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ALBERTO EZCURRA MEDRANO LAS OTRAS TABLAS DE SANGRE (Segunda edicién notablemente aumentada) EpiroriaAL HAZ Buenos Ares Queda hecho el depésito que marca la ley 11.723. Prohibida la reproduc: cin total o parcial. Segunda edicién, julio de 1952 Eprrorran HAZ VENEZUELA 1419 - Buenos ArRes ALGUNOS JUICIOS ACERCA DE LA PRIMERA EDICION DEL PRESENTE LIBRO “En pocas palabras dice Ud. mucho mas que otros en sendos libros. Lo felicito.” Manver Bitpao “Recomendamos al lector la lectura de Las otras Tablas de Sangre, del sefior Alberto Ezcurra Medrano, que le ayudara a comprender mejor la época y nuestra historia.” ‘Tre. CNEL, Cartos A. ALDAO Rosas a la Inz de los documentos histéricos, pag. 163. “Aqui vemos averiguada, ordenada y definitivamente aclarada una de las acisaciones mas estridentes contra Rosas: la de su crueldad, sus degtiellos y sus ma- tanzas.” Stcrripo A. RaDAELLI Tiempos de Buenos Aires, pag. 89. “Este precioso trabajo de investigacién esta prece- dido por un estudio metodoldgico sobre Rosas y su responsabilidad en las ejecuciones por él ordenadas, 7 estudio que, como el “Rosas en los altares”, publicado por Ezcurra Medrano en Crisol del 1° de enero de 1935, revela en su autor singular aptitud para la cri- tica histérica.” Juio Trazusta Ensayo sobre Rosas, pags. 137-8. “Lo he leido con fruicién y con sumo interés his- torico.” CLEMENTINO S. PaREDES “El gran acopio de datos histéricos ilevantables, la logica irrebatible de su exposicién y el vacio que vino a Ilenar ese trabajo le dan un interés excepcional.” José Maria Funes “Se acusa a Rosas exclusivamente del uso del terror, y no fué él solo, ni, acaso, ef que mas usara de esta suerte de apaciguamiento. Y aqui est4 la prueba, re- unida en apretadas demostraciones.” Revista Bibliogréfica, octubre-noviembre 1934. “Sin entrar a discutir la personalidad del hombre que abarca toda una época agitada de la historia ar- gentina ni emitir juicio alguno al respecto, debemos reconocer en el folleto de referencia un alto valor documental y un estilo claro y preciso.” Bandera Argentina, 13 de noviembre de 1934. PROLOGO El revisionismo histérico argentino ha reali- . zado una labor cientifica, hondamente patridti- ca, en favor de la verdadera historia argentina. Todos los afios se publican libros y folletos que destruyen la leyenda negra difundida por los historiadores liberales, heterodoxos todos ellos, y que por su misma heterodoxia combatieron desde las logias y iuego desde el gobierno lo més profundo del sey tradicional argentino, para desarraigar nuestras antiguas y nobles costumbres, nuestras ideas y sentimientos esen- cialmente catélicos. VY esta labor revisionista, que se ha intensi- ficado hace algo menos de treinta aitos a esta parte, y que se desarrolla en la cdtedra, en el libro, en periddicos y conferencias por todo el pats, contintia la obra que a fines del siglo pa- sado inicid con su Historia de la Confedera- cién Argentina Adolfo Saldias, y luego, en su libro intitulado Le época de Rosas, Ernesto Quesada. El pertodo mds intenso, de mds grandeza y 9 que da la verdadera razén de nuestra nacio- natidad fué y es negado hasta hoy por los his- toriadores liberales, que se copian unos a otros en su deleznable tarea de difundir una historia falsificada. De esta manera la investigacion histérica se estanca y pierde toda vitalidad. éVv qué podriamos decir de los textos de historia argentina destinados a los establecimientos de segunda enseiianza? Hemos leido los aproba- dos por el Ministerio de Educacién en esta asignatura, y en todos, salvo alguna rara ex- cepcién, no sdélo encontramos los absurdos més grotescos respecto a la época de Rosas, sino que surge en seguida, en vohimenes destinados a los jévenes, exacerbado, el antiguo odio de wnitarios y liberales a la politica rosista. Ha- bria que aitadir, ademds, que la falsificacién de la historia no se reduce en estos textos esco- lares al periodo en que gobernd Juan Manuel de Rosas; los siglos de la domvinacién espatiola han sido también falseados, como asimismo todo aquello que de algiin modo nos define conto nacidn esencialmente catélica ¢ hispanica. Frente a una enseiianza oficial de la historia argentina que es perniciosa para la formacién de los jévenes, a quienes se les debe explicar solamente la verdad, justipreciamos la intensa obra de los historiadores revisionistas, que en la cétedra y el libro estén demostrando dénde 10 estén los verdaderos y los falsos préceres, ri- fiendo una batalla que ya ha sido ganada, por- que el fraude histérico inventado por los vence- dores de Caseros y Pavén no resiste la fuerza incontrastable de la verdad histérica. Y es con ese espiritu de justicia que revelan los historiadores revisionistas que Alberto Ez- curra Medrano publica la segunda edicién de su libro Las otras Tablas de Sangre, libro magnifico, claramente escrito, de alta polémica, totalmente documentado, que tiene la ventaja sobre el de su antagonista, el del lamentable e infelicisimo Rivera Indarte, de que no inventa ni fantasea mi agrega adjetivos insultantes ni comentarios malévolos, sino que expone los hechos para que el lector jusgue, valiéndose muchas veces de los mismos historiadores libe- rales para demostrar cémo los wnitarios, con sus olas de crimenes, de degollaciones, de fusi- lamientos a granel, superaron las atrocidades y desafueros de los enemigos de la “civilisacién”. El mérito de este volumen reside precisa- mente en su valor cientifico, que destruye la leyenda wnitaria, construida sobre la propagan- da periodistica, el libelo de Rivera Indarte y ese otro, en forma de novela, de José Marinol. Las otras Tablas de Sangre constituye un documento incontrovertible y se advierte en él la verdadera objetividad histérica, que es la que Il tiene el sentido de la justicia. Esta obra ha sido completada durante largos aiios de paciente tarea investigadora, formando asi un volumen que supera extraordinariamente al que cono- ciamos por la primera edicién. Todo lo que la historia liberal ha callado, aquello que perma- necia oculto en documentos y libros, ha sido reunido por Escurra Medrano en su busqueda de la verdad, con afdn de historiador, sobre- poniéndose al espiritu de partido o de banderia. Es curioso observar cémo al sectarismo libe- ral, en sw anhelo de trastrocarlo todo con fines de sectarismo politico, no se le ocurrié advertir que la falsificacién de la historia en la forma grosera en que lo hicieron no podia persistir in- definidamente, ya que, frente a los crimenes que se atribuyen a Rosas, las atrocidades del terror celeste —a pesar de la destruccién de documen- tos que hicieron los wnitarios— son tan eviden- tes, que sélo el odio, la ceguera y la mala fe de varias generaciones de gobernantes liberales han podido ocultarlas. Y con este sistema de criminal ocultacién han padecido también he- chos gloriosos, acontecimientos de la época ro- sista, como la lucha por la soberania argentina contra Francia e Inglaterra, ocultacién que re- vela el grave delito de traicién contra la patria 4y el espiritu de los argentinos. El proceso del terror celeste, desde Rivada- 12 via hasta Sarmiento, esté relatado por Ezcurra Medrano. Los fusilamientos en masa e indivi- duales mandados ejecutar por érdenes de La- valle, Lamadrid, Paz, Mitre, Sarmiento y los demds jefes unitarios, son incontables. Pero la guerra civil, provocada por los umitarios en unién con los extranjeros, suscitadora de los odios mds enconados y las venganzas mds cruentas, continud después de la caida de Rosas, y el terror liberal que reemplazé al unitario pudo proseguir con sus asesinatos y degollacto- nes, hasta que el triunfo definitive de la hete- rodoxia, encarnada en figuras masénicas como Mitre y Sarmiento, inicié la era de un crudo y persistente materialismo. El régimen de terror, anterior y posterior al gobierno de Rosas, ha sido estudiado por Ez- curra Medrano, atestigudndolo con hechos con- cretos. En cuanto a los procedimientos que uti- lizaban los unitarios para matar a sus enemigos; nadie ignora que Lavalle y Lamadrid cumplian al pie de la letra lo que exaltaban en su furor de degolladores; aconsejaban o daban érdenes de lancear o de degollar sin perdonar a nadie. Lavalle, en 1839, consigna Eccurra Medrano, en una proclama dirigida a los correntinos de- cia refiriéndose a los federales: “Es preciso - degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de estos monstrucs. Muerte, muerte sin pie- 13 dad.” No hay jefe unitario que utilice otros procedimientos frente a los federales. Era una lucha sin cuartel, y nadie lo daba. El culto y civilizado Pag no se quedaba corto en las ma- tansas y ejecuciones de prisioneros. He aqué una descripcién de lo que el general Paz llamaba actos de severidad: “Los prisioneros son colga- dos de los drboles y lanceados simulténeamente por el pecho y por la espalda... A algunos les arrancan los ojos o les cortan las manos. En San Roque le arrancan la lengua al comandante Na- varro. A un vecino de Pocho, don Rufino Ro- mero, le hacen cavar su propia fosa antes de ultimarlo, hazafa que se repite con otros. Algu- nos departamentos de la Sierra son diezmados. Por orden, sino del general, de algunos de sus lugartenientes, ciertos desalmados, como Véa- quez Novoa, apodado Corta Orejas, el Zurdo y el Corta Cabezas Campos Altamirano, lancean a los vecinos de los pueblos, en grupos hasta de cincuenta personas.” “I,os coroneles Lira, Mo- lina y Caceres rindieron la vida entre suplicios atroces. Sus caddveres despedazados fueron exhibidos en los campos de Cérdoba Yy expues- tos insepultos.” Como dijimos, el jacobinismo liberal conti- nud después de la caida de Rosas 4 durante todo el siglo XIX su politica de crueldades in- auditas, degollando prisioneros, exterminando 14 a los vencidos donde quiera que se encontra- sen, mandando asesinar alos gobernadores que no obedecian a la politica central. El libro que comentamos serd sumamente util a la juventud argeniina. Todo él da una idea clara de lo que fué el terror celeste a lo largo de la centuria décimonovena. Necesitébamos esta segunda edicién, completada con nuevos aportes indubitables, y donde se prueba una vez nds el talento de investigador de Alberto Ezcu- rra Medrano, que huye de lo farragoso para buscar la sintesis, y, sobre todo, su honradeg y el espiritu de justicia que definen su obra. ALFREDO TARRUELLA EL JUICIO HISTORICO SOBRE ROSAS Lenta, pero firmemente, la verdad sobre Ro- sas se abre camino. La causa de esa lentitud se explica. A Rosas le tocé actuar en pleno auge del romanticismo y del liberalismo. Sus enemigos, libres de la pesada tarea de gobernar, empufiaron Ja pluma e “inundaron el mundo — como dice Ernesto Quesada — con un maélstrom de libros, fo- letos, optsculos, hojas sueltas, periddicos, dia- rios y cuantas formas de publicidad existen”. Supieron explotar la sensibleria romantica dan- do a ciertas ejecuciones y asesinatos una impor- tancia que no les corresponde dentro del cuadro histérico de la época. Los famosos degiiellos de octubre del afio 40 y abril del 42 pasaron a la historia hipertrofiados, como si los 20 afios de gobierno de Rosas se hubiesen reducido a esos dos meses y como si su accién gubernativa no hubiese sido otra que ordenar o tolerar degiie- llos. Rosas, para ellos, fué un monstruo, y desde este punto de vista, que no permiten discutir, juzgan su época, sus hechos y sus intenciones. Si Rosas fusilé, no fué porque lo creyo nece- 17 sario, sino para satisfacer su sed de sangré. Si luch6 — aunque sea con el extranjero —, no fué por patriotismo, sino por ambicién personal, o para distraer la atencién del pueblo y mante- nerse en el poder. Si expediciond al desierto, fué para formarse un ejército. Si efectué un censo, fué para catalogar unitarios y perseguir- los. Si ordené una matanza de perros, que se habian multiplicado terriblemente en la ciudad, lo hizo para instigar una matanza de unitarios. Y asi, mil cosas mas. Naturalmente, de todo esto resulté un Rosas gigantesco por su maldad, “un Caligula del siglo XIX”, es decir, el Rosas te- trible que necesitaban los unitarios para justi- ficar sus derrotas y sus traiciones. Como la historia la escribieron los emigrados que regresaron después de Caseros, ese Rosas pas a la posteridad, y desde entonces todas las generaciones han aprendido a odiarlo desde la escuela. Sdlo asi se explica que aun perdure en el pueblo el prejuicio fruto del manual de Gros- so y de las horripilantes escenas de la Mazorca conocidas a través de Amalia o de.alguna re- copilacién de “diabluras del Tirano”. Afortunadamente, en la pequefia minoria que estudia historia se evidencia una reaccién. Los libros nuevos que tratan seriamente el debatido tema lo hacen con un criterio cada vez mas im- parcial. Tal es el caso de las interesantes obras 18 publicadas en 1930 por Carlos Ibarguren y Al- fredo Fernandez Garcia. “Donde hay un hombre, hay una luz y una sombra”, se ha dicho. Rosas, como hombre que fué, cometid errores, pero no crimenes, porque “el delito — como é1 mismo escribié en su juven- tud — lo constituye la voluntad de delinquir”, y es absolutamente infundada la afirmacién de que él la tuvo. Cuando se habla de su reivin- dicacién, no se trata de presentarlo sin mancha a los ojos de la posteridad, como han querido presentarse sus enemigos, ni tampoco de “dis- culparlo”, como dicen algunos con cierto retin- tin cada vez que oyen hablar de cualquiera de sus innegables aciertos. El perdén supone el crimen, y la facultad de concederlo no pertenece a la historia, sino a Dios. De lo que se trata es, simplemente, de presentarlo tal cual fué, con sus errores y con sus aciertos, ya que los primeros no tienen la propiedad de borrar los segundos, tal como los numerosos fusilamientos ordenados por Lavalle y Lamadrid en sus campafias no extinguen ni una particula de la gloria que les corresponde por el valor legendario de que dieron pruebas en la guerra de la independen- cia. La vida publica de esos hombres no es un todo indivisible que se pueda condenar o glori- ficar en globo. Por eso es absurda en nuestros dias esa fobia oficial antirrosista que, hacién- 19 dose cémplice de lo que podriamos llamar cons- piracién del olvido, excluye sistematicamente el nombre de Rosas de las calles y paseos piiblicos mientras se le concede ese honor a una porcién de personajes anodinos, cuando no traidores o enemigos de la patria.* La “tirania” no fué un hombre sino una época en que todos emplearon cuando pudieron los mismos métodos. Rosas no “abrié el torrente de la demagogia popular”, como se ha dicho con mas literatura que acierto. Lo tomé des- bordado como estaba, tal como no quisieron to- marlo ni San Martin ni otros hombres de valer; lo encauzé dirigiéndolo hacia un buen fin, lo siguidé unas veces y otras lo contuvo con su acostumbrada energia. Es muy cémodo, pero muy injusto, cargar sobre Rosas toda la responsabilidad de una €poca semejante. Cuando se habla del terror, de los abusos, de los crimenes, es preciso averiguar, no sélo *No sdlo se excluye el nombre de Rosas, sino que se pro- cura excluir el de todo personaje rosista o hecho de armas favorable a Rosas. Para citar un ejemplo, ninguna calle de Buenos Aires leva el nombre de Costa Brava, combate en que se cubrié de gloria la armada argentina derrotando a la orien- tal, que mandaba José Garibaldi. Sin embargo, este aventure- To, saqueador e incendiario tiene hoy varias calles y monumen- tos, y —parece increible— lleva su nombre un guardacostas de esa armada nacional contra la cual luchd pérfida y desleal- mente. A ese extremo ha Ilegado la pasién antirrosista, 20 lo que hizo Rosas, sino también lo que hicieron sus enemigos, algo de lo cual hemos de bosque- jar en el presente ensayo. Dentro de lo hecho en el campo federal, hay que delimitar bien lo que ordendé Rosas, lo que se hizo con su tole- rancia y lo que se hizo contra su voluntad. Y finalmente, dentro de lo que ordend Rosas, es preciso establecer cuando hubo abuso, cuando obr6 justamente — porque, al fin y al cabo, era autoridad legal * — y cuando obré de manera * Esta circunstancia parece haber sido olvidada por los se- veros juzgadores de la “tirania”, Una cosa es el fusilamiento ordenado por quien ha sido investido por ley con la suma del poder publico y desempefia el gobierno cumpliendo la misién que sc le encomends, y otra es el fusilamiento por orden de un general levantado en armas contra la autoridad legitima. Cuando Rosas, los gobernadores de provincias o los gene- rales gubernistas en campafia daban muerte a los unitarios sublevados, no hacian mas que aplicar los articulos de las or- denanzas espafiolas, que establecian lo siguiente: “Art, 26.—Los que emprendieren cualquier sedicién, cons- piracién o motin, o indujeren a cometer estos delitos contra mi real servicio, seguridad de las plazas y paises de mis do- minios, contra Ja tropa, su comandante u oficiales, seran ahor- cados, en cualquier namero que sean.” (Colén reformado, tomo III, pag. 278.) “Art. 168.— Los que induciendo y determinando a los re- beldes hubieren promovido o sostuvieren la rebelién, y los caudillos principales de ésta, serén castigados con la pena de muerte.” (Colén reformado, tomo III, pag. 43.) Igual pena establecian las ordenanzas para los desertores. Esas eran las leyes penales que regian entonces, Y Rosas — autoridad legal con Ja suma del poder pitblico — las aplicaba. Pero sus detractores parecen creer que en esos tiempos estaba en vigencia el Cédigo Penal de 1921. 21 que seria condenable en circunstancias norma- les, pero que en las suyas era una legitima de- fensa contra iguales métodos de sus contrarios. Solo asi tendremos la base sobre la cual se ha de asentar el juicio definitivo. Con repetir a priori que Rosas fué el “principal responsable”, nos habremos ahorrado ese trabajo previo, pero no probaremos nada. Ademas, por encima de esa investigacién imparcial, es necesario que varie el criterio con que se juzga esa época. Antes se la juzgaba con criterio romantico y liberal. Hoy, que el roman- ticismo esta en decadencia, priva un criterio objetivo, pero aun no despojado de la influen- cia liberal. Por eso, al juzgar a Rosas, muchos creen condenarlo, y en realidad condenan, no al hombre, sino al sistema: la dictadura. No se contentan con juzgar lo que hizo Rosas, sino que le sefialan también lo que debié hacer, y como tienen prejuicios liberales, concluyen: Rosas debié dar al pais una constitucién liberal y democratica. Pudo hacerlo y no lo hizo. Lue- go: su gobierno fué estéril. Tal razonamiento es muy discutible. Seria preciso averiguar si Rosas realmente hubiera podido constituir al pais. Y suponiendo que hu- biera podido, aun quedaria por averiguar si hu- biese debido hacerlo. Para los liberales, eso no admite dudas. Para los que creen que era preciso 22 consumar previamente la unidad politica y geo- grafica del pais y dejar luego que la tradicion presidiese su constitucién natural, la cuestién varia de aspecto. No condenemos, pues, a Rosas por haber omitido hacer lo que el liberalismo juzga que debié haber hecho. Juzguémoslo a través de lo que hizo: consolidar la unién nacional y man- tener la integridad del territorio, preparandolo para la organizacién definitiva. Esa es su glo- ria, Cuando se lo juzgue con simple buen sen- tido y, por consiguiente, sin prejuicios liberales, le sera reconocida. 23 El régimen del terror tiene en nuestra his- toria antecedentes muy anteriores a la época de Rosas. Desde la independencia argentina, fué apli- cado por casi todos los gobiernos. La Junta de 1810 ya habia formulado su doctrina en el Plan de las operaciones que el gobierno pro- visional de las Provincias Unidas del Rio de la Plata debe poner en practica para consolidar la grande obra de nuestra libertad e indepen- dencia, atribuido a Mariano Moreno. En este célebre documento se sostiene que con los ene- migos declarados: “...debe observar el gobierno una conducta, la mas cruel y sanguinaria; la menor especie debe ser castigada. La menor semiprueba de hechos, palabras, etc., contra la causa, debe castigarse con pena capital, princi- palmente cuando concurran las circunstancias de recaer en sujetos de talento, riqueza, carac- ter...”. Y luego afiadia: “No debe escanda- lizar el sentido de mis voces: de cortar cabe- zas, verter sangre y sacrificar a toda costa... Y sino, por qué nos pintan a la libertad ciega 25 y armada de un pufial? Porque ningun Estado envejecido o provincias pueden regenerarse ni cortar sus corrompidos abusos sin verter arro- yos de sangre.” * El plan revolucionario no quedé en el papel. En su cumplimiento cayeron en Cérdoba, el 26 de agosto de 1810, Liniers, Gutiérrez de la Concha, Allende, Rodriguez y Moreno, en vir- tud del siguiente decreto de la Junta, obra del mismo autor del Plan: “Los sagrados derechos del Rey y de la Pa- tria han armado el brazo de la justicia. Y esta Junta ha fulminado sentencia contra los con- quistadores de Cérdoba, acusados por la noto- riedad de sus delitos y condenados por el voto general de todos los buenos. La Junta manda que sean arcabuceados don Santiago de Liniers, don Juan Gutiérrez de la Concha, el obispo de Cérdoba, don Victoriano Rodriguez, el co- ronel Allende y el oficial real don Juan Mo- reno. En el momento en que todos o cada uno de ellos sea pillado, sean cuales fueren las cir- cunstancias, se efectuara esta resolucién, sin dar lugar a minutos que proporcionen ruegos y relaciones capaces de comprometer el cum- plimiento de esta orden y honor de V. S. Este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del nuevo sistema y una lecci6n para los jefes del Pert, que se abandonan a mil excesos por 26 la esperanza de la impunidad, y es, al mismo tiempo, la prueba fundamental de la utilidad y energia con que llena esa expedicién los im- portantes objetos a que se destina.” * Vencidos los realistas en Suipacha, la trage- dia de Cérdoba se repitié en el Alto Pera. El 15 de diciembre del mismo afio cayeron, en la Pla- za Mayor de Potosi, el mariscal Vicente Nieto, el capitan de navio y brigadier José de Cordoba y Rojas y el gobernador intendente Francisco de Paula Sanz, fusilados por orden del repre- sentante de la Junta, Juan José Castelli.’ Mien- tras tanto, en Buenos Aires, era ejecutado don Basilio Viola, sin formacién de causa, por creér- sele en correspondencia con los espafioles de Montevideo.* . Pero no es sdlo en virtud del Plan de Mo- reno que se fusila, ni son sdlo espajfioles los que caen. En 1811 se produce una sublevacion del regimiento criollo de Patricios. La causa remota fué el descontento producido por el ale- jamiento de Saavedra; la proxima, la orden de suprimir las trenzas. Como consecuencia del motin fueron condenados a muerte cuatro sar- gentos, tres cabos y cuatro soldados, y sus cuerpos se exhibieron al vecindario colgados en horcas en Ja Plaza de la Victoria. Esta repre- sion fué obra de Bernardino Rivadavia, alma del primer Triunvirato.° 27 Al afio siguiente, 1812, se produce la cons- piracién de Alzaga, y también es ahogada en sangre por Rivadavia. Después del fusilamiento del jefe y los principales cabecillas, se realiza una matanza popular de espafioles. “Las partidas —dice Corbiere— buscaban a los espafioles prestigiosos y sospechados de mo- narquicos, en sus casas, para matarlos, sin que autoridad alguna les detuviera la mano. Bas- taba ser godo, apodo dado a los peninsulares, para que el populacho, formado de gauchos, mulatos, negros, indios y mestizos, capitanea- do por caudillos del momento, se arrojase sobre la victima y la ultimase a golpes, siendo arras- trado el cadaver hasta la Plaza de la Victoria, donde quedaba colgado de la horca; exactamen- te como habian procedido, en situacién seme- jante, los populachos de Quito y Bogota, tres afios antes. Durante varios dias se practicé «la caza de espafioles», y la fobia de los cazadores siguié celebrandose como explosién patriética justificada por el crimen que significaba la fracasada conspiracién... Un mes duré el te- rror. La Plaza de la Victoria mostré mds de cuarenta victimas del fanatismo popular, que los victimarios miraron con la satisfaccién del deber cumplido.” * Puso fin a este mes tragico un decreto-pro- clama del Triunvirato, cuyo texto comenzaba 28 asi: “jCiudadanos, basta de sangre! Perecieron ya los principales autores de la conspiracién y es necesario que la clemencia substituya a la justicia.” Y terminaba en la siguiente forma: “El Gobierno se halla altamente satisfecho de vuestra conducta y la patria fija sus esperan- zas sobre vuestras virtudes sin ejemplo, Buenos Aires, 24 de julio de 1812.—Feliciano Antonio Chiclana. Juan Martin de Pueyrredén. Ber- nardino Rivadavia. Nicolds de Herrera, secre- tario.”* Cuando en octubre de 1840 se repitieron es- cenas semejantes, no constituyeron, pues, una novedad para Buenos Aires. Ni siquiera el de- creto del 31 de octubre, con que Rosas puso fin a las mazorcadas, pudo sorprender a nadie. Rosas no innovaba. Seguia el ejemplo de su antecesor Bernardino Rivadavia.* No terminé con el primer Triunvirato el régimen del terror. Un decreto del 23 de di- ciembre del mismo afio ordena lo siguiente: “1° Ninguna reunion de espafioles europeos pa- sara de tres, y en caso de contravencién seran sorteados y pasados por las armas irremisible- mente, y si ésta fuese de muchas personas sos- pechosas a la causa de la patria, nocturna, o en parajes excusados, los que la compongan seran castigados con pena de muerte. 2° No podra espafiol alguno montar a caballo, ni en la Ca- 29 pital ni en su recinto, si no tuviese expresa licencia del Intendente de Policia, bajo las pe- nas pecuniarias u otras que se consideren jus- tas, segtin la calidad de las personas en caso de contravencién. 3° Sera ejecutado inconti- nenti con pena capital el que se aprehenda en un transfugato con direccién a Montevideo, ese otro punto de los enemigos del pais, y el que supiere que alguno lo intenta y no lo delatare, probado que sea sera castigado con la misma pena.” Este decreto lleva las firmas de Juan José Passo, Nicolas Rodriguez Pefia, Antonio Alvarez de Jonte y José Ramon de Basavil- baso.* Los gobiernos revolucionarios posteriores no se mostraron mas suaves en la represién de las actividades subversivas. Alvear, el 28 de marzo de 1815, dicta un decreto terrorista en que se pena con la muerte a los espafioles y americanos que de palabra o por escrito ataquen el sistema de libertad e independencia;* a los que divul- guen especies alarmantes de las cuales acaezca alteracién del orden piblico; a los que intenten seducir soldados o promuevan su deserci6n, y reputa como coémplices a quienes, teniendo co- nocimiento de una conspiracién contra la auto- ridad, no la denuncien. Diez dias después de este decreto, el 7 de abril, domingo de Pascua, amanecia colgado frente a la Catedral el ca- 30 daver del capitan Marcos Ubeda. Acusado de conspirar, habia sido juzgado en cinco horas y fusilado dos horas después. Las familias por- tefias que concurrian a misa pudieron presen- ciar el espectaculo, y ello influyé no poco en la estrepitosa caida de Alvear, que se produjo a los ocho dias de la terrorifica exhibicion. Pero el método ya habia sido introducido en la vida politica argentina y era imposible detenerlo. Actos como éste traian otros, a titulo de repre- salia. Caido Alvear, le sucede Alvarez ‘Thomas, quien designa una comisién militar y otra civil para juzgar los delitos cometidos bajo el breve periodo que en documentos ptiblicos —15 afios antes de Rosas— se llamé la “tirania” de Alvear. La comisién militar, presidida por el general Soler, procesé al coronel Enrique Pay- Hardel por haber presidido el consejo de guerra que condené a Ubeda. Payllardel fué también condenado a muerte, ejecutandose la sentencia.” Transcurren los primeros afios de la indepen- dencia y se sigue derramando sangre. En 1817 son fusilados Juan Francisco Borges y algunos compafieros, por orden de Belgrano. * En 1819, a raiz de una sublevacién de prisioneros espa- fioles en San Luis, son degollados el brigadier Ord6fiez, los coroneles Primo de Rivera y Mor- gado y todos los jefes y oficiales.” En 1820, Martin Rodriguez ordena el fusilamiento de dos 81 cabecillas del motin del 5 de octubre del mismo afio.* En 1823, Rivadavia, como ministro de Ro- driguez, y a raiz de la intentona revoluciona- ria del 19 de marzo, motivada por su reforma religiosa, ordena el fusilamiento de Francisco Garcia, Benito Peralta, José Maria Urien, doc- tor Gregorio ‘Tagle y comandante José Hilarién Castro. Garcia fué ejecutado el dia 24, al borde del foso de la Fortaleza. Peralta y Urien lo fueron el 9 de abril. El comandante Castro logr6é escapar, e igualmente el doctor Tagle, a quien facilit6 la fuga, en nobilisimo gesto, el coronel Dorrego.” En este mismo afio de 1823 gobernaba en Tucuman don Javier Lépez, el general unitario que en 1830 solicitaria al gobierno de Buenos Aires la entrega del “famoso criminal” Juan Facundo Quiroga. El general Lépez ejercié en Tucuman una dictadura sangrienta, de la cual Zinny hace el siguiente comentario: “Raro fué el ciudadano de ‘'ucuman que no hubiera sido vejado y oprimido; todas las garantias publicas y privadas fueron atacadas; mas de cuarenta victimas se inmolaron al deseo obstinado de sostenerse en el mando contra la voluntad ge- neral; mas de mil habitantes utiles al pais des- aparecieron de su suelo desde que este jefe 32 encabezara la guerra civil. He aqui — afiade Zinny — la lista de los fusilados sin formacién de causa: ”Don Pedro Juan Ardoz, comandante Fer- nando Gordillo, general Martin Bustos, capitan Mariano Villa, fusilados en un dia, con dos horas de plazo. "Don Agustin Suarez, don Manuel Videla, azotados y, a las dos horas, fusilados. "Don Basilio Acosta. Don Baltasar Pérez. "General Bernabé Araoz, fusilado clandesti- namente en Las Trancas. Don Vicente Frias. "Don Beledonio Méndez, descuartizado en la plaza. ”*Don N. Piquito, descuartizado en Montero. *Don Isidro Medrano. ”*Don Eusebio Galvan, degoliado por el ofi- cial S... *TDon Romualdo Acosta. ”’Don Félix Palavecino. Don Baltasar Nujfiez. *Comandante Luis Carrasco, con sus dos asistentes, y muchos otros.” ** He aqui cémo, en aquel remoto afio de 1823, cuando aun no se habia iniciado francamente 33 la lucha entre federales y unitarios, ya sientan el precedente sangriento nada menos que el padre del unitarismo, en Buenos Aires, y uno de sus principales generales, en Tucuman. 34 I En 1826 se designo presidente a Rivadavia, se decret6 el cese de la provincia de Buenos Aires y se sancioné la constitucién unitaria. El triunfo rivadaviano fué amplio, pero breve, y su juicio lo hace acertadamente Gonzalez Calderon en los siguientes términos: “Hay que decir, respecto de la actuacién del sefior Rivadavia y del Congreso Constituyente de 1826, que arrastraron a la nacién a la mas espantosa guerra civil, cuya consecuencia fué la dictadura sangrienta. ;Que se equivocaron de buena fe? ;Que el pais no estaba prepara- do para practicar las instituciones tedricamente buenas que pretendieron establecer ? No se trata de eso cuando hay que discernir Ja responsa- bilidad de nuestros antepasados por los acon- tecimientos o por los hechos que su conducta ocasion6 si se equivocaron; debe pensarse, ldgi- camente, que carecieron de la vision genial del verdadero estadista; si concibieron instituciones inadaptables a la idiosincracia del pais, debe creerse, con fundamento, que no tuvieron con- ciencia de lo que sus deberes les exigian. Falta- 85 ronles a Rivadavia y al lucido circulo que lo rodeaba esa visién nitida y exacta que carac- teriza a los grandes hombres de Estado y tam- bién el necesario dominio de las condiciones en que debian legislar. Cuando desaparecieron de las elevadas esferas oficiales, todo el edificio que se propusieron construir se deshizo estre- pitosamente, porque sus cimientos sdlo se ha- bian apoyado en el terreno peligroso de las utopias politicas.” ** Antes de dictar la constitucién de 1826, los unitarios trataron de preparar el terreno para su aceptacion witarizando por la fuerza algu- nas provincias. Tal fué la mision de Lamadrid, “gobernador intruso” de Tucuman, como lo re- conoce Zinny, y agente politico de la mayoria del Congreso, como dice Gonzalez Calderon. Para cumplir el fin que se habia propuesto, Lamadrid inicié una sangrienta campafia, te- niendo por aliados a Arenales en Salta y a Gu- tiérrez en Catamarca. Utilizo en ella un grupo de desertores del ejército de Sucre, conocidos entonces bajo el epiteto de “colombianos”, que alas ordenes del coronel Domingo Lopez Ma- tute se habian puesto a su servicio. La actua- cién de estos hombres en la batalla de Rincén fué cruel y sanguinaria, y después de la derrota invadieron a Santiago del Estero cometiendo alli una larga serie de incendios, degitellos y 36 atrocidades de toda indole.” ‘“La bandera —co- menta Bernardo Frias— cargé con el fruto de la maquina de que se servia, y, ya en aquel afio tan atrasado a Rosas, hemos leido en pape- les de la fecha, salidos del rincén lejano de Catamarca, aquello de salvajes unitarios.” * Terminada la guerra con el Brasil, los uni- tarios, que no habian aprendido nada con el fracaso de su tentativa de 1826, procuraron im- ponerse por la fuerza y volvieron a encender la guerra civil. Lavalle asumié la dictadura y fusil6 a Dorrego y a todos los oficiales toma- dos prisioneros en Navarro y Las Palmitas.” Paul Groussac, historiador netamente antirro- sista, comenta asi este gobierno: “A la victima ilustre de Navarro siguieron muchas otras, y la sentencia «legal» que precedié a las ejecuciones de Mesa, Manrique, Cano y otros prisioneros de guerra no borra su iniquidad. Mientras los diarios de Lavalle pisoteaban el cadaver de Do- rrego y ultrajaban odiosamente a sus amigos, los redactores de La Gaceta Mercantil eran llevados a un pontén, por un acrdéstico «sedi- cioso». Se deportaba a los generales Balcarce, Martinez, Iriarte; a los ciudadanos Anchorena, Aguirre, Garcia Zifiiga, Wright, etcétera, por delitos de opinion. El Pampero denunciaba al gobierno y, en su defecto, a los furores de la plebe del arrabal, las propiedades de Rosas y 37 demas

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