. N
 icasio Landa: el trauma de la guerra como
reverso de las medallas militares
Escrito sobre las páginas de un diario que escribió en campaña, La campaña
de Marruecos. Memorias de un médico militar, del médico sanitario Nicasio
Landa, se declara un “homenaje de entusiasmo al heroico sufrimiento de
nuestros soldados” (9). El autor aduce que se limita a consignar hechos, sin
deducir teorías, apuntando únicamente algún juicio (12). No obstante, su
mirada, que se posa en el espantoso sufrimiento de las víctimas, en la trucu-
lencia y la desolación, practica un samaritanismo político al recordarnos
el “santo entusiasmo con que el cuerpo de Sanidad ha procurado llenar su
misión benéfica en los campos africanos” (10). Sus memorias se enmarcan
de modo expreso dentro del proyecto histórico del nacionalismo español,
sólo que sin la exaltación militar de las crónicas de sus coetáneos. Landa se
propone recuperar la memoria de los oscuros soldados sanitarios y el valor
de “el cuerpo lacerado de un héroe mal herido” (11). Pero las demandas del
cuerpo y las de las historias tradicionales de guerra se encuentran en ten-
sión. Los cuerpos desmembrados y los rostros sangrientos batallan con el
relato simbólico de una guerra de la que debe surgir la figura del soldado-
héroe (Yuknavitch 25).
Como del Castillo y Alarcón, Landa se arranca de la historia vivida
para recuperar la historia muerta. Con empuje épico comenta que Isabel la
Católica derrocó la última media luna que permanecía cubierta bajo el sol
160 A na Rueda

de España y fundó también el primer hospital de sangre (9); y una jornada


gloriosa del general Prim viene a renovar las de las Navas y el Salado (146).
No es inmune a ciertos tópicos literarios, como el de describir a Tetuán
como un cuerpo de mujer (“una Susana sorprendida en el baño”, 117–8).
Sucumbe a la visión de esta guerra como una reconquista, aunque añade
interesantes observaciones sobre la guerra en un sentido moderno, como
la de que el proyectil esférico de los moros no destroza el cuerpo humano,
a diferencia de la bala cilindro-cónica de los españoles. Recomienda volver
al esférico, ya que el objetivo de la guerra no es matar sino desarmar o in-
utilizar al enemigo (81–2).21
Landa da otro giro de tuerca a las crónicas de la Guerra de África al
consignar la imagen del enemigo invisible unida a “la tensión moral que
produce la expectación del peligro” en el servicio de trinchera:
[…]escudriñando con penetrante vista las tinieblas para vislumbrar en el-
las al enemigo, que se sabe nos está acechando desde el vecino bosque; sen-
tir cuán lentas transcurren las horas en medio de la oscuridad, el frío y el
silencio sólo interrumpido por el disparo que alguno de los escuchas hace
al atravesar por entre los jarales un blanco fantasma […] (34)
Esta imagen del enemigo invisible 22 reaparece durante el enterramiento
nocturno de un soldado español, súbitamente interrumpido por la presen-
cia de “blancos fantasmas” (121). Cuando los fantasmas desaparecen, el en-
tierro prosigue. El médico juzga este episodio semi-cómico, si no se tratase
de la muerte de un soldado. Desde su perspectiva de médico, su batalla no
concluye con la desaparición del enemigo y de continuo se topa en la noche,
de camino a socorrer a alguien, con cadáveres fantasmagóricos: “un bulto
informe estaba atravesado en el camino […] un turbante ensangrentado
formaba una extensa línea blanca que designaba la dirección en que su dueño
había huido” (221). Los enemigos son “momias resucitadas” (155) que después
del fragor de la batalla hieren moralmente la conciencia del español.
En La campaña de Marruecos el miedo al enemigo se desplaza a otro
enemigo igualmente invisible: la enfermedad. A bordo de un hospital flo-
tante el cólera, que causa estragos entre los soldados españoles, el morbo es
“tan horrible enemigo” (53); y siempre teme “la invisible guadaña de una
epidemia“ que el ejército lleva en sus filas (94). Este enemigo es aún mayor
que el enemigo militar y más temible en tanto que es silencioso y produce
una muerte sin gloria.
A pesar de ser buen patriota, Landa no utiliza caracterizaciones denigran-
tes de los marroquíes, cuyos heridos y víctimas reciben un tratamiento—
médico y literario—en su mayor parte indiferenciado. Un episodio significa-
tivo es su primera cura en campaña, en la que extrae la bala de un soldado he-
rido por un arcabuz mauritano. El médico quiere conservar el proyectil como
recuerdo, pero el herido quiere devolverlo a través del cañón de su fusil a los
que se lo habían enviado (38–9). La fantasía de esta curiosa reciprocidad de la
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 161

bala enemiga planteada por el soldado no produce, sin embargo, odio hacia el
enemigo por parte del médico, quien tan sólo se admira del denuedo de este
soldado que no cede a la debilidad física. En cierto modo, la bala compartida
apunta a la abolición de diferencias, o a su irrelevancia para el médico.
Landa recuerda demasiadas atrocidades23 como para exaltar la guerra
con tono triunfalista. El heroísmo se cubre de sangre, rebajando así el
honor militar. La sangre del soldado se mide directamente como sangre
ahorrada o derramada; e indirectamente, contra los beneficios espirituales
que deriven del sufrimiento. Landa hace hincapié en la responsabilidad
moral hacia unos y otros y no parece encontrar justificación espiritual en
el dolor. Su relación marca una diferencia significativa, si no radical, con
recuentos tradicionales de guerra que recurren al soldado herido como ale-
goría de los sacrificios necesarios en una guerra justa (Yuknavitch 27) o los
paradigmas de honor perdido y recuperado a través de la batalla. Landa
describe los rostros de enfermos y cadáveres, de moros y cristianos, de
manera indiferenciada:
allí estaban tendidos en revuelta confusión moros y cristianos, conser-
vando unos y otros impresa en sus facciones la expresión de la última idea
que al morir agitara su mente. Los cristianos tenían desfigurados sus ros-
tros con horribles heridas de cortante gumía, y los moros acribillados sus
cuerpos a bayonetazos; la palidez marmórea de algunos manifestaba a la
claras que el hierro enemigo había penetrado en su corazón (46).
Cura a prisioneros marroquíes y contempla con admiración los robustos
cuerpos y las formas atléticas de los enemigos caídos en el campo de batalla.
Entra en contacto con los prisioneros heridos y entabla una animada con-
servación (mímica) con un tal Eliú-Said, con quien intercambia pruebas
de afecto. El médico despliega indiscriminados sentimientos de dolor ante
los cadáveres enemigos y considera que también ellos tendrían una madre
que les llorase (140). Pero no debemos sucumbir a una lectura de estas me-
morias como un relato moral, aspecto que queda desplazado en las propias
descripciones de los daños físicos y espirituales de la guerra. Una y otra vez,
el médico examina la carnicería de moros y cristianos, todos revueltos, des-
cubriendo a veces a alguno con señales de vida y topándose en cementerios,
casas abandonadas y otros parajes desolados, con soldados y civiles fantas-
magóricos a los que el trauma de la guerra les ha hecho perder la razón.
En medio de los horrores de la guerra, el memorialista experimenta un
curioso fenómeno psicológico que atribuye a la vida militar: “Era una trans-
posición moral”, comenta en un viaje de regreso a Tetuán, “que me hacía ver
como única patria la tierra que conquistaban nuestras tropas”… “y en medio
de los goces de la civilización con que me brindaba Málaga, me hacía sentir
nostalgia por el África” (124). A pesar de esta imantación hacia África y de su
aprecio por “esa raza tan robusta y tan hermosa” (142), Landa juzga la insti-
tución de la sanidad militar como “el barómetro del estado de civilización
162 A na Rueda

de las naciones” (8) y no reniega del proyecto de hacer patria conquistando


al país vecino. Durante la toma de Tetuán, un cadáver le impresiona viva-
mente, “porque era el de un verdadero Goliat; no he visto jamás hombre tan
fornido y colosal; llevábanle entre cuatro judíos, y me pareció ver en eso una
alegoría del poder brutal del islamismo que salía de aquella ciudad, para de-
jar paso a los soldados de la civilización” (152). Por doquier surge la idea de
que el islamismo está reñido con toda idea de progreso y considera el fata-
lismo una “invencible rémora” que detiene el progreso en las sociedades
musulmanas (264). La comitiva de unos riffeños amigos que se han pasado
a las filas españolas en Melilla le produce gran regocijo porque “vislumbré
entre las nieblas del porvenir el día en que esta raza desgraciada se rege-
nere a la luz del cristianismo y la civilización, que con nuestras banderas
penetraba entonces por aquel país sumido en la barbarie” (197–8).
Puede parecer chocante que Landa repita este esquema de degeneración
marroquí versus civilización española, más aún cuando se muestra bas-
tante equilibrado en su valoración de la cultura árabe desde el punto de
vista higiénico. Aunque deplora las pocas condiciones higiénicas que reúne
Tetuán en cuanto a la policía sanitaria, encuentra allí “una condición de
cultura digna de elogio […] cuanto que todavía son muy pocas las ciudades
que en España la tienen”: se refiere al agua corriente en todas las casas (176).
Así mismo reconoce que “allí hay menos enfermedades” debido a las reglas
higiénicas de los árabes y a la sencillez y pureza de sus costumbres (265–
7). Lo ideal para él sería una combinación de ambas culturas (268), como
revela en la conferencia en la que los caudillos de ambos ejércitos se dan la
mano: “anduvimos mezclados moros y cristianos en amigable consorcio”
(282). De ahí que Landa oscile entre la retórica de la acción civilizadora
en África como gloriosa epopeya y el reconocimiento de ciertos valores de
la cultura árabe que lamenta van a ser arrasados. Convencido de que “la
guerra que hacíamos en África no era de conquista, sino sólo coercitiva y
reparatoria del honor nacional” (243), rebaja los beneficios materiales que
se derivarían del triunfo militar, “Tetuán es poco como colonia y es mucho
para presidio” (202). No obstante, concibe la posibilidad de establecer un
colonia como “arteria de nuestra invasión futura” (244).
Su discurso intenta desesperadamente conciliar la caritas cristiana con
la conquista. El proyecto es peliagudo, porque el deseo de memorializar la
imagen bienhechora del cuerpo de sanidad y su ardiente celo patriótico,
pone al cronista en peligro de parecer un apóstol de la guerra. Al final,
los cuerpos destrozados deciden la batalla sobre el papel, puesto que pesan
más que la gloria de España. Son “el tristísimo reverso de las medallas de la
gloria” (225). Landa deplora, consecuentemente, lo que se hace en nombre
del honor militar, que separa escrupulosamente de la patria o de la religión.
A duras penas puede España purificarse o sublimarse en el orden moral con
la sangre derramada. Por fin confiesa: “La gloria me pareció un fantasma
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 163

sangriento y tuve a la guerra por la mayor de las calamidades” (225). El “en-


emigo invisible” se ha traspasado, en última instancia, al ejército español.

IV. Conclusiones
La cuestión del enemigo en las crónicas de la Guerra de África recoge viejas
clasificaciones y las reformula a través de relaciones discursivas dirigidas a
fortificar el nacionalismo español. Atraviesa discursos y prácticas concep-
tuales, teológicas y políticas que revelan al “enemigo” como una palabra-
archivo que amalgama términos que se han utilizado históricamente de
manera confusa (“sarracenos”, “perros”, “infieles”, “sectarios de Mahoma”,
“musulmanes”, “moros”). Del Castillo odia a los enemigos como tales y los
quiere (re)conquistar cuando reconoce que históricamente son “nosotros”;
Alarcón practica un turismo de guerra en que se enamora de enemigos es-
pecíficos; Landa, aunque ama a los enemigos como seres humanos, esto es,
con caritas cristiana, apoya la intervención militar. Estas negociaciones en
la articulación del espacio discursivo del enemigo sugieren que amor/odio,
amistad/enemistad, nazarenos/infieles son ejes fluctuantes que impiden
aislar al yo del enemigo.
El enemigo, analizado como un elemento discursivo que retrocede hasta
la invisibilidad, ayuda a entender el proceso por el cual España expresa con-
tradicciones que no pueden reducirse a la oposición entre amor y odio hacia
el otro, ni a un espíritu cínico con respecto a su imperialismo en Marruecos.
La falsificación de los motivos que lleva a España a intervenir militarmente
en Marruecos en 1859–60 se revela en parte a través de las conflictivas rep-
resentaciones del “moro enemigo”. El moro orientalizado por el europeo se
carga de significados de la historia de España (la Guerra de África es vista
como una puesta en escena de la Reconquista). El árabe se reviste de la ca-
ballerosidad del cristiano para destacar las nobles cualidades de estos mo-
ros de romancero de los que, a todas luces, sólo quedan aislados vestigios ya
que en su mayor parte han degenerado en razas “feroces” y “salvajes” que
necesitan ser civilizadas por vía de las armas. A estas representaciones del
“moro” se unen las del enemigo invisible en el campo de batalla.
El enemigo invisible aporta otro significado a la política imperialista ya
que difumina el rebajado valor moral de una España que exterminaba a un
pueblo en aras de la civilización; una falsificación moral que España estaba
empeñada en nublar. Si la guerra suspende la moralidad, la invisibilidad
del enemigo lima la crudeza de la visión de los cadáveres y en cierta medida
des-responsabilizaba al país invasor de los horrores cometidos en nombre
del honor. La implicación última de este fenómeno discursivo en el cual
el Otro mitificado se conjuga con el enemigo invisible borra al marroquí
como ser histórico. España, tan dependiente en estas crónicas de materia-
les tomados del pasado, no se acerca con mirada limpia al problema con
164 A na Rueda

que se enfrenta en 1859–60. En el proceso, esta literatura revela varias co-


sas: la manera en que España orquestó sus esfuerzos por escribir su propia
historia, el papel que la literatura jugó en esta movilización cultural y el
valor que tanto la cultura literaria como la sociedad española derivaron del
enfrentamiento bélico.
Las continuas referencias a la necesidad de restaurar el honor perdido se
pueden ver como un discurso que encauza violentas tomas militares, rec-
tificaciones fronterizas y anexos territoriales, y los dirige a engrandecer el
nacionalismo español. La política colonialista/imperialista que se empleó
para este propósito fomentaba, a su vez, la animosidad con otros imperios
europeos, sobre todo con Francia e Inglaterra. Por tanto, el patriotismo
español que anima la Guerra de África degenera en un imperialismo mo-
derno que, aparte de no aportarle a España gran cosa, elimina al país de
la competición imperialista durante la década de 1880–90 por anexionar
colonias o protectorados (Hobsbawm 57, 59). La Guerra de África le pro-
porcionó a España una victoria militar que, lejos de “lavar con sangre” la
ofensa al pueblo español, hizo que la cuestión marroquí continuara siendo
una herida abierta que debilitó al estado español poniéndolo en un peli-
gro permanente, como probaron la guerra del Riff de finales del siglo XIX,
causada por el mismo motivo que la Guerra de África (Guerrero 8), y las
desastrosas guerras hispano-marroquíes entre 1909 y 1927.
La literatura de la Guerra de África da forma a la manera en que se es-
cribiera en adelante sobre las relaciones hispano-marroquíes. La memoria
que resulta de dicha guerra es un sedimento cultural que determina cómo
se articulará lo que significa ser español. España, que negaba cualquier de-
seo de extender sus territorios mediante la Guerra de África, centrando
su retórica en el desagravio de su perdida honra y su cruzada civilizadora,
nunca se sobrepuso a sus propias estrategias retóricas, que atenazaban su
proyecto nacionalista durante el reinado isabelino y que se perpetúan in-
cluso después de la independencia de Marruecos. Lejos de facilitar la adop-
ción de la civilización europea en el territorio marroquí en el que se había
adentrado el ejército español, la retórica bélica perpetuó dos nacionali-
dades rivales que nunca llegaron a asimilarse.

Notas
1 Este ensayo fue posible gracias a una Nacional Endowment for the Humanities (NEH) Summer
Stipend Award que me fue otorgada en el verano de 2006. Mi más sentido agradecimiento a esta
organización.
2 Por el tratado de 1845, España y Marruecos fijaron los límites de la plaza fuerte de Ceuta,
terreno adjudicado a la Corona española en virtud de una línea que empezaba en el Estrecho de
Gibraltar y terminaba en el Mediterráneo. El gobernador de Ceuta construyó fuera de las mura-
llas un Cuerpo de Guardia fortificado, que los Moros destruyeron, y acabaron quitando la piedra
que marcaba el límite. España se indignó y, al no obtener satisfacción España declara la guerra.
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 165

3 Aporta a título de ejemplo el Diario de un testigo de la guerra de África, de Pedro Antonio de


Alarcón, el Romancero de la guerra de África del marqués de Molins, o el del mismo título
de Eduardo Bustillo, si bien la oferta de este tipo de literatura es sumamente amplia.
4 La reciente colección de ensayos recogida por José A. González Alcantud, El orientalismo desde el
sur (2006), traza un amplio itinerario del orientalismo español de la edad moderna.
5 Según Hobsbawn, en la segunda mitad del XIX España, un antiguo imperio pre-industrial, puede
verse como víctima de las particiones que se hicieron fuera de Europa y América en territorios
bajo el poder de Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica, USA y Japón (57). Entre
1876 y 1915 un cuarto de la superficie terráquea se distribuyó o redistribuyó como colonias entre
un puñado de estados (59). España perdió grandes territorios a manos de USA, aunque consiguió
ganar un territorio rocoso en Marruecos y en el Sahara Occidental.
6 El discurso colonialista de Memorias sobre el Riff. Su conquista y colonización (1859) de Ignacio de
Abenia Taure es de una crudeza retórica sorprendente que ayuda a poner el de Rafael del Castillo
en perspectiva. Parte Abenia Taure de la idea de que “El Riff nos convida a su conquista” y que
España, que ha dado repetidas muestras de valor y disciplina en la historia, “cuenta con suficientes
elementos para poseerlo” (5–14). La provincia del Riff no debe continuar rigiéndose por sí misma
porque los rifeños son piratas que no enmendarán “hasta que nuestra delicadeza impulse a la
España benigna a lavar esta mancha que con frecuencia se repite impregnada en nuestro honor
nacional” (29), lo cual le sirve para justificar la acción armada como “indispensable” (29). “Todo
el norte de esta provincia debe ser nuestro” (29), declara, y a continuación traza un “plan de
conquista” (54–68). Muestra qué pasos debe dar nuestro ejército invasor en esta provincia de
África para asegurar su estabilidad en el Maghreb, explica cómo debe fundar sus primeras colonias
y alcanzar su conquista. Propone líneas de conducta para el ejército español y para el gobierno
que revelan la falsificación imperialista, como por ejemplo: que el ejército español dé pruebas
de pueblo civilizado, sin recurrir a tropelías, es decir, respetando sus mezquitas y santones para
ganarse el afecto de los marroquíes con urbanidad y cortesía.
7 El término procede de las teorías de Malinowski sobre la dinámica del cambio cultural, que puede
proceder de factores internos, tales como iniciativas y crecimientos espontáneos, o del contacto
de dos culturas diferentes. En el primer caso, se produce un proceso de evolución independiente;
en el segundo, lo que Malinowski llama “difusión.” Por este último término entiende una reorga-
nización nueva y no una mera mezcla de elementos culturales cuya proveniencia se pueda rastrear
a las culturas que los dieron origen.
8 El mismo año da a la luz El honor de España, extensa novela histórica de casi mil páginas ambien-
tada en la Guerra de África.
9 La corriente histórico-nacionalista del romanticismo español puede constatarse en romanceros
sobre la guerra de África (véase las dos obras anónimas de la bibliografía).
10 Las caracteriza también como “tribus bárbaras” (30), “fanáticos sectarios de Mahoma” o “del
Islam” (22, 79), “salvajes fanáticos” (41), “tigres” (49) o “hambrientos chacales” (26) cuando no
“cafres” (32).
11 Adapto la ortografía al uso actual, en esta cita y en las subsiguientes.
12 En la acción del día 30, el ejército español ve que los enemigos se habían retirado: “Sus tiendas
habían desaparecido, y no quedaban vestigios de su estancia por aquellas alturas. Disgustados
sobre manera nuestros valientes, sólo allá a las doce sintieron palpitar sus corazones de alegría
y entusiasmo. El enemigo volvió a presentarse. Sus masas eran inmensas, y muy prolongada la
línea que ocupaban. El modo con que se presentaron en acción, y los movimientos que efectuaron
después, demostraban bien claro que estaban dirigidos por personas inteligentes, que no eran de
los moros” (58).
13 Del Castillo no ve incongruencia alguna en constatar, por ejemplo, que “los moros dan mucha im-
portancia a la cuestión de etiqueta” (277) cuando a lo largo del libro los retrata como “salvajes.”
Tampoco ve incoherencia en que España estuviese llevando la civilización a África cuando en el
suelo patrio aún tiene que lidiar con una ola de hambre en las década de 1860 y para finales de la
década de 1879 aún estaba “on the margins of development” (Hobsbawn 29, 25).
14 Lo que he venido llamando el “enemigo invisible“ puede tener cierto fundamento en las tácticas
militares de los marroquíes. Según A Muslim Manual of War (1961), la batalla es para los musul-
166 A na Rueda

manes el último recurso y no debe emprenderse sin haber investigado y descartado todas las
opciones una vez que se han hallado fútiles (29). En esta línea, el Capítulo I del Libro IV del Tafrīj
al-kurūb declara provechosas las decepciones y estratagemas dirigidas a evitar la guerra. Apela a la
Ley y a la Razón, pasando luego a citar casos del pasado islámico así como sentencias y acciones
del Profeta que atestiguan la utilidad de tácticas que evitan el ataque directo (29). Desde la pers-
pectiva del ejército español, dichas estratagemas sólo pueden responder a “un engaño moruno”
(del Castillo, Historia 258).
15 Los partes militares de O’Donnell recogidos por del Castillo indican que cuando el enemigo se
repliegue a pedir gracia se dará a España satisfacción cumplida En las notas cruzadas entre el gobi-
erno español y el británico, que del Castillo recoge en su Historia, incluye una de Lord John Russell
a M. Buchanan (Foreign Office, 22 de septiembre) en que se ve claramente que el gobierno bri-
tánico sospecha que España tiene un propósito ulterior en abrir las hostilidades en Marruecos: “Si
el gobierno español no desea más que la reparación de los insultos y agravios que se le han hecho,
si sólo quiere defender y sostener su honor, el gobierno de S. M. no se opondrá a que obtenga
esta reparación; pero si los actos de violencia de las tribus moras han de servir de pretexto para
conquistar, particularmente en la costa, el gobierno de S. M. está obligado a velar por la seguridad
de las fortalezas de Gibraltar” (97).
16 El eco de Tetuán tiene la gloria de haber sido el primer periódico de Marruecos. Para producirlo,
Alarcón usó la imprenta de campaña del general O’Donnell. Su primer y único número recoge el
orgullo que le embarga al establecer “la imprenta sobre los viejos manuscritos de las bibliotecas
de Tetuán,” en el nombre de Dios y en el de su querida España (360-1). Su misión es “esparcir
resplandores de amor y de justicia en la tenebrosa mente de los africanos!” (De Coster 360).
17 Lo que redactaba en el campamento y en ocasiones durante la batalla, lo compaginaba a la noche
o al día siguiente, y lo remitía a Madrid, donde se publicaba por entregas (10). Los pormenores
que recoge son “una especie auténtica del Diario de un testigo” (9). Refuerza su valor documental
incluyendo su Licencia absoluta y su Hoja de servicios como pruebas fehacientes sobre las que
funda su autoridad. Recordemos que Alarcón es el primero en utilizar un aparato fotográfico en
Marruecos, instrumento del que desiste en seguida debido a la lluvia. En este sentido su Diario
aspira a ser una “fotografía de la campaña” (10).
18 Alarcón se enlista como soldado voluntario el 22 de noviembre de 1859. Primero fue ordenanza
del general Ros de Olano y luego de O’Donnell, además de soldado raso del tercer batallón.
Desempeñó, algunas comisiones especiales además de las de soldado, situación anómala que
explica que fuera testigo de más cosas que las que presenció su batallón. Recibió cruces y
condecoraciones por su participación en la guerra.
19 Pero además de la gran cuestión nacional para España, Alarcón reconoce que esta guerra es
también “una gran cuestión europea”, que proyecta en una geografía imaginaria: “lo que sería el
Mediterráneo vuelto del revés […]; es decir, el Mediterráneo cerrado por el Estrecho de Gibraltar
y abierto por el Istmo de Suez; o lo que es lo mismo, lo que significaría para el comercio el ver con-
vertido al Mediterráneo en un lago latino, y a la Inglaterra en una potencia transatlántica” (25–6).
20 Además de la profusa ambientación escenográfica en su novelística, Alarcón era muy dado a las
excursiones histórico-artísticas y a las exploraciones geográficas y pintorescas, modalidad román-
tica que plasma en varios libros de viaje: Viajes por España, La Alpujarra y De Madrid a Nápoles.
21 Nicasio Landa parece estar al tanto de la teoría de Clausewitz de que para lograr el objetivo de la
guerra (to impose our will on the enemy) “we must render the enemy powerless” (75). The aim is
to disarm the enemy (77). Si ese es el verdadero objetivo del arte militar, y no matar al enemigo,
como reconoce Landa, tanto uno como otro son conscientes de que las emociones están nec-
esariamente involucradas en la guerra. Pero donde difieren es en que “the extent to which they
[emotions] do so will depend not on the level of civilization but on how important the conflicting
interests are and on how long their conflict lasts” (76). El avance de la civilización no ha cambiado
o minado el impulso a destruir al enemigo, que es central a la idea de la guerra (Clausewitz 76).
Por tanto, no existe límite alguno en la aplicación de los actos de fuerza que constituyen la guerra.
Landa insiste en la distinción entre ejército civilizado (el español) y ejército no civilizado (el moro).
22 En otras ocasiones se consigna como “nube de enemigos” (46) y en otras como “un enjambre de
caballería enemiga” (214), términos exactos a los que utiliza Alarcón, del Castillo y muchos otros.
El enemigo invisible de la Guerra de Africa 167

23 Pronto descubre que hay un enemigo mayor que el que ha decapitado a un cabo y dos soldados (“en
uno de ellos colgaba la cabeza por algunas leves adherencias, los otros dos carecían de ella”, “a falta
de facciones podía suponer las del amigo más querido; al ver aquellos cuerpos, que en fuerza de no
tener expresión, expresaban más dolor que el velo que cubría el rostro de Ifigenia” (40).

Obras citadas
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“Cara Feia al Enemigo”: The Paraguayan


Press and the War of the Triple Alliance

Adriana Johnson, University of California, Irvine

The act of writing is as laden with contradictions in Paraguay as


anywhere else in Latin America, but these contradictions are revealed with
particular nakedness there. Paraguay sits on the place where the first print-
ing press in South America was built, publishing Bibles and catechisms in
Guaraní in 1700, sixty years before there was a printing press in Buenos
Aires. When the Spanish crown decided to hand over seven missions to the
Portuguese in 1750, the Guaraní living on the missions availed themselves
of the technology they had assimilated and wrote multiple letters to the
Spanish king in which they requested that they be left under Jesuit con-
trol. Despite these auspicious beginnings, the technology of writing and
its attendant practices has largely foundered in Paraguay. The scarcity of
bookstores in Asunción today is one indication of its small reading public,
as is the fact that the number of copies of a new published book rarely ex-
ceeds eight hundred. “Existe la escritura, pero casi no hay lectores”, is how
the linguist Bartomeu Meliá puts it (97). Or in the words of Augusto Roa
Bastos: there is no literature in Paraguay. This means not that one can not
produce a list of writers and books—which is how writers responded in-
dignantly to Roa Bastos—but that, as Roa Bastos specifies, Paraguay lacks
a system of works that translates (or that founds) its national identity. The
task of “expression” has been accomplished by modes other than literature
for Roa Bastos, including “la música popular y culta, las artes plásticas,
el teatro en guaraní y castellano, el cancionero guaraní, la tradición nar-
rativa oral en las dos lenguas”. (“La narrativa paraguaya”, 13) The reason
for the failure of literature is plotted in another essay, in which Roa Bastos
describes Paraguayan society as fundamentally fractured between a col-
onized society whose coordinates are the Guaraní language and an oral
tradition and a dominating faction with the power of writing in its long
hands: “La sociedad colonial y poscolonial tuvo siempre el dominio de la
palabra escrita; es decir, la escritura del poder, como instrumento de domi-
nación, explotación y represión” (“Una cultura oral” 99). One could say,

169
170 A dr iana Johnson

therefore, that despite its origins, the Paraguayan lettered city essentially
remained a colonial one, in Angel Rama’s terms, where the technology of
writing functions as a marker of difference but has not been successfully
turned into an instrument of integration.
Given this context, the newspapers that sprouted up in Paraguay during
the War of the Triple Alliance (1864–70) in order to mobilize the popu-
lation in support of the war present a particularly interesting attempt to
constitute an imagined community through the written word. The fe-
rocity with which the Paraguayans fought and their seeming willingness
to die in defense of their homeland was widely remarked at the time. Yet
this does not mean that López’s regime was able to successfully—through
the newspapers and other means—produce an identification between the
Paraguayan people and its national project. In fact, I would submit that
a reading of El Centinela offers a particularly instructive example of how
such a project might have failed through the contrast between two registers
of discourse in its pages: on the one hand an empty formality that bears
scarce relation to the particularity of the surrounding context and on the
other a more popular satirical discourse that manifests itself above all in
the representation of the Brazilian enemy.

I. The Empty Republic


Historians often blame Paraguay’s ruler, Francisco Solano López, for
beginning the Great War, as it is called in Paraguay, but its roots spread
back to years of territorial and boundary disputes in the River Plate region.
If some Argentine politicians still held an interest in reestablishing control
over Uruguay and Paraguay, which had been part of the Viceroyalty of La
Plata and broken away with independence, Brazil harbored expansionist
dreams as well. Paraguay’s first ruler, Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia
(1814–1840) had frustrated both Brazil and Argentina by turning Paraguay
into an isolated and impenetrable fortress. He was followed by Carlos
Antonio López and his son Francisco Solano López who opened Paraguay
up to external contacts and trade but also proved more interested in playing
an active part in regional affairs. When Uruguay thus requested help from
Paraguay following Brazilian armed intervention, López, instead of send-
ing troops to Uruguay, captured a Brazilian ship and attacked a garrison in
Matto Grosso. He then dispatched an army across Argentine territory in an
attempt to conquer southern Brazil and secure the evacuation of Uruguay,
uniting Argentina and Brazil in their desire to be rid of him. They invaded
Paraguay in April of 1866, almost a year after the first attacks. The battle
of Curupaity in September of that same year marked the last major victory
for Paraguay. An initial attack on Paraguayan fortified trenches led to an
estimated 20 percent of losses of the almost 20,000 Allied troops while
“Cara Feia al Enemigo” 17 1

Paraguay lost less than 100 of its 5000 men. Despite daily bombardment
Paraguayan troops held their ground at Curupaity for eighteen months
until López withdrew the majority of his troops to a newer line of trenches,
leaving only a skeleton force behind.
El Centinela appeared during this relative lull in the war in April of 1867,
a year after Curupaity, and was published for less than a year. It was joined
during this same time period by the Cabichuí, Cacique Lambaré, and La
Estrella. The appearance of these papers marked the first time in Paraguay
that there were more than two newspapers being published simultaneously.
This was also the first time that newspapers used illustrations (produced
through wood carvings or lithography) and that Guaraní was printed in
a venue for a wide audience. (Vázquez 2). The greater the distance from
the lettered city (the capital) the greater the presence of images and/or of
Guaraní. Thus the Cabichuí, edited in the trenches, published the greatest
number of images and the Cacique Lambaré was written entirely in Guaraní
(although it had no illustrations). The flurry of newspapers was part of an
official push to rally the troops and citizens and thus undoubtedly symp-
tomatic of the pressures felt by López. Of the four papers El Centinela has
been characterized as the most officialist. One of the consequences of its
close ties to the regime was the fact that it was concerned with represent-
ing not only what the soldiers were fighting against but also with what they
were meant to be fighting for:
Editado en Asunción, en la Imprenta Nacional situada en la calle del Sol,
y más sujeto por ello al control central, El Centinela utiliza, en general, un
discurso más oficialista: casi tanto como sus artículos, sus imagines tien-
den no solo a caricaturizar al enemigo sino, también y sobre todo, a exaltar
la figura del Mariscal. Se inaugura, así, una tendencia adulona y oficialista
que ha cruzado gran parte de la cultura periodística paraguaya hasta hoy
(Salerno 2).
What this means, in other words, is the attempt not only to produce a
Paraguayan war-machine but to turn the soldiers into citizenry, to trans-
late the fatality of death in the war (to use Benedict Anderson’s formula)
into the continuity of the Paraguayan republic. What I would like to argue
here is that this translation fails and that what surfaces instead in the pages
of El Centinela is a disjuncture between the two.
If we turn our attention first to the representation of the Paraguayan
republic what is striking is the presence of a purely formal, content-less
rhetoric. Take for example the following selection from November 7, 1867:
La alianza está derrotada! Nuestra bayonetas recojen laureles y la nación
saluda al mundo coronada de inmarcesible gloria […] Desecho, aniqui-
lado y sin alientos ese orgulloso invasor, apenas ha podido afrontar los
postreros golpes de nuestros sables para caer en el marasmo de la más
[sic] vergonzosa inanicion. Ese hermoso pabellón que en los combates ha
172 A dr iana Johnson

inflamado nuestros pechos, ahora más que nunca se levanta mostrando al


mundo sus hermosos colores, como el emblema de la victoria y de la liber-
tad. Ahí está el bravo león, el infatigable Adalid, el invicto Mariscal Lopez
al pié de esa bandera triunfante que custodia el suelo sagrado de la Patria.
[…] ¡Gloria pues a nuestro heroico Mariscal. Vivan sus titánicos Ejércitos,
salud al Pueblo Paraguayo! (November 7, 1867, 1).
What is depicted here is any army whatsoever of brave young men, de-
fending their liberty and honor and homes with swords. The republican
imaginary is signaled by such “universal” signs as laurels, flags and sacred
soil. When more concrete coordinates are given they are almost exclusively
done so through Roman, Greek and European references. The emphasis
on a particularly republican imagined community (rather than simply a
national community) is significant, it is true, to the extent that the main
imagined enemy was an empire (Brazil). Still, there is nothing particularly
Paraguayan about this republic or this army. The emptiness of the official
discourse is even more obvious in the representation of the Mariscal as
the abstract symbol of any military commander: brave, invincible, heroic,
lion-like. There is nothing like an attempt at realism. The absolute abstrac-
tion of this discourse evokes Rama’s argument on the existence of an ideal,
lettered city in Latin America which was joined to the real city but none-
theless distinct from it. The lettered city constituted a symbolic enterprise,
an abstract, rationalized system “able to articulate its component parts
without appeal to anything outside it, drawing only on internal logic of
the universe of signs as established, preferentially, by its classic sources. In
the late seventeenth century, this network of signs seemed to float autono-
mously over the material world, a tissue of meaning that overlaid reality,
disclosing its existence and granting it significance” (Rama 25). In Rama’s
narrative, however, this network of signs, however empty and untethered,
is credited with real power—that of granting meaning to reality. This is
what the Paraguayan case calls into question. The republican idea seems,
at best, a misplaced one in Roberto Schwartz’s term, without however lead-
ing to a second-order level of ideology as it does in Schwartz’s analysis of
nineteenth-century Brazil.
The ability of the universe of signs to follow an internal logic in seem-
ing independence from the world around it is given tragic form in these
newspapers as displayed by the first statement claiming the defeat of the
troops of the Alliance. Indeed, the war proved to have disastrous conse-
quences for Paraguay, leaving in its wake a country where an estimated
half of the population was killed, where the survivors were mostly women
and children. Forty years later the Spanish anarchist Rafael Barrett who
lived in Paraguay from 1904 to 1910 described it as a country still marked
by the disaster:
“Cara Feia al Enemigo” 173

Es que os pesa la memoria de un desastre sin nombre. Es que habéis sido


engendrados por vientres estremecidos de horror, y vagáis atónitos en el
antiguo teatro de la guerra más despiadada de la historia, la guerra parri-
cida y exterminadora, la guerra que acabó con los machos de una raza y
arrastró a las hembras descalzas por los caminos que abrían los caballos,
quizás ignorantes de vuestra orfandad y de vuestro luto; vivís desvanecidos
en la sombra de un espanto. Sois los sobrevivientes de la catástrofe, los
errantes espectros de la noche después de la batalla (43–4).
Almost seventy years later Augusto Roa Bastos would echo Barrett in
describing Paraguay as a place haunted still by this disaster: “En el Paraguay
la realidad de la historia vivida desborda por todas partes de la imaginación
con su epicidad trágica: en el centro de esta historia hay la hecatombe de
un pueblo” (“La narrativa paraguaya” 12). In hindsight, the shadow cast
by this impending doom highlights the fragility and fantasy of the uni-
verse of signs. It also highlights to what extent the newspaper did not in fact
communicate the events of the war but was constituted almost entirely by
imaginary counter-factual discourses. The great bulk of the newspaper is
in fact a work of fiction which include pieces such as the correspondence
with and poems about a so-called Centinela Mateo (the sentinel referred to
in the newspaper’s name), letters from a fictional Argentine soldier, letters
from an old peasant, letters from a father to his soldier son, and a series of
dialogues between Don Pedro, Tamandaré and Polidoro discussing mili-
tary strategy (a dialogue that was apparently much applauded and turned
into a dramatic piece performed in Asunción, according to El Centinela).
Another index of the tendency of this fictional universe of signs towards
emptiness is the fact that it is almost completely eventless. The fact that
nothing ever seems to happen in this paper wonderland becomes so glaring
that the newspaper itself seems to feel obliged to acknowledge and account
for it in a brief piece entitled “Silencio”:
El silencio es como el vacío, es la nada y “El Centinela” se halla entre
estas tres negaciones al tomar la pluma para ocuparse de los sucesos de
la Guerra. Los negros no chistan, estan en un silencio sepultural. La es-
cuadra ronca, los de Tuyucué escarban en un mismo sitio. Caxias, Mitre
e Ignacio ni resuellan. Que decir pues, el silencio de esos cobardes? Nada!
Todos ellos son la nada­—Su silencio es nada; nada es la alianza, en nada ha
quedado su ruidosa conquista, y nada es el contenido de nuestro artículo
(September 12, 4).
But the emptiness of the newspaper is not produced so much by the
silence and stasis of the enemy as by the fact that what is really happening
out there cannot be registered in the official discourse of the paper. What
events exist are those already monumentalized in history books: battles
of Napoleon or of the Spartans, for example. They speak to the attempt to
inscribe Paraguay in another would be history.
174 A dr iana Johnson

With a few exceptions, the only real occurrences taking place in


Paraguay reported by El Centinela are entirely banal. These include, for
example, a running account of parties and meetings in Asunción. To claim
that such sections are revealing of the newspaper’s real readership may be
too emphatic, but I would argue that they let slip the coordinates of at least
one dialogue in which the newspaper imagines itself participating. This
would be a small, intimate dialogue among a local and elite readership,
one in which the republic is momentarily reduced to the equivalent of a
country club. The fact that such events are usually described in identical
terms reinforces the eternal present which saturates the paper throughout.
Those present are named, the women are described as beautiful, they make
stirring speeches, and offer support to the Mariscal López. Much is made
of how animated and happy they are: “Por la noche en los salones del Club
Nacional tuvo lugar un alegre baile en los salones improvisados de la Plaza
del 14 de mayo. Estuvo muy animado y alegre. Se sirvieron vinos, serveza
[sic] y café con mucha abundancia. El buen humor duró hasta el toque de
la Diana” (November 14, 4). Maurice Blanchot tells us that invisibility is
the very characteristic of everydayness and that newspapers are driven to
contradictions in their attempt to represent the everyday: “in the newspa-
per this absence of event becomes the drama of the news item” (18). What
he means by this is that newspapers function by turning what is impercep-
tible about daily life into something strange, sublime and/or noteworthy.
But these newspapers were published in the very midst of the disaster that
still marks Paraguayan history. Such details as the presence of wine and
coffee in abundance at a social gathering in Asunción do not therefore take
their place on the page in the “absence of the event” but in place of it.
Despite the newspaper’s silence with respect to ruinous effects of the war
in Paraguay, it is possible to detect the rising pressure of the real in changes
in tone and narrative over the months. The first numbers abound in jokes
such as a recurring section on the sale of comic items: “Loros y monos del
Brasil para los Museos”, “La puntería brasilera, Comedia escrita por un ar-
tillero miope” (May 2, 4), “La alianza en derrota por D. Pedro tres” (April
25, 4), “El tratado secreto y sus comentarios, edicion Inglesa, con laminas é
impresion lujosa” (May 23, 4 ). The last numbers are characterized instead
by the increasing presence of the empty discourse on glory and sacrifice
noted above. The later numbers also witness the emergence of new char-
acters such as a father who writes six letters of advice to his son. This nar-
rative allows the staging of a paternal figure advising the soldiers on duty
and honor. Another noticeable change is the discourse on women. While
at the beginning, there are many articles on the glories of the so-called
weaker sex who serve their nation in the social gatherings mentioned above
by the end there are pieces on women who are amazons (described as the
world upside down), women who dominate men, women who want to be
“Cara Feia al Enemigo” 175

warriors (a fact which is sometimes applauded but sometimes ridiculed),


and a piece by a father chastising his daughter for having quarreled with her
husband. One can read the necessity of these new narratives as responses to
rising anxiety about the war. Regardless of whether or not such grumbling
on the war was being actively voiced by women in Asunción, the figure
of the woman could have functioned as a way of staging an illegitimate
“rebellion” in which a feminized people who are out of place and remiss in
their duty are chastised by a figure of authority. Such oblique figures also
attest to the strain of not verbalizing what may have been obvious at that
point to all: that Paraguay was losing the war.
A closer look at the edition in which the father chastises his daughter
(November 21) reveals the seams of this strain. The same number begins
with an essay entitled “¿Nos vencerán?” which acknowledges that this is a
question on everyone’s tongue. The article, unsurprisingly, ends with an
emphatic “No! ¡Adelante pueblo heroico!” The reasons are however moral
rather than pragmatic:
Un pueblo joven, inocente y entregado al trabajo; que ha visto sobre sus
fronteras una horda de beduinos […] Se ha afrontado con abnegación a
todo género de sufrimientos, y sobre la eminencia del calvario, ha levan-
tado la sublime Cruz de su redención como el Cristo diciendo “Y beberé
este cáliz de amargura y con resignación apuraré hasta sus heces” (1).
The use of the Christ story also smuggles in a tale about probable loss and
death into the framework of a narrative of ultimate spiritual victory. The
same article expresses its certainty in victory with faith in López: “El acero
del Gran López traza los combates, señala a sus soldados el Puerto de la
Victoria, y con su mirada eléctrica inflama sus pechos y les infunde valor”
(1). López’s electrical gaze is an ambivalent image. While presumably acting
as a conduit of the valor needed for victory, it is also a panoptical eye. The
same image reappears in another article in the same edition entitled “El
retrato del Mariscal”. Here too López’s gaze is described as all-penetrating:
“cesa de ser móvil para llegar à adquirir una fijeza aun más imposible de
reproducir por el arte: Mirada fija que es un agudo barreno que taladra el
corazón de aquel a quien se dirije, y que penetra hasta lo más recóndito de
su pensamiento” (1). It is hard not to read a warning about judgment and
punishment of anyone whose faith in the war effort falters in this descrip-
tion of López’s powerful reach, especially given the infamous incidents of
López’s torture and execution of presumed traitors which included even
those who were his most devoted followers. The letter from the father to
his daughter, on the other hand, presents an alternate model for López’s
rule, based now not on the power of his all-seeing eye but appealing to the
need to maintain the ties and the natural structures of Paraguayan society
as mandated by God. He praises her husband as “un militar valiente, fiel y
176 A dr iana Johnson

sumiso a las ordenes de nuestro Supremo Magistrado” (1), declaring that


that alone is sufficient proof of his good character and that she has there-
fore no cause for complaint against him. The articulation between private
marital discord and the larger issue of the social discord in times of war is
echoed in several counter-examples to this misguided daughter presented
in the same edition under the form of a biography of a “heroic woman”
(a Tereza Figneur who fought in the French revolution) and a note in the
selection “Variedades” on women in Asunción who gave up their jewels
to the country’s war effort. The father counsels his daughter to summon
sweetness, complacency, courtesy and affability in her dealings with him,
in order to charm and win him over: “con este modo de proceder mantene-
mos los lazos de aquella vida social que debe unir a todos los hombres” (2).
Citing St. Paul at the end he recommends her to “respetar a sus maridos
como a sus cabezas, a quienes esten sumisas, como á Dios” (2). This little
exemplary narrative encapsulates a model of hegemony. It upholds both the
necessity of sweet words to maintain social ties and naturalizes those social
ties as preexisting the moment of a social contract (the moment when the
subject gives consent to those ties).

II. Speaking to the people


This vignette also models the newspaper’s own self-ascribed function as a
site of persuasion in the theatre of war. The attempt to speak to the soldier
through the written word project was not completely unfounded:
Durante la Guerra Guasú, la prensa fue empleada por el gobierno de López
no sólo como medio de información sino como un factor importante de
moralización y propaganda. El hecho de que el ejército paraguayo estu-
viera altamente afabetizado facilitó la propagación de los periódicos entre
la tropa. Dado “el uso intensivo de la imprenta, era común que los simples
soldados paraguayos estén mejor informados sobre la guerra que los
mismos oficiales brasileros”, escribe [Julio José] Chiavenatto (Genocidio
Americano: A Guerra do Paraguái) en un comentario que, aunque suene
exagerado, sirve para ilustrar el alcance del periodismo combativo y ex-
plicar la importancia que le atribuía el gobierno, aun a contrapelo de las
muchas dificultades que suponía su edición (Escobar 2).
In addition to the high literacy rate among the soldiers, one illustration in
the August 8 edition of the Cabichuí depicts or imagines a soldier reading
out loud to a group of four soldiers who are listening attentively and laugh-
ing. In such instances, the newspaper imagined itself as reaching beyond
a narrow circle of socialites in Asunción and speaking, if not to a general
national public, at least to the soldiers defending the country.
It is likely this desire to reach and mobilize the common soldier that
leads to those moments where the floating and disconnected network of
“Cara Feia al Enemigo” 17 7

signs which reigns over great part of the newspaper is punctured by a con-
crete local referent. Indeed, in its very first issue the newspaper declares
that it is aimed at a popular readership where popular is defined by the
lettered elite in terms of what it is not: it is not complicated, metaphysical,
but simple and digestible: “la publicación es para el Ejército, y las materias
que se tratan, nada tendrán de filosóficas ni de metafísica” (April 25, 4). It
will “amenizará las fatigas del soldado contándole sazonados chascarillos,
que son tan sabrosos en las campañas” (4). When it attempts to define the
nature of its popular address, therefore, it does so in words that would
seem to exclude its own republican rhetoric. Thus the father discussed
above both articulates an example of persuasive discourse (persuading his
daughter to follow his example) but also embodies a different strategy of
persuasion in the very use of a little parable with recognizable Paraguayan
characters to make its point.
The most striking examples of a more popular register are the illustra-
tions, which are, in fact, the element of the newspapers which have received
most critical attention thus far. Various critics coincide in the assessment
of the illustrations as a site of popular expression that did not necessar-
ily concord with the rhetoric and direction of the regime. The main art-
ist for El Centinela was Alejandro Ravizza, an Italian architect and artist
contracted by López himself in his efforts to Europeanize Paraguay, but
the other artists for El Centinela (and those of the Cabichuí) were by all
accounts of peasant extraction and had never been formally schooled. The
Paraguayan artist and art critic Osvaldo Salerno argues therefore that
a pesar de esa dirección dibujística de la imagen y a contrapelo de un
rumbo excesivamente ideológico que lleva a convertir en clisés idealizados
a los personajes y las situaciones de una historia demasiado difícil, la ex-
presividad popular logra a menudo revertir esos condicionamientos y revelar
verdades que están más allá de una versión oficial y excesivamente simplifi-
cadora. Es decir, puesto a crear, el soldado, en cuanto puede hacerlo, se zafa
de los esterotipos o los reconvierte de acuerdo a su manera de ver y sentir ese
tiempo cargado (Salerno 3).
Such transculturation from below applies not only to the more satirical
drawings, but to the other two formal tendencies isolated by Salerno: the
neoclassical representation of allegorical images which mythify epic ideas
and praise glorious characters as well as the more romantic Delacroix-type
representation of acts of heroism and valor. Salerno’s assessment of the il-
lustrations as a vehicle for popular expression is echoed by Ticio Escobar’s
analysis of the difference between prose and image in the papers, where
the written word is governed by official discourse but the illustrations
acquired some autonomy from this inflamed patriotic discourse:
178 A dr iana Johnson

No se trata de que, en desacuerdo con el texto, la imagen hubiera consti-


tuido un alegato opositor a López, figura impensable en ese contexto y
extraña al imaginario popular de entonces, sino de que ella se movía en
un sentido diferente. Si los artículos escritos expresan con nitidez tanto
las pretensiones cultas como las inflexiones de aquel ideario republicano,
los grabados desembocan a menudo en una escena abierta en otro suelo.
Aunque ilustren el boato de López lo están desmintiendo (porque no lo
sienten, porque lo hacen distraídamente desde una sensibilidad diversa).
Aunque proclamen principios republicanos, lo hacen invocando memo-
rias oscuras o talantes demasiado alegres como para recoger el tono grave
que ciertas ideas requieren. Por eso, la imagen se desarrolla en un sentido
autónomo al del texto y opuesto a él muchas veces (Escobar 4).
According to Escobar and Salerno the newspapers would thus constitute
two texts, much like Guaman Poma’s El Primer Nueva Corónica y Buen
Gobllierno. The autonomy of the image is all the more significant if Escobar
is right in his assessment that the image acquired greater power over the
soldiers than the written word despite their high literacy rate. He cites a
passage from the May 3 edition of the Cabichuí which suggests as much:
“Afecto a las ideas mudas pero elocuentes que obra el lápiz sobre el papel,
(el periódico) hablará más acaso con sus gravados de caricaturas que con
sus mal zurcidos artículos” (Escobar 4). The contrast between the written
and visual mediums would be a symptom of the failure of the written word
to dig deep roots in Paraguay. This means not only that visual and oral
mediums are the places for popular “expressions” as Salerno and Escobar
suggest but that they are the most propitious terrain upon which an imag-
ined community could be—or could have been—constructed in Paraguay.
I want to emphasize that in saying this I am not suggesting that the difficul-
ties of the written word are unique to Paraguay, but that they are particu-
larly stubborn there. This, after all, is a country that was not able to produce
the foundational fictions that sprang up elsewhere in Latin America.
Yet what I’m also trying to argue here is that the difference between
image and word is not the only faultline revealed by the newspaper, and
that the written word is itself traversed by tensions and fissures between
different discourses and projects. The republican rhetoric gives way to cos-
tumbrismo when the newspaper endeavors to imbue Paraguayan-ness with
content in the publication of stories, anecdotes and jokes, some of which
seem to have local, oral origins, a series of letters which take on the voice
of an older soldier of humble peasant extraction as well as some presumed
letters between the centinela Mateo and his wife and her sister. These at-
tempts to speak the language of the people take literal form in the use of
Guaraní—however sparing. These include the letters to and from the cen-
tinela Mateo and others, poems (some of which are also bilingual) and
captions of illustrations. The newspapers decision to use Guaraní is explic-
“Cara Feia al Enemigo” 179

itly voiced in an article entitled “Literatura Guaraní”: “el idioma primitivo


de estos pueblos guerreros, aún no ha sido investigado por los Filólogos y
por consiguiente su literatura permanence oculta para este ramo impor-
tante de la ciencia [...] El Centinela, hijo de esa raza de valientes, tiene el
especial gusto de hablar a sus compañeros de armas en el idioma de sus
mayores; por que él sabe inspirar ese ardor bélico, que dió tanta celebridad
à la raza guaraní” (May 16, 3). Although the use of Guaraní is intended to
bring the newspaper closer to the soldier this passage denaturalizes it in the
very attempt to naturalize it by locating it in a primitive past. It also betrays
its distance from the same soldier in its initial approximation to Guaraní
through the discourse of academic knowledge, revealing the anthropologi-
cal substrate of costumbrismo.
Yet another place where a Paraguayan particularity is marked are the
various pieces on local riches including coca and maté. Like the use of
Guaraní, the series on coca addresses a local product through a foreign
gaze. It begins with “Esta planta medicinal de tantas virtudes y valor, se ha
descubierto en abundancia en muchos puntos del país. Es una verdadera
adquisición y una riqueza más en la República. Mientras por un lado
nuestros enemigos tratan de aniquilarnos, florece la industria y se hacen
descubrimientos que honran à nuestro ilustrado Gobierno” (September
19, 4). In addition to its immediate inscription in a discourse of official
glory, the series on coca is also articulated in the discourse of scientific
knowledge. Symptomatic of this is the fact that it is the only series to have
footnotes. It sets out therefore to educate an audience that is presumably
unfamiliar with the properties of its nation’s own riches.
On the other hand, the piece on maté on May 2 takes the form of a
discussion between a maté and a cigarette regarding which of the two is
the most valuable. The cigarette claims the virtues of consoling and lift-
ing the spirits of the user, but its principle virtues are articulated in terms
of its ubiquity and universality: it is used by the merchant, the writer, the
military man. It is “conocido en todo el mundo, y los suspiros del hombre
suben hasta el trono de Dios en las columnas de humo que despide un
buen cigarro” (4). The cigarette is also associated with the representation
of glamour: “Un Cigarro en los labios, dá mas gracias al rostro; por eso
vemos muchos retratos elegantes con su lindo cigarro” (4). The benefits of
maté, on the other hand, are harder to verbalize. Its speech is indeed much
shorter. It claims to have the same energizing and uplifting effects as the
cigarette and then points out the negative effects of the cigarette which
are not shared by maté (stained teeth, sickness and lingering smell). But
the fundamental appeal takes place in the first sentence: “Un mate por la
mañana ò despues de la siesta ¿hay cosa más sabrosa y confortable?” This
statement depends not on the circulation of images of the universal use of
180 A dr iana Johnson

its product but on a more intimate relation with its audience. It is based
on the assumption that all of its readers drink maté. The brevity of the
lines given to the maté also indicates that this shared knowledge cannot
be articulated. To the extent that maté is a fundamental part of local daily
life it is invisible and taken for granted. The cigarette claims that one of the
drawbacks of maté is that it is necessarily accompanied by a series of accou-
trements (fire, water, straw and gourd) where the cigarette travels lightly
and freely. Yet it is precisely the insertion of maté in the tangle of everyday
living which gives it its density. Indeed, the argument cannot be solved
from the vantage point of the objective discourse of knowledge but from
a subjective position. The Centinela Mateo, who pronounces his judgment
in rhyme, declares himself unable to choose between the two because he
can not live without either.

III. Bringing the Enemy Down


The most successful attempts at a popular language in El Centinela, how-
ever—both in the mediums of word and image—take place in its represen-
tations of the enemy. This suggests that while the regime may have failed
in hegemonizing the meaning of the war and translating it into a struggle
in favor of a particular political project the negative project of prevent-
ing a foreign invasion proved much easier to enunciate. It also suggests
that when it came to satirizing the enemy the newspapers may have had
a wealth of discourses already in circulation among the soldiers to draw
upon—in the forms of jokes, rhymes and short stories—instead of needing
to recur to models found on paper.
The enemy in question was Brazil, despite the fact that Paraguay was
fighting against an alliance of three nations. In the very first number the
newspaper declares that it has “una pesadilla y es el ódio al Brasil—Así
que todos sus trabajos, su sangre, su vida y su fusil están al servicio de la
idea dominante” (April 25, 4). There are at least two reasons why Brazil is
the easiest target: the first is that as an empire it represented a difference
in political form. The second—and most important—was the fact that the
majority of its soldiers were black slaves. Both of these reasons were yoked
together in the pages of El Centinela. On the one hand, the fact that the
Brazilian soldiers were slaves was rendered symptomatic of the inequalities
that accompanied the backward and barbaric form of empire in contrast
to a more homogeneous community of equals implied by the form of a
republic. The presence of such extremes and contrasts turned Brazil into
the place of the grotesque. On the other hand, the slave become a figure
for enemy’s Achilles heel. The Brazilian empire might have been a giant
brutal Goliath, overreaching in its lust for power, but it was dependent on
the slave. The Brazilian emperor was only “el Monarca de imbéciles escla-
“Cara Feia al Enemigo” 181

vos” (July 18, 1) or “el augusto soberano de los macacos” (June 13, 4). The
discourse used to represent Brazil tended to a Bakhtinian carnivelesque
language in which the main object was to bring the high low through wit,
irreverence, caricatures and eschatological humour. One example of this
language is a piece which accompanies an illustration entitled “A los negros
con las nalgas”:
Nuestros cañones están en guardia, y los soldados han bajado los calzones
para hacer cara feia al enemigo. Caxias que desde un aerostático divisó
los nalgatorios a guisa de cañones, hizo alto en Tuyucué, y ha dado parte
al Generalísimo diciéndole, que desde el globo ha observado que todas
las trincheras enemigas están protejidas por cañones de nueva invención,
y que sería prudente suspender el ataque hasta no conocer los efectos de
los nuevos proyectiles./ Pues, señor, es preciso anunciarnos con porotos
y otras materia ventosas, para sacar al Marqués de su perplejidad y darles
fuego a los negros con la culata (August 8, 2).
Despite the size and power of the Brazilian Empire this piece shows how
it was not represented as a particularly threatening enemy. Its representa-
tion lacked, for example, the hysteria present in the Brazilian press some
thirty years later when reporting on the campaign against the community
of Canudos in the sertão. Instead it was portrayed as comical and absurd.
As the example above suggests, the slave was not the only butt of jokes
which extended to include the emperor D. Pedro, Caxias (the comman-
dor of the Allied forces) and the attempted use of new technology by the
Brazilian army such as balloons. The slave occupied, however, a place of
privilege in this strategy of bringing the enemy down. This means that
while the injustice of the Brazilian empire could have been underscored
by condemning the dehumanization of slavery, the figure of the slave was
exploited instead for his very abjection. There is only one instance when
El Centinela suggests extending the presumed benefits of freedom that ex-
ist in the republic of Paraguay to those who are already victims of em-
pire: “Los negros tendrán que agradecernos, porque al fin los haremos vi-
vir sin argollas, sin cadenas y sin opresión. Ellos cuando sientan lo que se
llama libertad, se arrepentirán de haber hecho cara feia desde la distancia
à los paraguayos” (April 25, 3). In general, however, the discourse of the
Paraguayan newspapers capitalize on the victimization of the slave; this
strategy is given voice in one piece where the Paraguayan seeks to avail
himself of the tools of oppression of the slave to win the war: “El chas-
quido del látigo, que día y noche truena sobre las espaldas de los miserables
negros del Brasil, es el castigo más temible y horroroso para esos ilotas
[…] Basta mostrar a los negros un látigo para que pierdan el juicio y sal-
gan gritando como unos verracos […] ¡Nada de bombas y de cohetes à la
Congreve! ¡Viva la invención del chicote y látigo con los negros del Brasil!”
(May 9, 2).
182 A dr iana Johnson

The representation of racial difference was the first and most obvious
element in this strategy. This took place both through a grotesque and al-
most satirical version of scientific racism which detailed the physical im-
perfections of the black body such as the fact that it attracts more insects
than the Paraguayan or that it is unable to withstand cold: “La sangre del
negro tiene cierto olorcito corrompido que atrae estos insectos […] la san-
gre del paraguayo es limpia y pura y no tenemos corrupción ni cadáveres”
(April 25, 3); “Consituido el negro para las regiones tropicales, no puede
vivir entre los hielos: se le contraen los pulmones, arroja de la boca una
espuma semejante a la que forman las cascadas, y la piel se convierte en ho-
juelas harinosas, que al rascarse parece que desprendieron ceniza vegetal”
(June 20, 1). The bestialization of the slave also took place through their
characterization as monkeys in rhymes such as the following: “Grita el ne-
gro como un mono/Al frente del Paraguayo/Y en eso consiste el tono/Del
charlero papagayo” (May 2, 4), or “A mi me dicen, Macaco!/Señor Alcalde
¿qué haré?/Vaya usted con Dios, Macaco/Que yo los castigaré” (September
12, 4). Another example of this more popular, humorous register are the
many little stories and anecdotes which exploit the supposed stupidity of
the slave (but where he takes on more human proportions). One of these
tells of a pact made by a Brazilian and an Argentine to help each other. The
Argentine is shot in the leg and pleads to his Brazilian friend for help. The
Brazilian picks him up and is carrying him to the hospital when another
bullet takes off the Argentine’s head. He is stopped on the way by a doctor
who asks him why he is carrying the body. I’m taking him to the hospital,
he replies. “¡Imbécil! ¿No ves que va sin cabeza?” The soldier surprised,
turns his head and says “Pois elle naô me tinha fallado senaô da perna”
(November 21, 4).
It is in the representation of the Brazilian enemy that I believe we can
read a convergence between popular discourse and official discourse in
El Centinela and which underscores, in contrast, the lack of such conver-
gence elsewhere in the pages of the paper. The use of carnivalesque lan-
guage does not therefore signify an extra-official discourse, but one that
may have been succesfully appropriated by the regime. I read such con-
vergence in the articulation between the satire of the Brazilian enemy
and the existence of a register that corresponds to the empty republican
rhetoric: namely the inability of the Brazilian slave to posess honor or cour-
age. The level of affect surrounding the concept of courage is so great that
this, rather than the kinds of physical differences that appear in the lan-
guage of scientific racism, seems to mark a more meaningful difference
between the slaves and the Paraguayans: “¿Qué estímulos de honor pu-
eden sentir esos miserables y abyectos esclavos de la prepotencia y de la
sensualidad? De qué, nada grande o siquiera mediano, pueden ser capaces
esos raquíticos entes, fruto ruin de lozano y gallardo árbol, hijos pigmeos
“Cara Feia al Enemigo” 183

de gigantes padres […]” (August 1, 1). What characterizes the Brazilian


above all in the pages of the newspaper is fear: “Fué tal el miedo que se
difundió entre los negros, que todos à una voz dijeron que no pelearían
ese día” (August 22). Rather than rallying the troops with the image of a
threat, therefore, the black slave is used instead as a device for conjuring
away fear: the slave is both turned into an absurd caricature which evokes
laughter rather than fear, but also—to the extent that the greatest proof
of their abjection is their own fear—signals the inadmissability of fear in
the Paraguay. Fear is the ultimate crime. It is what the Paraguayan soldiers
must never feel. This operation is given voice in the newspaper’s first issue
where it is admittted that the Brazilian soldiers could be frightening: “los
negros hacen visajes que causan espanto, y por cierto que este feliz recurso
es mas temible que sus bayonetas”. But the newspaper models a response
to this fear in the figure of its main character who has been taught by his
elders (as the soldier is now being taught by the newspaper) to be fearless
in the face of such extravagant creatures: “El Centinela, habría apretado el
gorro en vista de semejantes escuerzos, si sus Padres no lo hubiesen criado
sin miedo, especialmente a los diablos, a las brujas, a los duendes y a los
negros” (April 25, 4).
If the representation of the Brazilian signals the possibility of conver-
gence between popular and official discourse, the representation of the
Argentine soldier, on the other hand, harbours more transgressive possi-
bilities. The primary representation of the Argentine is through a simu-
lated interior perspective in the form of a recurring section composed of
letters written by a presumed Argentine soldier. One of the functions of the
letters by this soldier is to depict the enemy camp as entirely demoralized.
They are cold, frightened of the spreading disease and hunger, and certain
that they’re losing the war: “Las operaciones bélicas de Caxias se reducen
a cavar fosos y levantar trincheras en este punto, porque ha visto que es
imposible avanzar un paso más” (August 29, 4). “Se dice que atacaremos
y ojalá sea el estómago, que lo tenemos bien flaco; por que eso de atacar
a VV. es cosa que huele à cementerio. La sola voz de pelea ha causado a
los negros una diarrea general que están sin amarrar calzón” (July 4, 2).
The Argentine soldier is presumably being marshaled to raise the spirit
of the Paraguayan troops, by showing the weakness of its enemy. While
the Argentine is thus, like the Brazilian, associated with cowardice and
fear it is not a cause for laughter, but rather for sympathy in the case of the
Argentine. The Argentine’s location in the enemy camp is an accident, a
fault of the leadership from which the soldiers are divorced. Indeed, they
are depicted as not supporting the war and desirous only of peace: “No
quiero que mi nombre figure en el proceso de la iniquidad, ni que mis hi-
jos lleven sobre la frente la marca de Caín” (October 3, 4). The Argentine
184 A dr iana Johnson

soldiers are thus not the enemy of the Paraguayans but brothers to them.
The correspondent sometimes signs off as “Adiós buen amigo.”
It is the fact that the Argentine is not demonized, but described instead
in terms that turn him into the mirror image of the Paraguayan soldier
that also make him a possible site within the paper for a more corrosive
discourse. While the Brazilian soldier worked to conjure away fears, the
figure of the Argentine soldier may have had the opposite effect, articulat-
ing the fears and doubts of the Paraguayans. Moreover, the Argentine sol-
dier is especially interesting to the extent that it opens up a breach between
the project of fighting an enemy and constructing a nation-state. If the
Argentine scarcely differs from the Paraguayan it calls into question the
meaning of the national frontier separating them. What is the content of
being “Paraguayan” or “Argentine” if they speak in identical voices? This
is especially true given the fact that the Argentine shares the racism of the
Paraguayan soldier: “V. sabe que yo no quiero a los macacos y si solicité esta
colocación fué para no dejar un negro vivo en la Banda Oriental” (May 23,
4). The figure of the Argentine soldier suggests that fighting the Brazilian
enemy is not identical to a specifically Paraguayan national project.
As a safe mouthpiece for a counter-official discourse the Argentine
soldier also finally becomes the place where a meta-commentary on the
newspapers own discourse can emerge. Hence, for example, the newspaper
articulates the lack of events through the mouth of the Argentine: “en esta
y en la semana pasada nada de novedad ha ocurrido por acá” (May 23, 4);
“Desde mi última correspondencia de la semana pasada, nada de novedad
ocurre por acá” (August 29, 4). More importantly, however, it is through
the mouth of the Argentine that the newspaper reveals the seams of its
own counter-factual discourse. Mitre, says the soldier, is preparing some
“coplas diplomáticas”:
Y hace bien de hablar en verso; porque este lenguaje es de enamorados
y no de guerreros. La poesía tiene licencias y metáforas, que el arte de la
guerra prohíbe—En verso se puede finjir sin responsabilidad, y la alianza
puede campear en los espacios de la imajinación a rienda suelta, forjándose
batalles triunfales, coronas, laureles, héroes y un mundo de ilusiones dora-
das que la descarnada realidad no puede ofrecer en el terreno de la guerra.
Los niños y los poetas viven de ilusiones—La guerra se sustenta con fuerza
y valor, que es lo que nosotros no tenemos, si bien sobreabundamos en
bardos y cotorras parleras (July 4, 2).

Like Mitre’s poems the newspaper forges a world of illusions. If the war
was to end in disaster for Paraguay, so—one could say—was the project to
forge a republic through writing. And yet it is precisely as a tangle of illu-
sions, lies and fictions—as the elaboration of a counter-history that never
came to be—that the newspaper is interesting. Gilles Deleuze’s elaboration
“Cara Feia al Enemigo” 185

of the false comes to mind in this regard. Just as the simulacrum is not for
Deleuze a degraded copy but contains a positive power that calls into ques-
tion both original and copy, so the false is not simply untruth but a mul-
tiple, differential, Other point of view. “What is opposed to fiction is not
the real,” he says “it is not the truth which is always that of the masters or
colonizers; it is the story-telling function of the poor, in so far as it gives the
false the power which makes it into a memory, a legend, a monster” (150).

Works Cited
Amigo, Roberto. Guerra, Anarquía y Goce: Tres episodios de la relación entre la cultura popular y el arte
moderno en el Paraguay. Asunción: Centro de Artes Visuales/Museo del Barro, 2002.
Anderson, Benedict. Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London:
Verso, 1991
Barret, Rafael. El dolor paraguayo. 1911. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1987.
Blanchot, Maurice. “Everyday Speech”. Yale French Studies 73 (1987): 12–20.
Deleuze, Gilles. Cinema II: The Time Image. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1986.
El Centinela: periódico de la Guerra de la Triple Alianza, Asunción: Centro de Artes Visuales/Museo del
Barro, 1998.
Escobar, Ticio. “El arte de la Guerra: Los grabados del periodismo durante la Guerra Guasú”. In
Richard N., Capdevila L., Boidin C. editors. Les guerres du Paraguay. Paris: Colibris, 2007.
Meliá, Bartomeu. El Paraguay Inventado. Asunción: Centro de Estudios Paraguayos “Antonio Guasch”,
1997.
Roa Bastos, Augusto. “La narrativa paraguaya en el contexto de la narrativa hispanoamericana
actual”. Revista de crítica literaria latinoamericana 10.19 (1984): 9–21.
Roa Bastos, Augusto. “Una cultural oral”. Hispamérica. 46/47 (1987): 85–112.
Rama, Angel. The Lettered City. 1984. Durham: Duke University Press, 1996.
Salerno, Osvaldo. “Presentación”. El Centinela: periódico de la Guerra de la Triple Alianza. Asunción:
Centro de Artes Visuales/Museo del Barro, 1998.
Vázquez, José Antonio. “Portada”. El Centinela: periódico de la Guerra de la Triple Alianza. Asunción:
Centro de Artes Visuales/Museo del Barro, 1998.
Después de
la Tentación y la Caída:
la nación-estado
y sus imposibilidades
The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 189–204

Proferir lo inaudito:
Tablas de Sangre de José Rivera Indarte

Lelia Area, Universidad Nacional de Rosario-Fundación


del Gran Rosario

Rosas fue lo que el pueblo argentino quiso que fuese.


—A ntonio Zinny, Historia de los gobernadores de las provincias argentinas

Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente


pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible.
—Jorge Luis Borges, “Tema del Traidor y del Héroe”

I. Preliminar
El movimiento de independencia hispanoamericano, lejos de conducir a
la organización de estados independientes, instaló a las nuevas naciones
en un estado de guerra, producto de la imposibilidad de consolidar algún
tipo de proyecto hegemónico por parte de las facciones en pugna. Esta re-
ducción a guerra se dio, no sólo, en el campo de batalla sino que—como
es posible de pensar—se proyectó al mismo espacio discursivo, haciendo
que la palabra se constituyese en un arma más para la eliminación del ene-
migo. “Tomando ora la pluma ora la espada”, de acuerdo a una tradición
hispánica de largo arraigo, el liderazgo político se materializó entonces
a través de una profusa productividad discursiva que, desde nuestra
perspectiva actual, llena los intersticios de la acción militar y da sentido a
los avatares de la lucha.
En este contexto, el lenguaje fue una herramienta fundamental para con-
vencer de la verdad de una realidad que—paradójicamente—no para todos
era ni tan real ni tan verdadera. Sería posible decir, entonces, que las nacio-
nes surgen desde la ciudad escrituraria que postuló Ángel Rama en La ciudad
letrada (1984); aunque sólo algunos lo supieran. Los caudillos, y a su modo
también los escritores, lucharon para concretar una independencia que no
todos deseaban. Así, el lenguaje no solamente se limita a demarcar una reali-

189
19 0 Leil a A r ea

dad, sino que se convierte en un acto de poder en la medida en que tanto per-
sigue crear la realidad cuanto imponer una nación donde algunos creen que
no existe, enterando a los demás por el mismo acto de la palabra todopode-
rosa. De esta suerte, la palabra escrita en América, desde la Conquista en
adelante, sería un instrumento de poder al servicio de las clases dominantes,
ya se llamaran españolas, criollas, “siervas” o “liberales” (D’Alessandro).
Es precisamente en este marco que me interesa evocar la polémica
sentencia de David Viñas cuando planteaba que “la literatura argentina
[comenzaba] con [Juan Manuel de] Rosas” (Literatura Argentina 4) para
situarla simbólicamente “en una librería facciosa” donde se funda, en 1837,
el Salón Literario; percibido como el lugar de convocatoria a partir del cual
se armaron las fronteras intelectuales de una generación política que pro-
duce y se produce desde lo literario. Una generación fundada como una es-
cena de lucha de polaridades antitéticas desde donde inscribe un territorio
escindido, desgarrado en el que el escritor—el letrado—cumple un papel
de desconcierto político que, al mismo tiempo, produce una revolución
cultural.
Aclaremos un poco esta afirmación. En 1837 hace dos años que Juan
Manuel de Rosas ha llegado por segunda vez al poder, en este caso como el
indiscutido jefe de su provincia de Buenos Aires y de la facción federal en
un desunido país. Su victoria se aparece a todos como un hecho irreversi-
ble y destinado a gravitar durante décadas sobre la vida de una nación
en formación. Es entonces cuando un grupo de jóvenes provenientes de
las elites letradas de Buenos Aires y el Interior se declaran destinados a
tomar el relevo de la clase política que ha guiado al país desde la revolución
de Independencia hasta el fracaso del intento de organización unitaria de
1824–1827; fracaso evidente, si se evalúa el triunfo en el país y en Buenos
Aires de los “amenazantes” jefes federales. Frente a ese grupo unitario rele-
gado por el paso del tiempo y aniquilado por el fracaso, se erige un nuevo
grupo que se autodefine como la Nueva Generación.1 Si ese fracaso unitario
puede ser ubicado en el fatigado espacio de supervivencia del Iluminismo,
la Nueva Generación se coloca bajo el signo del Romanticismo y por lo
tanto se considera mejor preparada para asumir la función directiva.
En este marco, la idea de la soberanía letrada, justificada por la pose-
sión exclusiva del sistema de ideas de cuya aplicación dependiera el cuerpo
político (y no sólo político) de la nación explica el entusiasmo con que la
Nueva Generación asume de Victor Cousin el principio de la soberanía de la
razón. Esteban Echeverría convertiría esta convicción en doctrina cuando
en 1838 escribe el Credo de la Joven Generación. De esta suerte, la avasalla-
dora pretensión de constituirse en guías del nuevo país (y su justificación
por la posesión de un salvador sistema de ideas que no llega a definirse con
precisión) estuvo destinada a alcanzar indudable influencia (aunque no
evidente en lo inmediato). Heredera de ella era la idea de acción y enfrenta-
Proferir lo inaudito 191

miento políticos, las que para encontrar su justificación, debieron plante-


arse como imposición a una Argentina que en treinta años de revolución no
había encontrado su forma.
En 1837 la Nueva Generación se percibe a sí misma como la única guía
política (posible) de la nación. Pero . . . está Rosas. Rosas que representa el
único—y último—obstáculo para el advenimiento de una etapa utópica
de paz y progreso. Adolfo Prieto definió claramente este momento de la
historia argentina como
un verdadero trauma de la conciencia colectiva, un golpe que escindió a la
sociedad en réprobos y elegidos, condenando a los dos sectores a la mutua
recriminación, [situación que] la literatura de esos años agigantó y volvió
más espesa la sustancia de un conflicto típicamente maniqueo, y la litera-
tura posterior, desgajada de las bases históricas y sociales que le dieron ori-
gen continuó, sin embargo, reviviendo en la conciencia colectiva las viejas
tensiones del conflicto. Réprobos y elegidos otra vez. Réprobos reducidos
al silencio y a la postergación sistemática. Elegidos que poseen la verdad
única y la dirección exclusiva del proceso social (Prieto 37).
La figura demonizada de Juan Manuel de Rosas se diseñaría a través de
los tonos de una biblioteca facciosa2 cuya función patrimonial fue exponer
desde sus anaqueles los “ejemplares” constitutivos de un canon beligerante
y organizador de una memoria resentida y rencorosa de nación. Esta me-
moria se constituye a partir de un proceso de novelización, cuya preten-
sión habría sido armar—en el doble sentido del término—el modo de leer
agónico del Gran Antagonista 3 de su época. Gran Antagonista como efecto
de un montaje cuyas trazas imaginarias se entrecruzan, inficionan y con-
taminan de auctoritas pública y privada mientras construyen ese modo de
leer maniqueo y tautológico, a la vez, llamado Rosas.
Así, la figura de Juan Manuel de Rosas aparece en el imaginario del siglo
XIX como una representación encarnada en el nombre contaminante tanto
del cuerpo político como del corpus literario de un canon faccioso, conser-
vatorio y traductor de los tonos rencorosos y resentidos con que la violencia
política se inscribió en el espacio literario. En nuestro caso, resulta más
que interesante constatar cómo esta afirmación se ve resignificada, curio-
samente, desde las brillantes evaluaciones de un historiador como Emilio
Ravignani, cuando afirma que:
De Rosas puede decirse lo que el historiador Albert Vandal dijera de
Bonaparte: “la leyenda precedió a su historia.” Fue de entre todos los
personajes del período anterior a la organización nacional y dentro de la
categoría de los llamados caudillos—a nuestro juicio, también ha sido un
hombre de gobierno—el más adulado a la par que el más odiado y el más
combatido; característica que ha trascendido hasta nuestra época no sólo
al género histórico, sino también a la novela, al melodrama y a la concien-
cia popular. Casi se diría que el conocimiento de Rosas es algo así como
una roja noticia de corte policial (Inferencias 13, énfasis nuestro).
192 Leil a A r ea

Avanzando, entonces, un poco más digamos que existe un Rosas que ha


sido menos historiado que novelado y esa novelización ha sido contagiada
con todos los tonos de los (malos y buenos) folletines del siglo XIX. 4 Como
alguna vez se dijera, otros hombres públicos odiados y maldecidos han
tenido la fortuna de no merecer en tan alto grado la atención preferente de
las comadres de ambos sexos, amantes de explicarlo todo por la “[¿] por
qué lo eliminaste? Es citafístula” (Pereyra, Rosas y Thiers).
Digamos que ese relato carnal al que he denominado—en otras oca-
siones—la novela argentina de Juan Manuel de Rosas (Area, “Escritura
y política”) se ha instalado en el espacio imaginario de la historia patria
como gesto narrativo—agónicamente narrativo—al tiempo que ha ocu-
pado—y preocupado—a gran parte de los escritores argentinos de dos (o
tal vez ¿tres?) siglos. Escritores que siguen incorporando tonos y temas
a los anaqueles de esa biblioteca facciosa armada como emblema de un
modo de leer el proyecto de construcción de la nación argentina. Novela,
finalmente, entendida como proyecto político a partir del cual “emergiera”
una figura de nación como producto de invenciones político-culturales,
escenario de un conjunto de lazos sociales modernos y regulados entre los
habitantes de un corpus territorial. Así, el territorio patrio sería visto (y
sentido) como un libro en el que habría de inscribirse con letra agónica la
narración imaginaria de un proyecto de nación, una tabula rasa que, una
vez cincelada, portaría todas las marcas necesarias para lograr el mitificado
progreso mientras construye una imagen de sociedad secreta enfrentada a
su Otro paradigmático. Como alguna vez afirmara Esteban Echeverría,
estando Buenos Aires sentada a orillas del grande estuario del Plata, era
natural que allí se sintiese un movimiento intelectual paralelo al que sos-
tienen los proscriptos argentinos fuera de Buenos Aires, porque en Buenos
Aires hay inteligencias como en cualquiera región del mundo. Esto era in-
dudable, al menos en otro tiempo. Pero ha sucedido, que así como Rosas ha
hecho una federación y una dictadura a su modo, se ha formado también
en ese Buenos Aires una literatura de Rosas, y las inteligencias deben seguir
el impulso que Rosas quiera darles y moverse en la órbita que les trace. […]
Ese movimiento tiene dos modos de ser: uno latente, impalpable, invis-
ible, como el calórico y la electricidad, otro tangible, apreciable como las
evoluciones de un planeta. Es claro que yo no puedo hablar del primero
[…] el segundo quedará caracterizado por el movimiento intelectual de
Buenos Aires. […] Pues bien: la fuerza engendradora de ese movimiento
en Buenos Aires, procede de una sola inteligencia, y esa inteligencia es la de
Rosas, porque así como es dueño de la hacienda, honra y vida de todos los
argentinos, es dueño de todas las inteligencias y ninguna piensa y se mueve
sin su beneplácito, o más bien Rosas resume y representa todas, porque
Rosas es el gran Pan, el gran Todo de los panteístas (Echeverría, “Literatura
mazorquera” 210–211).
Desde ese contexto bélico causado por el fracaso del proyecto hispano-
americano, la representación—Rosas aparece como el horizonte posible a
Proferir lo inaudito 193

partir del cual la nación puede pensarse, ya sea desde la adscripción a su


figura o desde su rechazo. Como alguna vez planteara Nicolás Shumway,
[…] otro factor de la ecuación argentina que suele pasarse por alto en las
historias económicas, sociales y políticas: la peculiar mentalidad divisoria
creada por los intelectuales del país en el siglo XIX, en la que se enmarcó
la primera idea de la Argentina. Este legado ideológico es en algún sentido
una mitología de la exclusión antes que una idea nacional unificadora, una
receta para la división antes que un pluralismo de consenso. El fracaso en
la creación de un marco ideológico para la unión ayudó a producir lo que
Ernesto Sábato ha llamado “una sociedad de opositores”, tan interesada
en humillar al otro como en desarrollar una nación viable unida por el
consenso y el compromiso. (Shumway 12, énfasis nuestro)
Será, en verdad, una nación que se percibe desde la exacerbación de una
teatralidad expuesta a la mirada y fundada sobre la materialidad del cuerpo
político considerado a partir de una doble perspectiva: carga (im)pulsiva
y carga textual. Pero también construida desde y con una memoria renco-
rosa y ritual que insiste y persiste en un relato opositor y diferencial donde
se construye y destruye sistemáticamente el montaje figurado de un pater
patrias con tonalidades de extremas—y hasta inauditas; un montaje semio-
político de tal sonoridad que fuera la razón directa de la producción de uno
de los momentos de mayor expansión intelectual de la historia argentina. Un
relato carnal, en síntesis, que hasta logra en un golpe de sincronía materiali-
zarse como mito de origen en la furibunda y paradojal escritura de José Rivera
Indarte cuyo discurso durante este período llegó a independizarse, cobrando
cuerpo y contraponiéndose incluso en versiones y perversiones de las faccio-
nes en pugna. Versiones entendidas como la puesta en escena de modos de
ver, que siempre implican modos de leer lo real; instaladas desde la imagen de
una figura veritatis, es decir, de una figura de la verdad, de un montaje, ellas
vehicularon un sistema de creencias donde la voz de la(s) facción(es) verdad
aparecerá siempre como un intento de rodear desde ángulos diversos una
totalidad que, por definición, no podía ser nombrada por completo.

II. El ma/l/ogrado Rivera Indarte


¡Yo no tengo amigos! Todos ellos son mis enemigos.
—José Rivera Indarte en Vicente Fidel López, Evocaciones Históricas

Ahora bien, ¿quién había sido ese José Rivera Indarte en el marco de la letra
facciosa que novelizara la figura del Gran Antagonista? Panfletario de vio-
lentas pasiones, Rivera Indarte (1814–1845) curiosamente había atravesado
la Biblioteca como acérrimo rosista en una primera época de su existen-
cia. Será en este marco que los relatos de época lo ubiquen enfrentado—y
enfrentándose—a los Jóvenes de Mayo por medio de la prosa y el verso, del
periódico y del libelo.
194 Leil a A r ea

Recordemos que esa juventud, entre otras cuestiones, buscaba instalar


un lenguaje-otro (sic) que les otorgara la propiedad imaginaria de la letra
americana. Desde esta perspectiva se producían
las manifestaciones de hispanofobia, la acentuación de escenografías
propias y el manejo del idioma con libertad, comodidad, desenfado y hasta
arbitrariedad: en una proporción cualitativamente significante. Recién con
los hombres del 37 las palabras coaguladas en la inmovilidad de la colonia
empiezan a vibrar, crujen, giran sobre sí mismas impregnándose de un
humus renovado y adquiriendo otra transparencia, peso y densidad, o se
resquebrajan y parecen licuarse desplazándose ágiles, con nuevas aristas,
en insólitas alianzas o a través de prolongadas y maduras cariocinesis
(Viñas, Literatura argentina 8–9).
No obstante, esa hispanofobia de la juventud universitaria no contagiaría
a Rivera Indarte, quién como joven estudiante componía diarios manus-
critos, en verso y prosa, donde apostrofaba dura y sarcásticamente a sus
maestros y condiscípulos mientras defendía y exaltaba a España. Vicente
Fidel López, en su “Autobiografía. Primeros años. Escuela y Universidad.
Maestros y compañeros de estudios”, nos lo retrata de esta manera:
Había en aquella clase 86 alumnos. El profesor no se sentaba, andaba de
uno a otro extremo, enseñando y vigilando. Había algunos de todas mar-
cas, y mucho guarangaje por las grescas de los partidos. Solía aparecer
por allí Rivera Indarte vendiendo un periódico manuscrito suyo, lleno de
calumnias e insultos a profesores y estudiantes. Tendría entonces 16 ó 18
años. Cuando los injuriados lo pillaban, lo molían a palos y moquetes: y
cuando huía, lo corríamos en tropel. Hubo vez que, no pudiendo escapar,
se metió en la playa con el agua a la rodilla; mientras que de lo seco lo
lapidábamos; yo era de los chicos, figuraba en el montón; los jefes que
hacían justicia eran los grandes: Rufino Varela, Eguía y muchos otros.
Desde entonces este Rivera Indarte—un canalla, cobarde, ratero, bajo,
husmeante y humilde en apariencia, como un ratón cuya cueva nadie
sabía—tenía mucho talento y un alma de lo más vil que pueda imagi-
narse. El retrato que Saldías hace de él es exactísimo (López, Evocaciones
Históricas 29–30).
Repudiado y castigado por sus compañeros, finalmente expulsado de las
aulas universitarias, se ausentaría del país por corto tiempo; a su vuelta, re-
ingresa en la universidad, reanudando la actividad de su pluma. Más tarde,
en 1835 transformado “convenientemente” en fanático rosista, escribió el
“Himno de los Restauradores”5 :

[Coro] / Alza ¡oh, Patria!, tu frente abatida, / De esperanza la aurora lució;


/ Tu adalid valeroso ha jurado / Restaurarte a tu antiguo esplendor. / 1 / ¡Oh,
gran Rosas! Tu pueblo quisiera / Mil laureles poner a tus pies; / Mas el gozo
no puede avenirse / Con el luto y tristeza que ves. / ¡Aguilar y Latorre no
existen! / Villafañe, el invicto, murió; / Y a tu vida tal vez amenaza / De
Proferir lo inaudito 195

un malvado el cuchillo feroz. / [Coro] / 2 / De discordia la llama espantosa


/ Al país amenaza abrasar. / Y al audaz demagogo se mira / La orgullosa
cerviz levantar. / ¿No los véis [sic], como ledos conspiran? / ¿Cual aguzan
su oculto puñal? / ¿Cual meditan la ruina y escarnio / Del intrépido y buen
federal? / [Coro] / 3 / Esa horda de infames ¿qué quiere? / Sangre y luto
pretende: ¡qué horror! / Empañar nuestras nobles hazañas / Y cubrirnos
de eterno baldón. / ¡Ah, cobardes!, temblad, es en vano / Agotéis vuestra
saña y rencor, / Que el gran Rosas preside a su pueblo, / Y el destino obe-
dece a su voz.. / [Coro] / 4 / ¡Asesinos de Ortiz y Quiroga! / De los hombres
vergüenza y borrón, / A la tumba bajad presurosos, / De los libres temed el
furor. / Esos mismos que en Márquez vencieron, / En San Luis, Tucumán
y Chacón, / Con la sangre traidora han jurado / De venganza inscribir el
padrón. / [Coro] / 5 / Del poder la Gran Suma revistes, / A la patria tú debes
salvar; / ¡Que a tu vista respire el honrado / Y al perverso se mire temblar! /
La ignorancia persigue inflexible, / Al talento procura animar / Y ojalá que
tu nombre en la historia / Una página ocupe inmortal! (Rivera Indarte,
“Himno a los Restauradores” 52–53).
Tamaña apología, sin embargo, no lo protegería de ser encarcelado poco
después. Se lo acusaba de haber perpetrado hurtos en la biblioteca de la
universidad (sic) así como del robo de la corona de la Virgen de la Merced.
Rosas no lo defiende ni exculpa, 6 y Rivera Indarte comienza a relacionarse
con emigrados unitarios en la Banda Oriental. En un interesante y curioso
“Estudios sobre la vida y escritos de D. José Rivera Indarte”, Bartolomé
Mitre narra este pasaje de la siguiente manera:
La providencia lo había destinado a una experiencia fructífera, pero
penosa. El hálito de la desgracia disipó de su mente las nubes que la oscu-
recían y desde entonces empezó para él una nueva vida moral e intelectual:
como Saulo postrado en tierra oyó la voz de su Dios que lo llamaba al buen
camino. Aquí comienza otro hombre y otra existencia. Esta regeneración es
un fenómeno que prueba la energía de su voluntad, que desde entonces
aplicó con todo su poder al bien de su patria y al desarrollo y cultivo de sus
bellas facultades. En la obscuridad de la prisión, lloró y meditó: entonces
tuvo por primera vez la inspiración de su genio poético. Todo lo que hasta
allí había escrito en esta línea eran versos sin unción, sin ideas ni poesía.
[…] Le acompañaban dos amigos del infortunio: la Biblia y el Dante. […]
En la cárcel de Buenos Aires, y en el Pontón, adonde pasó después, se
perfeccionó en el latín, francés e italiano, hizo un estudio detenido de estas
literaturas y se entregó a la lectura y la meditación de obras serias que
nutrieron su cabeza y maduraron su espíritu. Las ideas religiosas se arrai-
garon poderosamente en él, y la voz del crucificado despertó las ideas y
sentimientos generosos que dormitaban en el fondo de su alma. Sus
creencias le acompañaron al sepulcro (Mitre 387–389, énfasis nuestro).
19 6 Leil a A r ea

Re-generado,7 cuando recupera la libertad, viaja por los Estados Unidos


y Brasil, se radica en Montevideo donde desde El Nacional inicia una vio-
lenta campaña contra el Restaurador. Campaña que contraponía versiones
unitarias a versiones federales, dado que según los unitarios se había ido
a Montevideo asqueado por las tropelías del rosismo al tiempo que según
las versiones federales debió escapar de Buenos Aires procesado por estafa
y falsificación de documentos.
En el marco de esta escena divergente, los emigrados formarían un
grupo compacto, con lugares propios de reunión: inquietos, orgullosos, los
argentinos se integraron a la vida de la ciudad participando activamente en
la política oriental desde donde preparaban las expediciones contra Rosas.
En este orden de cosas digamos, entonces, que fue a partir de la caída de
Lavalle que había comenzado el largo exilio para los letrados de la facción
unitaria. Así, los Agüero, del Carril, Varela y Pico formarían el núcleo ini-
cial al que se le irían incorporando nuevos miembros a medida que se afi-
anzaba el poder de Rosas. Del grupo primigenio, Florencio Varela, mezcla
de tutor, censor y amigo de los jóvenes que se le reunirán en el destierro diez
años después, será un punto central en la actividad política de los argenti-
nos que combaten contra Rosas. De esta suerte, llegados los días del sitio
de Montevideo, tomarían las armas en defensa de su ciudad adoptiva: 500
hombres formarían la Legión Argentina. Y también tomarían la pluma para
que la Biblioteca comience a ser oída y leída con una mirada estrábica.
Desde la otra orilla del pacto de lectura, el periódico aparecería ante los
ojos de sus lectores como una “forma extrema” del libro, un libro vendido
en gran escala. Será precisamente en este marco que, Montevideo—dice
Rodó—funda una cultura desde una doble inmigración de escritores y se
convierte en uno de los centros literarios más interesantes de la América
Española. Se publica en las mismas revistas, se participa de los mismos con-
cursos, estigmatizan los mismos enemigos. Como dijera Adolfo Saldías,
Con el mismo fin que El Constitucional, La Revista, Muera Rozas, El
Brittania, y otros papeles más o menos efímeros, había surgido El
Nacional. Este último diario era en la época á que ha llegado el órgano
oficial de la revolución contra el gobierno de Rozas, y condensaba en tal
carácter así la representación de los emigrados unitarios como del gobierno
y partido de Rivera. Redactábalo don José Rivera Indarte [en quién] se
realizaba el hecho de que los que reaccionan ruidosamente contra su propio
credo, llegan á ser los sectarios más esforzados del nuevo credo que adoptan
y, por consiguiente, los enemigos más implacables del que abandonaron.
Habíase operado en él algo de la transfiguración del hombre y de la serpiente
á que se refiere Dante, y que glosa Macaulay para explicarla á los partidos
tradicionales de la Gran Bretaña. Todo lo que él condenó y escarneció en
obsequio y al servicio del partido federal y de Rozas, fue lo mismo que en-
grandeció y exaltó después en obsequio y al servicio del partido unitario para
Proferir lo inaudito 197

combatir á aquéllos. Antes había presentado á Rozas como el primero de los


argentinos, á los unitarios como parricidas y causante de las calamidades
de la patria. Después presentó ante los ojos atónitos las escenas cada vez
más animadas de un drama de crímenes y de horrores, cuyo protagonista
abominable era Rozas, y cuyas víctimas inmoladas inocentes eran los uni-
tarios. El mismo drama transformado por el fanatismo que movía la ma-
quinaria. La cabeza de la serpiente del Dante, que reemplazó la del hombre
(Saldías 32–33, énfasis nuestro).
No puedo dejar de reflexionar, al menos por un instante, en la figura—
siempre amenazante para la cultura de Occidente—del converso; figura de
lectura canónica si la hay, en la medida en que persigue agonísticamente
mirarse en el espejo de la lucidez. En este sentido, la lucidez del converso
radica en su adaptación a la realidad, en su radical comprensión del mo-
mento histórico, en su peculiar percepción acerca de dónde se ubica el
Otro de la auctoritas. Digamos que el converso entona siempre una especie
de doxología del poder, consagrando al yo como único criterio de valor;
de esta suerte, la ejemplaridad de la figura del converso está en su propia
trayectoria, y su lucidez nace del atento examen de la realidad, del descifra-
miento preciso del mundo.
Es sabido que el converso tiende a plantarse in extremis, presumiendo
de su nueva fe, mientras demoniza a sus antiguos adláteres, si bien no hace
esto por especial maldad, sino por necesidad, por discernimiento: desea,
necesita, hacerse perdonar sus orígenes; quiere olvidar su pasado, le urge
borrarlo: esa es la lucidez del converso. De alguna manera, necesita justifi-
car—y justificarse—tanto la huída como el cruce de fronteras.
Tal vez—y sólo tal vez—sea ésta una de las razones para que Esteban
Echeverría sólo haya podido—o querido—observar que “[e]l malogrado
don José Rivera Indarte hizo con constancia indomable cinco años de
guerra al tirano de su patria. Sólo la muerte pudo arrancar de su mano la
enérgica pluma con que el Nacional acusaba ante el mundo al extermina-
dor de los argentinos. La Europa lo oyó aunque tarde, cuando caía exánime
bajo el peso de las fatigas, como al pie de sus banderas el valiente soldado”
(Echeverría, “Instrucciones” 85, énfasis nuestro).

III. Es acción santa matar a Rosas


La literatura trabaja la política como conspiración, como guerra.
—Ricardo Piglia, Crítica y Ficción.

Muy dichosos nos reputaríamos si este escrito moviese el corazón de


algún fuerte, que hundiendo un puñal libertador en el pecho de Rosas,
restituyese al Río de la Plata su perdida ventura y librase a la América
y a la humanidad en general del grande escándalo que la deshonra.
—Rivera Indarte, Tablas de sangre
19 8 Leil a A r ea

El tema de las fronteras, que es el de los espacios y que es el de la identidad,


ocupó distintos niveles del discurso letrado del siglo XIX: definir quiénes
somos, definiendo también quiénes no somos o no queremos ser. En este
contexto, la metáfora a-tópica de la peregrinación o el exilio arman una
densidad narrativa fuerte en los jóvenes del 37; densidad que, sin embargo,
no deja de insistir en el vacío—extraño e inquietante—que la figura del
pater Rosas imprime y exhibe desde su escritura, desbordándola.
Recordemos que, desde la perspectiva freudiana, lo extraño inquie-
tante—es decir, lo siniestro—aparece siempre que se pierde la distancia
a la que, normalmente, se mantiene el objeto, porque el espacio pierde su
dimensión habitual. Y en la vida cotidiana, coexisten momentos en que
parece que lo siniestro se aleja, pero cada vez que resurge, anuncia una
enajenación progresiva de los sujetos que intentan que su percepción per-
manezca fiel al objeto que otrora fuera familiar. Así, en esta alternancia, se
insinúa la dinámica entremezclada del recuerdo y del olvido. Entonces, en
medio del hueco negro del desalojo, inmersos en lo siniestro de lo innomi-
nado, de la amenaza desde la sombra que se materializa cotidianamente,
sin dar la cara, el afuera comienza a confundirse con el adentro y la activi-
dad perceptiva se modela cada vez más en la experiencia del espejo, en au-
sencia de otro que responda, que no se escamotee y regrese a su oscuridad
pavorosa, la proyección de los sujetos intenta reconstruirse en su realidad.
Pero, con una torsión más del espiral siniestro, lo que es proyectado vuelve
a su lugar de origen y lo siniestro confunde, hasta hacer dudar acerca de si
lo exterior es realmente lo exterior.
Entre rumores, susurros y versiones se asiste a una multiplicación de lo
mismo, que a veces se manifiesta como extraño, a veces como familiar en el
seno de una realidad afectiva—y afectada—donde todo se repite indefini-
damente adentro y afuera, y donde el tiempo gira sobre sí mismo, se anula
y finalmente se reduce al espacio. Un espacio delimitado por la frontera
del recuerdo y aquella del olvido; estrategia multiplicadora de lo siniestro
que se convierte en una matriz pantanosa de toda posibilidad de memo-
ria, en este caso, de una memoria que insiste y persiste como sentimiento
re-sentido. 8
Dicen que­ dicen … que en ocasión de que Florencio Varela programara
su viaje a Inglaterra para pedir a los ingleses que intervinieran con las armas
en el Río de la Plata, debía acompañar la solicitud con “argumentos” para
incentivar a las potencias europeas dado que éstas necesitaban “motivacio-
nes” para justificar (?) su intervención. Así fue como, en 1843, Varela encarga
la confección de un inventario de “atrocidades atribuibles al Restaurador”
a José Rivera Indarte—quién convertido al Romanticismo y transformado
en mortal enemigo de Rosas—era la pluma más indicada para llevar a cabo
la tarea, ya que su escritura había adquirido la fogosidad necesaria como
para poner en escena toda la escala tonal de la animadversión. 9
Proferir lo inaudito 199

Así, Rosas y sus opositores sería el primero de los grandes textos pro-
pagandísticos escritos contra Rosas. Publicado inicialmente como una
serie de artículos periodísticos, su lectura se difundió de tal manera que
podemos, sin lugar a dudas, figurar el impacto que debe haber tenido en
diversos lectores influyentes europeos. Sin embargo, será precisamente el
apéndice Tablas de Sangre. “Es acción santa matar a Rosas” el texto que
inscriba tanto la aberración demoníaca del pater-Rosas cuanto el nombre
de autor de Rivera Indarte más allá de las fronteras patrias.
Será desde Tablas de sangre donde la época se enfrenta a una enumera-
ción desplegada en forma monstruosamente ordenada—valga el oxímo-
ron—de los crímenes cometidos por el Restaurador de las Leyes en los ca-
torce primeros años de su gobierno; es una acusación formidable e inge-
niosa, trazada, en cuanto a su disposición escenográfica, a la manera de un
implacable y gélido diccionario donde resuenan todos los tonos atribuibles
a un registro maldito mientras se formula un siniestro balance a través
del cual se fija el número de víctimas en más de veinte mil, para el lapso
analizado.10 A manera de conclusión a su Tablas—si bien paradójicamente,
se podría también considerarla como el repetido mito de origen de una
narrativa fundacional que aún hoy no ha (a)callado ni sus temas ni sus
tonos—dice:
Le cuestan al Río de la Plata los gobiernos de Rosas, por los cálculos más
bajos, “¡veintidós mil y treinta habitantes!!” los más activos e inteligentes
de la población, muertos a veneno, lanza, fuego y cuchillo sin formación
de causa, por el capricho de un solo hombre, y casi todos privados de los
consuelos temporales y religiosos con que la civilización rodea el lecho del
moribundo. La emigración de las familias argentinas que han huído [sic]
de los gobiernos de los gobiernos de Rosas y se han asilado en la República
Oriental, en el Brasil, en Chile, Perú y Bolivia, no baja de treinta mil perso-
nas ¡Qué administraciones tan caras las de Rosas! ¡Qué precio tan subido
cuesta a Buenos Aires la suma del poder público, la mas-horca y el placer
de estar gobernado por Rosas!!!!! (Tablas de sangre 90).
Sin embargo, mayor resonancia tendría para la época el “Apéndice”
adjunto a Tablas de sangre: un escrito de setenta y cinco páginas titulado
“Es acción santa matar a Rosas” donde el lector se enfrenta a un ensayo
que une filosofía y clásica erudición al tiempo que ofrece una apología del
tiranicidio.11 Como afirma Alberto Palcos, “ ‘Es acción santa matar a Rosas’
viene a ser como el corolario a la espantosa orgía de asesinatos y persecu-
ciones decretados por el déspota y denunciada por el autor con pluma más
filosa y envenenada que el puñal que incitaba a esgrimir contra D. Juan
Manuel” ( “Introducción” 8).
Es precisamente en este marco que deseo retomar lo afirmado más
arriba cuando proponía pensar la figura de Juan Manuel de Rosas como em-
blema de una biblioteca facciosa, cuya función patrimonial fuera exponer
200 Leil a A r ea

desde sus anaqueles los “ejemplares” constitutivos de un canon beligerante


y organizador de una memoria resentida y rencorosa de nación. Porque, si
como afirmaba David Viñas “la literatura argentina comienza con Rosas”
digamos que ésta es una literatura que extiende su judicatura hasta fijar—
para su lectura—una ejemplaridad inaudita y que, por ello mismo, funda
los modos de leer la nación argentina. Así, desde este primer ejemplar la ar-
diente apología del tiranicidio se apoya en un despliegue de erudición poco
común en estos casos. Rivera Indarte cede la palabra a tratadistas presti-
giosos, graves historiadores, austeros moralistas, jurisconsultos de nota y
con fruición los deja hablar. Intercala en esa escenográfica de opiniones
autorizadas, citas de libros sagrados y de conocidos doctores de la Iglesia,
con el propósito ostensible de contagiar su escritura de santidad (asumo
el oxímoron). Al mismo tiempo, obliga al lector a interrogarse acerca de
si el escritor de tamaña exorbitancia habría estado alertado que estaba in-
vitando a la propia hija de Rosas12 a atentar contra la vida de su padre o
que, en pasajes inflamados de salvaje elocuencia, llamaba “ilustre” y hasta
“hombre-Dios”13 al inédito tiranicida.
No obstante, al proferir lo inaudito su contenido se vacía por exceso;
la fuerza tautológica resulta devastadora dado que disuelve todo intento
de fundamentación. Así lo habría leído Esteban Echeverría, quién se re-
siste a convertirse en uno de sus nuevos con-géneres cuando—al decir de
Saldías—ensordecido por tal exceso, pretende despegarse de tal pringue
diciendo:
[¿] Qué doctrina social ha formulado V. en su apostolado de cinco años en
El Nacional: qué idea nueva ha emitido, qué importación inteligente nos ha
inoculado, qué poesía original nos ha revelado, qué intuición de su genio
nos ha embutido? […]. Apostolado para el pueblo dice V.! Apostolado de
sangre, de difamación, de inmundicia […] Hay una doctrina que V. ha
concebido y desarrollado con la erudición más escogida, y esta doctrina
es la más digna de su apostolado: el tiranicidio. Pero el pueblo replica
indignado: que venga á matar el muy villano, si tiene corazón de asesino;
que venga á santificar con su sangre su doctrina […] Y el padre Mariana
se levanta de su tumba gritando: Venga mi doctrina! Fuera ese fárrago de
erudición que empacha, fuera esa lógica tuerta […] (“Carta de Echeverría
en mi archivo” en Saldías 44).
Sin lugar a dudas, Tablas de sangre y “Es acción santa matar a Rosas”
apuntaron—en su doble sentido—a Juan Manuel de Rosas como arquetipo
de caudillo, es decir, a la corporeización del paternalismo en la sociedad
rioplatense del siglo XIX, que respondía más al amparo que a la política;
arquetipo que, sin solución de continuidad, encarnaba el Restaurador
como pater de una nación naciente desde y en el conflicto. Como dijera
Alberto Ezcurra Medrano—en un soterrado opúsculo hallado por mí en
alguna olvidada biblioteca:
Proferir lo inaudito 201

de todo esto resultó un Rosas gigantesco por su maldad, “un Calígula del
siglo XIX”, es decir, el Rosas terrible que necesitaban los unitarios para jus-
tificar sus derrotas y sus traiciones. […] Como la historia la escribieron los
emigrados que regresaron después de Caseros, ese Rosas pasó a la posteri-
dad y desde entonces todas las generaciones han aprendido a odiarlo desde
la escuela. Sólo así se explica que aún perdure en el pueblo el prejuicio,
fruto del manual de Grosso y de las horripilantes escenas de la Mazorca,
conocidas a través de Amalia [sic] o de alguna recopilación de ”diabluras
del Tirano” (Ezcurra Medrano 6)
Para finalizar digamos que, como relato de relatos, versiones y perver-
siones—al decir de Borges—todo ello ha pesado (y sigue pesando) en el
debe y el haber del rosismo y, en consecuencia, en la construcción de las
polaridades antitéticas, desde todo punto de vista oximorónicas, que han
sostenido el montaje y andamiaje de la figura biblioteco-lógica-Rosas, en la
escenografía de la cultura política argentina.

Notas
1 El grupo se había inaugurado oficialmente en Junio de 1837, cuando comenzaron a reunirse en
la librería de Marcos Sastre; allí, sus miembros leerían y discutirían obras de Victor Cousin,
François Guizot, Eugène Lermenier, Edgar Quinet, Abel-François Villemain, Claude-Henri de
Rouvroy, Conde Saint-Simon, Gaston Leroux, Félicité de Lamennais, Giuseppe Mazzini, Alexis
de Tocqueville, entre muchos otros. Parte de su práctica fue integrar a los tradicionales antago-
nistas. Los árbitros culturales del gobierno de Rosas, Pedro de Angelis y Felipe Senillosa, fueron
calurosamente invitados a sumarse al Salón. Así lo hicieron aunque lo abandonaron rápidamente.
Ya a principios de 1838, Rosas había clausurado la librería.
2 Busco articular esta figura de Biblioteca con la pretensión de instalarla como una figura de
lectura que opere como referencia de esa maravillosa imagen narrativa que alguna vez nos
“regalara” Borges cuando (casi) felizmente concluye que “la Biblioteca perdurará: iluminada,
solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible,
secreta. […] Acabo de escribir infinita. […] Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo
problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier
dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo
desorden (que, repetido, sería un orden del Orden).” (“La biblioteca de Babel” 470–471). En
este contexto, digamos además que la ”modalidad” facciosa, además de referir a una acción
beligerante también remite ”a la otra cara” de algo).
3 En Tótem y Tabú, Freud expone la idea de Darwin según la cual la forma primordial de la
sociedad humana fue la de una horda gobernada despóticamente por un macho fuerte. Según
Freud, los hermanos dentro de la horda confabularon contra el poder del padre y le asesinaron.
Posteriormente, el sentimiento de culpa y el temor a que volviese del más allá dieron origen a la
religión y los sentimientos éticos. Así, la imagen de este padre primitivo e hiperfuerte es la que se
reanima en el pensamiento primitivo de la masa frente al conductor. Por cierto que esta imagen
aparece también en los mitos y en los sueños. La historia de David frente a Goliat ejemplifica una
de estas variantes.
4 Jorge Rivera sostiene que la novela de folletín ocupó con fuerza avasalladora la imaginación de
los lectores del siglo XIX. Su universo, construido a base de falsas identidades, reconocimientos
imprevisibles, sustituciones misteriosas y asedios a la inocencia reivindicada, hizo resurgir en
plena revolución industrial, curiosamente amalgamados con elementos de la novela burguesa
realista, las fantasías más antiguas de la imaginación popular (Antología de la novela popular).
2 02 Leil a A r ea

5 La composición, publicada en hoja suelta con la efigie de Rosas, sale a la venta cuando éste asume
por segunda vez el poder. La música fue compuesta por Esteban Manzini; se estrenó el 13 de junio
de 1835, en el teatro Coliseo.
6 Las voces partidarias alertan que Rosas habría tenido un sentido estricto de la justicia y si bien
había perdonado algunas veces a sus enemigos políticos (el general Paz, los conspiradores de
1839, el coronel Pedro Díaz, entre otros), no lo hizo con aquéllos acusados de delitos comunes
y menos tratándose de correligionarios o familiares a quienes creía obligados más que otros a
respetar las leyes.
7 Como emblema generacional, la búsqueda del origen involucraba un elemento regenerador; era
la preocupación por hallar lo primigenio, lo que no tenía antecedentes, el tiempo fuerte en que
se fijaban los rasgos del espíritu popular, el que los artistas debían escrutar para plasmarlo en sus
obras, caos que devendría orden por la mediación del logos y que volvería al pueblo, debidamente
compuesto, por una segunda mediación, la que el letrado cumpliría precisamente entre el logos y
el pueblo. Así, la vuelta al origen obligaba, entonces, a una reflexión crítica sobre la historia patria
y, en sentido contrario, era una imposición de la misma historia vivida. Los jóvenes del 37 acep-
taban el programa de la revolución pero no sus consecuencias históricas; para ellos, aquél había
sido un plan correcto que había degenerado, por lo que se imponía el tiempo de su regeneración
(Matamoro 38).
8 Permítaseme jugar con las posibilidades semánticas de ambos significantes como referencia
emblemática al heimlich / unheimlich freudiano.
9 Dice Saldías al respecto: “Después de este viaje aparece, no un distinto Rivera Indarte, que sí
el mismo propagandista fogoso; con la diferencia de que en Buenos Aires exaltaba á Rozas y
alardeaba de federal fanático, y en Montevideo comenzó á exaltar al partido unitario alardeando
de tal. Sus panegiristas y correligionarios de Montevideo decían que esto fue una regeneración
en él. Pero el hecho es que profesó un fanatismo idéntico en tendencias al que dejó de profesar y
que siguió siendo el incansable propagandista de los odios que desgarraron su patria. Si un tercer
partido hubiese disputado el predominio absoluto en la República, á éste habría pertenecido
Rivera Indarte, y se habría asimilado estos nuevos rencores para desahogarlos contra el partido
unitario á cuyo servicio se consagró” (Saldías 43-44).
10 Los partidarios de Don Juan Manuel, citando el Atlas de Londres del 1 de marzo de 1845, en
artículo reproducido por Emile Girardin en La Presse de París, afirman que la casa Lafone & Co.,
concesionaria de la aduana de Montevideo, habría pagado la macabra nómina a un penique el
cadáver. Rivera Indarte habría reunido 480 muertes y le atribuyó a Rosas todos los crímenes po-
sibles: el de Quiroga y su comitiva, Heredia, Villafañe, entre otros, mientras denunciaba nombres
repetidos y otros individualizados por las iniciales N. N. Los métodos variaban: fusilamientos, de-
güellos, envenenamientos. De ser ciertas las imputaciones del rosismo, los 480 cadáveres habrían
reportado dos suculentas libras esterlinas para Rivera Indarte. Pero la lista no termina allí, ya que
las Tablas agregaban 22560 caídos y posibles caídos en todas las batallas y combates habidos en la
Argentina desde 1829 en adelante (Rosa, Rosas).
11 Resulta necesario recordar que la figura más importante del delito político es y será, al menos
en la historia de Occidente, la del tiranicidio, es decir, la muerte violenta de quien encarna
despóticamente el poder político. Los más representativos doctores de la Iglesia, durante la Edad
Media, tales como Santo Tomás y Francisco Suárez, elaboran y preconizan la tesis de la licitud
y legitimidad de la rebelión contra el tirano, cuando el gobierno se hace intolerable, llegando a
justificar el tiranicidio, considerado como un derecho de los pueblos oprimidos por el déspota.
Roma no se había quedado atrás en cuanto al tiranicidio, ya que el asesinato de Julio César es el
más importante tiranicidio que registra su historia. Sin embargo, la teoría que sobre el tiranicidio
ha gozado de mayor difusión y autoridad es la del jesuita español Padre Juan de Mariana, quien
afirmara que el tirano es una bestia feroz, que gobierna a sangre y fuego, que desgarra la patria y
que llega a convertirse en un verdadero enemigo público. No hay duda respecto a la legitimidad
del derecho a asesinarlo, derecho que pertenece a cualquier ciudadano, sin que deba preceder
a su ejercicio deliberación alguna por parte de los demás. Su doctrina del tiranicidio comprende
dos hipótesis: cuando el príncipe ocupa el trono sin derecho alguno y sin consentimiento de los
ciudadanos—y por medio de la fuerza y de las armas—lícitamente puede llegar a quitársele la
vida y despojarlo del trono, puesto que es enemigo público y oprime al país con todos los males.
La otra posibilidad, se produce cuando el tirano es elevado al trono por consentimiento o por
Proferir lo inaudito 203

derecho hereditario, en esa situación se deberían tolerar todos sus vicios mientras no llegue a
despojar públicamente todas las leyes de la honestidad y del pudor que debe observar.
12 “¿No habrá mujer en Buenos Aires bastante heroica para imitar a Judith y a Carlota Corday?
[…] ¡Mujeres de Buenos Aires! Si alguna de vosotras emprende tan santa y gloriosa obra, no se
descuide de envenenar el hierro que destine a ella en un veneno activo, en tintura de cobre, ar-
sénico, ácido prúsico; entonces una tijera, una aguja, será bastante, y más si la clava en el vientre
del obeso tirano, donde la punta libertadora penetrará sin obstáculo como la tienta en el barro
húmedo y fofo. […] ¿De tantas mujeres que insulta y deshonra, que penetras hasta él, no habrá
una que asesinándolo quiera hacerse la mujer de la patria? ¡Cuán fácil sería esto a las Escurras, las
Aranas, las Aljibeles, las Medranos, las Carretones y tantas otras! La misma infame Manuela se
lavaría de su mancha profunda en la sangre de su espantoso seductor (Tablas de sangre 160).
13 “Después que mates a Rosas no correrá ya una lágrima, una sola gota de sangre no manchará
estas campañas y ciudades, cubiertas hoy de huesos humanos. La libertad, la dicha, la paz, la pros-
peridad se deberán sólo a ti, hombre-Dios, a quien estoy mirando, aunque todavía no te conozco
y estás incógnito para el mundo. Bendito una y mil veces será el día en que naciste. La virtud más
pura, el pensamiento de Dios moraba en el alma de la que te concibió. Un momento te bastará
para cumplir tu grande apostolado, misionero sublime de expiación y de sangre; pero medítalo
bien para que no te falle. Te queremos salvador y no mártir” (Tablas de sangre 196).

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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 205–220

Héroes y corruptos en
Las Catilinarias de Juan Montalvo

María Fernanda Lander, Washington University in St. Louis

I. Introducción
En la Roma del año 63 ac, Marco Tulio Cicerón acusó a Lucio Sergio
Catilina de conspirar contra la República. En cuatro discursos conocidos
con el nombre de Las Catilinarias, y a los cuales caracterizaron la sátira
y la ferocidad del lenguaje, Cicerón añadió a la condición de conjuro de
Catilina otras imputaciones como la de asesino, ladrón e incestuoso que
poco o nada tenían que ver con el asunto de la traición. Los esfuerzos ver-
bales de Cicerón dieron fruto y Catilina no tuvo más remedio que aban-
donar Roma. Muchos siglos más tarde y exiliado en la ciudad fronteriza de
Ipiales en Colombia, Juan Montalvo apelaba a la fe ciceroniana en el poder
punitivo de la palabra. Entre 1880 y 1882 escribió doce panfletos políticos
en contra de Ignacio de Veintemilla, posteriormente reunidos y publica-
dos bajo el título de Las Catilinarias, cargados con la prosa mordaz que ya
para entonces era el sello característico de su estilo.1 En la acritud de estos
escritos lo que queda en evidencia es la seguridad que desde siempre tuvo
Montalvo en la puntería de su escritura como arma de combate. Una cer-
teza que había quedado grabada en la historia del Ecuador con las palabras
con las que celebró el asesinato de Gabriel García Moreno el 6 de agosto de
1875: “Mía es la gloria. Mi pluma lo mató”. A partir de aquel momento, esa
confianza en el poder provocador de su discurso, no se ocultaría nunca.
Y es ello lo que, más que la naturaleza de su sátira violenta o su apego al
clasicismo literario, explica el título de los pasquines: “Mi nombre está gra-
bado en mis flechas, y con ellas en el corazón mueren tiranos y tiranuelos:
díganlo García Moreno y El Cosmopolita; díganlo Antonio Borrero y El
Regenerador. ¿Lo dirán también Ignacio Veintemilla y Las Catilinarias?”
(2: 197–98).
Como letrado típico de su época, Juan Montavo ajustó la intención po-
lítico-didáctica de su discurso a la común percepción social del intelectual
como el promotor de la voluntad constructora del Estado necesario. En
consecuencia, su retórica política se vio sometida al confinamiento al que
205
206 M ar ía Fer nanda L ander

la somete la carga moral de un mensaje que se supone debe, a un tiempo,


persuadir y exponer “la verdad.” Tal operación ha constituido siempre
el alimento principal de una tradición retórica que, desde Platón hasta
Bourdieu, ha colocado al receptor del mensaje en una posición en la que
frente al lenguaje político apela al recelo. Todo esto porque “lo político,”
como el ámbito en el que se desarrollan relaciones sociales en las que está
envuelta la pretensión de obtener el control del poder y el ejercicio de la au-
toridad, altera la realidad del sujeto de forma directa e independientemente
de su género, raza, credo o condición social. La prensa decimonónica del
continente en manos de intelectuales como Montalvo intentó crear un
ámbito público en el que se invitaba a los ciudadanos a ser partícipes en los
distintos procesos políticos.
Ahora bien, ese afán por integrar a los ciudadanos en tales procesos, de-
pendió de la articulación de una noción de ciudadanía la cual, simultánea-
mente, articulaba también la imagen monolítica del Estado que se buscaba
erigir. El caso del Ecuador es particularmente claro al respecto. La consti-
tución de 1878 otorgaba ciudadanía al sujeto (masculino, por supuesto) si
éste cumplía con el requisito de saber leer y escribir.2 Claramente, lo que
este texto—literalmente fundacional—prescribía, eran las características
de los miembros del selecto grupo que verdaderamente desempeñaba un
papel protagonista en las políticas del Estado. Una de esas características
tenía que ver con el apoyo y selección de los representantes de la nación.
El contexto social que se entrevé en la definición constitucional de la ciu-
dadanía, desvela las exigencias sociales y económicas de las que dependía
la escogencia del líder. Del mismo modo, ese contexto social expone los
parámetros según los cuales se evaluaría la actuación de dicho líder. En
otras palabras, la formulación del libreto que debía seguir el Presidente
de la República conectaba la capacidad lectora que definía a la minoría
“ciudadana” con una visión particular del poder.
Las Catilinarias de Juan Montalvo promueven un ejercicio de la ciuda-
danía que depende de una experiencia de lectura que busca que su receptor
permanezca fiel a una idea de virtud pública que el grupo social, al cual se
presupone pertenece el lector, ha establecido como la norma a seguir por
los miembros del gobierno. En Las Catilinarias, la recontextualización del
discurso ensalzador y mítico de la historia de unos héroes patrios que ha
sido escrita y divulgada para servir como modelo frente al cual se mide la
conducta del presidente de la República, permite que cada lector, es decir,
“ciudadano”, compare esa conducta con la de la memoria institucionali-
zada de los libertadores.3 La crítica política de Las Catilinarias se aprove-
cha de la mitificación de la imagen de los padres de la patria para minar
el carácter presidencial de Ignacio de Veintemilla. De esta forma, el texto
de Montalvo es prueba irrefutable de que la semiótica política siempre ha
Héroes y corruptos 207

dependido de la transferencia de nociones compartidas por una comunidad


interpretativa capaz de entender la práctica discursiva como una insepa-
rable de la noción que tiene la comunidad “ciudadana” del concepto del
poder. La Historia entonces (dentro de esa oficialidad que materializaron
los lienzos, estatuas, monumentos arquitectónicos, libros de texto y litera-
tura), promovió la inteligencia, audacia, fervor nacionalista y la capacidad
de sacrificio de los libertadores para favorecer la idea que de la nación y el
Estado cultivaba la elite social. A través de un productivo intercambio de
claves semióticas, la Historia se hermanó con la política. De esta manera,
el discurso político-didáctico de la prensa decimonónica le dio cuerpo a
una idea específica del poder, una que beneficiaba a la “ciudadanía” que
modelaba la forma del Estado.
Pero todo ello trajo sus consecuencias. Cuando Latinoamérica se da
cuenta de la necesidad de perfeccionar el arte de la política para que sirva
de medidor inequívoco de su condición “civilizada”, surge la ilusión de la
instalación de gobiernos representativos. Sin embargo, a lo largo del siglo
diecinueve en la mayoría de los países latinoamericanos, la precariedad de
las instituciones del Estado no permitió dicha evolución. Ello explica que
a aquella figura común del caudillo que podía hacer valer su autoridad sin
necesidad del amparo de una oficina presidencial, que podía ejercer su po-
der con o sin constitución y cuya legitimidad era conferida por la fuerza de
su personalidad y no por instituciones formales, lo desplazara una nueva
figura: la del dictador (Lynch 8). Este personaje, como uno de los primeros
efectos que produce la modernidad en el continente, entra en el escenario
para dominar una economía nacional mucho más desarrollada que la re-
gional que le tocó al caudillo, y se hace dependiente de alianzas económicas
y políticas mucho más complejas que aquellas con las que tuvo que lidiar
su predecesor. Pero todo ello detrás del parapeto de una supuesta “legali-
dad” institucional.4 Por ende, aunque se pueda decir que bajo el disfraz de
tirano se escondía el caudillo, para mantener la ilusión de los gobiernos
representativos era necesario pretender actuar según las reglas que en teo-
ría imponía la memoria de unos héroes nacionales que se inmolaron por el
bienestar de la patria.
En Las Catilinarias, el carácter político inherente a la figura del presi-
dente de la República no lo da necesariamente el cargo público que éste
ocupa, sino que asume tal condición cuando Montalvo lo caracteriza como
un sujeto que no concuerda con la imagen ideal del director de la nación
que proyectan las figuras de los héroes patrios. Estas eran (y siguen siendo)
imágenes de hombres incrustadas en la memoria colectiva como excelsos
militares, varones justicieros y sacrificados, seres de incomparable capaci-
dad para el mando y por lo tanto arrogados de cierto carácter paternal. Ese
era el modelo que se creó y se creyó debía ser imitado por todo aquel que
asumiera un cargo público de relevancia nacional. Por otra parte, Montalvo
2 08 M ar ía Fer nanda L ander

también acusa en sus textos lo que él ve como el desentendimiento de la


elite política de su papel director del destino de la nación. Como resultado
de dicho desentendimiento, el modelo heroico idealizado que se esperaba
debía seguir el líder se perdió de vista. El discurso de Montalvo desesta-
biliza la incontestable posición rectora que ha asumido la elite social en
el orden político desde la época de las guerras de Independencia. En Las
Catilinarias se hace evidente la tensión entre un discurso que se vale de un
ideal de guía nacional supuestamente compartido por la comunidad lec-
tora y encargada del progreso del país, y la interpretación que en la puesta
en escena de ese papel hace Ignacio de Veintemilla.
En Las Catilinarias la construcción del presidente desde una óptica que
lo criminaliza, que lo muestra como un asesino, como un traidor a la pa-
tria, como un ignorante incapaz de leer o escribir, como un ladrón y como
un hombre sin modales a quien despectivamente se llama indio, coloca
en primer plano la realidad de que, ante los ojos de Montalvo, el modelo
del líder compaginado con la imagen de los libertadores, no se concreta
con Veintemilla. Si nos atenemos entonces, al hecho de que, como señalan
Paul Chilton y Christina Schäfner, “something becomes political when a
particular representation of social organization becomes integrated with
some validity claim or some value claim which is in conflict with some
other such existing representation (25), lo político de Las Catilinarias brota
cuando el particular modelo mental, incontestablemente elitista, que de
la presidencia de la república ha asumido Montalvo, es modificado por el
que personifica Veintemilla. Dicho de otro modo, lo político de sus pas-
quines es la acusación de la falta de concordancia entre el ideal y la perso-
nificación que de ese ideal hace Veintemilla. Para Montalvo, es imperante
hacer ver al público lector que alcanzar el modelo es necesario y por eso,
la pintura denigrante que hace del presidente. Un retrato cuyo lenguaje,
no lo olvidemos, no sólo le valió a Montalvo el título del “gran insultador”
por parte de Miguel de Unamuno (xi), sino que dejó en claro lo que para
el polemista fue la crisis más aguda por la que pasaba el Ecuador después
de la Independencia. Para el ambateño, el momento que vivía el país era
tan precario que Veintemilla ni siquiera alcanzaba el apelativo de tirano
que le otorgó a García Moreno. Ignacio de Veintemilla fue simplemente el
tiranuelo.
Sin embargo, lo interesante de la construcción del personaje de
Veintemilla que ofrece Juan Montalvo es que nace de la confianza en un
contrato tácito entre el cuerpo ciudadano y el cuerpo del poder que exige
el seguimiento de un patrón específico de comportamiento. Dicho de otro
modo, Montalvo defiende el modelo que él cree es el que la “ciudadanía” ha
asumido como el que debe seguir el guía político del país:
Cuando oigo a los enemigos inhábiles de este zanguango llamarle soldado
en vía de hacerle injuria, hiervo de indignación. Julio César es soldado;
Héroes y corruptos 209

Pirro, el de las pavonadas armadas, soldado; Bonaparte, soldado; San


Martín Soldado; Simón Bolívar, soldado, Antonio José de Sucre, soldado;
José Antonio Páez, soldado; soldados, esto es, conquistadores, libertadores,
fundadores, hombres de pensamiento excelso y fuerte brazo, que reinan en
la memoria de sus semejantes por sus hechos buenos o malos, pero grandes,
esos que se denominan hazañas y causan admiración. La carrera de las ar-
mas bien comprendida, bien seguida, es la más brillante de cuantas pueden
abrazar los hombres que nacen para el bien del género humano; como que
en su jurisdicción entra valor, inteligencia, patriotismo, sacrificio, todas las
virtudes conjuntas con el resplandor temeroso del acero (2: 349).
La memoria idealizada de los libertadores de las naciones americanas (y
embellecidas por Montalvo por su supuesta semejanza con las figuras de
la antigüedad clásica como Julio César o por su condición europea como
Napoleón), sirvió para imponer un modelo de líder político que se espe-
raba era el que debería seguir el Jefe de Estado. Las virtudes que éste no sólo
debía encarnar sino mostrar, obligan a dicho Jefe a tomar conciencia de
una dualidad de caracteres que hace que su ejecución personal de un acto
político tenga que ser semejante a la imagen que de la representación de tal
acto tenga la comunidad. Es decir, de lo que se trata es de saber que hay un
público evaluador del que le toca hacer.

II. El libreto del líder


La metáfora de la performatividad es utilizada hoy en disciplinas tan dis-
tintas como la etnografía, las ciencias políticas y los estudios culturales.
En consecuencia, bajo el manto de la performatividad se han desarrollado
argumentos sobre la construcción del género, la identidad, la visibilidad,
los cuerpos disciplinados, las operaciones del espectador, las políticas del
deseo y la política social, entre muchos otros (Carlson 194). Tomando en
cuenta que lo que ha facilitado esta apropiación por tantos campos de estu-
dio es el hecho de que depende siempre de una audiencia que lo reconozca
y lo valide como tal, la metáfora también se presta, y quizás mejor que en
ningún otro caso, a ser aplicable al proceso de construcción de una iden-
tidad política. Y allí, en el entrecruce del poder, la política y la imagen, es
que tiene pertinencia traer a colación la opinión de Judith Butler de que:
“There is not power that acts but only a reiterated acting that is power in its
persistence and stability” (9).
El contrato que establece la ciudadanía con sus representantes, y en par-
ticular con el líder de la nación, presupone una actuación determinada en
el escenario político que se rompe cuando esos representantes se alejan de
esa persistencia y estabilidad que le da a la comunidad su debida imita-
ción de la embellecida conducta de los padres de la patria. Allí entonces se
inicia la descomposición de la imagen, comienza a progresar, como si de
un cuerpo muerto se tratara, la corrupción del ideal. 5 De esta manera, la
210 M ar ía Fer nanda L ander

relación entre la performance que se ejecuta para ser evaluada por otros,
y la idea de la descomposición de la imagen del acto que se debe ejecutar
(o su “improvisación”), reducen la actuación del líder al estricto segui-
miento del libreto que ha escrito el grupo dueño del poder político. Un
poder que sólo puede legitimar su valor en la medida en que su instru-
mento, el líder, se ajuste a un carácter institucional predefinido que sirva
de puente para que dicho poder se transforme en autoridad. Para lograr
eso en la Hispanoamérica decimonónica, surge el apego a un actuar uni-
dimensional del poder (masculino, criollo y con bienes), que en teoría no
podía permitirse la improvisación. Fue ello lo que facilitó que el modelo
del héroe patrio se manipulara a partir de su cercanía con las característi-
cas de esa idea del poder. De esta forma, lo que hace patente el proceso de
corrupción es que el discurso políticamente crítico descubre que la imagen
oficial del presidente (o de cualquier político importante que no se adhiera
a la conducta predispuesta por la memoria insigne de los libertadores), es
sustituida por la que, precisamente como un cuerpo descomponiéndose,
repugna por su alejamiento de la imagen con la cual debe compaginar. La
putrefacción del ideal del líder en su función de representante de una co-
munidad, en su condición de encarnación y proyector del carácter nacional
de esa comunidad, adquiere así un matiz identitario y de carácter nacional,
que es necesario eliminar.6
Es incuestionable la estrecha relación que existe entre la caída en des-
gracia del personaje político o, lo que sería casi lo mismo, la estampa de
su condición corrupta, y el endiosamiento que siempre envolvió a la re-
presentación de la figura del líder. Un endiosamiento determinado por el
aura divina que evoca el carácter incorruptible del mito que la promueve.
En ese sentido, vale la pena recordar que durante los primeros intentos
en el ejercicio de la independencia política de España, en las repúblicas
hispanoamericanas, la reinvención de los rituales coloniales que se rela-
cionaban con la obediencia a la Corona, consistió en la sustitución de la
idea del Rey omnipotente por la de un presidente que seguiría el ejemplo
que como legado dejaran los padres de las patrias. Ello sirvió para darle
una continuidad simbólica a la esperada complacencia con el nuevo po-
der que alrededor de sí misma reunía la elite. El representante escogido (o
impuesto) debía reflejar en su actuar las virtudes de los héroes patriotas.
Para el representante del poder del Estado, se trató así de seguir la pauta
que daba la “performatividad imaginada” de una memoria en la que se
conjuraban los héroes libertadores representados como intachables por las
nacientes historias oficiales. Una performatividad alimentada por la idea
de un modo específico de actuación del poder, y mantenida en el intento de
repetir actos políticos imaginados como grandiosos y pensados como ne-
cesarios para modelar la memoria nacional en función de su contribución
a la solidificación del Estado. Y es precisamente ello lo que acusa Montalvo
Héroes y corruptos 211

cuando termina la comparación de Veintemilla con los héroes soldados di-


ciendo: “¿Soldado un criminal ajeno a los derechos y los deberes de la mi-
licia? ¿Soldado un asesino a media noche, ladrón a medio día? ¿Soldado un
tosco nieto de la plebe sin primeras letras ni asomo de educación militar?
¿Soldado uno que no tiene ni sospechas de la sabiduría de la espada?” (2:
349–50). El carácter imaginario de la conducta ejemplar que debía seguir el
presidente hacía más difícil su conjugación con el modelo propuesto ya que
sectores de la elite ilustrada no se conformaban con la comunidad imagi-
nada, sino que la seguían imaginando y con ello variando el modelo.
Como señala Sergio Bertelli en su estudio The King’s Body, en Europa
la línea divisoria entre la época preindustrial y la postindustrial se difu-
mina con la necesidad que de los rituales tienen las comunidades (xvi). La
ritualidad, que acompaña al sujeto elegido y/o impuesto para ser el guía
de una sociedad, se conecta con modos de comportamiento previos, y en
nuestro caso son los atribuidos a los libertadores quienes, en el plano de
la representación, fueron los lógicos sustitutos del poder político del Rey.
Según Alejandra Osorio, durante el periodo colonial la ausencia del Rey
de sus dominios americanos condicionó el entendimiento de las relaciones
políticas entre sus vasallos de Indias y España; por eso, el inmenso valor
político del que eran investidas sus imágenes para mantener la obediencia
a la corona (472-473). En el ejercicio de ese poder sostenido en el simulacro
de un Rey que podía verse pero nunca verse en persona, se estableció una
relación similar a la que define el cristianismo con Dios.7 El endiosamiento
del líder se hacía, en consecuencia, imprescindible. Por otra parte, y al de-
cir de Ángel Rama, la ritualidad del simulacro político que mantenían las
ciudades coloniales haciendo del representante del Rey el Rey mismo, las
hizo funcionar como el principal instrumento de comunicación a través
del cual se diseminaba la ideología de la corona (22). Teniendo todo esto
en cuenta, y comprobando que los cambios que trajo la Independencia fue-
ron más de forma que de fondo, era de esperar que todavía para mediados
del siglo XIX, se mantuvieran restos de esa tradición. Pero esto se hizo a
través de la sustitución del poder político que representaba el Rey siempre
ausente, y al mismo tiempo siempre presente, por la memoria de los héroes
patrios. Unos héroes, que como el Rey, era necesario promover a partir del
ensalzamiento de sus bondades y virtudes para apoyar los proyectos polí-
ticos que iban surgiendo.
Herencia de este culto a la personalidad fueron las políticas personalis-
tas que caracterizaron a la Hispanoamérica decimonónica. Precisamente,
para Montalvo, uno de los problemas del Ecuador es el desconocimiento por
parte de la clase política de su debido sometimiento “al soberano invisible
que está ahí erguido y majestuoso con el nombre de Estado” (1: 4). La sus-
titución del poder del Estado por el del personaje es lo que Juan Montalvo
acusa en Las Catilinarias, y sus críticas tienen que ser a la persona del pre-
212 M ar ía Fer nanda L ander

sidente precisamente por eso. De este modo, ese culto a la personalidad


que prevalece en la política nacional es de lo que se vale el polemista para
deconstruir la imagen de Ignacio de Veintemilla. Juan Montalvo en Las
Catilinarias reclama el fallido del Jefe de Estado del imaginario comporta-
miento presidencial. Para Montalvo, el representante de los ecuatorianos
debía ser todo lo que, según él, no mostraba la actuación de Veintemilla.
La corrupción que Montalvo ve en Veintemilla no es solamente resultado
del abuso de poder, del tráfico de influencias, o del peculado; sino la de
una imagen idealizada que el comportamiento político de este presidente
carcome. Montalvo teme que la imperfecta personificación que de la idea
de lo que es un presidente hace Ignacio de Veintemilla, afecte el sentido
moral de la nación:
Pueblo, pueblo, pueblo ecuatoriano, si no infundieras desprecio con tu
vil aguante, la lástima fuera profunda de los que te oyen y te miran. Un
tirano, pase: se le puede sufrir 15 años [se refiere a García Moreno]; ¿pero
a un malhechor? ¿Pero un salteador tan bajo? ¿Un asesino tan infame?
[...] Pueblo, pueblo, pueblo ecuatoriano, ve a la reconquista de tu honra, y
muere si es preciso (19).
En el Ecuador de Montalvo, la visión política de una ruptura con la proyec-
ción del director de la comunidad como embajador del pueblo gobernado,
y no su reflejo como se hizo típico en el modelo europeo moderno, no es
atisbada. Veintemilla es Ecuador, por lo tanto, también es Montalvo y la
violencia del discurso de este último es resultado de esa conciencia. De
este modo, el carácter ominoso que Montalvo insiste en dar a su pintura
de Veintemilla, viene dado por lo que en términos freudianos constituye la
transformación de lo familiar, en lo opuesto, en algo extraño y destructivo
(Freud 23–30). 8 Así entonces, si en la concepción premoderna del Jefe de
Estado que defiende Montalvo, el presidente es el pueblo, Veintemilla no se
adapta ni a la ética ni a la estética del modelo heroico a seguir. Por eso, su
condición siniestra y por tanto corrupta. Pero dicha condición va más allá
y es atribuible también al hecho de que Montalvo ve en Veintemilla su pro-
pio lado avieso. Montalvo se ofrece como el modelo opuesto a Veintemilla
pero el hecho de que ambos se presenten como liberales y que ambos quie-
ran estar cerca del poder hace que el escritor se identifique, quiera o no,
con el presidente. La “sintomatología” del cuerpo que se corrompe y que
horroriza por lo que en él todavía vive de la forma original, se manifiesta
en el carácter palimpséstico que adquieren Las Catilinarias. Sin embargo,
detrás de los insultos, las burlas, y la fantasía de la necesidad de algo mejor
que constituye la pintura denigratoria del presidente, se entreve el retrato
complaciente que el autor ofrece de sí mismo. Lo que, nuevamente y si-
guiendo a Freud, pone en evidencia que el autorretrato que aparece detrás
del retrato de Veintemilla hace explícito el intento de Montalvo de conver-
tir sus deseos individuales en sueños colectivos (Wallach Scott 204).
Héroes y corruptos 213

III. La crítica al actor


El horror de Montalvo frente a la situación política del país se expresa
a través del escarnio como estrategia discursiva. Así, al atacar al pueblo
ecuatoriano, insultando su honra, su valentía y su disposición para la liber-
tad, como queda claramente expresado más de una vez en Las Catilinarias,
Montalvo está apelando a la reacción inmediata que surge frente a la
ofensa. De allí deviene que ese pueblo al que se refiere no sea el de las masas
amorfas, sino el que forma un público educado que por tal es el que bien
se ajusta a la idea que del ciudadano y la ciudadanía abraza el escritor. Un
pueblo que entiende la honra desde la posición altiva de quien la insulta.
Eso quiere decir que para Montalvo el insulto vale, principalmente, para
subvertir el estatus social de sus lectores al caracterizarlos con los signos de
la corrupción. Dicho de otro modo, llamar al pueblo vil (al pueblo lector,
obviamente) es colocarlo en los márgenes de la sociedad civil, junto a los
que no pueden ni saben vivir en la sociedad armónica que Montalvo ima-
gina posible. El insulto revela así, las expectativas en un orden social espe-
cífico al indicar cuál es la conducta que se sale de dicho orden y, al hacerlo,
justifica ante los ojos de quien emite la ofensa, la violencia que acompaña
a las palabras (Hariman 42). Sin embargo, el aspecto didáctico del que se
vale Montalvo para defender sus provocaciones lo que pone sobre el tapete
es la complejidad de los prejuicios, especialmente raciales y lingüísticos,
en que se funda su representación de la base social que apoya a la tiranía y,
por ende, del tirano (Grijalva 52–57). Con el rosario de insultos que cons-
tituyen Las Catilinarias, Montalvo cree ubicarse en un nivel superior con
respecto de la sociedad ecuatoriana en la medida en que se presenta como
el paradigma moral necesario para reestablecer el orden social al que apela
su ofensa. La prosa de Montalvo se presenta a sí misma como el instru-
mento que develará la venda que ciega los ojos de los ecuatorianos y con
ello defiende las injurias como instrumento didáctico: “Tras el que parece
insulto, el lector contemplativo y de buena fe no descubre sino el crimen
acosado, el vicio escarnecido, la moral triunfante, las leyes divinas y huma-
nas puestas en cobro y adoradas por su belleza y santidad” (1: 130).9
Ignacio de Veintemilla, presidente del Ecuador, es presentado en Las
Catilinarias como asesino, ladrón, analfabeto, bruto, sucio, feo, soberbio,
iracundo, lujurioso, y paremos de contar. La alusión inicial que se hace
a éste viene después de varias páginas dirigidas a increpar al pueblo por
vivir bajo el yugo del despotismo y de la imposibilidad de considerar a
Veintemilla un tirano cabal sino un simple malhechor: “Los bajos, ruines,
pero criminales, pero ladrones, pero traidores, pero asesinos, pero infa-
mes, como Ignacio Veintemilla, no son ni tiranuelos: son malhechores con
quienes tiene que hacer el verdugo, y nada más” (8).10 La maniobra dis-
cursiva de Montalvo es construir su mensaje a partir de una premeditada
decodificación sostenida en la exageración de los aspectos negativos de lo
21 4 M ar ía Fer nanda L ander

que se considera un modelo político de actuación deficiente y por tanto


corrupto.11 Ello no significa que al lector le toque reconstruir el modelo
idealizado por el escritor, por el contrario, la claridad del ideal de presi-
dente para Ecuador que resalta en las páginas de Las Catilinarias a través
de los opuestos absolutos, es indiscutible.
El plan promotor de un tipo específico de actuar político a partir del
proceso de apuntar los aspectos negativos del jefe de estado y en función
de la condición metonímica de la identidad nacional que éste representa,
revela los prejuicios que Montalvo tiene contra el pueblo ecuatoriano. Al
ser el presidente el representante de los ecuatorianos sus acciones son vistas
por Montalvo como reflejo de una idiosincrasia imperfecta que no ha po-
dido asumir su condición independiente y, por ello, su actuar social resulta
tan reprensible como los crímenes de Veintemilla. Es allí entonces donde
la relación entre el director de los destinos del país y el grupo social que
dirige, difiere de la relación más distante que entre la corona y sus súbditos
había existido en la colonia. Para Montalvo las deficiencias del presidente
son la proyección de la incapacidad del pueblo ecuatoriano para cambiar la
dirección del poder político.
Como ha señalado Juan Carlos Grijalva, la concepción romántica que de
la literatura y la escritura mantenía Montalvo, está unida a una percepción
del poder y de valores culturales en la que quedan relegados importantes
sectores de la población, aunque la historiografía tradicional promulgue
que de lo que éste trata es de consolidar su representación (12).12 De este
modo, en el paralelo que establece el polemista entre gobernante y pueblo
gobernado, la visión negativa del segundo toma una posición igualmente
protagónica, y el ataque que ejerce contra uno es sin duda recibido también
por el otro. Montalvo constantemente deja en claro la poca viabilidad que
tendrá cualquier proyecto modernizador en un país como el Ecuador de
finales de siglo diecinueve donde gran parte de la población es analfabeta
e indígena. No es gratuito entonces que ambas características dominen la
pintura de Veintemilla que se ofrece al lector.
La poca instrucción que según Montalvo caracteriza al presidente es
una línea constante en Las Catilinarias: “Ignacio Veintemilla no sabe leer
ni escribir: el círculo de sus ideas es tan estrecho, que no sale de un restrin-
gido epicureismo; conocimientos en historia, economía política, derecho
de gentes, mal ha de tener uno que no puede averiguarse con el libro” (1:
173). Alrededor de esta idea se construyen los doce pasquines. La imagen
del presidente es complementada con una supuesta “inferioridad” social
y racial (que no era real) la cual, como su ignorancia, es constantemente
remachada. Y, una vez más, la representación negativa del presidente es uti-
lizada para proyectar la de la identidad nacional del ecuatoriano. Montalvo
constantemente insulta a Veintemilla con el apelativo de “chagra”, o sea,
el campesino transplantado a la ciudad.13 El posicionamiento de Montalvo
Héroes y corruptos 215

como un sujeto no solamente intelectual sino socialmente superior le per-


mite, a través de la construcción de ese retrato hablado que encarnan Las
Catilinarias, dibujarse a sí mismo como el verdadero modelo a seguir. Esto
queda claramente expuesto al resaltar el hecho de que si la conjunción del
discurso religioso y cívico se manifiesta en la idealización del héroe, no
queda duda de que la auto representación de Montalvo como tal es la que
mejor sirve a sus objetivos propagandísticos. Y al llegar aquí hay que pre-
guntarse ¿por qué Montalvo abandona la defensa de la causa liberal para
hacer de Las Catilinarias, en su conjunto, un texto sostenido en la auto re-
presentación a partir de opuestos? La respuesta se infiere de su condición de
letrado. Montalvo asumió un derecho incuestionable a estar cerca del poder
político y el papel de director modelador de la nación tal cual él la imaginó.14
Una donde la autonomía política de la clase dirigente se sostuviera sobre la
rígida división social de la colonia. Como lo deja ver el texto, el clasicismo
de Montalvo va más allá de su retórica y continuas referencias a obras y per-
sonajes de la antigüedad grecorromana; su clasicismo es primero que nada
ideológico. La dificultad de compaginar su tradicionalismo con la veta ro-
mántica en boga explotó así en el verbo violento de su discurso.
Juan Montalvo, sin ninguna modestia, se pinta en Las Catilinarias como
un sujeto intelectual y socialmente superior a Veintemilla y sus conciuda-
danos. La auto representación se construye tangencialmente a partir de
lo que significa la tácita comparación con el objeto de su prosa. Montalvo
se ubica a sí mismo aislado en el pináculo de la honradez, el sacrificio y el
amor por la patria. Ello, podría decirse, subraya el rasgo romántico más
obvio de los pasquines (pero también representa el argumento más débil
en el intento de insertarlo dentro de esta tendencia): el yo solitario y reti-
rado de la sociedad. Sin embargo, en la violencia que suponen unos insul-
tos sostenidos en el desprecio intelectual (“[Veintemilla es] ignorante hasta
de las primeras letras” (1: 94)); en el social (“todo indica sangre ordinaria
en ese facineroso, cuna vil, rodeada de crímenes y miserias, hambre y an-
drajos” [2: 287]), y en el racial (“si de negros nacen blancos, de chagras pue-
den nacer blanquísimos, y ser esta descendencia la que se come el cadáver
de la República y es la infamia de la tierra” [2: 289]15) se exalta la figura de
autor de los pasquines. Dicho de otro modo, el desprecio hacia Veintemilla
permite que Montalvo se presente ante su lector como un sujeto incólume y
verdaderamente digno de ser considerado patriota. Todo esto a partir de la
apropiación de la retórica martirológica y sacrificial con la que la Historia
describe a los héroes patrios. Una retórica fácilmente manipulable dada la
conexión que establece con el ethos cristiano de la sociedad ecuatoriana
decimonónica: “A mí también me han desolado, con mano torpe, inhábil;
pero yo no dejo mi piel; me la hecho al hombro, y, como San Bartolomé,
salgo muy fresco, porque un rocío celestial me baña en lo vivo, y destruye
los ardores de esa inmensa llaga” (2: 48).
216 M ar ía Fer nanda L ander

Por otra parte, la ignorancia de Veintemilla queda pintada desde su su-


puesta inferioridad racial la cual, al analizar la presentación discursiva que
de ésta hace Montalvo, solo corrobora la posición elitista que con respecto
de la raza indígena y la negra brota de sus páginas. Además, deja en claro
su creencia en la existencia de una masa social que no podrá ser rescatada
de la condición dependiente a la que las desprestigiadas etnias que la com-
ponen la condena. La querella que mantuvo con Juan León Mera sobre la
inaceptabilidad del uso de vocablos indígenas en el habla, es la muestra
más evidente de su menosprecio por lo indígena, pero no la única. En Las
Catilinarias el desaire al indio y a esa supuestamente poca capacidad in-
telectual que lo caracteriza, son el trazo más fuerte en el esbozo que de la
figura del presidente hace el escritor. Al retratar a Veintemilla como un
sujeto “ignorante como un indio” (1: 94), se enlaza el carácter negativo
del dictador que domina el texto subrayando el hecho de que un sujeto
racialmente inferior ocupe la posición de Jefe de Estado. Es así como a lo
que considera Montalvo la subalternidad de Veintemilla, la acompaña en
Las Catilinarias el desprecio al negro y a la supuesta cercanía de esta raza
con el presidente.16
Hay que tomar en cuenta también que en la promesa de un mejor del
poder que, como dijimos, palimpsésticamente presenta Montalvo de sí
mismo, la clase social a la que él pertenece es ofrecida como un aspecto
positivo de su persona. El escritor se coloca con respecto de su discurso en
un sitial superior sostenido en la reputación de hombre de bien que le da
la clase acomodada de la cual proviene, y en una “blancura” que no sólo
manifiesta su piel sino su afición por la cultura europea, su conocimiento
enciclopédico y, principalmente, el dominio del lenguaje.17 Montalvo pone
de manifiesto el control que tiene del discurso lo que le permite resaltar la
autoridad que la clase letrada tiene en el ámbito del poder político y que se
revela en la violencia con que su discurso defiende su ideal social.
Montalvo se presenta ante un lector ideal que identifica con el sujeto
perteneciente a la clase educada y que, por lo tanto, es el único capaz de
entender y valorar su discurso ya sea para apoyarlo o contradecirlo. Pero
también, ese lector es el que mejor reconoce el valor político de las figuras
heroicas. En ese sentido, la comparación por rebote con el político corrupto
que representa Veintemilla, refleja la ilustración de Montalvo, su heroísmo
y su capacidad de sacrificio. Pero resulta relevante mencionar que el dis-
curso criminalizante del que se vale Montalvo llega a un punto en el que la
tergiversada realidad, pero realidad al fin, se agota y el escritor lo compensa
con la ficción. A lo largo de la lectura de Las Catilinarias la representación
satírica del presidente va tomando visos ficcionales que el autor mismo re-
conoce. Pero lo importante de este hecho es que con ello, una vez más,
Montalvo confirma la irrealidad del modelo que se persigue alcanzar. Juan
Montalvo reconoce que “lectores habrá quizá que tengan por imaginación
Héroes y corruptos 217

demasiado fuerte la mía (…) por muy asentado el carboncillo en los perfi-
les de ese extraordinario semblante [el de Veintemilla]” (356).
Las Catilinarias de Juan Montalvo es uno de los textos más represen-
tativos de las contradicciones del liberalismo decimonónico hispanoame-
ricano. La violencia del discurso surge de lo que pareciera ser el resultado
del esfuerzo de Montalvo por ingresar a la categoría de liberal más por
voluntarismo que por convicción. Si bien la concepción del liberalismo en
el Ecuador de finales del siglo XIX no separa radicalmente las vetas econó-
micas y políticas de la ideología, como claramente lo hace Montalvo en Las
Catilinarias (donde nunca hace referencia a los planes económicos o socia-
les del gobierno de Veintemilla), el escritor privilegia la veta política como
la definitoria de la ideología liberal. Sin embargo, en este aspecto, salvo la
idea de la separación del Estado y la sociedad civil, Juan Montalvo no con-
cuerda con lo que serían los principios más elementales de la ideología que
dice abrazar: libertad del individuo con respecto del Estado y la disolución
de las agrupaciones monopolizadoras de la producción. Montalvo debate
la poca viabilidad que tienen estas propuestas en el Ecuador de su tiempo
no tanto por pensar que sus conciudadanos fueran incapaces de llevarlas a
cabo, sino porque él no creía en ellas. Su fervor católico y su intensa defensa
del Patronato no coinciden con las propuestas políticas del liberalismo.18 Y
sin embargo, sus continuos ataques a un clero que tampoco se ajustaba a
la imagen prefigurada del sacerdocio, le ganan la excomunión. Estas con-
tradicciones en la vida y el discurso de Juan Montalvo hacen que desde la
violencia que contiene el insulto se pongan de manifiesto su apego al “ima-
ginado” del héroe patrio como modelo político y la frustración con la que
consecuentemente criminaliza la realidad.
Las Catilinarias son prueba de que el aspecto más interesante del libera-
lismo latinoamericano en el siglo XIX fue, como ha afirmado el historiador
Charles Hale, su paulatina transformación de ideología en conflicto con el
orden colonial en mito hegemónico (39). El elemento racionalista que trajo
el liberalismo consigo fue entonces amoldado para ofrecer una lógica que
lograra entonces el control social. El avance del liberalismo no reemplazó
completamente el orden anterior sino que la veta conservadora heredada
de la colonia y la onda liberal convivieron, quizás demasiado cerca la una
de la otra, durante el siglo diecinueve y comienzos del veinte. Razón por
la cual para algunos historiadores, los liberales de comienzos y mediados
del siglo XIX se convirtieron en los conservadores del fin de siglo (Wiarda
142–143). La ideología del discurso liberal apeló principalmente a la nece-
sidad de fuertes instituciones del Estado, a la seguridad de que las naciones
eran capaces de gobernarse a sí mismas y al orden social visto como la ca-
pacidad del sujeto de responder a los requerimientos de la ciudadanía. Sin
embargo, mientras se perfeccionaban tales condiciones el vacío que dejaba
una fuerza unificadora como la de la Corona, se llenó con las arrolladoras
218 M ar ía Fer nanda L ander

personalidades de los caudillos (Morse 75). El elemento constante es que el


personalismo se convirtió en la expresión del tono patriarcal que adquirió
la política en las colonias recién iniciadas en la vida independiente. El culto
a la personalidad y la exigencia de que esa personalidad concordara para
fines políticos con lo que se había convertido para el último cuarto del siglo
diecinueve en el ideal moral del héroe patrio, trajo como consecuencia que
el discurso opositor se hiciera para llamar la atención de aquellos actores
que osaban salirse del libreto.

Notas
1 Ignacio de Veintemilla gobernó Ecuador entre 1876 y 1882. Montalvo lo retrata como traidor
porque se suponía que una vez concretado el golpe de estado contra Antonio Borrero entregaría
el poder a los liberales. Sin embargo, ese no fue el caso. Veintemilla se adueñó del poder y de-
mostró tener poca paciencia con las campañas en su contra. Con Veintemilla en el Ecuador se
consolidó el modelo agro-exportador que significó una cierta bonanza económica y que dio paso
a la consolidación de una burguesía liberal dirigida por comerciantes cacaoteros y banqueros.
Pero la imagen de Veintemilla que quedó grabada en la historia es la del dictador derrochador, el
aprovechador para beneficio propio de los bienes públicos, el abusador del poder y comprador
de favores militares.
2 La constitución de Ecuador de 1884 ofrece condición ciudadana a los hombres que saben leer
y escribir. La de 1887 elimina la estipulación genérica pero mantiene como requisito el tener
que saber leer y escribir, igual que la de 1906. En 1929 se reformula el artículo agregando que es
ciudadano cualquier hombre o mujer que sepa leer y escribir. Dicha prescripción se mantiene en
la constitución de 1946 y en la de 1967. La necesidad de saber leer y escribir para ser ciudadano
se elimina en 1978.
3 Chris Conway en The Cult of Bolívar in Latin American Literature ha hecho un trabajo muy inte-
resante sobre la manipulación de la figura de Simón Bolívar como proyector de una autoridad
patriarcal constructora de identidades y definidoras de las relaciones del sujeto con el poder y la
sociedad.
4 Para Lynch: “Caudillism was the first stage of dictatorship, and the dividing line was about 1870.
The division was not absolute. The term ‘dictador’ was used before this date, usually by bureau-
crats and theorists rather than in general speech, and it conveyed a similar pejorative sense. The
designation o “caudillo” lasted beyond its normal limits because remnants of caudillismo survived
into otherwise modernized and modernizing societies” (9).
5 En el Tesoro de la lengua castellana o española de Covarrubias, se establece que “corromper” de-
riva del latín (363). Queda claro que el político corrupto es el que rompe con el modelo a seguir,
el que contamina la imagen pública, el que vicia la conducta del empleado de gobierno y en fin el
que puede destruir una nación.
6 La idea de ese líder corrupto que no se atiene al modelo del héroe patrio y su relación con la
identidad nacional podría verse también desde la conexión que establece Gabriela Nouzeilles
entre el darwinismo social en boga en Latinoamérica a finales de siglo XIX y la promoción de
la relación entre la salud y la imagen pública de la nación. Para Nouzeilles: “Una vez que el
higienismo trasladó la distinción entre lo normal y lo patológico al cuerpo social en su totalidad,
lo nacional quedó delimitado en función de la distinción entre lo sano y lo enfermo” (36).
7 Sin embargo, Alejandra Osorio deja en claro que a diferencia de la manera francesa, el Rey espa-
ñol era representado como vulnerable ante Dios. Por ello los colores de las exequias francesas
lo que buscaban resaltar era la naturaleza sagrada del rey; mientras que el negro usado por los
españoles el carácter mortal del rey (461).
8 Adopto la traducción que tradicionalmente se ha usado en español, por falta de una única palabra
que pueda atrapar el sentido de “lo extraño familiar” que representa el concepto original en
Freud de lo unheimlich o su más acertada traducción al inglés uncanny.
Héroes y corruptos 219

9 Miguel de Unamuno llega a establecer el valor literario de Montalvo en su manejo del insulto:
“Fue la indignación lo que hizo de lo que no habría sido más que un literato con la manía del
cervantismo literario, un apóstol, un profeta encendido en quijotismo poético; es la indignación
lo que salva la retórica de Montalvo” (xi).
10 En la segunda Catilinaria la posición de Veintemilla es tan baja que ni siquiera puede compararse
con García Moreno: “A boca llena y de mil amores llamaba yo tirano a García Moreno; hay en
este adjetivo uno como título: la grandeza de la especie humana, en sombra vaga, comparece
entre las maldades y los crímenes del hombre fuerte y desgraciado a quien el mundo da esa de-
nominación. … El individuo vulgar a quien saca de la nada la fortuna y le pone sobre el trono o
bajo el solio, por más que derrame sangre, si la derrama con bajeza y cobardía, no será tirano;
será malhechor simple y llanamente” (1: 39–40).
11 En Modelando corazones he analizado la dinámica pedagógica que tuvo el enseñar a partir de
resaltar los aspectos negativos de una conducta (15–20).
12 Véase también el libro de Sacoto Salamea. Juan Montalvo: el escritor y el estilista, uno de los primeros
trabajos en mencionar los aspectos anti indigenistas del escritor.
13 Es importante apuntar que a la explicación del por qué del uso de esa palabra, y a la palabra en
sí, Montalvo dedica más de un tercio de la primera Catilinaria.
14 Una mirada al epistolario de Montalvo para la época, ofrece clara constancia de su intensa labor
coordinadora de la oposición al gobierno de Veintemilla.
15 En otra oportunidad pero en esta misma Catilinaria XI, habla Montalvo de la poca alcurnia de
Veintemilla: “Siempre había estado diciendo que su familia era española, y que se iba a España,
por cuanto sus parientes le llamaban; sus parientes, los Ladrones de Guevara y los condes de
Alcaudete” (1: 287).
16 Montalvo culpó a los liberales de Guayaquil de la tragedia que para el país significó Veintemilla.
No es raro entonces que apele a la condición costeña de los aludidos y use la negritud como
ofensa.
17 Juan Montalvo nunca fue nada tímido a la hora de alardear sobre su alcurnia. En una carta a
Julio Calcaño, en Octubre de 1885 y ya en París, dice sobre la supuesta poca importancia que
le da al origen noble de sus apellidos: “Lo cierto es que el marquesado y el condado son hoy en
día tan baratos, que tan solamente por prurito democrático no es conde ni marqués cualquier
indiete que asoma por ahí con cuatro reales” (66). Por otra parte y según cuenta Rufino Blanco
Bombona: “Montalvo pinta a su madre como a una hermosa dama y a su padre como un caballero
de gentil prestancia” (226).
18 El acuerdo que negoció García Moreno entre El Vaticano y Ecuador dio un inmenso poder al
primero sobre las políticas internas del segundo. La única religión aceptada a partir de entonces
sería la católica, ningún tipo de instrucción que estuviese en contra de las enseñanzas de la iglesia
sería aceptada y los libros de textos serían escogidos por los obispos incluyendo los utilizados
en la universidad. Del mismo modo, el poder cívico no podría interferir con las bulas papales
(MacDonald Spindler 65–66).

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Demonios públicos y privados:


Del humor satírico a la ironía absoluta
en Mariano José de Larra

Fr ancisco LaRubia-Pr ado, Georgetown University

En la obr a de Mariano José de Larr a (1809–37) convergen de


forma particularmente intensa una existencia individual y una circuns-
tancia colectiva. En sus artículos, Larra intentó combatir a nivel público
y conjurar a nivel privado los demonios de su siglo tal y como él los per-
cibía—ante todo: la hipocresía, la inautenticidad, la falta de libertad, la
ignorancia, y la irracionalidad y/o barbarie de ciertas prácticas culturales
tradicionales. Sin embargo, cuando Larra percibe que como escritor y crí-
tico cultural no puede tener el impacto que él buscaba—porque “nadie
puede creer sino en la experiencia” (286)—se lanza al terreno de la política
activa. El fracaso de tal incursión, por la sargentada de La Granja (1836) y la
subsiguiente pérdida de su escaño de diputado por Ávila, conduce a Larra a
un colapso existencial. Entonces sus artículos se alejan del humor satírico
y pasan a ser el ejemplo más radical en la literatura española, hasta ese
momento, de la ironía absoluta en la tradición de lo teorizado posterior-
mente por Charles Baudelaire y Paul de Man.1 La escritura irónica de Larra
refleja, en el desdoblamiento interno de la voz autorial, una otredad pro-
funda dentro de la conciencia del escritor. La transición del humor satírico
a la ironía absoluta revela un doble fracaso para Larra: primero, en su lucha
contra los demonios que afligían a España y a los españoles tal y como él los
percibía; y segundo, frente a la imposibilidad personal de vivir una vida en
sociedad exenta de su más temido demonio: la hipocresía.
En el presente ensayo hago una introducción a las teorías clásicas del
humor y exploro, en el análisis de ciertos artículos seleccionados, dos co-
sas: cómo y por qué tales artículos causan risa, y cómo esa risa es un medio
efectivo de combatir los demonios públicos del autor; y también cómo el
humor de los ensayos de Larra acaba transformándose en ironía absoluta,
ironía que conduce al inminente final de la obra y vida del autor.

221
222 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado

I. Los artículos humorísticos y sus temas


Antes de entrar en el análisis de los artículos seleccionados a la luz de las
teorías clásicas del humor y de la ironía absoluta de de Man, examinaré la
trama y los temas de los artículos humorísticos. Así podremos contextuali-
zar mejor el uso del humor en Larra. El primer artículo es “El café” (1828),
escrito por Larra a los diecinueve años. “El curioso” (el trasunto de Larra
en este su primer artículo) entra en un café para oír hablar a los diferentes
contertulios y reírse luego de las cosas que dicen (invariablemente ejemplos
de pedantería y estupidez) y de “la petulancia de este siglo” (114). Por el
texto desfilan una serie de tipos que ilustran esa petulancia, la inautenti-
cidad, la vanidad, la pedantería y la hipocresía de la sociedad española de
la época.
En “El castellano viejo” (1832), Fígaro se encuentra por la calle con su
amigo Braulio, que presume de ser persona directa, franca y que no se anda
con rodeos; en suma, un castellano viejo. Braulio invita a Fígaro a una
comida de día de días. A Fígaro este tipo de comidas no le gustan y trata
de esquivar el convite. Al final se resigna y la acepta. La comida resulta ser
una experiencia caótica y delirante en la que Fígaro se siente abrumado
por las antihigiénicas y primitivas formas sociales de Braulio y los demás
invitados. En este artículo, Larra critica las costumbres de la clase media
española que, por un lado, no tiene una educación refinada ni los hábitos y
modales que enriquecen la vida diaria aunque posean los medios económi-
cos para ello. Por otro lado, esa clase media hace del patriotismo la norma
de valor absoluta, rechazando lo que no sea propio—el “casticismo” del
que después hablará Unamuno. Para Fígaro, lo que su amigo ve como la
forma correcta de vivir en sociedad, es más bien una indicación de barbarie
española. A pesar de ello, la condena que el artículo hace del atraso español
en materia de relaciones sociales no es simple puesto que Larra atribuye va-
lor a la sinceridad de los sentimientos que puede haber tras una forma ruda
de relacionarse: “se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal
vez verdaderamente” (189).
Finalmente, en “Vuelva usted mañana” (1833), un francés, el señor Sans-
délai, llega a España dispuesto a invertir su dinero en negocios por de-
terminar. El señor, bien recomendado, visita a Fígaro para que le ayude a
desenvolverse en Madrid, y Fígaro, que simpatiza con él, decide ayudarlo.
Para llevar a cabo sus propósitos, alguien que quisiera invertir en la España
de la época había de ajustarse a ciertas prácticas o requisitos: certificar
la identidad propia con un genealogista, traducir la documentación perti-
nente si hubiera documentos en lengua extranjera, tener un escribiente, y
contar con las necesarias certificaciones de un oficial de la administración.
A esto se añade las visitas al sastre, al zapatero, a la planchadora, y al som-
brerero. Pero nadie en Madrid hace las cosas con la celeridad que el señor
Demonios públicos y privados 223

Sans-délai espera. Todos repiten el “vuelva usted mañana” a Sans-délai y a


Fígaro. Tras seis meses, el francés recibe la respuesta a su petición: “A pesar
de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado” (197). El artículo es
una crítica a los demonios de la pereza, la falta de ambición y motivación, y
el apego a la ignorancia—u “orgullo de no saber nada” (198).

II. Larra y el humor correctivo


El humor satírico, que es el que Larra utiliza en sus artículos de costum-
bres, se diferencia considerablemente del humor irónico que trataré más
adelante. Sobre esa diferencia dice Morton Gurewitch:
Perhaps the fundamental distinction between irony and satire, in the larg-
est sense of each, is simply that irony deals with the absurd, whereas satire
treats the ridiculous. The absurd may be taken to symbolize the incurable
and chimerical hoax of things, while the ridiculous may be accepted as
standing for life’s corrigible deformities. This means that while the man-
ners of men are the domain of the satirist, the morals of the universe are
the preserve of the ironist (en Muecke 27).
El mismo Gurewitch añade que:
Irony, unlike satire, does not work in the interest of stability. Irony entails
hypersensitivity to a universe permanently out of joint and unfailingly
grotesque. The ironist does not pretend to cure such a universe or to solve
its mysteries. It is satire that solves. The images of vanity, for example, that
litter the world’s satire are always satisfactorily deflated in the end; but the
vanity of vanities that informs the world’s irony is beyond liquidation (en
Muecke 27).
Los usos del humor satírico—que acabamos de ver diferenciado del
irónico—se entenderán mejor a la luz de las tres teorías clásicas del humor.
Larra trata de lo ridículo y nocivo de ciertas prácticas culturales, y el pro-
pósito de los artículos es denunciar demonios susceptibles de ser enmen-
dados, curar males sociales y corregir defectos resultado de la inercia, la
pereza y la carencia de autoexamen. En estos artículos, así como en tantos
otros, Larra nos presenta “una posición moral radical,” característica de la
sátira (Fowler 110), dirigida ante todo contra la hipocresía. Bien es cierto
que en muchos de sus artículos satíricos, además de sátira, encontramos
reflexiones irónicas pertinentes al sentido de la existencia y al absurdo de la
vida, pero es a partir de 1836, particularmente en “La Nochebuena de 1836”,
cuando la dimensión irónica radical prevalecerá en sus artículos.
Las teorías clásicas del humor que nos servirán para aproximarnos a la
sátira costumbrista de Larra son: la teoría de la superioridad, la teoría de la
incongruidad, y finalmente, la teoría del desahogo.
22 4 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado

a. Teoría de la superioridad
Esta teoría propone que nos reímos para afirmar nuestra superioridad so-
bre otras personas. Platón dice en el Philebus que el vicio, la estupidez y la
falta de autoconocimiento del ser humano en relación a cuestiones como
atributos físicos (cuando una persona se cree físicamente más afortunada
de lo que es) o en cualidades personales (creyéndose más virtuosa de lo
que es) son objeto habitual de la risa (Morreal 11). Los tres artículos que
vamos a analizar en esta sección pueden conectarse con esta idea plató-
nica fácilmente. El autor se ríe en “El café”, “El castellano viejo”, y “Vuelva
usted mañana” de una serie de tipos que se creen muy virtuosos y son, a
la vez, muy serios y rígidos en sus puntos de vista—víctimas ideales, pues,
del humorista. Por “El café” desfilan, entre otros personajes, un literato
pedante que se cree capaz de criticarlo todo desde una posición de absurda
superioridad, un joven que se las da de tener mucho dinero pero que nunca
paga la cuenta, o un hombre que se presenta como muy virtuoso pero que
logra que otros hagan cosas no muy respetables o poco éticas de las que él
se beneficia. En “El castellano viejo” observamos a un individuo, Braulio,
que rige su comportamiento privado y social por un código retrógrado, en
actitud inamovible y cerrada, pero que él considera muy superior a cual-
quier otra forma de comportamiento. La estupidez del burócrata que por
pereza mental y espiritual se resiste a cambiar nada en su manera de proce-
der, a pesar de lo obviamente contraproducente de su posición, se desarro-
lla en “Vuelva usted mañana”. Mostrándonos tipos cuyo comportamiento
es claramente absurdo, ridículo o notablemente irracional, se genera una
dinámica por la que el lector se va a sentir superior a esos tipos o personajes
y revisará sus propias costumbres para no ser objeto de risa él también.
Larra está utilizando el mecanismo de la malicia que Platón ve en la risa
(reírse de otros en actitud insolidaria hacia ellos) como instrumento de
cambio social. Además, Larra ejemplifica la idea de Aristóteles de la risa
como vejatoria. Sólo nos reímos, dice Aristóteles, de limitaciones o vicios
pequeños, no de aquellos que son demasiado grandes (Morreall 14).
Thomas Hobbes, otro exponente de esta teoría del humor, sugiere que
los seres humanos nos reímos para afirmar nuestro triunfo sobre la debili-
dad, falta de éxito, o errores de las otras personas (Morreall 19–20). Como
en el caso de Platón, esta idea es parte de la estrategia que Larra sigue para
generar el cambio en las prácticas privadas y públicas del lector. Éste siente
una sensación de triunfo al comprobar que otros se comportan de cierta
manera considerada errónea; reírse de otros es aquí el equivalente de con-
gratularse a sí mismo por la imperfección de los demás. La conciencia de
los vicios de los personajes marca la distancia entre el lector y el personaje.
En su orgullo de seguir sintiéndose superior al segundo, el lector reflexiona
y se siente compelido a no imitar el comportamiento que se critica.
Demonios públicos y privados 225

La superioridad, según dice Hobbes en Leviathan, genera la risa “por


la aprehensión de algo deforme en otra persona, en comparación con la
cual de repente [los que se ríen] se aplauden a sí mismos” (Morreall 19;
traducción mía). Esas deformidades pueden ser morales o físicas. Entre las
primeras encontramos en “El café” el caso de los lechuguinos,
alias, botarates, que no acertarían a alternar en sociedad si los desnudasen
de dos o tres cajas de joyas que llevan, como si fueran tiendas de alhajas
[…], y si les mandasen que pensaran como racionales, que accionaran y se
movieran como hombres, y, sobre todo, si les echaran un poco más de sal
en la mollera (112).
Las deformidades físicas generan también este tipo de risa. Así, en “El caste-
llano viejo”, Larra se refiere al “gordo” comensal que se sienta a su lado, “uno
de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya cor-
pulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba
sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja” (184).
Finalmente, para Hobbes, reírse de uno mismo hace posible que los de-
más se examinen, lo cual explica que al final de “Vuelva usted mañana”,
artículo en el que, como sabemos, se condena la pereza, Larra se critique
a sí mismo:
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy
escribiendo), tendrá razón el buen Sans-délai en hablar mal de nosotros y
de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto de
visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya
estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles,
pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir
los ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo
a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha su-
cedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras
causas, perder de pereza más de una conquista amorosa: abandonar más de
una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me
hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renun-
ciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones
sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi
vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje
para mañana; te referiré que me levanto a las once y duermo la siesta […]
que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin,
lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida
desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza(201).
Henri Bergson, por su parte, propone una aproximación a la risa que puede
adscribirse a la teoría de la superioridad porque hay castigo para aquellos
que son objeto de la risa, pero también se acerca a la teoría de la incongrui-
dad (que pronto examinaremos) porque hay un choque entre una posición
excesivamente general y el caso particular. Así, para Bergson, la risa tiene
como objetivo castigar a aquellos que no prestan la suficiente atención a la
22 6 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado

riqueza de la vida, a las experiencias individuales y específicas de la misma.


En su lugar, se dejan llevar por prácticas mecánicas generalizadoras y por la
fuerza de la costumbre. Si a tales individuos se les altera esa forma de hacer
las cosas, por muy absurda y contraproducente que tal forma de proceder
sea, se sienten perdidos. Cuando el apego automático a las costumbres he-
redadas no se desafía, la risa hace posible, por la humillación, que se apre-
cien los matices del caso individual y que el individuo se adapte a la rea-
lidad. “Vuelva usted mañana” presenta el caso más típico de discrepancia
entre una teoría mecánica y la falta de atención a la riqueza de la realidad.
El caso se da cuando a Monsieur Sans-délai le es negado el permiso para
desarrollar su proyecto inversor. Fígaro, entonces, tiene una conversación
con el burócrata en cuestión:
—Ese hombre se va a perder—me decía un personaje muy grave y muy
patriótico.
—Esa no es una razón—le repuse—: si él se arruina, nada, nada se habrá
perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su
ignorancia.
—¿Cómo ha de salir con su intención?
—Y suponga usted que quiera tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno
aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa?
—Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso
mismo que ese señor extranjero quiere.
—¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor?
—Sí, pero lo han hecho.
—Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que,
porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso
tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera
mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.
—Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos
haciendo (197–98).
Frente a esta reafirmación humorística de una absurda práctica buro-
crática—y frente al burócrata que la refuerza—el texto de Fígaro proyecta
(y genera en el lector que es su cómplice) distancia, insensibilidad con
respecto al objeto de la risa, como prescribe Bergson (50).
Además, según Bergson, cuando un humorista presenta el vicio que
critica, su misión es que el lector entienda bien el vicio, y que se haga del
vicio mismo el centro de atención del texto. Es esencial que el vicio no
se asimile con el personaje que lo representa. Es el vicio el que mueve al
personaje o personajes, y no al revés (53). De ahí que Larra, siguiendo la
técnica de la comedia, no cree personajes profundos o complejos, round
characters, sino flat characters, tipos que ilustran vicios—de España y los
españoles—y de los que no sabemos nada o casi nada fuera de la situación
que el humorista nos presenta. En suma, el procedimiento del humorista
es pues aislar el rasgo de que se burla y hacer que el personaje específico
Demonios públicos y privados 227

se ajuste al vicio en cuestión que lo distingue. Esa característica negativa


unida a la “insensibilidad” del lector, y al ya mencionado “automatismo”
o mecanicismo en el comportamiento del personaje, tan desligado de la
realidad, hacen posible el efecto cómico (Bergson 95).
La risa por parte de un mismo cuerpo de lectores no sólo contribuye a
mejorar la sociedad sino a su unión orgánica por el rechazo a los mismos
vicios. Larra convierte a España y a los españoles en espectáculo; los lec-
tores se convierten a la vez en actores y espectadores de ellos mismos en la
comedia del mundo. En suma, “donde el hombre es un simple espectáculo
para sus semejantes, permanece una cierta rigidez del cuerpo, del espíritu
y del carácter, de la que la sociedad quisiera librarse para que sus miem-
bros tuvieran la mayor elasticidad y la más alta sociabilidad posibles. Esta
rigidez da lugar a lo cómico, y la risa es su castigo” (Bergson 55).
Los procedimientos cómicos para Bergson son varios (78–80). Primero,
tenemos la situación que se repite una y otra vez en distintas circunstan-
cias y que impide el normal desarrollo de la vida. Esta circunstancia está
presente en “Vuelva usted mañana”:
—Vuelva usted mañana—nos respondió la criada—porque el señor no se
ha levantado todavía.
—Vuelva usted mañana—nos dijo al día siguiente—porque el amo acaba
de salir.
—Vuelva usted mañana—nos respondió al otro—porque el amo está
durmiendo la siesta.
—Vuelva usted mañana—nos respondió el lunes siguiente—, porque hoy
ha ido a los toros.
¿Qué día, a qué hora se ve a un español? (194).
Esta situación básica se repite constantemente en “Vuelva usted mañana”
impidiendo que el negocio de Sans-délai siga un proceso racional y tenga
un final lógico. Para Bergson, la presencia de lo mecánico en la vida es el
origen de lo cómico, y una posible configuración de esa presencia es el re-
torno mecánico al punto de partida. Si los personajes tornan al origen del
que partieron tras sus esfuerzos (caso de “Vuelva usted mañana”) es más
cómico que el movimiento rectilíneo (76).
El segundo procedimiento es el mundo al revés, o situaciones en donde
personajes que son los menos cualificados para hacer o decir algo, o para
dar ejemplo de algo, lo dan, como ocurre en “El café.” Es el caso del lite-
rato-patriota que acaba su discurso pronunciando un dramático: “¡Pobre
España!” ante el cual el Curioso nos informa de que:
Aquel buen español tan amante de su patria, que dice que nunca haremos
nada bueno porque somos unos brutos (y efectivamente que lo debemos
ser pues aguantamos esta clase de hipócritas); supe que era un particular
que tenía bastante dinero, el cual había hecho teniendo un destino en una
provincia, comiéndose el pan de los pobres y el de los ricos, y haciendo
22 8 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado

tantas picardías que le habían valido perder su plaza ignominiosamente,


por lo que vivía en Madrid, como otros muchos, y entonces repetí para mí
su expresión “¡Pobre España!” (122).
Sobre el tercer procedimiento cómico dice Bergson: “es cómica toda
situación que pertenece a dos series de hechos absolutamente indepen-
dientes y que puede ser interpretada contemporáneamente en dos senti-
dos completamente distintos” (80). Esto ocurre en “El castellano viejo”,
en donde dos códigos chocan en un momento contemporáneo; el uno
se presenta como perteneciendo al pasado, el del castizo Braulio, el otro
más “moderno”, el de Fígaro. Así, ya en casa de Braulio para la comida, se
produce la siguiente situación:
Señores—dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas
colocaciones—, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan
cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres
poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se
ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.
—¿Qué tengo de manchar? —le respondí, mordiéndome los labios.
—No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.
—No hay necesidad.
—¡Ah!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.
—Pero Braulio…
—No hay remedio, no te andes con etiquetas.
Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una
cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y
cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias:
¡al fin el hombre creía hacerme un obsequio! (183).
Evidentemente, para Braulio su comportamiento es el correcto pues surge
de su franco aprecio hacia Fígaro; para Fígaro, sin embargo, el comporta-
miento de Braulio indica una falta de respeto hacia su espacio personal.
En fin, el Larra de los artículos satíricos cree en la perfectibilidad de la
sociedad—es el Larra más Ilustrado. Larra cree que se puede derrotar a
los demonios que impiden que la sociedad progrese y sea más libre y que
los ciudadanos puedan desarrollar su potencial humano. Desde el punto
de vista de la teoría del humor de Bergson, el ataque de Larra a ciertas
prácticas sociales por medio de sus sátiras se hace con un doble objetivo:
primero, para integrar a los lectores en la idea de “la sociedad.” Pero en
segundo lugar, Larra busca sacudir a los individuos de un estado de inte-
gración basado en la inercia y la negación de lo real, así como en la falta de
autoexigencia para re-crear una nueva sociedad en las que ciertas prácticas
sociales se destierren y otras se adquieran. De hecho, es la excesiva integra-
ción en la castiza y poco ilustrada sociedad española del momento lo que
alimenta tantos vicios públicos y privados. En otras palabras, Larra intenta
sacudir a los individuos por la risa no tanto para que se integren en una
Demonios públicos y privados 229

sociedad que no funciona, sino para que conformen una sociedad distinta
en la que el yo individual y social se aproximen más a la realización de sus
potencialidades.

b. Teoría de la incongruidad
La segunda teoría del humor es la Teoría de la incongruidad. Su prin-
cipal teórico es Arthur Schopenhauer.2 Para el filósofo alemán el
humor surge de un desfase entre el conocimiento “abstracto” y el conoci-
miento “sensorial” que tenemos de las cosas. Como dice Morreall:
What we perceive through our senses […] are individual things with many
characteristics. But when we organize our sense perceptions under abstract
concepts, we focus on only a few characteristics of any individual thing,
thus allowing ourselves to lump very different things under the same con-
cept, and to refer to very different things by the same word. Humor arises
when we are struck by some clash between a concept and a perception that
are supposed to be of the same thing (51).
En otras, palabras, la risa se produce cuando se percibe que una idea abs-
tracta o general (o un concepto) y la realidad concreta se asimilan como
si fueran la misma cosa aunque, en realidad, son cosas muy distintas. Por
ejemplo: el rey se ríe del campesino cuando lo ve con ropas de verano en
pleno invierno. El campesino le responde: “Si su majestad se hubiera puesto
lo que yo tengo, lo encontraría muy caliente.” El rey le pregunta que qué
lleva puesto, y el campesino responde: “Todo mi vestuario” (Schopenhauer
55). La concepción es que un vestuario es amplio: “Todo mi vestuario.”
Pero tal concepto es incongruente con la realidad: el vestuario práctica-
mente ilimitado del rey no tiene nada que ver con el limitadísimo del cam-
pesino que sólo tiene una prenda de vestir: la que lleva puesta. Nos reímos
porque nos damos cuenta de que hemos subsumido bajo una concepción
general un objeto o situación que en su contexto real es muy diferente.
Schopenhauer habla de dos versiones de lo ridículo que causan risa. La
primera es el “ingenio” (wit), y la segunda es la “estupidez” (folly). La es-
tupidez es la forma de la comedia, y es la aproximación que usa Larra para
ridiculizar a sus tipos. Si en el ingenio se va de la realidad a lo abstracto, en
la estupidez el caso es el contrario: el movimiento ocurre de lo abstracto a
lo concreto, del concepto nos movemos a la realidad. A partir de un con-
cepto del conocimiento se tratan de manera no intencional objetos de la
realidad, que sabemos que son distintos, como si fueran la misma cosa.
Cuando nos damos cuenta de la diferencia entre ambos, nos reímos. Por
ejemplo: un hombre dice que le gusta caminar solo, y otro le dice: “a mí
también; por eso debemos ir juntos.” El segundo hombre parte de la idea
o concepción de que un placer que disfrutan dos personas lo pueden dis-
frutar en común, y subsume bajo esa concepción el caso real que excluye la
comunidad (Schopenhauer 58).3
230 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado

Para Schopenhauer, la rigidez del “pedante” es un caso eminente de


estupidez porque está siempre en el terreno de la teoría y no toma en conside-
ración la realidad (53). En los tres artículos de Larra que estamos exami-
nando, las posiciones teóricas basadas en la rigidez abstracta prevalecen
frente a la realidad. En “El café”, Larra nos presenta muchísimos casos de
estupidez, de primacía de lo abstracto sobre la realidad de la vida. Así por
ejemplo:
Hubo un joven ex militar de los de estos días, que tienen grandes cono-
cimientos en la Estrategia y que puede dar voto en materias de guerra por
haber tenido varios desafíos a primera sangre y haberle favorecido en un no
sé que encrucijada con un profundo arañazo en una mano, no sé si Marte o
Venus; el cual dijo que todo era cosa de los ingleses, que era muy mala gente,
y que lo que querían hacía mucho tiempo, era apoderarse de Constantinopla
para hacer del Serrallo una Bolsa de Comercio, porque decía que el edificio
era bastante cómodo, y luego hacerse fuertes por mar (113).
Sobre este pedante y otros por el estilo, Larra dice: “Pero no le parezca a na-
die que decían esto como quien conjetura, sino que a otro que no hubiera
estado tan al corriente de la petulancia de este siglo le hubieran hecho creer
que el que menos se carteaba con el Gran Señor o, por el pronto, que tenía
espías pagados en los Gabinetes de la Santa Alianza” (14).
En “Vuelva usted mañana”, Monsieur Sans-délai ejemplifica la actitud
del pedante porque no hace concesiones a la realidad cuando habla conven-
cido de que en España las cosas serán como en Francia:
Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me ase-
guró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo. [...]
Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto
amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su
casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el
de pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más claro.
—Mirad—le dije—, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís
decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
—Ciertamente—me contestó—. Quince días y es mucho….
—Peritidme, monsieur Sans-délai—le dije entre socarrón y formal—,
permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses
de estancia en Madrid (192–93 ; énfasis mío).
Monsieur Sans-délai representa la voz abstracta que no tiene en considera-
ción lo concreto, a pesar de que Fígaro le trata de instruir sobre la realidad
española. Al final, el desprecio de la realidad le cuesta a Sans-délai tiempo,
dinero, y mucha frustración. Es de notar que en la incongruidad que se
percibe entre lo abstracto y la realidad en este tipo de humor, la realidad
no es sólo lo que percibimos inmediatamente, sino que también es lo que
privilegiamos y nos produce alegría. Lo abstracto, lo inflexible, lo serio,
Demonios públicos y privados 231

es lo que cuesta más aprehender, y lo que siempre se ridiculiza porque se


disocia de la vida, del placer y la gratificación de nuestros deseos vitales
(Schopenhauer 60). La realidad siempre triunfa, de ahí que entendamos
el fracaso de Sans-délai por su total confianza en sus ideas, sin considera-
ción de la realidad española. La rígida actitud de Braulio en “El castellano
viejo” contrasta con la de Fígaro que en este artículo hace concesiones a la
realidad:
ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de
vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he
abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que
haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis
engañadas esperanzas. Un resto, con todo esto, del antiguo ceremonial que
en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces
ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula
afectación de delicadeza (177).
Efectivamente, Fígaro se presenta como generalmente rígido porque tiene
su “sistema.” No obstante, Fígaro hace su concesión a la perspectiva opuesta
a su sistema: la del “antiguo ceremonial,” esto es, el modelo que inspira a
Braulio y que Fígaro critica en el artículo. Braulio, por el contrario, no hace
ninguna concesión. Así, cuando Fígaro le felicita el cumpleaños, Braulio
le responde: “Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que soy
franco y castellano viejo: el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo
de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado” (179). De ahí que no
nos riamos de Fígaro, sino de que Braulio sea un caso claro de estupidez
por no plegarse nunca a ninguna realidad que pueda diferir de sus ideas.
La seriedad, según Schopenhauer, es la conciencia del acuerdo o con-
gruidad entre el concepto/pensamiento y lo percibido/realidad (61). El
serio está convencido de que sabe cómo son las cosas—son como él las
piensa. Cuanto más se unan concepto y realidad más fácilmente se pro-
ducirá la risa por el descubrimiento de una pequeña incongruidad. Una
seria perversión española para Larra consiste en que los españoles de su
época creen que saben como son las cosas y no se cuestionan su manera de
hacerlas—hasta el punto de estar orgullosos de no abrirse a nuevas ideas.
Los casos del literato pedante de “El café”, del burócrata de “Vuelva usted
mañana”, y de Braulio de “El castellano viejo” ilustran esta seriedad de la
que es tan fácil reírse. Todos ellos, por supuesto, son muy patriotas. Frente
a la seriedad, el chiste expone la discrepancia entre las concepciones de otro
y la realidad al “desarreglar” una de las dos; mientras que la seriedad con-
siste en la conformidad de ambas (Schopenhauer 61). Así, cuando el buró-
crata de “Vuelva usted mañana” le dice a Fígaro que: “Así está establecido;
así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo,” el chiste de Fígaro
desarregla, ridiculizándola, la seriedad del rígido burócrata: “Por esa razón
deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació” (198).
232 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado

c. La teoría del desahogo


Esta es la tercera aproximación clásica a la risa. Fue promovida por Herbert
Spencer, que entendía que “laughing […] is just a release of energy”
(Morreall, “A New Theory” 131). Tras la acumulación de una emoción que
se ve ahora como inapropiada nos reímos. Si alguien tiene miedo porque ha
oído un ruido en la primera planta de su casa, cuando está en la cama en el
segundo piso, y luego se da cuenta de que era un gato o un pájaro, se ríe.
Sigmund Freud veía también la risa como un escape o desahogo de
energía psíquica o nerviosa superflua. La risa (como el sueño) es para Freud
una válvula de seguridad que, al producirse, expresa lo inhibido y libera la
energía de la represión. En el humor, según Freud, nos liberamos por la risa
de energía emocional negativa que no necesitamos—mientras que en lo
cómico la energía que se libera por la risa tendría carácter intelectual.
Para Freud, el humor supone un rechazo al sufrimiento. Así, en el sujeto
se produce un juego interno por el que el superyo (figura paterna) adopta
una actitud humorística hacia el yo (figura del niño), y así el yo no sufre.
Este juego interno del sujeto puede darse frente a un espectador que dis-
fruta del humor (caso del condenado a muerte que dice al carcelero el lunes
en que lo van a colgar: “¡Es una buena manera de empezar la semana!”).
El que escucha, dice Freud, replica, copia el proceso mental del humorista
como un eco, pero el proceso dinámico de la actitud humorística pertenece
al que dice el chiste, al humorista (Morreall 113). Y añade Freud:
Like wit and the comic, humor has in it a liberating element. But it has also
something fine and elevating, which is lacking in the other two ways of
deriving pleasure from intellectual activity. Obviously, what is fine about
it is the triumph of narcissism, the ego’s victorious assertion of its own
invulnerability. It refuses to be hurt by the arrows of reality or to be com-
pelled to suffer. It insists that it is impervious to wounds dealt by the out-
side world, in fact, that these are merely occasions for affording it pleasure.
This last trait is a fundamental characteristic of humor. [...] Humor is not
resigned; it is rebellious. It signifies the triumph not only of the ego, but
also of the pleasure principle, which is strong enough to assert itself here in
the face of the adverse real circumstances (en Morreall 113).
A la vista de la reflexión final de su primer artículo, “El café”, en donde
Larra afirma que vivimos en un mundo de quimeras, la declaración inicial
de Larra en el mismo artículo es indicativa de que, frente a la locura y dolor
que observa en el mundo externo, el autor decide refugiarse en el humor,
protegiendo así su yo:
No sé en qué consiste que soy naturalmente curioso; es un deseo de saberlo
todo que nació conmigo, que siento bullir en todas mis venas, y que me
obliga más de cuatro veces al día a meterme en rincones excusados por es-
cuchar caprichos ajenos, que luego me proporcionan materia de diversión
para aquellos ratos que paso en mi cuarto y a veces en mi cama sin dormir;
Demonios públicos y privados 233

en ellos recapacito lo que he oído, y río como un loco de los locos que he
escuchado (111–12; énfasis mío).
Considerando la mencionada conexión íntima entre la vida y la obra del
autor, la teoría del desahogo nos ayuda a aproximarnos al caso del humo-
rista Larra. En efecto, la teoría freudiana resulta muy apta para entender
la transición entre la fase humorística de su escritura y la fase irónica en la
que el tejido de su yo se deshace. Como humorista, Larra afirma el princi-
pio del placer frente a las demandas del mundo real, riéndose de ese mundo
real. El autor rechaza el sufrimiento que el mundo le produce y así se man-
tiene psicológicamente equilibrado, “negando” la dolorosa realidad por el
humor. En la siguiente fase, la irónica, será el mundo externo, la realidad
y la compulsión al sufrimiento las que se impongan, y el yo de Larra sufre.
Mientras que se puede situar simultáneamente en posición de adulto/padre
en actitud humorística hacia sí mismo, en cuanto niño/hijo, Larra evita
el sufrimiento intolerable. Aquí, el superyo cumple, como dije, la función
paterna manteniendo al yo subordinado, como en un juego. El énfasis en la
actitud humorística se pone en el superyo y, al hacerlo, se le quita tal pro-
tagonismo al yo y sus potenciales reacciones (Morreall 114). Después, en la
etapa irónica, el énfasis se trasladará al yo, con lo que el juego humorístico
habitual se acaba, y el yo pasa factura.

III. La ironía absoluta y “La Nochebuena de 1836”


A partir del artículo “El día de difuntos de 1836”, escrito el 2 de noviembre
de 1836, Fígaro se presenta radicalmente desconectado de su mundo, de su
circunstancia madrileña y española. La ironía romántica—o “recognition
of the fact that the world in its essence is paradoxical and that ambivalent at-
titude alone can grasp its contradictory totality” (Wellek 14)—informa este
artículo. En “El día de difuntos de 1836” los vivos son muertos y “Madrid es
el cementerio” (395) donde los muertos “viven, porque ellos tienen paz; ellos
tienen libertad” (395). El siguiente paso hacia lo que sería el final de su obra
y de su vida en un proceso de disolución irreversible lo marcará el artículo
“La Nochebuena de 1836,” un ejemplo extraordinario de la ironía absoluta
de que habla Paul de Man en su “Retórica de la temporalidad”.
Para de Man, los textos irónicos tienden a ser breves (210), por lo cual el
artículo periodístico que Larra cultivaba resulta un género muy adecuado
para la expresión irónica. En su análisis de la ironía, Paul de Man parte del
texto de Charles Baudelaire “De l’essence du rire” (1855) y del ejemplo de
ironía radical en el que un ser humano, o sujeto, entra en relación con el
mundo no humano u objeto (Naturaleza) mediante la caída de un hombre
en la calle, caída que genera un desdoblamiento (o duplicación del yo) del
sujeto o ironista. Efectivamente, cuando el ser humano, normalmente el
filósofo o el escritor (o alguien que habitualmente opera con el lenguaje),
234 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado

se ve caído su yo se desdobla.4 Por una parte está el yo empírico, que se ve


caído en el suelo y que está inmerso en el mundo; y, por otra, está el yo
irónico, un yo constituido en y por el lenguaje, y claramente diferenciado
del yo empírico. En tal desdoblamiento el sujeto se diferencia del mundo
no humano por medio de una actividad intelectual dentro de la conciencia
del sujeto/ironista.
Tras la caída, el yo irónico se distancia y se ríe de las pretensiones de
invulnerabilidad del yo empírico. La duplicación irónica hace que el sujeto
tome conciencia de que ni él es naturaleza (conciencia de una diferencia) ni
de que él puede controlar la naturaleza (conciencia de una limitación). Así
la caída es origen de un mayor autoconocimiento por parte del ironista.
Es extraordinario cómo Larra utiliza ya en 1836 el esquema básico de
la ironía absoluta descrito por Baudelaire y de Man—más de treinta años
antes de que Baudelaire publique su “De l’essence du rire” (1855)—que, a su
vez, inspira a de Man su análisis de la ironía. Es más, ya en “El castellano
viejo” (1832), se presenta la figura del poeta o filósofo, de los que después
hablan Baudelaire y de Man, que andando por la calle está en peligro de
tropezar y caerse:
Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis
artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí
mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo
maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en
cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor cir-
cunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de
un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar
que los soliloquios no se deben hacer en público (177; énfasis mío).
El mismo artículo “La Nochebuena de 1836” lleva como subtítulo, “Yo y
mi criado. Delirio filosófico.” En tal delirio, Larra nos dice casi de entrada,
que “en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión” (401). Cada
artículo es pues el signo de la caída existencial de Larra, la expresión de la
desilusión que de él se va apoderando. Ya en “El día de difuntos de 1836” se
refiere a su corazón como a “otro sepulcro” con un letrero que dice “¡Aquí
yace la esperanza!” (399). Es esa desilusión la que hace que Larra se sienta
cada vez más apartado de su mundo y la que lo lleva a una posición solip-
sista que analizará el yo propio y el mundo en que se inserta con la misma
contundencia con que antes, por el humor terapéutico satírico, analizó a
la sociedad. Ahora, sin embargo, su aproximación no será la sátira, como
ya sabemos, sino la devastadora (para el yo) ironía absoluta. Ha llegado el
momento de enfrentarse a los demonios privados.
Fígaro, el amo, siguiendo la tradición de las saturnales romanas en las
que los amos le permitían a los esclavos decirles la verdad, le da dinero a su
criado para que se emborrache y le diga lo que realmente piensa sobre él,
sobre Fígaro. El primer movimiento estratégico de Larra para presentarnos
Demonios públicos y privados 235

su poderoso caso de ironía es convertir al criado en Naturaleza, deshuma-


nizarlo. Desde el principio mismo del ensayo, Fígaro se refiere a la “ento-
nación servil y sumisa” del criado (402), a su “risa estúpida” que se refleja
“en la fisonomía de aquel ser que los naturalistas han tenido la bondad de
llamar racional sólo porque lo han visto hombre” (403). La asociación del
criado con el mundo animal es clara. Primero lo presenta como exclusiva-
mente interesado en comer—estrategia clásica de la comedia (Frye 120)—y
después insiste en que “mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en
talla al alcance de la mano. Por tanto es un mueble cómodo; su color es el
que indica la ausencia completa de aquello con que se piensa, es decir, que
es bueno” (405). Así, el criado se asocia en primera instancia con el mundo
no humano, con la Naturaleza, que por falta de intelecto, es incapaz de
maldad. Por el otro lado, Fígaro representa el mundo humano, el de la re-
flexión (403) y por tanto, el mundo de la maldad y la hipocresía. Así, al
delinearse claramente dos partes, el mundo no humano y el humano, Larra
nos conduce al terreno de lo que Baudelaire llamó lo cómico absoluto (157).
A continuación, se nos presenta el conflicto entre ambos mundos: “la
Providencia […] se vale para humillar a los soberbios de los instrumentos
más humildes” (405). Como el hombre que tropieza en la calle con la piedra
y se cae, Fígaro va a tropezar con el representante del mundo no humano
que el ironista nos ofrece tras el proceso de rigurosa deshumanización:
el criado. A su vez, Fígaro se presenta a sí mismo como soberbio—como
humano. Cuando el criado regresa a casa, los papeles de ambos, amo y
criado, están ya claros: “quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es
decir, la verdad y Fígaro” (405). El autor deja patente que las dos voces que
a continuación vamos a escuchar son suyas al volver a asociar al criado con
el mundo natural: “los fabulistas hacen hablar a los animales. ¿Por qué no
he de hacer yo hablar a mi criado” (406; énfasis mío). Este es el momento
de inflexión en el que la voz de la Naturaleza se torna en voz irónica co-
nocedora de la autenticidad, y la de Fígaro se torna en la voz ironizada,
la del personaje que permanece en el mundo empírico: “una voz salió de
mi criado, y entre ella y la mía se estableció el siguiente diálogo” (406). A
partir de aquí la voz irónica expresa el conocimiento de la “verdad”, se
constituye en la voz de la autenticidad. Dice de Man a este respecto:
El yo doble e irónico que el filósofo o el escritor construye por medio de
su lenguaje sólo puede llegar a ser a expensas del yo empírico, cayendo o
levantándose, y así pasar de la etapa de adaptación mistificada al cono-
cimiento de su mistificación. El lenguaje irónico divide al sujeto entre el yo
empírico que existe en un estado de inautenticidad y un yo que sólo existe
en la forma de un lenguaje que afirma el conocimiento de esa inautenti-
cidad. Pero ese conocimiento no convierte al yo en un lenguaje auténtico,
puesto que conocer la inautenticidad no es lo mismo que ser auténtico. La
236 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado

disyunción del sujeto no constituye evidentemente un proceso tranquiliza-


dor y sereno, por mucha risa que implique (237).
El proceso que marca el diálogo entre las dos voces no es en verdad
nada sereno ni tranquilizador para el yo empírico, el yo inauténtico. La
voz irónica, en conocimiento de la inautenticidad, comienza a revelar la
hipocresía de Fígaro:
—Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que
suelo. ¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes
ojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué esa dis-
tracción constante y esas palabras vagas e interrumpidas de que sorprendo
todos los días fragmentos errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te
revuelves en tu mullido lecho como un criminal, acostado con su remordi-
miento, en tanto que yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quien debe tener
lástima a quién? No pareces criminal; la justicia no te prende al menos;
verdad es que la justicia no prende sino a los pequeños criminales, a los que
roban con ganzúas o a los que matan con puñal; pero a los que arrebatan el
sosiego de una familia seduciendo a una mujer casada o a la hija honesta,
a los que roban con los naipes en la mano, a los que matan una existencia
con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada, a esos ni los llama la
sociedad criminales, ni la justicia los prende, porque la víctima no arroja
sangre, ni manifiesta herida, sino que agoniza lentamente consumida por
el veneno de la pasión que su verdugo le ha propinado […] Tú acaso eres
de esos criminales y hay un acusador dentro de ti, y ese frac elegante y esa
media de seda, y ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto son tus armas
maldecidas (406–7).
La voz ironizada, la de Fígaro, que es quien está en el mundo empírico,
no puede resistir la “verdad” expresada por la voz irónica (la del criado):
“Silencio, hombre borracho” (407), le dice. Pero la voz irónica continúa
haciéndose oír, enfatizando el oportunismo, las contradicciones y la hi-
pocresía de Fígaro: “Preciado de gracioso, harías reír a costa de un amigo”
(407), “buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas”
(407), “ofendes y no quieres tener enemigos” (407), “el día que te apoderes
del látigo azotarás como te han azotado. Los hombres de mundo os llamáis
hombres de honor y de carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis de opi-
nión, apostatáis de vuestros principios” (407–8). La voz irónica también le
reprocha su sed de gloria y su vanidad, y la voz ironizada, la de Fígaro no
puede aguantarlo: “¡Basta, basta!” (408) y “Por piedad, déjame, voz del in-
fierno” (408). La voz irónica ha cuestionado de forma radical la autentici-
dad de la existencia de Fígaro, y como dice de Man, se ha puesto en marcha
un proceso inquietante y peligroso que rápidamente cubre la trayectoria
que va desde el “pequeño autoengaño” hasta el absoluto, destruyendo el
tejido del yo. Por ello,
Demonios públicos y privados 237

la ironía es el vértigo total, el mareo al punto de la locura. La cordura


puede darse sólo porque estamos dispuestos a proceder dentro de las con-
venciones de la duplicidad y el disimulo, así como el lenguaje disimula la
violencia inherente a las relaciones entre los hombres. Tan pronto la más-
cara queda al descubierto, el ser auténtico aparece inevitablemente al borde
de la locura (de Man 238).
Es al borde de la locura donde la voz de Fígaro se sitúa al final del diá-
logo de voces que resulta del desdoblamiento irónico. En verdad, como
dice de Man, la ironía absoluta se da a costa del yo empírico y supone “la
conciencia de la locura, que es el fin de la conciencia, una reflexión so-
bre la locura desde dentro de la locura misma. Esa reflexión, sin embargo,
sólo puede darse en virtud de la doble estructura del lenguaje irónico: el
ironista inventa un yo que está “loco” pero que no tiene conciencia de su
locura; procede entonces a reflexionar sobre su propia locura que acaba de
objetivar” (de Man 239). El yo “loco” en “La Nochebuena de 1836” es, cla-
ramente, el yo que está fuera de sí, el criado borracho. Al final del artículo
leemos: “Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi
mejilla, ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél en
el lecho, éste en el suelo. El primero tenía abiertos los ojos y los clavaba con
delirio y con delicia en una caja amarilla donde se leía mañana. ¿Llegará ese
mañana fatídico? ¿Qué encerraba la caja?” (409). La voz narrativa, la del
autor implícito, se refiere ahora al amo y al criado en tercera persona, esto
es, como las dos voces diferenciadas que representaron el desdoblamiento
irónico. Y el mañana al que se refiere no es como el mañana de “Vuelva
usted mañana”—“¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!” (202).
El mañana al que se refiere “La Nochebuena de 1836” estaría íntimamente
conectado con el contenido de la caja amarilla. Ésta contenía dos pistolas
que hoy se exponen en el Museo Romántico de Madrid. Con una de ellas
Larra se suicidó el 12 de febrero de 1837, menos de dos meses después de
escribir “La Nochebuena de 1836”.

Notas
1 El otro gran ejemplo de ironía absoluta en la literatura española es Miguel de Unamuno
(LaRubia-Prado, Alegorías y Unamuno).
2 Aunque antes de él, Kant también teorizó desde la misma perspectiva. Kant habla de la diversión
que resulta de jugar con las ideas en relación al bienestar físico que producen. La expectativa que
el oyente desarrolla al oír un chiste desaparece al final del mismo—en el punch line. La razón no
es la capacidad que disfruta esa frustración de expectativas, sino los órganos internos del cuerpo,
y se produce una sensación de salud. “Laughter is an affection arising from the sudden transfor-
mation of a strained expectation into nothing” (Morreall 45).
3 Otro ejemplo es, evidentemente, Don Quijote, que subsume las realidades que encuentra bajo
concepciones extraídas de los libros de caballerías, de las que son muy diferentes. Por ejemplo,
para apoyar a los oprimidos y defender la noción de que la libertad es buena libera a los galeotes.
238 Fr ancisco L a Rubia-Pr ado

4 La caída puede ser literal, como la del hombre que se cae en la calle, o metafórica/existencial y
referirse a la condición caída del ser humano, o a la conciencia de una vulnerabilidad propia
sentida como incapacidad, impotencia o limitación.

Bibliografía
Baudelaire, Charles. The Painter of Modern Life. Jonathan Mayne, traductor. New York: Phaidon, 1964.
Bergson, Henri. Introducción a la metafísica. La risa. México: Porrúa, 1996.
Fowler, Alistair. Kinds of Literature. Cambridge: Harvard UP, 1982.
Larra, Mariano José de. Artículos. Enrique Rubio, editor. Madrid: Cátedra, 1984.
———. Artículos. Seco Serrano, Carlos, editor. Barcelona: Planeta, 1990.
LaRubia-Prado, Francisco. Retorno al futuro. Amor, muerte y desencanto en el Romanticismo español.
Madrid: Biblioteca Nueva, 2004.
———. Alegorías de la voluntad. Madrid: Libertarias/Prodhufi, 1996.
———. Unamuno y la vida como ficción. Madrid: Gredos, 1999.
Man, Paul de. Visión y ceguera. Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1991.
Morreall, John, editor. The Philosophy of Laughter and Humor. Albany: SUNY Press, 1987.
———. “A New Theory of Laughter”. The Philosophy of Laughter and Humor. John Morreall, editor.
Albany: SUNY Press, 1987.
Muecke, D.C. The Compass of Irony. London: Methuen, 1969.
Schopenhauer, Arthur. The World as Will and Idea. London: Routledge & Kegan Paul, 1909.
Wellek, Rene. “The concept of Romanticism in Literary History”. Concepts of Criticism. New Haven:
Yale UP, 1973.
The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 239–252

Juan Díaz Covarrubias y El diablo en México


como alegoría del desencanto de la nación

Alejandro Cortazar, Louisiana State University

En un país tan moralizado, tan religioso como el nuestro, se ve esto,


cuando es tan fácil el remedio.
—Florencio M. del Castillo Dos horas en el hospital de San Andrés

I. Introducción
En 1855 dio inicio el período de política liberal combatiente conocido como
la Reforma, cuyo objetivo era modernizar al país a partir de una serie de
reformas constitucionales orientadas hacia lo que los liberales concebían
como justicia, progreso y libertad social. Dicha iniciativa sostenía que para
poder instaurar el orden y entrar en la senda del progreso, había que empe-
zar por hacer que los habitantes de la nación supieran identificase primera-
mente como mexicanos por encima de sus afiliaciones étnicas, religiosas,
culturales. Era ésta una política de cambio que habría de encontrar un ro-
tundo rechazo en las fuerzas conservadoras, cuya base política e ideológica
radicaba en la autoridad del clero católico. Esta autoridad se basaba en su
fortuna material, pero sobre todo en su capital simbólico como árbitro
de la mentalidad y las costumbres de una sociedad de fuertes raigambres
tradicionales. Viendo amenazados sus intereses y privilegios, el clero y la
oligarquía conservadora incitarían a la violencia que habría de desembocar
en una cruenta guerra civil (1858–1860). Gran parte de la población se vería
presionada a desplazase y entrar en una lucha fratricida por mantener un
sistema de vida tradicional o por emprender uno que se apoyaba en la idea
del progreso. Fue un periodo crítico y decisivo en que los jóvenes intelectua-
les que se identificaban con la causa reformadora se lanzarían a promover y
crear nuevas formas de expresar los remedios a los males y las pesadumbres
de los mexicanos.1
A la par con la política liberal, el romanticismo literario iniciaría en
México su etapa combatiente como reflexión a la escena teatral por la que
atravesaba el país ahora en una etapa más crítica. Las ideas y los primeros

239
2 40 A lejandro Corta z ar

moldes habían llegado de Europa con el ideario de los utopistas franceses,


la Revolución Francesa, los catecismos y las novelas sociales, pero nuestros
jóvenes literatos se encargarían de que contexto y contenido fueran ahora
particularmente de carácter nacional.2 El romanticismo social que había
tenido su etapa de plena formación en Francia entre 1830 y 1843 llegaría a
México a principio de la década de los cincuenta haciendo sentir su influen-
cia en la producción literaria (Pantaleón Tovar, Ironías de la vida, 1851)
y filosófica (Nicolás Pizarro Suárez, Catecismo político del pueblo, 1851).3
Citando a Víctor Hugo, Roger Picard señala que este romanticismo social
no era en el fondo “más que el liberalismo en la literatura […] La libertad
en el arte, la libertad en la sociedad” (18). Así lo asumieron los escritores de
este nuevo romanticismo combatiente por medio del cual también busca-
ban la reivindicación de las almas remitiéndose a los orígenes del cristia-
nismo, la libertad de pensamiento, la justicia, la igualdad social, la belleza
espiritual y la moral del individuo. El joven poeta y pasante de médico,
Juan Díaz Covarrubias (1837–1859), se había nutrido de estas inquietudes
haciéndole despertar las propias a muy temprana edad con lecturas de
Bernardin de Saint-Pierre, François-René, vicomte de Chateaubriand,
Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, Johann Wolfgang von Goethe, Lord
Byron, Alphonse de Lamartine y Victor Hugo, pero también de escritores
mexicanos como Ignacio Rodríguez Galván, destacando sobre todo las
lecciones aprendidas del profesor Juan Bautista Morales, conocido por su
publicación periodística como “El Gallo Pitagórico”. Cuando en Francia
se reflexionaba sobre el estallido revolucionario de 1830 y sus consecuen-
cias, en general “los novelistas románticos pintan la sociedad de su tiempo
como materialista y descompuesta por el egoísmo; muchos ven que está a
punto de descristianizarse” (Picard 171). Así en México, en esos tiempos de
la Reforma, Díaz Covarrubias proyectaría un aura de pesimismo invitán-
donos a la reflexión al lamentarse del egoísmo materialista y de la “descris-
tianización” de la sociedad mexicana al referirse a dicho periodo, en el que
él mismo se hacía partícipe, como “una época aciaga de desmoronamiento
social” (El diablo en México 145).
Ante el horror de los rugidos del cañón y de la incertidumbre socio-
política del momento, 4 Díaz Covarrubias sentiría la necesidad seguir avante
con sus impulsos creativos decidido a publicar sus novelas, aún teniendo la
certeza y el temor de que lo fueran a señalar de loco por tal atrevimiento, 5
curiosamente, incentivando con ello su pasión por escribir con el deseo de
alcanzar la gloria en la posteridad y llegar a ser reconocido como un genio-
mártir. Tenía puesta su fe en que esta lucha pronto habría de llegar a un buen
desenlace para abrirle el camino a la civilización con que también habría de
venir el renacimiento literario. Sintiéndose desahuciado por la vida, sólo la
muerte temprana—acaecida el 11 de abril de 1859—se encargaría de disipar
sus temores, a su vez dejando truncos sus sueños de gloria literaria. En El
Juan Díaz Covarrubias 241

diablo en México (1859), su última novela, Díaz Covarrubias nos legaría una
muestra de su genio y su romántica locura recurriendo a la sabia naturaleza
y a la tradicional metáfora del mal (el diablo) para representar un horizonte
de pesimismo y hastío materialista. Se trataba de un ensayo de reflexión
sobre su entorno—su vida y su preocupación por la patria—y de creativi-
dad literaria por medio del cual exponía, a partir de las referencias al diablo
como imagen alegórica y de la superstición, la medida explicativa del mal,
del desorden, del porqué de su desencanto de la nación.

II. Diablo seductor del México Republicano


En El diablo Díaz Covarrubias nos presenta su punto de vista sobre el am-
biente de la época referida y la mentalidad de las clases sociales, comple-
mentando su narración con una sutil descripción del paisaje—la ciudad
de México y sus alrededores—las modas y las costumbres. En esta obra se
ocupa en particular del protagonismo social del sector criollo y los nuevos
ricos que sueñan ser o que se consideran de abolengo aristocrático frente
a una débil clase media, asfixiada económica y socialmente por aquélla.
Clementina Díaz y de Ovando concluye que se trata de “una novela corta
en la que se enfrentan los intereses sociales, de sensibilidad, de educación
y amorosos de cuatro jóvenes de distinta clase social, los que, violentando
su voluntad por una conveniencia económica, terminan casándose”
(“Introducción”, xxvii). Solución positivista, dirá el autor, mediante la cual
los cuatro jóvenes quedan finalmente unidos en un mismo nivel social, no
obstante, habiendo degradado moral y espiritualmente como personas.
Enrique es descrito como un individuo “de veintitrés años, muy pálido,
con cabello y finos bigotes castaños, ligeramente rizados, con una frente
convexa y ancha, como la suelen tener los poetas y los hombres de genio”, y
de esbelto semblante y modales refinados pues además viste “con exquisita
elegancia” (El diablo 151). Vive de la apariencia aristocrática escudada en
la herencia familiar de un capital mayor en influencias que en bienes de
fortuna. Elena cuenta con casi dieciocho años de edad, es “blanca como
una inglesa”, con el pelo recogido al estilo de las mujeres puritanas pero
también muy “elegantemente vestida, y con [...] aire de gracia y distinción”
(149). Su condición “humilde como un ángel y dulce como una paloma”
(169) contrasta con el carácter déspota y ambicioso de su madre, para quien
“todo el que no era rico enormemente, pertenecía sin remedio al pueblo
o gentecilla como ella le llamaba” (169). Por otro lado tenemos a Concha
y Guillermo, hijos del inculto comerciante de abarrotes don Raimundo
González y doña Cenobia, madre vanidosa y consentidora que sólo se preo-
cupa por ver realizado en sus hijos el sueño frustrado de su juventud, esto
es, verlos casados con personas distinguidas de la sociedad, de la aristocra-
cia. Los encuentros de sociabilidad ocurren en el Teatro Iturbide, un baile
242 A lejandro Corta z ar

en casa de don Raimundo con motivo del onomástico de su hija, y la villa


de San Ángel; lugares que Concha aprovecha para hacer alarde de la riqueza
de su padre como prueba de su deseado reconocimiento aristocrático, por
ejemplo, mostrando “en los diez dedos de las manos ocho anillos encima
de los guantes” (159). De manera que frente a la imagen social de Enrique y
Elena, la de Concha no pasa de ser una de cursilería aristocratizante en vez
de una de educación y finos modales. Al margen de este mundo de ambicio-
nes y distinciones clasistas figura la realidad social del amigo y confidente
de Enrique, Miguel, un joven de provincia que dice sentirse orgulloso de
pertenecer a la clase media por ser ésta una clase honesta y trabajadora. Era
“uno de esos jóvenes que los estados lanzan a México solos, sin recursos,
para hacer sus estudios de medicina y que sin parientes, sin conocimientos
en la capital, se mantienen y hacen su carrera de una manera verdadera-
mente providencial” (170). 6
La historia gira en torno a Elena y Enrique, jóvenes que se convierten
en amantes después de un casual encuentro en “la misa del perdón” de la
suntuosa catedral de la ciudad de México; misa así conocida debido a la
congregación que se ha dado en torno a uno de los altares de la catedral
“llamado vulgarmente del Perdón, a causa de no sé cuántas indulgencias,
concedidas no sé por qué arzobispo, a los devotos que oyeren la misa en él
celebrada” (147). Esta misa se oficia principalmente los domingos y los días
festivos cada media hora de forma continua, desde las siete hasta las doce
del mediodía, y los fieles acuden asiduamente por no faltar a su devoción.
Es una muestra de comunión de la comunidad entera. No obstante, una
comunión que carece de los principios de hermandad, armonía e igualdad
social. Así lo demuestra el pintoresco retrato que nos ofrece el autor sobre
“la misa del perdón” haciéndonos ver en él que la fe también separa a los
fieles de acuerdo con sus costumbres particulares o de clase:
De siete a ocho [acuden] ancianos de capa, beatas y verdaderos devotos; és-
tos van generalmente en ayunas. De ocho a nueve, comerciantes, abogados
viejos, tenderos ricos. De nueve a diez, padres de familia acompañados de
su numerosa prole. De diez a once y media—esta es la hora exclusiva de
los enamorados de ambos sexos, de los admiradores de la divinidad
humana, de los elegantes, de los que desean no oír o ver la misa, sino ha-
cerse ver. […] La misa de doce está reservada para los flojos, y para los que
se les ha hecho tarde. Finalmente, los que tienen la saludable costumbre de
levantarse a las doce, y tomar el desayuno en la cama, tienen el recurso de
la misa de doce y cuarto en el Sagrario (147–148).
Después del inesperado encuentro con ese ángel en el altar del perdón,
Miguel, el amigo de Enrique, le hace saber a éste que esa joven que lo ha
deslumbrado con su belleza “tiene una madre muy aristócrata, muy dés-
pota” (156). Le advierte que tenga cuidado al tratar con este tipo de ángeles
que él maldice por su condición materialista sobre la tierra: “llévales tu
Juan Díaz Covarrubias 2 43

corazón y ya verás qué angelicalmente lo huellan con los pies y lo arro-


jan al lodo. Pero en vez de prodigar lágrimas y suspiros, prodiga oro, y ya
verás también de qué diferente manera te tratan” (156). Si el amor existe,
dice Miguel, “no será más que en el pueblo y la clase media, es decir, en
mi círculo” (156).7 Afirmaciones que vaticinan la desgracia en la batalla
del amor de Enrique por Elena, de este joven cuya existencia estará ahora
guiada por la pasión, la misma que luego lo hace reflexionar sobre las pala-
bras de su amigo y confesar que lo ha entristecido el darse cuenta que su
ángel “posee bienes de fortuna que a mí me faltan, y esto abre tal vez un
abismo entre nosotros” (156). Situación de angustia, de imposibilidad que
hace de éste precisamente un amor romántico; un amor condicionado por
una realidad—que deriva de los desencuentros favorecidos por “la misa
del perdón”—que hace patente el hecho de que las diferencias materiales
también establecen las diferencias sociales. El autor no indaga en ello y, sin
embargo, es una perspectiva particular que induce a reflexionar sobre la
realidad social de los habitantes de México en general. Robert J. Knowlton
señala que durante esa época de inicios de la Reforma “la población
consistía en un clero bien organizado, tradicionalista y agresivo, un pueblo
ignorante y mal nutrido y una clase media débil, impotente para colmar la
brecha entre los pocos privilegiados y los muchos menesterosos” (31). La
aristocracia colonial había degradado en una oligarquía de ambiciones ma-
terialistas y reclamo de privilegios que ya no tenía. Por eso la nueva “aris-
tocracia mexicana” (“los pocos privilegiados”) ya no era una clase susten-
tada en títulos de nobleza, herencias de sangre o virtudes providenciales,
sino que era un sector de la sociedad que se ostentaba como tal en base al
caudal de sus influencias y sus bienes materiales.
Esta mentalidad aristocratizante, 8 que se vuelve una obsesión para al-
gunos, la personifica doña Cenobia, la esposa del rico comerciante don
Raimundo González y madre de Conchita y Guillermo. Siempre fue vani-
dosa, admiraba y a la vez odiaba a la aristocracia por no ser parte de ella,
pero ahora que tenía los medios económicos no dejaría pasar la oportuni-
dad para que al menos su hija Conchita pudiera mostrarse con modas y
lujos con el fin de casarse con un hombre distinguido. He aquí el problema,
según el autor:
México es un país eminentemente republicano por su forma de gobierno,
y sin embargo, tal vez ni en la monarquía más absoluta de Europa, está es-
tablecida de una manera tan notable la distinción de las clases. Tres son las
que predominan. La aristocracia, la clase media y el pueblo. […] nunca se
mezclan, por el contrario, están separadas por el odio, y ni la amistad, ni el
matrimonio, ni el pensamiento, las han podido unir jamás (168).
La mentalidad aristocratizante representa una tremenda hipocresía. Esta
mentalidad defiende y aspira ser parte de una clase que no existe.9 Además,
paradójicamente, esa supuesta clase que defienden es la que se encarga de
244 A lejandro Corta z ar

reprimir los deseos de movilidad social. Hay quienes inclusive aferrándose


a lo material apostarían la vida por no condescender con otra clase, como
la madre de Elena. En México, dice el autor, “sólo el dinero puede formar
esa aristocracia puesto que no hay pureza de sangre siendo mixta nues-
tra raza, ni premio ni servicio porque no hay gobierno estable” (169). Si
México ha ido conformándose étnica y culturalmente como una nación
mestiza con un gobierno de tipo republicano, ¿qué explica el hecho de que
impere este odio y esta ambición de mentalidad aristocratizante que sus-
tenta su clase y su moral en términos de lo material?. Deacuerdo con Díaz
Covarrubias, precisamente el desamor, la falta de patriotismo de este sector
y su predilección por lo europeo. Y si esta es la paradoja social imperante,
¿quién hizo despertar entre dos seres la pasión que los habría de conducir a
transgredir las normas de la tradición? ¿las miradas y suspiros de Elena por
Enrique eran “amor, coquetería o curiosidad? Yo no quiero decirlo, porque
francamente les tengo miedo a mis lectoras”, dice el autor. “¿Y quién reu-
niría a Elena y Enrique en la misa del perdón? ¿quién inspiraría a éste la
idea de seguir a aquélla? Yo creo sinceramente que fue el diablo” (158). Si
el acto de fe religiosa no es capaz de remediar esta iniquidad, este desvarío
de la paradoja social, ¿entonces qué? ¿quién? Si entendemos al narrador,
estos mismos desvaríos son los que se encargan de que la sociedad quede
propensa a los designios de las fuerzas del mal, esto es, el diablo.

III. Demonios en el jardín


Elena era una joven recatada, de aspecto puritano y semblante pensativo
con el que daba la impresión de sumergirse en unos éxtasis que atacaban su
alma imprimiéndole a su rostro “un triste y particular sello de melancolía”
(150). Tenía la fisonomía de un ángel caído, es decir, “una de esas fisonomías
que traen como una vaga idea de la patria que ningún mortal ha visto”
(164). Pareciera ser un ángel desplazado, desorientado en este mundo. Su
pasión sentimental es su virtud, pero también su “pecado original” sobre
la tierra; pecado que se originó en su suerte revestida socialmente de cos-
tumbres y formas aristocráticas. Suerte ineludible la de este ángel caído que
debe portar tributo a la obediencia familiar y el bien material como base
de su esencia e imagen social. Teniendo en mente no faltar al decoro de sus
lectoras, el autor deduce que a mujeres angelicales como Elena
el exceso de sentimiento las mata, generalmente son burladas por hombres
indignos que abusan de su espiritualismo, o bien son entregadas por sus
padres a magnates que las hacen sus esposas, y entonces obedeciendo a las
necesidades materiales de la vida, su poesía se convierte en prosa, su espiri-
tualismo en vulgaridad. Tal vez hubieran podido hacer la felicidad de un
hombre sensible; pero su posición social es un abismo que las separa de ese
hombre (165).
Juan Díaz Covarrubias 2 45

Para Díaz Covarrubias el de Elena es sólo un ejemplo de los “ángeles caí-


dos” de algo que forma parte del orden social y que, irónicamente, no se
ha tenido que cuestionar por ser parte de la moral preestablecida por las
costumbres y la fe. Así las cosas, entonces, ¿cómo explicar y contener la
pasión que conduce al deseo entre Enrique y Elena?, ¿cómo burlar la vigi-
lancia social que les advierte cuáles deben ser los márgenes de su compor-
tamiento? ¿Cómo pasar por inadvertidas la inmoralidad y la ridiculez de
los lujos de Concha que evidencian su falta de cultura “aristocrática”? El
autor considera que estos deseos, con sus consecuentes experiencias, deben
ser producto de un ente del mal. Con la licencia que le confiere su oficio
literario, él puede identificar las manifestaciones de este mal que personi-
fica como “diablo”, con quien le es imprescindible hacer “un pacto” para
narrar desde la perspectiva de éste lo que los personajes no pueden decir
sin faltar a la moral. De esta manera el autor logra contar lo inefable de
estas relaciones humanas solventando su preocupación de no ofender la
decencia y el decoro de sus lectoras.10 Se trata de un diablo acomodaticio
que rebela las tentaciones de lo prohibido al borde de la inmoralidad. Es un
diablo seductor, confidente, espía, perturbador y dueño del destino de los
personajes de la historia. También es el socio con quien se pacta, por ejem-
plo, en un aura de curioso misterio “para saber lo que hacían a la una de la
mañana” los personajes que se habían dado cita en el teatro Iturbide:
Elena se dormía pensando en Enrique. Concha murmuraba en sueños el
nombre del joven. Su madre soñaba que asistían con el joven ya esposo de
su hija a un baile en casa del marqués de ... Enrique encerrado en su cuarto
escribía a Elena una carta en la que vertía su corazón. Y por no ofender el
pudor de mis lectores, no diré dónde estaba Miguel (171–172).
Si en Europa los escritores románticos se identificaron con los parias de
la sociedad, los “ángeles expulsados”, eso no quiere decir, según Tobin
Siebers, que creyeran en Satanás: sólo lo adoraron como “figura política,
retórica y filosófica” (31). Su objetivo era mostrar las aptitudes, la nobleza y
los derechos de igualdad de estos individuos y reivindicarlos socialmente.
En El diablo también hay un “ángel expulsado”, pero aquí no se trata de un
paria sino más bien de un ángel desventurado entre la aristocracia, Isabel,
a quien hay que tratar de salvar.11 Debido a su identidad “aristocrática”, los
deseos y las acciones de Elena habrían de quedar sujetas a los designios del
mal, del “diablo”.
El diablo como metáfora del mal no es nada nuevo en la literatura, pero
sí es novedosa aquí su forma de aplicación por asociación (tanto el dia-
blo como el autor tienen la facultad de poder ver lo que piensan y sienten
las personas/personajes), por alusión y como metonimia de las violentas y
sombrías manifestaciones de la naturaleza. En la literatura romántica de fi-
nales del siglo XVIII y del XIX se hizo costumbre identificar como “román-
tico” a todo aquello que captara la imaginación. Así como en Europa, luego
2 46 A lejandro Corta z ar

en la literatura hispanoamericana lo “romántico” también sería aplicado


a aquellos pasajes agrestes y solitarios, las sorprendentes e inexploradas
bellezas de la naturaleza, las altas montañas y todo aquello que fuera mo-
tivo de inspiración trascendental. Lo romántico, asegura Siebers, “llegó a
significar una grata clase de horror, así como ambientes, formas y seres fan-
tásticos” (11). Pero el diablo de El diablo significa una experiencia de horror
que no es nada grata, por el contrario, para Díaz Covarrubias significa el
deseo de trascender el aislamiento social y el atrincheramiento en defensa
de las balas; 12 es un horror camuflado en una idea (una metáfora del mal)
que funciona para relacionar los desvaríos de inmoralidad y, a su vez, como
creación poética para desbordar la imaginación del autor. Es un horror me-
diatizado por el “pensamiento mágico”,13 lo que Siebers identifica como la
superstición que “representa individuos y grupos como diferentes de los
demás para estratificar la violencia y crear jerarquías sociales” (13).
Siebers sostiene que en la literatura romántica, particularmente la de
corte fantástico, el tema de la superstición siempre se presenta con algún
nivel de violencia y exclusividad que da lugar a un conflicto (42–43), y que
“la superstición siempre representa identidades como diferencias” (50).
Esto se aprecia en El diablo como un conflicto en la mentalidad aristocra-
tizante con sus diferencias de ricos y ricos empobrecidos (Elena, Enrique)
frente a ricos e incultos (Concha, don Raimundo). Este conflicto alude a
la exclusión propiciada por el odio de clases y encuentra salidas violen-
tas—guiadas por el diablo—, como el desdén y el menosprecio de Concha
por Nicanor, el empleado de su padre, y, la más poética, la que se repre-
senta por medio de la naturaleza como alegoría del acto carnal. La madre
de Elena se había encargado de llevársela a San Ángel para distanciarla de
Enrique, pero éste se trasladó para allá con la excusa de ir a guardar reposo
como remedio a su enfermedad del corazón. Este la visita de noche en su
jardín, luego ambos se dirigen a un cenador y sentados en un banco “dejan
desbordar el torrente de su amor”:
Y durante algún tiempo no se oyen más que suspiros, palabras vagas de
pasión, quejas, besos, sollozos, juramentos, promesas, etc., etc. […] Pero
de repente, por uno de esos cambios tan comunes en el mes de julio, la
Luna se ha ocultado, densas nubes enlutan el cielo, gime entre las ramas
de los árboles un viento húmedo de tempestad, las aves y las flores se
estremecen en sus nidos y en sus tallos, el trueno rebrama sordo y aterrador
en lontananza y los relámpagos rasgan siniestros las nubes […] (175).
El ángel se moría de amor, de un amor idealizado, de esencia espiritual que
aquí se manifestaba en lo sublime ante la realidad terrenal bajo el manto de
la noche y los auspicios de la naturaleza encontrando con ello su cauce natu-
ral en la materia. El autor reprueba este frágil comportamiento de Elena
contraponiendo la realidad con los principios éticos, pero igual se pre-
gunta que qué puede hacer una mujer que ama teniendo una madre egoísta
Juan Díaz Covarrubias 2 47

que sólo vela por la seguridad económica de su hija a la altura de su clase


aristocrática. Esta madre “déspota y ambiciosa” es la imagen del “horror”
(el diablo) que ha conducido al ángel a abandonar el sueño espiritual para
dejarse guiar ahora por el camino de la realidad, de la materia corpórea:
La tempestad se desata, el cielo arroja sus cataratas a la tierra, gruesos
goterones de lluvia azotan las hojas de los árboles semejando gemidos del
espacio. A veces dominando el gemir del aguacero, se escuchan palabras
vagas e incoherentes, saliendo del cenador, o frases tales como: –Te adoro,
Elena. –Te idolatro, Enrique. Nuevos besos, suspiros, etc., etc. El aguacero
continúa […] las flores se han deshojado, el jardín está inundado, y los
arroyos se llevan los pétalos de las rosas, de las azucenas, de las gardenias
[…] Los jóvenes se han refugiado de la lluvia en el pabellón de Elena. ¡Hace
tanto daño mojarse de noche! ¡Pobres flores del jardín, quién les había
de decir esta mañana cuando se abrieron galanas recibiendo los besos del
ambiente, que sólo habían de vivir un día, y que a la noche rodarían hechas
pedazos por el lodo! (175–176).
La analogía con las flores nos sugiere que Elena se “ha desojado”, ha per-
dido su virtud angelical; y en su conciencia quedará “hecha pedazos por el
lodo” de esa noche de misterio del mes de julio. La escena se repite, y el dia-
blo se acomoda, se establece. Por eso el autor ahora justifica que él puede
narrar como un simple testigo de la parte siguiente, que ha quedado regis-
trada como un “fragmento de un diario”. Es un diario de Enrique dirigido
a Elena en el que cuenta cuánto la amó y cómo vivió sus febriles aventuras
yendo (con el diablo) de la Ciudad de México a la villa de San Ángel para
encontrarse con ella. En tono de aflicción le explica por qué deben de ter-
minar sus encuentros asegurando que ese amor “se ha convertido [para
él] en una resignación” (180). Elena se refugia en el recuerdo de la relación
como mentira resignándose con su llanto. La “resignación” de Enrique se
debía a que la rutina que le hizo ver a su ángel “enlodarse” a su lado por la
noche y luego “deslodada” al amanecer había llegado a romper el encanto
de lo que antes fuera su fruto prohibido. No estaba preparado para la mujer
de carne y hueso que sustituía y destruía el ideal. Al final de este fragmento
el autor llega a la conclusión de que al parecer durante esas noches de pa-
sión, promesas y engaños “el diablo había mudado de residencia, y se había
trasladado de México a San Ángel” (180).
Al seguir con la cronología de la historia, el autor nos conduce a la casa
de la familia de Concha en el momento en que están se arreglando para el
baile con todo lujo de detalle, ya que tienen por objetivo mostrarse ante
los invitados como una familia poseedora de modales y bienes de for-
tuna—aunque el pobre de don Raimundo tenga que sufrir sin saber qué
hacer al ponerse unos guantes por mandato de doña Cenobia—, y para que
Concha—la “señorita condesa”, como le decía su madre haciendo gala de su
buen humor— aproveche la noche bailando con Enrique. El baile termina
248 A lejandro Corta z ar

a las tres de la mañana y cada uno de los invitados se retira a descansar a


su casa, excepto Miguel, que sólo fue a su vivienda para cambiar “de traje,
se desayunó en un café de la calle Tacaba, y se encaminó al hospital de San
Pablo” (192). Luego, “merced al diablo que entonces estaba en México”, el
autor nos cuenta los siguientes detalles:
Concha soñó que era esposa de Enrique. Clotilde [la hermana de Enrique]
soñó con Miguel, Guillermo con Elena, don Nicanor lloró y suspiró todo
el resto de la madrugada. Doña Cenobia, se soñó en el salón del ministro,
y Enrique al dormirse pensó mucho en Elena y tuvo remordimientos.
Ahora cuando uno tiene remordimientos, es porque ha cometido una falta
(192–193).
Enrique valsó toda la noche con Concha, y según el autor el vals “no
puede menos de ser diabólica invención” (191) porque con este baile se
lleva en brazos a la mujer y se siente su aliento y el roce de sus mejilla ha-
ciendo “hervir la sangre menos inflamable” (192). Si seguimos con la ima-
gen del diablo como metáfora del mal, ese mal que ya estaba en México se
traduce aquí como el erotismo y la seducción de éste en la mentalidad de
los protagonistas del baile por pretenciosos, por falsos y no vivir la vida
con la honestidad, por ejemplo, de la clase media que disfruta del “café,
el champagne, los bailecitos de piso bajo” (154). Pero el diablo sigue con
sus caprichos instando a una serie de correspondencias entre los persona-
jes. Concha y Guillermo se ofrecen como “amigos” de Enrique y Elena in-
geniándose la forma de ser invitados a San Ángel para estar cerca de ellos.
Ante este enredo de frivolidad destaca el contrastante hálito de resignación
que refiere Nicanor a un amigo: “La señorita Concha se ha ido a San Ángel.
¡Quién fuera la tierra que ella pisa o siquiera su zapato!, ¡quién la siguiera
hasta el fin del mundo! ¡Ah!, pero qué dirían ella y el patrón si lo supieran.
¡No lo permita Dios!” (196).
Si a raíz de la exigente y falsa moral que ostentaban Enrique y Guillermo,
y a la que quedan sujetas Elena y Concha por ambición y terquedad de sus
madres, se había desarrollado un torbellino de deseos, intrigas, fantasías,
esto mismo hacía evidente el exclusionismo al que quedaba relegada la
clase media, la clase a la que pertenecían Miguel y Nicanor. Al final de este
capítulo de correspondencias el autor apela al juicio del lector para que
convenga con él “en que sólo el diablo podía haber arreglado las cosas de tal
manera” (196). Elena, el ángel caído, había terminado siendo absorbida por
la inmoralidad tomando iniciativa propia de palabra y acción al preferir
el anonimato de su relación con Enrique exponiendo su temor de “que la
publicidad quite a nuestro amor ese perfume que sólo para nosotros tiene”
(198). El diablo había ganado su voluntad, y, al tiempo que transcurría esta
nueva forma de expresar el amor el mismo diablo, manifestándose a través
de la naturaleza, nos entonaba la melodía del ocaso de dicha relación: “las
nubes volaban en caprichosos giros y las aves cantaban dulcemente entre el
Juan Díaz Covarrubias 2 49

ramaje y las hojas amarillas al desprenderse del árbol caían a la tierra sollo-
zando [...]” (200). Más que la “amistad”, los lujos y los dineros de la familia
de Concha son quienes terminan seduciendo a Enrique y desplazando en
éste la “enlodada” imagen de Elena; 14 y ésta encuentra alivio a su decepción
ocupándose de las necesidades prácticas de su nueva vida como esposa de
Guillermo. “Cuando Elena y Enrique se encuentran en la sociedad, se ríen
y platican de los gastos de una casa, de los enfermedades de los niños, etc.”
(206). Las virtudes poéticas de Elena y Enrique habían degradado en lo
prosaico, mientras que lo prosaico de Miguel se ensalzaba con la belleza de
su honestidad ante los demás y la valoración por su persona y su trabajo.
En esta relación amorosa el exceso de sentimentalismo lo condicionaban
los excesos del materialismo positivista15 —escudo de la mentalidad aris-
tocratizante—, y entonces se tenía como resultado la mediocridad de los
individuos, ya no tanto en su imagen ni en su condición social sino en su
condición humana, es decir, lo espiritual y lo moral. Un mal derivado de
individuos, mentalidades e instituciones socialmente caducados, “descris-
tianizados”, que abogando por sus intereses sembraban el desequilibrio y el
desorden social—remítase a la crítica implícita en el cuadro de “la misa del
perdón”. Es el resultado, si entendemos al autor, de los odios engendrados
por la mentalidad social de los privilegios y las ambiciones que han hecho
que el diablo se haya “radicado en México” (206).

III. Conclusión
Díaz Covarrubias fue un ferviente defensor de la Reforma a la cual se adhi-
rió aportando sus conocimientos científicos y literarios para beneficio de
la nación. En El diablo, con su “genio romántico” se propuso “transformar
el signum diaboli en el genios diaboli, y hacer del pavor de la superstición el
poder de su arte” (Siebers 234), el mismo que nos dejaba una sensación de
amargura haciendo evidente su queja, su preocupación espiritual, debido
a los odios de la guerra y el aislamiento que sentía en esos años de incer-
tidumbre social. Escribió sintiéndose mártir de su arte con el deseo de que
su genio fuera recordado en la posteridad, a su vez mostrando su incon-
formidad con su presente y, con ello, el porqué de su “locura romántica”.
Vivió la ilusión del ser romántico que devino en una crisis personal ligada
al contexto crítico de la época. Es la crisis de un amor romántico aristo-
cratizante que no le fue correspondido y que en la ficción literaria tam-
poco correspondía con las aspiraciones de la nación. Mientras la mayoría
de sus colegas romántico-liberales se ocupaban combatiendo en la tribuna
pública y el campo de batalla, Díaz Covarrubias se sumaba a la acción ciu-
dadana combatiendo por medio de las letras haciéndonos ver que para que
dicha Reforma de justicia, igualdad y progreso social pudiera realmente
llevarse a cabo habría que empezar por emprender un cambio interno, de
250 A lejandro Corta z ar

moral, y así, un cambio de mentalidad social. Elige la vena pesimista para


destacar lo antirromántico de lo romántico en México—lo nada idealista
del instructivo sentimentalismo de autores europeos que favorecía mayori-
tariamente la oligarquía criolla—, lo que debe ser eliminado por falso, por
pretender ser una calca de modales extranjeros, por ser parte de una men-
talidad clasista y desarraigada de todo sentimiento de amor por lo mexi-
cano. Esto era para Díaz Covarrubias lo que se tenía que solucionar: “el
diablo” que se había radicado en México, una preocupación alarmante—
eso sí muy a lo romántico—como testimonio de su desencanto social de la
nación con el que le daría su adiós a la vida.

Notas
1 Era una generación de jóvenes, en su mayoría provenientes de las ciudades de provincia, faltos de
recursos, pero llenos de optimismo y de un bagaje cultural y político considerable. Cabe destacar
en esta etapa combatiente el nombre de Nicolás Pizarro Suárez, quien sería el primer escritor en
novelar con detalle los objetivos de la Reforma (ver Cortázar, Reforma, capítulos 1 y 2).
2 Durante el primer romanticismo mexicano el propósito nacionalista—mexicanizar la literatura—
se vio opacado, entre otra de las razones, por la predilección que gozaban las obras de escritores
europeos, particularmente aquellas que trataban de castillos medievales, aventuras de viajes y
sentimentalismos orientados hacia la consagración de la moral y la honorabilidad de la familia.
Dicha predilección correspondía con la mentalidad y los intereses de quienes formaban la mayor
parte del reducido público lector de la época, esto es, “‘las señoritas mexicanas’, pertenecientes
a una oligarquía criolla de aspiraciones aristocratizantes” (Ruedas de la Serna 63). Por esta razón
el ideario de fuerza libertadora, de justicia y de movilidad social de las clases marginadas en el
romanticismo europeo no llegó a tener un gran impacto en la obra literaria en México anterior a
esos años de la Reforma. Como ya se mencionó anteriormente, el primer escritor que se ocupó
debidamente de esta temática como asunto principal fue Nicolás Pizarro Suárez en su novela El
monedero (1857; 1861).
3 Picard divide el romanticismo francés en tres etapas: “el periodo militante, de 1815 a 1830, el del
triunfo, que va de 1830 a 1843 (fracaso de Los burgraves) y el del ocaso, que empieza hacia 1848”
(El romanticismo social 19).
4 También se incluía a él mismo cuando se refería a “esta juventud que estudia y progresa al
estruendo del cañón fratricida” (“Discurso Cívico” 16).
5 De acuerdo con la lista cronológica que hace en su libro clásico México en su novela, Brushwood
encuentra que de 1855 á 1860 Díaz Covarrubias es el único novelista que publica. Brushwood
advierte que esta lista no es exhaustiva, sin embargo las palabras de Altamirano sugieren que
posiblemente ningún otro escritor haya publicado su obra durante esos años. Altamirano apunta
que para 1857 Nicolás Pizarro Suárez ya había escrito La coqueta y parte de El monedero pero que,
debido a la guerra civil, el autor tuvo que dejar su obra interrumpida hasta 1861; ya para entonces
“había concluido y rejuvenecido su Monedero, y había escrito nuevamente su Coqueta, dos nove-
las que llamaron mucho la atención y que se leyeron con avidez” (Obras completas, XII: 66).
6 La descripción de este personaje refleja en gran medida la biografía de Díaz Covarrubias (véase
“Datos biográficos” en Gil Gómez el insurgente o la hija del médico). Sólo que, a diferencia de la
preocupación social del autor, este personaje se resigna y vive contento en su marginado círculo
social— ¿el nuevo idealismo de Díaz Covarrubias?—poniendo por encima de lo material los
valores humanos y sociales de su clase.
7 El “círculo” de los marginados socialmente, en particular la clase media por vivir a la sombra
de quienes cuentan con bienes (influencias, puestos y riquezas). Esta es la queja implícita, por
omisión, del autor ya que aquí su objetivo no es ocuparse de la clase media sino de lo inicuo e
Juan Díaz Covarrubias 251

intrascendente de la llamada “aristocracia mexicana”. La clase media como tema de estudio lo


refiere en su novela homóloga La clase media, también publicada en 1859.
8 Empleo este término en relación a los personajes que defienden o que aspiran ser parte de la
clase aristocrática.
9 Díaz Covarrubias no hace una diferencia entre “aristocracia” y “mentalidad aristocrática”, aunque
luego explica que en realidad en México ya no existe una aristocracia como clase social.
10 Resulta irónico que el autor intente dar lecciones de recato y patriotismo por medio de su novela
a las personas menos interesadas en estos asuntos siendo a su vez el público más asiduo a la
lectura de novelas en México por tradición. En la dedicación “Al joven poeta Luis G. Ortiz” que
antecede al primer capítulo, el autor escribe: “Introduzca usted estos cuadros aislados que no
son ni una novela, en los salones de esas hermosas jóvenes que le inspiran tan hermosos versos”
(146). Pero esto es precisamente otra de las paradojas que intenta resolver, la lección que sus
lectoras también deben aprender con el ejemplo de Elena—véase la nota siguiente.
11 Entiéndase también el mensaje implícito del autor de querer “reivindicar” socialmente a sus lecto-
res a quienes no quiere ofender; lectores particularmente del género femenino de clases acomo-
dadas que, cuidando de sus finos modales así como de su moral y su decencia, evadían la realidad
mexicana soñando con la fantasía favorecida por el mito, la leyenda, los palacios, las cortes y los
salones aristocráticos, las historias de amor y la literatura de viajes de escritores europeos. Esta
evasión y fantasía por medio de la lectura operaba asimismo como medio de instrucción femenina
de obediencia, de moralidad y de honorabilidad de la familia. “Tanto los patrones morales im-
puestos por la oligarquía como sus inclinaciones aristocrático-europeizantes, determinaron el
ejercicio de censura que no sólo actuó como condicionante y limitante de los escritores locales,
sino también como cedazo en la selección y mutilación de los textos importados. Gran parte de
la literatura romántica europea traducida y publicada [en los órganos difusores de la Academia
de Letrán, de 1837 a 1847 aproximadamente] era censurada, o para decirlo con las palabras de
la época, ‘expurgada de todo error’” (Ruedas de la Serna 63). Con el ejemplo de Elena, Díaz
Covarrubias invierte este mundo de ficción—que apoyaba la moral tradicional—para representar
el error de esta mentalidad aristocratizante alejada de la realidad mexicana. Dado que la historia
de Elena y Enrique—reflejo de sus lectores—no puede tener un final feliz, el autor advierte:
“Lector, si sois feliz, si para vos la vida en vez de ser un valle de lágrimas es un camino de flores, si
os vive aún vuestra madre, si la mujer que amasteis no os ha engañado, si no amáis sin esperanza,
[. . .] si en fin para vos la vida no ha sido más que una larga infancia. . . , entonces no continuéis
leyendo esta novela” (200).
12 Elena es un “ángel caído” entre la ambición y el materialismo de la aristocracia; Díaz Covarrubias
es un “ángel caído” que quisiera contar con la tranquilidad y la aceptación social que hacen
posibles los caudales de la tal aristocracia. Es el ángel caído que el primer romanticismo mexicano
se olvidó de reivindicar.
13 Sigo de cerca el estudio de Siebers porque en este trabajo también es importante subrayar que
“la superstición no tiene significado alguno fuera del marco de las relaciones humanas” (13). Es
decir, también se expone aquí el concepto de superstición como parte del orden de la lógica de la
razón humana.
14 El vaticinio de Miguel se había cumplido. Sólo que como Enrique no contaba con grandes capi-
tales, el diablo se le anticipa para que sea él mismo quien cometa la traición: Concha le “prodiga
oro” y entonces Enrique trata de manera diferente a Elena “resignándose” a vivir sin su amor.
15 En esos años en que se inicia la Reforma, así como lo da a entender Díaz Covarrubias, Pizarro
Suárez también lanza la idea de que el sector de mentalidad aristocratizante se apoyaba en el
pragmatismo de la filosofía positivista (de amor, libertad y progreso) para defender sus intereses
particulares olvidándose de sus implicaciones sociales y “los males públicos y privados” (Cortazar
59; véase también 195-196). La filosofía positivista se establece de forma oficial en el sistema de
educación superior en México con la proclamación de la Oración Cívica de Gabino Barreda en
1867.
252 A lejandro Corta z ar

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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 253–268

Entre tarántulas y dementes: Heriberto Frías,


reo-narración y la Cárcel de Belem

Christopher Conway, University of Texas Arlington

He aquí las interesantes y curiosas notas de lo acaecido en esta ciudad,


en que habitamos nosotros los proscritos sociales . . .
—Heriberto Frías, Desde Belem, 1895

I. Para una recuperación de las crónicas carcelarias


de Heriberto Frías1
En abril de 1895, Heriberto Frías entra a la cárcel de Belem en la ciudad de
México para sustituir, en nombre de la redacción del periódico de oposición
El demócrata, a su redactor, que se enfermó poco después de haber sido
condenado por difamación. Desde Belem, el corresponsal de El demócrata
lanza dos ciclos de crónicas que documentan la vida cotidiana y violenta
de los reos de Belem: la primera, que consiste de sencillos esbozos que el
propio Frías denomina “apuntes” en su primera entrega, y que correspon-
den al período del 9 de abril hasta el 9 de mayo, se titula Desde Belem; y la
segunda, de carácter más literario y pulido, fechada del 15 de mayo al 18 de
junio, titulada Realidades de la cárcel. Estas crónicas carcelarias, como
la mayor parte de la producción literaria y periodística de Frías (excep-
tuando, claro, a Tomóchic), han caído en un olvido inmerecido. Los escritos
carcelarios de Frías no solamente son inolvidables bocetos de la vida dia-
ria de Belem y de sus habitantes, sino también reclaman nuestra atención
como ejemplo de la letra decimonónica, cifra por excelencia del concepto
de la civilización aprisionada dentro de la barbarie, rodeada de asesinos,
travestís y dementes. Con excepción de la imprescindible contribución de
Antonio Saborit, que recopiló todas estas crónicas carcelarias de Frías bajo
el título Crónicas desde la cárcel (1995) y luego republicó algunas de las más
notables entregas de Realidades de la cárcel en Cárcel y el boulevard (1997),
carecemos de contextos y lecturas que aprovechen la originalidad e in-
terés de estos escritos sobre la criminalidad finisecular. Aunque el presente
artículo dista de ser un estudio totalizador, en las páginas que siguen

253
254 Chr istopher Con way

ofrecemos un primer acercamiento al tema de lo que yo denominaría la reo-


narración en las crónicas carcelarias de Frías y cómo éstas miden la cercanía
o distancia que guarda la voz narrativa con la otredad criminal que lo cerca.
Mi análisis parte del concepto de la prisión como mecanismo de dife-
renciación social propuesto por el investigador Frank Lauterbach en su es-
tudio del discurso carcelario británico del siglo XIX. De acuerdo con este
modelo, el discurso producido por burgueses y gentlemen confinados en
la cárcel se constituye a partir del temor a que se les confunda con la masa
criminal que los rodea. Cercados por miembros de las clases ínfimas, la
identidad social de reo-narradores privilegiados queda amenazada, catali-
zando una serie de estrategias retóricas para defender su respetabilidad fren-
te a la otredad. Aunque el contexto mexicano de Frías dicta que enmen-
demos aspectos de esta aproximación, la contribución de Lauterbach nos
permite enfocar las estrategias representacionales del autor de Tomóchic y
la paradójica reserva que guarda frente a la experiencia carcelaria mien-
tras la está viviendo y escribiendo. Cuando Frías se inserta en el texto, lo
hace por medio de la historia de un adolescente llamado Humberto Safri
(un anagrama de su apellido y una pequeña sustitución en su nombre de
pila: H—berto Sa/Fri) que parece rememorar e idealizar su estadía en la
cárcel cuando era adolescente. Frías retrata a Safri como figura mesiánica
que encarna valores transcendentales mientras los otros protagonistas de
las crónicas quedan atrapados en cuerpos pasionales o en manías distor-
sivas, condenados al olvido, la soledad y a muertes violentas y sin sentido.
En última instancia, la historia de Safri, encarnación del intelectual y ar-
tista forjado entre las paredes de Belem, subraya la incapacidad de Frías
de retratarse a sí mismo como sujeto carcelario y de integrar al otro con
la letra “iluminada” del escritor. A pesar de que vive desde dentro la expe-
riencia carcelaria, Frías sigue retratando al otro como a un ser extraño y
distante cuyas pasiones o demencias aseguran su destino fatal y trágico.

II. Nuestro corresponsal directo en Belem


En la galera de individuos sentenciados a arresto mayor (de tres a 11
meses de prisión), es tal el número de infelices amontonados en ella, que
en un mugriento petate de una vara de ancho y vara y media de largo, se
estrechan cuatro individuos. Esto ocasiona disputas, bofetadas, palos de
los presidentes, y cosas mucho, muchísimo más peores.
—Heriberto Frías, Desde Belem, 1895

En Vigilar y castigar (1975), Michel Foucault propone que el paso a la


modernidad conllevó una transformación de la práctica del castigo y de
la construcción del sujeto. Si el castigo anterior a 1790 se caracterizó por
la tortura pública del cuerpo o la pena de muerte, el castigo moderno se
Entre tarántulas y dementes 255

constituyó por medio de la disciplina, instrumento para la elaboración de


conocimientos sobre el “alma” del criminal, sus móviles y su posible cu-
ración.2 Este esquema básico presenta correspondencias útiles con el caso
mexicano. Las prisiones mexicanas del siglo XVIII se concibieron como
custodias, espacios de tránsito a torturas o al cadalso público (Padilla 147,
150–151). No fue hasta el siglo XIX, con la difusión de ideas liberales, cuan-
do el eje del castigo se desplazó del cuerpo del criminal a la limitación de
su libertad y la reforma de su conducta. Para el pensamiento liberal mexi-
cano, la cárcel debía ser un espacio utilitario y racional que aislara y re-
dimiera al criminal como sujeto político. 3 Por ejemplo, el artículo 22 de
la Constitución de 1857 suprimió “las penas de mutilación y de infamia,
la marca, los azotes, los palos, el tormento de cualquiera especie, la multa
excesiva, la confiscación de bienes y cualesquiera otras penas inusitadas o
trascendentales”. Este compromiso ideológico, sin embargo, no se plasmó
en las realidades del sistema penal mexicano, cuyas prisiones mezclaban a
los criminales viciosos con los prisioneros por delitos menores en recintos
plagados por problemas de higiene, enfermedades venéreas y riñas violen-
tas. En un informe oficial de 1875, el Dr. Francisco Javier Peña declaró que
el tráfico de marihuana y aguardiente, y el contacto sexual entre presos
habían creado “mansiones del horror” en las cárceles mexicanas cuando
lo que hacía falta eran instituciones conducentes a la civilización y al
progreso (citado en Padilla 206–207).
En los albores del Porfiriato, la ciudad de México contaba con tres
cárceles: la de la ciudad, para delincuentes arrestados por delitos menores;
la de Santiago de Tlatelolco, para militares y prisioneros políticos; y Belem,
para criminales de delitos mayores y para prisioneros políticos (Padilla
204). A pesar de que durante el Porfiriato se construirían otras cárceles en
la ciudad de México, Belem fue la más terrible y conocida de ellas, y el sím-
bolo más inmediato de los problemas del sistema penal mexicano. Situada
en el local de un antiguo convento, fue fundada en 1862 con el fin de con-
tribuir a la reforma carcelaria por medio de la sanidad y la buena admi-
nistración (Padilla 220). Dos años más tarde, sin embargo, Joaquín García
Icazbalceta visitó Belem, que en aquel entonces contaba con 780 hombres
y 366 mujeres, y observó que el alcoholismo, las riñas violentas y los juegos
de azar la habían transformado en una “escuela de delitos” nociva para el
progreso social (Padilla 221). La escasez de fondos, la mala administración
y el continuo crecimiento de la población de prisioneros impidieron que se
hicieran muchas mejoras a las condiciones de vida en la cárcel. Por ejem-
plo, entre 1887 y 1906, el número de prisioneros en Belem subió de 1,614
a 5,000, dificultando el orden y la higiene (Piccato 201). La organización
interna de la cárcel también implicó problemas para su funcionamiento
como institución moderna. Al principio Belem se dividió entre hombres
y mujeres, para luego incluir secciones aparte para jóvenes, personas de
256 Chr istopher Con way

distinción y gendarmes y periodistas que pudieran correr el riesgo de ser


agredidos en el medio carcelario (Piccato 201). La mayor parte de los presos
de Belem, sin embargo, eran pobres y vivían dentro de las crueles y violen-
tas jerarquías de la cárcel con pocas garantías de seguridad.
Heriberto Frías fue encarcelado en marzo de 1895 después de que el
regidor presidente de la Junta de Vigilancia de Cárceles denunciara a José
Ferrel, redactor de El Demócrata, por difamación. El Demócrata había criti-
cado duramente las condiciones de vida imperantes en Belem, y la con-
ducta de oficiales como el regidor Antonio Salinas y Carbó, cuando éste
presentó un informe a la Secretaría de Justicia en el que hizo insinuaciones
sobre el alcalde de la cárcel.4 A su vez, el periódico publicó la respuesta que
hizo el alcalde en defensa de su nombre, utilizándola para fundamentar
nuevos ataques al carácter y a los talentos de Salinas y Carbó. En una época
en la cual la persecución de periodistas era común, no fue difícil que el
regidor ofendido consiguiera que un juez dictara una sentencia de prisión
en contra de Ferrel el 27 de marzo de 1895. 5 A los dos días, sin embargo, el
periodista se enfermó y Frías se presentó ante los tribunales para tomar
su lugar. No fue la primera vez que cruzó el umbral de una cárcel; en la
adolescencia estuvo preso en Belem, y luego, como militar, en la cárcel de
Santiago de Tlatelolco. 6 En 1895, Frías podía confiar en la protección de la
sección de periodistas, donde las condiciones de vida eran mejores que en
el resto de Belem, y en el apoyo del personal de El Demócrata, que podía
suplir la pobre caridad de la cárcel con alimentos de afuera. Aún más, Frías
entra a la cárcel con el orgullo de un escritor público cuyo encarcelamiento
le confiere la capacidad de descubrir la corrupción y las realidades carcela-
rias. Efectivamente, al ubicar la mayoría de las crónicas de Desde Belem
bajo los titulares “De nuestro corresponsal directo en la cárcel” o “De
nuestro corresponsal especial en la cárcel” (énfasis nuestro), El Demócrata
hace de Frías un testigo-narrador privilegiado y lo aleja de las categorías
degradadas de la criminalidad.
Al llegar a Belem y empezar a escribir su primer ciclo de crónicas, Frías
perfila tres realidades sobre las condiciones de vida en la cárcel: el hambre,
la violencia y la arbitrariedad o corrupción del sistema penal. Para com-
prender las realidades del hambre hay que señalar cómo las jerarquías de
clase condenaron a la mayoría de los prisioneros a la desnutrición y otros
males. Si los presos tenían la suerte de tener familiares en la capital que su-
pieran de su encarcelamiento, podían recibir sustento del exterior, ya fuera
viandas o fondos para comprar alimentos en un mercado en Belem en que
“se venden pan, cigarros, puros, queso, chiles, algunas legumbres y otros
efectos” (Crónicas 42). Pero para gran parte de los prisioneros más pobres
la supervivencia dependía de los alimentos provistos por las autoridades,
los cuales eran escasos si no generalmente incomibles. Frías da constan-
cia del terrible caldo servido en la prisión, un aguado “resto de huesos y
Entre tarántulas y dementes 257

yerbajos que ni los perros hubieran tomado” y de los panes–los pambazos


en el caló de Belem—que son “duros y ásperos” como cueros (Crónicas 32,
38). La calidad de los alimentos, sin embargo, no es el único ni el más grave
problema. En un reportaje titulado “¿Quosque tandem Salinas y Carbó?”,
Frías exclama: “¡Hechos y no palabras! El martes, ciento cuarenta presos
no recibieron ración de carne y el miércoles ciento ocho presos tampoco
recibieron ración de carne” (28). En otra crónica, titulada “Tres días sin
comer”, Frías describe el saldo humano de las condiciones alimenticias
en Belem por medio de las historias de dos víctimas: el joven Antonio
Andrade, quien llega a la prisión “hecho un esqueleto vivo” y se enferma
gravemente después de tomar “el agua caliente hedionda de la caridad”; y
el anciano de sesenta años Mucio Tenorio que muere de hambre después de
tener un ataque cerebral (30–31).
La visión de la violencia que se proyecta en Desde Belem es concisa, pero
poderosa por sus implicaciones. Por un lado, Frías utiliza la realidad vio-
lenta de Belem como pretexto para criticar al regidor Salinas y Carbó, y al
autoritarismo político en general. Una de las primeras anécdotas se titula
“Dado, cuchillos y palos” y retrata una riña entre los contrincantes desa-
rrapados de un juego de dados. A continuación, Frías describe la violenta
intervención a palos del “presidente mayor,” el jefe de aquellos presos que
trabajan como guardias en la prisión y que nuestro autor describe como
un “Salinas en miniatura” (20). La crítica implícita al regidor se refuerza
y se extiende cuando Frías alaba al nuevo alcalde de la cárcel por no ser
déspota y no creer necesario “el abuso de la fuerza para gobernar […]”
(22). Tal afirmación, hecha en plena época de persecuciones a periodistas
de oposición, no puede sino invocar la sombra de Porfirio Díaz y la imagen
de la nación como prisión.
El ejemplo más terrible de la violencia en Desde Belem—Frías lo llama un
asunto “tenebroso”—lo liga a las “degeneraciones” sexuales de la vida car-
celaria y al concepto biológico de la contaminación. La crónica “Infamias
precoces” se trata del departamento de niños y adolescentes, llamado “de
Pericos”.7
Víctor Alemán, niño de 12 a 13 año de edad, fue seducido por otros de
mayor edad y el infeliz fue violado infamemente por cinco muchachos,
entre ellos uno comisionado en el alumbrado del departamento, de 19 años
de edad […] Parece ser que la marihuana que se le suministró lo privó del
conocimiento, aunque otros de los depravados declaran que se dio, por
habérsele ofrecido una peseta y una mancuerna de piloncillo.
De cualquier manera, sublevan esas prostituciones y promiscuidades
que se desarrollan prodigiosamente en las galeras donde duermen amonto-
nados los hombres, soportando hedores nauseabundos y en una tempera-
tura de horno.
258 Chr istopher Con way

Lentamente germina en los seres sin dignidad y sin conciencia de hombres,


una depravación moral y física peor que la de las bestias, y así se comprenden
espantosas e ignoradas miserias que palpitan torpemente en esas galeras (25).
En el pasaje, Frías enmarca la historia de Víctor Alemán como una horro-
rosa versión en miniatura de las causas principales de las “prostituciones
y promiscuidades” que obseden la sociedad carcelaria de Belem. Aparte
de la desviación sexual que desemboca en violencia, tema que reaparecerá
con fuerza en Realidades de la cárcel, la anécdota da constancia de los efec-
tos dañinos del tráfico de marihuana, la superpoblación y la falta de hi-
giene que agreden al cuerpo y al espíritu, tres de los grandes problemas que
fueron identificados por aquellos pensadores y periodistas que abogaron a
favor de la reforma penal en México.
Estos horrores aparte, el primer ciclo de crónicas de Frías subraya fraca-
sos fundamentales en el funcionamiento del sistema penal mexicano que
desemboca en Belem. En otras palabras, el problema no es simplemente
que se maltrate a los reos criminales, sino que se aprisione a los inocentes
y se maltrate a los presos de buena conducta en la cárcel. La más poderosa
expresión de esta crítica se da por medio de dos anécdotas paralelas sobre
niños en Belem; la historia de un niño rubio de cinco o seis años, de clase
acomodada, arrestado e internado en Belem por un tiempo por el crimen
de jugar canicas en la Alameda (20–21), y otro de tres años que se separó de
su madre y se perdió en la ciudad de México. El niño perdido termina cus-
todiado en el departamento de mujeres “donde indudablemente,” declara
Frías con amargura, “recibirá los más edificantes ejemplos de moralidad
y fina educación” (38). Sin embargo, para enfatizar la corrupción carce-
laria, Frías no se limita a estos ejemplos: se queja del injusto trato a Juana
Velázquez, que después de cumplir con su sentencia de dos años y seis me-
ses, y un año de más, sigue en prisión sin esperanzas de salir (23), y de
Simón González Torres, el epítome de prisionero modelo, incomunicado
y depuesto de la dirección de Pericos por las acusaciones infundadas de
otro preso (33). “Y después de esto” concluye Frías, “hay quien se admire de
las sombrías desesperaciones, engendradoras de venganzas, en esos seres
abandonados e injustamente heridos” (33).
Valioso como testimonio periodístico sobre las condiciones de vida en
Belem durante el Porfiriato, Desde Belem carece de interpretaciones mayo-
res sobre la criminalidad y el encarcelamiento de su autor, que tiene que
vivir en contacto cercano, aunque no directo, con una sociedad regida por
la carencia, la crueldad y el crimen. Estas crónicas tempranas son notas re-
lámpago sobre facetas de la experiencia carcelaria y gritos de protesta sobre
la injusticia del sistema penal mexicano, pero no meditaciones sobre la otre-
dad social y la situación del letrado “civilizado” que se encuentra sumido en
ella. En Realidades de la cárcel, sin embargo, Frías cambia de rumbo, descar-
tando los bocetos elementales y las críticas directas a la institucionalidad de
Entre tarántulas y dementes 259

Belem a favor de crónicas más extensas y pulidas que retratarán personajes


y anécdotas que encarnan facetas de la degeneración social y la redención
del hombre. Es en este segundo y más sustancioso conjunto de textos que
podemos abordar el tema de la relación del letrado con la otredad.

III. Tipos carcelarios en Realidades de la cárcel


En su estudio del discurso carcelario inglés del siglo XIX, Frank Lauterbach
subraya la retórica de distanciamiento utilizada por presos de clase me-
dia para reforzar la asociación de la identidad carcelaria con la pobreza.
Citando textos autobiográficos como Five Years of Penal Servitude (1877)
escrito por One Who Has Endured It, Twenty-five Years in Seventeen
Prisons: The Life-Story of an Ex-Convict: With His Impressions of Our Prison
System: By “No. 7” (1903), y My Prison Life (1907) de Jabez Spencer Balfour,
Lauterbach demuestra cómo sus autores insisten en ponerse en los már-
genes de la cultura carcelaria por medio de declaraciones de su inocencia
y un rechazo a los otros presos, que son descritos como brutos, villanos,
bestias y seres “otros,” como árabes, “salvajes” africanos y judíos. En las
palabras de Lauterbach:
What is central to the jail narratives is not so much a concern with the
abuses by warders or governors or the harsh reality of the punishment
(such as bad food, hard labour, etc.)—abuses and discomforts which are,
of course, recounted but which do not per se seem to define the experi-
ence—but the indignation of potentially being associated with a criminal
subculture. For the “gentlemen writers” […] the prison is not primarily
an institution of personal subjection but the means of social identification
through an action of disassociation from its alleged meaning as the place
for “real” criminals (125).
De acuerdo con Lauterbach, el preso de clase media tiende a tratar al otro
no como alter ego, es decir, como proyección de la otredad sino como algo
completamente foráneo, algo que él denomina alienity y que nosotros lla-
maremos por aproximación alienígeno (126). 8 En los autores estudiados por
Lauterbach, la retórica de lo alienígeno se expresa en propuestas de reforma
penal, la adopción de una perspectiva externa a la realidad carcelaria o una
identificación con el discurso oficial. Identificada o no con el discurso ofi-
cial, la reo-narración busca vincularse con la esfera pública a través de una
serie de técnicas narrativas muy concretas. Por un lado, tenemos aquellas
técnicas paratextuales que enmarcan a la autobiografía carcelaria como
algo fidedigno por medio de prefacios que anuncian la verosimilitud de
lo que se va narrar, o el uso de pseudónimos como el de One Who Has
Endured It o Number 7 (130). Por otro lado, sin embargo, se filtra el decir,
volviéndolo más opaco como representación directa e inmediata de una
experiencia real, ya sea por medio de omisiones o por la construcción de
2 60 Chr istopher Con way

una voz narrativa que interpreta la realidad carcelaria en nombre de las


convenciones de la esfera pública imperante (132).
Sin lugar a dudas, sería equivocado adoptar un modelo como el de
Lauterbach sin hacerle enmiendas históricas que lo ajusten a contextos
mexicanos. Lo que salta a la vista después de la lectura más superficial de
Desde Belem y Realidades de la cárcel es que Frías, el reo-narrador, puede
confiar que sus lectores saben que no pertenece a la cultura de Belem, de
que es simplemente el corresponsal de El Demócrata en aquella “ciudad”.
La práctica de encarcelar a periodistas durante el Porfiriato era tan común
que no requería de justificaciones urgentes que separaran simbólicamente
al periodista reo-narrador del resto de los prisioneros, como en el caso de
One Who Has Endured It o Number 7. Desde un principio, entonces, el reo-
narrador periodista, que es un preso político, no experimenta las mismas
amenazas a su identidad respetable que otro preso de clase media podría
sentir al entrar a la cárcel. En vez de ser una amenaza, el medio carcelario
provee autoridad, legitimidad y orgullo al reo-narrador que pierde su li-
bertad en nombre de su filiación política o su resistencia al régimen, refor-
zando su capacidad de reintegrarse al discurso público sin temores de que
se le asocie con un elemento criminal degradado. Fuera de tales enmiendas,
los contornos generales de los argumentos de Lauterbach son valiosos como
punto de partida para una lectura crítica de las crónicas de Frías, particu-
larmente su segundo ciclo de crónicas, Realidades de la cárcel.
Realidades de la cárcel está compuesta de sustanciosos y acabados retra-
tos de personajes como el travestido La Turca, el ratero llamado El Nahual,
el joven demente germano Miguel Guttman, y el mendigo parlanchín La
Zorra. Frías cuenta la historia del asesinato de Juan Mayorga poco antes de
salir libre de Belem por su compañero Romualdo Peraza, y del melancólico
Miguel Cao Romero, un ex-gendarme obsesionado con recaudar fondos
para comprarle una tumba a la amada que asesinó. Cuenta la historia de
dos temibles y desconfiados matones que son apaleados en un “charco de
sangre inútil” por los presidentes cuando intentan pelearse a muerte por
rumores infundados sobre el otro (106). El narrador en primera persona
se ausenta de estos relatos, con la excepción de un par de notas al pie de la
página que tienen como propósito explicar palabras del caló carcelario, y
de pasajes en los que Frías se presenta como editor o coleccionista de his-
torias que otros presos le han contado. En un caso comienza su relato con
“He aquí una horrible historia de una rencilla trágica que un antiguo preso
me ha referido” (47) y, en otro, explica que “Me contaron esto que esbozo
con grueso lápiz […] y que yo traduzco en este bosquejo-estudio” (93). A
diferencia de los textos de Desde Belem, estas crónicas se caracterizan por
el uso de símiles grotescos y desenlaces que descubren una moraleja o una
lección sobre la vida en Belem. En “El Nahual”, por ejemplo, Frías repite
la comparación del más deleznable de todos los rateros con una tarántula
Entre tarántulas y dementes 2 61

peluda al principio y al final del texto, haciendo del retrato que va entre ese
símil repetido un paréntesis para explicar el escalofrío provocado al verlo.
La primera crónica de la colección, “¡Toma!”, dedica varias páginas a la
duradera y leal amistad de Juan Mayorga y Romualdo Peraza pero termina
con la inesperada explosión de rabia de Peraza, que asesina a Mayorga justo
antes de que éste sea puesto en libertad. Estos textos no se conciben como
exposiciones directas y elementales sobre alguna persona o algún evento—
no obstante la referencia anterior al “grueso lápiz” que las compone—sino
algo más elaborado, producto del oficio escriturario y literario. Por ejem-
plo, la historia “Miguel Cao Romero” es inaugurada con una síntesis poé-
tica e intrigante tan prometedora como el comienzo de cualquier relato
gótico: “Nada más extraño y triste que vivir enamorado de una muerta, en
el fondo de una galera de presidio” (52).
En estos textos, la criminalidad y la degeneración retratadas por Frías se
conciben en términos de tres desviaciones de la norma civilizada. En primer
lugar, señalamos la categoría de lo alienígeno, cuya expresión en este caso
no es tan generalizada como en los textos estudiados por Lauterbach. Si
comprendemos lo alienígeno como una otredad insuperable que inspira te-
mor, extrañeza y rechazo total, el caso antepuesto de la tarántula El Nahual
sería un ejemplo paradigmático. El ser más repugnante de todos los habi-
tantes de Belem, El Nahual es el ladrón “más abyecto […] que roba lo más
insignificante y sórdido,” que disfruta estorbando a la policía, y que goza de
sus estadías en Belem (63–64). Aparte de describirlo como una tarántula
escalofriante, Frías lo describe como “un harapo sanguinolento de carne
leprosa y agusanada, vivo y arrastrándose un día por los barrios y tres me-
ses en los patios de la cárcel” (65). El Nahual está fuera de los límites de lo
humano, pierde forma de bípedo para constituirse en “harapo” y “tarán-
tula,” y como tal es un ser incomprensible incapaz de inspirar compasión,
solamente asco y temor. Si comprendemos a El Nahual como la corporei-
dad en su forma más primitiva, como una máquina biológica desprovista
de alma y cuyo móvil es la supervivencia, podríamos incluir a otro perso-
naje de Realidades de la cárcel dentro de la categoría de lo alienígeno. El
mendigo La Zorra se asemeja a El Nahual por su resignación y conformi-
dad con la ruin supervivencia que ofrece Belem, y de la que goza como si
fuera algo lujoso: “tendido boca arriba en el húmedo suelo, fuma indo-
lentemente, sin remordimientos por el pasado, ni inquietudes por el porve-
nir al que entrevé risueño […]” (90–91). Aún más, a pesar de que La Zorra
no es una figura tan grotesca como El Nahual, al hablar los ojos le salen de
las órbitas, se extienden sus labios, “convirtiendo la boca húmeda en un
alargamiento de hocico como de astuta zorra […]” (89).
Si El Nahual se caracteriza por la ausencia de todo rasgo humano, la se-
gunda categoría de degeneración humana que elabora Frías se asocia con
aquellos presos cuya criminalidad es función del deseo y cuya expresión vio-
2 62 Chr istopher Con way

lenta se denomina comúnmente “pasional”. Nos referimos a seres que no son


alienígenos sino que encarnan una intensificación de las pasiones humanas
que en sí no representan algo temible, pero que en exceso constituyen una
amenaza. Tomemos, por ejemplo, la historia de Juan Mayorga y Romualdo
Peraza en “¡Toma!”, uno de los relatos más ricos y matizados de la serie.
Mayorga entra a Belem acusado del asesinato del querido de su ex-amada,
una prostituta llamada Chole. Más adelante, Peraza, el nuevo querido de
Chole, es relegado a Belem por haberle “dado una cuchillada tremenda en
el rostro” (48). En la cárcel, los dos hombres entablan una profunda amis-
tad que les gana los apodos de Juan de Amor y Clavellina. Lo comparten
todo, hasta los chicharrones con chile que Chole, recuperada de su herida,
lleva a Peraza cada martes y sábado. La descripción que hace Frías de la vida
rutinaria de los dos hombres subraya la tranquila intimidad doméstica que
crean estos peligrosos hombres entre los muros y gentíos de Belem:
En la galera en que dormían en las noches, tenían el mismo cantón y allí
los dos encendían en un anafre la lumbre con que calentaban y freían los
frijoles de la caridad y ponían a hervir luego en una gran olla un poco de
café. Después de cenar silenciosamente en medio del colosal y frecuente
murmullo de la galera hinchada de presos y humor, servíanse el hirviente
líquido en unos jarritos […] (49).
Cuando Mayorga recibe un indulto, le pregunta a su compañero, que en ese
momento le está doblando la ropa para su salida: “¿Qué le digo a Chole?”
Peraza le responde con una puñalada en el pecho y la palabra “¡Toma!”
Como en otras crónicas de la serie, los celos son el motor de la sed de sangre
y de la violencia entre presos. Pero el desenlace es ambiguo: ¿cómo dis-
tinguir entre los celos que Peraza pudiera estar sintiendo ante la pérdida
de Mayorga a Chole y de Chole por Mayorga? ¿Cuál explica el acto final?
En cualquiera de los dos casos, la violencia se debe a la magnificación del
deseo, no a una monstruosidad inherente. Peraza y Mayorga encarnan al
cuerpo pasional sin límites ni controles.
Por último, Frías esboza la categoría de la criminalidad como producto
de la distorsión de conceptos. A diferencia de criminales que agreden pa-
sionalmente contra la civilización y la seguridad de otros, tenemos aquellos
que quedan trastornados por el culto que rinden a una ilusión. Frías re-
presenta a éstos como creadores desvariados, como poetas o narradores
fracasados que parodian identidades normales o conceptos de redención
y belleza. Por un lado tenemos a los dementes poetas trágicos Miguel Cao
Romero y Miguel Guttman, que a pesar de un deseo de superación personal
en el plano espiritual, son en última instancia incapaces de redimirse como
hombres. El lúgubre poeta Romero muere de tifo sin lograr su sueño de
comprar la tumba para la querida asesinada y termina sepultado tan anóni-
mamente en la Ciudad de los Muertos como ella. El paranoico y violento
Miguel Guttman, a quien Frías dedica dos crónicas, “Miguel Guttman” y
Entre tarántulas y dementes 2 63

“Miguel Guttman y su hija”, vive azotado por odios imaginarios cuando


no piensa en su hijita, que doma la fiereza de su demencia como un rayo de
luz disipando la oscuridad. La poesía de estos hombres no facilita la salida
de sus manías y melancolías, ni revelaciones que pudieran transformarlos,
sino la reiteración circular de su locura. “¡El licor!, los narcóticos…” cita
Frías de un poema de Guttman, “¡Qué hermoso / es el estado que al mortal
producen / y cuánto me seducen!…/ ¡Beber!, beber para encontrar reposo
/ y no sentir de mi pesar odioso / ¡los terribles estragos!” (76). Y cuando
Romero escribe “Oh, Soledad, mi tristeza / hasta ti ya habrá llegado. / Fui el
hombre más desgraciado, / y matarte no me pesa. / ¡Estoy tranquilizado…
/ Ya no es de otro tu belleza!” se refuerza el móvil oscuro del asesinato que
le llevó a Belem en primer lugar (54).
Sin embargo, a diferencia de hombres como El Nahual y de otros como
Mayorga y Peraza, los creadores desvariados son figuras abundantes que
insistentemente buscan un ideal a la vez que lo distorsionan. En “La Turca”,
Frías retrata a uno de los “afeminados” más populares de Belem, el asesino
Juan González, y utiliza su ejemplo para evocar la comunidad homosexual
de la cárcel, señalando las voces atipladas y ropa femenil de los hombres que
la componían, su uso de apodos como La Diabla, La Pancha y La China, y
las labores de mujer que desempeñaban en la cárcel, planchando, lavando
y tejiendo para otros presos y para los guardias (67–68). Frías los llama
“Seres perversos y depravados, hundidos en el fondo de irritante ignoran-
cia”, cuyos “rostros hombrunos contrastan de una manera repugnante
con sus ademanes y voces melifluas” (68). Estos hombres desnaturalizan
la feminidad, convirtiéndola en un compendio de poses, entonaciones y
atuendos. Por ejemplo, en una fiesta de 5 de mayo, La Turca:
se vistió de china con un castor rojo, zapatillas con lentejuelas doradas, re-
bozo terciado y en las orejas arracadas de plata. Bailó el jarabe tapatío sobre
una tarima que sus admiradores le colocaron. El entusiasmo general de los
sentenciados del Patio de Talleres estalló en carcajadas, aplausos y silbidos
como cuando nuestro pueblo presencia el final de unos fuegos artificiales.
Fue un gran triunfo para La Turca (70).
Al invertir los esquemas de lo masculino y lo femenino por medio de sus
exhibiciones públicas y, en el caso de la cita anterior, por el vínculo de és-
tos con símbolos y fiestas patrias, González se perfila como un degenerado
dentro de la misma categoría de creación estéril en la que están Guttman
y Romero. Si Guttman y Romero parodian la figura del poeta, La Turca
tuerce lo femenino y lo vuelve extraño y grotesco. Dentro de este marco
también podemos incluir a La Zorra, que mencionamos anteriormente en
relación con lo alienígeno; por su talento como conversador, y su capacidad
de parodiar el habla de la gente de educación, apoderándose de términos
como “Constitución”, “Ciudadanía” y “Deber” durante sus borracheras,
también se le puede considerar un artista desvariado (90).
2 64 Chr istopher Con way

IV. Frías / Safri


Los temas de lo alienígeno, el crimen pasional y la parodia de la idea sepa-
ran a Frías de la masa de criminales que lo rodea e impide el planteamiento
de su identidad como sujeto carcelario. No solamente construye a Belem
como un espacio ajeno, habitado por otros, pero se excluye, se pone fuera
del espacio narrativo de la cárcel. Esto lo podríamos explicar acudiendo a
la fórmula de autoría del “corresponsal” periodístico, que permite la cons-
trucción de un yo narrativo extranjero, cuya estadía en la realidad car-
celaria es pasajera e inmerecida. Sin embargo, la inclusión del relato “El
poetastro de los Pericos” en Realidades de la cárcel demuestra un deseo por
parte de Frías de usar un alter ego juvenil para representarse públicamente
como sujeto carcelario. A través de la historia del adolescente Humberto
Safri, Frías desmaterializa las desgarradoras escenas de hambre y violen-
cia que expone en Desde Belem y su secuela a favor de una fábula idealista
que transforma a la cárcel en un espacio redentor. Nuestro argumento, sin
embargo, pudiera provocar cautela: ¿Frías es Safri realmente? Ya que en
el medio escriturario de la prensa mexicana del XIX el uso de pseudóni-
mos era moneda corriente y que el nombre Humberto Safri presenta co-
rrespondencias innegables al de Heriberto Frías, pensamos que Safri, como
el personaje de Miguel Mercado en Tomóchic y ¿Águila o Sol? (entre otras
novelas donde aparece Mercado), es una proyección idealizada del Yo auto-
biográfico. Subrayamos, sin embargo, que lo que nos concierne aquí no es
la comparación de un hecho biográfico externo con el texto de “El poetas-
tro de los Pericos” sino la manera en que la historia de Safri construye la
imagen del escritor encarcelado. En este contexto, Safri es, efectivamente,
Frías, ya que opera como símbolo de la promesa regeneradora de aquellos
letrados que se enfrentan a la oscuridad de la injusticia social.
En “El poetastro de los Pericos”, Frías cuenta la historia de Humberto
Safri, un joven de catorce años “de ojos pequeños de miope, frente ancha
de neurótico y dejadez altiva de bardo ideal,” sentenciado a los cuartuchos
inmundos del departamento de Pericos de Belem por haber robado cinco
pesos de la casa comercial en la que trabajaba como cobrador. Antes de su
arresto, Safri había memorizado en la biblioteca de su escuela preparatoria
los versos de Espronceda, Los miserables de Hugo y pasajes de Lamartine,
constituyéndose como soñador romántico y poeta. En la oscuridad del pre-
sidio, rodeado de turbas de marihuanos, rateros y otros seres degradados,
el pálido, sensible y delicado Safri, vestido de ropa desgarrada con sus pies
blancos desnudos, sobrevive a los “picotazos y mordeduras” de los Pericos,
que lo llaman Rotito Tuerto por su conjuntivitis. La violencia del medio
lo transforma porque el muchacho va comprendiendo que aquel romanti-
cismo libresco en que se había formado era ilusorio, “que algo más trans-
cendental y más horrible y no por eso menos digno del arte, pasaba en la
Entre tarántulas y dementes 2 65

humanidad” (97). Safri vierte este nuevo entendimiento a su quehacer


poético y adquiere cierto relieve en la sociedad carcelaria, escribiendo ver-
sos y cartas para otros presos a cambio de pan, zapatos y otras necesidades.
En vez de sucumbir en pantanos de prostitución como otros Pericos, Safri
se levanta, madura, florece, se vuelve hombre heroico:
Y cuado salió libre, salió sin sarape, alta su fecunda frente de neurótico,
plegado los finos labios por sonrisa dulce, desafiando el poetastro de los
Pericos a la sociedad a quien iba a observar, de la cual tal vez triunfaría,
dispuesto el niño de 15 años de los ojillos tímidos y tristones a revelar hon-
dos dramas que nadie conocía, a ser héroe, a ser trágico, y después de sufrir
tanto y tan injustamente a no tener miedo a nadie, hablando de todos (100).
Safri es una figura excepcional, un fugaz “Esplendor” que surge en épo-
cas de injusticia y oscuridad, un “relámpago” que rompe con “la sombra
del presidio” (92). Tan puro y poderoso como la hija de Guttman, cuyo
amor esparce la demencia y furias de su padre encarcelado, Safri es una
potencia redentora, una fuerza del bien. Su arte, a diferencia de la poesía de
Guttman y Cao, iluminarán verdades redentoras en pro de la justicia y la
humanidad, y lo constituirán como héroe.
El texto de “El poetastro de los Pericos” disminuye el hambre y las
vejaciones, así como lo que cualquier huérfano enfermo hubiera sufrido
en el departamento de Pericos, al tiempo que vierte la experiencia de su
protagonista en una fábula inspiradora semejante a la alegoría de la cueva
de Platón. De las oscuridades y sombras falsas de Belem y del romanticismo
literario, surge la figura del hombre capaz de divisar las formas ideales
detrás de las sombras. Belem no es solamente la morada de tarántulas y
dementes, sino la escuela del nuevo letrado del porvenir. El artificio de tal
formulación, entre las ensangrentadas páginas de violencia y degradación
que pueblan el resto de las crónicas carcelarias que aquí comentamos,
subraya una incapacidad fundamental por parte de Frías de reconocerse
en el espejo del otro, y limita las dimensiones críticas de estas crónicas.
Hasta cierto punto, nuestro autor viola las lecciones aprendidas por Safri
en Belem; en medio de los horrores de la realidad, Frías el escritor refuerza
y reinscribe modelos idealistas en vez de enmendar o descartarlos para
descubrir a un letrado verdaderamente nuevo, capaz de pensar en el cri-
men y en la redención de manera más histórica y personal. En este sentido,
entonces, podemos hablar de cierto temor a confundirse con el otro y re-
presentar su poder e influencia en un medio como el de Belem. De hecho,
en un pasaje del primer artículo que Frías escribe en Belem, advierte “que
diré toda la verdad; pero no toda la verdad, porque háseme entrado por
todos los poros de mi cuerpo un friecillo que me hace tiritar y que no
tengo empacho en calificar de prudencia, que bien pudiera rayar en el ter-
ror, tanto así me ha dejado el ilustre Carbó […]” (19). A pesar del tono
2 66 Chr istopher Con way

y del contexto irónico, la declaración es útil profecía de los límites de la


reo-narración de Heriberto Frías.

V. Conclusión: Heriberto Frías y la reo-narración.


Nuestro primer encuentro con las crónicas carcelarias de Frías subrayan
dos marcos claves para su lectura y la lectura de otras reonarraciones deci-
monónicas como Mi diario de prisión (1858–1859) de Benjamín Vicuña
Mackenna, y El presidio político en Cuba (1871) de José Martí. En primer
lugar, la reo-narración dialoga con el poder. El letrado encarcelado escribe
desde la periferia hacia el centro, en contra de la violencia ejercida por re-
presentantes del estado. En este sentido, la reo-narración debe ser enten-
dida como un discurso de oposición que pone en tela de juicio el concepto
oficial del crimen y el castigo. Al enfocar la corrupción en la adminis-
tración de cárceles y la victimización de los presos, crónicas como las de
Frías desmienten la modernidad de las instituciones del estado, y criminali-
zan el poder oficial. Sin embargo, si la reo-narración invierte el esquema
de la civilización/barbarie, la representación del otro en sus páginas puede
reforzarla, como hemos comprobado en el caso de Frías.
En segundo lugar, la reo-narración debe entenderse como una reflexión
sobre la experiencia urbana. Por su constitución como espacio en el cual el
individuo vive desligado de la familia y otras entidades tradicionales que
pudieran ofrecerle protección, la cárcel refleja el anonimato y peligro de la
experiencia urbana moderna. Otra correspondencia radica en el contacto
forzado entre clases diferentes que los dos espacios dictan al nivel de la
experiencia cotidiana. En este contexto, vivir en cualquiera de las dos reali-
dades implica un enfrentamiento constante con el otro. En el caso de Frías,
la descripción de víctimas y victimarios carcelarios lo lleva a reconstruir
fragmentos de la experiencia urbana; la vida de las cantinas, los amores de
las prostitutas, la corrupción de la policía, y el acoso de los mendigos. En
otras palabras, el análisis de tipos carcelarios implica un encuentro inevi-
table con realidades y personajes forjados por las condiciones y estructuras
de la vida urbana.
Las crónicas carcelarias de Frías pueden ser leídas en contextos distintos:
como capítulo en la larga historia de críticas decimonónicas al sistema car-
celario mexicano; como muestra del periodismo de oposición del Porfiriato;
y como ejemplo de la tendencia en Frías de conjugarse a sí mismo como
personaje literario dentro de su obra. En estas páginas hemos propuesto
un acercamiento más amplio al material, enfatizando la manera que Frías
proyecta una visión específica de la autoría y del orden social por medio de
su representación del otro. Aparte de cualquier contribución documental
que puedan aportar sobre el sistema penal mexicano en el Porfiriato, Desde
Belem y Realidades de la cárcel nos invitan a pensar en la construcción de
Entre tarántulas y dementes 2 67

identidades sociales en el siglo XIX mexicano. Las ensangrentadas páginas


carcelarias del autor de Tomóchic constituyen, a fin de cuentas, una impres-
cindible contribución a la historia literaria y cultural de México.

Notas
1 Agradezco las sugerencias bibliográficas de Carlos Aguirre de la University of Oregon y los
comentarios de Ignacio Ruiz-Pérez de la Universidad de Texas Arlington.
2 Foucault escribe: “No ya simplemente: ‘El hecho, ¿se halla establecido y es delictivo?’, sino
también: ‘¿Qué es, en qué campo de realidad inscribirlo? […] Todo un conjunto de juicios
apreciativos, diagnósticos, pronósticos, normativos, referentes al individuo delincuente han
venido a alojarse en la armazón del juicio penal” (26).
3 Según Buffington “utilitarian prison reforms stressed the regenerative power of supervised ‘work’
in a suitable environment, the penitentiary. The salutary effect of enforced productivity and a
wholesome environment would remove the criminal from evil influences, inculcate respect for
authority and teach the value of remunerated work. Isolation of delinquents also protected
society from their disruptive influence” (75).
4 Para más información sobre la entrada de Frías a Belem, ver “Veladas de Belem”, la introducción
de Saborit a Crónicas desde la cárcel de Frías.
5 Para una discusión de la persecución de periodistas durante el Porfiriato, ver Hilario Topete Lara
(122), Yolanda Argudín (97–99) y Daniel Cosío Villegas (549–559).
6 Según Brown, Frías entra a Belem a los catorce años, por haber robado cinco pesos de la casa de
comercio donde trabajaba (18). Este argumento se fundamenta en la crónica sobre Humberto
Safri incluida en Realidades de la cárcel. Otra versión se encuentra en la novela autobiográfica de
Frías ¿Águila o Sol?, en la que el adolescente Miguel Mercado entra a Belem por haber escrito
versos en contra de Porfirio Díaz.
7 La palabra “Perico” puede ser rastreada hasta la década de los setenta, cuando era común el uso
de la palabra “Pollo” para describir a jóvenes de poca utilidad, o hombres inmaduros de tendencia
afeminada. En la crónica y ficción del XIX mexicano, los pollos podían llamarse Pío o Perico. Para
más detalles sobre este tipo masculino, ver la novela de José Tomás de Cuellar, Ensalada de Pollos.
8 De acuerdo al DRAE, alienígeno es “extraño, no natural”.

Obras Citadas
Argudín, Yolanda. Historia del periodismo mexicano en México: desde el Porfiriato hasta nuestros días.
México: Panorama Editorial, 1987.
Brown, James. Heriberto Frías. Boston: Twayne, 1978.
Buffington, Robert. “Revolutionary Reform: The Mexican Revolution and Discourse on Prison
Reform”. Mexican Studies / Estudios Mexicanos 9.1 (1993): 71–93.
Constitución federal de los Estados Unidos Mexicanos, sancionada y jurada por el Congreso General
Constituyente, el día 5 de febrero de 1857. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. <http://www.
cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12159207571212622976624/p0000001.ht>
Cosío Villegas, Daniel. Historia moderna de México: El Porfiriato. La Vida Política Interior. México:
Editorial Hermes, 1955.
Cuellar, José Tomás de. Ensalada de pollos. México: Porrúa, 1982.
Foucault, Michel. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. México: Siglo Veintiuno editores, 2003.
Frías, Heriberto. “Desde Belem” y “Realidades de la cárcel”. Crónicas desde la cárcel. Antonio Saborit,
editor. México: Breve Fondo Editorial, 1995.
———. Cárcel y el boulevard. Antonio Saborit, editor. México: Joaquín Mortiz / Grupo Planeta 2002.
Lauterbach, Frank. “ ‘From the Slums to the Slums’: The Delimitation of Social Identity in Late Victo-
rian Prison Narratives”. En Captivating Subjects: Writing Confinement, Citizenship, and Nationhood
in the Nineteenth Century. Jason Haslam y Julia M. Wright, editores. Toronto: University of
Toronto Press, 2005.
2 68 Chr istopher Con way

Padilla Arroyo. Antonio De Belem a Lecumberri: Pensamiento social y penal en el México decimonónico.
México: Archivo General de la Nación, 2001.
Piccato, Pablo. City of Suspects: Crime in Mexico City, 1900–1931. Durham y London: Duke University
Press, 2001.
Saborit, Antonio. “Veladas de Belem”. En Frías, Crónicas desde la cárcel: 5–12.
Speckman Guerra, Elisa. Crimen y castigo: Legislación penal, interpretaciones de la criminalidad y adminis-
tración de justicia (Ciudad de México, 1872–1910). México: UNAM, 2002.
Topete Lara, Hilario. “Los Flores Magón y su circunstancia”. Contribuciones desde Coatepec. 8 (2005):
71–133.
Demonios finiseculares:
mujeres e inmigrantes
The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 271–292

“La condesa del Zarzal es un monstruo de


infamia.” Diablesas azules en la Restauración

Andrés Zamor a, Vanderbilt University

La mujer de todo el mu ndo, la escandalosa novela que Alejadro


Sawa publicó en 1885 para algazara de cenáculos radicales y anarquistas,
comienza con una descripción hiperbólica del insultante lujo exhibido
por el palacio de la condesa del Zarzal, un lujo que hace “subir desde el es-
tómago al cerebro la oleada biliosa del socialismo” a cualquier transeúnte,
ya sea “burgués o demagogo, linfático o nervioso, con el cerebro chato o
esférico” (8). Un poco más abajo, el narrador advierte en consecuencia que
“si los ricos tuvieran plena conciencia de sus intereses, deberían ocultar los
soberbios resplandores de su lujo como una gran vergüenza o como una
infamia irredimible” (8). A lo largo del texto que estas palabras preludian,
Alejandro Sawa se ocupa de hacer sistemáticamente lo contrario, desnu-
dando no sólo los lujosos interiores del ámbito aristocrático, sino también
y sobre todo la lujuriosa protervidad de sus habitantes, el desmedido ex-
ceso de los lujos de la carne. Sin duda—la novela de Sawa es de una enorme
obviedad—el objetivo de este voluntarioso desvelamiento de la suntuosa
inmoralidad aristocrática es sencillamente la obtención de unos seguros
réditos ideológicos con la esperanza de hacer buena la amenaza formulada
unas páginas más adelante de que “los tiempos de las grandes justicias y
de las enormes venganzas se acercan” (50). Aunque la crítica generalmente
ha hablado de La vizcondesa de Armas del marqués Figueroa (1887) o de
La Montálvez de José María de Pereda (1888), y a pesar de la existencia de
antecedentes como algunos folletines de Wenceslao Ayguals de Izco de los
años cuarenta o, de manera más clandestina y explícita, el sorprendente ál-
bum de acuarelas Los Borbones en pelota de los hermanos Bécquer, en rigor
la fundación en España de lo que se dio en llamar novela aristocrática se
produce con esta obra del bohemio y maldito Alejandro Sawa a partir de
una combinación de ingredientes que se convertirán en canónicos e im-
prescindibles dentro del subgénero: pecaminoso lujo, maldad, perversidad
y lubricidad aristocráticas en grado superlativo, y ostentosa intenciona-
lidad de producir un discurso ideológico por medio de esa representación
diabólica de la nobleza.

27 1
272 A ndr és Z a mor a

Cerca ya de la conclusión de esta novela inaugural de Sawa, uno de los


muchos amantes devorados por la aristócrata que es figura central de la
obra se encuentra con ella en un baile celebrado en la embajada francesa y
le arroja aparatosa y públicamente a la cara su satánica maldad. Hasta este
punto, el texto ha ido acumulando una larga lista de incidentes y descrip-
ciones destinada a mostrar con énfasis folletinescos que la descomunal
belleza de la condesa sólo puede competir con el tamaño de su crueldad,
de su egoísmo y de sus apetitos sexuales. La condesa del Zarzal, diablesa
azul por razón de perversidad, de sangre y por la cualidad casi opiácea de
las pasiones con que intoxica a los hombres y tal vez a algunas mujeres, ha
sido pródiga en felonías e intereses bastardos de todo tipo, pero el modus
operandi para acometerlas y lograrlos ha terminado siendo casi siempre el
mismo: “Mudó de táctica la condesa: estaba visto que ella había de vivir
constantemente levantándose las faldas y enseñando los pechos a los hom-
bres para provocarlos […]” (79). De su inventario de maldades su acusa-
dor destaca principalmente dos. Por una parte, ha llevado a su nuera a la
locura. Cuando Luisa Galindo, la esposa de su hijo Enrique, intenta con-
seguir la anulación de su matrimonio al descubrir que el marido es gé-
nero averiado para este tipo de amores por impotente u homosexual, la
condesa inicia una vasta conspiración política y judicial contra ella, por
supuesto mediante el conocido expediente de alzarse la faldas, e incluso
llega a agredirla salvajemente de palabra y de obra. La atribulada Luisa,
víctima primero de una boda urdida con engaño por su futura suegra para
usurpar su fortuna y así sanear la propia—todo con la complicidad, bien
pagada en favores carnales, del jesuita confesor de ambas—es incapaz de
resistir finalmente las feroces acometidas de “aquella tigre” (134) y acaba
en el manicomio. En su otra gran fechoría, Eudoro Gamoda, joven pintor
con visos de genio y el más rendido amante de la condesa, también pasa
por una fase de desequilibrio mental, pero su destino último es un suici-
dio sangriento ante su ídolo tras haber sido abandonado caprichosamente
por éste. De alguna manera, las palabras concretas con que Luis, crítico
de arte y amigo de Gamoda, asusta a su antigua amante en el baile de la
embajada francesa son una abismación ejemplar de todo el texto en que
están insertas: “Pues pienso una cosa bien sencilla, pero que es preciso, en
interés social, que circule, que todo el mundo aprenda de memoria, que se
fije en anuncios hasta por las esquinas de la calle. Pienso que es usted un
monstruo de infamia” (200). Después lo repite de nuevo pero en voz más
alta: “Yo digo señores que esta mujer, la condesa del Zarzal es un monstruo
de infamia” (200). Y aún más abajo afirma que “cuanto se cobija a su som-
bra se marchita y muere,” que “hasta el aliento de usted es venenoso,” y que
“me propongo perseguirla a usted toda mi vida como un remordimiento
[…] martirizarla: darla tormento […]” (201–02).
“La condesa del Zarzal es un monstruo de infamia” 273

Un análisis histórico y contextual de la novela de Sawa depara al menos


dos perplejidades aparentemente contradictorias entre sí, una en referencia
al particular destino de sus dardos revolucionarios y otra con relación al
tenor de las otras novelas aristocráticas producidas a continuación en el
período. De un lado, La mujer de todo el mundo, que fue recibida con entu-
siasmo por medios anarquistas como La Bandera Social (Zavala, “Estudio”
44–5; Rodríguez 14), dirigía su celo revolucionario contra un grupo que
según testimonios contemporáneos había comenzado a perder su protago-
nismo económico y político en favor de la alta burguesía. El propio Sawa
reconocía por esos años y en La Bandera Social misma que “la clase media”
era “la sustituyente de las antiguas aristocracias en nuestras sociedades bi-
zantinas” (citado en Zavala, “Estudio” 46). Galdós, por su parte, hablaba
en una de sus cartas a La Prensa en 1884 de “la decadencia general de la
clase aristocrática,” de “las tinieblas de nuestra arruinada aristocracia,”
del “inevitable” “acabamiento total de la aristocracia como fuerza social
y política” (Shoemaker 64–5). Es cierto que posteriormente numerosos
historiadores han corregido esa visión (Vicens 4: 131; Martínez 343) o sim-
plemente la han ignorado a la vez que afirmaban el mantenimiento de la
fuerza económica y el músculo político de la nobleza durante buena parte
de la segunda mitad del XIX a pesar de que el régimen liberal había ido
aboliendo a lo largo del siglo sus tradicionales privilegios señoriales (Martí
188–89; Carasa 237; Bahamonde 24; Jover, “Situación” 286–88; Tuñón 2:
44). Sin embargo, la mera percepción contemporánea, ya sea miope o acer-
tada, del declive de la aristocracia en la época de publicación de la novela,
y el reconocimiento de esta decadencia a finales de siglo incluso por parte
de algunos de los historiadores que defienden la continuidad de su poder e
importancia durante muchos años de su segunda mitad (Bahamonde 25),
pone en duda el acierto o la oportunidad de elegir a la nobleza como prin-
cipal y casi exclusivo objeto de crítica en un texto de intención revoluciona-
ria dado a la luz en 1885.
Por supuesto, otro factor que también ha de tenerse en cuenta es que
una de las cualidades principales de la estructura social española del si-
glo XIX, sobre todo en la segunda mitad, fue la permeabilidad y fluidez
de sus clases aristocráticas, debido primero al singular carácter abierto de
la nobleza de cuna, mucho menos remilgada que cualquiera de sus pares
europeas a la hora de mezclarse matrimonialmente con la alta burguesía
capitalista (Bahamonde 23; Carasa 237), y segundo a causa de que, en frase
de Ángel Bahamonde, “el Estado español del siglo XIX fue un auténtico
fabricante de títulos de nobleza” con el objeto de premiar los servicios
prestados, la posición política o el éxito económico de diversos individuos
de más que humilde pedigrí. Cabría discutir si el resultado de estos dos
procesos ha de ser llamado el aburguesamiento de la nobleza o la aristo-
274 A ndr és Z a mor a

cratización de la alta burguesía, pero tanto una denominación como la otra


connotan una obvia y fatal decadencia de la vieja clase patricia en cuyos
fundamentos tenían un papel esencial la singularidad, el exclusivismo, la
pureza, la endogamia y la limpieza de cualquier contaminación o contagio
social. Irónicamente, el mantenimiento del poder de la aristocracia merced
a sus coyundas con la burguesía y a la incorporación de condes y marqueses
de nuevo cuño, marca, por tanto, su decadencia por vía de la monstruosi-
dad, es decir, de lo que para muchos constituía su desnaturalización. Se
podría argüir que es difícil determinar si a la Condesa del Zarzal le viene
la nobleza de sangre o es una representante de esa burguesía capitalista en-
noblecida por decreto o acta matrimonial, pero lo cierto es que la novela
únicamente se concentra en las cualidades suntuarias de su personaje, no
asociándola en ningún momento con las actividades industriales, mercan-
tiles, inmobiliarias o neolatifundistas, esto es, de explotación del proleta-
riado urbano o del campesinado, propias de las clases medias más pujantes.
Desde ese punto de vista, la condesa del Zarzal, una aristócrata tronada
que pugna por mantener a toda costa su palacio, sus vicios y sus oropeles,
es ya un personaje absolutamente irrelevante con respecto a las grandes
cuestiones históricas, políticas y sociales. Desde este punto de vista tam-
bién, Sawa habría caído tal vez en la celada de los negociantes e industriales
españoles ennoblecidos que habían adoptado las formas y los códigos del
viejo estamento (Carr 432; Carasa 237; Bahamonde 24), tal vez para ocul-
tar, silenciar o hacer olvidar su condición de burgueses y las fuentes de su
riqueza y su poder.
Si la primera perplejidad crítica de La mujer de todo el mundo pro-
viene, pues, del probable yerro en la elección de su blanco revolucionario,
el segundo motivo de sorpresa constituye una paradoja con respecto a esta
aparente falta de tino. Con la excepción de la más comedida La vizcondesa
de Armas del marqués de Figueroa (1887), todas la obras del corpus de
la novela aristocrática producida desde 1885 hasta principios de los años
noventa habrían incurrido en idéntico error ya que comparten la misma
tipología textual: narraciones de tendencia moral, política o ideológica
construidas a partir de una crítica feroz contra la nobleza mediante la cui-
dadosa creación de una galería de diabólicas representantes femeninas de
ésta. Las palabras de Luis en la novela de Sawa, apretada cifra del texto
entero, en cuanto a su deseo, “en interés social,” de “que circule, que todo
el mundo aprenda de memoria, que se fije en anuncios hasta por las es-
quinas de la calle” la infamia de la figura de la aristócrata con la obcecada
intención de “perseguirla,” de “martirizarla,”de “darla [sic] tormento,”
parecen haber tenido una virtud profética o un éxito fulminante, ya que
también servirían perfectamente como unánime consigna para Carne de
nobles de Eduardo López Bago (1887), La Montálvez de Pereda (1888), diver-
sos cuentos contemporáneos del Padre Coloma, la inmensamente popu-
“La condesa del Zarzal es un monstruo de infamia” 275

lar y polémica Pequeñeces del mismo autor (1891), o La espuma (1891) y,


de manera epigonal, El maestrante (1893) de Armando Palacio Valdés. Ya
lo presiente con clarividencia de moribunda la condesa del Zarzal, proto-
heroína de la novela aristocrática, cuando al final de la obra de Sawa sos-
pecha “que toda la Creación se había coaligado en contra suya, para enven-
enarle sus últimos días, sus últimos momentos quizás [...]” (214). Y Emilia
Pardo Bazán lo confirma después: “En estos últimos años la literatura se
ha conjurado contra las clases aristocráticas” (3: 1447). Lo verdaderamente
notable, no obstante, de dicha unanimidad es que sucede a pesar de las
enormes diferencias ideológicas de todos estos autores: Sawa y López Bago
están cercanos a tendencias radicales, socialistas o anarquistas (Granjel
148; Phillips 53–5, 279); el Palacio Valdés de estos años se puede encuadrar
dentro de un cierto “cristianismo liberal” con preocupaciones de justicia
social (Gómez-Ferrer, Palacio 70; Dendle, Spain’s 82); Pereda es uno los
adalides literarios de la causa tradicionalista de honda raigambre católica
(Fernández-Cordero 96–100); y Coloma se ubica dentro de los grupos
más conservadores y reaccionarios, aunque se discuta si sus simpatías se
inclinan concretamente hacia los carlistas, los integristas de Nocedal o
los moderados de la Unión Católica de Alejandro Pidal y Mon (Elizalde,
“Intención” 457–59; Elizalde, “Sentido” 38–44).
En cada uno de estos autores o textos, como parcialmente han anotado
los estudios individuales sobre cada uno de ellos y el único libro de con-
junto sobre el tema, el de Heriberto del Porto, se encuentran cumplidas ex-
plicaciones de las razones que llevan en cada caso particular a su desaforado
ataque contra la nobleza. En el caso de los “naturalistas radicales” Sawa y
López Bago, el objetivo sería alimentar el furor revolucionario en las masas
con sus espantables retratos de la aristocracia, la realeza y sus principales
cómplices: la iglesia, la judicatura y el poder político (Zavala, “Estudio”
43–6). Palacio Valdés, desde una posición liberal, católica y anticlerical, se
habría propuesto mostrar directamente en La espuma y más oblicuamente
en El maestrante la deletérea influencia de la aristocracia en sus contactos
con las clases medias, las hipócritas connivencias de la iglesia con el patri-
ciado de la sangre o del dinero, y la injusticia de la deshumanizada situ-
ación del proletariado (Dendle, Spain’s 82; Gómez-Ferrer, “Introducción”
45–7; Hemingway 58–9). A manera de excurso, quiero advertir que aunque
Palacio Valdés también incluya a la alta burguesía financiera e industrial
dentro de esa nociva espuma, la figura que significativamente enmarca la
primera novela, abriéndola y cerrándola, es Clementina, que aunque no es
noble de sangre sí lo es “de hecho” por mor de su perfecta inserción y acli-
matación en la aristocracia de cuna (Palacio, Espuma 146). Por lo que hace a
Pereda, del que se ha dicho que al contrario de los anteriores y a semejanza
de Coloma no tiene en absoluto una postura antiaristocrática sino más bien
crítica contra aquellos nobles que habían traicionado su condición de tales
276 A ndr és Z a mor a

(Hemingway 49; Weingarten 72), su pretensión sería denunciar la disolu-


ción religiosa, moral y política de la alta aristocracia cortesana en contraste
con la pureza tradicionalista de la hidalguía rural y provinciana retratada
en sus novelas regionales (Dendle, Spanish 37; Fernández-Cordero 152,
159–60, 192–94; Porto 28–9). Por último, Coloma habría pergeñado mi-
nuciosamente en Pequeñeces la monstruosidad de Currita Albornoz y sus
adláteres para separar el grano de la paja, como alegato contra la maldad
de una parte de la aristocracia alfonsina que había vuelto sacrílegamente la
espalda a la iglesia y a sus enseñanzas morales al tiempo que transigía con
algunas de las concesiones liberales hechas por la Restauración, especial-
mente la libertad de cultos y el no restablecimiento de la unidad católica
de España (Pardo 3: 1450–5, 1454; Elizalde, “Sentido” 40–2, 45–6). Coloma
estaría descargando en este sector de la nobleza toda la responsabilidad
de la deriva que habían tomado las cosas, incidentalmente, olvidándose de
que, como apunta José María Jover Zamora, el auténtico arquitecto de esa
Restauración había sido Cánovas del Castillo, abogado, historiador, hijo
de un maestro de escuela y notable popularizador de la máxima de que
la política es el arte de transigir, y de que sus más decisivos campeones
salieron de las filas del ejército y del mundo de la industria y el comer-
cio (“Epoca” 281–83), algunos de ellos de sangre azul como la condesa de
Albornoz, pero no todos ni la mayoría desde luego.
Me atrevo a suponer que esta diversidad de cargos, a veces difícilmente
compatibles entre sí e imputados desde todos los extremos del espectro ide-
ológico, contra un mismo grupo social cuyo peso qua aristocracia en el
momento es discutible o relativo, no puede ser explicada en su conjunto
solamente desde criterios políticos, económicos o sociales. ¿Qué es lo que
une a Sawa con Coloma, a López Bago con Pereda o Palacio Valdés? ¿Qué
factores concurren en la aristocracia para convertir a todos esos nove-
listas en inopinados correligionarios de una común cruzada contra los
miembros de ésta? Tal vez la solución a este enigma la vislumbrara Juan
Valera en la carta abierta que dirigió a Coloma tras la ruidosa aparición de
Pequeñeces bajo la firma de Currita Albornoz. De veras o chuscamente, la
Currita de Valera le dice al jesuita que en verdad “usted no se mete con este
orden social,” “todo es pura retórica” (322). Del otro lado de la polémica,
Emilia Pardo Bazán señalaba en medio de sus elogiosas páginas a la novela
que “sólo tomando al padre Coloma por lo que nunca será, por tonto, se le
puede atribuir que descartado ese cargo político [las concesiones de la aris-
tocracia al liberalismo en las leyes de la Restauración] […] crea en el fondo
del alma que la depravación moral es mayor en la aristocracia que en la
clase media o en el pueblo” (3:1450). A partir de la intuición de Valera y de
la advertencia de Pardo Bazán, que sugiere que la inmoralidad aristocrática
en la novela no es literal sino simbólica, me gustaría formular la sospecha
de que por debajo y más allá de las causas históricas concretas la pecu-
“La condesa del Zarzal es un monstruo de infamia” 27 7

liar inscripción de la nobleza en todas estas narraciones responde a una


razón de estrategia textual, de táctica persuasiva, de ardid propagandístico.
Evidentemente, para que esta hipótesis se sostenga es preciso encontrar
en el fenómeno aristocrático presentado en las novelas consideradas una
serie de virtualidades retóricas o de posibilidades tropológicas capaces de
transformarlo en una suerte de herramienta prodigiosa para la polémica
ideológica, pues, independientemente de la filiación política de los textos
beligerantes, valdría para todos.
Para tratar de dilucidar si de verdad existe algo que subyace a la aris-
tocracia y que permite su utilización como tropo filosofal en las diferen-
tes batallas ideológicas libradas por estos textos, lo más hacedero es co-
menzar determinando lo que hay de común en todos ellos al respecto. A
esos efectos, un primer cotejo del corpus de la novela aristocrática revela
cuatro constantes: la ineluctable cualidad femenina de sus figuras princi-
pales, la universal condición de adúlteras de todas éstas, la importancia
en su entorno de los sucesos de ennoblecimiento de la burguesía o abur-
guesamiento de la nobleza por matrimonio o decreto, y el riesgo de agota-
miento de la estirpe por muerte o incapacidad de sus descendientes. Para
la primera de esas recurrencias bastará una mera nómina de protagonistas:
la condesa del Zarzal; la reina de Liboria y la duquesa de Benimar en Carne
de nobles; la marquesa de Montálvez, flanqueada por dos amigas de ran-
cio abolengo, Leticia Espinosa y Sagrario Miralta, que actúan de proyec-
ciones ectoplásmicas de las peores inclinaciones de su clase; la condesa de
Albornoz; Clementina Salabert, hija,del nuevo duque de Requena en La
espuma, junto a Pepa Flores en papeles secundarios; y Amalia, la esposa
del maestrante en la novela epónima de Palacio Valdés. Por añadidura,
el género de protagonismo de todas estas mujeres se inclina a una sobre-
abundancia de actividad y de dominio frente a la que los hombres que las
rodean suelen quedar reducidos a sombras, peleles o dóciles marionetas
de sus manejos. En cuanto a la segunda cualidad común, la enumeración
sería demasiado larga ya que a menudo el adulterio no es un accidente en la
vida de estas aristócratas, sino una contumaz peripecia, un rasgo esencial
de su carácter: “Porque era en Antonia lo sexual un hábito, y éste variaba
sus sensaciones con extravíos del gusto, parecidos al que estoy analizando
[su perversa relación adúltera con el rey homosexual de Liboria]” (López
78). En tercer lugar, casi sin excepción cada una de estas mujeres es resul-
tado, protagonista o factótum—en su condición de madres—de diversos
cruces entre burguesía y aristocracia. Finalmente, en todas las novelas pa-
rece pesar una misma maldición, aunque revista formas diferentes, sobre la
descendencia de sus protagonistas, frecuentemente fruto de sus adulterios
y numerosas veces también de género femenino: el hijo de la condesa del
Zarzal es homosexual o impotente, afeminado en suma; la reina de Liboria
concibe y pare “un montón repugnante de chiquillos escrofulosos” (9) y
278 A ndr és Z a mor a

con respecto a las hijas de la duquesa de Benimar, la que es copia de la


madre parece refractaria a la concepción y la otra espera un hijo natural de
incierto futuro; Luz, la hija de la Montálvez muere de dolor y vergüenza al
descubrir el pasado escabroso de su madre y su propia condición ilegítima;
el hijo de Currita de Albornoz se ahoga tras una pelea en la que también pe-
rece el primogénito de su amante, el marqués de Sabadell, del que Paquito
había jurado vengarse, dejando como única heredera a su hermana menor;
Clementina vive tan despegada de sus hijas que éstas casi no tienen existen-
cia textual, quedando despachadas con una sola mención en la que se nos
informa que su madre no pudo verlas en una breve vuelta del colegio pues
estaba demasiado ocupada organizando un baile (368); y Amalia mata lite-
ralmente a base de golpes, malos tratos y torturas propinadas con una
demoníaca delectación a su hija bastarda de corta edad, despechada por el
abandono del conde de Onís, secreto amante suyo durante muchos años y
padre de la niña
Si la matriz, la médula, del tropo aristocrático en esta novelas ha de salir
del careo de las cuatro constantes anteriores, el resultado debe acogerse a
la figura de un pleonasmo: todos estos monstruos de infamia comparten
precisamente eso, una misma condición monstruosa, en el sentido de que
todos tienen una cualidad híbrida que constituye un “desorden grave en la
proporción que deben tener las cosas según lo natural o regular” (DRAE,
“monstruosidad”) y que está en la raíz de su excepcionalidad teratológica
Las aristócratas de estos textos están dotadas de un protagonismo, una ini-
ciativa y una fuerza viriles que parecen haber succionado de los hombres
en torno a ellas, afeminándolos en el proceso. Sus adulterios, más por luju-
ria o interés que por amor, las convierten en casos extremos de la insopor-
table mezcolanza dentro del imaginario burgués de la esposa o la madre
y la puta, según la clásica reflexión de Tony Tanner (12). Sus fortunas fa-
miliares están signadas por la confusión de lo aristocrático y lo burgués.
Como colofón, siguiendo tal vez un criterio zoológico apropiado dentro
del contexto del naturalismo y en relación a las animalizaciones usadas en
la descripción de la aristocracia femenina en estas novelas, el resultado de
estos múltiples cruces de especies o heterogeneidades sería algo semejante
a una mula social, animal híbrido condenado a la esterilidad, a la incapa-
cidad de progenie.
Un posible modelo explicativo de la génesis y crecimiento del tropo aris-
tocrático como repugnante o aterrador hibridismo es el siguiente. La figu-
ración híbrida de la nobleza tiene unas causas o justificaciones históricas
iniciales. Con los riesgos que comporta toda generalización, la aristocracia
europea de finales del XIX era una monstruosidad cronológica, la abe-
rrante amalgama de un conspicuo residuo del pasado, de una rémora o una
inercia, con una época que rendía culto a la aceleración histórica, ya se ma-
terializara ésta en forma de progreso científico, tecnológico, económico,
“La condesa del Zarzal es un monstruo de infamia” 279

político o social. En el caso concreto español a ese hibridismo general


de temporalidades históricas hay que sumar la ya mencionada liberali-
dad en los procesos de entrecruzamiento de la vieja nobleza y las nuevas
clases altas capitalistas. En principio, ninguno de esos dos hibridismos ha
de conducir necesariamente a una visión negativa de la aristocracia. En
Inglaterra, esta situación histórica dio lugar a algunos textos muy seme-
jantes a los españoles, como es el caso de la tardía The Sorrows of Satan de
María Corelli (1895), en cuyo análisis Len Platt ha incluido la “trasgresión
de los tradicionales papeles de género,” la especial atención dada a la mal-
dad de la aristócrata mujer o el énfasis puesto en el satanismo, la irreligiosi-
dad y la voracidad sexual de ésta (32–5), pero paralelamente se produce una
sustanciosa hornada de novelas aristocráticas empeñadas en la nostalgia,
el enaltecimiento, la defensa o la salvación de la nobleza en una malha-
dada época que termina siendo el elemento repudiado (Platt 3, 15, 27, 30–1,
35–7). De otro lado, el conde Paul Vasili hablaba elogiosamente en 1885 de
ese carácter abierto de las clases altas españolas: “En Madrid, uno se pre-
gunta dónde empieza el gran mundo y dónde termina. Todas las puertas
están abiertas, no hay una casta cerrada” (241). Sin embargo, es un hecho
que los autores nacionales asignaron de manera casi plebiscitaria un valor
peyorativo a la aristocracia en conexión con este hibridismo histórico y so-
cial. En España, las novelas de exaltación de la nobleza son prácticamente
inusitadas en esta época. A pesar de que Pequeñeces incluye un grupo de
figuras aristocráticas como las marquesas de Villasis o de Sabadell en con-
traposición a Curra Albornoz y a otras de su ralea, ya advierten Valera y
Melchor Palau que la novela de Coloma se concentra abrumadoramente en
las segundas mientras las primeras “quedan en segundo término” (Valera
311) y que su autor “pone más energía y viveza de color para describir a
los malos que para hacer agradables a los buenos” (citado en Elizalde,
“Intención” 457). En cuanto a los injertos de la aristocracia y la burguesía,
la expresión probablemente lexicalizada en la época que usa Pardo Bazán
para los bodas entre los unos y los otros, “estercolar los blasones,” ilustra
elocuentemente la abyección atribuida a este híbrido social (3:1449).
A pesar de su innegable pertinencia, no es del caso ahora investigar las
razones históricas que llevaron a esta visión general del hibridismo aris-
tocrático español bajo la especie de la monstruosidad, ni tampoco reflexio-
nar sobre las contradicciones que eso puede suponer con respecto a las
posiciones ideológicas de algunos de sus respectivos valedores. Lo que
me interesa es observar la anatomía y los mecanismos de su utilización
retórica. Mi argumento es que utilizando como excusa o punto de partida
el hibridismo histórico y social de la aristocracia española, estos novelistas
pusieron en funcionamiento una máquina discursiva basada en una de las
ideas o fobias culturales más persistente a lo largo de los tiempos y las geo-
grafías. Todo ente, institución o realidad de carácter ambiguo propende a
2 80 A ndr és Z a mor a

despertar la desazón, la intranquilidad, el rechazo, la repugnancia o el ho-


rror. Los híbridos, las sustancia mezcladas, impuras o intermedias, son sin
duda una de las grandes causas de irritación dentro de la civilización eu-
ropea y tal vez de toda cultura, siempre en relación a sus particulares siste-
mas clasificatorios (Douglas 4, 36–7). Por poner un ejemplo interesado de
política decimonónica, los integristas insultaban con saña a los posibilistas
de la Unión Católica, parientes ideológicos suyos, con el apelativo de mesti-
zos, y Nocedal tildaba las contemporizaciones liberales de éstos como “un
pecado peor que el robo, que el asesinato o el adulterio” (citado en Elizalde,
“Sentido”43). El científico y burgués siglo XIX fue especialmente suscep-
tible a esta incapacidad de sufrir el escándalo taxonómico e identitario
que implica cualquier hibridismo. Al margen de otras consideraciones, las
iniciales cualidades compuestas de la aristocracia española, su doble tera-
tología temporal y social, le conferían unas magníficas condiciones para su
uso como estratégico contrapunto a la postura ideológica defendida, cual-
quiera que ésta fuera. La posibilidad de contemplar en la nobleza una cat-
egoría aquejada por el estigma de lo híbrido la hacía especialmente atractiva
para encarnar al enemigo, para funcionar, en la expresión de Pardo Bazán,
de “cabeza de turco de novelistas y autores dramáticos” (3: 1005). Coloma,
por caso, que en declaraciones del marqués de Figueroa “es por instinto un
verdadero aristócrata” (citado en Elizalde, “Sentido” 39), no tiene empacho
alguno sin embargo en construir en torno a Curra Albornoz un espantoso
retrato de la aristocracia ad majorem Dei gloriam, para exaltación jesu-
ítica de una ideología católica y tradicionalista: la monstruosa condesa de
Albornoz hace a la perfección el papel de la malvada antítesis de Loyola, de
donde es expulsada cuando pecadora y adonde termina acogiéndose tras
su catártica conversión ante las palabras de un predicador jesuita y tras
su terrible castigo (373–82, 484–85, 500–2). Lo único que había que hacer
para sacar el máximo partido a esta potencialidad retórico-ideológica era
amplificarla, expandirla a muchos otros niveles hasta convertir a la aris-
tocracia en un compendio de monstruosidades. Así surgen toda una larga
serie de metástasis retóricas del hibridismo original que, por supuesto, ya
no tienen por qué guardar una relación referencial con la realidad histórica
de las clases nobles españolas durante la Restauración, pero que en cambio
poseen una tajante efectividad en la estrategia discursiva que estas novelas
arman para propalar una determinada tendencia.
Entre estos crecimientos retóricos del hibridismo nobiliario inicial, el
inevitable adulterio de la protagonista de la novela aristocrática ocupa,
como ya he adelantado más arriba, un lugar de privilegio. Emilia Pardo
Bazán amonestó a Pereda por la falsedad del retrato sexual de la aristo-
cracia madrileña en La Montálvez (3: 1004–05) y Valera hizo lo propio con
Coloma argumentando que a pesar de sus muchos viajes no ha encontrado
lugar “donde sea la gente más morigerada y temerosa de Dios que entre
“La condesa del Zarzal es un monstruo de infamia” 2 81

nosotros” (322), pero a esa notable carencia de realismo se oponía la con-


tundencia suasoria de tal tipo de caracterizaciones. Cual hábiles bricoleurs
del discurso ideológico, estos novelistas escogen en la almoneda de temas
y motivos literarios de la época uno de los más apreciados por la mayoría
y de los más oportunos para sus intenciones, llevándolo después a sus
límites extremos. Según Tony Tanner, el adulterio de la mujer es uno de
los asuntos centrales del realismo por terror o fascinación, pues implica
un tipo de mezcla perversa en la que se combina lo que siempre debiera
haber continuado estrictamente separado y con la que se transgrede uno
de los contratos fundamentales de la estructura social, el del matrimonio,
convirtiéndose por tanto en un “ataque frontal” contra la sociedad (12–17).
En la novela aristocrática, al adulterio simple, típico en la mayoría de las
otras narraciones de la época, se le van sumando agravantes hasta con-
seguir un grado de exceso en cantidad y calidad que roza o sobrepasa lo
grotesco en el contexto de lo que López Bago llamaba “la gran pornocracia
cortesana”(100). Por otro lado, y según sanciona ese neologismo político-
sexual usado por López Bago, lo que era un ataque frontal contra toda
la sociedad se convierte en un inequívoca loa en favor de una particular
ideología presentada como alternativa salvadora contra los devastadores
efectos disolventes del adulterio, trasunto de error, volubilidad y transfu-
gismo políticos. Sin ningún género de ambages o disimulos, estas novelas
observan una exacta equivalencia entre la disolución sexual y la maldad
religiosa, política o social, un fenómeno ya notado por Rubén Benítez en
Pequeñeces (25) o Heriberto del Porto en La espuma (43). Los autores de la
novela aristocrática llevan a cabo justamente lo que uno de ellos, sin darse
cuenta de la ironía metaficticia, reprocha a algunos personajes de su propia
historia: “convertir los indecentes amores del rey consorte con la Duquesa
en idea y partido político” (López 144).
Los excesos adulterinos de la novela aristocrática tienen una enfática
obertura en La mujer de todo el mundo. La pionera condesa del Zarzal está
siempre dispuesta a una desenfrenada pasión que “hacía nacer en ella el
contacto, el simple contacto con cualquier naturaleza masculina por mons-
truosa que fuera” (Sawa 81). Según el narrador, el destino de su amante de
turno era “ser devorado, roído, por los mordiscos bestiales de una linfó-
mana [sic], de una histérica” (96). La lubricidad de la adúltera condesa es
tal que se extiende a las misma relaciones con su esposo, sobre todo en una
escena en la que el narrador se niega a contar, sugiriéndolo entre líneas,
una felación—monstruosa operación repugnante, que la hacía aparecer
un vampiro bebedor de sangre”—que lleva al viejo conde a un orgasmo
enloquecido mientras “una hermosa madonna, tan briosamente pintada
que hacía creer de que pudiera escaparse del cuadro, parecía contemplar
con ojos de misericordia desde la cabecera de la cama” (82–3). Esta alusión
al retrato de la madre y la mujer pura por excelencia, la madonna, en con-
2 82 A ndr és Z a mor a

tigüidad con una innombrable abominación sexual, completada más ade-


lante con la comparación del color de tez de la condesa y el de las vírgenes
de Murillo (92), sirve para acentuar la aberrante metonimia espacial de la
esposa y la puta en el aristocrático lecho nupcial. Aunque a Curra Albornoz,
en Pequeñeces, y a Clementina Salabert, en La espuma, se les conocen no
menos de tres amantes respectivamente, ninguna otra novela aristocrática
posterior a la de Sawa llega a este grado de crudeza, excepto tal vez Carne
de nobles en la que, con conocimiento y complicidad mutuas, el duque es
el “pollo real” de la reina y la duquesa la seductora del rey, un invertido—
vocabulario de la época—que prefiere a los hombres pero que parece en-
cantado con los “inmundos amores”—vocabulario de la novela—en los
que lo inicia su amante y cuya modalidad “contra natura” pronto se pone
de moda entra las altas damas de Liboria. (López 131, 139–40). Igual que
Coloma y Palacio Valdés, Pereda es bastante más timorato en La Montálvez
que Sawa y López Bago, pero en sus páginas la nefanda amalgama de la
esposa y la puta es predicada con toda claridad por parte de las amigas y
la misma madre de la protagonista, elevándola a doctrina casi institucio-
nal de la clase alta según la cual matrimonio y adulterio—“el vivir con
el marido y el gozar con el amante”—han de ir indisolublemente unidos
(2:1632–35, 1665). Eso es lo que sucede en el palacio de Curra Albornoz,
donde el esposo, la esposa y su amante hacen de consuno “los honores de la
casa” a sus invitados (Coloma, Pequeñeces 416).
La abominable mezcla de la esposa y la puta en el adulterio se prolonga
mediante varios estrambotes de ese hibridismo que contribuyen aún más
a incrementar el horror teratológico de la aristócrata y correlativamente la
bondad de la ideología exaltada mediante su táctica contraposición a la pro-
terva impureza de esa figura. Así, al desenfreno sexual de estas aristócratas
se suma toda laya de lacras morales: crueldad, violencia de carácter, am-
bición, desmesurada ansia de poder, autoritarismo, mendacidad, frivolidad,
deslealtad, traición y cualquier otra perfidia imaginable. Ya Valera había
percibido que la comisión de todas estas maldades y bajezas precisamente
por parte de mujeres del más alto rango y dignidad social produce un delito
y un pecador especialmente monstruosos (314). En segundo lugar, estas
novelas suelen registrar la concurrencia de la mayor fealdad moral con una
gran o extraordinaria belleza física, acudiendo de esa manera a otro de los
motivos prefabricados de la época, según ha mostrado por extenso Bram
Dijkstra en su monumental Idols of Perversity. “Beauty,”dice Dijkstra, “was
the striving male’s supreme temptation” (235) y Sawa describe en estos tér-
minos a la condesa del Zarzal: “Era alta, rubia, enervante, provocativa; tan
bella, que parecía un reto a la castidad forzada de los enfermos, de los im-
potentes y de los viejos” (21). La belleza de la aristócrata es “imponderable,
absurda” capaz de producir “especie de remolinos o trombas de locura que
mareaba a los hombres” (Sawa 21). Clementina Salabert no llega tal vez a
“La condesa del Zarzal es un monstruo de infamia” 2 83

tanto, pero su pecho, que descota exageradamente, “parecía amasado por


las Gracias para trastornar a los Dioses” (156), y la duquesa de Benimar
se nos muestra desnuda y arrebatadora en su baño, con “pechos levanta-
dos” y de notable blancura en cuyo centro “destacaba mucho la sonrosada
aureola de su pezones,” mientras más abajo la piel empieza a oscurecerse
con “tonos calidos que iban aumentando gradualmente hasta el moreno
oscuro, terminando con el borrón que ponía en aquellas carnes la gran
mancha negra de la sexualidad” (51). Con la salvedad de Currita Albornoz,
todas estas mujeres son arrebatadoramente hermosas, haciendo los distin-
tos narradores especial hincapié en su pecho—las referencias a los exage-
rados escotes son muy numerosas a lo largo del corpus—como si de esa
forma se quisiera resaltar más la confusión entre la madre y la puta propia
de la adúltera a través del énfasis en la zona de la anatomía femenina donde
más obviamente se ayuntan maternidad y deseo. Significativamente, en La
Montálvez es la propia madre de Verónica la que le obliga a bajarse el es-
cote en su presentación en sociedad, riéndose de los miedos de su hija a
descubrir aquello que “por ser bueno, había que lucirlo” (Pereda 2:1618),
y en el cuento “El primer baile” de Coloma se produce la misma situación
pero con el trágico e inmediato resultado de que la hija muere de pulmonía
y de remordimiento tras el sarao (Obras 252–53). Por si quedaran dudas
de esta nueva monstruosidad anatómica, complemento o extensión de los
hibridismos anteriores, el fragmento citado de Carne de nobles provee un
anagrama cromático de esta mezcla al mostrar que la blancura del seno
convive y contrasta con el color rosado del pezón, con la piel más oscura
del vientre y sobre todo con la “mancha negra” del sexo en una mujer que,
además, es aparentemente rubia. De hecho, la mera exhibición de la des-
nudez, de esta carne de nobles, que en diferente gradación se da en todas
las novelas aristocráticas, supone en sí misma una mezcolanza vergon-
zosa y subyugadora al juntar la tradicional asignación a esta clase social
de un carácter especialmente remoto e inasequible con la más flagrante
intrusión en boudoirs, retretes y cuerpos de las mujeres de la nobleza, algo
que, por cierto, ya habían hecho de manera inmisericorde, pero en secreto,
los hermanos Bécquer con todos los personajes de la corte isabelina en Los
Borbones en pelota.
Como corolarios retóricos a los motivos anteriores, las novelas aris-
tocráticas incluyen algunas de las típicas figuras de la imaginería del hí-
brido monstruoso. De una lado, hay mujeres-serpiente (Sawa 26; Coloma
347), mujeres de “boca felina” (Palacio, Maestrante 2: 430), mujeres-tigre
(Sawa 134), mujeres-mona (Coloma 295) o mujeres-loba dispuestas “a con-
vertir las patas en garra” (Sawa 133) que convocan la inquietante combi-
nación de la mujer y la fiera, otra de las formas de perversidad femenina
estudiadas por Dijsktra (283–313). Naturalmente, en ocasiones se recurre a
la explícita figuración diabólica de la mujer, intensificando de esa manera
2 84 A ndr és Z a mor a

el hibridismo teológico inherente en el demonio, en el aterrorizador y fas-


cinante ángel del mal: “[…] yo veía en aquellos renglones contrahechos,
sobre la fina superficie del papel, un cierto tufo diabólico […]” (Pereda
2:1743); “[…]su espíritu supersticioso llegaba a imaginar si un demonio
tentador habría venido a alojar en el cuerpecito endeble de aquella valen-
ciana” (Palacio, Maestrante 2:386); “¡Oh qué hermosa estaba!–¡Byron la
hubiera copiado para describirnos luego aquel sombrío arcángel a quien
tanto amara su musa, el arcángel rebelde que […] protesta del cielo y
apostrofa a Dios […]” (Sawa 132). Otras veces se invoca al antropófago,
esa quintaesencial representación pánica del otro salvaje (Jáuregui 11–5),
esa mezcla en la misma persona de comensal y potencial alimento, elevada
además a una segunda potencia de hibridismo por las maneras refinadas,
civilizadas, aristocráticas, de este canibalismo blasonado: “[El carácter de
Curra Albornoz] traía a la imaginación el extraño fantasma de un caribe
bebiendo en delicadísima copa de cristal de bohemia […] espumante san-
gre caliente; de un antropófago que con tenedor y cuchillo de brillantísima
plata se comiese con la mayor pulcritud posible un beefstake de carne hu-
mana” (Coloma, Pequeñeces 85). Como se insinúa en este fragmento de
Pequeñeces y como se ha visto en una cita anterior de la novela de Sawa,
tampoco falta en este museo teratológico la igualmente tópica alusión al
vampiro femenino (Dijkstra 341) en su condición de ente en el que con-
fluyen lo humano y lo animal, lo alado—condición angélica—y lo omi-
noso, lo muerto y lo no-muerto. Es relevante señalar que en la imagen del
vampiro se evidencia la circulación interna entre las diversas actualizacio-
nes del tropo general del hibridismo aristocrático. Igual que en el caso de la
circunstancia histórica de la nobleza, el vampiro es un ente cuya principal
anomalía consiste en que debiendo estar muerto no lo está; seguramente
de ahí provienen en parte su popularidad decimonónica y el canónico ori-
gen nobiliario de sus principales expresiones literarias.
La siguiente figuración del hibridismo maldito que quiero señalar en
el perfil de estas aristócratas ya se sospecha en la relativa excepcionalidad
de un vampirismo y satanismo femeninos. Me refiero a su cualidad viril, a
su carácter de marimachos. Las viragos de la novela aristocrática ostentan
muchas de las características que según Dijkstra les asignaba el siglo XIX—
actividad, exceso de instinto sexual, carencia de sentimientos maternales,
salvajismo (157–59, 203)—aunque para aumentar su siniestro hibridismo
difieren en físico e indumentaria de la androginia, la masculinización o la
fealdad al uso, siendo por el contrario epítomes de una curvilínea, desco-
tada e irresistible belleza femenina. En el palacio de la ficción aristocrática
española, el conde “no hace más que lo que su mujer quiere” (Sawa 13);
la política está “sujeta a veleidades femeninas” y la duquesa domina a su
“afeminado” esposo con el “látigo del amo” (López 7, 132, 133); los hombres
en general son tachados por las damas de “mansos, humildísimos borregos
“La condesa del Zarzal es un monstruo de infamia” 2 85

que se gobiernan con un hilo de estambre” (Pereda 2: 1616); el amante,


aunque “coloso de luengas barbas,” es “un verdadero juguete en manos de
aquella mujercita temeraria y maligna,” considerándose “absolutamente
incapaz de oponerse a su voluntad” (Palacio, Maestrante 2: 384, 373); y la
adúltera comienza “a dejarle sentir su yugo, a hacerle comprender que ella
era allí la que mandaba” (Coloma, Pequeñeces 406). En el contexto de estas
degeneraciones, según la economía genérica de la época, apenas sorprende
que la agencia en la seducción y la iniciativa en el acto sexual pase a la mujer
(Sawa, 81–2; López 33, 44; Pereda 2: 1737–42; Coloma, Pequeñeces 185–86,
221–22, 237; Palacio, Espuma 322–38; Palacio, Maestrante 2: 379) y que como
fatal envés a esta virilización de la aristócrata, los amantes de Clementina
Salabert y de la esposa del maestrante, por ejemplo, sean afeminados, in-
fantilizados o ambas cosas a la vez (Palacio, Espuma 133, 331, 337; Palacio,
Maestrante 2: 372).
Mediante la utilización de la virago estas novelas hacen uso de una de
las persistencias más notables en la retórica de las pugnas ideológicas espa-
ñolas al menos desde Raquel de García de la Huerta: la demonización de la
némesis ideológica mediante su figuración en la persona de una mujer, la
virilización de ésta o la afeminación de sus cofrades masculinos. Pero esta
maniobra, como las anteriores y las que se recogen más adelante, necesita
de una corrección previa para no incurrir en un delito de lesa patria que
podría mojar la pólvora de los diferentes empeños de proselitismo ide-
ológico. Por añadidura, y también como en el drama de García de la Huerta
y en infinidad de textos posteriores, la masculinización de estas mujeres
va acompañada de una paralela extranjerización que las hace todavía más
monstruosas, proclamando por contraste la pureza y españolismo de la
ideología a que se oponen, un argumento esgrimido en mayor medida por
reaccionarios y conservadores—sobre todo si la acusación es de afrancesa-
miento o britanización—pero en absoluto desdeñado por los progresistas
de diversas épocas. Así, la degeneración nacional de la aristócrata colocada
a la par de su desnaturalización sexual o genérica cumple un importante
objetivo: salvaguardar la intocable bondad ingénita de la nación y el nece-
sario patriotismo de la ideología defendida; si son malvadas y hombrunas
es por ser, como mínimo, no del todo españolas. Lo aclara el narrador de
La espuma al calificar una de las tropelías de Clementina: “A ninguna espa-
ñola de pura raza se le hubiera ocurrido semejante extravagancia” (Palacio
158). En efecto, convenientemente Clementina es hija natural del duque de
Requena y de una inglesa desalmada, mestizaje certificado por una “extraña
mezcla de razas opuestas” en su semblante igual al de esas “ladies inglesas
cocidas por el sol de Nápoles” (Palacio, Espuma 76–7). La misma condesa
del Zarzal y la duquesa de Benimar son de estirpe americana—tierra de
caníbales y de religiones demoníacas—cuando apenas se ha digerido en la
metrópolis la pérdida de las antiguas colonias de ultramar: “Aquella criolla
2 86 A ndr és Z a mor a

lasciva tenía sexo para muchos varones” (López 62). Y si no es la sangre la


extranjera lo son las aficiones, gustos y preferencias. La madre de Verónica
Montálvez antepone en teatro el “repertorio francés” al nacional; Sagrario
y Letica se disputan el amor de un turco y el boudoir en que la segunda
recibe como una “sultana” está tan lleno de artículos extranjeros—“cueros
marroquíes,” “espejos venecianos,” “tibores japoneses,” “molicie africana,”
“aparato moruno”—como la alcoba, el estudio de pintura o el palacio en-
tero de Currita Albornoz: doncella, institutriz y cochero ingleses, cocina
francesa, orientalismos varios, bibelots galos, excentricidades británicas y
hasta la talla de “un negro desnudo, de tamaño natural” haciendo de lam-
padario en sus habitaciones privadas (Pereda, 2: 1649, 1661, 1738; Coloma,
Pequeñeces 98, 106, 109, 294–95).
Salvado astutamente el escollo del imprescindible españolismo me-
diante este mestizaje nacional, quedaban abiertas la exclusas para incremen-
tar impunemente aún más la monstruosidad de la figura de la aristócrata.
Con el fin de dar pábulo al horror derivado de la escandalosa convivencia
en la adúltera de la madre y la puta, y de características masculinas y fe-
meninas en la mujer, el objeto de atención sexual de estas damas suele ser
un muchacho joven que por edad podría ser hijo de su seductora: Juanito
Velarde en el caso de Curra Albornoz, Eudoro Gamoda para la condesa del
Zarzal, Raimundo Alcázar para Clementina Salabert, y Angel Núñez, ena-
morado de la hija de Verónica Montálvez, en el intento fallido de Leticia,
la pérfida amiga de ésta última. La diferencia de edades entre seductora y
seducido junto al inmenso poder ejercido por la primera sobre el segundo
podría hacer suscitar la sospecha de una connotación incestuosa. Al fin y al
cabo, el incesto es tal vez el caso más extremo e inaceptable de la teratología
del adulterio, de la confusión en la misma persona de la maternidad y la lu-
bricidad más vergonzosa, ejercidas ambas cosas además en este caso sobre
un mismo objeto que queda también por tanto inficionado de hibridismo
sembrando el pánico a una probable pandemia moral y social. La hipótesis
de añadir la suprema malignidad del incesto al sumario de maldades de la
aristócrata no carece de argumentos textuales explícitos que, aunque pre-
sentes en novelas individuales concretas, terminan afectando insidiosa e
intertextualmente a todo el corpus. En La espuma, Clementina guarda un
notable parecido físico con la difunta madre del joven Raimundo, siendo
esta semejanza la causa de que comience a perseguirla tímidamente por las
calles. Cuando más tarde la maquinaria seductora de la Salabert empiece a
arrollarlo, Raimundo llega a pensar si “no era una verdadera profanación,
una cosa abominable que la imagen de su madre le inspirase deseos car-
nales” (Palacio 334). Mientras tanto, Pepa Flores, la desvergonzada amiga
de Clementina, seduce y se va a la cama con su yerno donde son sorpren-
didos con estupefacción, grito y síncope por la hija y esposa agraviada
(405–09). Para añadir sal a la herida o cabezas a la hidra, el incidente se
“La condesa del Zarzal es un monstruo de infamia” 2 87

produce en vísperas de una “matinée religiosa” en casa de la condesa de


Alcudia que el narrador refiere en tono de sarcástica diatriba y en la que,
ante la circunspecta presencia de Pepa, su hija, Clementina y el resto de la
crema, el padre Ortega hace un encendido sermón en defensa de la familia,
la religión, la propiedad, la moral y el apellido frente a los desmanes libe-
rales y revolucionarios (410, 422–28). Sin embargo, el caso más inquietante
y perverso de estas sugerencias incestuosas se da en El maestrante cuando
Amalia maltrata a la niña bastarda que ha tenido de su amante para ven-
garse en ella del abandono de éste y, al tenerla a sus pies “ensangrentada y
temblorosa,” siente “una sensación diabólica, mezcla de placer y de dolor,”
una “desalmada pasión mezcla de amor, de lubricidad, de soberbia y de
rabiosos celos,” “un estremecimiento de voluptuosidad, algo que le recor-
daba los goces que su amor adúltero le había hecho experimentar” (Palacio
2: 449); en apenas un párrafo, incesto, sadismo y lesbianismo. Josefina, la
desgraciada hija de Amalia y el Conde de Onís, muere en la última línea de
El maestrante de 1893, cerrando así el ciclo de la novela aristocrática en el
realismo español del siglo XIX (Palacio 2:466). El suceso es un apropiado
epifonema del corpus entero, pues tras haber sido sometidos, corrompidos,
humillados, anulados o abandonados a su suerte, los jóvenes amantes de
estas aristócratas, y sus hijos, los putativos—la elección de la palabra es in-
tencional—y los de verdad, suelen morir, y a veces condenarse, a sus manos
o por su causa: Eudoro Gamoda, Luz, Juanito Velarde y Paquito, Josefina.
Para algunas de estas adúlteras la muerte de sus víctimas constituye el mo-
mento de expiación de sus culpas y el fulminante de su conversión, pero
otras terminan sumándose a esa vasta necrópolis. La condesa del Zarzal
contrae una misteriosa dolencia que corroe su imposible belleza—“la piel
era cetrina, la nariz afilada, los ojos vidriosos, la boca torcida, el cuello
una amarillenta tira de pellejo, y los pechos piltrafas”—y fallece después en
un pavoroso fuego que “era el Infierno por anticipado” (Sawa 213, 217). De
nuevo la obra de Sawa es augural pues prefigura la abundancia en los de-
senlaces de estas novelas de la muerte, del cadáver, de lo que Julia Kristeva
considera la suprema manifestación de lo abyecto, de lo sucio, de lo mez-
clado (12). Aunque en realidad estos finales son únicamente la conclusión
lógica de una general visión cadavérica y abyecta de la aristocracia, como
atestigua la descripción que hace Coloma de un baile de gala: “un confuso
revoltijo de joyas, plumas, flores, telas vistosísimas y mujeres medio desnu-
das entre las que destacaban las manchas oscuras de los hombres revolvién-
dose entre ellas sofocados y sudorosos, como un enjambre de gusanos ne-
gros que hubiera fermentada aquella compacta masa de mundo, demonio
y carne” (Pequeñeces 151).
Carne de nobles es una de las pocas novelas aristocráticas que no acaba
con un cadáver, pero sí lo hace con una instancia de lo híbrido, si no tan
trágica, con certeza más efectivamente nauseabunda. La novela de López
2 88 A ndr és Z a mor a

Bago concluye con la última de las manifestaciones antonomásticas de lo


abyecto, ya presentida de algún modo en la textura de la anterior imagen
del baile de Coloma: la materia escatológica. Cuando la reina de Liboria,
contrafigura de Isabel II, es destronada y expulsada del reino, exclama:
“¡La patria! ¡Me c... en ella!” (279). Kristeva dilucida lo abyecto en estos
términos: “La causa de la abyección no es la falta de limpieza o de salud,
sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Lo que no
respeta fronteras, posiciones, reglas. Lo que está entre medias, lo ambiguo,
lo mixto” (4). En el trasfondo de las palabras de Kristeva están las reflex-
iones de Mary Douglas en su fundacional Purity and Danger, donde el ex-
cremento, a partir de la vieja definición de Lord Chesterfield como “matter
out of place” (35), ocupa un papel eminente. A esa luz, es casi inevitable que
unos textos que basan su estrategia discursiva en la construcción de repug-
nantes híbridos, de escándalos taxonómicos, para encomio por vía negativa
de la bondad y pureza de sus respectivas ideologías, estén salpicadas por to-
das partes del excremento, sus eufemismos y sus hipóstasis. El excremento
es una curiosa sustancia que está a medio camino entre lo propio y lo ajeno,
lo de dentro y lo de fuera. Martin Pops lo resume con concisión: “Shit, the
first extension of the self, is also the first instancing of the other” (50). Juan
Goytisolo recurre a Leach y Larry Grimes al principio de su estudio sobre
el excremento en Quevedo para incidir en la misma idea: las “deyecciones
corporales” pertenecen a las “categorías intermedias entre el ‘yo’ ‘lo mío,’
y el ‘no yo,’ ‘lo ajeno’ ” (119–20). El horror o el asco que inspira la sustancia
fecal proceden de esa confusión ontológica, de ese carácter consustancial-
mente entre medias, inclasificable, constantemente fuera de lugar, reacio a
la fijación identitaria, propiciador, según Tomás Pollán, de “la muerte del
sistema clasificatorio” (Pollán 33). Dentro de este marco teórico, se com-
prende que Pardo Bazán, como he recogido más arriba, usara la expresión
“estercolar los blasones” para aludir a la mezcla de la aristocracia española
con la burguesía, uno de los sucesos históricos que pueden ser origen o ex-
cusa de la visión híbrida y espantosa de la aristocracia. Cabe la posibilidad
de que esta frase fuera además una fórmula lingüística común en la época.
En La espuma, un representante de la vieja nobleza informa a su tía cómo
llaman a los matrimonios entre los miembros de la clase y los de la burgue-
sía adinerada: “Tomar estiércol” (420). Idénticas formulaciones escatológi-
cas se encuentran en las últimas novelas de Torquemada de Galdós, tanto
en boca del usurero (2: 1404) como de su noble cuñado, Rafael del Águila:
Creí firmemente que el matrimonio absurdo, antinatural, del ángel y la
bestia no tendría sucesión y ha salido este muñeco híbrido, este monstruo
[…] Esto da asco. Si no viene pronto el cataclismo social, será porque Dios
quiere que la sociedad se pudra lentamente y se pulverice toda en basura
para mayor fertilidad de la flora que vendrá después (2:1522).
“La condesa del Zarzal es un monstruo de infamia” 2 89

Rafael del Águila pertenece a la vieja clase aristocrática, pero su afirmación


de que con las bodas plebeyas de la nobleza “la ola de estiércol ha subido
tanto que ya la Humanidad huele mal” (2:1543), puede ser el acertado re-
sumen de la abundancia excremental en las novelas aristocráticas de los
años anteriores, y no sólo en lo que respecta a los matrimonios entre clases
o a su prole, sino en todo el ámbito del gran mundo. De manera inusitada
dentro de la circunspección excremental del realismo español, estas nove-
las están plagados de “hedores” “letrinas,” “emanaciones acres de las po-
dredumbres,” de algún conde inclinado sobre su augusta esposa “pasando
la nariz por todos los sitios indecentes, insaciable en su tarea de aspirar
hedores,” de cordilleras “de lodo, de porquerías, de inmundicias de retrete,
de fango de la calle […] como un colosal vertedero,” del afán de encontrar
la palabra “que apestara, que goteara como una letrina” para nombrar a la
aristócrata (Sawa 13, 28, 83, 89, 116, 131), de “porquería,” “miasmas,” “malos
olores,” “emanaciones del desnudo humano” que amenazan “apestar a la
nación entera,” del “espectáculo horrible de dos cuerpos que cayeran por
descuido en el estercolero,” de “basura,” “lodo,” “abono” (López 10, 15, 64,
235), de mujeres comparadas a un “hediondo basurero,” de “ondas cenago-
sas” y “fango de la charca” (Pereda 2: 1741, 186), de lodazales repugnantes y
de cloacas (Coloma, Pequeñeces 151, 164, 325-26, 331, 482). Si la frecuencia no
fuera suficiente, la importancia del excremento y su privilegiada incorpo-
ración a la constelación retórica del hibridismo diabólico en la novela aris-
tocrática está sancionada por la persistente presencia del campo semántico
de la escatología en las secciones de Pequeñeces, ápice del género, que más
patentemente declaran su objetivo de deslindar las “perdidas” de las “hon-
radas” tanto desde el punto de vista moral como ideológico: “¡Que grande
obra sería la de deshacer esta mezcolanza que repugna […] !”; “[…] no me
gusta,” dice María Villasis a la esposa de Butrón, “ese barrer para adentro
de tu marido, que la pone a una siempre en el riesgo de tropezarse con la
basura;” “Más este algo podrido, esta charca hedionda […] mezclándose
con el agua pura y comunicándole en apariencia sus impurezas, habíala
ella [María Villasis] estancado en casa de la Albornoz”(332, 325, 427).
No es gratuito acabar este recorrido por la retórica ideológica de la novela
aristocrática con esta acumulación escatológica. En el periplo dantesco, el
fondo último del infierno coincide con el culo de Lucifer (183, canto 34,
versos 76–81), y probablemente ese supremo horror, por diabólico y por
excremental, sería todavía más acusado si el cuerpo del demonio fuera el
de una mujer, angélico por prescripción en el XIX, debido a la dificultad
de congraciar el bello sexo con la indignidad de poseer un agujero excretor
(“Oh! Celia, Celia, Celia shits!” descubriría con espanto Swift cuatro siglos
después de Dante y dos antes de Coloma [Selected 153]). Pero además este
exceso excremental sirve para revelarnos una ironía que una vez más había
29 0 A ndr és Z a mor a

detectado Valera en su carta al autor de Pequeñeces: “Aquí huele mal, dice


usted; pero en vez de echar sahumerios y derramar desinfectantes, agita
usted y revuelve la inmundicia con el palito de la pluma para que el hedor
llegue a todas las narices, y ya brote en ellas el clavel que supone usted va
a salir del estiércol […]” (311). Es conjeturable que alguien dudara de la
pulcritud de Dante tras haber transitado por la baja anatomía de Satanás,
de igual modo que a esa ingenua condesa del cuento “La gorriona” le parece
“hallarse en el fondo de la cloaca inmunda por donde desaguaba aquella
corrompida juventud” al descubrir por la rendija de un tapiz lo que hacen
sus invitados (Coloma, Obras 347). El problema de la retórica ideológica
es su carácter reversible, su indomeñable potencialidad de volverse contra
el que la esgrime una vez que se ha puesto en marcha. Valera, en boca de
Curra Albornoz, ataca a Coloma con un idéntico recurso a la imputación
de un intolerable hibridismo: lo acusa de querer “crear algo del género epi-
ceno” que “ha salido del género neutro” al mezclar la novela y el sermón,
critica “la promiscuidad, la endiablada combinación de lo histórico y lo
fingido,” se queja de la defectuosa construcción de un “monstruo invero-
símil” como personaje central, y termina arguyendo que “ni a Lucifer, con
toda su soberbia, y metido a predicador, se le puede ocurrir nada por el es-
tilo” (308, 312, 315, 318), un Lucifer, he de precisar, de género femenino, pues
el cargo, aunque claramente dirigido al jesuita, se hace utilizando como
pantalla a la buena de María Villasis, de nuevo una mujer y una aristócrata,
sorprendentemente convertida en una diablesa expiatoria más en las
emboscadas ideológicas de la Restauración.

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Zavala, Iris M. “Estudio Preliminar”. Iluminaciones en la sombra. Alejandro Sawa. Iris Zavala, editora.
Madrid: Alhambra, 1977. 1–66.
The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 293–308

Alegorías de la Bella Bestia:


Salomé en Rubén Darío

Ana Peluffo, University of California, Davis

Las alegorías de Salomé ocupan un lugar privilegiado en el archivo


orientalista que construyen los escritores latinoamericanos de la belle épo-
que. Versiones seculares de esta musa de orígenes bíblicos circulan por los
textos de Rubén Darío, Julián del Casal, Enrique Gómez-Carrillo y Delmira
Agustini, entre otros. Una encarnación innominada pero no menos letal
de la mujer asesina aparece en el corpus lírico de José Martí, transformada,
apropiadamente en el contexto de la guerra de Cuba, en una bailarina es-
pañola que clava su peineta en el desprevenido corazón de los poetas.1 En
todos estos casos se trataba de poner á la page (o internacionalizar) la litera-
tura latinoamericana por medio de la importación y nacionalización de un
tópico que causaba furor en el decadentismo europeo. Al mismo tiempo,
la resemantización de esta figura transplantada a las literaturas periféricas
formó parte de un proceso cultural de gran espesor ideológico en el que
el crimen de Salomé sirvió para reflexionar sobre los conflictos genéricos
del modernismo. En este trabajo, me interesa leer la figura de Salomé en su
versión latinoamericana como un emblema de los miedos masculinos a los
cambios socio-culturales provocados por la modernización. Dentro de la
cadena de infinitas variaciones por las que pasa el tópico me detendré en
las Salomés de Darío que han sido menos estudiadas que las de Casal y que
funcionan como proyecciones de fobias y deseos del sujeto letrado.2
Bram Dijkstra y Stephanie Bentley han trazado para el caso europeo la
genealogía iconográfica de un tropo cuya mutabilidad semántica traspasó
las fronteras entre las artes. Lo que Bentley llama la “salomé-manía” del
fin-de-siècle tuvo lugar principalmente en Francia y encontró representan-
tes en los escritores europeos que actuaban como musas masculinas de
los productores culturales latinoamericanos. Gustave Flaubert, Stephan
Mallarmé, Jori-Karl Huysmans, y Oscar Wilde (que escribe su Salomé en
francés) son algunos de los referentes indispensables a la hora de trazar
la cartografía de este mito.3 A caballo, entonces, entre varias tradiciones

293
294 A na Peluffo

estéticas que se amalgaman y se superponen entre sí en América Latina


(el simbolismo, el prerrafaelismo, el parnasianismo, el decadentismo), la
Salomé latinoamericana tiene antecedentes prestigiosos en la literatura eu-
ropea. En el terreno de la cultura visual, la preocupación por Salomé no
fue menos importante y quedó registrada en ejemplos conocidos del arte
como la “Belle Dame sans Merci” de la pintura prerrafaelista inspirada por
el poema de John Keats del mismo nombre, la versión gitana de Regnault o
la Salomé-alhaja de Gustave Moreau.4 En la capital cultural del siglo XIX,
Salomé actúa como el equivalente decimonónico de una estrella mediática
que encandila con sus destellos a una comunidad intelectual latinoameri-
cana preocupada por la pérdida de prestigio del arte y la democratización
de la esfera estética. 5
La complicada textualización de este “icono de la perversidad” remite
inevitablemente a un debate sobre la relación entre las artes que tuvo su
apogeo en la cultura de fines del siglo XIX. El elemento diaspórico de este
topos pictórico queda subrayado por el hecho de que no solamente la figura
viaja a través de continentes, haciendo de puente semántico entre culturas
en diferente estado de modernización, sino también por la forma en la que
Salomé se desplaza dentro de una misma esfera cultural (es decir de la poe-
sía, a la pintura y a la música). Las reflexiones sobre las correspondencias
entre las artes se remontan al lema horaciano de ut pictura poesis (“como la
pintura así la poesía”) y a la idea de Simónides, retomada por Mario Praz
de que se puede leer un poema en términos visuales, como si fuera una pin-
tura hablada y un cuadro como un poema mudo. 6 Más recientemente, en el
Nuevo Historicismo propuesto por Stephen Greenblatt se busca establecer
zonas de contacto entre las artes que pese a las diferencias que las separan
(la poesía transcurre en el tiempo, y la pintura en el espacio) comparten
códigos y tópicos provenientes de una misma matriz cultural. En este or-
den de cosas, más que establecer un análisis diacrónico que establezca una
genealogía vertical para la figura de la Salomé latinoamericana trataré de
plantear una relación sincrónica entre las artes en la que las zonas de super-
posición y cruce remiten a preocupaciones compartidas sobre la formación
de identidades culturales, nacionales y de género en el siglo XIX.
En la extensa iconografía de Salomé, es la versión simbolista de Gustave
Moreau (alabada por André Bretón y atacada por los impresionistas), la
que tuvo más impacto en América Latina. Las Salomés de Moreau, de las
que se hicieron numerosas réplicas y bocetos, tenían modelos literarios y
postulaban una inversión del lema horaciano sobre la jerarquía de las artes.7
En una de las versiones más conocidas de la pintura titulada La Aparición
(1876), la Salomé de los evangelios aparece semidesnuda, con el cuerpo cu-
bierto de joyas y tatuajes orientales (Ver figura 1). El aura que emite el
cuerpo enjoyado de la bailarina se recorta contra una zona más sombría
Alegorías de la Bella Bestia 295

del cuadro en la que Moreau


coloca a los otros persona-
jes de la conocida historia:
la madre de Salomé con ex-
presión beatífica, una música
hindú que toca el bandolín
y el rey Herodes en posición
hierática. Dentro de este sé-
quito de personajes que actúa
como marco de la silueta de
Salomé, se destaca la figura
momificada del tetrarca, al
que Moreau tansforma en un
emblema visual del mal du
siècle baudelaireano.
Hastiado de los place-
res y riquezas del palacio, el
tetrarca de Galilea trata de
vencer, por medio del voyeu-
rismo, el ennui de una emer-
gente modernidad. En un
principio, se podría pensar
en el tetrarca del cuadro de
Moreau como en un doble Figura 1: Gustave Moreau, L’apparition, 1876
visual del rey burgués de Darío
que usa al poeta como una fuente de entretenimiento para cancelar el ni-
hilismo finisecular. Así como en la versión de Moreau es Salomé la figura
objeto de la mirada lasciva del tetrarca, en el caso de Darío es el poeta el
que se convierte en objeto de la curiosidad del mecenas. En la escena final
de “El rey burgués” el poeta va a ser asesinado, al igual que el profeta, no
por los caprichos de una sádica bailarina sino por la crueldad de una so-
ciedad mercantilista que no valora la religión del arte. 8 La reflexión sobre
la complicada relación entre poesía, consumo y materialismo aparece en
ambas esferas estéticas ya que así como el rey burgués del cuento le dice al
poeta “habla y comerás” (628), en el cuadro de Moreau la cabeza sagrada
del santo queda convertida en billete con el que el rey paga la danza de su
hija-sobrina.
En la representación que hace Moreau de la escena, la cabeza cortada
de Juan Bautista aparece rodeada de un aura dorada que rivaliza desde la
otra punta del cuadro con la luminosidad que emite el cuerpo enjoyado
de la bailarina de los siete velos. El encuentro necrofílico de Salomé con la
cabeza refulgente de su víctima (el profeta / poeta) queda concebido como
29 6 A na Peluffo

una batalla sexual entre los protagonistas del cuadro de la que sale victo-
rioso post-mortem el profeta. Se podría decir incluso que no es Salomé
la protagonista del cuadro sino la cabeza muerta de Juan el Bautista, que
aparece levitando sobre la bandeja, rodeada de una aureola de gloria. El
espectáculo de la cabeza cortada sirve para que el espectador confirme la
maldad (monstruosidad) de Salomé, que no llora como lo hará mas tarde
María Magdalena a los pies de Cristo sino que se balancea en puntas de pie,
glacial y despreocupada por el efecto mortal de su capricho.9
Al observar L’apparition de Moreau es fácil entender por qué los escri-
tores latinoamericanos encontraron este material a la vez atractivo y pro-
ductivo culturalmente hablando. La Salomé finisecular tiene un poder
erótico que hace que los hombres pierdan la cabeza por ella: no sólo Juan el
Bautista que sufre en carne propia ese poder letal sino también en un sen-
tido figurado, el tetrarca y los poetas. En una época en que diversos grupos
marginales estaban defendiendo su derecho a constituirse como sujetos en
el terreno de la letra, Salomé puede ser leída como un emblema del terror
letrado frente a las múltiples amenazas que acosaban su sensibilidad.10 En
este sentido, el escritor subalternizado por el avance de una modernidad
hostil a las letras proyectó sobre la tragedia del santo la ansiedad que le pro-
vocaba su propia marginalidad. En esta fantasía masoquista la figura per-
versa de Salomé actuó como la representante cruel de un orden injusto que
degollaba el mundo místico de la poesía. La monstruosidad de la Salomé de
Moreau, que se convierte para los decadentistas en una “bestia humana.”
opera en varios niveles. Por un lado una corporeidad casi animal aparta al
hombre del ámbito de la razón. Por otro hay una total carencia de atributos
sentimentales y domésticos. El vampirismo de Salomé es literal, porque es
una mujer-animal que se alimenta de la sangre masculina de sus víctimas.
Al mismo tiempo, la cabeza cortada de Juan el Bautista tiene un compo-
nente simbólico ya que es una cabeza masculina que contiene una serie de
atributos emblemáticos del poder patriarcal (la racionalidad, el intelecto,
la espiritualidad).
La crítica anglosajona piensa en el mito de la mujer que mata, ligado
indisolublemente a la Salomé perversa de Oscar Wilde, como en una res-
puesta cultural a un contexto de desorden sexual provocado por la emer-
gencia de nuevas subjetividades de género (Showalter; Dijkstra). Este clima
finisecular en el que se superponen las esferas pública y privada, favorecía
también el creciente activismo de mujeres “masculinizadas” o andróginas
que defendían el derecho de ampliar las fronteras de su propia subjetividad.
En las lecturas feministas, el énfasis en el sadismo de este personaje doble-
mente marginal (es mujer y judía) es pensado como una venganza de los
grupos subalternos por una situación histórica de opresión. Sin embargo,
aunque la asociación de Salomé con grupos sexual y racialmente otros es
correcta, la lectura de este personaje como emblema de la “nueva mujer
Alegorías de la Bella Bestia 297

latinoamericana” se articula en un segundo nivel con una reflexión homo-


social sobre la forma en que la femme fatale ponía a prueba los ideales de la
masculinidad. Para los autores latinoamericanos, Salomé en sus versiones
visuales y textuales sirvió para reflexionar sobre formas de identidad mas-
culinas en crisis y para establecer un diálogo con poetas y lectores sobre
la forma en que el sentimentalismo masculino podía hacer frente o no a
excesos de la modernización liberal.
“El rey Burgués” es, en muchos sentidos, un cuento sentimental en el
que se le pide al lector que llore junto con el poeta por la falta de caridad de
las clases altas. Cuando al poeta se “le llenaban los ojos de lágrimas” en el
jardín del palacio (5:630), se quiere que el lector se solidarice con él y piense
en el revés benigno de lo que se va configurando como una anti-utopía. Si
el rey lo hubiera cuidado más, si lo hubiese dejado entrar a la fiesta del pa-
lacio, el poeta no hubiera acabado muerto de frío a la orilla del lago, como
una estatua más de las que pueblan sus poemas. En “Canción de otoño en
primavera”, uno de los poemas que Darío le dedica significativamente al
traductor de la Salomé de Oscar Wilde al castellano, Gregorio Martínez
Sierra, el poeta vuelve sobre esta auto-representación como un sujeto sen-
timental que “[c]uando quier[e] llorar, no llor[a]…/ y a veces llor[a] sin
querer” (5:901). La metáfora del corazón herido, clave del sentimentalismo
decimonónico, se articula con una poetización del sufrimiento que no fue
causado por los excesos del liberalismo económico como en “El rey bur-
gués”, sino por una cadena de femmes fatales que obstaculizan el acceso del
poeta al reino de las musas. Aunque se trata de un poema muy conocido,
cito las primeras estrofas:
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…,
y a veces lloro sin querer.

Plural ha sido la celeste


historia de mi corazón.
Era una dulce niña, en este
mundo de duelo y aflicción.

Miraba como el alba pura:


sonreía como una flor.
Era su cabellera obscura
hecha de noche y de dolor.

Yo era tímido como un niño


Ella, naturalmente, fue,
para mi amor hecho de armiño.
Herodías y Salomé… (5:901).
29 8 A na Peluffo

En este poema, la figura de la Salomé aniñada de los evangelios se mezcla


con la de su madre, la vengativa Herodías, que es en la Biblia la verdadera
causante de la muerte de Juan el Bautista. La monstruosidad de Salomé
queda agudizada por el hecho de que ésta comete el asesinato para vengar
a su madre que había sido rechazada por Juan el Bautista. Al construir una
imagen metafórica del pasado, el yo hablante lo recrea poblado de mujeres
malas (bellas por fuera, monstruosas por dentro) que fascinan y repelen al
mismo tiempo. El encuentro entre el sujeto masculino y Salomé preside el
catálogo de “mujeres que matan” (para usar una frase de Ludmer) e inau-
gura esa historia plural que es la vida sentimental del poeta. El pasado del
sujeto poético queda asociado con un donjuanismo invertido en el que no
es el yo masculino como héroe romántico o byroniano el que hiere a las
mujeres sino lo opuesto. La segunda Salomé que aparece en el jardín de
flores venenosas de “Canción de otoño en primavera” es igualmente letal:
se confunde con una bacante que busca la cabeza de Orfeo y que no sólo
acabó con los sueños del poeta sino que lo dejó, “falto de luz, falto de fe”
(5:902).11 La tercera, se parece a las mujeres de los Versos libres de Martí
que “[p]asan, y muerden” con dientes filosos a sus víctimas masculinas
(133) excepto que Darío la animaliza por medio del uso del verbo “roer”.
Cuando dice “Otra juzgó que era mi boca / el estuche de su pasión / y que
me roería, loca, / con sus dientes el corazón” (5:902) la Salomé queda des-
humanizada y convertida en un peligroso animal carnívoro. Esta versión
animalizada de la anti-musa reaparecerá en un poema titulado “Estival”
en el que la mujer fatal es “una fiera virgen”, una bella y temible tigresa de
bengala que se desplaza por la selva sagrada en busca de presas masculi-
nas (5:728). En todos estos casos el corazón herido del poeta es sinécdo-
que de una subjetividad sentimental masculina que es el eje estructurante
de “Canción de otoño en primavera”. En la última estrofa de este poema,
el exceso afectivo del yo lírico se desliza al masoquismo cuando dice que
se seguirá acercando a las “Bellas atroces” (Pedraza 12) pese a haber sido
herido y maltratado por ellas tantas veces. Dice: “Más a pesar del tiempo
terco, / mi sed de amor no tiene fin; / con el cabello gris me acerca / a los
rosales del jardín…” (5:903).
Se podría pensar que en “Canción de otoño en primavera” el poeta llora
por un bien perdido: su juventud. Más interesante aún es postular otra
lectura, pensar que llora por su propia decapitación. De cada uno de los
encuentros que estructuran su autobiografía sentimental el poeta sale fa-
talmente herido, al menos a nivel emocional. El solo recuerdo de esos en-
cuentros desiguales le hace llorar y perder el control de sus emociones. En el
”Poema XXIII” vuelve a aparecer la figura de Salomé, y Darío se identifica
con Juan el Bautista, a quien ve como una figura hercúlea capaz de hacer
frente a los leones, pero no a esas otras fieras que son las mujeres. Dice:
Alegorías de la Bella Bestia 299

En el país de las Alegorías


Salomé siempre danza,
ante el tiarado Herodes,
eternamente;
y la cabeza de Juan el Bautista,
ante quien tiemblan los leones,
cae al hachazo. Sangre llueve (5:921).

El hachazo y la lluvia de sangre conviven en el mismo verso generando un


efecto casi sinestésico. El poema de Darío es más violento y lacónico que
“La aparición” de Julián del Casal, un poema ekfrástico sobre el cuadro de
Moreau que también poetiza la muerte de Juan el Bautista.12 En el poema
de Casal, el detalle estético tiene que ver con la pulverización de la imagen
en fragmentos y con un contraste tonal entre “el marmóreo pavimento”
sobre el que cae la cabeza muerta y la “lluvia de sangre en gotas carmesíes”
(Casal 167). Por otro lado, el aire de misterio y los decorados orientalistas
que en la versión de Casal actúan como marco de la escena están comple-
tamente ausentes de la alegoría propuesta por Darío. Al final del “Poema
XXIII”, la Salomé de Darío que en el poema de Casal titulado “Salomé”
aparecía “estrellada de ardiente pedrería” se convierte en una “rosa sexual”
que “al entreabrirse / conmueve todo lo que existe” y que como la Dalila
de la mitología clásica hiere mortalmente a los descendientes de Sansón. La
figura de Dalila aparece en “A un poeta”, un texto lírico en el que se busca
alertar a los poetas discípulos sobre los peligros que acarrean las Dalilas /
Salomés. “Deje Sansón de Dalila el regazo; / Dalila engaña y corta los ca-
bellos. / No pierda el fuerte el rayo de su brazo/por ser esclavo de unos ojos
bellos” (V: 747). El efecto que tenía la femme fatale en la construcción de la
identidad masculina era el de un debilitamiento o emasculación del yo.
La genealogía masculina que Darío crea para los poetas establece un li-
naje heroico que se remonta al estoicismo del precursor del Mesías. En “A
Goya”, el yo poético se construye a sí mismo como espectador de los cuadros
del pintor español y encuentra en sus visiones fantasmagóricas la figura hí-
brida y peligrosa de una musa bella pero letal a la que califica de “soberbia
y confusa / ángel, espectro, medusa” (5:927). Cuando el sujeto hablante le
dice al pintor que “[t]ienen ojos asesinos/en sus semblantes divinos / tus
ángeles femeninos” (5:928), el poema se transforma en un llamado de aten-
ción a los otros productores culturales para que no caigan como Herodes
en las redes de este fatídico personaje. La expresión “ángel femenino” se
constituye como un oxímoron y alude a la necesidad de establecer alianzas
y pactos entre las artes que frenen el avance de la temible Otredad. En este
caso se trata de generar una solidaridad de género entre poetas y pintores
para que puedan combatir a las múltiples medusas, espectros, esfinges y
vampiresas que pueblan el paisaje cultural de fin de siglo.
300 A na Peluffo

Las Salomé de Darío son el principal obstáculo para la configuración de


un yo poético estoico y fuerte, algo que sí podía ocurrir cuando el objeto
de deseo era una Ofelia.13 El ideal de la masculinidad viril y helénica para
hacer frente a los cambios de la urbanización y secularización es invocado
por Darío en un poema titulado “A un poeta” en el que les dice a sus discí-
pulos que no hay “[n]ada más triste que un Titán que llora, / hombre-mon-
taña encadenado a un lirio” (5:747). De lo que se trataba en este poema era
de hacer a la subjetividad letrada refractaria a la tentación de las “femeniles
danzas” (5:747). Por otro lado, también en “Lo fatal” se invocaba como ideal
de la masculinidad una identidad espartana que desterrara de sus fronteras
una sensibilidad concebida como femenina. En el caso de este poema el
ideal helénico de la masculinidad glacial coincide a nivel estético e ideo-
lógico con el anti-sentimentalismo del dandy baudelairiano.14 Cuando el
poeta dice en “Lo Fatal”: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y más
la piedra dura, porque ésa ya no siente […]” (5:940) se trata de contrarres-
tar el poder debilitante del sufrimiento con una obsesión marmórea que
remite a la reacción modernista contra el sentimentalismo decimonónico.
Al mismo tiempo, para hacer frente a los peligros que acechaban al artista,
se buscaba fortalecer la esfera masculina por medio de un llamado a la
fraternidad intelectual. Después de todo, Juan el Bautista muere porque un
miembro de su propio sexo (el tetrarca) es demasiado débil para oponerse
a la alianza “sororal” (y delictiva) entre Salomé y Herodías.
La cuestión de la “sororidad” como amenaza aparece en el corpus da-
riano en un texto titulado “La mujer española” (1900). Aunque Darío en
sus crónicas no es abiertamente hostil a la posibilidad de que existan ca-
sos aislados y excepcionales de mujeres escritoras, se muestra preocupado
por la emergencia “masiva” de una generación de mujeres intelectuales
que luchaban por ganar acceso a la república de las letras. La situación se
agravaba por el hecho de que los poetas estaban en una situación de mar-
ginalidad con respecto a los proyectos modernizadores debido a la falta de
público. ¿Cómo procesar entonces las reivindicaciones democratizadoras
de ciertos grupos sociales en un campo profesional que ya estaba pasando
por una aguda crisis? Al referirse a este preocupante fenómeno que queda
asociado con una posible feminización de la cultura, dice Darío:
En este siglo las literatas y poetisas han sido un ejército, a punto de que
cierto autor ha publicado un tomo con el catálogo de ellas—¡y no las nom-
bra a todas!—. Entre todo el inútil y espeso follaje, los grandes árboles
se levantan: la Coronado, la Pardo Bazán, Concepción Arenal. Estas dos
últimas, particularmente, cerebros viriles, honran a su patria. En cuanto
a la mayoría innumerable de Corinas cursis y Safos de hojaldre, entran a
formar parte de la abominable sisterhood internacional a que tanto ha con-
tribuido la Gran Bretaña con sus miles de aufhoresse [sic]. Para ir hacia el
Alegorías de la Bella Bestia 301

palacio de la mentenda [sic] Eva futura, les falta a éstas cambiar el Pegaso
por la bicicleta (3:363).
Al referirse a la cultura femenina española, Darío separa del “inútil y es-
peso follaje” a escritoras dignas de ser leídas como Pardo Bazán y Carolina
Coronado. Al mismo tiempo las sitúa dentro de una “abominable sisterhood
internacional” que remite por medio de un léxico bélico a una guerra cultu-
ral de sexos. El término “ejército” para referirse a una cultura femenina que
actúa de forma paralela pero marginal a la masculina da cuenta de que Darío
ve a esas escritoras como un enemigo al que hay que combatir. Al igual que las
Salomés, estas mujeres parecen estar armadas y son muchas. Sin embargo,
mientras que las Salomés blandían hachas (Darío), espadas (Casal) o peine-
tas (Martí), el arma de la escritora-soldado era la letra. La “sisterhood” glo-
balizada de la que habla Darío tiene sus orígenes en Gran Bretaña, un país al
que acusa en otras crónicas de estar irradiando al resto del mundo el modelo
de la mujer política. La mención de la bicicleta al final del pasaje asocia a la es-
critora con la “nueva mujer latinoamericana” que aparecía frecuentemente
representada en la cultura finisecular montada en este vehículo.
Las frecuentes referencias en las crónicas de Darío a las escritoras espa-
ñolas se contrastan con su silencio sobre las escritoras latinoamericanas.
Las colegas locales a las que Darío casi no menciona en sus crónicas fueron
por esta época las protagonistas de un conocido ensayo de Clorinda Matto
de Turner titulado “Las obreras del pensamiento en la América del Sur”
leído en el Ateneo de Buenos Aires en 1895. La proliferación de escritoras
que preocupa a Darío aparece como tema en este texto-catálogo, en el que
se rinde homenaje a “millares de mujeres productoras que, no sólo dan
hijos a la patria, sino, prosperidad y gloria” (250). Hacer visible lo invisible
era la consigna de un ensayo que pasó desapercibido en su época pero que
hoy vuelve a ser leído a partir de las reivindicaciones de la crítica feminista.
Las operaciones ideológicas que contribuyen a la formación del canon se
hacen evidentes al contrastar el texto de Matto de Turner con uno de Darío
titulado: “La novela americana en España”. En el catálogo de novelas que
Darío considera valiosas y dignas de ser leídas en España se coloca en pri-
mer lugar a la María (1867) de Jorge Isaacs, seguida de comentarios más
ambiguos sobre La Bolsa (1891) de Julián Martel o Amalia (1851) de José
Mármol. Cuando le llega el momento de hablar de Argentina, Darío no
menciona a ninguna novelista mujer del Río de la Plata (Juana Manuela
Gorriti, Eduarda Mansilla, Juana Manso) aunque dice que el mejor escritor
del siglo XIX en América Latina es Eduardo Gutiérrez (2:1140). Lo mismo
ocurre en la zona de la crónica en la que habla del Perú, un país en el que la
novela como emblema de la modernidad era un género ampliamente femi-
nizado.15 Dice Darío al respecto: “Del Perú no conozco novelista nombra-
ble, aunque hay buenos cuentistas entre los jóvenes literatos, lo que no es
poco. Ricardo Palma ha podido realizar una obra que habría completado
302 A na Peluffo

su fama de tradicionista: la novela de la colonia” (2:1141). Al leer esta cita


uno podría pensar que Darío ignora la existencia de novelistas peruanas
como Clorinda Matto de Turner o Mercedes Cabello de Carbonera o que
las considera partes de ese “inútil y espeso follaje” del que habla en sus
otros textos. Sin embargo, Darío había publicado poemas en El Perú ilus-
trado, revista que dirigía Matto de Turner y había intervenido en defensa de
la directora de la revista cuando ésta fue atacada por la Iglesia luego de la
publicación de Aves sin nido (1889). Por otro lado, cuando al principio de la
crónica hace un estado de la cuestión de la novela en América Latina men-
ciona muy de pasada a la autora de Blanca Sol (1889), como si por un mo-
mento emergieran dudas sobre las opciones estéticas que él mismo postula.
Dice que a diferencia de la poesía, la novela del siglo XIX no se ha indepen-
dizado de los modelos españoles y que no ve en el paisaje latinoamericano
a “nuestro Galdós, nuestra Pardo Bazán, nuestro Pereda, nuestro Valera. A
menos que saludemos a Pereda en el Sr. Picón Febres de Venezuela, y a doña
Emilia en la señora Carbonera, del Perú” (2:1139).
Las omisiones y contradicciones de Darío en el terreno de la crítica son
curiosas y remiten a una cultura dividida en dos esferas (la de las muje-
res escritoras y la de los hombres) entre las que hay poquísimas zonas de
contacto. Aunque es cierto que Darío escribe comentarios elogiosos sobre
Juana Borrero (una vez que está muerta y ha dejado de ser una amenaza
[4:841–848.]) o sobre Delmira Agustini, esa “niña genial” sobre la que es-
cribe breves comentarios epistolares pero nunca una semblanza o un perfil,
la comunidad intelectual en la que se inserta es exclusivamente masculina.
En la semblanza titulada “Juana Borrero” (1896), que en realidad es una
elegía, se piensa en la recientemente fallecida escritora como en una “María
Bartkisheff latinoamericana” que actúa como musa compartida por va-
rios poetas (Darío, Casal y Uhrbach). En este sentido, Borrero parecería
no participar de esa “sororidad abominable” contra la que escribe Darío
por varias razones. En primer lugar, ha dejado de existir, y ya no compite
con los hombres. Asimismo, porque en la comunidad intelectual de fin
de siglo se le asigna el papel de Ofelia más que el de Salomé. Sin embargo,
la barrera que separa los modelos de identidad femenina que propone la
cultura finisecular se hace por momentos porosa. Cuando Darío compone
post-mortem el retrato de Juana Borrero a partir de una fotografía que le
envían, se infiltran en el retrato algunos rasgos asociados con la iconogra-
fía de Salomé. Dice Darío: “No la ví nunca en Cuba, pero por su retrato sé
de sus copiosos cabellos obscuros, de sus ojerosos y grandes ojos negros, de
su boca de fuertes y sensuales labios, y de la tristeza profunda y distintiva
que envolvía toda su persona, poniendo en ella algo de desterrada o de nos-
tálgica” (4: 842). A partir de la mención de las ojeras, los labios carnosos,
y la cabellera fetichizada de Borrero se invita al lector a leer el cuerpo de
la escritora como si se tratara de un lienzo prerrafaelista. En la visión casi
Alegorías de la Bella Bestia 303

palimpséstica que da Darío de la escritora cubana, la figura asexuada de


Ofelia se confunde con la de su contraparte perversa: una Salomé criolla
y tropical que no era luminosa como las de Moreau porque odiaba la luz
y las piedras preciosas (4:843). En este sentido, las características salientes
de la femme fatale eran la duplicidad y el hibridismo. Salomé tenía un lado
perverso y uno inocente pero podía hacer en los lugares más insospechados
sus apariciones atroces.
Las preocupaciones de Darío con respecto a los desórdenes sexuales que
caracterizan el fin de siglo se hacen aún más urgentes en un texto titulado
“¡Estas mujeres!”. Aquí se refiere a las abolicionistas como a “las alboro-
tadoras inglesas” que “quieren votar, y quieren ir al Congreso” (2:549).16
Si en otros textos se acepta a regañadientes la emergencia de la mujer le-
trada (sobre todo si se trata de poetisas) porque después de todo la escri-
tura como actividad no es tan incompatible con el rol doméstico que se le
asigna a la mujer en la cultura liberal, la idea de la mujer política es para
Darío el máximo tabú. De ahí la necesidad de descalificar a este perso-
naje por medio de una caricaturización que la devuelve al lugar de objeto
que le pertenece. Dice: “Tengo a la vista unas cuantas fotografías de esas
políticas. Como lo podréis adivinar, todas son feas; y la mayor parte más
que jamonas. El feminismo les ha encendido el entusiasmo” (2:549). En la
misma crónica y al hablar de las escritoras dice que acepta que las mujeres
se dediquen a la literatura porque “las novelistas y poetisas ya no pueden
contarse” y porque son “musas muy recomendables”, pero que le parece
demasiado que quieran votar (2:550). Lo que más le preocupa a Darío no es
que entren en la esfera pública y que domestiquen la política sino que aban-
donen el rol de ángeles del hogar. El alejamiento de las mujeres del hogar es
lo que provoca el desorden sexual y de ahí que Darío proponga junto con
otros alarmados colegas restituir las viejas barreras genéricas. Cuando cita
aprobatoriamente a Monsieur Balby que dice que las mujeres “pretenden
todos los derechos y rehúsan todos los deberes” y que “quieren encargarnos
de remendar los calcetines, ellas que no sabrían y no podrían dedicarse al
trabajo del hombre, a su esfuerzo físico e intelectual” (2:552), Darío se pone
del lado de los enemigos del feminismo invocando el cliché de la feminista
frustrada, que se dedica al activismo político porque le va mal en su vida
privada. A manera de consuelo le dice a su colega lo siguiente:
Pero podía fijarse M. Balby en que las propagandistas son solamente unas
cuantas, viejas y feas. Las pocas jóvenes y algunas guapas, si lo hacen, lo
hacen por divertirse. Las demás mujeres, de belleza o de gracia, seguirán
ejerciendo el único ministerio que la ley de la vida ha señalado para ellas: el
amor en el hogar o el amor en la libertad (2:551-552).
Darío se reconforta pensando que todavía quedan algunas mujeres (las
bellas) que no quieren acceder a la ciudadanía porque buscan mantenerse
incontaminadas por los vaivenes de la política y porque quieren seguir de-
304 A na Peluffo

rivando su identidad de su activismo en la esfera doméstica. Por otro lado,


a diferencia de las escritoras que son muchas las activistas feministas “son
unas pocas” a las que hay que poner en su lugar. La preocupación enton-
ces era que las mujeres feas contagiaran a las lindas de sus reivindicacio-
nes viriles. Lo que se desprende de estos textos es que para los escritores
modernistas, el feminismo fue uno de los disturbios sociales que junto al
anarquismo y el socialismo agitaron las aguas del proyecto modernizador
urbano. En la imaginación de los letrados lo que Salomé tenía en común
con estas mujeres no era la fealdad (porque era bella por fuera) sino la
forma en que canibalizaba conductas y actitudes de la cultura mascu-
lina. En este sentido, el carácter anti-sentimental y anti-doméstico de la
coleccionista de cabezas colocaba al sujeto masculino decapitado en una
situación feminizante de impotencia y marginalidad.
Es por eso tal vez que en “La muerte de Salomé” (publicado póstuma-
mente en 1950) Darío propone una nueva versión del mito como una forma
de vengar los delitos cometidos por “las sobrenaturales y avasalladoras bel-
dades” (4:82). En un principio el cuento parece seguir de cerca la versión
pictórica de Edouard Toudouze, titulada “Salomé Triumphant” (1886) en la
que una Salomé victoriana y núbil con una guirnalda de flores en la cabeza
contempla satisfecha el trofeo de su crimen. Tanto Darío como Toudouze
eligen privilegiar no la escena de la danza en sí sino lo que pasa después de
cometido el crimen en el cuarto de la princesa hebrea, cuando ésta reposa
cerca de la cabeza, en “un gran lecho de marfil, que sostenían sobre sus
lomos cuatro leones de plata” (4:83). El cuento podría haber terminado así,
con el triunfo de esta “serpentina” mujer que tiene enroscada alrededor del
cuello su joya favorita, una serpiente de oro, con ojos de rubí, “sangrientos
y brillantes” (4:84). Sin embargo, Darío rescribe el final de la conocida his-
toria. En la coda del cuento el collar-serpiente de Salomé cobra vida sobre
el cuerpo de su dueña y se le enrosca alrededor del cuello para vengar la
muerte de Juan el Bautista.
Al querérsela arrancar, experimentó Salomé un súbito terror: la víbora
se agitaba como si estuviese viva, sobre su piel, y a cada instante apretaba
más y más, su fino anillo constrictor, de escamas de metal. Las esclavas,
espantadas, inmóviles, semejaban estatuas de piedra. Repentinamente,
lanzaron un grito; la cabeza trágica de Salomé, la regia danzarina, rodó del
lecho hasta los pies del trípode, adonde estaba, triste y lívida, la del precur-
sor de Jesús; y al lado del cuerpo desnudo, en el lecho de púrpura quedó
enroscada la serpiente de oro (484).
La feminización de la cabeza muerta de Juan el Bautista apunta al deseo de
redefinir los términos desiguales en los que se daba la batalla de géneros
y de ejercer una justicia poética en nombre de los miembros de la esfera
masculina (poetas, pintores y profetas).17 Mientras la serpiente se enrosca
alrededor del cuerpo desnudo y descabezado de su malévola dueña, la ca-
Alegorías de la Bella Bestia 305

beza de Salomé rueda hasta posarse cerca de la del santo. La asociación de


la Salomé de Darío con la serpiente, tomada de la iconografía finisecular,
criolliza para el lector latinoamericano el encuentro final de la Salammbô
de Flaubert con la serpiente. Evoca al mismo tiempo la escena bíblica del
pecado original en la que la tentación satánica en forma de serpiente es lo
que determina la expulsión de los poetas adánicos del paraíso. La solución
moralista que Darío le da a la historia se lee como una consigna y es la
siguiente: para que la Salomé serpiente no siga matando poetas hay que
matarla a ella y convertirla en una Ofelia. Sin embargo, en este caso el mal
racial y genérico de Salomé con el que se alimenta la paranoia finisecular
no queda eliminado. Queda viva la serpiente, enroscándose alrededor del
cuerpo decapitado de Salomé, como un emblema del mal en busca de un
nuevo cuerpo que lo hospede.
Las Salomé de Darío actúan como dobles erotizados de los nuevos mo-
delos de feminidad que estaban desafiando la ideología liberal dominante
en el campo del activismo letrado y político. Desde la perspectiva de los
poetas, el culto a Salomé tuvo dos momentos emblemáticos: uno fue la
celebración del masoquismo masculino y la identificación del poeta con
el sufrimiento de Juan el Bautista, mientras que el otro reivindicó para el
sujeto masculino el ejercicio del sadismo y la agresividad. En sus múltiples
metamorfosis, el fantasma de Salomé sirvió para alertar a los poetas sobre
una situación de peligro en la esfera intelectual a la que había que respon-
der con nuevos modelos de masculinidad. Para hacer frente a un proceso
incipiente de feminización de la cultura se necesitaba una forma de mascu-
linidad que reforzara a través de la fraternidad el cerco de la ciudad letrada.
La cabeza ensangrentada de Juan el Bautista funcionó como una luz roja
para los poetas que la usaron para consolidar alianzas homo-sociales en
contra de la perversidad imaginada de múltiples Salomé.

Notas
1 Me refiero aquí en particular al poema “Mantilla andaluza” (Versos libres) en el que el sujeto
lírico se representa a sí mismo con una peineta de mujer clavada en el pecho. Por otro lado en
el “Poema X” (Versos sencillos), la bailarina española se ajusta también a la idea de la mujer fatal
que “[r]epica con los tacones / El tablado zalamera, / Como si el tablado fuera / Tablado de
corazones” (190).
2 Camero Pérez ha estudiado la relación interdisciplinaria entre las Salomés de Casal y la pintura
de Gustave Moreau. También Oscar Montero ha trabajado los poemas de Casal sobre Salomé en
Erotismo y representación en Julián del Casal.
3 Tanto Bentley como Bornay trazan la genealogía literaria de Salomé y comentan los textos de
Flaubert, Mallarmé y Oscar Wilde en los que ésta aparece. Rodríguez Fonseca historiza el mito
de Salomé desde su tímida aparición en el Evangelio de San Marcos hasta su consagración en
la obra de Wilde y su posterior aparición en las letras hispánicas. Según Rodríguez Fonseca, la
Salomé de Wilde no tiene nada que ver con la Salomé bíblica ni con las otras igualmente perver-
sas que poblaron el paisaje finisecular (15). El texto de Rodríguez Fonseca contiene un apéndice
con textos europeos en los que aparece la figura de Salomé.
30 6 A na Peluffo

4 Para un catálogo de Salomés en la pintura del siglo XIX que incluye la versión prerrafaelista
de John Williams Waterhouse (1893), la de Henri-Alexandre-Georges Regnault (1870) y las
múltiples Salomés de Moreau puede consultarse Van Os, Henk, Femmes Fatales
5 Ángel Rama (Las máscaras democráticas) lee el torremarfilismo del modernismo como una
respuesta política a un contexto materialista hostil a las artes, fomentado por el liberalismo
económico. En la época de la modernización el poeta está cada vez más marginado porque los
proyectos nacionales no lo necesitan en las tareas modernizadoras. A esta situación traumática
que acaba con el rol prestigioso de poeta civil que había dominado en la primera parte del siglo
XIX se añade la carencia (o el carácter embrionario) de una industria cultural. Y aquí habría que
añadir un elemento que Rama no considera y que es que las reivindicaciones de las mujeres escri-
toras que para Darío se caracterizaban por su gran número ponían aún más en peligro la posibili-
dad de que los poetas pudieran corregir esa marginalidad por medio de la profesionalización.
6 En realidad Praz habla de un malentendido con respecto al lema de “ut pictura poesis”. Lo que
Simónides quería decir, dice Praz, es que así como podemos contemplar un poema muchas veces
sin cansarnos, lo mismo ocurre con la poesía (Mnemosyne 4). Fuera de contexto, la frase parece
querer significar otra cosa, que la letra se subalterniza frente al poder de la pintura.
7 Según Erika Bornay, Moreau se inspiró para componer su cadena de Salomés en modelos litera-
rios como “La Belle Dame Sans Merci” (1820) de John Keats, “Atta Troll” (1841) de Heinrich
Heine, y Salambó (1862) de Flaubert. A su vez, las Salomés de Moreau son incorporadas a través
de la ekrasis a la novela A Revours (1884) de Joris-Karl Huysmans. En esta novela, el héroe-dandy
Des Esseintes convierte una de las pinturas de Salomé de Moreau en fetiche de su imaginación
decadentista.
8 En el caso de esta alegoría el poeta ocupa un lugar análogo al de las prostitutas porque como
diría Walter Benjamín, el poeta convierte su alma en vez de su cuerpo en mercancía. Sin em-
bargo, en el cuento de Darío el poeta es más marginal que una prostituta porque ni siquiera tiene
acceso al interior del palacio. El mensaje del cuento es que al orden dominante representado por
el rey burgués no le interesa lo que el poeta produce porque éste prefiere leer “novelas de M.
Ohnet, o bellos libros sobre cuestiones gramaticales, o críticas hermosillescas” (Darío, “El rey
burgués” en Obras Completas 5, 626–627).
9 El anti-sentimentalismo de Salomé es lo que subvierte las ideologías dominantes de género
que ven a la mujer como la encargada de hacer el trabajo moral y sentimental del proyecto
modernizador.
10 Graciela Montaldo (La sensibilidad) trabaja la configuración de una subjetividad amenazada en las
culturas de fin de siglo por el avance de una cultura democratizada regida por las opciones esté-
ticas de las muchedumbres/masas. Frente al caos de la mezcla y la anarquía se busca reestablecer
el orden. Dice: “La novedad que encanta a los modernistas es una realidad a la que tiene acceso
cada vez mayor cantidad de gente (en el espacio público) por ello la historia y la mitología vienen
en rescate de los intelectuales y crean una mirada estética que, con el material de lo público y lo
vulgar, celebra lo privado, la historia, el saber y la diferencia cultural” (115).
11 El pasaje completo en el que Darío se refiere a esta Salomé-Bacante es el siguiente: “En un peplo
de gasa pura/una bacante se envolvía…/[…]En sus brazos tomó mi ensueño/y lo arrulló como a
un bebé…/Y le mató, triste y pequeño,/falto de luz, falto de fe” (V: 902).
12 Julián del Casal escribe dos poemas sobre las Salomés de Moreau titulados “Salomé” y “La apa-
rición” que aparecen en Mi museo ideal (1892). En el caso de Casal la Salomé es más parnasiana
que la de Darío pero tiene un lado recatado y tímido. Una vez que comete el crimen pega un
“hondo grito” y “huye del Precursor decapitado / que esparce en el marmóreo pavimento / lluvia
de sangre en gotas carmesíes” (167). Por otro lado en “Mis amores” de Delmira Agustini la poeta
asume la máscara de Salomé presentándose a sí misma como una mujer fatal que colecciona
cabezas masculinas alrededor de su lecho. Las cabezas cubiertas de lágrimas de los amantes le
sirven para enhebrar un rosario erótico que es más lacrimógeno que sangriento. En “De todas las
cabezas quiero tu cabeza” hago una lectura de este poema a partir de la compleja feminización
del mito de Salomé.
13 He trabajado la figura de Ofelia en la poesía masculina de la época en “Decadentismo y necro-
filia”. Sostengo allí que la mujer muerta como vacío simbólico posibilita la proyección de una
masculinidad activa, aunque por momentos sentimental, por parte de los productores culturales.
Alegorías de la Bella Bestia 307

14 Hinterhäuser dice que los dandys configuraban su identidad de acuerdo a una búsqueda de
control sobre la persona y el otro que remitía a la búsqueda del esteticismo y de la perfección
formal. Parafraseando a George Brummell, Hinterhäuser, afirma que los dandys estaban al tanto
de los peligros del “donjuanismo” porque para poder dominar “no deb[ían] dejarse comprometer
por los sentimientos” (68).
15 Para una lectura de los procesos de la modernización cultural en el Perú desde una perspectiva
de género puede consultarse Denegri y Peluffo (Lágrimas andinas).
16 Esta crónica está recogida en una sección del segundo volumen de las Obras Completas de Rubén
Darío titulada “Todo al vuelo” y fechada en 1912.
17 Siguiendo los pasos de este cuento de Darío, Gómez-Carrillo, en un cuento titulado “El triunfo
de Salomé”, también hace que muera de una misteriosa enfermedad una Salomé que no sólo es
bailarina sino también compositora.

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308 A na Peluffo

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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 309–325

Asesinatos por sugestión:


estética, histeria y transgresión

Gabriela Nouzeilles, Princeton University

I.
En su ensayo On Murder Considered as One of the Fine Arts (1827), Thomas
De Quincey propone un modo inesperado y escandaloso de dar sentido al
asesinato. “Everything in this world has two handles. Murder, for instance,
may be laid hold of by its moral handle […]; and that is, I confess, its weak
side; or it may also be treated aesthetically […]” (105–106). El criterio moral
resultaba reductor para un público cada vez más numeroso de aficiona-
dos a las crónicas policiales; se imponía por ello la necesidad de evaluar
el asesinato con un criterio estético, desinteresado, en el sentido en que
usaban el término “estética” (del griego aistheta: “cosas perceptibles”) los
románticos alemanes, es decir, desde el punto de vista del gusto. Desde
esta perspectiva, la ejecución de un asesinato debía responder, como en
toda obra de arte, a una poética rigurosa que todo crítico que se preciara
debía considerar a la hora de evaluar un hecho violento. “People begin to
see that something more goes to the composition of a fine murder than two
blockheads to kill and to be killed–a knife–a purse–and a dark lane” (106).
El diseño, la disposición del grupo, la luz y la sombra, la poesía, el sen-
timiento, eran factores indispensables para juzgar el valor (estético) de la
obra criminal. El desplazamiento de la estética al campo de la criminalidad
no debe tomarse como el efecto superfluo de la excentricidad de un provo-
cador. Por el contrario, su ingreso en la filosofía del crimen es, por un lado,
un síntoma de una articulación histórica específica de la cultura moderna
de la transgresión y sus sentidos en el siglo XIX; y por el otro, un ejemplo
paradigmático de la relación problemática que la estética ha mantenido
con la ética en la modernidad en general, hasta nuestros días.
En la formulación de De Quincey, la violencia criminal del asesinato
configura un ritual anti-moderno a través del cual irrumpe en el mundo
social la contra-lógica de la magia y la sinrazón, la cual desestabiliza el 
continuum de la reificación y el disciplinamiento que progresivamente con-
trolaban la vida cotidiana en las grandes ciudades. Pensar el crimen a partir de

309
310 Gabr iel a Nouzeilles

esta interrupción ritual, sugiere el crítico cultural Joel Black, supone recono- 
cer la tendencia generalizada de la modernidad a tratar el asesinato y otras
formas de la violencia extrema primariamente como actos estéticos, ligados
a la sensibilidad y la experiencia de lo sublime, y no exclusivamente como ac-
tos morales, legales y/o físicos (14–15). Solamente la víctima, sugiere Black,
experimentaría la realidad brutal del asesinato; el resto la contemplaría a dis-
tancia, a menudo como testigos fascinados que interpretan la violencia física
como el epítome de la experiencia estética. Dentro de esa escena excepcional,
el asesino deviene una especie de artista performativo cuya obra se basa, no
en la creación, sino en la posesión y aniquilación del cuerpo del otro.1
Las ficciones modernas sobre crímenes que circularon en Buenos Aires
durante el fin de siglo insistieron en esa vacilación entre ética y estética. Para
entonces, el crimen se había convertido en objeto de interés generalizado
entre el público, y la prensa, la ciencia y la literatura competían en la pro-
ducción de relatos sobre delitos. En 1890 los diarios La Nación y La Prensa
ya tenían una sección fija de crónicas policiales que cada semana cubría, en
detalle, un homicidio notable (Caimari 171).2 En el campo de la ciencia, te-
sis médicas, estudios de antropología criminal como Los hombres de presa
(1888) de Luis María Drago, y publicaciones periódicas como los Archivos
de criminología, psiquiatría y ciencias afines se encargaron de establecer y
hacer circular versiones medicalizadas del crimen. Complementariamente,
en la literatura, las ficciones paranoicas del relato policial y la novela natu-
ralista creaban su propia galería de sujetos criminaloides.
Esta explosión narrativa se relacionó, entre otras cosas, con el notable
aumento del número de crímenes en la ciudad, que miembros de las clases
acomodadas y profesionales inmediatamente atribuyeron a la llegada ma-
siva de inmigrantes y a los efectos perniciosos de la modernidad, cuyo ritmo
vertiginoso debilitaba la moral y la salud mediante el estímulo excesivo de
los sentidos (Vezzetti, capítulos 3 y 5). Pero la ansiedad provocada por la
modernización no fue el único disparador de la obsesión con el crimen;
el placer innegable que el público encontraba en lo que Nietzsche llamó
el “festival de la crueldad”, con sus retratos pormenorizados de violencia
física (Nietzsche, On the Genealogy 65–67), tuvo también un peso conside- 
rable. El apetito por representaciones de actos violentos era aún mayor si
se trataba de asesinatos. Esto se debía en parte a la visión del asesino como
sujeto patológico, cuya excepcionalidad provocaba en el público reacciones
de rechazo y de fascinación de igual intensidad. La naturaleza ambigua del
saber médico como discurso dominante sobre la transgresión potenció la
inestabilidad significante de la ficción criminal. Puesto que, si bien la me-
dicina proporcionaba al aparato estatal sus códigos y métodos para facilitar
su actividad vigilante (Vezzetti), la relativa autonomía del saber científico la
convertía en vía de acceso a una curiosidad mórbida, experimental, por lo
raro y lo anormal, particularmente en el campo de la psiquiatría con su pre-
Asesinatos por sugestión 311

ocupación por patologías mentales imprecisas, o neuropatías, que como la


histeria y la monomanía operaban en la frontera entre la locura y la razón, y
que se decía estaban en el origen de todo comportamiento criminal. 3
En su análisis sobre la relación entre literatura y delito en la cultura
finisecular argentina, Josefina Ludmer identifica la publicación de una se-
rie de “cuentos de transmutación” entre 1890 y 1915, como el momento en
que la progresiva y simultánea autonomización de la literatura y la cien-
cia intensifica la tensión entre estética y ética hasta producir un divorcio
en la que el criterio estético prevalece. Uno de los efectos textuales de la
transformación del aparato de producción de ficciones literarias sobre el
delito fue la fusión de las figuras del científico y el artista o escritor con
las del asesino neurópata, cuya “obra” se basaba en la experimentación so-
bre el cuerpo de sujetos subalternos (o de animales) (ver Ludmer). Nuevos
géneros literarios como el relato policial, la ciencia ficción, la literatura fan-
tástica y la ficción gótica proveyeron los moldes narrativos donde poner en
escena una visión estética del asesinato y una versión transgresiva del arte y
la literatura como prácticas liminales, “más allá de la ley”.
Dentro de ese corpus me interesa aislar dos textos, el relato policial “La
bolsa de huesos” (1898) de Eduardo Holmberg y el relato gótico “El libro
imposible” incluido en Borderland (1907) de Atilio Chiappori. En ellos, la
transmutación de que habla Ludmer produce una articulación específica
entre estética, histeria y sugestión hipnótica que culmina necesariamente
en el cadáver de una mujer aniquilada por la fuerza de una idea. Se trata de
ficciones criminales que escenifican “asesinatos” telepáticos o a distancia,
cometidos por escritores, y que son consecuencia de la manipulación del
sistema de representación que rige tanto la gestualidad histérica como la
producción artística. En este esquema, no sólo el artista es un criminal
sino que el mero acto de pensar resulta letal. La imaginación y la fanta-
sía, consustanciales al campo del arte y la literatura, se convierten en dis-
paradores de un crimen concebido primero en el pensamiento, pero cuya
violencia pasa a manifestarse en el mundo real. Aunque los autores arman
sus ficciones literarias apelando a esquemas narrativos, conceptos y prác-
ticas que provienen de la medicina, sus historias se colocan en las zonas
más vulnerables e imprecisas de ese saber, en un espacio fronterizo, bor-
derland o shadowland—como lo llama Chiappori—en que los principios
de la razón científica se aplican parcialmente, o quedan en suspenso.4 El
asesinato como acto estético-performativo tiene lugar precisamente en el
límite inestable entre cuerpo y mente, síntoma físico e idea, en el que ope- 
raban patologías mentales como la histeria, entendida como un desorden
de la representación, y métodos terapéuticos como la sugestión hipnótica,
que planteaban la posibilidad de transmisión del pensamiento puro y la
permeabilidad del cerebro. Como en De Quincey, la violencia criminal
configura un ritual anti-moderno a través del cual irrumpe en el mundo
312 Gabr iel a Nouzeilles

social la lógica alternativa de la magia y lo irracional, interrumpiendo el


continuum de la reificación moderna, con la salvedad de que en la ficción
criminal finisecular, el pensamiento “mágico” tiene como punto de partida
la reflexión científica sobre los límites difusos de la razón y la conciencia, y
el ritual tiene como objeto sacrificial a una mujer.
Los relatos criminales de Holmberg y Chiappori implican el encuentro
de dos sujetos, un hombre con sensibilidad artística, afectado por ideas y
deseos criminales, que controla mentalmente a una mujer vulnerable, de
sintomatología histérica, que se somete, voluntaria o involuntariamente, a
la voluntad de poder del primero. El cuerpo histerizado provee el espacio de
experimentación estética y la materia prima en que se expresa el deseo del
artista/escritor, cuya obra toma “forma” en las poses adoptadas por la mujer
bajo su influjo. La ventriloquización de las fantasías masculinas a través de
la sugestión hipnótica termina por destruir el cuerpo poseído de la histérica,
cuya aniquilación, lejos de ser accidental, señala la culminación misma de la
obra de arte. Inversamente al mito clásico de Pigmaleón y Galatea, en las fic-
ciones estético-criminales de Holmberg y Chiappori, el artista convierte la
inestabilidad significante de la sexualidad femenina en la rigidez escultural
del cadáver. En ese remate sublime, el cuerpo inerte de una bella mujer pro-
duce una visión placentera, la cual, momentáneamente al menos, expresa la
idea de armonía, de compleción, incluso de inmortalidad. Su belleza escul-
tural en la muerte marca la purificación y el distanciamiento con respecto
de dos fuentes de ansiedad modernas: la sexualidad femenina y el dete- 
rioro físico. En este sentido, como gran parte de la iconografía erótica ligada
a la cultura finisecular, se trata de ficciones literalmente montadas sobre el
cadáver de una mujer como figuración de lo bello. 5
Pero ¿cuál es el marco de referencia cultural que hace legible la violencia
simbólica sobre el cuerpo de las mujeres que Holmberg y Chiappori ponen
en escena? ¿Hasta qué punto sus crímenes telepáticos conjuran fantasías
colectivas de la época?

II.
¿Por qué no deberían los hombres de ciencia repetir en sus clínicas los
milagros practicados otrora por taumaturgos incultos?”
—José Ingenieros. Histeria y sugestión (1919)

“¿No ven acaso los tremendos males que se esconden en el hipnotismo?”


­—Mme. Blavatsky. Collected Writings, 1874–1878

Para comprender la dinámica que rige la significación de los relatos


criminales de Holmberg y Chiappori, así como los de otros escritores liga-
dos al modernismo como Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga, es necesa-
Asesinatos por sugestión 313

rio prestar atención a un cir-


cuito más amplio de ideas y
relatos acerca de fenómenos
mentales poco comunes que
atravesó una variedad de
discursos sociales, cientí-
ficos y artísticos, cultos y
populares, en el Buenos
Aires de la época.6 No sólo
en la literatura sino tam-
bién en la medicina, la psi-
cología social, la sociología,
la fotografía y el espiritismo
existía un interés creciente
por las posibilidades de la
comunicación a distancia,
tales como la sugestión, la
hipnosis y la telepatía, y
sus efectos sobre mujeres,
neuróticos y marginales.
Invenciones recientes tales
como el telégrafo, el telé-
fono y los rayos X proporcionaban modelos a través de los cuales repensar
la relación entre lo visible y lo invisible, entre cuerpo y pensamiento. Para
muchos, el hecho comprobado de que la voz incorpórea pudiera viajar a
gran distancia, y que se pudieran usar rayos invisibles que penetraban el
cuerpo revelando su interior como en una foto, hacía perfectamente creíble
la posibilidad de que existieran formas de la comunicación que cancelaban
la separación entre los cuerpos y permitían el acceso directo a la mente de
otros. La posibilidad de afectar, e incluso controlar, la voluntad de un tercero
a través de la comunicación a distancia, o la transferencia de pensamiento,
generó una preocupación por formas difusas del delito en un período en que
la sugestión y la persuasión se encontraban tanto en la base de la formación
del ciudadano moderno a través de la escuela, como en la fuerza hipnótica
que aparentemente dominaba el comportamiento mimético, y a veces des- 
tructivo, de las multitudes urbanas.7 Finalmente, la experimentación con
la comunicación a distancia y la postulación de fuerzas invisibles capaces
de penetrar cuerpos y conciencias, conectó la medicina mental y su uso
de la hipnosis con expresiones contemporáneas del pensamiento mágico 8
tales como el espiritismo, la parapsicología y la literatura fantástica.
La histeria, considerada primariamente como un síndrome patológico
de la representación, ocupó un lugar central en los debates sobre el poder
de la autosugestión y la sugestión sobre terceros, considerándosela a la
31 4 Gabr iel a Nouzeilles

vez objeto de estudio y paradigma de los mecanismos de la sugestibilidad


como principio operador de la imaginación colectiva moderna. Ésta es la
premisa que adopta el psiquiatra José Ingenieros en Histeria y sugestión
(1905). Inspirado en los trabajos de Hippolythe Bernheim de la Escuela de
Nancy, Ingenieros se aparta de la concepción clínica de la histeria esbo-
zada por Jean Martin Charcot e interpreta los fenómenos histéricos como
efectos de la autosugestión.9 En sentido amplio, y según el grado de emo-
tividad de cada uno, afirma Ingenieros, “todos somos histéricos en cierta
proporción” (29). Con todo, cabría marcar diferencias fundamentales. En
el mundo moderno no todos eran iguales. Cada individuo, sin importar su
estado de salud, se enfrentaba al mismo dilema: ser autoritario o ser suges-
tionable. Entre las personas más fácilmente sugestionables se encontraban
las mujeres, cuya anatomía genésica las hacía, en teoría, propensas a los
desarreglos de la imaginación, y en particular a la histeria.
En el sentido técnico riguroso, la sugestión debía entenderse como la
presión moral que una persona ejercía sobre otra; la presión era moral, es
decir, no una operación física, sino una influencia que actuaba por medio
de las ideas y las emociones. El poder de la sugestión era tal que se podía
prescindir del uso de la palabra: “basta que el pensamiento sea compren-
dido, o solamente adivinado, para producir la sugestión; el gesto, la activi-
dad, y aun más que eso, el simple silencio, basta a menudo para determinar
sugestiones irreversibles” (Histeria y sugestión 306–307).
Mientras la histeria era resultado de la autosugestión, el sueño hipnótico
siempre suponía la influencia forzada de un psiquismo sobre otro. El hip-
notismo era un método terapéutico ideal para tratar afecciones neuróticas
que, como la histeria, consistían en el predominio de ideas fijas y obsesio-
nes. La sugestión hipnótica operaba sobre el paciente a la manera de una
“ortopedia mental” que ejercía su acción correctiva destruyendo la idea
mórbida por medio de una serie de sugestiones. A pesar de sus beneficios,
los peligros del hipnotismo eran muchos, puesto que así como curaba,
también podía crear o acentuar la desagregación de la personalidad. Era
pernicioso provocar alucinaciones experimentales en las histéricas; “por
ese medio es fácil hacerles comer papas y esponjas diciéndoles que son
bombones, o hacerlas deleitar oliendo el imaginario perfume de rosas que
emana de una alcachofa puesta en su mano. Son juegos poco serios y peli- 
grosos, pues despiertan en la enferma la posibilidad de fenómenos alucina-
torios (Histeria y sugestión 68).
La fascinación por lo raro y el placer que generaba la manipulación de
los pacientes en trance ponía constantemente a prueba la capacidad de au-
tocontrol de los médicos. En Histeria y sugestión, Ingenieros cuenta cómo,
ante la imposibilidad de reproducir un fenómeno de sudor de sangre en
una histérica a través de una orden directa, le requiere un gran esfuerzo re-
Asesinatos por sugestión 315

sistir la tentación de provocarle alucinaciones terroríficas a que lo incita su


propia curiosidad mórbida (y la del padre de la misma paciente que insiste
en continuar con el experimento). En La sugestión en terapéutica (1892),
Gregorio Rebasa refiere el caso de un paciente histérico, José, en cuyo trata-
miento la ortopedia mental y la experimentación megalómana conviven.
Su control sobre la voluntad de José llega a tal punto que, según Rebasa, a
veces ni siquiera necesita verbalizar sus instrucciones sino que basta que
las piense para que, telepáticamente, se actualicen en la mente del otro.
Bajo el dominio telepático del médico, José deviene un autómata que obe-
dece ciegamente cualquier sugerencia que se le haga: “lo mismo podría con
este sujeto mandarle a cometer un crimen, y sugerirle que no se acordara
absolutamente quién se lo había mandado a ejecutar” (Rebasa, La sugestión
97). El crimen aparece como una posibilidad cierta en los dos extremos del
circuito de comunicación inconsciente creado por la sugestión hipnótica.
En un extremo, es el sugestionador quien puede actuar criminalmente 
sobre los pacientes, dañándolos mental o físicamente; en el otro, es el 
sugestionado quien, convertido en un autómata, puede llegar a cometer un
crimen imaginado por otro.
Si bien los médicos usaban la sugestión hipnótica para tratar tanto a
hombres como a mujeres, y todo tipo de afecciones, las histéricas fueron las
destinatarias predilectas de esta modalidad terapéutica. En ellas la auto-
sugestión producía una perversión del sistema de representación corporal
de modo tal que la enferma, mediante un proceso de metaforización, ac- 
tuaba en su cuerpo los signos de otras enfermedades o escenas imaginarias
en que ella era siempre protagonista. De acuerdo con la mentalidad pa-
triarcal dominante, la histeria no era más que una exacerbación de una
tendencia innata en las mujeres a la exageración, la hipersensibilidad y el
histrionismo (Yzaurralde, Histeria 17–18). En tanto se concebía la histeria
como un desorden mimético que afectaba la capacidad de auto represen-
tarse (Meroño, Risa 31), la sugestión hipnótica era un modo de coaccionar el
cuerpo femenino mediante la manipulación de la imaginación. El proceso
de ortopedia mental facilitado por la sugestión operaba como un acto de
ventriloquia mediante el cual el cuerpo de la histérica era progresivamente
“hablado” por una voluntad que le era ajena. En esa escena de sujeción,
la espectacularidad de los ataques convulsivos que caracterizaban el des-
pliegue público de la enfermedad, y cuya gramática iconográfica había sido
establecida por Charcot, acrecienta la espectacularidad misma del proceso
de sujeción hipnótica por medio del cual el médico controlaba, como un
prestidigitador o un mago, el cuerpo de la histérica, obligándolo a actuar
según su voluntad. Los objetivos de la investigación médica se confunden
allí con los placeres del voyeurismo erótico, la contemplación estética y el
pensamiento mágico, mientras el cuerpo inerte de una mujer joven y en
316 Gabr iel a Nouzeilles

trance es el objeto en el que confluyen todas las miradas y todas las pasio-
nes.10 Esa es la escena de saber y poder donde, según Ingenieros, ocurrían
los “milagros de la ciencia,” y alrededor de la cual Holmberg y Chiappori
fabricaron sus asesinatos estéticos.

III.
The woman is perfected.
Her dead
Body wears the smile of accomplishment”
—Sylvia Plath, “Edge”

El relato detectivesco La bolsa de huesos (1896) del médico y escritor Eduardo


Holmberg es un ejemplo paradigmático de la tensión entre ética y estética
que caracteriza las representaciones literarias de crímenes en la moderni-
dad. Su contradictoria lógica jurídica deja a las claras que, contrariamente
a lo que afirma cierta crítica, no todas las variantes del género policial fun-
cionan como ejercicios virtuales de restauración de la ley.11 El texto está
encuadrado por un marco narrativo que simultáneamente afirma y pro- 
blematiza la autonomía literaria del texto, su para-legalidad. En ese marco,
el autor-narrador, el mismo Holmberg, discute explícitamente con Belisario
Otamendi, el jefe de pesquisas de la policía de la ciudad de Buenos Aires, si
el desenlace de su historia policial, supuestamente basada en un caso “real”,
es apropiado o no desde el punto de vista de la ley. Mientras el jefe de policía
considera que el final es inmoral, e incluso “criminal”, por no ajustarse a los
códigos legales, Holmberg defiende la libertad del escritor y la del médico,
y su derecho a tratar el caso según las reglas propias de la literatura y de la
ciencia experimental entendidas como prácticas separadas de lo político.
Holmberg ve en el debate desatado por su “juguete policial” la prueba más
completa de la eficacia literaria de su ficción criminal: “He consignado esto
porque envuelve para mí el mayor elogio: ¡Insistir con enfado al jefe de la
oficina de pesquisas de la policía de Buenos Aires en llevar a la cárcel a un
fantasma de novela! Nunca soñé un éxito semejante” (169).
El “juguete policial” de Holmberg no sólo es notable por su inestabili-
dad jurídica sino también por el sistema de correlación que establece en-
tre las figuras del detective y del criminal. Siguiendo las convenciones del
relato clásico de investigación, el texto propone una serie de operaciones
lógico-deductivas por medio de las cuales un detective resuelve un enigma.
El enigma en “La bolsa de huesos” es doble. El detective no solo tiene que
establecer la identidad del criminal, sino también la identidad de sus víc-
timas, las cuales han quedado reducidas a dos bolsas de huesos. Los hue-
sos son nada menos que las piezas sueltas de un rompecabezas, las claves
de lectura de la “obra” criminal que el brillante autor-asesino deja tras de
Asesinatos por sugestión 317

sí como un desafío intelectual para el detective. Dentro de esta dinámica


tantálica, el artista del crimen establece un juego de seducción por el que
tanto el detective como el lector son impulsados por el deseo de resolver
las incógnitas despertadas por los huesos dispersos. Mediante el arte de
la detección y del diagnóstico médico, el detective resuelve el enigma y
triunfalmente establece tanto la identidad de los restos óseos como la del
criminal. El asesino es la neurótica Clara, quien, vestida de hombre y apro- 
piándose del saber científico, seduce estudiantes de medicina, les extirpa
quirúrgicamente una costilla y luego los mata, envenenándolos. Su “obra”
sobre las víctimas, a las que abre, corta y mata, culmina con la reducción
de sus cuerpos a la expresión mínima del esqueleto. El texto se resuelve
en dos niveles. Epistemológicamente, Holmberg inmoviliza la ductilidad
proteica de Clara clasificándola como un caso de histeria, fijando así en su
sexualidad la etiología del delito. Jurídicamente, Holmberg salva a Clara
del castigo estatal facilitando su suicidio. Las dos resoluciones son el resul-
tado de una escena críptica, narrada a medias, en la que Holmberg disci- 
plina al monstruo travestido que representa Clara, exigiéndole, mediante la 
sugestión, que se vista de mujer, y obligándola a autodestruirse.
La destrucción final de la histérica podría fácilmente interpretarse
como realización narrativa del impulso disciplinario que canaliza toda fic-
ción policial, la cual, al castigar al transgresor, restaura el orden quebran-
tado por el crimen. En el caso de Clara, la justicia poética tendría también
un referente contextual, en tanto su figura transgresiva de madre soltera,
intelectual y mujer independiente se hace eco de la desestabilización de
los papeles sexuales tradicionalmente asignados a la mujer, causada por la
modernización de la sociedad porteña. Sin embargo, la restauración jus-
ticiera tiene su contrapartida perversa. En la misma escena en que somete a
Clara, el detective-médico-escritor se permite disfrutar momentáneamente
a solas, en trance seudo-masturbatorio, del esplendor erótico del cuerpo de
la histérica: “[al verla] sentí que todas las inserciones musculares parecían
desprenderse de sus respectivos asientos, y que todas las auroras me en-
viaban soplos de vida joven y fresca, en la plenitud de un esplendor que
se remontaba sobre los sueños y las ilusiones. ¡Qué soberana belleza vie- 
ron mis ojos asombrados!” (223). El objeto de la investigación detectivesca
deviene entonces objeto carnal.
Paradójicamente, la resolución del texto policial contrasta y a la vez equi-
para al detective hipocrático y a la asesina histérica. Por un lado, Holmberg
y Clara se oponen uno al otro como el hombre se opone a la mujer, el
policía al asesino, el médico a la histérica, y la ley a la transgresión. Por
el otro, se trata de figuras especulares. Ambos coinciden en su uso trans-
gresivo del saber médico, su capacidad para crear ficciones, y en su talento
para ejercer control sobre el cuerpo y la mente de los otros.12 Hasta cierto
punto, el paralelismo revela una inversión simétrica que pasa de la figura
318 Gabr iel a Nouzeilles

del criminal-como-artista (Clara) al artista-como-criminal (Holmberg).


Por ello, el problema ético que el marco textual del texto pone de relieve no
se relaciona solamente con la ambigüedad de un final “fuera de la ley”, que
substrae el cuerpo de la bella histérica de la jurisdicción del Estado, sino
también con la imposibilidad de dar una respuesta definitiva a la pregunta
sobre quién es “responsable” por la muerte de Clara. Hasta cierto punto, se
podría arriesgar que la estructura de “La bolsa de huesos” es un quiasmo,
según la cual su historia policial no sólo comienza, sino también culmina
con asesinatos. Mientras los dos primeros se resuelven, el tercer “asesinato”,
o “crimen telepático”, no sólo permanece abierto sino que es el disparador
de la ficción que leemos. La perspectiva disciplinaria del relato policial, que
debería coincidir con la del poder disciplinario estatal, queda de este modo
desplazada por la del escritor que coloca su propia conducta transgresiva
en el origen de su escritura. En ese límite, ley y literatura se opondrían radi- 
calmente: “mi corazón artístico se estremece todavía al recordar la belleza
de Clara, y cuando la ley escrita, desenterrada de algún código apolillado,
me fulmine una sentencia por ocultación o […] ‘instigación al suicidio’,
gritaré a los jueces desde el fondo de mi celda: ‘¡Envidiosos! Con todas sus
leyes, no han podido verla en su esplendor radiante e inmortal’ ” (236).
Del mismo modo, el relato policial de Holmberg se abre y se cierra con
cadáveres. Pero mientras los esqueletos desarmados, des-carnados, de
las víctimas masculinas se reducen a ser las piezas neutras y asépticas de
la investigación, la revelación del cuerpo de la histérica Clara es a la vez
botín epistemológico y espectáculo sensible destinado a la contemplación
estética. Haciéndose quizás eco de la idea de Edgar Allan Poe de que la
muerte de una mujer hermosa es el tema más poético del mundo (“The
Philosophy of Composition”), al morir, el cuerpo erotizado de la bella
Clara se convierte en objeto último de la representación. Los periódicos
que difunden el hallazgo de su cadáver resaltan su belleza inusual y la irre- 
sistible atracción erótica que ejerce; su boca delicada modela las curvas de
un beso, mientras la visión de sus ojos muertos y abiertos, “profundos y
aterciopelados”, estremece a los testigos. Lejos de causar horror, su inmo-
vilidad remite a la imagen de un cuerpo en suspensión, entre la vida y la
muerte; simultáneamente cadáver, cuerpo en trance hipnótico y escultura
corpórea (234). Mientras, en su famoso ensayo, De Quincey resalta el papel
del testigo involuntario en la respuesta casi física que provoca en el lector
la reconstrucción narrativa de un crimen violento, el relato de Holmberg
proyecta la experiencia sensible de lo estético en el disfrute escopofílico del
cadáver de una mujer, petrificada por la voluntad “telepática” del médico-
detective convertido en artista transgresor.
Asesinatos por sugestión 319

IV.
Una obra de arte es un sueño de asesinato realizado mediante un acto
—­Jean Paul Sartre, Saint Genet

Borderland de Atilio Chiappori desarrolla y lleva al límite las líneas de


sentido insinuadas en la ficción policial de Holmberg. El libro consiste en
una serie cíclica de narraciones criminales por las que desfilan, como en
un catálogo, diferentes maneras de matar a una mujer, cuyo espléndido
cadáver idealmente concluiría cada ficción ejemplar; aun cuando el asesi- 
nato no se realice en la práctica, la matriz significante del texto lo pos-
tula. Los asesinos son artistas, escritores o médicos para quienes el cuerpo 
femenino representa un objeto de deseo, un instrumento y/o un obstáculo.
En la mayoría de los casos los asesinatos, o sus intentos fallidos, suceden
de manera espontánea y gratuita, y resultan inesperados tanto para los
victimarios como para las víctimas que, en ocasiones, reflejan en sus ojos
muertos y vacíos el estupor con que enfrentaron su fin. Si bien las causas
inmediatas de la muerte difieren (síncope cardíaco, suicidio, hemorragia),
existe un hilo común que conecta los asesinatos entre sí, y que postula una
relación de traducción entre pensamiento y acción homicida, que incluye
la sugestión y la telepatía, por el que ciertas fantasías violentas se hacen
realidad, inscribiéndose en el cuerpo de las mujeres. En “La corbata azul”,
Máximo Lerma concretiza en el cuello de su esposa el deseo aberrante de
estrangularla, condensado en la fijación neurótica en una corbata azul; en
“El daño” la promiscua y vengativa Flora Nist destruye a la virginal Irene
implantando en su mente, bajo el sueño hipnótico, la idea de una hemorra-
gia incontenible en su noche de bodas; finalmente, en “El libro imposible”
el escritor decadente Augusto Caro sugestiona a su esposa y colaboradora
para que actúe su propio estrangulamiento en una performance mimética
tan perfecta y convincente que muere haciendo que se muere.13 En estas ope- 
raciones de literalización de una fantasía homicida, cuando el homicida
es un hombre, el paroxismo de placer que promete la violencia física del
asesinato se confunde con la experiencia erótica, entendida como el de-
seo de desintegración y fusión absoluta con el cuerpo de la amante.14 Estos
son ciertamente los términos en que Máximo Lerma experimenta, “con
espanto voluptuoso”, la progresiva cercanía del asesinato que se dispone
a cometer: “Y era tanta la vehemencia de su orgasmo que, a la mera idea
de aprisionar [su cuello], su sensibilidad hiperexcitada trasmitíale aluci-
naciones físicas; ya se le ahuecaban las manos, en cuyas palmas tenía la
sensación anticipada del contacto” (Chiáppori, Prosa narrativa 75).
En contraste con el relato policial de Holmberg donde el horizonte
ético es problemático pero sigue vigente, las narraciones estetizantes de
Chiappori reniegan de toda interpelación moral y apelan a la autonomía
320 Gabr iel a Nouzeilles

literaria para colocar sus crímenes aberrantes definitivamente más allá de


la ley, en el espacio experimental de la imaginación y la locura donde los
impulsos criminales del inconsciente se hacen realidad. Pero en tanto se
trata de delitos mentales, o creados en la virtualidad de lo imaginario, la
causalidad final del relato permanece en el terreno de lo indecidible, donde
conviven en tensión irresoluble dos planos de la experiencia, el de la cons- 
tatación empírica y la razón científica, y el de la imaginación y la experien- 
cia paranormal. En concordancia con la vacilación interpretativa que,
según Todorov, caracteriza la literatura fantástica, tanto la explicación ra-
cional como la maravillosa son posibles (The Fantastic). Así, puede que las
mujeres en trance mueran como consecuencia de la violencia telepática;
puede que sean víctimas fatales de reflejos automáticos producidos por el
miedo; o puede que mueran por causas orgánicas. La exploración de las
fronteras de la razón y la moral tiene, con todo, sus riesgos. En Chiappori,
quien se atreve a experimentar con lo aberrante corre el riesgo de no poder
regresar de los abismos a los que se asoma, y terminar suicidándose o, 
delirante, tras las paredes del manicomio.
Según Sylvia Molloy, la insistencia en la violencia de género que carac-
teriza la serie narrativa de Chiappori constituye “una suerte de histriónico
acting out ideológico” que revela lo que el “buen” modernismo reprime, en
particular, sus construcciones problemáticas de lo femenino y de lo sexual
(Molloy, “La violencia del género” 535). La redundancia estilística, el des-
pliegue melodramático de ideologemas centrales de la literatura moder- 
nista, hacen de Borderland una suerte de catálogo de las fantasías sado-
masoquistas en que se expresa la economía libidinal de la estética finisecu-
lar. Esto explicaría también uno de los rasgos más perturbadores del texto,
su marco narrativo, en el que un narrador cuenta, en la intimidad de un
jardín, las historias de violencia a una mujer, Leticia, ávida de horror.15
Desde esta perspectiva, el relato que inaugura el libro, “El libro impo-
sible”, es el más revelador, dado que en él se explicita el paradigma de sig-
nificación que se encuentra en la base del resto de los relatos. El hecho de
que sea una ficción gótica que gira alrededor de una casa señorial siniestra,
en la que ronda el fantasma intranquilo de una mujer asesinada, resulta
particularmente relevante para mi argumento. Se podría conjeturar que,
si la lógica fantasmática de lo gótico depende de un secreto que remite en
lenguaje cifrado a una experiencia traumática pasada o a una deuda, el se-
creto que se insinúa, sin nunca revelarse del todo, en “El libro imposible”
es que tanto la poética como la iconografía del modernismo literario, con
sus mujeres etéreas, silenciosas e inmóviles, se basa en la posesión y oblite- 
ración (violenta) de la voz y cuerpo femeninos como condición de posibili-
dad de la producción artística . No es otra, en mi opinión, la lógica que sub-
yace a textos modernistas tales como De sobremesa (1892) de José Asunción
Silva, El triunfo del ideal (1901) de César Dominici, Novela erótica (1907) de
Asesinatos por sugestión 321

Hernández Catá, y el que podríamos llamar el epítome del “texto-cripta”,


La amada inmóvil (1912) de Amado Nervo, en los cuales la muerte de la
mujer amada es el paso necesario para des-corporalizarla, des-sexualizarla
y convertirla, a través de la escritura, en ideal, imagen, fantasma.16 La fi-
sura de la representación que introduce lo espectral17 en la ficción gótica de
Chiappori apunta en una doble dirección. Por un lado, remite al trazo que
deja detrás de sí la mujer que pierde su identidad para que la adquiera el
artista, pero por el otro, supone el retorno perturbador de una proyección
que tiene el potencial de adquirir vida propia, independiente de su autor.
El crimen encubierto al que remite insistentemente la estructura gótica
del texto con sus pausas, interrupciones y silencios pavorosos, es el asesi- 
nato “telepático” de Anna María como consecuencia de la literalización en
su propio cuerpo de una fantasía criminal de su esposo, el escritor experi-
mental Augusto Caro. Como en las sesiones hipnóticas que se llevaban a
cabo en los hospitales o la escena cripto-gramatical de domesticación en
el texto de Holmberg, el cuerpo automatizado de la histérica vuelve a ser
“hablado por otro”, adoptando alternativamente los papeles y poses que se
le sugieren; pero esta vez, la sugestión hipnótica no tiene por objetivo la
extirpación de una idea mórbida o el autocastigo disciplinario, sino más
bien la ventriloquización expresiva de una idea mórbida ajena, una puesta
en acto (estético) de un mensaje sugerido que culmina en la rigidez escul-
tural de la muerte. A través del proceso de traducción de la voluntad de
poder artística, el cuerpo femenino, congelado, estático en los escenarios
virtuales que se le sugieren, se convierte él mismo en “obra de arte,” la cual
depende para su existencia, primero, de la apropiación de los mecanismos
de conversión simbólica de la histeria, y luego, de la supresión absoluta de la
inestabilidad significante de la sexualidad femenina a través de la muerte.18
En tanto se trata de un texto autorreferencial, “El libro imposible” ex-
plicita las convenciones poéticas que lo sostienen. El título mismo remite
a un lugar común del modernismo, resumido en el famoso verso de Darío
“Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”, que declara el ideal
estético en términos de un objeto imposible, también fantasmático, que se
aleja continuamente del alcance del poeta que lo persigue en vano, a través
de diferentes fórmulas y tradiciones literarias. El escritor decadente, aco-
sado por el temor de la página en blanco, siempre linda con la figura del es-
critor fracasado, estéril, incapaz de crear nada. Augusto Caro, quien según
el narrador ni siquiera podía aspirar a la denominación de “raro” tan cara
a Darío, diseña un plan con el cual tener acceso a la anhelada obra maestra.
El plan consiste en usar su propia hiperestesia, o exagerada susceptibili-
dad neurótica, para encarnar vidas posibles que, según teorías de la época
como la de William James, permanecen en estado virtual hasta que los
sonámbulos, los videntes, los hipnotizados y los artistas las convocan, no a
través de la inteligencia, sino de las sensaciones y de las emociones. A pesar
322 Gabr iel a Nouzeilles

de sus esfuerzos, la obra de Augusto permanece incompleta, porque no 


puede representar a las mujeres. Inspirado por la afirmación de Baudelaire
de que toda mujer es fatalmente sugestiva, porque es capaz de vivir otras
vidas además de la propia, Augusto sale en busca de una modelo que fa-
cilite la realización de su proyecto. La solución es Anna María, una actriz
italiana, con quien se conecta telepáticamente a través de la comunicación
intercerebral “que se manifiesta por las vías de la inconsciencia y de una
manera imprevista y sin que se requiera entre los dos seres una relación
previa” (59). Anna María no solo tiene el talento de actualizar las ideas
ajenas sino también de reencarnar otros espíritus bajo la guía directriz de
Augusto. El cuerpo resonador de Anna María remite tanto a la figura de
la histérica como a la de su doble complementario, y de igual fama en el
Buenos Aires finisecular, la médium: 19
[…] bastábame, para verla encarnar una vida imaginaria, con hacerle
una descripción exaltada del momento patético. Recogíase unos minutos
en la penumbra de ese camarín, y un temblor imperceptible recorría su
cuerpo. Poco después era la ella la otra, la “imaginada.” Por eso he dicho
encarnar. […] Sentía como era la otra, sufría o alegrábase como la otra, su
voz cambiaba de timbre y hasta sus facciones sugerían la fisonomía virtual
(Chiáppori 60).
La metamorfosis continua de la amante de Augusto en otras mujeres
imaginarias reproduce en su cuerpo la búsqueda modernista de una
forma/mujer que siempre resulta insatisfactoria, insuficiente. Anna actúa
las ideas y los fantasmas que convoca Augusto en su obra experimental,
borrando su propia identidad hasta el punto de que su fisonomía empieza
a desdibujarse. Sin embargo, a Augusto nada parece bastarle. Finalmente,
una noche de tormenta, decide pedirle a Anna la suprema prueba de
amor, su identificación absoluta con el amo: imaginar y actuar su propio
estrangulamiento:
Le dije: “¿ves? Yo te comprimo hasta sofocarte—eso sí, no llegue a tocarla,
¡te juro!—tú sientes que el corazón te quiere estallar, sientes una onda de
sombra de sombra en tu alma y un frío que te sube a la garganta…” Ella
sentóse aquí, a mi lado, en este mismo lecho, en este mismo sitio en que me
ves y se fue repitiendo: “Te perdonaría, te amaría, y me iría así, así, así, así!
(Chiáppori 64–65).
Sumisa y complaciente, Anna María actúa su propia aniquilación
(imaginaria) a manos de Augusto, y muere fingiendo que se muere. El pa- 
saje dramatiza la transición desde la orden verbal, formulada como la 
descripción detallada de una situación ficticia, a la aceptación oral del pacto
sadomasoquista, seguida de la mímica exacta de la imagen sugerida.20 El
talento mismo de la histérica, su capacidad extraordinaria de recreación de
lo quimérico, cancela la distinción entre original y copia, y como la Clara
Asesinatos por sugestión 323

de Holmberg, se autodestruye al incorporar el deseo del otro. El objeto re-


sidual del pacto mimético es el cadáver vaciado y petrificado de la amada,
significante material de lo estético. Si bien esa materialización estética no
aparece al final de “El libro imposible,” la serie narrativa de Borderland
la explicita en otros relatos, como al final de “El daño” donde se pone en
escena de manera espectacular en el escenario erótico por excelencia, el
lecho, la amada inmóvil: “En el amplio lecho nupcial, rojo de sangre aún
tibia, destacábase Irene, tendida de través, tan blanca, tan blanca e inmóvil,
que se la hubiese tomado como una estatua yacente.” (95).

Notas
1 El público, por su parte, en su calidad de testigo consustanciado, es una suerte de cómplice, quien
disfruta del espectáculo a salvo de todo juicio moral.
2 El papel de la prensa y las secciones policiales es fundamental para entender la cultura profana del
crimen en el siglo siguiente. Para la década de 1920 y el carácter experimental y ficcional de las
crónicas policiales del diario Crítica, ver Saíta, Regueros de tinta.
3 Sobre los usos transgresivos del saber médico y su interés por fenómenos raros o anormales, se
puede consultar Molloy, “Diagnósticos del fin de siglo”.
4 Sobre los usos estetizantes de la medicina y la cultura de la enfermedad, ver Nouzeilles “Narrar el
cuerpo propio”.
5 Según Bronfen, la proliferación desde fines del siglo XIX de representaciones de cadáveres de
mujeres subraya la fuerte asociación entre muerte, estética y la condición femenina en la
literatura y el arte modernos (Over her Dead Body, en particular capítulos 4, 9 y 15).
6 Un entramado discursivo semejante marcó la producción de la mayoría de los escritores moder-
nistas latinoamericanos, incluyendo la obra de Rubén Darío, José Asunción Silva, José María
Vargas Vila y Delmira Agustini.
7 Textos de psicología social como Las multitudes argentinas (1899) y Los simuladores de talento
(1904) de José María Ramos Mejía, y La simulación en la lucha por la vida (1900) de José Ingenieros
serían en parte respuestas a esa preocupación por fenómenos como el control mental, el conta-
gio de ideas, la seducción de las masas.
8 Aludo aquí a la noción de pensamiento mágico en el sentido que le da Freud, es decir, un sistema
de creencias basado en la convicción de que los deseos y los pensamientos pueden modificar el
mundo material sin mediación alguna. Ver Totem and Taboo.
9 Sobre las tradiciones interpretativas de la histeria en la modernidad, que también afectaron las
representaciones locales de la enfermedad en Buenos Aires en el entresiglo, ver Micale, capítulo 1.
10 Allí tenían lugar los “milagros” de ciencia, fenómenos de naturaleza extraordinaria que
estudiantes de medicina, escritores y meros curiosos acudían a ver en las sesiones públicas
que se ofrecían en los hospitales de Buenos Aires.
11 Porter, por ejemplo, opone el relato detectivesco a la tradición transgresiva inaugurada por
De Quincey. Esta sería también la posición de Miller, para quien todas las manifestaciones del
realismo, incluido el relato policial, reproducen la relación entre saber, poder y representación
características de la modernidad disciplinaria. Ver Porter, The Pursuit of Crime y Miller The Novel
and the Police.
12 El médico-escritor y la histérica criminal también comparten un deseo de justicia para-estatal,
que difiere de la noción estatal de justicia. Para un excelente análisis de Clara como parte de
una serie de ficciones sobre mujeres que matan en busca de formas alternativas de justicia, ver
Ludmer “Mujeres que matan”. Sobre la lógica narrativa de “La bolsa de huesos” y su relación con
las políticas médicas de la histeria y el cuerpo femenino en Buenos Aires en el fin de siglo, ver
Nouzeilles “Políticas médicas”.
32 4 Gabr iel a Nouzeilles

13 Aunque el protagonista de “El pensamiento oculto”, otro de los relatos, no realiza su deseo
homicida, la lógica del relato es la misma: de la idea fija pasa a la acción de arrojar a su esposa al río.
14 En este sentido, algunos de los asesinos de Chiappori actúan como los amantes de Bataille, para
quien lo erótico suponía un deseo de muerte que podía manifestarse como asesinato. Ver Bataille,
Erotism 11–19.
15 El marco narrativo conecta Borderland con otra novela de Chiappori, La eterna angustia (1908),
en que el narrador y Leticia son los personajes principales, y donde Leticia misma es víctima de la
violencia. Ver Molloy, “La violencia”.
16 La relación entre escritura y cadáver no puede ser más directa en el caso de Nervo, que según se
dice, escribió La amada inmóvil mientras velaba los restos de Ana Cecilia Dailliez, su secreta com-
pañera, en Madrid.
17 Conviene recordar que etimológicamente “fantasma” proviene de la palabra griega “phantasma”:
imagen. Sobre el efecto de dispersión y fragmentación de lo gótico, ver Wolfreys 6.
18 La posesión del cuerpo histérico en beneficio del arte presenta semejanzas con la posesión
que ejerce otro personaje finisecular, el vampiro, sobre sus víctimas, con quienes también se
comunica telepáticamente, y cuya sangre y energía vital necesita para continuar viviendo.
19 En las últimas décadas del siglo XIX, el espiritismo alcanzó una gran popularidad entre las
nuevas clases medias pero también entre la clase oligárquica. Algunas mediums, como María A.
de Rolland, llegaron a ser célebres por la espectacularidad y carácter convincente de sus trances.
Se sabe que Wilde, Holmberg, Ramos Mejía, Roca e Ingenieros asistían con frecuencia a sesiones
espiritistas en La Plata y en Buenos Aires (ver Bianchi. “Los espiritistas”). En Histeria y sugestión,
Ingenieros identifica a las mediums con las histéricas, y atribuye los fenómenos paranormales de
los que toman parte a manifestaciones extraordinarias de la sensibilidad y el movimiento bajo
sugestión (317).
20 El acuerdo performativo entre Augusto y Anna María se asemeja al pacto narrativo entre el
narrador general de Borderland y su destinataria explícita, la nerviosa Leticia, quien, como lectora,
“revive” sugestivamente las historias de violencia genérica que se le cuentan, identificándose con
sus víctimas. Las interperlaciones del narrador apuntan en esa dirección, como cuando, al final de
“La corbata azul”, pregunta a su interlocutora: “Se imagina usted—pregunté interrumpiendo el
relato–todo el horror, la inaudita confusión de ideas y de sentimientos que experimentara Luisa
en aquel minuto, al ver a su esposo, a quien amaba con delirio, siniestramente transfigurado,
ahogándola sin piedad?” (76).

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The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 327–138

Contaminaciones: inmigrantes
y extranjeros en las representaciones
ficcionales de la nación argentina

Alejandr a Laer a, Conicet–Universidad de Buenos Aires

En una sesión de la Cámara de Diputados de 1896, un grupo de repre-


sentantes encara una discusión bastante singular en el marco del debate
de un proyecto de ley sobre la necesidad de que los inmigrantes e hijos de
inmigrantes sean escolarizados obligatoriamente en castellano. La dis-
cusión surge alrededor de una palabra utilizada por un defensor del pro-
yecto: “contaminación”. Mientras éste señala “la necesidad de defender el
alma nacional de toda contaminación extranjera”, uno de sus opositores
cuestiona el uso de la palabra y se pregunta qué quiere decir “contaminar”:
“Contaminar, según el diccionario de la lengua, es: Penetrar la inmundicia
en un cuerpo, causando en él manchas y mal olor. La acepción de la palabra,
según el diccionario de la Academia—agrega el diputado—es: viciar, alterar
el texto u original; es pervertir, corromper, mancillar la pureza de la fe y de las
buenas costumbres” (énfasis en el original). En una sesión subsiguiente, se
vuelve sobre la palabra, y aquellos que la han usado o aceptado se defienden
de las insistentes críticas: “¿Quién ha dicho que la palabra contaminación
sólo pueda emplearse en el sentido que decía ayer el señor diputado por la
capital? […] La palabra ‘contaminación’ no solamente significa eso, sino que
es legítima, perfectamente bien usada en todos los casos en que se trata del
menoscabo de la pureza de un sentimiento” (Diario de Sesiones 771 y 806).1
Si atendemos a la definición de la palabra, la discusión sobre el sentido
de la “contaminación” ilustra el pasaje de un registro material (penetrar un
cuerpo) a uno de corte espiritual (corromper la pureza de la fe) pasando
por un registro de orden estrictamente lingüístico que involucra conflicti-
vamente los otros dos (viciar el texto). De ese pasaje, me interesa señalar un
aspecto que ya en ese momento resulta decisivo en todas sus consecuencias:
la insuficiencia y el paulatino descrédito de las técnicas positivas de obser-
vación frente al terminante avance de nuevas técnicas de control y modos
más espirituales de conocimiento (el ambiente, la lengua, la instrucción).

327
32 8 A lejandr a L aer a

Teniendo en el horizonte, entonces, el cambio de paradigma que se efec-


tuaría en las primeras décadas del siglo XX, no debería sorprender, por lo
tanto, que la palabra “contaminación”, una de las más explotadas metafó-
ricamente, junto con “contagio”, “invasión”, “epidemia” o “plaga”, en la
narrativa del último cuarto del siglo XIX y principios del XX para abordar
la cuestión de la inmigración, sea, de entre todas, aquella que es preciso
someter a discusión. Y tampoco debería sorprender que la palabra “conta-
minación” aparezca no ya en el universo simbólico de las representaciones
ficcionales a modo de recurso expresivo (o en el discurso periodístico y
ensayístico de la época con la misma función), sino en el terreno jurídico
legal, donde se dirime su significado literal y los alcances verificables de su
sentido—o sea: la acción y efecto de contaminar—en la nacionalidad. Esta
manifestación a la vez literal y jurídica, frente a las metafóricas y literarias,
debe ser atendida en toda su dimensión, no sólo porque pone de relieve
la sintonía entre los debates del mundo social y las elecciones literarias
a través de los usos de la lengua. También, porque hace evidente ciertos
desajustes y desplazamientos entre ambos órdenes respecto de la figura del
inmigrante y del problema de la inmigración.
En este artículo, propongo leer, a la luz de esas consonancias, desajustes
y desplazamientos, un conjunto de novelas sobre los inmigrantes y los ex-
tranjeros escritas en el período que corresponde a la ola inmigratoria que va
de 1880 a los primeros años del siglo XX, más exactamente desde la publi-
cación de ¿Inocentes o culpables? de Antonio Argerich (1862–1924) en 1884
a la publicación del último libro de los cinco que integran el Libro extraño
de Francisco Sicardi (1865–1929) en 1902, porque en ellas—y en sus mismas
variaciones—puede leerse un primer momento de elaboración ficcional de
la problemática en cuestión. ¿De qué manera procesan todas estas novelas
el pasaje de un registro material a uno espiritual? ¿Cómo procesan, en esa
misma dirección, la cuestión de la lengua, y a qué otros núcleos o matrices
explicativas la vinculan? Y también: ¿qué tipo de interacción entre las re-
presentaciones ficcionales y los núcleos ideológicos, políticos y culturales
llevan a cabo las novelas con inmigrantes y extranjeros? ¿Son homogéneas
esas representaciones, o se vinculan en cambio a proyectos diferentes, y a
veces inconciliables, de nación?

I. Contagio y contaminación
La discusión en la Cámara de Diputados pone en escena un momento de
disputa sobre lo nacional—como oportunamente lo señaló Lilia Ana
Bertoni a partir de la interpretación de fuentes similares2 —que corrige la
versión simplificadora posterior que puso énfasis sólo en las concepciones
homogeneizadoras de esa época y borró las disidencias en el interior de la
elite política. Esta discusión sobre lo nacional y la nacionalidad lo es tam-
Contaminaciones 329

bién sobre el inmigrante y el extranjero y sobre su capacidad de “contami-


nar” a la sociedad que lo rodea. Y allí surge el meollo de la confrontación: ¿es
el sentido de la contaminación siempre negativo? ¿Es válido usar el término
para referirse a la acción ejercida por los inmigrantes sobre el resto de la so-
ciedad en la que viven? Finalmente: ¿qué implicaciones ideológicas tiene
la elección del término? En ese punto, precisamente, se juegan los sentidos
de la palabra: original y deformación, pureza y corrupción, o bien malfor-
maciones y desviación sensorial, vicios y perversiones. De la penetración y
alteración del cuerpo al mancillamiento de la fe y las buenas costumbres,
el tema de la contaminación va de lo físico a lo espiritual, pasando por lo
etiológico. Esta transposición acompaña la propia historia del pensamiento
entre 1880 y 1910, que va del determinismo biologicista al nacionalismo de
corte espiritualista.
En relación con esto último, cabe también revisar los campos semán-
ticos evocados por “contaminación” y los desplazamientos léxicos que la
discusión sobre la palabra provoca. Contaminación engloba el término
“contagio” (de hecho, aparece como su sinónimo en una de las acepciones
que consta en una edición reciente del Diccionario de la Lengua) 3 pero con
un par de desplazamientos: hace más claro el pasaje del cuerpo al espíritu
que la definición de la palabra propone, y sobre todo el pasaje del cuerpo al
ambiente. Como si dijéramos: con la contaminación se produce una suerte
de giro ecológico en la caracterización de la inmigración. Si bien ambas pa-
labras refieren un movimiento de expansión rápida, el contagio exige una
relación física antes que psicológica (aunque la teoría del contagio de Le
Bon incluya esta variante) 4 pudiendo dar lugar a una epidemia, con lo que
ésta supone de degeneración o aniquilación. En cambio, la contaminación
(más allá de la sinonimia con “contagio”) apunta más bien a la degradación
del original e involucra al medio y al ambiente: la figura de la contamina-
ción no es la epidemia sino la plaga; su eje es menos el individuo que la so-
ciedad. De allí, entonces, que pueda verse en la idea de contaminación un
articulador privilegiado entre inmigrante/extranjero y nacionalidad.
Estos desplazamientos pueden ilustrarse confrontando En la sangre
(1887), la novela de Eugenio Cambaceres, considerada emblemática de la
mirada naturalista sobre el inmigrante, con La Bolsa (1890), la novela de
Julián Martel, en la que el sentimiento xenófobo se basa en el supuesto
de la contaminación de la sociedad por el extranjero y no en el contagio.
Mientras la primera apuesta a las ideas de herencia y contagio para explicar
los peligros del ascenso social del hijo de italianos que, por medio del abuso,
logra casarse con la hija de un miembro de la elite porteña y desfalcar a su
familia, la segunda despliega toda la extranjería cosmopolita que rodea al
protagonista, un abogado de antepasado inglés que se deja llevar por la fie-
bre de la Bolsa, queda en la ruina y se vuelve loco. En buena medida, y en el
marco de la crisis económica, política e institucional de 1890 a la que busca
330 A lejandr a L aer a

darle respuesta, La Bolsa es un punto de inflexión en las representaciones de


inmigrantes y extranjeros, y abre varios frentes a la vez para oponerse a lo
que denomina “promiscuidad de tipos y promiscuidad de idiomas” (37).
Como alternativa a la historia individual y de corte hereditario que es
En la sangre, La Bolsa pareció resultar, en el mediano y el largo plazo, más
eficaz que una novela tan leída en su momento y olvidada después por
la crítica literaria como Carlo Lanza, publicada en folletín por Eduardo
Gutiérrez en la serie de sus “Dramas cómicos”. En vez de ser producto de
una inspiración xenófoba, Carlo Lanza, y su continuación Lanza, el gran
banquero, abandonaban todo prejuicio y proponían una mirada de corte
popular sobre el inmigrante, que pone en cuestión no sólo la homogenei-
dad del corpus ficcional sobre la inmigración sino también la visión ma-
niqueísta de la ideología de los años 80. 5 Sin embargo, volver a esta no-
vela—siguiendo los menos visibles pero muy persistentes recorridos de la
narrativa popular en entresiglos—permite encontrar un eslabón inicial en
la cadena de representaciones de la inmigración que, en las primeras déca-
das del siglo XX, darían las historias populares (sentimentales, humorísti-
cas o de crítica social) o el teatro (del sainete al grotesco).
Ahora bien: un desplazamiento similar al producido entre En la sangre
y La Bolsa puede observarse, aunque con una mirada compasiva sobre el
inmigrante, al confrontar los dos primeros tomos vinculados con el tema
que componen el Libro Extraño de Francisco Sicardi, publicados en 1894
y 1895, con el último, titulado Hacia la justicia y publicado en 1902. Si el
primero presenta la historia del hijo de inmigrantes que se desgracia para
salvar la honra familiar en una clave que combina residuos naturalistas,
imágenes simbolistas y elementos del espiritualismo finisecular, el último
se sumerge en el terreno de lo político y a la historia individual le da di-
mensión colectiva. Más todavía: allí se produce claramente un nuevo salto
metafórico que permite pensar en la contaminación social como conta-
minación de clase: muchos de los inmigrantes que antes eran borrachos y
prostitutas ahora son anarquistas.
Es que, a diferencia del contagio, el “giro ecológico” implicado en la idea
de contaminación la hace más productiva para un uso metafórico de signos
diversos (negativo o positivo, crítico o comprensivo, denuncialista o com-
pasivo) y, sobre todo, para hacer de correa de transmisión (o mejor: de difu-
sión) entre lo individual y lo nacional, pasando por la sociedad y por la clase.
De hecho, este giro ecológico afecta decisivamente la composición de dos
novelas que pueden ser leídas como una propaganda de la inmigración en la
Argentina: tanto la historia del inmigrante italiano que se afinca en el campo
en Bianchetto (1896), de Adolfo Saldías (1850–1914), como la historia de la co-
lectividad inmigrante que encuentra en la Argentina su “tierra de promisión”
en, precisamente, Promisión (1897), de Carlos María Ocantos (1860–1949).
Todo este movimiento es acompañado, a modo de background con pre-
Contaminaciones 331

sunción teórica, de ensayos de corte cientificista (médico, sociológico o po-


lítico) que, más de allá de que las ficciones ilustren o desmonten sus tesis y
diagnósticos, coinciden con ellos en el uso de ciertas matrices descriptivas
y de ciertas figuras expresivas. 6 En ese mismo sentido, entonces, basta com-
parar dos textos sumamente significativos en relación con las ideas sobre
inmigrantes y extranjeros: el prólogo a ¿Inocentes o culpables?, la novela de
Antonio Argerich, de 1884, escrita contra “la inmigración inferior europea”
(10), y Expulsión de los extranjeros de Miguel Cané, de 1899, escrito para
sustentar el proyecto de ley presentado ese mismo año al Senado, que sería
promulgado en 1902 y se conocería como Ley de Residencia. El problema de
la herencia (que roza aquí el degeneracionismo) como fundamento de la
propaganda anti-inmigratoria, ha sido reemplazado por el problema polí-
tico social provocado por “los nuevos enemigos del orden social” (5). Decía
Argerich sobre los criterios del programa inmigratorio: “si la selección se
utiliza con evidentes ventajas en todos los seres organizados, ¿cómo enton-
ces si se recluta lo peor pueden ser posibles resultados buenos?” (11).7 Dirá
Cané sobre el destino elegido por los emigrantes: “Ese país, ¿es necesario
decirlo?, es el nuestro, la tierra de promisión para todo vagabundo o delin-
cuente que no encuentra ya cabida en Europa” (Expulsión 11). Y mientras
uno propone al gobierno “estimular la selección del hombre argentino im-
pidiendo que surjan poblaciones formadas con los rezagos fisiológicos de la
vieja Europa” (Argerich 14), el otro destaca que “la ley de excepción que au-
toriza la expulsión del extranjero, sólo será usada en nuestro país contra los
que vienen, no a buscar trabajo y facilidades para la vida, sino a perturbar,
en perjuicio de los mismos extranjeros radicados en nuestro suelo, la tran-
quilidad social o a amenazar la seguridad del estado” (Cané 19). Estando
vinculadas desde el comienzo la inmigración y la nacionalidad, su relación
se define, sin embargo, de maneras muy diferentes en ambos textos, y pone
de manifiesto, a través de la sangre y de la lucha de clases, sus dos posibili-
dades extremas.
Ahora bien: que en las sesiones del Congreso de 1896 se dirima esta re-
lación discutiendo una cuestión de lengua (el sentido de una palabra en
el marco de una discusión sobre el idioma nacional) muestra un aspecto
central de ese pasaje: como si la lengua fuera la bisagra entre el cuerpo (en
tanto espacio de coincidencia de la interioridad y la exterioridad del sujeto)
y la sociedad (la familia, el trabajo, la asociación, y todas sus prácticas).

II. El cuerpo
No todas las novelas sobre el inmigrante pusieron de relieve la “cabeza
grande”, las “facciones chatas”, la nariz “ganchuda” y los “ojos chicos y
sumidos” (En la sangre 13). No todas hicieron que, imprevisiblemente, un
italiano rubio y de ojos verdes fuera retratado como un “sátiro” y un “de-
332 A lejandr a L aer a

forme” con el “pelo revuelto y enmarañado”, la “frente pequeña y depri-


mida” y el “pecho ancho y exuberante de vegetación cerdosa” (¿Inocentes
o culpables? 27). En muchas de ellas, el inmigrante, también italiano,
como los otros, aparece con una “fisonomía dulce, inteligente y hermosa”
(Bianchetto 4), e incluso hay casos como el del joven inmigrante vasco que
es definido categóricamente por un gaucho que frecuentaba la tienda en la
que él trabajaba: “El amigo Foronda—decía uno que gozaba fama de re-
belde—es el pulpero más lindo que ha pisau la Babilonia […] Dígame, don
Miguel, ¿de qué pagos ha sacau esta laucha?” (Teodoro Foronda 95). 8
Si bien ha tendido a verse este contraste en términos de un origen de
clase que explicaría el prejuicio étnico de los escritores ante cierto tipo de
inmigración, tal análisis parece reforzar una inferencia previa a la lectura
de las novelas y bastante superficial. La lectura de un corpus narrativo más
amplio sobre los inmigrantes pone de manifiesto no sólo que esas “lau-
chas”—como las nombraba el gaucho de Teodoro Foronda—vienen de “pa-
gos” completamente diferentes, sino también que el origen de los escritores
de esas novelas es menos previsible de lo que se cree. Así como es cierto
que las novelas de la década del 80 que hacen planteos contra los inmi-
grantes eligen protagonistas de procedencia italiana (ya sean de Génova o
de Nápoles), también lo es que se reducen a apenas dos novelas (¿Inocentes
o culpables? y En la sangre) y que la otra novela con inmigrantes italianos
es el folletín popular Carlo Lanza de Gutiérrez que no se encuadra bajo
la misma descripción. A la vez, aquellas que se manifiestan a favor de la
inmigración presentan, como mencioné, una amplia variación, de la cual
Bianchetto es ejemplar, ya que tiene un protagonista italiano y fue escrita,
no por un descendiente de italianos como Podestá o Sicardi, sino por un
miembro de la elite como Saldías.9
Es cierto, de todos modos, que a primera vista ambas representaciones
físicas del inmigrante parecen enfrentar, a la materialidad del rostro y el
cuerpo de los primeros, una descripción que tiende a la abstracción, como
si la visión positiva del inmigrante hiciera referencia a un tipo idealizado
y no a los hombres y las mujeres que efectivamente llegaban al Río de la
Plata. Sin embargo, una mirada atenta permite ver que el plano material de
la descripción física también aparece, sólo que no se vincula con la estética
del cuerpo (o la “antiestética” y, desde la perspectiva naturalista, su coro-
lario moral) sino con la fuerza. En Promisión, la descripción de la pareja
de franceses que protagoniza la historia, y que aparece en función de la
adaptabilidad de los inmigrantes al Río de la Plata y no como presentación
de los personajes, subraya este aspecto: “él era un mocetón robusto, muy
basto, con unas piernas y unos músculos… ¿Y ella? moza más garrida y
sanota no la había en todo el contorno” (Ocantos 13). La selección léxica
(“mocetón” en vez de “joven” o “mozo”; “garrida” en vez de “esbelta”, y
“sanota” en vez de “sana” o “muy sana”), junto con elementos expresivos
Contaminaciones 333

como los puntos suspensivos y la pregunta retórica dirigida al lector, no


sólo le quita valor estético al cuerpo (especialmente al de la mujer), sino
que refuerza—sin decirlo todavía—la idea de que el cuerpo del inmigrante
debe ser un cuerpo apto para el trabajo. Y de no serlo plenamente, como
el pequeño Bianchetto al llegar a Buenos Aires, debe serlo potencialmente,
para que, cuando el medio saludable, en particular el campo, opere pro-
ductivamente sobre él, le haga desplegar toda su fuerza.10
Ese desplazamiento en la función del cuerpo tiene su correlato en la
función asignada a la sangre. Porque no se trata de que en un texto escrito
a modo de propaganda de la inmigración como Bianchetto la sangre sea
un elemento ausente o indiferenciado del resto. Por el contrario, la sangre
resulta la máxima ofrenda que el extranjero le puede hacer a la patria para
formar parte de ella: “¿A quién le habría ocurrido conceptuar extranjero
a Bianchetto? Ni a él mismo. Su sangre derramada con la de los valientes
gauchos con quienes se había criado; su sentimiento y su voluntad enérgi-
camente le habían llevado a confundirse con la población nacional” (295).
La sangre deja de ser considerada como aquello que el cuerpo migrante
trae (y que atenta contra la nación o lo nacional porque contagia), para ser
aquello que el cuerpo dona. El cuerpo, así, no es más el espacio donde, en el
mejor de los casos, se puede leer un origen y una naturaleza (una fisiología,
una personalidad), o donde, en el peor de los casos, ese origen y esa na-
turaleza puede ser disimulada. De ser objeto de lectura, como pretendían
las ciencias médicas primero y después la criminología y la sociología, el
cuerpo viene a ser un objeto que está disponible para ser usado y naciona-
lizado. Lo que Saldías pasa por alto, en Bianchetto, es que aquellas a las que
muestra como luchas patrias no son ni las guerras de la independencia ni
la guerra del Paraguay que, pese a sus fines dispares, tienen un indiscuti-
ble carácter nacional. Son, en cambio, luchas civiles en las que se dirimen
cuestiones políticas: Bianchetto participa de la “revolución del 80” en la
cual el autonomista Carlos Tejedor se enfrenta al recién electo presidente
Julio Argentino Roca oponiéndose, entre otras cosas, a la federalización
de Buenos Aires. Así, Saldías—quien había participado en persona de esa
misma “revolución”—se saltea la política para proponer una nueva con-
figuración de lo nacional. Recién entonces, y habiendo estado Bianchetto
al borde de la muerte a raíz de una herida enemiga, Correas—el gaucho
propietario de la estancia en la que trabaja el inmigrante—deja de lado su
egoísmo y acepta que éste se case con su hija, produciéndose el cruce étnico
en el que se basa la futura familia argentina.
También Genaro, el protagonista del segundo volumen de Libro extraño,
aparece integrado a un sistema familiar y laboral (pero subsidiario: es co-
chero de la familia criolla), y también participa de las luchas civiles como
un héroe (aunque no por propia voluntad sino para expiar un crimen). Es
que Genaro—en ese extraño mix de poéticas que es la novela de Sicardi—
334 A lejandr a L aer a

se deja llevar por sus impulsos atávicos y, para salvar el honor de su familia,
comete un asesinato, sirviendo así la entrega del cuerpo a la patria como
compensación de los elementos negativos del personaje.11 Genaro, con su
vida y con su muerte, con las pulsiones positivas y las negativas que se anu-
lan entre sí, es la condición necesaria para que, después de él, tenga lugar la
re-generación. En ese sentido, su cuerpo no es tanto el espacio donde leer
una interioridad sino donde actuarla: Genaro canta todo el tiempo lo que
le pasa, se alcoholiza todo el tiempo para poder pasar a la acción, es herido
varias veces y, finalmente, sufre convulsiones violentas que son como una
performance de la lucha entre lo bueno y lo malo de su naturaleza. Con la
familia de inmigrantes vascos Errécar, llegará la regeneración racial y el in-
migrante tendrá entonces—son los primeros años del siglo XX—verdadera
dimensión social.
Ahora bien: ¿qué ocurre cuando el cuerpo engaña? O, dicho desde otra
perspectiva: ¿cómo hacer para que el cuerpo sea leído sin equívocos? Ésta
es una preocupación propia de la época y adquiere ribetes obsesivos cuando
se trata de los extranjeros y, sobre todo, de los descendientes de inmigran-
tes que—según la paradójica creencia en la influencia del medio—van per-
diendo los rasgos físicos reveladores de su origen. Antes que, en las novelas
y ensayos de los 90, parte de esa preocupación se transforme en confianza
en el efecto evolutivo de los aires nuevos sobre los inmigrantes y sus hijos
(Bianchetto, Promisión, pero también Las multitudes argentinas), es decir,
antes del giro ecológico, las representaciones ficcionales muestran la inade-
cuación entre interior y exterior como desajuste (¿Inocentes o culpables? en
la figura del joven suicida hijo de italianos), como simulación (En la sangre
en la figura del advenedizo Genaro) o como farsa (Carlo Lanza en la figura
del tramposo protagonista que engaña a la comunidad napolitana).
De la paranoia al disparate total, lo que en En la sangre se psicologiza (el
simulador que, salvando las diferencias y ya sin restricciones étnico-racia-
les, ingresa en la Argentina a la criminología de la mano de José Ingenieros
a comienzos del siglo XX), en Carlo Lanza se encuentra—narrativa popu-
lar mediante—con un recurso decididamente novelesco: el disfraz. Lejos
de las explicaciones evolutivas y de la lógica de la asimilación, el folletín
popular representa a los italianos que quieren ocultar su verdadera iden-
tidad—generalmente estafadores y libertinos de una clase social elevada y
no los integrantes del “pueblo”—disfrazados en “todo aquello que era ne-
cesario para desfigurarse la cara y la cabeza” (214). Usado en el contexto de
los 80, este cambio artificial de la fisonomía, que se relaciona directamente
con la tradición del folletín popular, gana un plus de significado porque
entra en confrontación tanto con la creencia en la capacidad de adaptación
fisonómica, como con la creencia en una psicología de la simulación.
Ahora bien: en una novela como La Bolsa, escrita por Julián Martel a
propósito de la crisis del año 90, también se presenta, inesperadamente da-
Contaminaciones 335

dos su tono serio y su pretensión de verosimilitud, un recurso similar. El


muelle de la ciudad de Buenos Aires está repleto: en medio de tanta gente, se
ve a un hombre que espera el bote que lo conduce al vapor, que lo conduce, a
su vez, al transatlántico que lo lleva de regreso a Europa. La escena, similar
a aquélla de Carlo Lanza en la que el protagonista finge ir de visita a Italia
cuando en verdad está huyendo, está entre las pocas que muestran no ya
el ingreso masivo de inmigrantes y extranjeros a la ciudad porteña sino su
partida. Se trata, en este caso, de una escena de fuga: del cuerpo y del capi-
tal. Para ello, este personaje extranjero, como otros argentinos que también
deben escapar a causa de la crisis del 90, decide disfrazarse, alterando así
doblemente su identidad: el noble francés, vividor y aventurero, se escapa
disfrazado de obrero de modo de no ser reconocido ni su por su cara ni por
su procedencia social. El grado de simulación es tal que permite escamotear
el cuerpo y salvar el capital haciéndose pasar por el único tipo urbano que
queda fuera de toda duda: el obrero, el moderno trabajador urbano.

III. La lengua
En La Bolsa, la presencia del inmigrante y del extranjero se ve como “pro-
miscuidad de tipos” pero también como “promiscuidad de idiomas”: ale-
mán, italiano, inglés, criollo, francés y español configuran una suerte de
cosmopolitismo que adquiere un valor completamente negativo. Así, la
identidad nacional—siguiendo esa idea de cuño romántico de lo nacional
propia de comienzos del siglo XX que anticipa la novela—se reconoce en
una fisonomía pero también en un sonido—el idioma—que casi siempre
termina siendo un ruido.12
Contra lo que podría suponerse, ésta es la primera vez que la lengua
aparece problematizada en una novela sobre los inmigrantes. Si bien el pa-
dre de Genaro Piazza, protagonista de En la sangre, habla italiano “con voz
gangosa” (13), y si bien a José Daggiore, uno de los personajes principales
de ¿Inocentes o culpables?, le hablan en una mezcla de castellano e italiano
(“Giussepe, porta un balde de mezcla, súbito!” 19), en ninguno de los dos
casos la cuestión de la lengua resulta conflictiva. En todo caso, y frente
a la torpe naturalización de los problemas de comunicación que hay en
la novela de Argerich, habría que pensar como un anticipo de los deba-
tes intelectuales sobre la lengua del fin de siglo la escena de la novela de
Cambaceres en la que a Genaro le toman un examen de castellano para
entrar al Colegio Nacional.
En contraste, en la novela popular se insiste en la diferencia entre el ita-
liano y el castellano, así como en la importancia de la adquisición de este
último. Sin embargo, ello no va en desmedro de la lengua de origen. Por el
contrario, el dominio de las dos lenguas es mostrado como un plus frente
a los individuos que sólo conocen una de ellas: así como por su rápido
336 A lejandr a L aer a

conocimiento del castellano y su manejo retórico Lanza puede sacar


ventajas comerciales, por su dominio del italiano oral y escrito puede
aprovecharse de aquellos compatriotas que no saben leer ni escribir. Si
lo primero le permite ampliar el círculo de sus negocios y entablar mejo-
res y diversas relaciones, lo segundo le permite redactar las cartas de sus
compatriotas iletrados a sus familiares en Italia y ganar por ese medio una
confianza total. Hay en la novela popular, y de la mano de un reformismo
ligado con las ventajas de la educación, una suerte de defensa del bilin-
güismo o, al menos, de exhibición de sus beneficios en un contexto en el
que muy pronto se impondría como modelo el monolingüismo, pasando el
manejo o el aprendizaje del italiano a ser cuestionado en términos nacio-
nales y devaluado en términos sociales.13
Las opciones que maneja la narrativa popular están tan lejos de lo que
sucede en las novelas contemporáneas sobre la inmigración como de las
elecciones que hacen las novelas escritas en los 90 a modo de defensa, en las
cuales el objetivo principal es el abandono progresivo y total de la lengua
materna. Sólo a la luz de todas las propuestas ficcionales protagonizadas
por inmigrantes, el pasaje del cuerpo a la lengua como zona de condensa-
ción de los conflictos se observa nítidamente. Y si esta matriz interpretativa
despunta en su versión xenófoba en La Bolsa de Martel en 1890 en tándem
con el pasaje del contagio a la contaminación, en novelas como Bianchetto
y Promisión se elabora a modo de mediación purificadora de los conflictos
entre las dos culturas. Estas novelas, en definitiva, encuentran en la lengua
una zona a la vez material y simbólica donde procesar los conflictos nacio-
nales de la inmigración en pos de lograr una integración eficaz.
En Bianchetto, de entrada, la noción del cuerpo migrante vinculada con
la transmisión y el contagio queda clausurada: “Mientras en el gran riñón
de la capital la mortalidad infantil alcanzaba el 70%, en la Boca los bacillus
de la difteria debían de sentirse defraudados y humillados con esos mu-
chachos rollizos y temerarios, que a cada paso los desafiaban en sus antros
mismos” (92). Complementariamente a este plus del hijo de italianos frente
al hijo de argentinos, el aprendizaje de la lengua de destino se inicia ya
en Italia, donde se escucha hablar “en ese castellano abigarrado que bal-
bucean los muchachos de Génova gracias al intercambio casi diario entre
ese puerto y el de Buenos Aires” (4). Y aunque al llegar a Buenos Aires, a
Bianchetto le choque la cantidad de personas y de lenguas que allí hay, la
didáctica que propone la novela combina tan eficazmente la influencia del
medio, la predisposición de los inmigrantes y las políticas estatales que
poco tiempo después de haberse radicado allí—hombre, mujer o niño, no
importa quién fuese—todos se aclimataban de tal manera al suelo, que se
confundían con la población nacional en los hábitos, en las tendencias, en
los sentimientos. De los muchachos no hay para qué decirlo. La madre, con el
mate en la mano, les enseñaba a hablar en castellano y las conversaciones con
Contaminaciones 337

el esposo, que comenzaban en italiano, terminaban en la lengua de la patria


del hijo que era quien debía decidir de la patria de la familia (Saldías 93).
Si la mujer tiene la responsabilidad de la educación (como el padre la
del trabajo), la gran apuesta está en la primera generación, cuando ya se
deberían resolver definitivamente todas las asperezas nacionales. Para
ello, Saldías convierte en un nuevo color local la lengua del inmigrante,
y en vez de llamar “promiscuidad”, como Martel, a la convivencia de
idiomas diferentes, encuentra en la contaminación el primer paso de la
argentinización:
Gritan y cantan en su lenguaje pintoresco en el que predomina el caste-
llano, que es el remedo de la escuela diaria a que asisten, oyendo al italiano
recién venido y a la madre, que entre chupada y chupada de mate con el
marido, ha aprendido el suficiente castellano para aficionarse a ser enten-
dida en esta lengua, que es la que hablarán en este país donde nacieron y
donde ha de resolverse la felicidad de esta familia argentinizada por las
leyes fatales de la naturaleza y los vínculos más puros del corazón (107).
Llegamos aquí al punto en el que anclaba la discusión en torno a la len-
gua en la Cámara de Diputados y que, en dimensión nacional, podríamos
reformular así: ¿resulta la argentinización—o criollización—del inmi-
grante un anticipo del crisol de razas?14 En ese sentido, la lengua viene a
representar el camino que va de la inserción del inmigrante a la adaptación,
la integración y la asimilación. Incluso en una novela donde la apelación
al crisol de razas como modelo de constitución de la nacionalidad es recu-
rrente, como Promisión, la lengua aparece como el reservorio de lo nacional
y como aquello que hay que proteger: “hasta el lenguaje, la hermosa lengua
de la madre España, se corrompe y anarquiza”, dice uno de los protagonis-
tas anunciando ya el brote hispanista, para agregar enseguida: “tratemos
de salvar el idioma, distintivo de nuestro glorioso origen” (108). Territorio
y lengua, entonces, siguen siendo los parámetros a través de los cuales con-
figurar lo nacional: ocupando el espacio de la nación, los individuos di-
versos, heterogéneos, se adaptarán e integrarán—lengua mediante—hasta
amalgamarse en un nuevo sujeto nacional.
A pesar de la insistencia de la crítica literaria, sobre todo desde mediados
del siglo XX, en señalar el gesto altamente xenófobo en las representaciones
de los inmigrantes, será la perspectiva integracionista (el ideal del “crisol
de razas”) la concepción de la nacionalidad que finalmente predomine. En
ese sentido—como oportunamente ha demostrado José Moya en su estu-
dio sobre la inmigración española al Río de la Plata—hay una profunda
diferencia entre las representaciones de la elite intelectual y el imaginario
popular sobre los inmigrantes.15 Esto es evidente al recuperar una novela
como Carlo Lanza, pero también al releer bajo esta nueva luz las novelas de
propaganda inmigratoria que apelan, justamente, al imaginario popular
338 A lejandr a L aer a

de época ya sea para lograr la identificación o la aceptación y para contri-


buir a la configuración de una nueva identidad nacional.
Ni condena ni identificación ni idealización, el Libro extraño propone,
en cambio, una mirada más ambivalente—y por momentos más com-
pleja—de la inmigración, que reproduce, al referirse a la lengua, la dupli-
cidad ya evidente en la historia de Genaro. Así, “en el cambio violento de
las cosas hasta el idioma se va transformando” (5): “Se habla un extraño
lenguaje, una mezcla de palabras de todos los idiomas. Al fin se mueve la
enorme caravana en medio de un pueblo vigoroso, que parece llevar en su
sangre los gérmenes sanos de todas las razas” (6). Como si en la lengua se
representara, aun antes que en la familia, la idea del “crisol de razas;” como
si en la lengua, a la vez, se anticipara y se duplicara el efecto distorsivo que
parece cargar de entrada la nueva identidad nacional. Con toda su ambi-
valencia, el Libro extraño deja ver el modo en que la lengua media entre el
cuerpo y el medio, entre el individuo y la sociedad, y deja ver también la
desactivación de la categoría de contagio.
Ante el despliegue simultáneo de las diversas representaciones ficcio-
nales y de los debates legislativos, no sólo se potencia la carga simbólica e
ideológica de los desplazamientos semánticos (ambiente, contaminación,
espíritu, antes que cuerpo, contagio, sangre), sino que puede reconstruirse
la articulación renovada entre inmigración y nacionalidad que propicia la
discusión sobre el idioma castellano.

IV. Familia, trabajo, nación


La imagen del “crisol de razas” se diseña en el revés de la figura del ad-
venedizo. Si éste era el que irrumpía ilegítimamente en un espacio ajeno
(ver Cambaceres; Cané, “De cepa criolla”), aquélla contribuye a construir
un nuevo conjunto que hasta su aparición estaba incompleto. De allí que
mientras en un caso el cruce o la mezcla era representado como un acto
violento y con consecuencias biológicas degenerativas (Argerich), en el
otro la reproducción es pensada en una línea ascendente que, por influen-
cia mutua con el ambiente y con la ayuda de la educación, va perfeccio-
nando la nueva especie.
En escala social, la familia integracionista y asimilacionista logra el ideal
del “crisol de razas”, que explica claramente Saldías a través de la pers-
pectiva del propio inmigrante y Ocantos a través de la perspectiva de un
argentino:
Como se ve, Bianchetto acariciaba el embrión de una idea grandiosa, origi-
naria de las tierras que bañan el Río de la Plata: la de asimilar y confundir
por la esperanza en el progreso, por el esfuerzo común, por las vincula-
ciones de la sangre y por el sentimiento en la solidaridad nacional, a los
hombres de todas las latitudes, por humildes y desheredados que sean, que
Contaminaciones 339

habiten la República Argentina y cuenten en ella como entidades más o me-


nos importantes de la ciencia, del arte, del trabajo, de la actividad humana
aplicada al progreso y a la libertad. (Saldías 314)
¿Sabe usted cuál será el argentino del porvenir? Poner en una caldera, al
fuego lento de los años, un español, un francés, un inglés, un alemán, un
ruso, un dinamarqués, un portugués, un italiano, un noruego, represent-
antes todos de la raza caucásica… de ahí saldrá el arquetipo del argentino
del futuro (Ocantos 106–7).
Por un lado, puede verse que, a mediados de los 90, el “crisol” era una
apuesta al futuro y suponía una idea perfectible de nacionalidad. Por otro
lado, aparecen los alcances efectivos de la convocatoria: mientras en la
versión de Saldías el “crisol” parece amplio e inclusivo, en la versión de
Ocantos sus límites se hacen evidentes al restringirlo a la “raza caucásica”.
Así, quedan excluidos, en primer lugar, quienes ya habían sido borrados
de la configuración nacional, o sea los indígenas y los afro-rioplatenses,
y en segundo lugar, los extranjeros pertenecientes a razas no caucásicas,
exclusión que nos remite al racismo anunciado en la condena antisemita
de La Bolsa.16
Sin embargo, antes que una exclusión racial que aparecería todavía en
José Ingenieros y que no deja de ser previsible para la época como la de
indios y negros, considero que, a esa altura, hay un elemento tanto o más
fuerte en la versión aparentemente inclusiva de Saldías: el corolario clasista
de la integración. Porque si bien es cierto que Saldías incorpora a los “hu-
mildes y desheredados” (en oposición al argumento nodal de los críticos de
la inmigración del sur de Europa, que los desdeñan), también es cierto que
esa inclusión apunta menos a establecer criterios de igualdad social que a
forjar una noción de trabajo que está supuesta sin matices en la relación en-
tre inmigración y nacionalidad y que viene a ratificar las diferencias socia-
les. De hecho, Saldías acepta que la inmigración es el excedente poblacional
europeo, pero no destaca las oportunidades de igualdad que da el Río de
la Plata sino la libertad que ofrece: “[…] la República ha alivianado a las
sociedades europeas del exceso de su población, la cual se confunde en el
crisol de donde surge una nacionalidad con energías singulares y con aspi-
raciones ardientes a la libertad” (317–8). Es que esa libertad—que en parte
posibilita al protagonista de la novela, Bianchetto, elegir el campo (en vez
de la ciudad), hacerse agricultor (en vez de tener un oficio) y convertirse
en propietario (en vez de ser un empleado)—está ligada no tan explícita-
mente a las libertades civiles y políticas como a lo económico. De allí que,
y sin que ello vaya en desmedro de la alta movilidad social y la posibili-
dad de progreso característica por entonces de la sociedad rioplatense y sus
sectores inmigratorios, los “humildes y desheredados” representan menos
el conjunto del que sobresaldrán individuos destacados (que a través del
trabajo accedan a la propiedad) que una masa disponible (la futura clase
340 A lejandr a L aer a

trabajadora) para cubrir el espectro social completo y redistribuir las dife-


rencias. En ese punto, Saldías se encuentra con Ocantos (con cuya versión
del crisol parecía disentir), quien es clarísimo respecto de las consecuen-
cias económicas de la libertad:
Santa y bendecida libertad, que permite, además, al extranjero gozar de to-
dos los derechos civiles del ciudadano, ejercer su industria o profesión, po-
seer bienes raíces y adquirir la carta de ciudadanía, si le conviene, después
de dos años de residencia constante en la República. Así se identifica con
el espíritu del país, se le ata con los lazos poderosos de la propiedad y de la
familia (Ocantos 107).
Se juegan en todo esto dos cuestiones complementarias: la primera al-
rededor de la noción de trabajo y la segunda acerca de las clases sociales. La
consigna de que todo inmigrante debe trabajar, provocando así una impor-
tante inflexión en la idea de trabajo. “Hijo, desengáñate—le dice a su joven
cuñado el inmigrante francés protagonista de Promisión—: ni tienen tus
hermanos tales millones, ni el oro de América se ha hecho para los haraga-
nes: aquí el que no trabaja no come, y todos comen, porque para todos hay
trabajo” (Ocantos 33). O sea que esos cuerpos aptos para el trabajo, según
se los representaba en la novela, son los mismos que enuncian la cultura del
trabajo para sus compatriotas migrantes. Si en Cambaceres y Argerich el
trabajo de los inmigrantes italianos no estaba ligado con la potencia de los
cuerpos sino con la ambición y la avaricia,17 en estas otras novelas el trabajo
es condición para el progreso de la nación. En el tercer volumen de Libro ex-
traño, el narrador es muy claro al respecto: “En esta conquista de la pampa
concluyeron los nativos su ciclo heroico. Entregaron el país al trabajo” (2:
24); y dice sobre los italianos y los vascos franceses, respectivamente: “La
ciudad trabaja. Ama la vida. Los italianos le entregan el vigor de sus mús-
culos” (2: 28); “Es raza que trabaja” (2: 48). Desde esta perspectiva que con-
dena el gasto mientras propicia el ahorro y la inversión productiva, Teodoro
Foronda. Evoluciones de la sociedad argentina (1896), la novela de Francisco
Grandmontagne (1866–1936) cuya historia se inicia a finales de los años 60,
deja de parecer una excepción al impulso inmigratorio y a la idea de nacio-
nalidad. Si algo envicia a los hijos del inmigrante gallego que de dependiente
ascendió a banquero es la ausencia de una educación del trabajo; como si la
responsabilidad la tuviera el ascenso social total del padre, los hijos optan
por el ocio y el gasto. En Teodoro Foronda no habría evolución (progreso) de
la sociedad argentina, sino “evoluciones” (según reza el subtítulo), lo cual
supone la diversidad de las opciones y la libertad de elección.
Pero además, y en el revés de la relación entre libertad y trabajo, se pro-
cesa el tema de las clases sociales, que derivará enseguida en la llamada
“cuestión social” (independizándose ya de la problemática inmigratoria).
Es que inmediatamente después de proclamar la libertad para el extran-
Contaminaciones 34 1

jero, la novela de Ocantos impone una restricción que está en consonancia


con la “libertad dentro del orden” proclamada por Cané en su Expulsión de
extranjeros (7): “cuando digo yo libertad, no se entienda licencia, anarquía
o desorden, y mucho menos persecución a determinada clase” (Ocantos
106–107). Ahí mismo donde aparece la posibilidad conciliadora e integra-
dora del crisol, ahí también aparecen los nuevos límites. Como si se hubiera
dado una vuelta completa sobre el tema, la máxima apertura al extranjero
entraña su propia restricción, que se enuncia, claramente, en términos de
clase y que nos devuelve a los desplazamientos que entraña el pasaje de lo
biológico a lo ambiental. La discusión sobre la contaminación de la lengua
resulta, en ese punto, una suerte de caja de resonancia (literal y simbólica)
de las discusiones sobre la contaminación social que encuentran hacia fin
de siglo su protagonista en el inmigrante anarquista. Así, el giro ecológico,
que posibilitaba la defensa de la inmigración, encuentra en la “cuestión so-
cial” su lado oscuro. Si Cané—ilustrando en buena medida esos desplaza-
mientos—insiste en “extirpar de la tierra esa secta que tiende a convertirla
en un infierno de odios y de crímenes” (126), Roque Sáenz Peña, de quien
cita el discurso para el Congreso Sud Americano de Derecho Internacional
Privado, es aún más enfático al declarar que
hemos sentido ya ciertos síntomas perturbadores que nos hacen pensar en
la necesidad de seleccionar o depurar la masa anónima que trae en su seno
verdaderos factores de engrandecimiento y de trabajo, pero que oculta tam-
bién en sus entrañas elementos perturbadores del orden, agitadores y anar-
quistas que pueden trasplantar al suelo nuevo de América los gérmenes del
socialismo (citado en Cané, Expulsión 126).
En ese punto, en Libro extraño—que entre la representación del hijo de
italianos Genaro de los dos primeros libros y la de los vascos Errécar del
quinto y último despliega todas las modalidades del racialismo—pueden
leerse inmejorablemente esos desplazamientos tanto en el nivel discursivo
como en la misma trama, pero también las diferencias que, en el mismo
marco de reflexiones, comienza a introducir la representación literaria.18
Así, en el libro tercero, Don Manuel de Paloche, desde la mirada casi aluci-
nada del protagonista se pasa revista a la sociedad: su naturaleza, su com-
posición, sus grupos étnicos y sociales, sus costumbres, sus ambientes. Ya
el primer capítulo, “Los trabajadores”, presenta el racialismo de época li-
gado doblemente a la configuración nacional y a las fuerzas productivas, de
modo que la descripción de los grupos inmigratorios le da a la novela una
impronta sociológica que en muchos puntos (representación de la niñez,
costumbres urbanas) se acerca al tono de los apuntes sobre inmigrantes
de Las multitudes argentinas de Ramos Mejía. Es como si en esa parte del
Libro extraño se mostrara—en contrapunto con los conflictos políticos y las
luchas civiles que animan el volumen—el caldo de cultivo de los conflic-
34 2 A lejandr a L aer a

tos sociales que sirven de terreno al anarquismo y que son retomados al co-
mienzo del volumen final. ¿Qué es el trabajo, podría preguntarse, además
del acto mismo de trabajar?
En las noches de verano se levanta silencioso del suelo un vaho, que es
como la síntesis de todas las contaminaciones, que sabe a matete y a por-
quería, cuajado de las respiraciones de las bestias que han pisoteado la calle
y del olor de los cuerpos sucios de sudor y tierra. […] Todo está mezclado,
hacinado y confundido (Sicardi 3: 6–7).
O sea que si el trabajo es fundamental en la pedagogía social de Sicardi,
no debe serlo a costa de los trabajadores. Elbio Errécar, uno de los protago-
nistas del último volumen, se formó “escuchando la vida de los miserables”
y “sintió desde niño la necesidad de la protesta” (Sicardi, Hacia la justicia
407). Lo que hace Sicardi es enfrentar, a la salida anarquista del paria des-
cendiente de criollos (a quien acompañan por igual argentinos e inmigran-
tes), la salida reformista del descendiente de vascos. Así, en Hacia la justicia
Sicardi da vuelta las posiciones sociales y políticas previsibles y dirime la
“cuestión social” desactivando su superposición con la problemática in-
migratoria a la par que reconfigura por completo la identidad nacional. Y
si bien hay residuos de la lógica de la enfermedad (sobre todo al individua-
lizar a los huelguistas), la contaminación resulta más eficaz para pensar el
fenómeno social: “Pueden irse de esta tierra los que la han contaminado
con la doctrina perversa”, proclama el narrador hacia el final “¡Váyanse!
¡No contaminen!” (Sicardi, Genaro 563).
En el mismo punto en que la contaminación empieza a desplazar a la
noción de contagio, comienza a desvincularse de su asimilación total a la
inmigración.19 En ese marco, Hacia la justicia entra en confrontación con
el proyecto de expulsión de extranjeros de Cané finalmente sancionado en
el mismo año de 1902 como ley. Si el “giro ecológico” habilita la relación
entre inmigración y cuestión social, también facilita la expansión de esta
última a dimensiones de corte nacional y ya no exclusivamente racialis-
tas. La representación de inmigrantes y extranjeros, de aquí en más, dará
una nueva inflexión y será, mayoritariamente, parte del repertorio de una
narrativa más orientada a las nuevas capas medias de lectores. Esto es: los
mismos lectores que son resultado de esas leyes de educación pergeñadas
en la Cámara de Diputados hacia finales de siglo, donde se discutían los
valores de la “contaminación” y se dirimía la lengua de una nueva nación.
Contaminaciones 343

Notas
1 El proyecto de ley fue presentado por Indalecio Gómez, de extracción católica y conservadora,
y apoyado por diputados como Marco M. Avellaneda y Lucas Arragaray, de activa participación
en el oficialismo durante la década del 80; por su parte, se opusieron a la sanción de la ley Emilio
Gouchon y Francisco Barroetaveña, quienes habían sido creadores de la Unión Cívica de la
Juventud en 1889, en claro enfrentamiento con conservadores y liberales. Agradezco el material a
Lilia Ana Bertoni.
2 Bertoni analiza las diferentes ideas de nacionalidad a través de los debates sobre educación, los
festejos y monumentos patrios y la nacionalización de extranjeros. “Por un lado –explica—, se
delineó una idea de nacionalidad como producto de la mezcla, del crisol de razas, cuya resultante
futura incluiría rasgos provenientes de los diferentes pueblos y de las distintas culturas que la iban
formando; se trataba de una singularidad aún no definida, una virtualidad que sólo con el tiempo
y la convivencia cobraría su propia forma. Por otro lado, la idea de una nacionalidad ya existente,
establecida en el pasado, de rasgos definidos y permanentes: algunos la encontraban en la raza
española, y otros en el criollo. Este núcleo de nacionalidad podía absorber los variados aportes de
los grupos inmigratorios sin perder su esencia, a condición de realizar una política definida para
mantenerlo puro y neutralizar los contaminantes extranjeros” (Bertoni 171).
3 “Contaminar. (Del lat. contaminare). 1. tr. Alterar nocivamente la pureza o las condiciones
normales de una cosa o un medio por agentes químicos o físicos. U. t. c. prnl. / 2. tr. Contagiar,
inficionar. U. t. c. prnl. / 3. tr. Alterar la forma de un vocablo o texto por la influencia de otro. / 4.
tr. Pervertir, corromper la fe o las costumbres. U. t. c. prnl. / 5. tr. Profanar o quebrantar la ley de
Dios.” En Diccionario de la Real Academia Española (vigésimo segunda edición, 2001).
4 Según se describe en el capítulo tres de la segunda parte de su Psicología de las multitudes (1895),
dedicado a los conductores de masas y sus medios de persuasión (ver Le Bon).
5 Para una lectura sobre las características diferenciales de la novela popular con italianos de
Eduardo Gutiérrez, su concepción de la inmigración, la representación de los inmigrantes y
extranjeros y el imaginario europeo sobre el Río de la Plata, ver Laera, “Representaciones
obliteradas”. Para otros abordajes de la novela argentina sobre la inmigración, ver el estudio
pionero de Onega; el más completo, aunque sumamente monográfico, de Russich, o el de
Blengino, que incorpora algunos textos de italianos sobre el Río de la Plata.
6 En ese conjunto—como lo explica detalladamente Altamirano—hay que destacar la importancia
creciente de la “ciencia social”, que encontrará en el racialismo—una de las inflexiones funda-
mentales de la cuestión inmigratoria—su filón fundamental, ya sea con juicios negativos o con
diagnósticos optimistas. “Este racialismo, que fue un rasgo sobresaliente del pensamiento social
latinoamericano del último cuarto del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX, no era
sino un eco del racismo de pretensiones científicas que circulaba en el discurso de la antropología
y la sociología europeas” (Altamirano 33).
7 En el mismo orden de argumentos: “¿Cómo pues de padres mal conformados y de frente depri-
mida, puede surgir una generación inteligente y apta para la libertad? Creo que la descendencia de
esta inmigración inferior no es una raza fuerte para la lucha, ni dará jamás el hombre que necesita
el país” (Argerich 11, énfasis en el original).
8 Confróntese con el tratado sociológico de Ramos Mejía: “Crepuscular, pues, y larval en cierto
sentido, es el estado de adelanto psíquico de ese campesino, en parte, el vigoroso protoplasma
de la raza nueva, cuando apenas pisa nuestra tierra. Forzosamente tiene uno que convencerse de
que el pesado palurdo no siente como nosotros. […] Pero el medio opera maravillas en la plástica
mansedumbre de su cerebro casi virgen” (304). Y sobre la primera generación de inmigrantes (los
pilluelos de la calle): “es, a menudo, deforme y poco bella hasta cierta edad […] Hay un tanto por
ciento de narices chatas, orejas grandes y labios gruesos: su morfología no ha sido modificada aún
por el cincel de la cultura” (312). Lo que Cambaceres verá como peligro (no poder distinguir más
al descendiente de inmigrantes), Ramos Mejía lo ve como signo de evolución y progreso. La con-
taminación opera al revés y el medio influye en la ¡fisonomía! del individuo.
9 No sólo eso: Bianchetto lleva una “Advertencia del editor” en la que se explica que Saldías le pidió
a su amigo Miguel Cané que escribiera una novela basada en las ideas que había vertido en un en-
sayo sobre la condición de los extranjeros residentes; como Cané se ausentó del país—aclara la
34 4 A lejandr a L aer a

advertencia, sin prever ni imaginar que aquel sería el autor del proyecto de ley de residencia—el
propio Saldías decidió escribir esta novela favorable a la inmigración.
10 Otra imagen similar de los inmigrantes—aunque aquí representados como una ordenada multi-
tud—puede verse en Irresponsable (1889), la novela de Podestá protagonizada por el descendiente
de una familia tradicional sometido a la pasión, los vicios y el ocio y que termina loco en un hos-
picio: “Era una larga fila de inmigrantes que cruzaban la plaza marchando detrás de sus equipajes
que ellos mismos ayudaban a transportar. […] Era una especie de marcha triunfal a las doce del
día bajo los rayos del sol ardiente; parecía una ovación a este pedazo de la América, cuya fama
corre hasta golpear las puertas de las aldeas más remotas, en busca de brazos vigorosos con la
insignia de la mies y del arado” (219–220).
11 Dice Nouzeilles: “el cuerpo de Genaro es el cuerpo del chivo expiatorio, el farmakon en el que
conviven sin resolución elementos positivos y negativos, y cuya destrucción es necesaria para el
advenimiento de una mezcla racial más perfecta. Su determinación onomástica (‘Genaro’) y su
carencia de apellido paterno indican el carácter provisorio de una genealogía en formación” (236).
12 “Aquí los sonidos ásperos del alemán, mezclándose impíamente a las dulces notas de la lengua
italiana; allí los acentos viriles del inglés haciendo dúo con los chisporroteos maliciosos de la
terminología criolla; del otro lado las monerías y suavidades del francés, respondiendo al ceceo
susurrante de la rancia pronunciación española” (Martel 37).
13 Ocurre en este aspecto algo similar a lo que se da en cuanto a la configuración de los inmigran-
tes como comunidad: mientras en En la sangre o ¿Inocentes o culpables? se los representa como
advenedizos que quieren integrarse a cualquier costo en la sociedad porteña tradicional, en Carlo
Lanza son una “comunidad cognoscible” (para usar el término de Williams) con sus propias
costumbres, normas y lengua (ver Laera “Representaciones obliteradas” y El tiempo vacío).
14 Para una lectura de los mecanismos de criollización del inmigrante, ver el imprescindible estudio
de Prieto.
15 Para un estudio histórico sobre la inmigración española que combina productivamente el
procesamiento de datos cuantitativo y el análisis cualitativo, ver Moya. Para la inmigración italiana,
ver Ciboti, y sobre las políticas inmigratorias argentinas y las modalidades migratorias españolas
e italianas, ver Devoto. Y para un abordaje general de las políticas inmigratorias a lo largo del siglo
XIX, ver Halperin-Donghi.
16 La Bolsa muestra el sutil pasaje del racialismo al racismo. Para una aproximación a la novela como
uno de los “cuentos de judíos” que se desarrolla enfáticamente en el siglo XX, ver Ludmer 445.
17 Más estrictamente, está ligado con el ahorro que en vez de ser visto como virtud, tal cual lo sería
para la cultura inmigratoria, es visto como un defecto (y ese estereotipo frecuente por la época
se confundirá poco después con el estereotipo del judío, sólo que no a través del trabajo sino
de la especulación). A modo de ejemplo: “No ganaba nada, pero sin embargo, ahorraba peso
sobre peso—aberración económica que sólo puede explicar un inmigrante de la bella Italia”
(Argerich 18).
18 Es que, como tan bien lo explica Halperin-Donghi, “esos motivos xenófobos, tan libremente evo-
cados para justificar la represión del movimiento obrero y la protesta social, no se traducen en
ninguna modificación de la política inmigratoria; es precisamente en esos años cuando la inmigra-
ción alcanza sus cifras más altas sin que se crea oportuno poner obstáculo alguno a sus avances.
La xenofobia aparece así de nuevo como un argumento apologético en defensa de un orden en
torno al cual el consenso se hace cada vez menos seguro” (222).
19 Es cierto que muchos de los protagonistas del Libro extraño son médicos y que, como señala Pablo
Ansolabehere, la sociedad argentina de fin de siglo es allí representada como “un cuerpo social
amenazado por la enfermedad” (545). Sin embargo, también es cierto que para los médicos su la-
bor como tales es insuficiente, que están desgarrados por problemas espirituales (que los condu-
cen, como a Carlos Méndez, a intentos de suicidio) y que la novela presenta la noción de cuerpo,
enfermedad y contagio como insuficientes para pensar los males de la sociedad contemporánea.
Para una lectura de Hacia la justicia que analiza el fenómeno del anarquismo y su criminalización en
el marco de la emergencia finisecular de la multitud en Buenos Aires, recomiendo especialmente
el artículo de Ansolabehere.
Contaminaciones 345

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Reseñas
The Colorado Review of Hispanic Studies  |  Vol. 4, Fall 2006  |  pages 349–138

Borge, Jason. Avances de Hollywood. Crítica cinematográfica en


Latinoamérica, 1915-1945. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2005. 276 pp.

Este volumen reúne una serie de textos críticos cinematográficos de prin-


cipios de siglo XX de importantes letrados latinoamericanos. Los textos
reflexionan sobre la industria cinematográfica internacional y la creciente
preocupación por el surgimiento de Hollywood como una fábrica “exclu-
siva” de producciones populares. En el estudio preeliminar, Jason Borge
expresa que estos artículos, publicados en revistas diversas (y a veces bajo
seudónimo), intentan resolver por medio de la escritura la amenaza que
significa “Estados Unidos y lo que se percibe como la vulgarización de la
Cultura en general” (10). De acuerdo con el análisis de Borge—basado en
los autores compilados—, el cine de Hollywood en Latinoamérica desplaza
al letrado latinoamericano, reduciendo “drásticamente la visibilidad de la
prensa letrada latinoamericana” (10). Por medio de estos textos críticos
el letrado pretende “anteponerse en el discurso y re-mitificar” el mundo
difundido por Hoollywood por medio de sus propias normas latinoameri-
canas. Avances de Hollywood rescata escritos importantes para la tradición
crítica del letrado en Latinoamérica y propone una dimensión analítica
que los presenta como reflexiones fundamentales para entender la relación
entre el letrado y los medios masivos de comunicación, el proceso de cons-
trucción de las naciones latinoamericanas, el arte vanguardista y de post-
vanguardia, y el imperialismo cultural.
La primera sección titulada “La legitimación del cine” está conformada
por textos de Martín Luis Guzmán, Horacio Quiroga, Mario de Andrade,
Leopoldo Hurtado, César Vallejo, Alejo Carpentier, Eugenio Florit,
Francisco Ichaso, Manuel Ugarte, Raúl Silva Castro y Olympio Guilherme.
En este apartado, los letrados—algunos “defensores del ancien régime,
muchos de ellos involucrados en proyectos nacionalistas” (18)—discuten
sobre el estatus artístico del medio cinematográfico, medio que se vio con
desconfianza, ya que no sólo representaba el locus de lo moderno, sino
también de lo popular.
En la segunda sección, “El espectro de Hollywood y la crisis de los talk-
ies”, se reúnen selecciones de Rámon López Velarde, Silvestre Bonnard,
Gabriela Mistral, Alberto M. C. Fournier, Alfonso Junco, Rafael Suárez
Solís, Ichaso, José María Podestá, Guilherme, Afranio Peixoto, Humberto
Mauro y Alfonso Reyes. En esta parte del libro se agrupan artículos que
discuten sobre el estado ontológico del cine sonoro con respecto a las otras
bellas artes. Alfonso Reyes por ejemplo ve al cine como un arte mixto, tal

349
350 Fer nando Fabio Sánchez

como lo sería el teatro. Por otro lado, Guilherme entiende que el sonido
hace que el cine regrese a ser “un teatro falsificado”, entendiendo el cine
silente como una forma del arte autónomo. Los textos de Ramón López
Velarde y Fournier en esta sección—entre otros—identifican al cine
hablado como un medio que difunde los valores culturales de los Estados
Unidos, así como imágenes imprecisas de Latinoamérica, basadas en este-
reotipos y malas lecturas.
De manera conjunta, el cine hablado de Hollywood se convierte en
Latinoamérica en un sinónimo de la industria internacional y de los Estados
Unidos. Al respecto, Borge menciona de manera sucinta la manera en que
en México (por citar un caso) se intenta resistir a esta avanzada con la cre-
ación de una industria local. No obstante México concreta este proyecto
hasta la última parte de los ’30, ya cuando Hollywood ha consumado su
hegemonía. Borge concluye que esta industria cinematográfica se vuelve en
los ’40 una réplica de las bases ideológicas de Hollywood; esto con relación
a la utilización de géneros, fórmulas dramáticas y lenguajes visuales.
La tercera sección titulada “La ideología más allá del sonido”, está
conformada por artículos de José Carlos Mariátegui, Xavier Abril, María
Huyese, José Bento Monteiro Lobato, Leopoldo Hurtado, Roberto Arlt,
José Manuel Valdés Rodríguez, Nicolás Olicari y Antonio Arraíz. El tema
que predomina en esta parte—tal como lo puntualiza Borge—es la ex-
cepcionalidad de Chaplin en el ambiente “vulgarizado” de Hollywood. El
cineasta representaría al mismo tiempo—de acuerdo con Vallejo—una
“antitesis de la producción fílmica hollywoodense que, al mismo tiempo,
tiene como exponente al mismo Charlot” (35). La posición “antitética” de
Chaplin es utilizada por los letrados latinoamericanos como un medio de
resistencia contra los Estados Unidos. Conjuntamente, se crea una vincu-
lación entre Charlot y “lo ‘latino’, y no sólo como objeto de representación
sino también como sujeto de la producción cultural” (37). Borge propone
que “Chaplin se convierte en emblema latinoamericano—peregrino, de
origen borroso o incluso desconocido, aunque con enlaces históricos y
probablemente genéticos con el mediterráneo” (38).
En la sección que culmina Avances de Hollywood, titulada “Fantasías del
buen vecino”, se discute el optimismo de ciertos intelectuales que encon-
traron en los filmes Fantasía de Walt Disney y El ciudadano Kane de Orson
Wells una posibilidad para que el cine sonoro fuera considerado una mani-
festación del arte. En esta parte se incluyen los textos de José Revueltas, María
Luisa Bombal, Jorge Luis Borges, Vinícius de Moraes, Alejo Carpentier,
Mario de Andrade, José Lins do Rego y Luis Alberto Sánchez. Según estos
autores, la obra de Disney y Wells escapan del mundo vulgar de Hollywood,
presentando una amplia variedad de tropos y una agilidad innovadora en
el montaje, la cual produce una sensación de movimiento y fragmentación,
aportando a la gramática cinematográfica contemporánea.
Advances de Hollywood 351

Tal como se ha presentado, Avances de Hollywood no sólo rescata una


serie de textos críticos latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX,
sino que contribuye estableciendo un punto de partida para estudios más
extensos sobre la relación entre el letrado y el cine. Borge, además, impulsa
una audaz valorización de los textos que recopila, y propone que algunos de
éstos —como por ejemplo los de Mariátegui, Ichaso y Guilherme—presen-
tan esquemas teóricos cinematográficos que deberían ser parte del grupo
de ensayos con prestigio internacional.
—F er nando Fabio Sánchez
Portland State University

Waisman, Sergio. Borges and Translation: The Irreverence of the


Periphery. Lewisburg: Bucknell University Press, 2005. 267 pp.

En las páginas iniciales de Borges and Translation, Sergio Waisman enun-


cia de forma engañosamente modesta su propuesta: desentrañar la visión
borgeana de la traducción y reivindicar su importancia para los estudios so-
bre la traducción o “translation studies”. Pero si la declaración de intencio-
nes inicial es humilde, no lo es su posterior desarrollo. Con el correr de las
páginas el argumento gana en complejidad y y rigurosa ambición, llegando
a sugerir conexiones con algunas de las cuestiones capitales de la teoría lit-
eraria y de la crítica modernas. Así, cuando Waisman demuestra que en
Borges la traducción no es una actividad discreta y aislada sino la clave de
su estética y su textualidad, está haciendo una contribución a los estudios
borgeanos; cuando Waisman sugiere que la reivindicación borgeana de las
“infidelidades creadoras” se inscribe dentro de una estrategia más amplia
de posicionamiento de la literatura argentina respecto de la tradición occi-
dental, está haciendo una incursión, aunque sin entrar resueltamente, en el
debate sobre la “epistemología situada” o “standpoint epistemology”; final-
mente, cuando Waisman desacraliza, con Borges, la idea de un texto origi-
nal y reivindica, por el contrario, que todo texto es un borrador, está po-
niendo a Borges como un contrapunto de la obsesión filológica, alimentada
por el nacionalismo, de fijación de los textos—recordemos que el Instituto
de Filología de Buenos Aires se fundó en 1923, apenas tres años antes de que
Borges publicara su ensayo “Las dos maneras de traducir”.
Aunque estas cuestiones son a todas luces complejas, el método crítico
de Waisman es sencillo. Consiste, principalmente, en ampliar la definición
de traducción y en contextualizar, a varios niveles, los pronunciamientos
de Borges acerca de la traducción. La traducción para Waisman excede el
sentido usual de traslación de un texto de un idioma a otro y abarca diver-
sas prácticas de transformación cultural: “I also want to consider transla-
tion in a much broader sense, as a linguistic, literary, and cultural process
352 Javier K r auel

of transformation, as a rereading, recontextualizing, and rewriting of all or


part of one or more pre-texts” (20). En el fondo, Waisman asume íntegra y
literalmente la famosa frase de “Las versiones homéricas” que figura como
epígrafe a la introducción de Borges and Translation y vuelve a repetirse en
la conclusión—“Ningún problema tan consustancial con las letras y con su
modesto misterio como el que propone una traducción” (11, 202). Dicho de
otra manera, el concepto (crítico) de traducción manejado por Waisman es el
de Borges. Y de ahí surgen tanto las virtudes como las limitaciones del libro.
Las primeras son muchas y derivan del aprovechamiento que hace Waisman
del potencial crítico de las teorías de Borges sobre la traducción; las segun-
das tienen que ver con una falta de distancia—crítica y teórica—respecto
del propio discurso borgeano. Es como si la literalidad de la que huyó Borges
en sus traducciones hubiera sido adoptada, a nivel teórico, por Waisman.
Paralelamente a esta ampliación del concepto de traducción, Waisman
procede a situar en distintos niveles la cuestión de la traducción: a un nivel
nacional (la traducción en la cultura argentina), a un nivel de conjunto tex-
tual (la traducción como clave del corpus ficcional borgeano) y a un nivel
transnacional (la traducción borgeana en diálogo con otras teorías de la
traducción o con otros autores modernistas como T.S. Eliot y James Joyce).
Incluso se podría añadir un cuarto nivel, de carácter práctico, que tiene
que ver con la reivindicación del concepto borgeano de traducción para la
tarea misma del traductor, algo que Waisman conoce de primera mano ya
que, además de crítico, es traductor (acaso algunos lectores conozcan su
versión de los libros de Ricardo Piglia Assumed Name y The Absent City).
De la combinación de estos dos gestos críticos—ampliación del con-
cepto de traducción y contextualización a varios niveles—surge la or-
ganización de los materiales en diferentes capítulos. El primer capítulo
(“Argentina and Translation: Delineating a Cultural Context”) entiende
la traducción como la importación de bienes culturales para la creación
de una tradición nacional en un contexto periférico. El segundo capítulo
(“Borges on Translation: The Development of a Theory”) nos ofrece los
elementos esenciales del concepto borgeano de traducción en su sentido
más restringido—esto es, entendida como la trasposición de un texto de
un código lingüístico a otro. Esquemáticamente, a partir de una lectura
atenta de “Las dos maneras de traducir”, “Las versiones homéricas” y “Los
traductores de Las 1001 noches”, Waisman analiza y reivindica algunas de
las ideas de Borges como la desacralización del original, la postulación
de la traducción como ganancia y no como pérdida, y la traducibilidad
de cualquier texto, incluso de los poéticos. Frente a este entendimiento
restringido del concepto de traducción, el capítulo tres (“Writing as
Translation”) vuelve a otorgarle dimensiones cuasi metafóricas, convirtié-
ndolo en un sinónimo de lectura, escritura, relectura y, en última instan-
cia, de creación. La traducción se convierte entonces en el punto de partida
Borges and Translation 353

para pensar, en el marco de una estética del robo y de la infidelidad, algu-


nas de las ficciones más conocidas de Borges—la Historia universal de la
infamia, el “Pierre Menard”, o el “Examen de la obra de Herbert Quain”. El
cuarto capítulo (“The Aesthetics of Irreverence: Mistranslating From the
Margins”) analiza algunas de las consecuencias de las teorías borgeanas
de la (mala)traducción o “mistranslation” y destaca el potencial creativo
que encierran para un escritor de la periferia, mientras el quinto (“Borges
Reads Joyce: A Meeting at the Limits of Translation”) presenta un cuidado
análisis del diálogo, siempre ambivalente, que Borges empezó a desarrollar
con James Joyce a partir de 1925, cuando el escritor argentino publicó un
comentario del Ulysses y tradujo la última página del monólogo de Molly
Bloom. El libro se cierra con un epílogo (“Epilogue: Reading Argentina,
Translating Piglia”) que muestra la producitividad de las teorías borgeanas
de la traducción para pensar la obra de Ricardo Piglia, sus múltiples citas,
apropiaciones y rearticulaciones tanto de la tradición literaria argentina
como de la occidental.
A lo largo de este recorrido, Waisman nos entrega una imagen de Borges
que asume y extiende el perfil creado por los libros ya clásicos de Sylvia
Molloy (Las letras de Borges), Daniel Balderston (Out of Context) y Beatriz
Sarlo (Jorge Luis Borges: A Writer on the Edge). La contribución más profunda
del libro no consiste entonces en leer a Borges desde la tradición argentina,
desde sus limitaciones y potencialidades, sino en hacerlo desde el concepto
crítico de traducción. Para ello Waisman reconstruye, por un lado, el con-
cepto borgeano de traducción luchando contra la tendencia romántica que
privilegia el original frente a la traducción y, por otro, le otorga una dimen-
sión epistemológica y estratégica respecto de la tradición occidental. De esta
manera, Waisman no sólo coloca a Borges en el centro de los estudios sobre
la traducción, sino que llega a sugerir que su teoría de la traducción es, tam-
bién, “a site for the production of new texts in the displaced contexts of the
periphery” (206). Y esto equivale a insinuar un punto de partida desde el
cual repensar la literatura latinoamericana en su conjunto.
—J avier K r auel
University of Colorado at Boulder

Rafael Pérez-Torres. Mestizaje: Critical Uses of Race in Chicano


Culture. Critical American Studies Series. Minneapolis: University of
Minnesota Press, 2006. 284 pp.

Para Rafael Pérez-Torres, “mestizaje” es un término que ha dado forma y


límites a la identidad de la cultura chicana, al mismo tiempo que marca su
dislocación identitaria. Expresión protagonista de la noción de mezcla ra-
cial, y por tanto, parte esencial en el marco de diversidad cultural dentro de
los Estados Unidos, el mestizaje parece también capaz de generar una ins-
354 Leonel Car r illo Romo

tancia reconocible dentro de la sociedad norteamericana, como una enti-


dad discursiva cuyos temas dominantes son la desigualdad, la explotación
y un enorme y prolongado sentido de pérdida. El chicano no deja de recon-
ocer sus componentes identitarios en la lengua, la geografía y la nación,
asumiendo su condición racial tan ambigua como única en relación con la
presencia de distintos grupos étnicos dentro de la América anglosajona. El
concepto de “mestizaje” no sólo cifra las formas de una compleja construc-
ción metafórica dentro del mundo (pos)moderno, sino que en una visión
retrospectiva, la experiencia chicana se ha desarrollado dentro de la idea de
“mestizaje” como forma emancipatoria frente a los patrones de violencia y
exclusión que se remiten al régimen colonial. Pérez-Torres, busca actuali-
zar en su estudio del concepto de mestizaje el sentido de opresión en una
narrativa histórica, social y política.
En términos generales, este libro es un constante rastreo, una búsqueda
profunda del concepto de “mestizaje” y sus múltiples aplicaciones dentro
del discurso cultural y crítico. Resume y refleja la condición híbrida de
la experiencia chicana para dejar al descubierto una conciencia dinámica
acerca de la desigualdad social. Sin embargo, el libro realiza también una
introspección hacia el discurso chicano, en cuyo interior radica, de acuerdo
con el autor, una relación problemática entre el sentido de emancipación del
mestizo como entidad social y racial y la violencia que el discurso chicano
ejerce sobre sus protagonistas ante cualquier posibilidad de desviación de
la norma identitaria de “la raza”. Como ejemplo de esta contradicción, el
autor cita los problemas relacionados con la no aceptación e intolerancia
hacia la presencia del “queer mestizo”. Raza, género y sexualidad se enfren-
tan a una nueva necesidad de reelaborar dinámicamente el referente.
En uno de los capítulos de Mestizaje: Critical Uses of Race in Chicano
Cultura, (“Land and Race in Chicano Public Art”), el autor se enfoca en
la iconografía generada por la producción de arte visual, específicamente
en lo que se refiere al póster, para ilustrar el proceso mediante el cual la
cultura chicana ha desarrollado sus propias nociones de “mestizaje”.
Resulta interesante notar que los motivos de las imágenes remiten a épocas
y sucesos específicos dentro de la construcción de la identidad chicana,
como lo son la consumación de la independencia de México (1521), la firma
de los tratados de Guadalupe Hidalgo (1848) que puso fin a la guerra entre
México y Estados Unidos; hasta momentos profundamente significativos,
como la aparición del Chicanismo en 1965, y la presencia de la huelga de
trabajadores encabezados por César Chávez en los viñedos de California
durante el mismo año. Gracias a esta exposición de figuras y fechas históri-
cas, la subjetividad chicana se construye articulando nociones de espacio
y territorio.
Hacia la tercera parte del libro—capítulos cinco y seis-, “Challenging
Mestizaje”, el autor se enfoca directamente en dos elementos principales:
Mestizaje 355

las problemáticas generadas por el discurso literario acerca del mestizaje, y


la condición epistemológica del cuerpo mestizo emanada de un constante
sentido de pérdida. En el terreno de lo literario (capítulo cinco), a través
de obras de autores como Gil Cuadros (City of God) y Emma Pérez (Gulf
Dreams), la identidad mestiza se manifiesta mediante el ansia sexual y el
deseo físico, de tal manera que la noción de género se resuelve en una rel-
ación compleja y problemática para sus personajes de ficción, cuya identi-
dad se presenta como elemento susceptible de la sanción social. Ambas o-
bras abren un debate para analizar el sentido de represión con el propósito
de disciplinar toda trasgresión sexual de los cuerpos, dentro del campo
estético y ficcional.
Finalmente y a modo de conclusión general (capítulo seis), Pérez-Torres
sostiene que el cuerpo del mestizo significa un espacio de conocimiento
elusivo y en constante desplazamiento, debido a que la experiencia chicana
se ha articulado a través de un prolongado y profundo sentido de pérdida,
dada la condición mutable y escurridiza de su identidad. El resultado ac-
tual es una subjetividad, cuyas potencialidades se contraponen a la escisión
y a la ausencia, entendidas éstas últimas como una zona inescrutable den-
tro de la hibridez identitaria, una sombra que significa la identificación
con el presente, mientras se explora el derrotero que yace atrás, lejos en el
tiempo y el espacio. Por ello, el arte, la ficción y toda una serie de narra-
tivas en el seno de la producción cultural chicana son, de acuerdo con el
autor, una búsqueda, un recorrido por el pasado y la historia, desandando
caminos bajo el impulso de la melancolía. El mestizaje se renueva a diario
mediante los vestigios de un mundo perdido: una orfandad irremediable,
una patria ausente –Aztlán-México-, pero que se reinventa mediante su
propia odisea, cuya presencia es la conciencia histórica.

—Leonel Car r illo Romo


University of Colorado at Boulder

Pineda Franco, Adela. Geopolíticas de la cultura finisecular en Buenos


Aires, París y México: las revistas literarias y el modernismo. Pittsburg: IILI,
2006. 163 pp.

Adela Pineda Franco opens this interesting and thorough study of four late
19th/early 20th century literary magazines with an intriguing question:
How to connect contemporary readers with the rich world of the original
readers and provide them with a sense of the ongoing immediacy and per-
meability of the cultural practices registered in the magazines. Previously,
critics of Hispanic America literature have considered these magazines
(Revista de América [Buenos Aires, 1894], Mercure de France [Paris,
356 M ary Long­

1890–1933], Revista Azul [Mexico, 1894–96], Revista Moderna [Mexico,


1898–1911]) primarily as a kind of “archival” source for early texts by ca-
nonical “modernista” authors. Pineda’s study is the first to place the publi-
cations firmly at the center of analysis and her multifaceted approach suc-
ceeds in connecting contemporary readers with that original world while
also recuperating significant elements that enrich existing scholarship on
Hispanic American literary “Modernismo”. Namely that the canonical
“modernista” principles of cosmopolitanism and “pure art” take on differ-
ent meanings in each magazine and that an understanding of these different
meanings allows us to reconsider canonical definitions of “Modernismo”
while also expanding our understanding both of the process of canoniza-
tion of the movement and of the ties between “Modernismo” and mo-
dernity. These shifting meanings result from the fact that the magazines
carried out not only literary but also institutional and commercial roles in
their historical moment. Pineda explores each of these functions and the
book is simultaneously a historical, sociological, and literary study.
In her reading, Pineda considers both texts and images. This approach
allows her to recuperate the diverse intellectual, social, artistic, and po-
litical positions generated between the covers of the magazines. Following
the theoretical models of Raymond Williams and Pierre Bourdieu, Pineda
considers the material conditions of production and circulation, the posi-
tion of the magazines within the cultural field, the negotiations with other
cultural fields, and their inscription into the geopolitical setting.
Each of the four chapters is dedicated to one of the magazines. Chapter
one is dedicated to the analysis of the three issues of Revista de América,
founded in Buenos Aires in 1894 by Ruben Darío and Ricardo Jaimes
Freyre. Pineda shows that, through this magazine, Dario established the
bases for an autonomous Hispanic American literary field (defined by the
principles of cosmopolitanism, pure art, and the conquest of European
modernity as well as the liberation from Spanish aesthetic norms), ac-
cumulated personal cultural prestige and used politics and the market as
tools in the quest to create a professional status for writers. In addition
to its importance as a personal vehicle for Darío’s comprehensive cultural
project Revista de América was significant as a gathering place for authors
of diverse disciplines and creative tendencies.
In chapter two, Pineda turns to an analysis of the efforts of Hispanic
American chroniclers to promote Hispanic American literature through
the French magazine Mercure de France (1890–1965). In the early years, the
authors assigned to write these literary chronicles were “modernista” au-
thors living in Paris. Their work was relegated to a short column at the
end of each issue. This marginalized space is representative of the over-
all reception of Hispanic American authors and artists into the Parisian
cultural institutions of the time and highlights the precariousness of the
Geopoliticas de la cultura finescular 357

Hispanic American cosmopolitan project which Darío envisioned as closely


tied to the conquest of European modernity and assimilation. According
to Pineda, this marginal position necessarily require a rethinking of ca-
nonical interpretations of “Modernismo” to include more nuanced under-
standing of concepts of identity in Latin American thought and its relation
to European Geopolitics.
The final two chapters are set in Mexico where the “modernista” au-
thors were established firmly in the center of cultural legitimacy and sig-
nificance. The interaction between literature and society is a central theme.
Chapter three studies Revista Azul and, in particular, follows the trajectory
of Manuel Gutiérrez Nájera and the cooption of his work by the ideology
of the Porfirian regime. In contrast to Darío’s ability to establish literary
sovereignty through conciliatory political strategies, “la Revista Azul, en el
seno del Porfiriato, propició la subordinación de la propuesta literaria del
Duque Job, a las políticas del estado.” (131) The tension between political
and artistic expressions is also central to the analysis of both periods of
Mexico Moderno studied in chapter four. After a detailed analysis of the
influence of not only the political regime, but also the economic and social
forces of prosperous and conservative Porfirian society, Pineda concludes
that Revista Moderna cannot be read exclusively in literary terms since it
also functioned as a textual and graphic forum for the cultural agenda of
the Porfiriato. Yet, she also emphasizes that these texts planted the seeds of
democratization that would eventually lead to the end of the dictatorship.
The analysis of the interaction between images and text is particularly rich
in this chapter as is the exploration of the role of women, both as readers
and as represented in the magazine.
—M ary K. L ong
University of Colorado at Boulder

Severin, Dorothy Sherman. Religious Parody and the Spanish


Sentimental Romance. Newark, Delaware: Juan de la Cuesta, 2005. 86 pp.

Es ésta una monografía concisa, compacta, que hace abundantemente lo


que promete. Su autolimitación, al no pretender ser un estudio extenso ni
definitivo, por esa misma buena adecuación al formato, pasa de prudente,
si se considera que la idea principal (que la novela sentimental española,
como género, se define sobre todo por ser parodia religiosa) tiene un lar-
guísimo alcance. Una vez admitida, todo lo que se estudie acerca de este
género tiene que asumir este doble prisma visual desde lo religioso y desde
lo paródico.
La autora retoma la idea de su importante artículo de 2002-03, amplián-
dola a monografía en una manera tan sencilla como necesaria. La doble
358 Julio Baena

idea central (lo paródico / lo religioso) se concreta en cinco aspectos de


lo religioso (cristiano) que según la autora son las constantes en todas las
muestras del género: el pecado original, la pasión de Cristo, la lamentación,
la tumba y el infierno. La monografía, pues, tras haber expuesto la tesis en
el primer capítulo, expone cada uno de estos aspectos en los sucesivos.
Sólamente siendo un experto, un especialista en la materia, en un sentido
muy estricto, se puede escribir este libro. Tras su brevedad se encuentra un
conocimiento detallado y asimilado del género que, si pasara de ser tácito
a ser expreso, ocuparía varios gruesos volúmenes. A menudo este conoci-
miento tácito de los expertos desemboca en cierta deformación profesional
que hace que el universo entero se vea en términos de la especialización, o
que, incluso, no exista tal universo entero al trascendentalizarse el área de
especialización de manera que sólo otros expertos puedan leer el estudio.
Que la autora no caiga en ninguna de estas trampas es, a mi juicio, una im-
portante virtud añadida de su monografía. Los árboles no le impiden ver el
bosque, y, por ejemplo, la enorme ventana al resto del cosmos que supone
una teoría de la ironía—que la autora toma prestada sobre todo de Linda
Hutcheon—nunca se cierra en este estudio a pesar de la autolimitación a
un aspecto muy específico de un género muy específico. El resultado es que
el libro resulta útil e incisivo tanto para el lector que busque información
especializada sobre la novela sentimental como para el que esté interesado
en cuestiones de más amplio alcance, o que ni siquiera sepa qué cosa es la
novela sentimental española.
No por esto resulta el libro indiscutible, ni la cuestión propuesta queda
zanjada. La propia construcción de la monografía la hace depender sus-
tancialmente de los cinco aspectos de la religión que he mencionado.
Rápidamente se piensa en si acaso no hay otros aspectos, o categorías, o
asuntos de lo religioso que puedan sumarse, o hasta sustituir a los dados
por la autora, como los sacramentos, o las reliquias (piénsese, por ejemplo,
en la famosísima “comunión suicida” de Leriano en la Cárcel de amor), o,
abstrayendo más, la categoría de “fetiche” que pudiera unir a ambas cosas.
Pudiera discutirse el criterio taxonómico utilizado—consciente o incons-
cientemente—por la autora para resultar en esas categorías, o, ahondando
más, puede echarse de menos en los estudios de la autora—como yo la
echo—una reflexión de largo alcance basada en que, si lo religioso, y es-
pecíficamente en esos aspectos, es central al asunto, es sumamente signi-
ficativo que esos aspectos no parezcan estar fuertemente relacionados con
los aspectos de lo religioso que se subrayan en otro asunto absolutamente
contemporáneo de la novela sentimental—la Reforma luterana—. No me
parece escapable la conexión.
Sin embargo, ninguno de estos temas que asomo como no explicados
en el libro de Severin habría surgido en mi mente sin el libro mismo, y por
lo tanto es él el que los hace surgir. Muy bien escrito, y poseedor de una
Religious Parody 359

bien medida dosis de humor y modestia que se combinan con una seria
seguridad intelectual, este libro es sumamente placentero de leer, a la vez
que concentra gran cantidad de información factual y sutileza de ideas en
pocas páginas. Lo considero imprescindible en cualquier curso sobre la
novela sentimental, y muy útil para el estudio de los postulados ideológicos
subyacentes en cualquier manifestación cultural del siglo XV español.
—J ulio Baena
University of Colorado at Boulder

Daroqui, María Julia. Escrituras heterofónicas. Narrativa caribeña del


siglo XX. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2005. 157 pp.

El libro de María Julia Daroqui, Escrituras heterofónicas. Narrativas caribe-


ñas del siglo XX, combina dentro de tres apartados seis ensayos críticos cuya
variada temática va desde la conexión entre historia y memoria, pasa por
la vanguardia caribeña y termina con la obra del escritor puertorriqueño
Edgardo Rodríguez Juliá.
En la primera sección del apartado inicial la autora analiza dos textos
que desde distintas temporalidades e intereses, según el análisis, recrean la
matanza de haitianos ordenada por Rafael Leónidas Trujillo. Este suceso
se comete en la frontera dominico-haitiana en octubre de 1937 y a pesar
de haber sido severamente censurado por la comunidad internacional, es
minimizado, o simplemente ignorado, dentro de la isla. La autora estudia
la El Masacre se pasa a pie (1973) del escritor dominicano Freddy Prestol
Castillo, y The Farming of the Bones (1998) de la escritora Américo-haitiana
Edwidge Dandicat. En ambos casos la narrativa busca inscribir el suceso
dentro de la memoria histórica oficial de ambas naciones.
Daroqui propone que la tardía publicación de la novela de Prestol
Castillo (texto (concebido y escrito a raíz de lo ocurrido, pero publicado
en 1973) responde, más que a un miedo personal a represalias, a una ten-
sión textual entre el deseo de denuncia y el temor de dañar la identidad
nacional del joven estado, puesta en peligro por la constante emigración
de haitianos. La masacre, o el Corte, como se le conoce comúnmente, se
concibe como un acto brutal, pero hasta cierto modo justificado por la
historia. De ahí que los héroes de la independencia haitiana sean descritos
como criminales y los dominicanos que llevan a cabo la orden de Trujillo
sean representados como pobres campesinos víctimas de la circunstancia.
La inmediatez que caracteriza la narración de Prestol Castillo está au-
sente en Farming of the Bones. Dandicat escribe su novela 61 años después
de lo ocurrido. Por demás, el gran catalizador o significante de la obra,
según apunta Daroqui, es el rectificar la negación del suceso dentro del
discurso oficial haitiano dándole voz a los muertos, a los “des (seres) y sus
360 Eliz abeth k. Goldberg

herederos, los sobrevivientes, [que] luchan [por] preservar su genealogía”


(29). Y es a partir de la reconstrucción de dicha genealogía que el individuo
consigue constituirse, por medio de la ficción, como sujeto nacional o, par-
ticularmente en el caso de Dandicat, como sujeto inmigrante que siendo
conocedor de su pasado es capaz de entrar, salir y cuestionar los silencios
de una cultura. Este apartado subraya que esta necesidad de representar la
sociedad y la cultura como “textos en tramas de significaciones provisorias
y transitorias” (43) es un elemento característico de la narrativa de escri-
toras caribeñas contemporáneas radicadas en los Estados Unidos, quienes
problematizan el concepto de identidad en todos los niveles y cuestionan la
veracidad de la Historia.
En la segunda sección la autora, partiendo de los postulados críticos de
Néstor García Canclini con respecto a la modernidad en Latinoamérica, da
una visión panorámica del desarrollo económico y cultural, influenciado
por los Estados Unidos, del Caribe hispano durante las primeras décadas del
siglo XX. Daroqui observa una especie de nostalgia en las manifestaciones
artísticas puertorriqueñas ausente en la de los dominicanos. Dicha nostal-
gia por un pasado perdido responde a la rápida modernización de la nación
boricua propiciada por la fuerte influencia norteamericana dentro de la isla.
Esto no ocurre en República Dominicana, ya que la condición de vida propia
de finales del siglo XIX continúa hasta los años del inicio del Trujillato. Las
corrientes discursivas propias de la vanguardia, la poesía sorprendida, por
ejemplo, no surgen hasta años después. Con respecto a la isla de Cuba, el en-
sayo hace una muy breve referencia a la obra del escritor “outsider” Enrique
Labrador Ruiz, quien crea novelas “gaseinformes” que combinan ensayo,
poesía y narrativa y “atacan los pilares de la tradición narrativa.
El capítulo titulado “Escribir el sujeto anómalo. (Des) leer El negrero de
Novas Calvo” es, según nuestro criterio, el mejor logrado. Daroqui con-
sidera que la novela de Novas Calvo tiene como finalidad darle un espacio a
la figura marginal del tratador de esclavos dentro de la narrativa antiescla-
vista latinoamericana. Dicha tradición, desde sus orígenes en el siglo XIX
hasta su fase final encabezada por la poesía negrista de Nicolás Guillén,
se ha caracterizado por un compromiso con la denuncia que hacen que el
narrador—autor se identifique de manera total con el esclavo, ignorando al
negrero, pieza indispensable en el régimen de la esclavitud. De este modo,
El negrero, con su infame protagonista, sus numerosas citas, notas al pie y
bibliografía final, se construye como un texto inclasificable en el que colin-
dan la novela, la biografía y el tratado antiesclavista que destruye los este-
reotipos que permeaban la narrativa antiesclavista.
El último apartado del texto está dedicado casi en su totalidad a la obra
de Edgardo Rodríguez Juliá, la cual es caracterizada como una constante
preocupación por “encontrar el lugar de la voz autorial y la construcción
del perfil identitario del puertorriqueño” distante y distinto del discurso
Escrituras hetyerofónicas 361

creador del pensamiento nacional (99). En La renuncia del héroe Baltasar,


Daroqui explora el modo en que el novelista se acerca a la identidad nacio-
nal desde lo popular para develar aquellos aspectos que han sido silencia-
dos por el discurso oficial. Este interés por lo “no oficial”, por darle la voz
al “otro” de la “alta cultura” hacen que Daroqui, junto a Elena Poniatowska
y Carlos Monsiváis, entre otros, considere a Rodríguez Juliá como uno de
los “nuevos cronistas” latinoamericanos. Utilizando las crónicas El cortijo
(1985) y “El cerro Maravilla” (1986), las cuales narran el entierro de Cortijo
(músico descendiente de esclavo y creador de la plena, ritmo antecesor de
la salsa) y el asesinato de dos jóvenes nacionalistas, respectivamente, la au-
tora esboza las características de esta nueva narrativa. Estas son: la desa-
parición del cronista culto, la recreación del habla popular y lo cotidiano,
así como la diversidad del “emisor narrativo”, la mezcla de la esfera pública
y privada y la inclusión de medios audiovisuales, como la fotografía. La au-
tora concluye que “la función de las actuales crónicas se acerca a los textos
etnográficos, ya que, muestran la manera cómo la gente organiza la reali-
dad en su mente y cómo la expresa en su conducta” (132).
—E liz abeth K. Goldberg
University of Colorado at Boulder

Ricardo Salvatore (compilador). Culturas imperiales. Experiencia y


representación en América, Asia y África. Rosario: Beatriz Viterbo Editora,
2005. 383 pp.

Culturas imperiales recoge algunas de las presentaciones de estudiosos y


especialistas de Estados Unidos, Europa y América Latina en el Coloquio
Internacional “Repensando el imperialismo”, realizado en agosto del 2000,
y es también una suerte de continuación del libro editado por Ricardo
Salvatore, Gilbert Joseph y Catherine LeGrand, Close Encounters of the
Empire. Writing the Cultural History of U.S.-Latin American relations, en
la Duke University Press en 1998. Culturas imperiales expande su área de
interés de América a Asia y África y se propone trazar las analogías entre
el “Neo Imperialismo” de la ocupación territorial de África y Asia y las re-
laciones de dependencia de América Latina con el Imperio informal desde
mediados del siglo XIX a mediados del XX. Sobre este recorte temporal y
espacial, la compilación presenta una clara agenda de reflexión crítica y
abordaje empírico, la que tiene como centro de interés repensar el imperia-
lismo enfatizando los procesos culturales asociados a prácticas de domi-
nación militar, política, diplomática y tecnológica. En este sentido, cobran
fundamental importancia el estudio de las tecnologías de la representación
y vigilancia del Imperio así como la consideración de las imágenes y textos
de resistencia a las prácticas más modernas de dominación por parte de las
362 Leil a Gomez

elites locales y la cultura popular.


Los ensayos de Culturas imperiales son conceptuales o históricos y po-
drían ser agrupados en tres categorías: en un primer grupo, integrado por
los de Renato Ortiz, Walter Mignolo y Gilbert Joseph, se ubican los ensayos
que intentan una reflexión conceptual de las nuevas formas de gobernabi-
lidad global, revisando y cuestionando los conceptos de “Imperio” (Hardt-
Negri 2000), “Sociedad global” (Castells 1996), “gobernabilidad global”
(Messner 2001), etc. Un segundo grupo se dedica a mostrar cómo el pro-
yecto de expansión imperial se unió a empresas de “conocimiento” científi-
cas, comerciales, exhibiciones, guías de viajes, proyectos arqueológicos, etc.
En este grupo encontramos los ensayos de Ileana Rodríguez, Arcadio Díaz
Quiñones, Andrea Giunta, John MacKenzie y Ricardo Salvatore. El tercer
grupo, integrado por los ensayos de Zeynep Çelik, James Ryan, Oscar Terán
y Lauren Derby, explora las condiciones en que el imperialismo se concre-
tizó en representaciones y artefactos de vigilancia (proyectos urbanísticos,
exhibiciones fotográficas, etc.) y fundamentalmente las modalidades de las
respuestas locales, tanto de las élites nacionales como de la cultura popular,
a las prácticas de dominación del Imperio formal e informal.
Dentro del grupo de reflexión teórica e histórica de las culturas impe-
riales, el ensayo de Renato Ortiz, “Revisitando la noción de imperialismo
cultural”, propone una clarificación del concepto de imperialismo cultu-
ral a través de un iluminador recorrido historiográfico. El crítico señala
que, como categoría de análisis, el imperialismo cultural sirvió para dis-
tinguirse del colonialismo de siglos anteriores, justamente a partir de la
relación de poder indirecta que el Imperio instaura en relación al coloni-
zado, relación que está ahora mediada por el mercado y las instituciones
financieras. El crítico propone redefinir las nociones dicotómicas de lo
autóctono y lo alienígena y estudiar los procesos de transculturación en la
producción y circulación de los bienes culturales y sus múltiples centros de
dominación y hegemonía. Por su parte, Walter Mignolo en “Colonialidad
global, capitalismo y hegemonía epistémica”, propone repensar el imperia-
lismo desde la colonialidad, es decir estudiar cómo se piensa y se narra la
historia y el modelo económico global desde África, Asia y América Latina,
con las contradicciones diacrónicas y las heterogeneidad estructural de co-
lonialidad del poder. Mignolo demuestra el etnocentrismo en las concep-
tualizaciones del historiador Wallerstein (sistema-mundo posmoderno),
del sociólogo Castells (sociedad en red) y de los críticos culturales Negri y
Hardt (Imperio) en la medida en que olvidan la contracara de la moderni-
dad europea: la colonialidad, es decir las historias y el pensamiento desde
los márgenes: China, India, el Islam, los imperios Inca y Azteca.
En este mismo grupo se encuentra la traducción al castellano del ensayo
de Gilbert Joseph, “Encuentros cercanos. Hacia una nueva historia cultu-
ral de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina”, publicado
Culturales imperiales 363

en Close Encounters of Empire. El artículo es principalmente una presen-


tación del proyecto de los editores y contribuyentes de la mencionada an-
tología, cuyo objetivo fue el de reconstruir una historia cultural compleja
y comprensiva de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina.
Para comprender esta historia, es fundamental para Joseph reconocer la
radical heterogeneidad de los encuentros imperiales y mirar de cerca las
representaciones y experiencias producidas en las zonas de contacto del
Imperio, sus interacciones discursivas, sus gestos para abordar al otro, sus
malentendidos mutuos y sus enfrentamientos.
En el grupo de ensayos dedicados a estudiar las prácticas imperiales
en cuanto “empresas del conocimiento” se encuentra el trabajo de Ileana
Rodríguez sobre la Mayística, “Entre lo aurático clásico y lo grotesco mo-
derno: La mayística moderna como campo de inversión y empresa posco-
lonial”. En él, la autora pone el acento en el modo en que las disciplinas de
la Mayística (la arqueología y la agronomía), al igual que el Orientalismo,
se convirtieron en formas de dominio y autoridad para pensar, enseñar,
habitar y gobernar una cultura, y son intermediarias en la forma en que los
Mayas se visualizan a sí mismos. (127). Dentro de esta línea de análisis, en
su artículo “Imperios del viaje. Guías de viaje británico e imperialismo cul-
tural en los siglos XIX y XX”, John MacKenzie sostiene que la información
brindada al viajero en las guías de viaje británicas del período confirmaba
los presupuestos de una cosmovisión imperial al reforzar la fe en el pro-
greso y la civilización y preconizar la historia de la dominación británica
en India, Sudáfrica, Asia y Oceanía.
También Ricardo Salvatore en “Panamericanismo práctico. Acerca de la
mecánica de penetración comercial norteamericana” estudia las prácticas
de dominación imperial en los libros de consejos a empresarios norteame-
ricanos destinados a conquistar el mercado de colocación de productos en
Sudamérica. Para Salvatore, estos libros de consejos estaban pautados por
mecanismos de vigilancia “etnográfica” y fueron parte de una empresa
ideológica que proyectaba en la región no sólo posibles mercados sino
también los “valores” de la cultura norteamericana: confort, salubridad,
confiabilidad, eficiencia y superioridad tecnológica. En su artículo “Misión
imposible. Nelson Rockefeller y la cruzada del internacionalismo artístico”,
Andrea Giunta desmonta estudia las relaciones entre la exhibiciones artís-
ticas y las políticas imperiales con un estudio detallado la campaña cul-
tural de Rockefeller para promover la amistad hemisférica en la época de
la guerra fría. Para Giunta, la repolarización del centro mundial del arte,
de París a Nueva York, se realizó en parte exhibiendo colecciones de arte
latinoamericano en Estados Unidos. Por su parte, Arcadio Díaz Quiñónez
estudia el impacto fotográfico de la Kodak durante la guerra del 98, y la
percepción que generó en la cultura de masas norteamericana y sus sueños
imperiales con respecto al archipiélago de Filipinas, Puerto Rico y Cuba.
364 Leil a Gomez

Además de estudiar las modalidades culturales de dominación imperial,


los artículos restantes documentan las prácticas de resistencia a las prácti-
cas de control económico, político, militar y cultural. Como Salvatore co-
menta, la resistencia surge de tres lugares diferentes: la propia metrópolis,
la intelectualidad de los países nuevos y la cultura popular tanto del centro
como de la periferia. El artículo de Zeynep Çelik, “Intersecciones colo-
niales y poscoloniales: “Lieux de mémoire’ en Argel,” estudia justamente
las batallas por la resignificación en la memoria colectiva de resistencia de
los sitios urbanos (plazas, monumentos) y artísticos en Argel luego de la
ocupación francesa (1830), durante la lucha de la resistencia del Frente de
Liberación Nacional y luego de la independencia (1961). Lauren Derby en
“Vampiros del Imperio, o por qué el Chupacabras acecha a las Américas”
estudia exhaustivamente por su parte el surgimiento en los 90 de la figura
mítica del Chupacabras y sus sucesivas actualizaciones en la imaginación
popular de resistencia de países como Puerto Rico, México, Chile y sur de
Estados Unidos. Para Derby, esta figura diabólica podría ser interpretada
como la metáfora del efecto pernicioso en los pequeños productores de la
región de la imposición del modelo global del libre comercio, la privatiza-
ción de las empresas y el achicamiento del estado y la era del NAFTA.
En “Exhibición de atrocidades. La fotografía, los misioneros cristianos
y la cultura de protesta imperial a principios del siglo XX”, James Ryan
analiza el modo en que los activistas humanitarios, los misioneros protes-
tantes, los comerciantes británicos y escritores como Mark Twain hicieron
una campaña de denuncia dentro de las misma metrópolis en contra el co-
lonialismo de Leopoldo II y la explotación brutal de las compañías de cau-
cho en el Congo Belga. No obstante, lo que para Ryan esta campaña denun-
ciaba eran más bien los métodos del imperialismo no así su cosmovisión.
La campaña fotográfica, por ejemplo, contribuyó paradójicamente a refor-
zar los estereotipos de canibalismo y retraso esclavista de África, al mismo
tiempo que a ponderar la figura del misionero como héroe civilizatorio.
Oscar Terán analiza en “El espiritualismo y la creación del anti-imperia-
lismo latinoamericano” el discurso modernista de las élites letradas de la re-
gión alrededor de Rubén Darío y José Enrique Rodó. Terán repasa el modo
en que el espiritualismo latinoamericano se erigió en contra de la sociedad
norteamericana, calificada de materialista y mercantilizada y pretendió así
ubicar a las letras hispanoamericanas en lo que se consideraba lo más presti-
gioso dentro de la estética moderna: el artepurismo. Leídos a contraluz, los
artículos de Terán y Giunta brindan explicaciones comparativas del modo
en que el arte y la literatura de la estética pura fueron utilizados como expre-
siones de dominio ideológico imperial y de resistencia colonial.
Tanto para Salvatore como para los ensayistas convocados, estudiar
el Imperio informal y su relación con la cultura se vuelve imprescindible
Culturas imperiales 365

en el momento en que muchos celebran “demasiado anticipadamente” el


fin de los estados nacionales y las formaciones imperiales. En la lectura
de este libro queda claro que existen “continuidades y mutaciones” en-
tre los Imperios y las nuevas formas de gobernabilidad global. Culturas
imperiales se articula magistralmente el corpus crítico del Imperio inaugu-
rado por Orientalism (1978) de Edward Said e integrado por Imperial Eyes
(1992) de Mary Louise Pratt, The Rethoric of Empire (1993) de David Spurr,
The Imperial Archive (1993) de Thomas Richards y Colonialism´s Culture
(1994) de Nicholas Thomas, entre los más destacados. El libro editado por
Salvatore tiene además el sobresaliente mérito de ser un proyecto crítico a
las bipolarizaciones homogeneizadoras entre el Imperio y los colonizados.
Por medio de análisis empíricos rigurosos, los ensayos de esta colección
se hacen cargo de la heterogeneidad histórica de los encuentros imperia-
les, deslindando los entrecruzamientos y complejidades de los discursos de
dominación y resistencia.
—L eil a Gómez
University of Colorado at Boulder

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