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LA NOVELA SICARESCA: EXPLORACIONES

FICCIONALES DE LA CRIMINALIDAD JUVENIL


DEL NARCOTRÁFICO

by

Margarita Rosa Jácome Liévano

An Abstract

Of a thesis submitted in partial fulfillment of the requirements


for the Doctor of Philosophy degree
in Spanish in
the Graduate College of
The University of Iowa

May 2006

Thesis Supervisor: Assistant Professor Brian Gollnick


1

ABSTRACT

This dissertation examines the emergence and consolidation of a textual corpus

known as the sicaresca novel, a new genre that proliferated in Colombia in the 1990s.

These novels emerged from the violence of the drug wars, and are named after the

sicarios, young paid assassins recruited by drug traffickers.

The main hypothesis claims that the sicaresca novel is a new literary genre that

opens with Our Lady of the Assassins by Fernando Vallejo, and is consolidated by Morir

con Papá by Óscar Collazos, Rosario Tijeras by Jorge Franco, and Sangre ajena by

Arturo Alape. This work builds on discourse analysis and theorizes some of the

characteristics of the sicaresca novel that create a distinctive narrative discourse, directly

engaged with the political, economic, and social reality of Colombia.

The first chapter is devoted to the effect of drug-trafficking on the rise of a new

subculture where the sicario’s attitudes and beliefs are embedded, and relates the

sicaresca to other narratives about drug-trafficking. The second chapter studies specific

narrative forms in Our Lady of the Assassins that will be copied, altered or subverted by

the subsequent novels, such as the use of a street vernacular known as parlache, and

other devices borrowed from oral tradition. The third chapter studies fictional

configurations of the sicario archetype in relation to the Bildungsroman, the sentimental

novel and the picaresca novel. This section reveals how each archetype denaturalizes

presumed natural concepts about the sicario figure, validated by official discourses. The

fourth chapter examines the relation between the sicaresca novel and mass media. It

questions the role of the cultural critic in the reception of the sicaresca novel as a whole,
2

and analyzes how the dialogue between literary and cinematic discourse is established for

Our Lady of the Assassins and Rosario Tijeras and their adaptations to film.

The sicaresca novel is built on the transformation of narrative devices used by

testimonial writings, historical accounts and sensationalist press related to drug-

trafficking and its young assassins. All the works studied represent a critique of the

social, economic and cultural changes that conditioned the sicario’s appearance during

the last decades.

Abstract Approved: _______________________________________________________


Thesis Supervisor

_______________________________________________________
Title and Department

_______________________________________________________
Date
LA NOVELA SICARESCA: EXPLORACIONES
FICCIONALES DE LA CRIMINALIDAD JUVENIL
DEL NARCOTRÁFICO

by

Margarita Rosa Jácome Liévano

A thesis submitted in partial fulfillment of the


requirements for the Doctor of Philosophy degree
in Spanish in
the Graduate College of
The University of Iowa

May 2006

Thesis Supervisor: Assistant Professor Brian Gollnick


UMI Number: 3211802

UMI Microform 3211802


Copyright 2006 by ProQuest Information and Learning Company.
All rights reserved. This microform edition is protected against
unauthorized copying under Title 17, United States Code.

ProQuest Information and Learning Company


300 North Zeeb Road
P.O. Box 1346
Ann Arbor, MI 48106-1346
Graduate College
The University of Iowa
Iowa City, Iowa

CERTIFICATE OF APPROVAL

___________________________

PH. D. THESIS
_____________

This is to certify that the Ph.D. thesis of

Margarita Rosa Jácome Liévano

has been approved by the Examining Committee


for the thesis requirement for the Doctor of
Philosophy degree in Spanish at the May 2006 graduation.

Thesis Committee: _________________________________________


Brian Gollnick, Thesis Supervisor

_________________________________________
Tom Lewis

_________________________________________
Claire Fox

_________________________________________
Oscar Hahn
A mis padres, mis hermanos y Joe

ii
Es tan distinto saberse habitante de un país donde se mata por amor o por despecho, por
deber o por pagar, por cobrar o por venganza, por diversión o por entrenamiento, por
sobrevivir o por impedir la misma muerte; es tan distinto saberse parte de una sociedad
que no se cansa de ir a entierros pero en donde no hay ningún empresario de pompas
fúnebres cargado de millones; es, en fin, tan difícil de entender de qué fibra estamos
hechos, cómo y por qué convivimos con la muerte y, sobre todo, por qué ella terminó
convertida en herramienta de vida, que los escritores colombianos, salvo contadísimas
excepciones, hemos preferido el silencio ante lo que nos asfixia, y no hemos sido capaces
de escribir la novela que cuente esta espiral de horrores y espantos, de muertos y vivos,
de absurdos y contradicciones.

Gustavo Álvarez Gardeazábal, “El oficio del escritor ante la violencia”


(1991)

iii
AGRADECIMIENTOS

Agradezco a mi director de tesis y asesor académico, Brian Gollnick, su lectura

cuidadosa y sus aportes a la escritura de esta investigación.

Doy las gracias a mis colegas del Departamento de Lenguas Modernas de

Denison University, no sólo por haberme motivado a emprender estudios doctorales, sino

por el apoyo académico e institucional de los últimos seis meses, sin el cual me hubiera

sido imposible culminar esta labor.

Quiero agradecer a Tom Lewis por su generosidad y actitud de compromiso hacia

los estudiantes de postgrado del Departamento de español y portugués.

Doy las gracias al Graduate College de The University of Iowa por su apoyo

financiero a través de la beca T. Anne Cleary y de la Graduate Summer Fellowship, las

cuales me permitieron realizar parte de mi investigación en Colombia.

Agradezco a los escritores Arturo Alape, Óscar Collazos y Jorge Franco su buena

disposición para responder mis preguntas durante las entrevistas.

Un apoyo directo o indirecto para la culminación de este proyecto ha venido de

Mónica Ayala, Manuel Martínez, Eduardo Jaramillo, María Mercedes Ortiz, Charlie

O’Keefe, Mimi y Brian Harvey, Jeanne Mullen y Susan Hill.

iv
TABLA DE CONTENIDOS

INTRODUCCIÓN………………………………………………………………………. 1

CAPÍTULO

1. SURGIMIENTO DE LA NOVELA SICARESCA EN EL CONTEXTO


COLOMBIANO (1985-2005) ………………………………………………. 8

1.1. Subcultura del sicariato: herencia del narcotráfico …………………..…13


1.2. La sicaresca: entre el testimonio, el sensacionalismo y la ficción …….. 29

2. LA VIRGEN DE LOS SICARIOS: LA ORALIDAD COMO ESCRITURA


EN LA NOVELA SICARESCA ……………………………………….….. 46

2.1. Oralización de la historia …………………………………………….... 49


2.2. Lenguaje y violencia …………………………………………………... 57
2.3. Prácticas narrativas de la inocencia ………………………………….... 73
2.4. Interpelación del lector hipotético……………………………….…….. 80

3. NATURALIZACIÓN DEL SICARIO EN TRES ARQUETIPOS


DE LA NOVELA SICARESCA ………………………………....………... 87

3.1. Sangre ajena: aprendizaje infantil en la violencia ……….……………. 89


3.1.1. Novela y testimonio ………………………………………..…... 91
3.1.2. El aprendizaje del sicario……………………………….……..... 96
3.2. Rosario Tijeras: novela sicaresca sentimental …………….…………. 104
3.3. Morir con papá: sicariato en familia...…………………………...…... 119

4. LA NOVELA SICARESCA Y LOS MEDIOS.………………….……….. 132

4.1. La Virgen de los sicarios y Rosario Tijeras: el otro como


espectáculo …………………………………………………………… 132
4.1.1. Ética y representación en Rodrigo D. No futuro….…………..... 133
4.1.2. Simulación de la alteridad……...……….…………………….... 141
4.1.3. Otros procesos de exclusión……….…………...………...…….. 149
4.2. La sicaresca en el reseñismo cultural de la globalización…………..… 155

CONCLUSIÓN.……………………………………………………………………….. 165

v
APÉNDICE

A. ENTREVISTA A ARTURO ALAPE …………………………………..…….. 174

B. ENTREVISTA A ÓSCAR COLLAZOS ………………………………..……. 186

C. ENTREVISTA A JORGE FRANCO ……………………………………..….. 191

BIBLIOGRAFÍA……………………………….……….……………….……………. 203

vi
1

INTRODUCCIÓN
El término ‘sicaresca’ fue acuñado por el escritor colombiano Héctor Abad

Faciolince en 1995. En un artículo titulado “Estética y narcotráfico,” Abad explica cómo

se empieza a difundir en Colombia una estética mafiosa, mezcla del nuevorrico

estadounidense y del montañero adinerado colombiano, que permeó la literatura de las

últimas dos décadas del siglo XX. En la dinámica de dicha estética surgen narraciones en

Antioquia, región profundamente afectada por el tráfico de drogas ilegales, en las que se

registra la aparición social de la figura del joven asesino a sueldo o sicario:

Creo que ciertas figuras sociales creadas por el narcotráfico y cierto gusto
mafioso por el lenguaje han influenciado la literatura… Es testimonio la
fascinación por el sicario, que también empezó a sufrir la literatura. Hay
una nueva escuela literaria surgida en Medellín: yo la he denominado la
sicaresca antioqueña. Hemos pasado del sicariato a la sicaresca. Y [al
sicario] lo ha empleado la literatura como nuevo tipo en los relatos, a
veces buenos, a veces horribles, casi siempre truculentos. (iii)

En entrevista con Renato Ravelo en 1999, Abad reitera que el término es de su autoría e

incluye en la lista de autores a Alonso Salazar con su libro testimonial No nacimos pa’

semilla y a Víctor Gaviria, director de la película Rodrigo D. No futuro y autor del

testimonio novelado El pelaíto que no duró nada. Abad hace además otras precisiones

sobre este nuevo grupo de narraciones: primero, que la sicaresca antioqueña se asemeja a

la picaresca española por ser generalmente la narración de un joven que habla en primera

persona; segundo, que en ella, el sicario es visto con cierta compasión y tolerancia; por

último, que la obra de Vallejo es la más lograda. Entonces, estas generalidades hacen

pensar en la sicaresca como un grupo de textos diverso, que incluiría narraciones fílmicas

y escritas, testimoniales y noveladas producidas en la región de Antioquia, cuyas

características comunes son el protagonismo del joven sicario al servicio del narcotráfico
2

y su violencia. Al mismo tiempo, la idea de que esta nueva tendencia ha pasado del

sicariato a la sicaresca implica no sólo el paso del fenómeno social al literario como lo

sugiere Abad en su momento, sino también una relación entre las narraciones

testimoniales sobre los jóvenes asesinos y las novelas posteriores.

Además de Abad Faciolince, sólo contados críticos han enunciado la aparición de

esta nueva tendencia narrativa en Colombia, la cual a su vez han denominado

“narcorrealismo.” Para María Fernanda Lander, por ejemplo, hay un grupo de novelas

que exploran la violencia colombiana de las últimas décadas, conformado por La Virgen

de los sicarios de Fernando Vallejo, Rosario Tijeras de Jorge Franco Ramos, Hijos de la

nieve de José Libardo Porras, Sangre ajena de Arturo Alape y Comandante Paraíso de

Gustavo Álvarez Gardeazábal. Es este un corpus bastante amplio, si no disímil, ya que

incluye, además de las narraciones sobre sicarios, dos novelas sobre el tráfico de drogas

propiamente dicho. Según Lander el denominador común es “the examination of a

disarticulated national community resulting from violence” (76). Sin embargo, la

carácterística unificadora que la escritora propone para este grupo incluye de una u otra

forma todas las narraciones del narcotráfico, y no exclusivamente aquellas que plantan al

sicario como centro de la narración o que necesariamente toman lugar en la ciudad de

Medellín.

Partiendo de las observaciones hechas por Abad y por Lander, en este estudio

llamaremos novela sicaresca al corpus conformado por textos novelados sobre los

jóvenes asesinos al servicio del narcotráfico en la ciudad de Medellín. Hemos optado por

este término en lugar de novela del sicariato en razón a que éste último puede sugerir

erróneamente la presencia de textos literarios escritos por sicarios, los cuales son
3

inexistentes. Un interrogante planteado al principio del proceso investigativo era cuántas

obras incluir para proponer la aparición de la novela sicaresca como un género literario

nuevo. Optamos entonces por la metodología adoptada por Claudio Guillén para la

novela picaresca española que, según el crítico, comienza con El Lazarillo de Tormes y

El Guzmán de Alfarache, dos obras específicas, cada una con su propia tonalidad, técnica

y objetivos, cuya existencia permite hablar ya de un género (Literature as System 73). El

número de obras que componen un género es indefinido y varía, dependiendo no sólo del

país o de la época, sino de los autores y de la dinámica social de donde surgen. Teniendo

en cuenta que el canon implícito al que obedece la selección de las obras analizadas en

este estudio es la presencia protagónica de personajes jóvenes asesinos en la ciudad de

Medellín en relatos largos de ficción, hemos optado de manera empírica por formular el

género de la novela sicaresca como el grupo conformado por La Virgen de los sicarios

(1994) de Fernando Vallejo, Morir con papá (1997) de Óscar Collazos, Rosario Tijeras

(1999) de Jorge Franco Ramos y Sangre ajena (2000) de Arturo Alape. No es nuestro

objetivo enfatizar la idea de que las cuatro novelas sean ya clásicas, sino que ellas

conforman un grupo significativo que muestra cuatro tendencias de un mismo fenómeno

temático y narrativo. En la discusión del canon de la novela sicaresca se pretende estudiar

cada obra en su especificidad, al igual que ponerlas todas en relación, con el fin de

establecer cercanías y diferencias, en una actividad teórica que señale un sistema en el

cual se inserten y cobren sentido. No se pretende llegar a una definición definitiva del

género, sino elaborar un análisis de un grupo de obras de ficción que toman diferentes

direcciones partiendo de un aspecto narrativo común: el protagonismo del joven asesino.


4

Además de contextualizar el corpus actual de la novela sicaresca dentro de las

narraciones sobre la violencia del narcotráfico, el primer capítulo refleja también el

corpus potencial del que se disponía al principio del camino de lectura investigativa que

se recorrió para llegar a la delimitación de las obras que se proponen aquí como

constituyentes del género. El criterio de elaboración del canon de la novela sicaresca no

han sido las ventas, si se tiene en cuenta que las editoriales sólo han posicionado y

promovido las obras de Vallejo y Franco Ramos. Sin embargo, el criterio comercial ha

incidido en la realización cinematográfica de las dos obras privilegiadas por el mercado.

Por otra parte, el orden en el análisis de las obras obedece a que La Virgen de los

sicarios, la primera publicada, sienta precedentes narrativos para las novelas posteriores.

Este trabajo se presenta también como resultado del interrogante planteado por

Gustavo Álvarez Gardeazábal en el epígrafe del principio de esta tesis. El ambiente

literario y cultural colombiano, mal acostumbrado a tomar siempre como parámetro de

comparación la novedad que suscitó la aparición de Cien años de soledad (1967) de

Gabriel García Márquez, ha mantenido la tara de esperar desde hace tiempo la

publicación de la gran novela colombiana de la violencia del narcotráfico. Se necesita un

cambio de mentalidad crítica para empezar a reconocer que una realidad tan compleja y

caótica como la situación política, económica y social colombiana de las últimas dos

décadas ya ha sido representada inicialmente desde diversas voces y matices,

diacrónicamente pero al unísono, por el género de la novela sicaresca, la cual se ocupa

primordialmente de la violencia social, posiblemente sólo la cúspide de una narrativa

mayor, aún por explorar. Las novelas sicarescas no son estrictamente novelas de la

violencia, pues sus temas son existenciales: el amor, el desengaño, los viajes y la
5

separación, entre otros. Tampoco son novelas como las de la Violencia colombiana de

mitad de siglo que describen los asesinatos en relación con una causa. En la novela

sicaresca se revela el derrumbe de los valores tradicionales, la religión y las leyes, así

como los cambios culturales colombianos de las últimas décadas.

Debido a la naturaleza misma del tema, las narraciones sicarescas han suscitado

respuestas a favor y en contra. Por una parte, se celebra que haya aparecido este sector

social como personaje narrativo y, por otra, se piensa que carece de valor porque se

explota y reafirma un lado oscuro de la sociedad colombiana, bastante publicitado ya en

los medios de comunicación. Los críticos se han detenido principalmente en La Virgen de

los sicarios. Por su parte, los escritores colombianos han tomado también dos posiciones

frente a las narraciones sobre sicarios: unos las aprueban y otros las rechazan. Dentro del

segundo grupo está el mismo Héctor Abad, quien se refiere al género delimitado por él

como una enfermedad que sufre la literatura y al sicariato como una peste de la ciudad

que él ha padecido, pero a la que no le canta.1

El corpus que se ofrece aquí no ha sido ni clasificado ni valorado anteriormente

por la crítica literaria. Consideramos que no se puede negar la importancia de estas

novelas porque, como anota el escritor y crítico Álvaro Pineda, en sectores del exterior

como universidades y comunidades de exiliados colombianos, las novelas y las películas

1 Sin embargo, con el correr de los años parece que Abad ha desarrollado una postura menos
radical hacia la sicaresca. En la página electrónica de la película Rosario Tijeras, estrenada en
2005, el escritor antioqueño alaba el ritmo y la buena técnica narrativa del filme de los cuales
deberían aprender los directores colombianos. Así mismo, Abad celebra la aparición de la
película por su alejamiento de lo macabro, del ‘chantaje de la pornomiseria’ y por el encanto que
la asemeja a las tragedias griegas.
6

sobre sicarios son quizás las únicas formas de conocimiento de esa realidad reciente. (“La

novela antioqueña” 110)

El primer capítulo contextualiza el corpus actual de la novela sicaresca dentro de

las narraciones sobre la violencia del narcotráfico. Comenzando en los años ochenta, se

explica la formación del sicariato como una subcultura del narcotráfico en la cual se

insertan las actitudes, creencias y prácticas de los jóvenes que más tarde serán

representadas en las novelas. También da cuenta de las circunstancias políticas y sociales

que dieron lugar a la aparición del sicario como figura dentro de narraciones de variados

estilos. Finalmente, se relaciona la novela sicaresca con otras narraciones acerca del

tráfico de drogas, tales como testimonios novelados de escritores colombianos y

mexicanos, informes sociológicos y criminales y algunos testimonios sobre el sicariato

publicados por antropólogos y periodistas.

El segundo capítulo está dedicado exclusivamente al análisis de La Virgen de los

sicarios. El objetivo fundamental es posicionar la novela de Vallejo como pionera del

género. Se analiza el uso de la oralidad como herramienta narrativa, dentro del cual el

parlache, un idiolecto de los jóvenes de los barrios marginales, actúa como elemento

representante de la irrupción de la violencia del sicario en la sociedad colombiana

tradicional.

El tercer capítulo estudia las representaciones del arquetipo del sicario en Rosario

Tijeras, Morir con papá y Sangre ajena. Además de analizar la especificidad estructural

y narrativa de cada novela, se aborda también el aspecto de la naturalización de las

actitudes violentas del sicario, a través de la cual cada obra pretende lanzar una crítica a

la sociedad que ha alimentado el fenómeno del sicariato en Colombia.


7

El último capítulo se dedica a las adaptaciones cinematográficas de La Virgen de

los Sicarios y Rosario Tijeras con el fin de mostrar cómo se establece el diálogo entre las

novelas y el discurso fílmico. Finalmente, se cuestiona la labor de la crítica literaria frente

a las novelas de estudio, la cual ha pasado de un trabajo analítico a un reseñismo que ha

contribuido no sólo a la omisión de la importancia de las novelas de Alape y Collazos,

sino a la imposibilidad de establecer un diálogo fructífero entre el público lector, los

autores y las obras.


8

CAPÍTULO 1

SURGIMIENTO DE LA NOVELA

SICARESCA EN EL CONTEXTO

COLOMBIANO (1985-2005)

Durante las últimas dos décadas, el “problema narco” y sus consecuencias

abonaron el surgimiento del género narrativo de la novela sicaresca.2 A nivel general, el

elemento que da cohesión a varias novelas bajo el rótulo de ‘sicarescas’ es su temática, la

cual se puede resumir como la historia de quienes practican la violencia como profesión

en Colombia, los sicarios –o asesinos que matan por encargo-, y cuyas variantes más

características han sido el adolescente asesino de La Virgen de los Sicarios (1994) de

Fernando Vallejo, padre e hijo unidos por el crimen de Morir con papá (1997) de Óscar

Collazos, la joven y atractiva sicaria de Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco Ramos, y

los niños en el mundo de los gatilleros de Sangre ajena (2000) de Arturo Alape. 3

2 El término “problema narco”, fue sugerido agudamente por Saúl Franco en su libro El quinto:
no matar, en reemplazo del ya común “narcotráfico.” La razón que expone Franco es la siguiente:
“Como en general se habla del problema del narcotráfico, conviene empezar por aclarar que
considero más adecuada la categoría problema narco, dado que ésta incluye los momentos de
producción, procesamiento, tráfico y consumo de ciertas sustancias psicoactivas ilegales. Su
tráfico es sólo uno de los momentos del proceso, justo aquel que ha sido más estigmatizado y
sancionado”(31). Reconociendo la pertinencia del concepto establecido por Franco, en esta
disertación usaremos el término ‘narcotráfico’ de forma generalizada para todo el espectro del
problema al que alude el autor, con el único fin de mantener la uniformidad en el diálogo con los
textos analizados y con la crítica.
3 El perfil del sicario se puede describir como “jóvenes entre dieciséis y veinte años, de origen
popular, a veces desertores del sistema escolar, casi siempre de familias descuadernadas, amantes
de la música salsa, las rancheras y la carrilera, ocasionalmente rockeros, católicos declarados,
devotos de María Auxiliadora y portadores de símbolos religiosos.” (Salazar, “Violencias
juveniles”, 111)
9

Parece haber consenso en que la primera novela sicaresca colombiana fue La

Virgen de los Sicarios. No obstante, la primera novela, escrita por Mario Bahamón

Dussán, data de 1990, y su título, El sicario, remite sin reservas a la temática que

encierra. La segunda novela de Bahamón, un escritor desconocido en el medio literario,

empieza con el asesinato de un cardenal en Bogotá, mártir y defensor del pueblo, y su

impacto devastador en las almas de sus seguidores. El resto de la novela se dedica a

responder en 41 capítulos los interrogantes que se desprenden del crimen. El narrador se

explaya en detalles de la historia del sicario asesino, su infancia, su traumática

experiencia escolar, su viaje desde Cali hasta Medellín y las motivaciones que lo llevan a

terminar en el mundo de los gatilleros a sueldo, pasando por la delincuencia común y la

guerrilla, entre otras.

La novela de Bahamón Dussán pasó desapercibida para la crítica, no sólo por

haber tenido una edición bastante limitada, sino también por su escaso trabajo con el

lenguaje, su manejo poco original de la técnica del flashback, por ahorrarle trabajo al

lector al saturarlo de explicaciones, por los constantes juicios morales del narrador y el

tono amedrentador con que apela al narratario. Con respecto a este último, comenta

Carlos Sánchez Lozano:

Todo es atemorizante en este libro. Desde el título (El sicario); la


dedicatoria (“A un lector que será la próxima víctima”); la
advertencia preliminar (“Los menores de dieciocho años no
deberían leer esta novela”); la nota final de la contraportada (“En
algún momento usted se sentirá dentro de sus páginas.”) (31)

Lo que sí es necesario reconocerle a la novela de Bahamón Dussán es haber sido

precursora de las novelas sicarescas, pues es sorprendente el vacío entre el fenómeno

social del sicariato y el surgimiento de las novelas, ya que tuvieron que pasar 10 años
10

desde la aparición de la figura del sicario en la arena pública colombiana, antes que

empezaran a publicarse las obras que hoy se podrían consideran las principales

exponentes del género.

Es de notar que antes de la aparición de las novelas ya otros medios habían

instalado a los jóvenes asesinos a sueldo como ‘personajes’ de la vida nacional

colombiana, en los cuales llegaron a “ser protagonistas en titulares y editoriales de

periódicos, en dramatizados y otros programas de televisión, e incluso se convirtieron en

objeto de investigación (Martín Barbero, “Jóvenes” 22). Martín Barbero se refiere

específicamente al hecho de que, a partir de mediados de los años ochenta, fueron los

medios de comunicación los que llamaron la atención sobre la juventud, en especial sobre

los adolescentes asesinos de Medellín, como nuevo actor social inmerso en un proceso de

desorden cultural, caos político y crisis de valores en la Colombia de final de siglo.

Hoy en día es innegable la visibilidad de que gozan algunas de las obras de la

novela sicaresca, unas más que otras, en particular La Virgen de los Sicarios y Rosario

Tijeras. La Virgen de los sicarios es la séptima novela de Vallejo, radicado desde hace

varios años en México, con la cual se dio a conocer al público internacional y que lo

transformó en un autor más popular a raíz de la adaptación cinematográfica del libro, con

guión del autor y dirección de Barbet Schroeder en 2000. La Virgen de los sicarios

sumerge al lector en la aguda crisis de la Colombia contemporánea, marcada por la

muerte, la venganza y la impunidad. Por su parte, desde su publicación en 1999, Rosario

Tijeras se convirtió en un éxito editorial y en uno de los libros de mayor impacto en

Colombia. Premiado con el “Dashel Hammet” de Guijón en 2002, ha sido traducido a

ocho idiomas. 'Rosario Tijeras', la película, dirigida por el mexicano Emilio Maillé, llegó
11

al cine en una coproducción de México, Colombia y España en agosto del 2005. La

novela narra la historia de una joven asesina que surgió en el bajo mundo de Medellín en

el apogeo de los carteles de la droga, presentando así la versión femenina del sicario.

Los estudios dedicados a La virgen de los sicarios han girado alrededor de los

temas de género y sexualidad, lo nacional, lo autobiográfico, la sociedad de consumo y el

desarraigo del ciudadano marginal, por citar algunos. Por su parte, Rosario Tijeras ha

recibido poca atención de la crítica académica, a excepción de esporádicas menciones

dentro de análisis de otras novelas. Sin embargo, a pesar de la expectativa y la gran

acogida que han generado estas obras y sus versiones cinematográficas tanto a nivel

nacional como internacional, no se ha hecho un estudio sistemático de sus

particularidades. En cuanto a Sangre ajena y Morir con papá, la crítica simplemente ha

ignorado su existencia o las ha comentado brevísimamente en relación con la novela de

Vallejo o la de Franco Ramos.

Este estudio plantea que las cuatro novelas mencionadas pueden considerarse los

pilares de un nuevo género al cual la crítica cultural no le ha concedido la importancia

que amerita la aparición de un fenómeno de esta magnitud. Queremos empezar señalando

que la novela sicaresca comparte con el testimonio y con otras narraciones sobre el

sicariato y el narcotráfico ciertos contenidos del relato, tales como los nexos entre

traficantes y sicarios, así como las prácticas culturales transferidas de los primeros a los

segundos. No obstante, se plantea aquí que la novela sicaresca retoma y subvierte varios

elementos narrativos de los géneros testimonial y documental, y que son tales elementos

los que le permiten configurarse como género literario. Como primer paso para plantear

el agrupamiento de una serie de novelas que conformarían el género denominado novela


12

sicaresca, nos acogemos a una definición de lo literario planteada por Antônio Cândido

en Formación de la literatura brasilera, desde la cual distingue entre “manifestaciones

literarias” y “literatura propiamente dicha.” En cuanto a las primeras, el crítico brasileño

dice que son obras aisladas, mientras que las segundas son

un sistema de obras ligadas por denominadores comunes, que permiten


reconocer las notas predominantes de una fase. Estos denominadores son,
aparte de las características internas (lengua, temas, imágenes), ciertos
elementos de naturaleza social y psíquica, aunque literariamente
organizados, que se manifiestan históricamente y hacen de la literatura un
aspecto orgánico de la civilización. Entre ellos distínguense: la existencia
de un conjunto de productores literarios, más o menos concientes de su
papel; un conjunto de receptores, formando los diferentes tipos de público,
sin los cuales la obra no vive; un mecanismo transmisor (de modo general,
un lenguaje traducido en estilos) que liga a unos y otros.” (29)

Hay que advertir que para el caso específico de la novela sicaresca no pretendemos

aplicar en toda su extensión el concepto de literatura que propone Cândido, ya que él está

refiriéndose a la conformación de una literatura brasilera. Pero esta misma limitación es

útil para aclarar desde ya que el género que nos concierne no nace como resultado de una

literatura nacional, sino que emerge en una arena sociocultural donde convergen factores

regionales, nacionales y globales unidos por el problema de las drogas ilegales.

Este estudio pretende indagar en los diferentes aspectos de convergencia y

divergencia, de diálogo y alejamiento que la novela sicaresca establece con otras

producciones escritas sobre el sicariato y el narcotráfico y resolver, de esta manera,

algunos interrogantes generados por su relación con dichas narrativas, tales como el uso

de la oralidad, la presencia de un narrador letrado, la romantización de la figura del

sicario y un particular estilo vertiginoso en la narración de los eventos del relato, entre

otros. Entonces, se pretende explorar la novela sicaresca desde su trabajo con el lenguaje

oral y escrito, como ‘ficcionalización’ de la realidad, como modo de representación y


13

como resultado de re-configuración del discurso en diálogo con otros registros escritos

sobre la temática sicarial.

En las secciones que siguen se da una breve historia del surgimiento de la figura

del sicario dentro del nuevo escenario social y cultural abonado por la subcultura del

narcotráfico a partir de los años ochenta. Seguidamente, se presenta la manera en que se

forjó el interés en el problema narco como tema narrativo, el cual define un contexto para

la articulación de la novela sicaresca, incluyendo la importancia del uso del habla y de la

oralidad en las representaciones que tratan el flagelo del tráfico de drogas.

1.1. Subcultura del sicariato: herencia del narcotráfico

Colombia se ha caracterizado en el último siglo por tener un régimen político

bipartidista y cerrado donde las aristocracias se han enfrentado continuamente por el

poder. En las décadas de 1940 y 1950, la guerra civil originada por la lucha entre los dos

partidos políticos tradicionales, liberales y conservadores, dio paso a la llamada

Violencia.4 En estos años emerge ‘el pájaro’, un personaje nacido en las zonas cafeteras

del Valle del Cauca y Caldas.5 Monseñor Germán Guzmán lo describe acertadamente

como antecedente de la actividad delictiva del sicario, integrante de

4 La palabra Violencia con mayúscula se usa en Colombia para referirse a los eventos políticos de
la década mencionada.

5 Esta figura fue protagonista de dos novelas primordiales de la literatura colombiana de la


Violencia: Cóndores no entierran todos los días (1980), de Gustavo Álvarez Gardeazabal, llevada
al cine en 1984, y Noche de pájaros (1984) de Arturo Alape. La primera es una crónica sobre el
jefe de “Los Pájaros”, León María Lozano, donde se narra su leyenda tenebrosa y su historia
criminal, en donde la violencia se consolida como una pugna entre liberales y conservadores,
detallando los acontecimientos en los cuales aquel participó. La novela de Alape recrea
magistralmente el temor de un protagonista anónimo ante el rondar permanente de estos siniestros
14

una cofradía de desconcertante eficacia letal. Es inasible, gaseoso,


inconcreto, esencialmente citadino en los comienzos. Primero opera sólo
en forma individual, con rapidez increíble, sin dejar huellas. Su grupo
cuenta con automotores, y <<flotas>> de carros comprometidos en la
depredación, con choferes cómplices en el crimen, particioneros del
despojo. Se señala a la víctima, que cae infaliblemente. Su modalidad más
próxima es la del Sicario. (165)

La Violencia impuesta por la mano asesina de los pájaros que, según el historiador

Augusto Gómez, pertenecían a un sistema de “justicia privada” vinculado a las

autoridades del estado colombiano (97), generó un dramático desplazamiento de las

zonas rurales a las urbanas con la consiguiente conflictividad social y la emergencia en

los sesenta de “zonas subnormales” o “cinturones de miseria” en ciudades como Bogotá,

Medellín y Cali. No obstante la generalización de esta problemática a nivel nacional, hay

diferencias específicas para el caso de la ciudad de Medellín que pueden ayudar a

comprender el surgimiento del sicariato en la zona de Antioquia, así como las

particularidades del mismo en tanto subcultura del narcotráfico.6

Se emplea aquí el concepto de ‘subcultura’ en el sentido definido por Wolfang y

Ferracutti en La subcultura de la violencia (1982). De acuerdo con los autores, la

subcultura implica “que existen juicios de valor o todo un sistema de valores que, siendo

parte de otro sistema más amplio y central, ha cristalizado aparte” (120). Una precisión

asesinos: “No existen para ellos, hombres carnetizados por la Gobernación del Valle del Cauca y
de profesión sicarios, armados por el directorio conservador, tales nimios inconvenientes. Son los
dueños de las noches de Cali, maniobreros expertos con una asombrosa capacidad en sus ojos,
fáciles para el botín en dinero o en víctimas humanas” (23).
6 El sicariato nace y se alimenta especialmente en Medellín. Sin embargo, hoy en día es un
fenómeno que se ha extendido a otros centros urbanos y que culturalmente comparte valores con
individuos de otras localidades del país y de forma más amplia, con grupos de otros países como
los jóvenes de las ‘maras’ en El Salvador. Como sugieren Wolfang y Ferracutti para las
subculturas de la violencia, “se pueden compartir valores sin que exista necesariamente
interacción social. Por consiguiente, puede haber subculturas muy ampliamente distribuidas desde
el punto de vista espacial sin que los individuos que las componen mantengan contactos
interpersonales cada uno por separado o en grupo” (123).
15

necesaria en cuanto a las prácticas culturales de los sicarios es que, aunque estamos

hablando de una subcultura que considera que el asesinato es un oficio como cualquier

otro, el concepto mismo de subcultura formula simplemente que es parte de un todo

mucho más amplio, pero no necesariamente tiene una connotación peyorativa.7 Esa

cultura más amplia bien podría pensarse como la sociedad colombiana, un sistema en que

las interacciones entre sus ciudadanos se han visto dislocadas substancialmente por el

ascenso del narcotráfico de las últimas dos décadas. Por esto, es necesario ubicar el

surgimiento de la subcultura del sicariato en las raíces mismas del recrudecimiento de la

crisis política, económica y social de Colombia en el siglo veinte.

En los años sesenta, las medidas de vigilancia no lograron controlar la expansión

del consumo de marihuana, ligado en ese tiempo a la rebeldía y a actitudes contestatarias,

a la aparición de la juventud como actor social y al influjo de los medios de

comunicación de masas. En la ciudad de Medellín tuvo especial acogida el hipismo,

movimiento decisivo para el surgimiento de una cultura de los jóvenes con su hedonismo

y su ‘hegemonía del cuerpo’ como símbolos de la libertad social (Martín-Barbero,

“Jóvenes” 34). Igualmente, a partir de 1958 los dadaístas, escritores iconoclastas como

Gonzalo Arango y Jotamario Arbeláez, quienes gustaban de suscitar escándalo, se

pronunciaron en sus textos contra las imposiciones mojigatas del clero y a favor de la

reivindicación de la marihuana y la libertad sexual. La reacción de la elite, la iglesia y los

partidos tradicionales ante estas novedades fue, por un lado, aferrarse al pasado y

rechazar toda expresión de cambio en la urbe que afectara sus intereses y, por otro,

7 A este respecto es significativo que ya desde la época de la Violencia, circulaba entre los
pájaros la idea de que asesinar a alguien era un trabajo: “al pájaro se le llama para hacer un
trabajito”… y se ajusta el precio y se conviene la partija.” (Guzmán, 165)
16

demarcar límites entre su territorio urbano y el habitado por los emigrantes, denominado

“comunas.” Esta condición, sumada a la indiferencia del Estado ante las necesidades de

los desplazados de la violencia y los menos afortunados, favoreció “la emergencia de

para-poderes y contrapoderes en las dos décadas posteriores” (Salazar y Jaramillo,

Medellín 30).

Por otra parte, hacia finales de los setenta, los industriales y financistas de

Medellín se vieron afectados por las políticas de un gobierno que poco apoyaba el

crecimiento de la producción nacional (Salazar y Jaramillo, 30). Fueron los

narcotraficantes quienes resultaron más beneficiados con esta crisis, pudiendo llevar a

feliz término negocios importantes y ganar el apoyo de diversos sectores, incluyendo los

populares, que percibieron en el narcotráfico un enriquecimiento rápido y considerable.

En una curiosa inversión de valores de la sociedad colombiana tradicional, en los

años setenta el narcotráfico entró a ser calificado como “negocio” en vez de “delito.”8

A diferencia de otras ciudades, en Medellín el narcotráfico se encontró con una tradición

contrabandista y una tendencia del paisa (gentilicio para los habitantes del Departamento

de Antioquia) de integrarse en negocios riesgosos que le reportaran ganancias y ascenso

social. Por otra parte, ciertas formas de consumo y estilos de vida propagados por el

narcotráfico tuvieron mayor peso social en Medellín y los jóvenes encontraron atractivos

espacios de socialización fuera del núcleo familiar, especialmente en las bandas al

servicio del negocio. Al mismo tiempo, gracias a una labor realizada no por la Iglesia

8 Así lo describe el historiador Camacho Guizado: “En ciudades como Medellín se ha


consolidado una creciente forma de empleo consistente en alquilarse como pistolero al servicio de
organizaciones que, por contrato de los grupos traficantes, realizan tareas de eliminación de
competidores, soplones, incumplidos, violadores de códigos de negocios, o de jueces,
investigadores, gobernadores y de otros miembros de aparatos del estado que intentan hacer
frente al negocio” (8).
17

sino por los narcotraficantes, hubo un florecimiento de la religiosidad popular, visible en

cultos a la Virgen y a varios santos, peregrinaciones y uso de amuletos. Por estas razones,

expertos en el tema, tales como el cineasta Víctor Gaviria y el sociólogo Alonso Salazar,

han considerado que el impacto del narcotráfico no sólo fue económico sino también

cultural:

En Colombia, la hegemonía de la cultura del narcotráfico, que ha tenido


una influencia expansiva sobre la sociedad, neutralizó o asimiló nacientes
formas de expresión contraculturales de la juventud y estandarizó en
diversos sectores lenguajes, prácticas y creencias que, a pesar de que
presentan una cara moderna, como la ilusión del consumo, nos llevan más
al pasado que al futuro, más a lo rural que a lo urbano y más al mundo
adulto que al juvenil. (Salazar “Viviendo a toda”, 118)

Uno de los resultados de esta curiosa modernidad, agrega Salazar, es que la violencia se

volvió sinónimo de joven de barrio popular, señalado además como suicida y desechable.

La asimilación que algunos de los jóvenes de las clases pobres han hecho de las prácticas

culturales de los nacotraficantes, heredadas en parte de la violencia rural de los años

cincuenta, ha llevado a generalizaciones sobre la juventud urbana en relación con el

crimen, por ejemplo la idea de que se nace para ser sicario.

En Antioquia, los traficantes se rodearon de ex-convictos y delincuentes adultos

que protegían sus intereses. Los llamados “pistolocos” o “asesinos de la moto”

cometieron cuantiosos asesinatos como ajustadores de cuentas en la zona antioqueña, y

constituyeron la base para la organización de las bandas de jóvenes que aparecieron en la

década de los ochenta.9 Así mismo, los “pistolocos” organizaron las primeras bandas de

9 Rosso José Serrano, ex-jefe de la policía colombiana asegura que “hacia mediados de los
ochenta ya había por lo menos cien organizaciones de narcotráfico en esa región [Antioquia] con
ganancias millonarias. Como eran grupos muy grandes empezaron a necesitar estructuras
18

sicarios jóvenes en Medellín, cuya misión primordial era eliminar funcionarios estatales

que interfirieran en los propósitos de los capos del narcotráfico:

A diferencia de lo que ocurre en otros países, en los cuales la actividad


terrorista la asumen personas adultas (21 o más años), en el terrorismo
selectivo de hoy, en Colombia, se utiliza la inmadurez e irresponsable
osadía de los adolescentes y aún de los inimputables [personas que no
pueden ser condenadas por la justicia por no alcanzar la mayoría de edad].
Con inusitada frecuencia el ejecutor material, quien acciona el arma, está
entre los 15 y los 19 años. Éstos son los llamados sicarios, grupos de
jóvenes que inicialmente operaban en motocicleta, patrocinados por el
narcotráfico para cobrar cuentas pendientes” (Miguel Maza Márquez, El
Mundo, Medellín, 13 de dic. de 1985).

Durante esta década, luego de varios atentados a diferentes candidatos a la

Presidencia en los cuales participaron adolescentes, se militarizaron las comunas de

Medellín y las escuelas y colegios se convirtieron en prisiones para miles de jóvenes. Por

otra parte, siguiendo el modelo del “asesino de la moto”, en el cual un joven manejaba

una motocicleta mientras otro disparaba contra el blanco, surgieron otras bandas

independientes que cometían diversos delitos.10 Estos grupos fueron también usados por

“representantes de organismos estatales para eliminar sujetos presuntamente culpables de

alteraciones del orden público” (Gómez 95). Aunque ya al interior de sus propias

comunidades los sicarios habían ganado notoriedad por la acelerada mejoría de sus

condiciones económicas, las cuales llevaron a límites exhibicionistas, es sólo hasta el 30

de abril de 1984, fecha en que dos menores de edad de las comunas de Medellín asesinan

en Bogotá al Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, impulsador de la ley de

financieras de lavado, su protección legal a través de la intimidación o la corrupción, y por


supuesto su defensa, con los mini ejércitos de sicarios” (45).
10 Según el diario El Colombiano, fue en Medellín donde se comenzó a practicar “la modalidad
matar a la víctima, previamente señalada por un padrino a sus expertos tiradores, desde una
motocicleta en movimiento” (10 de julio de 1975, p. 24).
19

extradición de traficantes, cuando se rompe el aparente sigilo con que maniobra el

narcotráfico y una cultura permisiva vuelve la mirada hacia la figura del sicario.11

Aunque no todas las bandas de jóvenes trabajaron para el narcotráfico, sí fue éste

el generador de un estilo, unos elementos de identidad y unas formas de comportamiento

que conformaron el entramado cultural del sicariato. Según Albert Cohen en Delinquent

Boys -uno de los trabajos pioneros en abordar sociológicamente la problemática de los

adolescentes criminales- el aspecto subcultural emerge debido a que

the norms are shared only among those actors who stand somehow to
profit from them and who find in one another a sympathetic moral climate
within which these norms may come to fruition and persist. Once
established, such a subcultural system may persist, but not only by sheer
inertia. It may achieve a life which outlasts that of the individuals who
participated in its creation, but only so long as it continues to serve the
needs of those who succeed its creators. (65)

De acuerdo con esto, se verá que la cultura instaurada por el narcotráfico tiene réplicas,

en unos casos y, en otros, adquiere variados matices dentro de las prácticas del sicariato.

Dentro de esta subcultura, los aspectos más significativos han sido su particular relación

con el consumismo, lo religioso, lo lingüístico y lo grupal.

11 “Darío Guisado Álvarez, uno de los ejecutores materiales del atentado y a quien se sindicó de
haber disparado, era un ex-presidiario que había estado condenado en la cárcel de “La Ladera”,
acusado de robo y atraco a mano armada. En la persecución cayó sobre el pavimento y murió;
llevaba una estampa de la Virgen del Carmen y un escapulario en sus calzoncillos. El autor
material, Byron Velásquez, de 18 años de edad, vivía en el sector de Lovaina. Su madre, Amparo
Arenas, quien sobrevivía lavando ropa, declaró que su hijo era muy callado y no tenía trabajo
permanente. Los acusados pertenecían, según el DAS [Departamento Administrativo de
Seguridad], a la banda de los Priscos, la que había sido conformada tres años atrás.” (Jaramillo y
Salazar 70)
20

En el aspecto religioso, para los sicarios las prácticas externas cobran mayor

importancia que la idea católica del bien y del mal. Este testimonio de un sacerdote

colombiano ejemplifica la relativización de valores a este respecto:

Por ejemplo [los sicarios penitentes] me dicen: ‘Padre, yo debo ser muy
malo porque llevo más de diez muertos.’ La cantidad es lo que les
preocupa no el hecho de matar. Otra cosa que creen es que está mal matar
a una persona buena, pero que no es pecado matar a una mala. Algunos
sacerdotes han constatado que para el sicario matar por contrato difiere la
culpa, de tal manera que ellos, que son ejecutores del crimen, son
inocentes, mientras que el pecador es el que ordenó matar y pagó por
ello.” (Semana, 6 de marzo de 1990, p. 28)

En el florecimiento de una religiosidad fetichista, el sicario ve la religión como algo que

protege, mas no como una forma de regulación moral. Ya los traficantes habían

diseminado esta idea al encomendar sus grandes embarques de droga a María Auxiliadora

o al Señor Caído. El éxito de estas empresas elevó el prestigio de las figuras religiosas en

los estratos populares. Este testimonio de un joven, tomado del artículo “La Virgen de los

Sicarios” publicado por Jorge Lesmes en la revista cultural Gatopardo (2000), atestigua la

herencia de ciertas prácticas y creencias transmitidas de los narcotraficantes a los

sicarios:

Recuerdo que una vez acompañé al patrón. Éramos como veinte


muchachos. Acabábamos de coronar dos grandes negocios. Uno de envío
de drogas y otro de ajuste de cuentas. El patrón nos invitó a celebrar.
Muchos pensamos que íbamos para una juerga [fiesta]. Pero él se detuvo
en el parque de Sabaneta. Y allí nos obligó a entrar. Nunca olvidaré la
imagen de Pablo Escobar rezándole con devoción a María Auxiliadora.
Todos lo imitamos. Y desde entonces nunca he dejado de ir a cumplir la
cita de los martes. (82)

Por otra parte, los escapularios, especialmente los de La Virgen del Carmen, San

Judas Tadeo y el Divino Niño, adquirieron la función de talismanes: uno en el cuello para

protegerse de la muerte; otro en la muñeca para mantener la puntería; otro en el tobillo


21

para escapar de la justicia. En su libro Matar, rematar, contramatar, María Victoria

Uribe explica que ya desde la época de la violencia bipartidista, lo religioso fue un factor

fundamental para el oficio del asesino, pues “la mayoría de los cuadrilleros eran

supersticiosos y creían en agüeros. Para protegerse llevaban estampas de la Virgen del

Carmen, del Cristo milagroso de Buga, escapularios y varias medallas en el cuello y los

tobillos y, algunos de ellos, tatuajes en los brazos y en el pecho. Otros cargaban una

fotografía de la compañera” (111).12 Otras costumbres también heredadas de la violencia

política de los años cincuenta son calentar las balas en un sartén mientras se le reza a la

Virgen y tomar café con pólvora para calmar los nervios. Como parte de otro grupo de

creencias, para el sicario no hay una vida después de la muerte; se vive el aquí y el ahora.

Asimismo, hay una ruptura con la sacralización de la muerte predominante en la cultura

colombiana. En los funerales y los días de duelo las expresiones de luto se acercan más a

los rituales paganos que a los católicos, en los que, por ejemplo, se pone la música que

más le gustaba al difunto, se lo pasea por los que fueron sus sitios favoritos de la ciudad,

se le toman fotos con sus amigos cercanos, se bebe en exceso y se jura venganza o se

lleva a cabo.

Esta relación del sicario con lo religioso y sus creencias ha congregado en los

últimos años a expertos colombianos de diferentes áreas en torno a las prácticas de los

criminales para conformar una organización policial élite de inteligencia cuya base es la

psicología del delincuente. Dicho estudio ha encontrado, por ejemplo, que en el norte del

12 La ‘cuadrilla’ estaba conformada por campesinos cuya consigna era exterminio y muerte,
dedicada a cometer homicidios atroces. Fueron los creadores de las temidas “listas negras” que
determinaban la muerte de los opositores políticos. Independiente de los mandos altos y de los
guerrilleros, la cuadrilla estaba integrada especialmente por jóvenes, ya que podían escapar
rápidamente después de perpetrar el delito (Guzmán, 163).
22

país los sicarios “se injertan en la piel de los brazos un Cristo de oro con la creencia de

que las balas no les van a entrar”, o que en la costa pacífica “es común que los criminales

tengan oraciones para ‘hacerse invisibles’ y que recen la ‘Amansa justicia’, unas frases

que se dicen mientras se les hacen cruces a las municiones con el fin de que a las

personas que tengan rezos les entren los proyectiles” (El Tiempo, Sección Justicia, 8 de

noviembre de 2003). De aquí se deduce que las prácticas del sicario han sobrepasado los

límites regionales.

En cuanto a la relación de los sicarios con la cultura del consumo, la

“construcción imaginaria de lo joven” de la que habla Martín-Barbero (“Jóvenes”),

inteligentemente dotada de sentido por el mercado, así como la cultura del consumo

ilimitado instaurada por el narcotráfico, tuvieron repercusiones evidentes en la forma de

vida de los jóvenes asesinos. Fue costumbre entre los traficantes celebrar la ‘coronación’

de las entregas de droga de manera excesiva, con fuegos artificiales, banquetes, música

en vivo interpretada por artistas famosos y despilfarro a manos llenas. Haciendo

referencia a los orígenes de estas actitudes, el ex-director de la Policía colombiana, Rosso

José Serrano, comenta:

Lo que sí hubo [con el boom de la marihuana] fueron los gérmenes de esos


comportamientos que luego adoptarían muchos de los capos mafiosos. Los
capos de la “marimba”, como se les decía, fueron los primeros en andar
con dos relojes de oro en la muñeca, con collares de oro y pulseras de oro.
Ellos fueron los primeros en introducir ese gusto estético que a nosotros
nos parece “lobo” pero que a ellos les encanta, pues deja ver de un solo
golpe de vista que son ricos, o mejor, que son “nuevos ricos.” También
fueron precursores en lo de crear bandas armadas: se llamaban los
“gatilleros” y mataban a la gente por plata, lo mismo que luego se iba a
desarrollar en Medellín con el nombre de ‘sicario.’ (105)

Siguiendo la tradición de los narcos, después de culminar un ‘trabajo’, los sicarios gastan

todo su dinero celebrando, para volver, al día siguiente, a la pobreza absoluta de las
23

comunas. Además, dentro del consumismo del narcotráfico y sus bandas los objetos son

símbolos de estatus y su adquisición es la que mueve sus acciones. Los jóvenes aspiran a

poseer ropa de marca, electrodomésticos costosos, un arma vistosa o motos y carros

importados. Como explica Martín-Barbero, el mercado hoy tiene la capacidad de

descifrar lo que llena de significado a la juventud y, en ese sentido, ha creado

“imaginarios de felicidad y plenitud” a los que los jóvenes aspiran (“Jóvenes” 32, énfasis

original). De la misma manera, la vida ha pasado a ser un bien de consumo desde el

punto de vista del sicario, quien la considera desechable. Curiosamente, es éste el mismo

nombre con que bandas, narcotraficantes y paramilitares denominan a los jóvenes sicarios

suicidas, responsables de muchos de los magnicidios de las últimas décadas en Colombia.

No es sólo la proyección sobre las personas de la rápida obsolencia de que están hechos

hoy la mayoría de los objetos que produce el mercado (Martín-Barbero 24), sino también

es parte de un imaginario de finales del siglo XX en cuyo lenguaje se hace referencia a la

humanidad que afea y ensucia la ciudad, sitiada y contaminada por “elementos

indeseables” (Jáuregui y Suárez 368).

Para algunos de los capos, “los caballos, la música ranchera, los santuarios, los

grifos de oro y otros elementos habituales de su cultura reflejaban una cultura oscilante

entre lo ancestral y lo consumista. La violencia era no sólo un medio de defensa sino una

manera de realzar el protagonismo social” (Salazar, Drogas y narcotráfico 60). Ya que

los narcos provenían de estratos populares y carecían de los requisitos de abolengo y

apellidos que les permitieran entrar a los círculos sociales que manejaban el poder,

decidieron hacerlo por medio de la figuración constante en los medios, tanto por su

violencia como por sus extravagancias en los gustos. Esta ansia de riqueza instaurada por
24

el narcotráfico, así como el abandono del Estado reflejado en la extrema pobreza y la

falta de acceso a la educación u otros medios de ascenso social, hicieron que los espacios

tradicionales de socialización perdieran credibilidad para una parte importante de las

generaciones urbanas jóvenes. Los economistas F. Giraldo y H. López ahondan en este

punto diciendo:

el marginado que habita en los grandes centros urbanos, y que en algunas


ciudades ha asumido la figura del sicario, no es sólo la expresión del
atraso, la pobreza o el desempleo, la ausencia del Estado y una cultura que
hunde sus raíces en la religión católica y en la violencia política. También
es el reflejo, acaso de manera más protuberante, del hedonismo y del
consumo, de la cultura de la imagen y la drogadicción, en una palabra de
la colonización del mundo de la vida por la modernidad.” (260)

Se puede decir que los narcotraficantes conformaron una subcultura basada en ciertas

prácticas de la violencia rural, pero también en el consumo. Por tanto, las prácticas de las

bandas de sicarios son una réplica de este mundo. Al mismo tiempo, a través de la

violencia, algunos jóvenes de sectores populares buscan el reconocimiento de un estado

excluyente. Pero la de ellos no es una violencia nacida de la lucha de clases ni enraizada

en un deseo de reivindicación social sino, más bien, una violencia en la que los jóvenes

destruyen a sus coetáneos, su entorno y cualquier referente de identidad relacionada con

lo antiguo y se instalan como sujetos modernos.

En parte, es por esto que las bandas reemplazaron instituciones como la familia, la

Iglesia y la escuela, y es en las bandas donde el joven sicario encuentra un mundo en el

cual insertarse y configurar su personalidad: son ellas las que dictan las normas que

siguen la mayoría de jóvenes de las comunas. Así, dentro de esta subcultura surgen los

prototipos morales y los héroes a imitar, especialmente los personajes de las películas de

guerra, los ídolos deportivos y los capos de los carteles.


25

Los códigos de las bandas, similares a los de los pájaros conservadores, pasaron a

los jóvenes a través de los narcos. Algunos de esos códigos ayudan a conformar el

sentido de ‘comunidad’ y solidaridad de los jóvenes. Elementos como la hombría y el

desafío a la muerte son viejas actitudes heredadas de la violencia política de los

cincuenta, del camaján y el guapo, dos tipos criminales de la época. Por esto es que la

violencia de hoy es esencialmente masculina: “son hombres matando hombres” (Salazar,

“Violencias” 118). Por otra parte, la entrada fuerte del narcotráfico en la ciudad de

Medellín hizo que los ‘nuevos ricos’ detentaran un afán de lucro y un espíritu guerrero

que el joven sicario relacionó con la hombría y el machismo. Los jóvenes, que querían

romper con una tradición del trabajo duro con la cual poco se identificaban, se rindieron

ante las atracciones que ofrecía la vida del narco que, aunque estaba inserto en la

ilegalidad de un mundo criminal masculino, conservaba muy a su manera unas

instituciones que marcan la sociedad colombiana como son la madre, la familia y la

religiosidad. De esta forma, se puede sugerir que los jóvenes sicarios pasaron de una

contracultura juvenil inconforme con su exclusión por parte de la sociedad y el Estado, a

una subcultura cuyos miembros comparten las tendencias religiosas, lingüísticas y

consumistas de los narcotraficantes, conformando un híbrido de creencias, prácticas y

estilos de vida que oscilan entre la cultura rural y la urbana, entre lo viejo y lo moderno.

Por esto no resulta extraño que los jefes narcos hayan entrado también a

reemplazar la figura del padre en los hogares monoparentales. Así mismo, las familias de

las comunas presentan en las últimas décadas un aumento del número de madres solteras

y de la mujer como cabeza del hogar, lo cual fortaleció su papel en la familia. En muchos

casos, la abnegación, los sufrimientos y el amor incondicional de la madre son la


26

justificación para la adquisición de dinero. Es “la dignificación de la vida de la ‘Cucha’

[la madre], la explicación que la inmensa mayoría de los jóvenes involucrados expone

como razón para realizar sus trabajos” (Salazar y Jaramillo 117).

Hay que anotar, sin embargo, que no todos los jóvenes de las comunas acogieron

las costumbres de la subcultura sicarial. Muchos experimentan otras formas de

agrupación juvenil que simplemente disfrutan ser jóvenes y que, desafortunadamente

tiene que sufrir la estigmatización generalizada de los jóvenes de estratos populares.

Además, como reacción a la violencia instaurada por las bandas en los barrios populares

y en ausencia de una acción efectiva de las fuerzas de seguridad, muchos jóvenes,

hombres y mujeres, se han enlistado en las “milicias” populares. El propósito de las

milicias es limpiar las calles de los barrios (un eufemismo para el asesinato de sicarios)

que han sido ensuciadas por la violencia generada a partir de los enfrentamientos y las

riñas entre bandas de sicarios, traficantes, policías y drogadictos. Con su ‘dispositivo

aséptico’ (Jáuregui y Suárez), las milicias han substituido la mano del gobierno, la cual

no ha logrado imponer la paz en esos lugares. Por medio de la fuerza armada, los

milicianos imponen normas que todo habitante debe cumplir: “se prohíbe matar, robar y

distribuir drogas dentro de los barrios populares” (Salazar, Mujeres de fuego 36).

Vale la pena señalar que, si bien las bandas tienen códigos de comportamiento

que las identifican, el uso del lenguaje juega un papel primordial como medio de

afirmación personal y grupal. Ya a principios de los setenta había aparecido el

“camaján”, primer tipo de delincuente urbano, cuyo estilo cuajó en la zona de tolerancia

de Medellín, especialmente dentro del gremio conocido como los galofardos, (palabra

equivalente a ladrón) quienes, además de haber sido pioneros en el tráfico de marihuana y


27

cocaína a Estados Unidos, “fueron artífices de un lenguaje nuevo, sonoro y seductor que

fundía el lunfardo tanguero con el slang gringo y le añadían palabras de la propia

invención” (Salazar, La parábola 48).13 Según Víctor Villa, quien investiga la

continuidad de los personajes vinculados a los procesos de violencia, en el caso

antioqueño el sicario tiene características del cuadrillero y el paviador, personajes de la

Violencia de mitad de siglo. Para el autor, los lenguajes que emergieron en el auge del

narcotráfico y la violencia juvenil tiene sus raíces en los camajanes y los malevos,

personajes urbanos que desde la década de los cincuenta incorporaron vocablos del

lunfardo –lenguaje de barriada que se difundió con el tango, un estilo de música que goza

de gran popularidad en Medellín.

Un oficio constante de las bandas es crear y recrear el lenguaje. Los jóvenes

sicarios han hecho acopio del lenguaje heredado del “camaján” y, en su idiolecto,

llamado parlache, cercano al video clip y a las tiras cómicas, han incorporado también

expresiones del consumo, de lo moderno y de lo visual, por ejemplo “vivir a lo película”

o “montar videos”, para referirse a una vida arriesgada y decir mentiras respectivamente.

Este lenguaje tiene como ejes axiológicos el consumo, el rezo y la guerra (Salazar,

Drogas y narcotráfico 78). Por su parte, Rossana Reguillo ha dicho que “la ciudad como

punto de referencia simbólico necesita ser transformada de espacio anónimo a territorio, a

través de complicadas operaciones de nominación y bautizo que los actores urbanos

realizan en un intento por construir lazos objetivales que sirven para fijar y recordar

13 Dentro del lenguaje de la violencia de mitad de siglo que se conserva hoy en los muchachos
sicarios encontramos una gama de términos para la acción de matar, tales como “hacer un
trabajito”, “llegarle a alguien”, “pasar al papayo”, “hacer el mandado”, “plomear”, etc. (Guzmán
216)
28

quiénes son.” (En la calle otra vez 31) El parlache es reflejo de la incorporación de la

modernización y el consumo de lo visual. De esta forma, los jóvenes de las bandas han

bautizado su entorno siempre cambiante y sus nuevas actividades, especialmente las

delictivas, de manera tan vertiginosa como el sentido de lo obsoleto del mercado, con

términos de los medios audiovisuales de donde proviene la mayor parte de la educación

de estos muchachos.

Con la muerte de Pablo Escobar, el creador de la organización criminal más

temida en la historia de Colombia, empezó el declive de los carteles que lideraron el

tráfico de drogas en las últimas dos décadas, pero “no murió el negocio del narcotráfico

que él construyó y desarrolló como pocos. Ni la cultura de la violencia y el

enriquecimiento ilícito que personificó” (El Tiempo, Página editorial, 3 de diciembre de

2003). Los jóvenes sicarios que trabajaron para Escobar y sus carteles quedaron

desempleados y tuvieron que buscar a otros ‘empleadores’ para seguir con su oficio, en

particular a los grupos armados que se financian de la venta de drogas ilícitas, los cuales

también han adoptado los métodos de forzar convenios a través del terror y el asesinato.

En el año 2000 el Bloque Nutibara de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia)

encontró intacta la estructura que le sirvió a Pablo Escobar y le dió un nuevo contorno a

unas 600 bandas del Valle de Aburrá en Antioquia (El tiempo, Sección Medellín, 7 de

diciembre de 2003). Los paramilitares reconocen al muchacho ante la comunidad, pero

controlan su uso de la fuerza y lo han sometido a un control centralizado, con lo cual han

disminuido las posibilidades de ingreso y riqueza de antes. Otros sicarios entraron a

trabajar para el último gran cartel, el del Norte del Valle. Para la protección de este, se

formó un ejército privado denominado ‘Los Machos.’ Esta banda, liderada por el
29

extraditable Diego Montoya -quien se ha hecho llamar ‘El señor de la guerra’- cuenta con

cinco grupos de sicarios y “se conformó en el año 2002 a raíz de la guerra que se libra en

las entrañas de la mafia y que fue desatada por una serie de delaciones entre narcos” (El

Tiempo, 27 de enero de 2004. Página Judicial). Otros muchachos, no sólo de Medellín

sino de otras urbes han entrado a trabajar como escoltas en lo que se calcula como más de

380 ‘baby cartels’, en una reactivación de ‘traquetos’ [narcotraficantes] y narcodólares.

Por último, la capital del país ha experimentado un ‘boom’ del mercado de sicarios,

donde se puede contratar un matón desde 50.000 hasta 5 millones de pesos. Según Juan

Carlos Bonilla, sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia, quien ha estudiado el

comportamiento de las bandas en Bogotá, hay diferencias entre el sicariato como

fenómeno en Bogotá y Medellín: “En Medellín, el sicariato se movió en los años

ochentas y noventas en torno a la mafia, los ajustes de cuentas de droga y los carteles. En

Bogotá, dejar de pagar una letra de un préstamo por 200 mil pesos puede ser causal de

muerte.” (El Tiempo, Sección Justicia, 11 de diciembre de 2004.) Por su parte, la

sicóloga Liliana Vélez opina que “en Bogotá puede estar ocurriendo un incremento del

fenómeno debido a que los jóvenes lo tomaron como modelo social y a factores como la

migración y el desplazamiento” (Sección Justicia, 11 de diciembre de 2004).

1.2. La ‘sicaresca’: entre el testimonio, el sensacionalismo

y la ficción

En los años ochenta, los escritores colombianos intentaron romper límites

narrativos e indagar en los espacios urbanos, en las nuevas clases y órdenes sociales, y

convocar al nuevo lector haciendo uso de todo tipo de discurso que pudiera nutrir el
30

literario. Es así como en la literatura colombiana de las últimas dos décadas han cobrado

gran fuerza la novela urbana, la nueva novela histórica y la novela de experimentación.

Según la crítica Luz Mery Giraldo, en los noventas estas tres tendencias narrativas se

reproducen y abarcan tanto la preocupación testimonial que traen las nuevas ciencias

sociales, como las diversas representaciones urbanas, la sociedad de consumo, el nuevo

periodismo y las narraciones Light, entre otras.

En el panorama cultural colombiano de los años ochenta el lector se encuentra

con la imagen de una sociedad impregnada de nuevas clases de violencia. Por un lado hay

un auge de libros que novelizan diversas vivencias en los conflictos. Este tipo de texto es

el que Lucía Ortiz ha denominado “ficciones documentales”, por ejemplo Noches de

humo de Olga Behar (1989), el cual reconstruye el enfrentamiento en noviembre de 1985

entre el movimiento guerrillero M-19 y el ejército en el Palacio de Justicia, una toma

armada por la cual el M-19 proyectaba juzgar al entonces presidente Belisario Betancur

por haber traicionado el acuerdo de cese al fuego firmado por ambas partes en 1984.

También, en ¡Los muertos no se cuentan así! (1991) de Mary Daza Orozco, se representa

el conflicto de los ochentas entre paramilitares y guerrilleros en la zona del Urabá

antioqueño y sus efectos en la población campesina en medio de la guerra. Las

narraciones de Behar y Daza son novelas testimoniales que mezclan la anécdota personal

con la historia, reproducen voces femeninas que representan a las mujeres como

narradoras, partícipes y víctimas de una realidad confusa y se adentran en la cotidianidad

para registrar los dramas de los guerrilleros, desplazados, desaparecidos y asesinados.

(Ortiz, “La subversión” 198)


31

En estos años se destacan también las obras testimoniales del sociólogo Alfredo

Molano que retratan el conflicto campesino en medio de la violencia, por ejemplo en

Siguiendo el corte: relatos de guerras y de tierras (1989), Los años de tropel. Crónicas

de la violencia (1991) y Trochas y fusiles (1994). En la primera se incluyen relatos de

colonos, incluyendo indígenas que huyen de la violencia de los sesenta y los problemas

que enfrentan, tales como el inicio y el desarrollo de la coca y la marihuana en las zonas

rurales colombianas.

De esta manera, la intrahistoria de Colombia, ese terreno anexo sobre los

desaparecidos, los muertos y los desplazados, que pocos conocen, se empieza a hacer

pública a través de la palabra escrita.14 Dentro de ella, el narcotráfico y la subcultura del

sicariato adquieren gran protagonismo, pasando “de las páginas de los diarios y de los

noticieros a la novela o a otras formas híbridas en las que impera la investigación que,

como testimonio con elaboración literaria, se presenta en los libros de Germán Castro

Caicedo y de Arturo Alape” (Giraldo, 40). El periodista Castro Caicedo ha escrito 16

libros de crónica, entre los cuales se destacan Colombia amarga (1976), El hueco (1989)

La bruja (1994) y El Alcaraván (1996). Su obra es parte de un periodismo que pone al

descubierto la corrupción, la hipocresía, la pobreza y el juego sucio en la política. De

Arturo Alape, autor de la novela de tema sicarial Sangre ajena, sobresalen también El

cadáver de los hombres invisibles (1979), El Bogotazo, memorias del olvido (1993) y

14 La ‘intrahistoria’ es un concepto prestado de Miguel de Unamuno. En su libro En torno al


casticismo, el autor regeneracionista español expone que la intrahistoria alude a lo popular, a lo común, a
la gente que no detenta apellidos, dinero o hazañas que la secunden y que por eso mismo no aparece en
las crónicas oficiales. La intrahistoria es, además, una crítica a la historia concebida como relato de
sucesos producidos por superhombres, y es, en cambio, la exigencia de una historia en la que tengan voz
los olvidados y los que nunca han sido escuchados.
32

Ciudad Bolívar: la hoguera de las ilusiones (1995). Augusto Escobar resume los

contextos de intervención de la obra de Alape de esta manera:

Primero pasan por su pluma los campesinos de las llamadas zonas rojas o
repúblicas independientes en los años sesenta, las mismas que padecen
hoy los embates de la violencia en los extremos del país; después serán los
habitantes de la periferia de las grandes ciudades, llámese Ciudad Bolívar
en Bogotá, Siloé o el basurero en Cali, comunas en Medellín. La crónica
de Alape revela la existencia de esos otros paisitos siempre al borde de…
(75).

A raíz del fortalecimiento del narcotráfico en el país, ha habido un auge de

narraciones documentales y testimoniales sobre el tema. Aunque es evidente que este

florecimiento no es caso exclusivo de la narrativa colombiana, sí presenta ésta unas

variantes particulares del testimonio, no sólo por su contenido, sino por sus herramientas

de representación. En Literature and resistance in Guatemala, Mark Zimmerman anota al

respecto:

It is clearly no coincidence that those countries severely impacted by the


recent crisis of the agro-export model (including repression, revolt, debt
crisis, and narco-capitalism) have generally been the ones where resistance
and testimonial writing have most flourished. (22)

Analizando el punto de vista de Zimmerman, en su artículo “Narrativa testimonial en

Colombia”, Lucía Ortiz puntualiza que, aplicado a Colombia, no se puede alegar que el

testimonio haya surgido con la misión específica de aportar a las luchas revolucionarias,

como sí sucedió en Centroamérica. Pero afirma que, no obstante, “esta nueva propuesta

del intelectual colombiano [el testimonio] permite al lector enterarse de temas y asuntos a

los que de otra forma no tendría acceso” (347) y como medio de expresión ha hecho un

aporte significativo a la construcción de una nueva narrativa nacional.


33

Además del auge de textos que siguen el modelo testimonial, se desarrolla la

“violentología” como campo de investigación en Colombia, para ayudar a explicar y

entender las múltiples violencias que se tejen en el país. Apoyándose en ella, tanto

sociólogos como antropólogos, politólogos, escritores y cineastas han producido textos

alrededor de los temas del narcotráfico y el sicariato. Una primera vertiente de textos, con

corte de crónica documental propia del periodismo investigativo, se dedica al tráfico de

estupefacientes como tal y a sus protagonistas. Un ejemplo ilustrativo es el controvertido

libro La bruja: coca, política y demonio (1994) de Germán Castro Caycedo. Después de

su publicación, el escritor sufrió una feroz persecución judicial por supuesta violación de

la intimidad y del buen nombre, pues a través del relato de Amanda se revela todo el

proceso de asociación de políticos con el narcotráfico en la región de Antioquia.

Una segunda vertiente, de corte testimonial, está compuesta por narraciones que

relatan las experiencias personales de los sicarios. Según Jáuregui y Suárez (2002), la

aparición de la película Rodrigo D, no futuro (1989), del director colombiano Víctor

Gaviria, marca el surgimiento de una escena cultural en la que hay un auge de ensayos y

libros de crítica sobre la vida en las comunas, o zonas marginales de Medellín. Dentro de

ellas se encuentra No nacimos pa’ semilla (1990) de Alonso Salazar, que profundiza en la

cultura de las bandas juveniles. Jesús Martín-Barbero celebra el trabajo y presenta a

Salazar como “el primero que en este país se arriesga a investigar el mundo de las

pandillas juveniles urbanas desde la cultura” (“Jóvenes” 24, énfasis original). Este texto

resulta de especial interés por ser pionero en la inclusión del habla popular, el parlache,

como herramienta textual de presentación de los testimonios “transcritos,” instrumento

que será retomado por los escritores de la sicaresca:


34

Yo quisiera estar otra vez en las calles del barrio, ese es mi territorio. Por
allá camino a lo bien. Claro que siempre alerta, con los ojos abiertos y el
fierro en el bolsillo, porque tengo tantos amigos como enemigos, y nunca
se sabe de dónde va a salir un disparo. Tengo muchos enamorados
buscándome la caída. La ley también me la tiene pisada. Si me paro de
aquí voy a andar con mucha maña. (36)

Se encuentra en esta misma línea El pelaíto que no duró nada (1991) de Víctor

Gaviria, texto escrito inicialmente para cine, que pone en boca de Alexander Gallego la

corta vida y repentina muerte de su joven hermano en las comunas nororientales de

Medellín. Este relato, presentado en orden cronológico, sin retrocesos ni adelantos

narrativos, está transcrito estrictamente en términos orales, pero no incluye ningún

glosario explicativo del parlache, lo cual, al parecer de críticos como Enrique Gómez,

plantea un problema al lector promedio, pues “se vale de un lenguaje coloquial que, por

la dificultad del significado de los términos, tiende innecesarias fronteras” (“Esto somos

en el fondo” 1).

Otro ejemplo sugerente por su singularidad es Mujeres de fuego (1993) de Alonso

Salazar, compuesto por seis relatos de mujeres que viven diferentes problemáticas

relacionadas con la violencia: dos milicianas, dos narcotraficantes, una jueza, una

guerrillera y la madre de un desaparecido. Los capítulos titulados “Las milicianas” y “Las

huellas de la vida” son testimonios que describen dos caras de las secuelas del

narcotráfico en las jóvenes colombianas.

También en México han aparecido testimonios novelados sobre el narcotráfico y

sus bandas de crimen organizado. Élmer Mendoza es autor de crónicas sobre el

narcotráfico. La más conocida, Cada respiro que tomas, formó parte del programa

“Narcotráfico, sociedad y cultura”, organizado por DICOFUR (Dirección de

Investigación y Fomento de Cultura Regional del Gobierno del Estado de Sinaloa) en


35

1991. En 11 capítulos breves, la primera parte se basa en el testimonio de Chuy Salcido,

grabado en prisión por un narrador anónimo. Chuy cuenta sus inicios en el negocio de las

drogas cuando aún era adolescente y las aventuras que lo llevaron a la cárcel. La segunda

parte se compone de cinco cuentos cortos, acerca de personas de un modo u otro

afectadas por el tráfico de estupefacientes. En esta crónica, así como en las novelas de

Mendoza, el autor reproduce los registros lingüísticos del habla popular de los

narcotraficantes y de otros sectores del bajo mundo mexicano:

Sí, empecé con esa madre. Fui aprendiendo el tejemaneje. Después me fui
con otros compas a Nogales. Hijo de su pa’ qué te cuento loco, en chinga,
en chinga; ahí sí andábamos movidos. Había mucho movimiento. Yo tenía
que estar a cargo de todos los pinches burreros, de la merca; bajar dos tres,
bajar dos tres… en chinga, en chinga. Todo bien machín. Tener la merca a
punto exacto; no se podían hacer pendejadas. (21)

Otra narración testimonial mexicana de este mismo estilo es el libro Me dicen la

narcosatánica (2000), de Sara Aldrete. Publicado bajo la Colección Letra Escarlata de la

editorial mexicana Colibrí, especializada en la publicación de testimonios de mujeres, el

libro que Aldrete escribió desde la Correccional de Oriente cuenta su relación con la

santería y el narcotraficante Adolfo de Jesús Constanzo. En una interesante mezcla

discursiva, el texto de Aldrete intercala flashbacks de una narración en tercera persona

con fotografías publicadas en medios oficiales, notas rojas de su propio caso publicadas

en periódicos mexicanos tales como Excélsior, El Universal y La Prensa, y tres

entrevistas a otros implicados, realizadas por la periodista Flor Berenguer.15

15 Para otro ejemplo de narraciones sobre criminología y testimonio en México, ver El delito de
ser mujer: hombres y mujeres homicidas en la ciudad de México. Historias de vida., de Elena
Aznola Garrido. Centro de Investigaciones y Estudios en Antropología Social. Plaza y Valdés.
México DF, 1996.
36

Ahora bien, aunque la novela sicaresca tardó en aparecer en relación con el

fenómeno social del sicario, ya desde los ochenta habían comenzado a surgir novelas

colombianas que se plantan como preámbulo revelador de la caracterización de los

personajes y de la trama de la novela sicaresca en dos direcciones: las novelas

antioqueñas que recrean el ambiente de las zonas marginales de Medellín y aquellas con

el narcotráfico como tema central de la trama.

En cuanto al primer grupo, la crítica literaria no ha registrado las novelas de los

80 como preludio de las novelas sicarescas. De especial importancia es la obra de Juan

José Hoyos.16 Sus novelas son Tuyo es mi corazón (1984) y El cielo que perdimos

(1990), las dos sobre la ciudad de Medellín. La primera se inicia con un Medellín idílico

y parroquial donde se refugian los campesinos expulsados de su tierra por la violencia

política, y concluye (tras la aparición de los Beatles, la minifalda, la moda del pelo largo

y la arremetida gradual de la sociedad de consumo) en una ciudad estupefacta ante la

inseguridad, el dinero fácil y las peleas de las mafias. Aunque tuvo lectores y fue

adaptada como telenovela a finales de los 80, fue criticada sobre todo por una exagerada

aglomeración de datos y la representación de unos personajes poco trabajados. En cuanto

a El cielo que perdimos, sigue siendo una obra conocida por pocos, pero de gran valor

literario. En ella se rastrean los orígenes del terror de la violencia iniciada en los 50 que

llegó a la ciudad y la muerte sin móviles ni culpables que se extendió

16 Juan José Hoyos (Medellín, 1953) es escritor y periodista. Ha sido corresponsal y enviado
especial del periódico El Tiempo, de Bogotá. Fue director y editor de la Revista Universidad de
Antioquia. Es autor de los libros de reportajes Sentir que es un soplo la vida (Editorial
Universidad de Antioquia, 1994) y El oro y la sangre (Planeta, 1994), con el cual ganó en 1994 el
Premio Nacional de Periodismo. En 1987 participó como escritor invitado en el International
Writing Program de la Universidad de Iowa.
37

indiscriminadamente por todos los barrios. La historia es narrada por un periodista de

clase media que, encargado de la página judicial, se ve rodeado por en una serie de

asesinatos anónimos que muestran la pérdida de Medellín como un lugar digno para vivir.

Ha sido novela tutelar para muchos escritores colombianos, entre ellos Jorge Franco,

quien comenta que “fue la primera en mencionar el problema del sicario y el tema del

narcotráfico. Ya se hablaba de los asesinos en moto y de los asesinos a sueldo”

(Entrevista con la autora).

Helí Ramírez contribuye también a delinear los cambios urbanos con su novela La

noche en su desvelo (1987). En ella, un narrador omnisciente narra la vida de don Zoilo,

un campesino criminal de la Violencia, una especie de sicario rural que emigra con su

familia a los barrios periféricos de la ciudad para comenzar una nueva vida:

Don Zoilo mató gente, ayudó a matar gente, señaló gente para matar; hizo
huir gente de sus pueblos. Dice Don Belarmino que Don Zoilo sí actuó en
la Violencia, pero nunca a nombre de un partido político; actuaba bajo las
órdenes y la paga de los ricos para eliminar enemigos personales o por
asuntos de dinero. (158)

En la ciudad Zoilo parece cambiar sus ideas acerca de la familia y el dinero, pues su hijo

mayor es asesinado por sus actividades ilegales y una de sus hijas entra en la prostitución.

Es gracias a la madre que la familia sobrevive y se adapta poco a poco a las nuevas

dinámicas sociales. La novela está llena de un humor registrado en el habla popular,

usada por los personajes y también por el narrador a lo largo de todo el relato. La muerte

hace ya parte del diario vivir de la familia de clase baja, no sólo con el asesinato

inevitable del joven criminal y la aceptación de la muerte en el seno familiar, sino por el

último crimen que comete don Zoilo, los cuales vaticinan la violencia que se avecina en

Medellín.
38

En cuanto a la novela colombiana del narcotráfico, quizás la pionera fue La mala

hierba (1980) de Juan Gossaín, la cual representa el impacto social de la bonanza de la

marihuana que dinamizó parte de la costa atlántica colombiana entre 1974 y 1980. Es ésta

seguida por El Divino (1986) de Gustavo Álvarez Gardeazábal, en la que se hace una

presentación cruel y a la vez jocosa de las actitudes de los nuevos ricos que aparecieron

con la efímera prosperidad de la marihuana en el Valle del Cauca. De manera pionera y

sugestiva, El Divino cuestiona las actitudes sociales de los nuevos narcos, en especial el

concepto tradicional de hombría que se maneja en el negocio del tráfico, escogiendo a

Mauro, un protagonista extremadamente bien parecido y homosexual.

Otra novela del narcotráfico, en los noventa, es Leopardo al sol (1993), de Laura

Restrepo, en la que se relata una guerra a muerte entre dos familias que pasan del

contrabando minoritario al mundo del dinero fácil resultante del tráfico de marihuana.

Como dato significativo, la página editorial del libro aclara que “esta es una novela de

ficción. Los personajes sólo existen en la imaginación de la escritora.” Esta explicación

no hace más que poner de manifiesto el desafío que el apogeo de la crónica y el

testimonio del que se habló anteriormente impuso a la narrativa de ficción en términos de

la atención del público lector en los años ochenta y noventa en Colombia. Esto puede

deberse, por una parte, a que las novelas testimoniales de los ochentas se instalaron desde

un principio como textos testimoniales, mas que como obras de ficción. En Noches de

humo, por ejemplo, la autora presenta la novela como el resultado de declaraciones de

participantes directos de los eventos de violencia que incorpora, advierte que los sucesos

narrados ocurrieron en realidad y que los personajes corresponden a personas cuya

existencia es verificable (Ortiz, “Voces” 1). Por otra, los lectores habían empezado ya a
39

mostrar amplia preferencia por aquellos textos que dieran cuenta de realidades nacionales

inmediatas. Estos libros coyunturales, es decir, que responden a necesidades del momento

y que satisfacen un deseo de información inmediata, adquirieron gran acogida en las

últimas décadas. Acerca de esta preferencia en los últimos años dice Ariel Rosales,

Director editorial de Grijalbo:

El lector busca títulos que satisfagan las necesidades de información y


análisis sobre la situación económica y sociopolítica; semblanzas o
biografías de personajes muy importantes que, ya sea por su deceso u otra
razón, estén en el centro del huracán de los medios; y títulos que aborden
el escándalo de moda, sea éste político, económico, de la farándula o
cualquier otro acontecimiento que concentre la atención del gran público y
sea susceptible de ser descrito, analizado y presentado en forma de libro.
(Diario La Jornada, 2 de mayo de 2002)

Lo interesante de este fenómeno de la lectura para el caso colombiano es la entrada de los

libros con tema del narcotráfico en el círculo de los best-sellers, cuya popularidad ha

continuado en el siglo XXI. Dentro de estos merece ser mencionado Comandante

Paraíso (2002) de Gustavo Álvarez Gardeazábal. La novela consta de 128 capítulos en

los que se combinan tres narraciones, la primera formada por cartas enviadas al escritor

Gardeazábal desde una cárcel en Estados Unidos, la segunda por una voz en primera

persona que relata su biografía y la tercera por una voz colectiva de una vereda afectada

por el tráfico de drogas. Es la historia del narcotráfico en el norte del Valle del Cauca y

sus implicaciones en la sociedad colombiana, en un texto que impacta al lector por su

crudeza y cinismo ante la eficacia de la justicia.

Tomando como punto de conexión el gusto por los best-sellers al que alude

Rosales, el tema del narcotráfico ha sido alimentado de manera significativa por la

contraparte mexicana, también a partir de los ochenta, la cual ha sido analizada por

Lancelot Cowie en su artículo “El imperio del narcotráfico en la novela mexicana de este
40

fin de siglo.” Cowie apunta que las ‘versiones noveladas’ en México indagan

especialmente sobre las redes del narcotráfico. Aunque el artículo se limita “a la

novelística mexicana y a las peculiaridades del desarrollo del narcomundo en Guerrero,

Durango y Sonora” (49), inscribe la importancia de dichas novelas en la mucha

información que contienen para comprender la industria del tráfico de drogas en sus

procesos de producción, sus vínculos con la política y la inoperancia del sistema legal.

Igualmente, afirma que los personajes centrales de dichas novelas “se acercan mucho a

los estereotipos de superhéroes -en el caso de los policías- o de villanos gorilescos y

brutales- en el caso de los capos.” (50) Los temas recurrentes en estas novelas mexicanas

son variados: el desmantelamiento de las redes de narcotraficantes, el derroche y el gusto

ecléctico de los narcos, la corrupción de agentes del gobierno, las formas clandestinas de

transporte, la inserción del narco en las altas esferas sociales y un contenido moral de

condena del negocio. En cuanto al estilo, Cowie lo resume como poseedor de “una

linealidad en la presentación de los hechos sin practicar ninguna técnica narrativa

novedosa. Para sustentar el relato sobre cierta verosimilitud histórica, los autores precisan

lugares geográficos junto con la flora y la fauna características, figuras cumbres de la

narcomafia y famosos pintores del arte moderno.” (53)

Una muestra distintiva de la novela mexicana del narcotráfico es El amante de

Janis Joplin (2001) de Élmer Mendoza. En la historia, la vida del protagonista está

marcada por dos sucesos fundamentales: una efímera relación furtiva con la cantante

Janis Joplin y el asesinato en defensa propia de un miembro de una familia de

narcotraficantes de Sinaloa. Al igual que en la novela sicaresca colombiana, en esta

historia aparecen grupos de jóvenes, unos atraídos por las riquezas del narcotráfico y
41

otros por la mano justiciera de la guerrilla urbana. Enmarcada en la sociedad mexicana de

los 70, El amante de Janis Joplin es portadora de una prosa ágil, un gran despliegue de

acción y violencia por parte de guerrilleros, narcos y policías, frecuentes destellos de

humor negro y una narración gráfica de los sucesos, rasgos que remiten al creciente

subgénero de la llamada ‘narco-novela.’17

De este modo, se puede apreciar que tanto las novelas colombianas como las

mexicanas sobre el tráfico de drogas abordan una amplia gama de temas. Las narraciones

del narcotráfico han trasegado por el auge de la marihuana en Colombia, las redes del

tráfico de la cocaína, el surgimiento y la caída de los capos y el consumo y los rituales

que lo acompañan. Aunque indirectamente las novelas describen el trabajo de las bandas

al servicio del negocio, es sólo hasta la aparición de la novela sicaresca en los noventa

cuando el joven asesino entra como protagonista en la literatura y de manera contundente

en la novela colombiana, conformando un género tangencialmente tributario de la narco-

novela, pero singular no sólo en los temas sino en sus técnicas de representación que

tienen que ver más con las del género testimonial.

En medio de este ‘boom’ de publicaciones sobre el tráfico de drogas, es necesario

hacer referencia a un elemento fundamental dentro de las narraciones testimoniales

17 El término narco-novela se ha venido usando durante los últimos años para caracterizar
novelas producidas durante el boom del narcotráfico y que en forma detallada representan el
estilo de vida de los capos. En su artículo “Balas de salva: notas sobre el narco y la narrativa
mexicana”, Rafael Lemus hace un análisis panorámico de la presencia de lo narco en la literatura
mexicana reciente. En él, niega validez estética a este subgénero refiriéndose a ella como
detentadora de una estrategia ordinaria, que incluye un “costumbrismo minucioso, lenguaje
coloquial, tramas populistas. La prosa es, intenta ser, rumor de las calles. Todos se empeñan en
esa tarea, algunos entregados a un fin dudoso: recrear una prosa idéntica al lenguaje coloquial,
aún si ésta no es literariamente pertinente.” (1, énfasis mío) Con base en la opinión de Lemus, se
puede sugerir que este subgénero se aleja del corpus de la novela sicaresca en cuanto a que la
inclusión del parlache ayuda a la representación de los personajes sicarios, mas no con el fin de
incluir un registro lingüístico atractivo, popular o familiar para el lector.
42

colombianas que no menciona el estudio de Jáuregui y Suárez, significativo en la escasa

apreciación de la novela sicaresca como género. Nos referimos a la aparición de otra

vertiente de textos que no son ni el resultado del trabajo investigativo y narrativo de

sociólogos o de antropólogos, ni de cineastas o novelistas. Los textos a los que se hace

alusión aquí son producciones sensacionalistas que ha creado polémica tanto en el campo

editorial como en el político, constituidas por los testimonios novelados de allegados y

familiares de conocidos narcotraficantes, de militares y policías que han presenciado el

conflicto del tráfico de drogas, por ejemplo el best seller Mi hermano Pablo (1995) de

Roberto Escobar Gaviria, alias “el osito”, bajo la mano del reportero judicial Juan Carlos

Giraldo, quien fue escogido en necesidad de un “intérprete, de alguien que supiera

desenmarañar la telaraña, olerla, saborearla, hacer de ella un pan recién sacado del horno

listo para consumir,” como lo aclara el editor en la presentación del libro.

Otro ejemplar importante en esta línea es el best seller Jaque Mate: de cómo la

policía le ganó la partida a "El Ajedrecista" y a los carteles del narcotráfico (2000),

autobiografía de Rosso José Serrano, ex-director de la policía en Colombia y de las

operaciones de captura del Cartel de Cali, en colaboración con el conocido novelista

colombiano Santiago Gamboa, cuya portada lo anuncia como "un libro que está lleno de

alucinantes historias que bien podrían haber hallado sitio en una novela del escritor que

ha dado forma al relato del militar.” En este sentido, resulta significativo observar las

líneas iniciales del libro que guían la lectura tanto hacia lo informativo como hacia lo

estético, tematizando desde el comienzo el carácter ficcional del relato:

LA BRUJA MIRO la bola de vidrio en silencio y Jorge Eliécer, que es un

hombre muy nervioso, le preguntó:


43

-¿Qué ve?

La mujer se demoró un segundo en responder.

- Veo un manto verde, verde, verde.

Jorge Eliécer volvió a impacientarse y siguió preguntando.

- ¿Qué, una finca?

Entonces la mujer prefirió ser sincera.

- No -le dijo- es la policía. (15)

Tanto el libro de Escobar como el de Serrano/Gamboa han tenido igual o mayor difusión

y público lector que los ensayos o las novelas del narcotráfico y del sicariato tanto en

Colombia como en el exterior.

Pero estos textos sensacionalistas alrededor del tema del tráfico de drogas no son

patrimonio exclusivo del mercado editorial colombiano, sino también del mexicano. Un

ejemplo preeminente es la confesión-testimonio de José González González titulada Lo

negro del negro Durazo (1983). Un éxito editorial en los ochentas, escrito por su

guardaespaldas, el libro trata de la vida criminal del ex Director de Policía y Tránsito de

ciudad de México, Arturo Durazo Moreno, narrando en detalle sus estrategias de evasión

fiscal y acopio de armas, sus conexiones con el secuestro, y presentándolo como uno de

los narcotraficantes más corruptos de la época al beneficiarse del uso ilegal de los

recursos del Estado mexicano. En palabras de Sergio González Rodríguez, Lo negro del

negro Durazo sigue la tradición de la nota roja, es decir, de relatos institucionalizados en

la prensa mexicana acerca de actos criminales, catástrofes, o escándalos, pero presentados

según un código cuyos elementos más reconocibles son los encabezados impactantes, y

las narraciones con trazos de exageración y melodrama, entre otros.


44

Siguiendo con el tema del sensacionalismo, hay que anotar que Pablo Escobar, el

capo de capos, se ha convertido en un personaje cinematográfico atractivo para

productores y directores. A raíz de los diez años de la muerte de Escobar, se empezaron a

producir filmes y documentales de diversos matices. En febrero de 2004 se estrenó Los

archivos privados de Pablo Escobar, producido por la compañía colombiana Centauro

Films, gracias a que la propia familia del difunto narcotraficante le cedió más de 600

horas de videos inéditos y otro tanto de fotografías de diferentes momentos de la vida de

Escobar. También se planea rodar la película Killing Pablo, protagonizada por el actor

español Javier Bardem. El filme está basado en un libro de corte periodístico escrito por

Mark Borden que se centra en la ‘caza’ de Escobar que emprendieron las autoridades

colombianas y estadounidenses y que culminó con su muerte. El estadounidense David

Keane había ya realizado un documental para la televisión basado en la obra de Borden,

titulado The True Story of Killing Pablo, en 2002.

Así mismo, en 2006 se planea la filmación de Escobar, una película mexicana

sobre el apogeo y la caída del capo, con un generoso presupuesto, dirigida por el polaco

Andrzej Sekula. Por su parte, el reconocido director colombiano Sergio Cabrera prepara

Ciudadano Escobar, documental producido en colaboración con una compañía española,

y que es el resultado de varios años de investigación por parte de Cabrera y su equipo. De

la mano de este documental aparecerá Pablo, ¿Eres tú?, trabajo del colombiano Ramón

Jimeno. No es una mirada sobre la persona de Escobar, ni se basa, como la de Cabrera, en

testimonios de allegados del jefe del cartel de Medellín, sino que se dedica a revisar el

narcotráfico como actividad ilícita. Otros documentales, ya realizados, son Pablo

Escobar: el ‘Rey de la Coca’ (2002), de producción estadounidense. Por último, hay dos
45

biografías: una de producción argentina llamada El barón de Medellín (1998) y otra

producida por el canal A&E.

Es importante mencionar también la obra de teatro Pablo, ¿Eres tú? (2004) del

periodista Ramón Jimeno, sobre las últimas horas de vida del traficante. Con respecto al

auge de producciones en torno a Escobar, en una entrevista publicada en el diario

colombiano El Tiempo, Jimeno explica que “la imagen de Pablo escobar es tan atractiva

artísticamente porque es el personaje que mejor retrata el impacto del narcotráfico en

Colombia. Fue quien dimensionó la guerra y además, aunque a algunos no les gusta el

término, hasta llegó a ser visto como un ‘bandido social’.”

Entonces, no es asombroso que, entre la diversidad de textos y discursos referidos

anteriormente, el surgimiento de un género como la novela sicaresca haya pasado

desapercibido para la crítica literaria. Como género literario, la novela sicaresca requiere

ser estudiada en relación con las producciones culturales acerca del narcotráfico y el

sicariato a las que se ha hecho referencia aquí. Como se verá en el siguiente capítulo, su

emparentamiento con otros géneros narrativos puede ayudar a comprender el hecho de

que la novela sicaresca haya sido leída principalmente dentro de un ambiente testimonial,

periodístico y sensacionalista sobre el tráfico de drogas y sus consecuencias sociales,

dejando de lado sus singularidades como objeto estético y, en conjunto, como género

literario en proceso de consolidación en los últimos 10 años.


46

CAPÍTULO DOS

LA VIRGEN DE LOS SICARIOS: LA

ORALIDAD COMO ESCRITURA EN LA

NOVELA SICARESCA

Como se explicó en el capítulo anterior, a partir de los años noventa, una serie de

narraciones testimoniales sobre los jóvenes de las comunas de Medellín, liderada por No

nacimos pa’ semilla del sociólogo Alonso Salazar, dio a conocer el contexto temático de

las experiencias personales de los sicarios. Los hechos narrados en las obras testimoniales

sobre el sicariato constituyen variantes de una realidad alternativa en la que coexisten el

dinero fácil, la violencia, el tráfico de estupefacientes y la muerte y la drogadicción,

como prácticas normales de la vida diaria. Ésta es fugaz y sus componentes permanentes

son la amistad como complicidad, el asesinato como oficio, y la traición y la venganza.

Ahora bien, si se da una mirada a los eventos de las obras de la novela sicaresca, se puede

afirmar que, en términos de la trama, dichas obras recurren, en gran parte, a los elementos

antes mencionados.

A diferencia de las novelas de la Violencia de los años 50 en Colombia, las cuales

aparecieron antes de los estudios sociológicos del fenómeno, la subcultura del sicariato

ya había sido sacada a la luz por los testimonios publicados sobre el mundo de las

comunas de Medellín, casi un lustro antes del surgimiento de las versiones noveladas.18

Entonces, si bien ciertos eventos distintivos permiten agrupar una serie de novelas bajo el

rótulo de sicarescas, la presencia de los mismos no es la que determina su esencia en

18 Ejemplos fundamentales de novelas de la Violencia son La casa grande (1952) de Álvaro


Cepeda Samudio y El gran Burundún-Burundá ha muerto (1952) de Jorge Zalamea.
47

tanto obras literarias. Más bien, hay que buscar dicha naturaleza en las herramientas de

representación de que hacen acopio las novelas que se han sugerido como representantes

del género y ver de qué manera da cuenta de las realidades a las que aluden.

El presente capítulo se dedica al análisis de La Virgen de los sicarios (1994), del

colombiano Fernando Vallejo. Esta novela amerita una aproximación separada de las

demás obras del género, por ser la primera en alcanzar gran difusión y, en cierto sentido,

establecer ciertos parámetros a nivel narrativo que las obras posteriores tomarán como

punto de referencia, bien para repetirlos, expandirlos o subvertirlos. En principio, el

propósito es analizar la heterogeneidad de los discursos de los que se alimenta la novela,

tanto orales como escritos, y determinar lo que dichos discursos sugieren para el género

de la novela sicaresca en particular y para la problemática de la oralidad y la escritura en

general, especialmente en lo relacionado con el discurso testimonial.

Fernando Vallejo, autor de La Virgen de los sicarios, es un escritor y cineasta

colombiano que cuenta con una amplia y controvertida producción artística. Nacido en

Medellín en el seno de una familia acomodada, se autoexilió en México en 1971. El tema

recurrente en su obra ha sido sin duda su país natal. En su obra cinematográfica cuenta

con dos cortometrajes: Un hombre y un pueblo (1968) y Una vía hacia el desarrollo

(1969). Sus dos primeras películas se centran en la llamada Violencia de los años 50. La

primera es Crónica roja (1977), un filme que recoge la vida del bandolero Efraín

González, admirado en las clases populares por compartir el producto de sus robos con

las gentes pobres, cuya historia acaparó la página roja de los periódicos por varios años.

La proyección de la cinta en teatros fue prohibida por el gobierno colombiano, que la

consideró una loa a la violencia. Después vino En la tormenta (1979), que muestra la
48

lucha bipartidista a través de dos familias campesinas durante el período de la Violencia

de los años 50. Por último, está el film Barrio de campeones (1981), crítica a la miseria y

a las ilusas esperanzas de las clases marginales colombianas, con el boxeo como fondo de

la historia.

Después de 12 años de labor cinematográfica, Vallejo inicia su obra escrita con El

reino misterioso o Tomás y las abejas (1975), Premio Nacional de Teatro Infantil en

México. Le seguirán Logoi, una gramática del lenguaje literario (1982), la biografía

Barba Jacob: el mensajero (1984) y El mensajero. La novela del hombre que se suicidó

tres veces (1991). Cinco de sus novelas conforman un conjunto autobiográfico

denominado por el autor como El río del tiempo: Los días azules (1985), El fuego secreto

(1986), Los caminos a Roma (1988), Años de indulgencia (1989) y Entre fantasmas

(1993). Después aparecerán La Virgen de los sicarios (1994), una biografía sobre el poeta

José Asunción Silva titulada Chapolas negras (1995), El desbarrancadero (2001),

ganadora del “Premio Rómulo Gallegos”, La Rambla paralela (2002), Mi hermano el

alcalde (2004) y Manualito de la imposturología física (2005).

Aunque La Virgen de los sicarios continúa la tradición de El río del tiempo en la

que se mezcla la ficción con experiencias personales en el trasfondo histórico, político y

cultural del momento (Jaramillo 14), en La Virgen Fernando Vallejo disminuye la

distancia espacio-temporal del narrador orientado por sus recuerdos y se sumerge en la

violencia colombiana de hoy. Esta novela seguirá la ruta autobiográfica de la serie y en

ella Vallejo usará a su alter-ego Fernando como voz narrativa irreverente.19

19 Con respecto a este artificio, Javier Murillo hace una llamativa descripción del proceso
escritural vallejiano al anotar que “la posibilidad de juego es infinita es en proceso en que el
49

Concordamos con José Cardona López cuando sugiere que el énfasis de la novela de

Vallejo está en la figura del narrador y en su transformación como resultado de su

inmersión en el lenguaje de los sicarios. Como extensión, considerando que la

conservación del español ha sido uno de los valores de la sociedad tradicional y del poder

en Colombia, se plantea aquí que en La Virgen de los Sicarios la mutación del lenguaje

que experimenta el narrador, quien se autodenomina ‘el último de los gramáticos

colombianos’ - en gran parte operada por la intrusión de la oralidad en la escritura, es una

herramienta de representación de los cambios socioculturales y políticos de la Colombia

de las últimas décadas. En particular, se discutirá cómo la intrusión de la oralidad le

permite a la voz narrativa re-construir un texto “heterogéneo” (Cornejo Polar), que remite

a diversas capas de la sociedad colombiana: las letradas, las analfabetas y las

‘alfabetizadas’ por los medios de comunicación masiva.20 A medida que el narrador

transita por dichos estratos socioculturales, la transformación de la voz narrativa ayuda a

señalar la indiferencia de todos los estratos ante la violencia generalizada, construyendo

así una novela sobre la impunidad.

2.1. Oralización de la historia

En La Virgen de los sicarios, dos adolescentes le sirven de guía al narrador-

personaje se alimenta de la persona como vampiro, y pone en problemas a los que piensan en la
literatura como intento deliberado de aislamiento del mundo, lo mismo que a aquellos que
pretenden hacer psicología con los personajes” (32).
20 En su libro Escribir en el aire, una de las categorías que Antonio Cornejo Polar considera
como parte de las literaturas heterogéneas es la tendencia discursiva occidental que apela a la
construcción del efecto de oralidad en el discurso literario. Según el autor, dicha construcción
delata la ubicación del discurso oral y el escrito en mundos opuestos en que existen también
zonas de alianzas, contactos y contaminaciones (17).
50

protagonista para recorrer una ciudad que poco o nada se parece a la de su juventud,

como efecto de la devastación apocalíptica de la violencia y las diferencias socio-

económicas, acentuadas, en parte, por el narcotráfico. La de Vallejo es una novela

sicaresca -ya que a nivel de la historia da cuenta de las peripecias criminales de los

sicarios,- tributaria de una tradición oral, es decir, un texto que despliega diversos

mecanismos de escritura que simulan la estructura de una narrativa oral.

En su artículo “Oralidad y escritura en La Virgen de los sicarios”, Juan Fernando

Taborda propone que lo preponderante en la estructura narrativa es “aparecer como una

historia contada ‘a viva voz’” (51). Taborda se refiere así a la semejanza entre la voz del

narrador de la novela y las primeras historias orales tradicionales en las cuales un grupo

oía con embeleso un relato sobre la experiencia humana. Habría que aclarar desde ahora

que, debido a su inmersión en los medios de comunicación masiva y al ruido de las

prácticas de la violencia, la atención del lector u ‘oyente’ hipotético del texto de Vallejo

es mucho más esquiva y huidiza que la de un lector de la sociedad letrada tradicional de

donde proviene el narrador-protagonista, razón por la cual la voz apelará a diferentes

recursos narrativos para hacerlo parte de la experiencia de la impunidad que se ubica en

el centro de la ficción.

La Virgen de los sicarios se presenta a sí misma como un relato típico dentro de la

tradición narrativa oral al establecer desde el comienzo el marco de la historia: “Había en

las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta” (7).

También en las primeras páginas el texto introduce a Fernando, narrador-protagonista,

quien regresa a su país y encuentra que todo lo que lo ataba a su niñez, lo que le daba

sentido de pertenencia a su patria, se ha extinguido por la abrupta entrada del narcotráfico


51

y el mercado en la dinámica de la ciudad de Medellín y de Colombia. Desde ese

momento, el narrador estructurará su relato como un inventario de muertes en el nuevo

escenario urbano.

En la reconstrucción de la historia, Fernando hace un recorrido por varias iglesias

de Medellín. Por lo general, cada visita es seguida por uno o varios asesinatos, los cuales

se pueden clasificar en dos categorías. Dentro de la primera, Fernando es testigo de varias

muertes mientras Alexis, su primer amante en la nueva metrópoli, permanece en el

apartamento escuchando música o viendo televisión. En la segunda, Alexis es el “Ángel

Exterminador” que ejecuta asesinatos a diestra y siniestra. A continuación, cumpliendo el

refrán “para morir nacimos” (44), difundido por algunas obras testimoniales e insertado

por las mismas como parte de la naturaleza y el habla del sicario, Alexis es asesinado por

una venganza, enviando al narrador de vuelta a la soledad de su apartamento y luego a

vagar por la ciudad sin rumbo fijo. Lo que seguirá, será una repetición de la primera

parte, sólo que con un nuevo personaje. Después de la muerte de Alexis, Fernando

conoce a Wílmar, su segundo amante sicario y asesino del primero, y se reinicia la

sucesión de asesinatos por cualquier motivo. La novela termina como el primer tramo,

con el asesinato de Wílmar y el deambular del narrador por las calles con los que él llama

“los muertos vivos.”

Debido a esta circularidad de eventos, se puede sugerir que la novela no presenta

una trama complicada, sino que cuenta dos veces la misma historia y que, a nivel general,

dicha estructura iterativa de las acciones se acerca más a una tradición oral del que cuenta

y repite para recordar o para que otro recuerde. Esta estrategia estructural pone de

manifiesto el proyecto de la novela: hacerle recordar al lector, a través de un inventario


52

repetitivo que, a pesar de que la muerte es parte integral de la vida, en la sociedad

colombiana han llegado a serlo también el asesinato y la impunidad. Este propósito lo

enuncia directamente Fernando al inicio de su trasegar: “Yo soy la memoria de Colombia

y su conciencia y después de mí no sigue nada.” (24) Entonces, la visita a las casi 150

iglesias de la ciudad de Medellín que justifica la errancia urbana del narrador-

protagonista es sólo un pretexto narrativo para contar el repetitivo trasegar del sicario: su

ejercicio de la violencia y la posterior acción de gracias a la Virgen.

Puede decirse que la narración de estas visitas contiene una colección de

sermones, no en el sentido de enseñanzas evangélicas, sino de reproches. En cada uno de

ellos, podemos ‘oír’, como mensaje implícito, una diatriba contra el ruido, la pobreza, el

desorden o la violencia. Además, se observa que, al materializarse como una

peregrinación que se renueva continuamente, el texto hace referencia a la tradición

popular católica de visitar lugares santos para pedir gracias. Aunque la crítica literaria

actual considere un recurso manido apelar a la etimología de las palabras para sustentar

un argumento interpretativo, para el caso de Fernando, narrador-gramático-filólogo, ésta

no resulta una tarea infructuosa. De modo que, haciendo acopio del origen del término, se

puede sugerir que la novela tiene como base estructural la peregrinación, tomando cuatro

rutas que se entrecruzan y conforman el armazón del texto.

Las dos primeras direcciones o peregrinaciones se encuentran de manera explícita

a nivel del relato. En la primera, la cual inicia la historia y se extiende a lo largo de ésta,

Fernando se presenta a sí mismo como peregrino que regresa a su patria, en la que se

siente como un forastero que anda por tierras extrañas. Dicha peregrinación comienza

con la visita a la Iglesia de Sabaneta, que ha cambiado a la Virgen del Carmen de su


53

niñez por María Auxiliadora, Virgen de los sicarios. El segundo sentido de la

peregrinación implica la visita a un santuario. Aunque Fernando arguye como propósito

de su deambular por las calles “visitar iglesias” (24), lo cierto es que es sólo una excusa

para tomarle el pulso a la ciudad. Así, a lo largo de una novela en que hay una clara

diatriba contra la Iglesia, sus jerarcas y sus preceptos, el lector no podrá considerar la

devoción religiosa como el móvil que impulsa los movimientos del narrador y, de ahí en

adelante, tenderá a poner en tela de juicio los enunciados de la voz narrativa a este

respecto.21

Las otras dos rutas a las que se refiere la peregrinación de Fernando y sus amantes

sicarios se asocian en la novela con el sentido figurado del término, pero son, en última

instancia, las motivaciones reales que mueven a los personajes. En la primera, la

peregrinación en el sentido de estar sólo de paso por la vida como antesala de la muerte

es una creencia católica llevada al extremo desde el punto de vista del sicario, en relación

con su propia existencia y con la de los demás. En este sentido, con la perspectiva irónica

que lo caracteriza, el narrador considera la vertiginosidad con que los adolescentes de la

novela exterminan a su prójimo como una vía “express” para llegar a la patria celestial.

En la segunda ruta simbólica, los desplazamientos del narrador pueden considerarse una

búsqueda infructuosa, tanto del pasado en el presente, como de los responsables de la

21 En varias ocasiones, Vallejo ha lanzado su crítica mordaz a la mezquindad y al hábito de


mendigar como primer recurso, instaurado desde su punto de vista por la Iglesia católica,
caracterizando a Colombia como un país de pedigüeños. En su escrito titulado “Por el desafuero”
se refiere así a las arbitrariedades sociales del país y su presidente: “Y dice el desvergonzado que
es el hombre de la mano tendida, pero no: es el hombre de la mano extendida: para pedir. Nuestro
primer mandatario es nuestro primer limosnero. ¿Será por eso que Colombia se identifica con él?
¿Porque en nuestro hundimiento total, al que nos han empujado él y los de su calaña, la llamada
clase dirigente, nos hemos convertido en un país de mendigos? Uno se identifica con el que es
como uno.”
54

mutación de la ciudad de su niñez en un campo de batalla. Dicha búsqueda pasará por

todos los estamentos de la sociedad colombiana, materializándolos, nombrándolos en el

texto, para así incluirlos en un ciclo de culpabilidad.

Por otra parte, la construcción de los personajes se emparienta también con una

tradición narrativa oral. De la misma forma en que la peregrinación a los santuarios se

materializa en una especie de letanía de asesinatos que el narrador cuenta en su trasegar

por las transformaciones que han sufrido diversas esferas sociales de Medellín y

Colombia, los personajes de La virgen de los sicarios son figuras repetitivas, planas, sin

fondo; otras excusas para recontar. Así por ejemplo, según el narrador, Alexis, su primer

amante en la nueva Medellín, es “la razón de esta historia.” (40) Pero lo cierto es que el

delineamiento de este personaje arroja pocos datos para que el lector pueda ir

reconstruyendo la imagen de una figura compleja a medida que avanza el relato. Sabemos

que es sicario y adolescente, que tiene mamá, que oye música, que ve televisión y que

vive el presente. De los otros personajes sabemos tan poco o casi nada. De Wílmar se

nos dice que es adolescente, sicario, que asesina a Alexis por venganza, que quiere tener

ropa de marca y comprarle una nevera a la mamá, que le gustan los equipos de sonido y

el televisor, que tiene los ojos verdes como Alexis y que lo matan por robarle los tenis.

Su presente se repite en cada asesinato y su futuro es fácil de adivinar: no existe. A él se

aplica todo lo que dice Fernando sobre su anterior amante: “Alexis y yo diferíamos en

que yo tenía pasado y él no. Coincidíamos en nuestro mísero presente sin futuro: en ese

sucederse de las horas y los días vacíos de intención llenos de muertos” (88-89).

Pero escudada en una primera persona, la historia deja ocultos los sentimientos de

los jóvenes, sus pensamientos y su entrada al sicariato; esto es, su pasado. Con respecto a
55

su preferencia por este instrumento narrativo, en la presentación de La Rambla paralela

en Guadalajara, novela con la cual supuestamente se despide del mundo de la literatura,

dice Vallejo:

Y sí, me morí en mi ley, en primera persona como viví y escribí,


despreciando al novelista omnisciente, ese pobre diablo con ínfulas de
Dios Padre Todopoderoso, de sabelotodo. ¿Cómo va a poder un pobre hijo
de vecino contarnos los pensamientos ajenos como si tuviera un lector de
pensamientos, repetir diálogos enteros como si los hubiera grabado con
grabadora y describirnos lo que hicieron los amantes en la cama como si
los hubiera visto con rayos x, o como la Inquisición por un huequito? No
se puede, nadie puede, no me vengan a mí con cuentos. (66)

Debido a esta limitación cognoscitiva declarada por el narrador, las explicaciones sobre

el actuar de Alexis y Wílmar se hacen desde afuera de los personajes y se ubican más en

la esfera de la especulación: se basan en lo que generalmente la sociedad tradicional

piensa de ellos, en lo que la sociología y los medios han delineado como el perfil del

joven asesino a sueldo de las comunas, o por lo que se puede inferir de sus actos. Por

esto, puede pensarse que el lector está en frente de personajes tipo, más que de figuras

narrativas complejas.

De este modo, la presentación sucesiva de Alexis y Wílmar, personajes de molde

casi idéntico, es otro componente que añade a la circularidad que se anotó en referencia a

la disposición de los eventos en el texto. La substitución de los personajes sicarios es

significativa, además, si se piensa que la novela no desarrolla un cuadro psicológico

profundo de los mismos, ni una evolución de sus personalidades porque, para una historia

que se apropia de personajes cuyas vidas son efímeras y volátiles al extremo, no hay otra

forma de escribirla que repitiéndolos: coreándolos, en el sentido doble de redundar y

aclamar. Es ésta una sugestiva herramienta textual para representar la fugacidad de la


56

vida por “relevos” y la cosificación de los sicarios, bienes mostrencos del mercado de la

violencia.

Con respecto a que la de Vallejo no es una novela que desarrolle una trama, ya

que “no aparece un sentido de la causalidad” que explique el origen del comportamiento

de los jóvenes asesinos (Cardona 396), hay que decir que es precisamente esa ausencia de

causalidad alrededor de la figura del sicario la que logra presentarlo como un ser

naturalizado. Presentar su violencia, su paso aniquilador y su desaparición temprana

como eventos del día a día y sin causa aparente, los convierte en rasgos inherentes a la

naturaleza de los jóvenes que vienen de las comunas de Medellín. Igualmente, al omitir

las causas que han llevado a los sicarios a entrar en el asesinato como oficio revela, por

otra parte, su emergencia en un contexto en el que se nace para matar y en el cual el

sujeto está inhabilitado para controlar su propio destino. Este hecho enfatiza el carácter

del sicario como objeto, como bien de consumo, como simple mercancía en una sociedad

en donde todo entra en la dinámica de oferta y demanda, incluyendo el amor, el sexo y la

muerte.

Paradójicamente, en La Virgen de los sicarios, el único personaje complejo y

evidentemente contradictorio es Fernando, el narrador, proveniente de una clase social

acomodada, elitista y tradicional, quien no tiene como profesión ser sicario sino

gramático, un estudioso del lenguaje. Como personaje, Fernando recorre la ciudad más

como observador que como protagonista de los acontecimientos. Como narrador, la

transformación de su expresión a lo largo de la novela invita a observarse con

detenimiento, gracias a los discursos que la nutren. Dichos discursos son, sucintamente

hablando, el habla popular del Medellín de antaño, marcado por la vida rural, y el
57

sociolecto de las comunas: el parlache. Es necesario anotar en este punto que la

conformación de Fernando como personaje y narrador con base en la contaminación de

su lenguaje, ‘perpetrada’ por varios registros entroncados en la tradición oral, es una

contradicción de principio: la novela, una modalidad escrita, apela a la oralidad para

contaminar a una figura letrada, haciendo que se convierta en una figura narrativa

compleja, redonda, es decir, enviándola de vuelta al mundo al que pertenece: al texto

escrito. De esta forma, La Virgen de los sicarios es, además, una novela sobre la escritura

en la que, como se verá, el narrador hace acopio de diversos artificios para revelarle al

lector el carácter meta narrativo del texto. Veremos cómo el contraste entre la

presentación de la figura del sicario como parte natural del escenario cotidiano y la

transformación del lenguaje del narrador-escritor simbolizarán la entrada de la

marginalidad en la tradicional sociedad colombiana.

2.2. Lenguaje y violencia

Un elemento recurrente en las novelas del sicariato es el parlache, un idiolecto

nacido en las zonas marginales de Medellín. Para comprender su uso en la novela de

Vallejo en particular y en la sicaresca en general, es fundamental anotar algunas de sus

particularidades y, por ende, la importancia de su irrupción en la sociedad colombiana

tradicional, dos de cuyos motivos de orgullo cultural eran, hasta hace unas décadas,

detentar el español más puro y ser país de gobernantes filólogos. En efecto, en los años

80, el agravamiento de la crisis social colombiana, sumado al poderío económico y a las

transformaciones laborales que lideró la cultura de la droga, propició cambios en los

referentes que representaban la visión de un amplio grupo de habitantes de los barrios


58

populares de Medellín y su área metropolitana, especialmente los jóvenes, quienes

conformaron un dialecto que expresara sus nuevas realidades, conocido como parlache.

Luz Stella Castañeda y José Ignacio Henao, en su libro El parlache, lo definen como “un

dialecto social que surge y se desarrolla en los sectores populares de Medellín, como una

de las respuestas de los grupos sociales que se sienten excluidos de la educación, la

actividad laboral y la cultura a los otros sectores de la población” (509). El parlache

expresa las transformaciones socioculturales que se han llevado a cabo acerca de la vida,

la muerte, la violencia, lo religioso y las relaciones entre los individuos. Los autores

aclaran que:

el parlache no puede simplificarse como un lenguaje narco; es una manera


de hablar que se ha formado a lo largo de las últimas décadas e incluye
palabras y expresiones nuevas. Pero también resemantiza significantes
existentes; revitaliza palabras reconocidas por la Academia Española de la
Lengua, que permanecían latentes en la cultura popular, y utiliza palabras
del viejo lunfardo, travesuras lingüísticas de los camajanes de los años
sesenta y derivaciones del inglés, aportadas por quienes emigraron a
Estados Unidos. (xii, énfasis original)

Este idiolecto también se ha nutrido de vocablos del lenguaje carcelario y de expresiones

del lunfardo que se habían mantenido vivas en la cultura popular gracias al tango y al

culto a Gardel que por años se ha profesado en Antioquia. El trabajo investigativo

alrededor de este sociolecto evidencia que “una gran proporción de las palabras del

parlache están relacionadas con la violencia, la muerte, las armas y la vida efímera; hay

más palabras que indican agresividad que las que expresan amistad o elogio” (El

parlache 82). A pesar de que el parlache comenzó como una simple variedad lingüística,

se ha convertido en un idiolecto de amplia usanza por diversos grupos marginados. La

difusión del parlache ha sido muy fuerte en los barrios populares de Medellín, hasta el

punto de que los jóvenes que no comparten los valores diseminados por la cultura del
59

narcotráfico han asumido el uso frecuente de este idiolecto con el fin de ser aceptados

socialmente. Aunque el parlache también es usado ocasionalmente por personas de otros

grupos socio-económicos, en general se le señala de manera negativa, particularmente

por el contexto de agresión y violencia al que hace alusión un gran número de términos

que se refieren al negocio de la droga y del crimen en general.

Es interesante que, a pesar del rechazo social que genera en ciertos contextos, la

circulación del parlache no se haya limitado al ámbito de la calle, sino que se haya

extendido a medios informativos escritos, obras literarias, crónicas de la ciudad y

programas de televisión. Entre los ejemplos sobresalientes del uso del parlache en los

medios se encuentran los filmes Rodrigo D, no futuro (1989) y La vendedora de rosas

(1998), del director Víctor Gaviria, así como el seriado televisivo de los noventas Cuando

quiero llorar no lloro, dirigido por Carlos Duplat, de gran audiencia en toda

Latinoamérica. Así mismo, el uso del parlache se ha extendido aún a la clase política

colombiana, la cual lo incorpora esporádicamente a su lenguaje como elemento de

informalidad. Por ejemplo, “el senador Carlos Alberto Lucio afirmó, en una discusión en

el Congreso que ‘gato que cruza la calle, gato que pierde el año’ [gato que muere]; el ex

ministro de gobierno, Gilberto Echeverry Mejía, se enorgullece de haber sido nombrado

parcero mayor [jefe de grupo]… y hasta el hoy presidente Andrés Pastrana dice que el

gobierno de Samper ofreció paz y generó violencia a la lata [en gran cantidad].”

(Castañeda y Henao, “El Parlache: Historias” 69)

Para efectos del acercamiento a este idiolecto en La Virgen de los sicarios es

fundamental señalar también que el parlache es un anti-lenguaje, ya que posee la misma

organización gramatical del español, pero varía en el vocabulario “en ciertas áreas, que
60

resultan esenciales para la subcultura que representa y que la separa de manera radical de

la sociedad establecida” (Castañeda y Henao, “El parlache: Historias” 527). Como

explica Halliday, un anti-lenguaje no solamente expresa una realidad subjetiva, sino que

la crea y la mantiene. Adicionalmente, el anti-lenguaje representa una contra-realidad en

el sentido de que con su uso se cuestionan ciertas estructuras y jerarquías sociales. Por el

carácter clandestino de su trabajo, los traficantes de droga tuvieron que utilizar un

lenguaje cifrado que garantizara el triunfo de sus negocios. De tal forma, muchas de las

actividades que se desarrollan al margen de la cultura colombiana tradicional, es decir, la

venta y producción de estupefacientes, las bandas, los sicarios y las milicias populares,

entre otras, dieron origen a nuevos términos que expresan varios actos criminales, tipos

de malhechores, muertos, armas, agentes de la justicia, dinero, instituciones

penitenciarias y otros elementos relacionados con su situación y sus experiencias.

La intrusión de un sociolecto marginal y regional como el parlache en el

escenario colombiano resulta altamente significativo si se recuerda que desde la época de

la Independencia, muchas de las batallas por el control político se desarrollaron en el

terreno del lenguaje de las leyes, cuyo resultado centralista hizo de Bogotá la ciudad

letrada por excelencia, de concentración del poder y la cultura, desde donde

tradicionalmente se ha ejercido el control del Estado. En los últimos veinte años, el otrora

país de presidentes gramáticos ha visto emerger la popularidad de un lenguaje

diseminado en las clases populares por la admiración de que han gozado los

narcotraficantes, el cual, a su vez, es reflejo de una nueva estructura de poder económico,

político y social que pone al descubierto la ineficacia del poder central. Por otro lado,

dicho lenguaje se está convirtiendo también en emblema nacional fuera de Colombia, en


61

parte gracias al éxito de novelas como La Virgen de los sicarios y su correspondiente

adaptación cinematográfica.

Es necesario recordar que las obras testimoniales sobre el sicariato fueron

pioneras en incluir el parlache en la trascripción de las historias narradas por los jóvenes

de las comunas de Medellín. No Nacimos pa’semilla (1990) de Alonso Salazar, por

ejemplo, incluía ya un glosario de las palabras de mayor uso entre los miembros de las

bandas, para facilitar la comprensión de los textos. No obstante, el interés de Salazar al

incluir los relatos, tratando de conservar el estilo y el lenguaje de las narraciones

originales de los jóvenes, va más allá de lo estrictamente lingüístico: ya que el parlache

expresa reconceptualizaciones de la cultura en torno a la vida, la muerte, la sexualidad, la

religiosidad y las relaciones entre individuos, le sirve para mostrar la violencia como

parte de la realidad de Medellín, recurso que retomará La Virgen de los sicarios. La

presencia de un glosario en la novela de Vallejo es sustituida por el uso del sociolecto en

situaciones de arrolladora violencia, en imágenes de asesinatos donde los términos se

explican por sí mismos gracias a la capacidad de evocación visual del parlache, así como

por su repetición en el ciclo de muerte que recorrerá la narración. No obstante, en la

novela se encuentran descripciones esporádicas de algunos vocablos, pero sólo como

instrumentos para informar sobre algunas formas de pensar y la visión de mundo del

sicario.

Si en lo concerniente al género testimonial No nacimos pa’ semilla se puede

considerar precursor en la presentación del habla de los jóvenes de las comunas, no han

sido las obras de la sicaresca las pioneras en el uso del parlache como herramienta

narrativa en lo referente a la novela. Éste ya había sido componente fundamental en la


62

obra Ganzúa (1989), del narrador y poeta Luís Fernando Macías. Éste es un hermoso

relato, intercalado con fotos en negativo de localidades que recorre el personaje Ganzúa,

quien cuenta la niñez de un grupo de amigos en un barrio de las comunas de Medellín.

Hay que decir que la obra de Macías no es una novela sicaresca, sino que presenta el

parlache como una forma de expresión de un ambiente nuevo en la ciudad y describe la

evolución de las relaciones entre los jóvenes, que no pasaban de unos pocos

desempleados, ladrones y marihuaneros, preludio de la formación de las bandas al

servicio del crimen que pulularon en los 90 en la zona antioqueña.

Como antecedente sugestivo, al igual que en la novela de Laura Restrepo,

Leopardo al sol, descrita en el capítulo 1, el autor de Ganzúa aclara que “los personajes y

situaciones que aparecen en este libro, son producto de la imaginación. Mera ficción

literaria.” Esto puede obedecer, por un lado, a que el público lector ha interpretado el

efecto de realismo de la novela colombiana de las últimas décadas como equivalente al

carácter de autenticidad que detenta el testimonio. Pero también hay que reconocer que

los vínculos narrativos con el género testimonial son evidentes en Ganzúa, pues presenta

un narrador-personaje que relata, en el dialecto de las comunas, su propia niñez,

entretejiendo la historia con las respuestas dadas a un entrevistador virtual:22

Yo no sé por qué me estás preguntando tanta cosa. Estás esculcando toda


mi vida. […]. Si vas a contar esto en alguna parte, contá la verdá que vos
sos muy inventador, panadero. Yo te conozco a vos como vos a mí, por
eso hemos crecido juntos y tal… ¿Eso fue lo que me preguntaste? (165)

22 Este estilo de representación recuerda El vampiro de la Colonia Roma (1979) del mexicano
Luis Zapata, la cual está estructurada en “cintas” para simular la trascripción de un testimonio. A
nivel visual, se aparenta estar ante una narrativa oral en las pausas indicadas por puntos
suspensivos y en los títulos de cada cinta a manera de refranes.
63

El artificio de un narrador en primera persona que cuenta su historia en el lenguaje de las

comunas tanto como el tono cuestionador sobre la fidelidad del ‘transcriptor’ atan esta

novela a la narrativa testimonial, pero no remite a una problemática generalizada a nivel

nacional, sino al estado incipiente de una dinámica social de inmersión de los jóvenes en

la ilegalidad. Sin embargo, además de crear una atmósfera como lo hace en Ganzúa,

dentro de la novela sicaresca el parlache cumplirá una función más cercana a la

caracterización que le ha dado Alonso Salazar, de ser “un lenguaje construido desde la

acción y para narrar acciones: a rafagazos de imágenes” (“Prólogo”, xii).

Hay que reiterar que no es la simple presencia del parlache la que valida la

importancia de este sociolecto en las obras de la sicaresca, sino sus repercusiones al

entrar en contacto con otros registros narrativos. En La Virgen de los sicarios, en

particular, gracias al papel que juega este idiolecto en la conformación de la voz narrativa

en sí, del discurso y del relato mismo, la novela subvierte intencionalmente la díada

letrado-sujeto subalterno del género testimonial, no sólo para lanzar una crítica de las

miradas institucionalizadas por los medios escritos, incluidos los testimonios e informes

de sociólogos y violentólogos, a una nueva comunidad sociocultural dislocada por el

narcotráfico, sino para articular una variedad narrativa acorde con el apabullante y

complejo entorno que le atañe.

A pesar de que algunos estudios sugieren que las novelas sicarescas pueden servir

como documentos antropológicos y sociológicos de las subculturas colombianas, a

nuestro parecer ha sido más bien la novela sicaresca la que ha hecho uso de los géneros

documental y testimonial para definir, por oposición, su carácter como discurso


64

estético.23 Es sabido que el testimonio escrito, por ejemplo textos de amplia difusión

como El pelaíto que no duró nada, de Víctor Gaviria y Mujeres de fuego y No nacimos

pa’ semilla de Alonso Salazar, ha “institucionalizado”, es decir, ha desmarginalizado y ha

dado a conocer el contra-discurso de las comunas de Medellín.24 De manera inversa,

gracias a la contaminación de la figura del narrador-escritor por la intromisión del

parlache, el discurso que atraviesa La Virgen de los sicarios desarticula intencionalmente

la expresión de la voz letrada que actúa como mero amanuense o transcriptor/traductor de

una voz marginal, para sugerir nuevamente la relación conflictiva entre oralidad y

escritura, entre voz marginal y texto escrito, que el discurso testimonial ha pretendido

señalar como armoniosa, si no resuelta.25 Es esta otra razón para analizar el particular

23 Ver, por ejemplo, “The Furious City: Imaginary Spaces and Liminality in the Novel of
sicariato,” de Maite Villoria.
24 “La creación y la difusión de nuevos términos que diferencian el parlache del lenguaje
estándar ayudan a sustentar la idea de que este es un dialecto social, con mayor razón cuando esta
variedad es usada en textos escritos que le dan carta de ciudadanía y le garantizan la
permanencia y la circulación en forma amplia, en especial cuando los textos tienen una demanda
tan extraordinaria como No nacimos pa’ semilla, de Alonso Salazar, obra que tuvo reediciones
permanentes y ya ha sido traducida a varios idiomas.” Luz Stella Castañeda y José Ignacio
Henao, El parlache 5.
25 Este es un punto álgido en la discusión sobre el testimonio latinoamericano. Elzbieta
Sklodowska argumenta que desde los inicios del testimonio en Latinoamérica, empezando con
Biografía de un cimarrón (1966), de Miguel Barnett, los editores de testimonios han tratado de
crear una ilusión de que los textos son un tejido sin costuras que (re)crea una realidad a dos
manos en una relación armoniosa del discurso oral y escrito. Los escritores de narrativas
testimoniales se han encargado de dirigir la atención del lector lejos de su propia persona
declarándose meros entrevistadores poco obstrusivos y editores que se auto-eliminan en el
proceso mismo de la escritura (“Spanish American Testimonial Novel” 131). En este mismo
sentido, Doris Sommer ha comentado que los resultados escritos de entrevistas a indígenas cuya
identidad se ha visto amenazada por la cultura occidental no necesitan presentarse bajo la forma
de un patrón armonioso (“No secrets: Rigoberta’s Guarded Truth” 51). Sommer argumenta que
en Me llamo Rigoberta Menchú, el conflicto entre lo oral y lo escrito se acentúa debido al
contraste entre la lengua materna de Rigoberta y el español que usa para contar su historia, por ser
ésta una lengua jerárquica con conceptos de género muy distintos a los del quiché.
65

uso del parlache como dispositivo coadyuvante en la representación desplegada en el

texto de Vallejo.

Desde el inicio mismo de la novela, el narrador instaura dentro de la historia la

conexión entre el lenguaje de la nueva Medellín y los cambios sociales:

A mi regreso a Colombia volví a Sabaneta con Alexis, acompañándolo, en


peregrinación. Alexis, ajá, así se llama. El nombre es bonito pero no se lo
puse yo, se lo puso su mamá. Con eso de que les dio a los pobres por
ponerles a los hijos nombres de ricos, extravagantes, extranjeros: Tyson
Alexander, por ejemplo, o Fáber o Éder o Wílfer, o Rómmel o Yeison o
qué sé yo. (9)

Este comentario sobre los nuevos apelativos evidencia la aparición de un ‘boom’ de

nombres extranjeros para los jóvenes de la clase media-baja, copiados especialmente de

películas de acción y de guerra y de grandes estrellas estadounidenses de la política y los

medios, que surgió como resultado del ansia por obtener la ciudadanía global, aunque

paradójicamente ni en la realidad ni en la ficción muchos de los jóvenes alcancen la

mayoría de edad debido a su muerte temprana.26 Es significativo que el narrador insista

en que fue la madre la que le puso el nombre a Alexis y que, tanto aquí como en el resto

del relato, en un estilo coloquial de acercamiento al lector, se exima de responsabilidad

por los eventos que relata, así como por el lenguaje que exhiben los personajes en el

discurso que enuncia: “pero no me crean mucho que sólo las conozco [las comunas] por

referencias, por las malas lenguas” (65). Pero lo cierto es que su inmersión en los sucesos

y en el nuevo dialecto es lo que posibilita su transformación en tanto voz del relato y

26 Los nombres extranjerizantes como locuciones que no identifican sino que despersonalizan
son referencias obligadas en la novela sicaresca, como en este otro ejemplo tomado de la novela
urbana Veinticinco centímetros (1994), de Rubén Vélez, del mismo año de publicación del libro
de Vallejo: “Si no procedes, contrataré a Byron de Jesús. O a Wilmar Humberto. O a Nodier
María. Aquí abajo sobran los profesionales de la limpieza” (68).
66

personaje por efectos del contexto de violencia al que remiten. Entonces, el estatus de

Fernando como narrador y actante se derivará del proceso de aprendizaje de la cultura

sicarial y su idiolecto característico.

Es evidente el interés del narrador en la metamorfosis del lenguaje de su ciudad

natal. A lo largo de la novela Fernando reflexiona sobre el lenguaje de la calle usado por

su amante Alexis y el significado del nuevo idiolecto. Además de informar al lector sobre

los intríngulis etimológicos del parlache, el narrador establece el tono de violencia de la

narración, gracias al énfasis en ciertos vocablos relacionados con la muerte. De este

modo, dentro de la novela el parlache será una jerga del crimen. Si para el sicario el arma

es una ramificación del cuerpo, en la novela de Vallejo el parlache lo es de la violencia

que ejerce. Al mismo tiempo, el contexto violento del relato invade también el discurso

narrativo durante el recuento de los eventos: “Hoy en el centro –le conté a Alexis luego

hablando en jerga con mi manía políglota– dos bandas se estaban dando chumbimba. De

lo que te perdiste por andar viendo televisión” (27).

Por la paulatina intromisión del parlache, el cual empieza a usar Fernando con

cierta habilidad, nos encontramos ante un narrador que afirma “yo no me inventé esta

realidad, es ella la que me está inventando a mí” (89). En un contrapunteo

inteligentemente tejido el narrador habla, ejerciendo a la vez su profesión como corrector

del lenguaje, y el sicario ejerce la suya: actúa y mata, mientras su lenguaje hace lo propio,

inquietando, dislocando y transformando la escritura. Si se retoma en este punto la noción

de Salazar del parlache como “lenguaje construido desde la acción y para narrar

acciones,” es evidente que su inclusión en un discurso como el de la lengua impresa

aniquila el carácter regulador de ésta. Al mezclar un registro coloquial como el parlache


67

con el lenguaje escrito, se desestabiliza y debilita la relación de interdependencia que ha

existido en Latinoamérica entre texto escrito y poder, analizada por Ángel Rama en La

ciudad letrada. En dicha relación, a través de la mecanicidad de las leyes escritas se

maniobraba el poder político y social, operando lo urbano en términos de concentración,

elitismo y jerarquización. La intrusión del sociolecto de las comunas en el contexto

letrado del narrador de La Virgen de los sicarios y la actitud pasiva de Fernando frente a

los crímenes que presencia remiten, inevitablemente, al carácter de parsimonia,

inactividad y anti-efectividad de los estamentos controladores de la sociedad colombiana

y su articulación en el discurso letrado, gracias al triunfo del crimen y la apatía general.

La novela sugiere, de esta forma, que para la representación de la problemática social del

sicariato, sus crímenes y su impunidad, el lenguaje oficial per se, como sistema, no puede

cumplir con su propósito comunicativo.

Ahora bien, la ineptitud de los estamentos gubernamentales y de la ley y el orden,

marcada por el lenguaje, remite también a una jerarquización previamente establecida a

través de un lenguaje estándar, detentado por la clase social que tradicionalmente ha

dominado la economía, la política, la justicia y la cultura. En la novela de Vallejo, al

echar por tierra este lenguaje por medio de la inclusión del parlache, el dialecto

resultante refleja una destrucción simbólica de la sociedad organizada. De este modo, en

La Virgen de los Sicarios la inserción del parlache en el habla cotidiana, y la de ésta en la

narrativa de ficción, simboliza una ruptura irremediable entre un pasado tradicional y un

presente caótico imposible de controlar, aún al nivel de la enunciación misma:

Eso que dije yo es lo que debió decir la autoridad, pero como aquí no hay
autoridad sino para robar, para saquear a la res pública… Y así me
encuentro a Sabaneta, el pueblo sagrado de mi niñez, en el bochinche y la
68

guachafita, en el más descarado desorden que me están introduciendo


estos cabrones. (59)

Esta crítica a la autoridad, en algunos casos va dirigida a las voces oficiales que la

secundan en su incompetencia. Así, hallamos un narrador que arremete contra la prensa

escrita en repetidas ocasiones: “Cuando cayó el muchacho el hombre se le fue encima y

lo remató a balazos. Por entre el carrerío y el grito de bocinas y de gritos se perdió el

asesino. El ‘presunto’ asesino, como diría la prensa hablada y escrita, muy respetuosa ella

de los derechos humanos” (22).

En este mismo orden de ideas, otras formas que son introducidas en el discurso

para establecer una crítica de un presente caótico, mezcladas con vocablos de parlache,

pertenecen a lo que tradicionalmente se ha considerado lenguaje culto: “Dos tiros tan sólo

le pegaron, por el su lado izquierdo: uno por el su cuello, otro por la su oreja” (71). Las

imitaciones o caricaturizaciones de obras de la literatura universal de Cervantes,

Calderón, Machado, así como otros usos lingüísticos ancestrales que representan las

culturas y el lenguaje oficiales cobran valor por su mixtura con el parlache. Este dialecto,

que ha sido difundido gracias a los medios masivos de comunicación, así como a la

publicación de diversos libros y artículos de carácter testimonial, ha sido usado, tanto o

más que el español estándar, para hablar del Medellín de las últimas décadas. Con esa

perspectiva se podría inferir que, gracias a esta mezcla de registros, en La Virgen de los

Sicarios se desacraliza el poder social que ha tenido en Colombia la palabra escrita y, por

ende, una sociedad representada habitualmente desde “lo letrado.” Igualmente, se puede

sugerir que esta textura de lenguajes heterogéneos rompe con la idea de modernización

cultural y lingüística que representa el letrado gramático, en lo que ella tiene de


69

institucionalización, ya que diluye su tradicional oposición con lo marginal, generalmente

excluido de dicha modernización y de su continuidad.

Otro aspecto importante de este lenguaje mixto sale a la luz cuando, en el

contexto de lo religioso, otros registros orales se intercalan con el parlache, ya que éste

está más relacionado con lo urbano y lo moderno que con lo rural o ancestral, y más

cercano a lo pagano que a lo católico. Así por ejemplo, refiriéndose al asesinato a manos

de Alexis de un joven baterista que interrumpe el sueño de Fernando, nos cuenta el

narrador que “fue la tarde de un martes cuando el punkero marcó cruces. Un solo tiro

seco, ineluctable, rotundo, que mandó a la gonorrea esa con su ruido a la profundidad de

los infiernos” (30). Se encuentra también, de manera explícita en toda la novela, una

crítica a la distorsión que, según el punto de vista del narrador, han generado las ciencias

sociales y sus documentos escritos, aderezada con un lenguaje rural más tradicional que

incluye, por lo general, expresiones religiosas coloquiales: “Cuando una sociedad la

empiezan a analizar los sociólogos, ay mi Dios, se jodió, como el que cae en manos del

psiquiatra” (75). En general, el religioso será uno de los contextos principales desde

donde se lanzarán las “prédicas” y las críticas a lo que los ‘transcriptores’ testimoniales y

por ende la sociedad lectora han dado por sentado con respecto a los jóvenes homicidas:

“¿Qué pedirán? ¿De qué se confesarán? ¡Cuánto daría por saberlo y sus exactas

palabras!” (60).

Es de notar que, más allá del contenido, la inserción de lo coloquial en estas

arengas no es en sí una estrategia original. En Logoi (1982), Vallejo mismo había notado

ya la creciente presencia de este registro en la literatura de América Latina,

describiéndolo como: “el caso de la reciente novela latinoamericana, cuyo fenómeno más
70

notable es la elevación del idioma hablado –del español en su variedad peruana,

argentina, cubana, mexicana, etcétera– a idioma escrito. Del idioma hablado, esto es de

su vocabulario, su sintaxis y sus medios expresivos” (536). Dejando de lado la cuestión

de la originalidad, uno de los aspectos estéticamente más interesantes con respecto a lo

coloquial en la novela de Vallejo se revelará al observar con detenimiento el uso de

rezagos de este registro oral en primera persona, dirigido a un narratario unas veces

singular y otras veces plural. Como se explicará luego, la mayor funcionalidad del

lenguaje coloquial radica en su articulación como eje del entramado narrativo para

conformar una convocatoria al narratario por medio de la cual involucrar al lector a la

realidad del nuevo Medellín y sus violencias.

Aunque en las obras anteriores y posteriores de Vallejo la voz narrativa también

usa lenguaje vernáculo con dichos y refranes, la mezcla de éste con el parlache marca la

diferencia en La Virgen de los Sicarios, pues el resultado es una amalgama que usa el

narrador para representar una sociedad tradicional que ha presenciado la intromisión

forzada de lo moderno y de lo marginal. Entonces, si se tiene en cuenta que, por lo

general, en la narrativa testimonial el lenguaje del compilador letrado está claramente

diferenciado del lenguaje del sujeto que relata oralmente su historia -a pesar del mayor o

menor grado de mediación que pueda ejercer el primero sobre el segundo por el paso de

lo oral a lo escrito-, lo que llama la atención, como consecuencia de dicha mixtura, es la

desarticulación del lenguaje del narrador-personaje gramático en la novela de Vallejo,

quien se contagia del lenguaje del sicariato.

Si, comúnmente, los idiolectos como el parlache “se utilizan para representar

formas de vida alternativa y sirven para cohesionar a los grupos excluidos” (Castañeda y
71

Henao, El Parlache 46), la mezcla de registros lingüísticos en el contexto de La Virgen

de los Sicarios remite a grupos, excluidos o no, que eliminan a un “Otro” ubicado por

fuera del grupo marginal, tanto como se eliminan entre sí. En este sentido, la presencia

gradual del parlache en el discurso del narrador y su consiguiente contaminación como

voz enunciativa no cumplen la función narrativa testimonial de dar voz a los jóvenes de

las comunas, sino la de servir como representación de la violencia sistematizada en un

contexto indiscriminado de desesperanza.

Es posible sugerir que Vallejo incorpora exitosamente el glosario de No nacimos

pa’ semilla, proporcionándole al lector explicaciones de los términos “en contexto.” Por

ser un registro que atraviesa todos los estamentos de la sociedad colombiana actual, de lo

religioso a lo pagano, de lo rural a lo urbano, de la letra escrita a la incompetencia

gubernamental, del lenguaje culto al habla popular y de la ley al crimen, todos

igualmente responsables del desorden y de la inequidad que han rebasado al país entero,

el parlache en La Virgen de los Sicarios es un “dialecto de la impunidad,”como lo

confirma el narrador al final del relato después del asesinato de su segundo amante

sicario:

Aquí no hay inocentes, todos son culpables. Que la ignorancia, que la


miseria, que hay que tratar de entender… Nada hay que entender. Si todo
tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahuetiando el
delito. ¿Y los derechos humanos? ¡Qué derechos humanos ni qué carajos!
Esas son alcahueterías, libertinaje, celestinaje… ¿Pero a Ése quién me lo
castiga! ¿Me lo castiga usted? Mire parcero, a mí no me vengan con
cuentos que yo ya no quiero entender. Con todo lo que he vivido, visto, “a
la final” como bien dice usted, se me ha acabado dañando el corazón.
(117)

La impunidad se revela entonces a través de un discurso inclusivo del pobre, el ignorante

o no letrado, el jurista, el sociólogo e, incluso, Dios. Se puede también proponer que el


72

narrador apela ocasionalmente al simulacro de una narrativa oral que recoge las

particularidades del parlache, para matizar el tono de denuncia característico de la

narrativa testimonial, con el fin de transmutarlo hacia una crítica de las bruscas

transformaciones sociales del pasado al presente. A pesar de la distancia o imparcialidad

que los “transcriptores” de la narrativa testimonial atribuyen a la presentación de la

problemática social que los libera de responsabilidad ante lo narrado, las voces de los

sujetos marginados detentan en mayor o menor grado un tono de denuncia.27 También se

puede sugerir, siguiendo a Vallejo en Logoi, que “el lenguaje coloquial, con su desorden

y su desencadenamiento fortuito de las ideas, pasa de los diálogos al relato y se instaura

en la novela” para narrar una realidad igualmente desordenada si no caótica (536). En

otras palabras, en su presencia como crítica al lenguaje estándar y como texto escrito, el

parlache en La Virgen de los sicarios cuestiona la versión oficial de la realidad

colombiana de fines del siglo XX, fiscalizada por los medios masivos y las clases

dirigentes. Este cuestionamiento es un rasgo que comparte, si se quiere, con la narrativa

testimonial. No obstante, la novela de Fernando Vallejo no tiene como propósito la

emancipación de la subcultura sicarial ni su posicionamiento social sino, a través de la

transformación del lenguaje, instalarse como pregunta sobre las causas, la violencia y la

impunidad de los crímenes que tal subcultura perpetra.

Como ha observado Taborda (1998), la oralidad que presenta la estructura

narrativa de la novela habilita al narrador para usar el lenguaje callejero sin caer en un

falso artificio (56). Este logro narrativo, así como la ironía y la crudeza que atraviesan La

27 Por ejemplo, en el prólogo al relato “Las milicianas”, en Mujeres de fuego, Alonso Salazar
aclara que su preocupación “ha sido ordenar un conjunto de hechos, sensaciones, creencias y
opiniones, sin juzgarlas” (24).
73

Virgen de los sicarios, son los que le han dado un lugar principal, si no el de la novela

sicaresca por excelencia. En razón a esto, otras novelas sicarescas han tratado de

diferenciarse de la de Vallejo tanto en el tono de violencia de la narración –a pesar de

que el contenido irremediablemente gire en torno a los mismos eventos– como en el uso

del lenguaje de los sicarios. En las novelas posteriores hay una evidente disminución en

el uso del parlache como herramienta narrativa y una desaparición casi total de la

oralidad en el discurso del narrador, aunque seguirán siendo, entre otras, marcas

culturales que distancian las diferentes esferas sociales de la dinámica urbana de

Medellín: las comunas y la ciudad.

2.3. Prácticas narrativas de la inocencia

Además de hacer evidentes los efectos que produce la historia en el narrador y su

discurso, es interesante reparar en lo que llamaremos aquí “prácticas narrativas de la

inocencia” por parte de la voz narrativa, especialmente si se tiene en cuenta que ha

habido en Colombia una prevención frente al testimonio escrito, por ser un país en donde

la violencia, la censura y la inseguridad han cobrado numerosas víctimas en periodistas y

defensores de los derechos humanos por igual. 28 El narrador se encarga de reiterar

constantemente que la suya es una visión limitada de los acontecimientos aunque a veces

delate sus fuentes, reconociendo haber llevado a cabo una labor investigativa: “¿Qué

28 El asesinato del sociólogo y catedrático Alfredo Correa de Andreis en septiembre de 2004


demuestra una vez más la relación entre los sicarios y el homicidio ‘selectivo’ de intelectuales.
Antes de su muerte, Correa había sido acusado por el gobierno colombiano, al amparo de la
política de “seguridad democrática”, de ser ideólogo de las FARC (Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia). Ver también La censura del fuego (2004), de Jairo Lozano y
Jorge González, el cual incluye historias de vida y biografías de 80 periodistas asesinados en
Colombia durante los últimos años.
74

cómo sé tanto de las comunas sin haber subido? Hombre, muy fácil, como saben los

teólogos de Dios sin haberlo visto... Además, sí subí, una tarde, en un taxi…” (100). Esta

actitud implica, además, uno de los juegos narrativos que el narrador plantea

constantemente para el lector: el de la ironía entre lo que se sabe pero no se dice.

Dentro de sus “prácticas de inocencia”, con alguna frecuencia la voz incorpora

expresiones del parlache precedida de comillas, presentando al narrador más como

transcriptor y amanuense de un testimonio que como actor cómplice o testigo de los

hechos: “Ah, y transcribí mal las amadas palabras de mi niño. No dijo ‘yo te lo mato’,

dijo ‘yo te lo quiebro.’ Ellos no conjugan el verbo matar: practican sus sinónimos”

(28).29 Algunas veces las aclaraciones semánticas de algunos vocablos del parlache le

sirven al narrador de la Virgen de los sicarios para marcar las diferencias sociales y, por

consiguiente, la distancia entre aquel como letrado y los personajes sicarios. Este

mecanismo puede explicarse, en parte, por el hecho de que en su concepción como jerga

del crimen en la novela, el parlache aparece más como lenguaje de muerte que de vida.

Según Castañeda y Henao, de los textos producidos por los jóvenes de las comunas se

puede inferir que “antes de eliminar a una persona se le destruye simbólicamente con el

lenguaje,” para justificar su muerte (28). De manera similar, en la novela la mayoría de

los personajes carece de nombre, excepto el narrador (Fernando) y sus dos amantes

sicarios (Alexis y Wílmar). Los que se podrían llamar ‘allegados’ a los tres, siempre son

evocados con sus aliases: el Difunto, la Plaga, y, por supuesto, la señora Muerte. Los

29 Incluimos otro ejemplo de Veinticinco centímetros de Rubén Vélez que ilustra la relación entre
parlache y violencia: “- Qué man más teso. […] Él no dice hombre. Man dice el man. Palabra de
otro Medellín. ¿Con cuántos Medellines contamos? El mío, que es una nube amurallada donde no
se usa la palabra man, y los demás, terreno minado, país de las arenas movedizas, Letal Oeste”
(21).
75

otros son “pintas”, “parceros”, “manes”, “malparidos”, o “muñecos.” Este anonimato

ejecutado por el uso de motes despectivos provenientes del parlache revela los

verdaderos protagonistas de la historia: el odio, la violencia y la impunidad.

Si de acuerdo con la lógica lingüística de las comunas, aquel a quien se asesina

carece de nombre, La Virgen de los sicarios llega aún más lejos: se destruye a la persona,

letrada o analfabeta, a través del lenguaje. Bien sea con un mote en parlache o un arma

homicida, la violencia los alcanza a todos por igual, como anota Fernando ante la ola de

asesinatos en la ciudad: “[la muerte] es como yo, su ahijado, que carezco de reparos

idiomáticos. Todo me gusta” (127). Esta irónica “democratización de la muerte” a través

de la palabra hace que el texto genere un marco de impotencia generalizada ante los

hechos que representa, pues ningún personaje, excepto el sicario con su venganza,

reacciona ante el exterminio que diariamente se efectúa en Medellín. Dicho sentimiento

de impotencia y nulidad acompaña al narrador hasta el final de su relato:

Salí por entre los muertos vivos que seguían esperando. Al salir se me
vino a la memoria una frase del evangelio que con lo viejo que soy hasta
entonces no había entendido: “Que los muertos entierren a sus muertos.”
Y por entre los muertos vivos, caminando sin ir a ninguna parte, pensando
sin pensar tomé a lo largo de la autopista. Los muertos vivos pasaban a mi
lado hablando solos, desvariando. (141)

Lo que llama la atención de esta imagen hacia el final de la novela es que la

democratización de la muerte no ha cobijado al protagonista, a pesar de que Fernando

regresa a Medellín con el exclusivo propósito de morir. Parece ser que, a partir de la serie

de asesinatos de los que es testigo, en un sagaz ardid de exculpación, el narrador-

protagonista comienza a presentarse a sí mismo como inmaterial, autodenominándose “el

hombre invisible.” Esta intervención del nivel de la narración en el del relato revela otra

de las prácticas de inocencia. Paradójicamente, la coartada de Fernando comienza cuando


76

el personaje mata por conmiseración a un perro callejero malherido, único ser vivo al que

Alexis se niega a quitarle la vida. Con su perspectiva mordaz, además de la de los

sicarios, esta muerte será de las únicas dolorosas para el protagonista, cargándolo de un

sentimiento de culpabilidad que se revela a través del asesinato como obra de caridad,

entre otras contradicciones de la condición humana, y permitiéndole pasar a ser otro de

los ‘muertos en vida.’

Resulta revelador que, al auto-eliminarse como protagonista materialmente

vulnerable, es decir, al des-corporeizar su presencia al nivel de la fábula, la voz narrativa

nos revele su carácter como estrategia textual en la construcción del relato y así se exima

de responsabilidad de los eventos que narra, es decir, que se margine de los asesinatos

que ha relatado. Esta exclusión de Fernando como personaje es significativa también si se

compara con las estrategias ‘inclusivas’ que despliega para culpabilizar del desorden, la

violencia y el dominio del mercado a los diferentes componentes de la sociedad

colombiana, a la cual él ya no pertenece. La destreza en el uso del parlache que despliega

Fernando no implica que éste haya desarrollado un sentido de pertenencia a las comunas

o a la subcultura sicarial. Más bien, la combinación de registros en su enunciación revela

esa misma imposibilidad. Al librarse de culpa como “hombre invisible”, el narrador-

letrado se muestra a sí mismo como marginado de una sociedad responsable de las

injusticias sociales que consumen al país, subvirtiendo una vez más los roles de las

narrativas testimoniales en las que la voz que narra se ubica en el centro del relato.

Cabría preguntarse el por qué de esta des-materialización actancial. Por una parte,

se podría pensar en el hecho de, aunque Fernando no comete crímenes, nunca se opone a

los que presencia y, por tanto, aparece igualmente responsable de la violencia y el caos de
77

su país. Pero igualmente sugerente resulta considerar el contexto contradictorio desde

donde es testigo de dichos crímenes: su relación con los jóvenes sicarios. Ésta es una

relación basada en el intercambio de favores sexuales por objetos de la sociedad de

consumo. Si bien Fernando lanza su diatriba de odio contra una sociedad que niega al

individuo la posibilidad de pertenencia a una comunidad nacional, entre otras razones por

sus prácticas homosexuales, hay una contradicción en el hecho de que la que establece

con los jóvenes asesinos sea una transacción sexual condicionada por un consumo de

bienes, atizado por dicha sociedad. No obstante, al negar la efectividad de otros

componentes idealizados por la comunidad oficial colombiana que tradicionalmente los

ha considerado como pilares de la nación -en particular la Iglesia, el gobierno, los

estamentos de justicia, la mujer y la reproducción-, lo que se reivindica son las relaciones

homosexuales, pese a que el amor sea comprado.

El valor de intercambio en los romances ha estado presente en la novela

colombiana desde sus comienzos en el siglo XIX. Para la región antioqueña, en la que se

sitúa la novela de Vallejo, la prosperidad económica alcanzada a principios de siglo había

sido ya representada desde la novela decimonónica en relaciones amorosas mediadas por

intereses monetarios en obras como Frutos de mi tierra (1896) de Tomás Carrasquilla.

Estos romances malogrados entre amantes de diferentes regiones en la novela colombiana

han sido leídos por la crítica como representaciones de intentos fallidos del proyecto de

nación (Avelar 74). De manera similar, en La Virgen de los sicarios no hay una sola

nación. Fernando se refiere constantemente a dos Colombias: la de la acción violenta y la

de la inoperancia legal, “un país violento que ha comenzado incluso a imponer sus

mecanismos informales de regulación y transacción al otro, al país de las instituciones y


78

las leyes” (López, “El gusto” 31). Lo significativo para nuestro caso de estudio es que,

por un lado, la novela de Vallejo mantiene el concepto del romance condicionado por el

dinero de la novela antioqueña pero, por otro, rompe con el sentido regionalista de las

novelas del siglo XIX, ya que señala, no sólo a Medellín o a Colombia, sino a toda una

comunidad internacional como responsable de la ola de muerte que pone término a los

romances entre Fernando y los sicarios.

Resulta interesante considerar también la transformación del narrador-personaje

en fantasma desde otro ángulo. La visión de Medellín y de patria con que regresa

Fernando al país es la que el narrador conserva en su memoria desde la niñez, la cual se

ha idealizado en la distancia. Aunque el texto explicita que el narrador es un hombre

maduro que ha regresado a morir, el fantasma que encontramos es Fernando-niño, figura

que le permite a la voz narrativa comparar la ciudad que encuentra en su vagabundear

con la pasada que había retenido su memoria infantil. Pero la figura del fantasma es

también la memoria de Fernando-niño en crisis, la cual ha experimentando una cierta

pérdida de la inocencia relacionada con el conocimiento o, mejor, reconocimiento de la

desarticulada sociedad antioqueña y colombiana, de la cual se siente escindido. Es esta

otra versión del trasegar baldío del protagonista, sugerido al principio en relación con el

armazón de la novela: Fernando como peregrino, aquel que vuelve pero que ya no

pertenece. Aquí, ha cambiado el lenguaje idílico de El río del tiempo que recupera la

curiosidad y los espacios perdidos de la infancia que todavía proporcionaba un asombro

niño a la voz narrativa:

“Qué espectáculo el mundo desde arriba de mi tejado! ¡Alta atalaya de


tejas dominando a Medellín! Allí tuvo la abuela una casa. A la derecha,
abajo, en el fondo, por donde pasa esa quebrada sucia y ruidosa, es el
barrio de la Toma, de camajanes. ¿Qué son, Ovidio, camajanes?
79

“Atracadores, ladrones, cuchilleros, marihuanos.” Y esa casota blanca, allá


arriba, qué es? Es el convento de las carmelitas descalzas. ¿Por qué
descalzas? ¿No tienen con qué comprar zapatos? (Los días azules, 36)

En Los días azules el niño ve la ciudad desde arriba, donde ahora están las comunas. Pero

en La Virgen de los sicarios, el cielo y el infierno de la niñez se han invertido. En ella, la

mirada hacia arriba de Fernando encuentra el vacío, el no futuro de las comunas, y hacia

abajo se tropieza con un grupo de muertos que caminan en un presente y un futuro sin

valores.

Por otra parte, la invisibilidad a nivel de la historia que da como resultado la

marginación del protagonista, se ve reforzada a nivel del discurso por la intrusión del

lenguaje de las comunas en el habla del narrador-gramático. La estrategia de intrusión de

este idiolecto en el lenguaje estándar del cual el narrador es representante debe

entenderse no sólo como un mecanismo de auto-exclusión de la trama y, por

consiguiente, de exculpación en tanto voz frente a lo narrado, sino como alegoría de la

intromisión de la violencia generalizada en la tradicional sociedad colombiana. Un paso

más allá en la crítica que lanza Vallejo es que, en la concesión de un espacio en una

escritura socialmente aceptada, como ha llegado a serlo la literatura testimonial, el

desplazamiento de la figura del sicario del margen al centro es pura ilusión, mero artificio

tanto en lo escritural como en lo social. A pesar de que a través de una vía de expresión

escrita socialmente aceptada, las obras testimoniales y los documentos sociales sobre los

sicarios los insertan en el centro de la mira social, muchas veces bajo una primera

persona íntima que los humaniza hasta cierto punto, lo cierto es que el joven asesino

excesivamente idealizado en dichas narraciones sigue siendo en la realidad de las

dinámicas sociales una especie de ‘héroe abyecto’ definido como


80

…descendiente del esclavo, el mendigo, el tonto y el loco: los encarna y


representa a todos, pero viene armado de una carga centenaria y
destructiva… En el pasado su risa era simple expresión de alegría y
olvido. El abyecto ríe también, pero el tono de su risa es el terror. La
alegría se ha convertido en locura. Y su nihilismo es creciente. Actúa sin
el aval de los dioses, sin justificación racional o externa; no encarna
ideales colectivos; su interior es un caos, un laberinto o mejor un abismo.
Su creatividad y su ingenio están orientados hacia la destrucción y la
hybris. (Pineda, “La trayectoria del héroe”, p. 224)

En este sentido, para Vallejo, a través del testimonio y de la escritura, la sociología y las

ciencias sociales han deformado la realidad de la esencia del sicario y sus consecuencias

en la sociedad colombiana. Es visible que el héroe abyecto que describe el crítico

colombiano se asemeja considerablemente al prototipo del sicario de la novela en

cuestión. Entonces, la crudeza en el modus operandi del joven asesino, llevado al límite

que se despliega en la novela, obedecen más a una elección que podríamos llamar de un

realismo extremo pero que, en definitiva, le sirve por un lado para lanzar su crítica de la

violencia y de la escritura que la ha hecho pública y, por otro, le garantiza que el estatus

genérico del texto esté del lado de la ficción.

2.4. Interpelación del lector hipotético

La Virgen de los sicarios es una de esas novelas cuyo principal motor es ‘asaltar’

constantemente al lector, hacerle sentir la inutilidad de las cosas tal y como las ha

percibido a través de la experiencia y de cierto tipo de escritos a los que ha sido

acostumbrado. De la misma forma en que se ha señalado una evolución de la voz

narrativa, el lector interpelado en La Virgen de los sicarios sufre una transformación a lo

largo de la novela, como una invitación, no siempre placentera, a contemplar el sicariato

y sus secuelas en la sociedad colombiana desde un palco más cercano.


81

Al comienzo, el narrador parece dirigirse a un narratario en gran parte ignorante

de la situación de cambio que se ha presentado en la sociedad colombiana: “Porque sé

que no van a saber.” (8) Éste es un lector que sólo conoce Medellín de oídas, por

rumores, o gracias al “boom” del narcotráfico desplegado en los medios de

comunicación. Por esto, el narrador no lo ‘asalta’ directamente desde el principio, sino

que empieza su relato como si lo que el lector solitario se aprestara a enfrentar fuera una

historia convencional de rememoración autobiográfica idílica. Pero, a medida que avanza

el relato, el narrador irá recorriendo la nueva Medellín de la mano del lector y lo incluirá

poco a poco en un nosotros: “[…] mis disculpas por lo sabido y repetido y sigamos

subiendo” (33). Todavía en este punto, el narrador espera que el lector comparta con él

cierto grado de sorpresa ante los eventos, particularmente ante la aparición de las

comunas en Medellín en la montaña y las abismales diferencias entre ese arriba y el abajo

de la ciudad, curiosa inversión espacial de una pirámide social que evidencia la

corrupción humana y la extinción del respeto por la vida y la dignidad.

También, para ir acercando al narratario a los acontecimientos, la voz narrativa

configura sus alocuciones como si se dirigieran a un oyente, más que a un lector. Según

Taborda, interpelaciones del estilo de “a mis lectores” implican que el narrador se está

refiriendo a su propio texto como una narración escrita. No obstante, hay que recordar

que este mecanismo de interpelación fue introducido en la novela en el siglo XIX,

durante una época de ajuste en que el narrador aún tendía a percibir al narratario como si

fuera un oyente. Retomando esta herramienta, dirá Fernando: “Y mire, oiga, si lo está

jodiendo mucho un vecino, sicarios aquí es lo que sobra. Y desempleo. Y acuérdese de

que todo pasa, prescribe. Somos efímeros. Usted y yo, mi mamá y la suya. Todos
82

prescribimos.” (23) Igualmente, al estilo de una narrativa oral, con alguna frecuencia el

narrador pierde el hilo, como si estuviera contando una historia a una audiencia: “Ay, qué

memoria la mía” (77). Este perder el hilo le da al lector la sensación de improvisación, de

lo inacabado de las narraciones orales que se transforman en la marcha. Además, este

concepto de auditorio que usa el narrador vuelve a involucrar en la historia al lector típico

consumido en un proceso solitario de lectura, transformándolo en miembro de una

comunidad más amplia que participa de lo que ‘oye’; esto es, atribuyéndole no

necesariamente autoría intelectual en los crímenes de los sicarios, pero sí por lo menos

cierto nivel de responsabilidad en la falta de justicia reinante en el país.

Por otra parte, la voz narrativa inserta canciones provenientes de la cultura

popular, las cuales actúan como intertextos para ser oídos. La inclusión de dos

selecciones musicales en particular, “Senderito de amor”, canción idílica sacada del

recuerdo de su niñez, y “La gota fría”, “que es el [vallenato] que les canté arriba” (84) y

que habla de muerte y de la supervivencia del más fuerte, marcan un contrapunteo entre

la Colombia de ayer y la de hoy. En la novela, la primera apela a un oyente del pasado,

arraigado en la tradición popular colombiana de los años 50, quien puede relacionar el

sendero al que alude la canción con el camino que conduce a Sabaneta, ahora la ruta que

toman los sicarios para visitar a la Virgen y pedirle puntería y protección. La segunda

canción que se oye a toda hora en la ciudad va dirigida a un oyente-consumidor de

artistas de mercado. Los vallenatos y la música ‘punk’ aparecerán tras bambalinas como

ruido que recorre todo el relato: “Pues, para variar, llevaba el taxista el radio prendido

tocando vallenatos, que son una carraca con raspa y que no soporta mi delicado oído”

(55). Con esta perspectiva, la música es otra intromisión interesante de lo popular y de los
83

medios en el proceso de escritura de la novela y, por ende, en la esfera de lo oficial, de la

alta cultura. El vallenato y el punk han contaminado al país y, por tanto, perturban la

expresión de la figura narrativa, convirtiendo la de Vallejo en “una novela contra el

ruido” (Melo) que producen los gustos musicales de la juventud consumista de hoy.

A medida que avanza la historia, el narrador va acercando al lector hacia los

eventos. Este dispositivo toma forma nuevamente al interpelar constantemente a un lector

foráneo: “le voy a explicar a usted porque es turista extranjero” (44); preguntará usted,

“mon cher amí” (68); “y lo digo por mis lectores japoneses y servo-cróatas” (126). El

narrador se dirige a una comunidad internacional, aparentemente para informarla y

explicarle acerca de las prácticas criminales y las costumbres políticas de la nueva

Colombia. Sin embargo, si se tiene en cuenta el gran despliegue que los medios de

comunicación internacionales han dado al narcotráfico y la violencia en Colombia desde

los años ochenta, esta actitud narrativa debe tomarse con reserva. Se puede pensar que, en

vez de contextualizar la historia para un supuesto destinatario ajeno a la nueva realidad,

el sarcasmo de este tipo de enunciación está dirigido tanto a los nacionales que se relegan

de la crítica situación del país como a un espectro global de la problemática del sicariato:

a una sociedad que se entera pero que a la vez ignora y a una comunidad internacional a

la que señala como responsable de alimentar la violencia y sus subculturas.

Ya bien entrada la historia, el narrador ha llegado a un grado significativo de

confianza en su trato al destinatario, el cual se evidencia en tres tipos coloquiales de

aproximación. En la primera, lo trata como si estuviera sosteniendo una charla entre


84

amigos: “Hombre, muy fácil…” (100), o “Haga de cuenta usted” (51)30. En la segunda,

acentúa la forma de aproximación informal por medio del tuteo: “Jamás presumas de

estos su inocencia. Eso es candor.” (72) Pero la forma apelativa más interesante proviene

del parlache. El “querido lector” se ha transformado en parcero, amigo de grupo,

cómplice. Sin embargo, su ‘parcero’ no siempre es tratado con afabilidad y su presencia

es requerida cuando Fernando exacerba sus arengas de indignación. Aunque el término

provenga del léxico del sicario, lo cierto es que su sentido se hace extensivo a todo el que

participa en un grupo, en un ‘parche’, alegoría del deleite colectivo y voyerista en que la

multitud se oculta y se complace con la desgracia del otro: “¡Corran, corran! ¡Vengan a

ver el muñeco! Por si usted no lo sabe, por si no los conoce, es el muerto” (31). Por esto,

al final de la novela el narrador se despide de este parcero con un dicho popular que se

usa en Colombia para desear suerte, y que revela el sarcasmo con que se ha estado

dirigiendo al narratario: “Y que te vaya bien/Que te pise un carro/O que te estripe un

tren” (142). Esta despedida devela el verdadero carácter de ese ‘parcero’, poniendo al

descubierto la fragilidad de las relaciones humanas en este contexto de muerte e

impunidad, en que a nadie le interesa el destino del otro.

Al observar estos mecanismos de conformación del narratario, se puede proponer

que esta transformación del lector hipotético, que se desarrolla a la par de la del narrador,

tiene como propósito involucrar al primero en los eventos narrados, es decir,

culpabilizarlo, responsabilizarlo. Vallejo no pretende seducir al lector implícito de su

texto ni hacerlo llegar a grandes conclusiones sobre la problemática de la violencia a la

30 En este caso, el pronombre ‘usted’ proviene de un uso que en formas colombianas


tradicionales de relación, familiares o íntimas, solía usarse como una forma para expresar
acercamiento.
85

que apunta. Más bien, le explica todo detalladamente, lo llama ‘bobito’ y toma la

posición del que juzga, pues, en últimas, él es la voz de la “autoría” en la ficción, la cual

reemplaza a la voz de la autoridad de la que adolece Colombia, la impune. A través de un

trato cada vez más informal, el narrador logra acercarlo al nuevo contexto de Medellín y

Colombia en un acto en que al contarle esta historia le hereda un saber y, a la vez, lo

carga con la culpa por el caos y la ausencia de justicia. En opinión de Ásbel López, a

través de la oralidad el narrador de La Virgen de los sicarios “quiere que al menos

escuchemos lo que no queremos ver” (33). De manera acertada, López explica que el

ataque del que es víctima el lector tiene como finalidad hacerlo sentir, a través de una

descarga verbal, las ondas de una realidad conflictiva que nos hemos acostumbrado a no

ver pero que es, a la vez, imposible de ignorar. Podemos proponer entonces, que el trato

familiar hacia el lector es un artificio narrativo cuya funcionalidad se produce en dos

momentos: en un principio lo hace sentir cómodo a través de un registro oral nativo que

aparentemente lo enraíza, para luego, en el instante siguiente, lanzarle el estadillo de un

lenguaje violento, desde la acción y para narrar acciones, el cual le enrostrará las

atrocidades del sicariato y la indiferencia de una sociedad desarraigada.

Concluiremos este capítulo diciendo que la transformación del lenguaje del

narrador de La Virgen de los sicarios cumple la función de corresponderse con la

mutación de las relaciones sociales en Colombia en las últimas décadas. Con todo lo

experimentado a nivel de la historia y del discurso, lo que queda en el personaje-narrador

es desazón e impotencia. Una sociedad, la colombiana, donde reina la impunidad

generalizada a causa de las transformaciones engendradas por y en la violencia, se

corresponde con la intromisión del parlache, el cual contamina otros registros expresivos.
86

Este sociolecto aparece a lo largo de la novela como forma de expresión de grupos que

están fuera de su origen marginal para, de este modo, hacer extensivo su carácter violento

y criminal a diversos grupos sociales. Por otra parte, la ilusión de oralidad creada por el

narrador, esa intrusión del habla en lo escrito, no cumple la agenda de un proyecto social

específico relacionado con las narrativas testimoniales, pues en la novela de Vallejo la

sociedad no tiene remedio; tampoco cumple la función de dar voz a un otro que debe ser

sacado a la luz. Simplemente es una herramienta para construir un texto que acerca al

lector al aspecto más ineficiente de la sociedad colombiana, el judicial, pues, como dice

el narrador, “no hay mejor novela que un sumario [proceso judicial compendiado por

escrito]” (138). Entonces, La Virgen de los sicarios es un compendio de delitos de

violencia perpetrados en Colombia, en la que se determina la culpabilidad de la sociedad

entera. La oralidad, con su carácter efímero, ayuda a representar eficazmente el presente

fugaz del sicario, a la vez que hacer una crítica de la cultura desde la cultura misma.
87

CAPÍTULO 3

NATURALIZACIÓN DEL SICARIO EN

TRES ARQUETIPOS DE LA NOVELA

SICARESCA

“Aunque ahora ganés plata, seguirás siendo pobre.”

Morir con papá

En el segundo capítulo de esta disertación se mostró cómo La Virgen de los

sicarios, novela primordial de la sicaresca, construye una crítica a la impunidad de la

violencia homicida en la sociedad colombiana de las últimas décadas a través de la

‘sicarización’ lingüística y consiguiente marginalización de la voz narrativa del letrado

protagonista. Al mismo tiempo, debido a que la relación entre el protagonista-gramático y

los sicarios está mediada por la sociedad de consumo, la novela traslada la

responsabilidad de las acciones de los jóvenes asesinos a la sociedad que la propicia. Uno

de los resultados de estos desplazamientos narrativos es una romantización y

humanización de la figura del sicario, en la medida en que el relato lo presenta como

tregua de amor y de belleza para la soledad y la violencia que rodean al viejo gramático a

su regreso a una Colombia drásticamente transformada, pero no se ahonda ni en las

dinámicas del narcotráfico ni en el proceso por medio del cual el sicario se ha

involucrado en el asesinato como profesión. De modo que, en contravía con su título, la

mira de la narración en la novela de Vallejo no es la caracterización detallada del sicario,

aunque la historia exhiba la ola de asesinatos que aquel consuma.


88

La romantización a la que hemos aludido no se refiere estrictamente a la

idealización de todos los rasgos del asesino a sueldo. Se refiere más a la representación

de un arquetipo, tanto como a un proceso de naturalización dentro del cual se muestran el

crimen y el asesinato como parte intrínseca del sujeto en el contexto sociocultural de los

jóvenes de las comunas de Medellín y la violencia como una práctica generalizada en la

sociedad colombiana. En las novelas que cronológicamente siguen a La Virgen de los

sicarios, la configuración ficcional del sicario tomará rumbos diferentes y la

naturalización se presentará en variada escala. En este capítulo se explorarán tres

arquetipos del sicario en tres novelas principales de la sicaresca: el sicariato como

herencia en Morir con Papá (1997) de Óscar Collazos, la mujer asesina en Rosario

Tijeras (1999) de Jorge Franco Ramos y los niños criminales en Sangre ajena (2000) de

Arturo Alape. En éstas, además de analizar la configuración de un arquetipo específico

del sicario, se examinará cómo la naturalización de ciertas actitudes y prácticas de los

jóvenes asesinos, presentada en diferentes niveles e intensidades, altera o desacraliza

conceptos y dinámicas aceptados como naturales por la sociedad colombiana tradicional,

conceptos que los discursos oficiales han alentado y validado a través de otros discursos,

especialmente de los medios de comunicación. Este doble mecanismo de naturalización-

desnaturalización en la sicaresca representa una crítica a los cambios que indujeron la

aparición del joven asesino a sueldo en la arena social, económica y cultural de las

últimas dos décadas, que el pueblo colombiano e incluso la comunidad internacional han

tratado de ignorar. La pregunta que se ubicaría en el centro de este dispositivo narrativo

es: ¿Los jóvenes colombianos de las zonas urbanas de miseria son por naturaleza

violentos y, por lo tanto, aptos para convertirse en sicarios? (Alape, Ciudad Bolívar 28)
89

El análisis de dicho mecanismo permitirá, así mismo, establecer algunas características

de la novela sicaresca como género, gracias a su diálogo con formas literarias

establecidas. Por una parte, el carácter criminal de las actividades del joven sicario en un

ambiente sin alternativas sociales permitiría enlazar la novela sicaresca con el género de

la picaresca. Por otra, las vivencias de un adolescente protagonista abre la posibilidad de

considerar el género de la novela sicaresca como una variante de la novela de formación.

3.1. Sangre ajena: aprendizaje infantil en la violencia

Desde principios los años 70, durante los cuales el historiador, pintor, escritor y

periodista colombiano Arturo Alape escribió El diario de un guerrillero (1970) y Las

muertes de Tirofijo (1972), su trabajo no ha cesado de dar voz a los colombianos que han

tenido que enfrentar la violencia, a través de “historias de vida que cabalgan entre la

ficción y la realidad”, entre el documento, el testimonio y la crónica” (Escobar 76). Por

la obra escrita de Alape han desfilado campesinos, desplazados y todo tipo de habitantes

de la periferia de las grandes ciudades colombianas, bajo la mirada crítica de un escritor

atento al dolor de otros. Alape incursiona en la escritura de compromiso social con su

obra testimonial Un día de septiembre: testimonio del paro cívico de 1977 (1977). Su

vivencia como testigo del 9 de abril de 1948, fecha oficial del inicio de la violencia

bipartidista desatada por los sicarios del partido conservador colombiano, ronda

persistentemente al escritor, hasta que en 1983 escribe El Bogotazo: memorias del olvido.

Luego, en su novela Noche de pájaros (1984) ahonda en el de perfil de los ‘pájaros’,

sicarios que impusieron a la fuerza la política conservadora del gobierno, retratados ya

por Gustavo Álvarez Gardeazábal en 1971 en su novela Cóndores no entierran todos los
90

días. En Mirando al final del Alba (1998), Alape inserta como personajes a Juan de la

Cruz Varela y Quintín Lame, dos figuras legendarias de izquierda que lideraron luchas

campesinas fundamentales en la segunda mitad del siglo XX en varios departamentos del

territorio colombiano. Su última novela es El cadáver insepulto (2005), texto que él

mismo cataloga como ‘novela histórica con una estructura narrativa policíaca’ (El

Espectador, 25 de agosto de 2005). Ésta es un complemento de su Bogotazo, pues cuenta

la historia de un capitán que muere asesinado por la espalda porque no quiso mandar a

sus hombres el 9 de abril a matar civiles a discreción por la calles de la capital

colombiana. El cadáver insepulto es una alegoría de la impunidad. Como anota Alfredo

Molano Bravo en el diario El Espectador, “la historia que teje Alape a dos voces –la del

cronista Felipe Toledo y la de Tránsito, la esposa del capitán– es un largo grito de rabia

contra el olvido” (“Grito contra el olvido” 1).

Por su parte, la obra cuentística de Alape incluye Las muertes de Tirofijo (1972) y

El cadáver de los hombres invisibles (1979) situadas en el campo, la selva y la montaña,

como marco para la violencia política, las migraciones campesinas y los conflictos entre

la guerrilla y las fuerzas militares. En su colección de cuentos Julieta y las mariposas

(1994), el ambiente se traslada a la vida urbana moderna. Es también autor de varios

libros de reportajes y crónicas: La paz, la violencia: testigos de excepción (1985),

Tirofijo: los sueños y las montañas (1994), Río de inmensas voces… y otras voces (1997)

y Yo soy un libro en prisión: crónicas (2002).


91

3.1.1. Novela y testimonio

En 1995 Arturo Alape escribe Ciudad Bolívar: la hoguera de las ilusiones, una

crónica que se adentra en la vida de los desplazados de la capital colombiana. A su modo

de ver, las historias de vida de los jóvenes que habitan la zona periférica de Bogotá, a la

cual el autor llama “la otra ciudad”, retratan los conflictos de todo el país. El proceso de

creación de este libro es tan interesante como su temática. Alape invitó a varios jóvenes a

participar en el “Taller de la Memoria” de Ciudad Bolívar, una zona de la capital que hoy

cuenta con aproximadamente dos millones de habitantes repartidos en doscientos sesenta

barrios. Este taller discutía la problemática general de la juventud en Ciudad Bolívar y se

enriquecía con las vivencias personales de algunos jóvenes. Los “testigos” o

“protagonistas de vida”, como los denomina Alape, compartieron sus historias, algunas

veces con todo el grupo y otras de manera individual con uno de sus miembros. Luego,

para construir el libro, se crearon personajes basados en los testimonios con la ayuda de

varios jóvenes del taller. El resultado es una escritura polifónica, una especie de

complicidad constructiva que Alape explica a partir de la siguiente sustentación

metodológica:

Las Historias de Vida son una intensa y elaborada indagación, desde la


investigación y la escritura, de experiencias humanas y colectivas. Es la
interioridad de un hombre expresada y vivida a través de mediaciones
sicológicas, sociales y políticas, y a través de la vida de este hombre
encontrar el sentir vital y la mirada profunda de una comunidad en todo su
entorno. Individualidad e historia reunidas en una sola voz testimonial que
cuenta y reflexiona. Y en este sentido nos permite un acercamiento y
recuperación en todas sus instancias de emoción y perdurabilidad de los
laberintos misteriosos y hermosos de la memoria. (30)
92

Esta sustentación puede situarse también como esencia de una poética de la escritura de

Arturo Alape. Colocando en la médula del texto uno de los testimonios de su libro

Ciudad Bolívar, el de uno de aquellos que le “abrieron la boca a la voz de la memoria

para contarnos su historia” (29), la de un sicario, Alape escribe su novela Sangre ajena,

publicada en 2000.

El libro cuenta la historia de Ramoncito, personaje-narrador que repasa su niñez y

temprana juventud vividas en las calles de Bogotá y Medellín. Ramón, de ocho años, y su

hermano Nelson, de doce, deciden irse de su casa en Bogotá debido al maltrato y la

pobreza que viven en el seno familiar. Los niños viajan a Medellín, donde conocen a Don

Luis, un hombre poderoso que los inicia en el mundo del sicariato. Ramón y Nelson

viven durante cinco años en la capital antioqueña como piezas de la violencia del

narcotráfico y del crimen organizado. Después del asesinato de Nelson, Ramoncito

Chatarra emprende el viaje de regreso a Bogotá con el cadáver de su hermano.31 El

retorno al seno de su familia y su integración a las labores de recolección de basura

desempeñado por su madre se instauran como símbolo de vida y como reto al destino de

muerte temprana del sicario, instalando a este personaje como la única figura protagónica

de esperanza dentro de la novela sicaresca.

Se puede considerar, en un primer momento, que Sangre ajena es una

Bildungsroman, en el sentido en que “realza el pasado de un personaje, un pasado

31 El apodo ‘Chatarra’ es significativo en tres direcciones. En la primera, se refiere al trabajo de


la madre, heredado por Ramón, de la compra y reventa materiales reciclables. En segundo lugar,
en su sentido de “conjunto de trozos de metal viejo o de desecho, especialmente el hierro, o a la
escoria que deja el mineral de hierro” (Diccionario de la R.A.L.E., vigésimo primera edición), la
chatarra se refiere al carácter desechable de los niños sicarios de la novela. Por último, reafirma
una característica ya identificada en otras novelas sicarescas como el anonimato de los jóvenes de
las zonas urbanas periféricas colombianas y la ausencia de la figura paterna que confiere el
apellido en la sociedad tradicional, acentuando así el carácter marginal de estos personajes.
93

conocido por medio de los recuerdos de el/la protagonista” (Dávila 14). No obstante, no

son sólo los recuerdos de Ramoncito los que ayudan a escribir la historia en Sangre

ajena. Fuera ya del mundo del sicariato, Ramón sostiene varias conversaciones con un

supuesto escritor, con quien se reúne durante varios meses. Las voces de uno y otro están

tipográficamente diferenciadas en la escritura. En los siete capítulos y el epílogo que

conforman el libro, las acotaciones del que llamaremos primer narrador, el escritor que

escucha, aparecen en cursiva, y las reflexiones de Ramón como narrador aparecen en

cursiva encerrada por comillas. El resto, lo que sería la trama sicaresca con Ramoncito

como personaje, aparece en tipo normal. Es este el primer recurso que llama la atención

sobre el alto grado de autoconciencia del proceso escritural, presente en gran parte de la

novela tanto a nivel del relato como de la narración. Es debido a dicha autoconciencia

que en la novela el proceso narrativo de Ramón como ‘protagonista de vida’ (Alape) es

tan importante como lo que narra. Aunque la memoria no es un elemento exclusivo del

Bildungsroman ni de la novela sicaresca, en la mayoría de las novelas de formación, es la

memoria del protagonista la que expresa mejor su identidad (Dávila 15). Eso se ve en la

elección que hace Alape para delinear al personaje sicario. En uno de varios comentarios

meta-narrativos dice el primer narrador al principio de la novela:

Cuando escuché esta larga reflexión en boca de Ramón Chatarra, pensé,


ahora sí la novela se escribirá, y él asumirá el rol de narrador protagonista.
Había encontrado al hombre y su historia en la grandeza de su gestualidad.
Fuerza y síntesis de un personaje novelable. Quien tiene la capacidad de
hablar de esta manera de su intimidad, al sondear y revivir recuerdos
vislumbra el eje narrativo que inevitablemente conducirá a la construcción
verbal de una historia. (13)

El primer narrador asume el rol de escucha, tomando el lugar del lector hipotético y

asumiendo el papel de transcriptor de un testimonio al que accede por casualidad y a


94

cuyo vocero le montó una cacería “para persuadirlo de que hablara conmigo, me

permitiera escucharlo, y me autorizara para escribir sobre su vida” (14). Son la voz de

Ramón, el ímpetu de su memoria y su fuerza narrativa los que transforman al escucha en

amanuense y, hasta cierto punto, opacan la presencia de este escritor busca-historias. Es

Ramón el que controla la dinámica testimonial de la novela, con un tono impositivo que

invierte los roles. Este proceso narrativo indica que no es el joven marginado quien

necesita ser liberado de su condición social por medio de la escritura, ya que de acuerdo

con Ramón no es la primera vez que cuenta su historia. Si lo hace una segunda vez es

para suplir una necesidad del letrado y posiblemente afianzar una identidad propia a

través del lenguaje. Por eso, en esta historia es el testigo mismo quien dispone de los

espacios, los silencios y los términos del intercambio, llegando incluso a dar órdenes

cariñosas al escritor para que “saque papel y escriba, y ojalá no le tiemblen la conciencia

y el entendimiento.” (15)

Esta inversión de roles es fundamental para comprender que el esqueleto de la

novela de Alape proviene de la narrativa testimonial y que su originalidad literaria reside

precisamente en tanto la modifica. La diferencia fundamental consiste en que en esta obra

sicaresca hay una coherencia estética profunda entre la trama y la conformación del texto

escrito. Es decir, Sangre ajena se escribe a partir de un eje fundamental de la vida de los

jóvenes de las zonas marginales que han sido insertados desde edad temprana en el

mundo del crimen organizado: una madurez precoz y obligatoria como resultado de su

lucha por la supervivencia. En ese sentido, el ex-sicario narrador, con sus escasos años,

tiene la sabiduría suficiente para contar su propia vivencia sin necesidad de

intermediarios, de relatores foráneos. Resulta entonces que Ramón Chatarra es un


95

narrador formidable, parecido a los testigos del libro Ciudad Bolívar, de donde surge esta

historia, que “con una memoria excepcional, sin el uso de falsos dramatismos, cuentan lo

que les había sucedido en sus pocos pero intensos años de vida” (25). No en balde afirma

Alape que un muchacho de Ciudad Bolívar tiene más cúmulo vital que cualquier otro

joven de su edad.

La memoria sirve como una especie de archivo no sólo sentimental, familiar o

cultural, sino también histórico, social, político y económico. Como explica Dávila para

el caso de la novela de formación femenina, la memoria individual ayuda a recordar las

condiciones sociales, familiares e históricas que remiten al protagonista a un momento

crítico de su vida. Es decir, al analizar las situaciones particulares que llevan a diversos

estados de angustia y frustración, se reevalúa a su vez la memoria histórica de la que

participan; se recuerda para comprender mejor (114). De modo que Sangre ajena alega

de forma implícita que el protagonista se convierte en escritor y que la voz de Ramón

funciona como contradiscurso frente a la del primer narrador, del escritor letrado, en el

sentido que le da Richard Terdiman:

The privilege of counterdiscourses is the obverse of their limitation:


because they have not yet become triumphant or transparent, they have an
analytic power and a capacity to resituate perception and comprehension
that their dominant antagonists cannot exhibit. (Present Past 19)

Por ausencia, los discursos marginales recuerdan al discurso dominante y declaran falso

cualquier intento de totalización. Terdiman añade que aunque la memoria sostiene la

hegemonía imperante, también la subvierte por su capacidad de recordar y restaurar los

discursos alternativos que los representantes del discurso dominante dejan de lado

(Terdiman 20). Es en ese sentido que la novela de Alape simula un testimonio y lo


96

subvierte. Sangre ajena es, sin duda, una de las pocas obras dentro del género de la

novela sicaresca que dan voz a los jóvenes protagonistas de las zonas marginales de

forma directa en el discurso y la única que lo hace a nivel de la narración. Esto obedece

también a una petición del personaje narrador desde la ficción misma, que se convierte en

el objetivo de contar: “Cuando escriba el libro no me olvide en su memoria como

hombre, déjeme que viva en un rincón de sus páginas” (171). Aunque esto puede seguir

considerándose un artificio, ya que la novela es una obra de ficción y conserva la

herramienta testimonial de un escritor o amanuense que la oficializa, es decir, que la hace

pública a través de la escritura, es la originalidad de la voz propia del sicario que no se

limita a repetir expresiones argóticas, de un habla en primera persona, de sus fracasos y

sus sufrimientos, la que lleva de la mano al transcriptor y a los lectores en un proceso de

maduración, de aprendizaje, por los caminos de la memoria de un niño.

3.1.2. El aprendizaje del sicario

El propósito aquí no es definir si la de Alape es una novela picaresca o una

Bildungsroman. Lo que sí se quiere señalar es que constituye un texto híbrido que toma

prestados elementos de una y otra en la construcción de un relato en boca de un niño.32

En la novela de Alape el mundo se ve a través de los ojos de Ramoncito niño, pero el

marco narrativo de fantasía o de idealización que el lector esperaría de una mente infantil

32 Como asevera Randolph Shaffner: What it [the Bildungsroman] shares with any one of these
unrelated or kindred types –the novel of adventure, the picaresque, sentimental, or pedagogical
novel, the novel of development, autobiography, or the artist novel– is what frequently separates
it and its sole companion from all the others, with the result that its existence as a synthesis of all
these shared traits is what makes it unique” (14).
97

imaginativa en medio de un mundo de aventuras es reemplazado en la historia por un

realismo abrumador que a nivel discursivo establece desde un comienzo el tono

descarnado de la narración:

Desde que tengo uso de razón, mi vida ha girado entre la basura y la


sangre. La basura porque desde pequeño mi madre trabajaba por ahí en la
calle en la compra y reventa de papel y botellas. La sangre, porque
simplemente la vi correr desde muy niño en los cuerpos de hombres y
mujeres que debían desangrarse hasta morir, ese era el resultado de un
trabajo aprendido para hacer de la vida lo que queríamos que fuera con mi
hermano Nelson. Los oficios de la muerte en manos y puntería de un niño
que luchaba por vivir y llegar a convertirse en hombre. (17)

Hay que decir que aunque tenemos el proceso de desarrollo de un niño, estamos,

como en la picaresca, ante la figura del anti-héroe. Como sugiere Claudio Guillén, la

figura del joven pícaro no puede estudiarse en el vacío, sino que debe enfocarse a través

de una situación o una cadena de situaciones. (75) Pero la novela no cuenta sólo los

asesinatos y crímenes cometidos por los dos hermanos y la banda de niños sicarios bajo

la tutela de Don Luís, sino principalmente el proceso de crecimiento de Ramón con base

en lo que el narrador protagonista llama “tres miradas”, tres momentos de encuentro con

la realidad que marcan las etapas en su camino de niño a hombre: la mirada de muerte de

una tarántula, la mirada del mar y la de su hermano Nelson agonizante. La importancia de

una focalización y construcción de una historia desde las miradas de Ramón se relaciona,

en primer lugar, con una imagen de su niñez en la pobreza y el desafecto grabada en la

mente infantil: la mirada nefasta del papá, solitaria y muda y, en segundo lugar, con una

curiosidad temprana que permanece en movimiento, no por maldad, sino por diversión,

por una búsqueda constate tanto afectiva como cognoscitiva de Ramoncito narrador. El

encierro, la incomunicación y la pobreza que limitan el mundo infantil impulsa a Nelson


98

y a Ramón a salir, a buscar aventuras en un ambiente para el cual no están preparados: el

mundo de la calle.

Al escaparse de la casa en Bogotá, luego de una paliza por haber perdido el año,

Ramón y Nelson conocen al ñero Palogrande, un muchacho de la calle que ha recorrido

varias zonas del país y quien se compadece de la orfandad de los niños. Por iniciativa de

Nelson, los tres viajan a Medellín y ñero Palogrande se convierte en guía certero que les

enseña tácticas de supervivencia para la vida errabunda y callejera, haciéndolos “chinos

de la calle, experimentados para resolver cualquier situación” (58). Puede decirse que el

ñero Palogrande le añade otro componente picaresco a la novela, siendo una especie de

vagabundo que ama la naturaleza y la vida libre, una especie de hermano de aventuras.

El hambre, el cansancio y algunos esporádicos juegos son las constantes del viaje de 400

kilómetros a pie entre Bogotá y Medellín. En ese éxodo Ramón encuentra la primera

mirada, el primer aprendizaje. En uno de los juegos, los hermanos son retados por

Palogrande a torear enormes arañas en la carretera: “El que no juegue es marica de por

vida. El ñero Palogrande buscó tres palos delgados y secos, me entregó el más largo.

Entonces soltó lo siguiente: usted chino Chatarra debe aprender a jugar con la muerte”

(43). Este juego, que conecta la valentía a lo masculino, determinará la posterior actitud

de los niños ante la muerte y el asesinato. Ramoncito en su inocencia, tembloroso coge el

palo (nombre usado también para referirse a las armas de fuego), y Nelson lo hace con

firmeza. El juego con las tarántulas funciona entonces como rito iniciático y como

antecedente de la vida que espera a los niños en Medellín. En los ojos del animal Ramón

ve “los ojos de la muerte” (45), escapa y llora su cobardía, pero Nelson adormece al suyo

y se gana el apodo de Tarántula por el resto del viaje. De la misma forma, Nelson será
99

siempre el que dirige los cruces con Don Luís y Ramón será siempre su sombra hermana

y cómplice.

Si bien por cuestiones de edad o inocencia los niños aceptan de una u otra forma

estos retos tempranos con la muerte, otras pruebas a las que son sometidos durante el

recorrido con Palogrande cuestionarán a su vez la idea de que los niños de los barrios

periféricos urbanos tienen por naturaleza tendencias asesinas y suicidas, y que es más

bien un ambiente hostil, falto de necesidades básicas, de afecto y caridad, el que los va

conduciendo poco a poco al mundo del crimen. Como es natural, durante el viaje los

niños sólo piensan en saciar el hambre, pero nunca roban; se limitan a pedir. No obstante,

a pesar de su corta edad, del cansancio y la debilidad mucha gente les cierra las puertas,

y, como en el reto de las tarántulas, la reacción de los hermanos los diferencia otra vez.

Ante las negativas de la gente dice Ramoncito que “uno de niño se resiente de tanta

malparidez regada por el mundo”, mientras Nelson vocifera: “algún día los veré

comiendo pura mierda, camionados de mierda” (47). Es ‘muertos de hambre’ que los

encuentra otro personaje clave, Don Luís, luego de una pelea entre el hermano mayor y

uno de sus muchachos, cuyos gestos “eran comprados con mucha plata”, en un barrio

parecido a las colinas de Ciudad Bolívar: las comunas nororientales de Medellín. A pesar

de la diferencia de edades, Nelson hiere al otro, gana la pelea y muestra su valentía, lo

cual lo favorece para conocer al patrón. Don Luís les ofrece comida y les da “de comer

un poco de confianza.” (63) En la novela picaresca hay un énfasis en el nivel material de

la existencia, la suciedad, el dinero y el hambre. Parece que esta característica casara

exactamente con la motivación de los niños para entrar a laborar para Don Luís, quien

aprovecha sus necesidades básicas para ofrecerse como su mentor.


100

Como en cualquier entrevista de trabajo, el patrón va indagando en la vida de los

recién llegados, especialmente por qué viajaron a Medellín. Nelson responde con astucia

que Medellín brinda muchas oportunidades de trabajo, los muchachos “se vuelven como

héroes en la televisión… son muchachos de marca en la ropa, en el lujo que llevan” (64).

Don Luis es prácticamente el primer adulto que los trata con cariño, les ofrece trabajo en

su escuela de robo y sicariato, los vuelve muchachos de marca y les abre las puertas de su

casa para dejar en la basura las humillaciones y las tristezas de su niñez. La felicidad

suprema llega el día que Ramoncito cumple 9 años, con fiesta, regalos y abrazos.

Entonces el pequeño recuerda a su familia, “que sólo vivía para su hambre y su miseria.

Claro que nunca le puse olvido a mi mamá, ella estaba en la cima de la montaña de mi

mirada” (68).

Al contrario de lo que ocurre en el colegio de Bogotá, en la escuela de Don Luís,

los niños se convierten en excelentes alumnos, admiran a sus profesores, aprenden a

manejar armas y tienen el abrazo de un padre, contrario al real, “tan lejano en su voz,

perdido en la isla de su mudez tan malparida, que hizo crecer en mí el odio que cada

noche explotaba en mis sentimientos” (78). En este paraíso infantil llegará la segunda

mirada para Ramoncito. Como regalo de graduación el patrón les obsequia a cada uno de

los niños una noche con una jovencita y un viaje a Cartagena. Estas dos experiencias son

como dos nuevos bautismos, especialmente la mirada de los miles de ojos de la espuma

del mar. Este último actúa como detonador de una toma de conciencia para Ramón de

que el viaje a esa inmensidad, a ese gran útero acuoso, será el último juego de niños que

compartirá con su hermano Nelson. Ramón explica que a partir de ese viaje,

la vida perdió el virgo, la vida se destapó para buscar lo que quisiéramos.


Éramos libres con Nelson de soñar lo que estaba al alcance de la mano y
101

experimentar cualquier otra nueva emoción. Todo había estado prisionero


en esa puta cárcel de la miseria, que lo corroe con el ácido de los golpes
diarios que uno va recibiendo como bendición de madre. Regresar a la
calle para entrar a sitios prohibidos, era la libertad. Cuando andábamos
con Nelson por la ciudad, estirando la mano para pedir lo que siempre se
negaba o si se daba se hacía con el desprecio vomitado y acompañado de
un hijueputazo de la mejor manera. Pero ahora era distinto, ya teníamos
dinero en los bolsillos. La plata abre cualquier puerta. (97)

La mirada del mar es entonces la pérdida de la inocencia infantil tanto por la primera

experiencia sexual como por la entrada formal en el sicariato. A diferencia del joven de la

picaresca, el niño sicario en la novela de Alape no desarrolla “tácticas de simulación”

(Guillén 92) o de engaño, ni la elección de un papel que hay que representar socialmente,

ni cambia la justificación ética de su comportamiento, aunque sí hay una degradación

moral creciente del protagonista. Existe, más bien, un proceso de transformación en un

Otro. A través de la narración, se va observando un cambio de tono que revela la

sabiduría que va adquiriendo el niño después de cada mirada. Como en la novela de

formación, Ramoncito aprendiz tiene el potencial de convertirse en un maestro de la vida.

Al servicio de Don Luís los niños aprenden además a fumar basuco, un derivado de la

cocaína, para soportar la cercanía constante con la muerte derivada de su oficio. Pero en

el delirio de la droga Nelson ve la figura de la muerte y se obsesiona con penetrar el color

de los ojos de esa imagen escalofriante. Los dos hermanos descifran esa mirada en los

primeros trabajos con Don Luís, cada uno a su tiempo, primero Nelson y luego su

sombra: “Nelson había perdido el virgo ante la sangre ajena. Yo debía ahora, continuar el

ritmo de su emoción y perder el mío ante la sangre del otro” (107).

Hasta este momento, la perspectiva de Ramoncito ha aparecido como un paneo

desde abajo, una cámara al nivel del asfalto, bajo la lente de un niño de 9 años que

observa y admira. Esta focalización desde abajo cambiará con el primer asesinato
102

perpetrado por Ramón, cuando la mirada de su primera víctima, una mujer, se encuentra

con la suya, víctima y victimario frente a frente: “Le puse casi en sus ojos el pulso de mi

pistola y le desgajé todo el proveedor de una. No lo hice para cobrar venganza por su

mirada, tampoco lo hice para destrozar su linda cara. Lo hice para reafirmar la decisión

de seguir en mi oficio” (127). El asesinato como oficio transforma al niño en hombre

sicario para quien la muerte es el trabajo cumplido y la víctima un ser cuya mirada no

importa porque en sus ojos hay sólo “sangre ajena que corría sin que uno sintiera

escalofrío culpable en el cuerpo. Sangre desechable que debía perderse en las

alcantarillas de Medellín” (17). Se puede decir que en este momento Ramón ha perdido

su individualidad y pasa a representar un papel: el de todos los asesinos a sueldo al

servicio del crimen.33

Por el robo de unas armas de la guerrilla, Nelson es asesinado, para convertirse en

la tercera mirada, la de lo fraterno, en contraste con las miradas vacías de otros muertos,

como una vuelta a la realidad cegada por el dinero fácil y el sexo:

Mi hermano tenía empuñada la pistola, tirado en el suelo con tres pepazos


en la cabeza, los ojos abiertos como si estuviera viendo un cielo nublado
de ratas. Lo miro y le digo: Nelson escúcheme, hermanito, no se haga el
dormido, despierte a la vida. (190)

Es aquí que las miradas cobran sentido en relación con la memoria, pues ayudan a

imprimir un recuerdo que reaparece en una representación, y lo es porque el referente de

33 En Sangre ajena, a diferencia de Nelson, el personaje protagonista no exhibe una sevicia


criminal en los asesinatos que ejecuta. Más bien, se puede pensar en una fidelidad a un grupo, a la
banda que reemplaza al grupo familiar, pues “el joven que se sujeta a las exigencias pendencieras
de su pandilla de delincuentes, sin que a él le atraiga la violencia, y el soldado que marcha a
combatir odiando la guerra, se encuentran, tanto el uno como el otro, renuentes a romper con el
grupo en el que están, pero no puede decirse que compartan en alto grado el valor de la violencia.
El valor que sí comparten con su grupo es el de contribuir a mantenerlo unido.” (Wolfang y
Ferracutti, La subcultura 124)
103

la memoria, al ser recordado, está ausente. Es entonces cuando la mirada de Ramón

girará hacia atrás para iniciar el viaje de regreso a Bogotá, “un viaje caminando de

espaldas. La carretera, la montaña, la selva para sembrar el cuerpo de Nelson” (197). La

muerte del hermano actúa como detonante en la mente del niño-hombre que recuerda a su

familia, su sangre, lo cual explicaría por qué la novela no presenta un niño estrictamente

huérfano al estilo de ciertas novelas picarescas.

Al regresar a la capital, el joven sigue robando. Es entonces la madre quien le

hace una prueba final de lo aprendido y le recrimina querer terminar como su hermano.

La madre y la muerte obran un cambio en la familia en general, aún en el padre, porque

“el viejo dejó la mudez, me consiguió camello en un hospital y comencé a camellar”

(200). En los Bildungsroman clásicos, el héroe, después de su trayectoria personal,

termina acoplándose al sistema social en el que vive, pues al final se convierte en un

miembro productivo de la sociedad. O sea, se trata de la reintegración del individuo a su

comunidad luego de su viaje de autoconocimiento. Pero Ramón tiene aún un ciclo más

por concluir: su relación con La Paisa, amante-madre, experimentada ladrona de

apartamentos, negocios y transeúntes incautos, quien le ha heredado a Ramón su vasto

conocimiento sobre el sexo y sobre la violenta realidad de la ciudad. En su último viaje a

Medellín Ramón sufrirá el desengaño del amor por la traición, la cual siembra de

interrogantes el río de sangre hermana y amante. Es en el epílogo de la historia y de la

narración donde las dudas reviven:

Cargo con un montón de dudas”, dijo. “No sé con certeza quién mandó
matar a Nelson. ¿Por qué la Paisa tendió la malparida celada para que
fumigaran mi vida? ¿Vive La Paisa después de la puñalada que le metí por
todos los costados? La incertidumbre, arena movediza, chupa todas mis
ansiedades así como yo de niño chupaba las tetas descolgadas de mi
mamá… (196)
104

El que las obras finalicen con los protagonistas siendo aún niños o jóvenes mantiene la

idea original del Bildungsroman donde el héroe culmina la trayectoria como un joven

listo para asumir la vida adulta. Además, el hecho de que este tipo de novela termine con

finales abiertos sugiere que los protagonistas tienen la oportunidad de mayor crecimiento

y por ende de cambio en sus vidas. Sin embargo, en Sangre ajena el ciclo parece cerrarse

al sellar la memoria, al liberarla de los recuerdos por medio de la narración. Si bien para

el primer narrador al principio de la novela el hecho mismo de rememorar es para Ramón

un proceso de liberación que mata los recuerdos, los exorciza y deja al descubierto a un

ser humano listo para enfrentar su futuro, el contexto posterior de las conversaciones

entre el escritor y el ex-sicario aparece siempre rodeado de tristeza y desesperanza, de

suciedad, encuadrado en la afirmación del protagonista de que “de la basura vengo, de la

basura vivo, alimento a mi mujer y a mi hija. Quizá, en la basura un día alguien, por

casualidad, encuentre desechos mis putos huesos” (168). Entonces, aunque al final de la

historia hay un entendimiento de sí mismo y de su entorno, esto no le reporta felicidad al

personaje, pues el enfrentamiento que ha tenido con su ambiente le ha causado amargura,

particularmente la pérdida del hermano. Por la fuerza de la voz del marginado, es ésta y

no la visión esperanzadora de un letrado que espera la construcción de futuro a partir de

la palabra, la imagen que finalmente perdura en el lector.

3.2. Rosario Tijeras: novela sicaresca sentimental

Al igual que Fernando Vallejo, el autor de Rosario Tijeras, Jorge Franco Ramos,

tiene formación tanto en letras como en cinematografía. Empezó su carrera como escritor

en 1991 y recibió el “Premio Nacional de Narrativa Pedro Gómez Valderrama” por su


105

colección de cuentos Maldito Amor. Su carrera como novelista se inicia con Mala Noche

(1997), con la cual ganó el Premio Nacional Ciudad de Pereira. Su última novela,

Paraíso Travel (2003), es la historia de una joven pareja que huye de Colombia para

ampararse en el sueño americano de Nueva York. Con Rosario Tijeras (1999) ganó la

Beca Nacional de Novela del Ministerio de Cultura en 1997 y recibió el premio Dashiell

Hammett en 2000.

En Rosario Tijeras, mientras espera noticias de los médicos en una clínica,

Antonio, un muchacho de clase alta, cuenta la historia de Rosario, una joven de las

comunas de Medellín, quien se debate entre la vida y la muerte por un disparo recibido en

una de las calles de la ciudad. A nivel de la historia, la novela rescata para la literatura

una figura que hasta hace algunos años había pasado desapercibida para la sociedad

colombiana: la sicaria.34 Sin embargo, la trama de la novela de Franco Ramos tiene

como antecedente narrativo algunas publicaciones como el testimonio “Las huellas de la

vida”, en Mujeres de fuego (1993), el cual había revelado ya este lado de la problemática

social en las principales ciudades colombianas. En él, las protagonistas, Sandra y Érica, al

igual que Rosario, son:

el producto de una sociedad en la que el dinero y la fuerza se impusieron


como los valores principales. Joyas, vestidos finos, carros lujosos, coca,
rumba y licor son las prioridades de sus vidas, lujo que obtienen no sólo
por los favores sexuales a mafiosos y traquetos, sino por cualquier otro
medio, incluyendo, obviamente, el asesinato.” (Ortiz 370)

34 Es de notar también que, según las autoridades colombianas, ha habido un auge significativo
de casos de sicarias entre 2003 y 2004, “donde las mujeres están pasando de simples
colaboradoras del hampa a ser protagonistas de delitos. La forma de matar de ellas es más
calculada. Matan con una sevicia única y son más difíciles de capturar, porque se caracterizan por
no dejar pistas” (Página judicial de El Tiempo, 17 de mayo de 2004).
106

También se encuentran referencias a estas adolescentes de gran belleza, seducidas por el

lujo impuesto por el narcotráfico y la sociedad de consumo, en la novela testimonial El

pelaíto que no duró nada (1991) de Víctor Gaviria, por la semejanza entre Rosario y las

novias de los pistoleros que se retratan en el libro. Además de la obra de Gaviria, para

escribir esta novela Franco Ramos “devoró No nacimos pa’ semilla, La Virgen de los

sicarios y la tesis de grado en psicología ‘La religiosidad en el sicariato’” (Consuegra 2).

Rosario Tijeras se construye a partir de un narrador que desde el presente de la

enunciación va evocando sucesos pasados de los que fue testigo y actante fundamental,

mientras que como personaje interviene en las acciones de la historia. Su relato se basa en

las confidencias hechas por Rosario en ciertos momentos de debilidad y en eventos que

compartió con ella mientras hacía las veces de ‘celestina’ en su relación con Emilio, su

mejor amigo y novio de la joven. A través de una primera persona, Antonio cuenta una

versión limitada de la vida de la protagonista. En un principio, se puede decir que la

caracterización de Rosario son simples retazos o que “parece una caricatura” (Quiroga

83), pues el lector no encuentra una profundización en la psicología de la protagonista. La

crítica, la cual no pasa de una que otra reseña y escasos artículos sobre el texto, ha

considerado esta falta de profundidad en la caracterización como una de las carencias de

la novela, en la medida en que se convierte en una debilidad de la construcción de éste y

de los otros personajes, ya que “hace de éstos seres unidimensionales, dotados sólo de un

nombre, o cuando más, de una peregrina referencia a sus rasgos físicos” (Gómez, 120).

No obstante, si en La Virgen de los sicarios, la falta de profundización en los personajes

asesinos tiene como finalidad desplazar el foco narrativo hacia la marginalización del

narrador y, por extensión, de la cultura letrada que éste representa, en Rosario Tijeras se
107

puede sugerir que dicha carencia naturaliza intencionalmente ciertas actitudes de la

sicaria, a la vez que actúa como coadyuvante en la construcción de una historia de amor

fracasado.

Es necesario agregar que este nivel superficial que críticos como Elkin Gómez

han considerado incapacidad narrativa y que podría ser decepcionante para un análisis

psicológico de los personajes, es en realidad una ‘convención’ de la novela sentimental,

tomada en préstamo por Franco Ramos, para crear una tensión ideal y mantener el ritmo

de la narración, pues ya desde el principio el lector sabe que Rosario va a morir: “Como a

Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor

del amor con el de la muerte. Pero salió de dudas cuando vio la pistola” (9). Es decir,

aquí no hay caso que resolver, como en la novela policíaca, aunque algunos elementos

hagan pensar lo contrario.35 Entonces, lo que mantiene la tensión es más un deseo de

búsqueda, materializado en la pregunta “-¿Alguna vez te has enamorado, Rosario?” que

el narrador lanza continuamente y que nunca se resuelve. Es clara esta filiación con la

novela sentimental, pero también lo es la parodia de la misma, evidenciada en la última

frase de la cita, que nos saca del mundo de las emociones y nos devuelve al de la

violencia física. Es así como funcionará toda la novela: una cosa es dicha sólo para ser

desvirtuada en la línea siguiente, recordándole de esta manera al lector que lo que lee

procede de la memoria, y que la memoria, como todo en la esfera de lo subjetivo, es

maleable, cambiante.

35 El otorgamiento del Premio de novela negra Dashiel Hammet y algunos artículos críticos así
lo sugieren. Ver por ejemplo “La novela negra en Colombia: un estudio de Rosario Tijeras y
Morir con Papá”, de Wilson Orozco.
108

A lo largo de la novela muchas de las descripciones de la ciudad de Medellín son

intercambiables con las de la muchacha, quizás por este mismo motivo poco profusas

para el caso específico del personaje femenino: “Medellín también es madre seductora,

puta, exuberante y fulgorosa. El que se va vuelve, el que reniega se retracta, el que la

insulta se disculpa y el que la agrede las paga” (113). Igualmente, hay varias entidades

identitarias diferenciadas espacialmente en la historia: “ellos”, los de las comunas

nororientales de Medellín y “nosotros”, la clase alta. Es “ella”, la mujer-ciudad la que

propicia el encuentro de las dos partes, en una confrontación urbana de “ellos contra

nosotros, cobrándonos ojo por ojo todos los años en que fuimos nosotros contra ellos”

(79), dos caras de la misma moneda que se conjugan en la sicaria rica. Con Rosario

metida en el bando de los poderosos y con los ricos en el de ella por el consumo de

drogas, la única que decide es la mujer, la ciudad-muerte. Dice Rosario “-Yo me la

imagino como una puta, de minifalda, tacones rojos y manga sisa. –Y con los ojos negros

–le dije yo. –Como parecida a mí, ¿no cierto?” (82). De ahí las dimensiones míticas que

adquiere la sicaria en la novela. Se crean historias en Medellín acerca de ella, y el

misterio que rodea a la muchacha invita a creer que todas son posibles. En las comunas

de Medellín Rosario Tijeras se vuelve un ídolo. En las paredes de las comunas empiezan

a aparecer graffiti que dicen “‘Cápame a besos, Rosario T.’, ‘Rosario Tijeras, presidente,

Pablo Escobar, vicepresidente”’ (86). Rosario se vuelve mítica, tanto como los narcos

que la mantienen. El personaje adquiere así un doble matiz de realidad y ficción dentro de

la ficción misma, convirtiéndose, si se quiere, en un molde poco profundo.

Tradicionalmente, numerosos títulos de novelas amorosas han llevado nombres

propios de mujeres o que aluden a tipos femeninos o a alguna de sus características. Esta
109

es la razón por la cual los novelistas del género sentimental han dedicado especial

cuidado a la descripción de personajes femeninos; modelo que en los escritores del

género han seguido sin mayores pretensiones vanguardistas (De Miguel 16). Sin

embargo, aunque a primera vista el título Rosario Tijeras plante a la sicaria como

personaje principal, la historia no se centra en el tema imperioso de lo sentimental sobre

las dificultades por las que pasa la muchacha para conseguir un objetivo amatorio, sino

en las angustias del narrador. A la vez, en la novela en cuestión el punto de vista de una

historia contada desde la memoria, en un flashback interrumpido esporádicamente por la

aparición de empleados del hospital, le permite al narrador pasar por alto información

elemental sobre el personaje femenino. Pero en esta novela es significativo tanto lo que

se omite como lo que se señala explícitamente. Al contar la vida de Rosario como

evocación desde el presente surge una doble dinámica en la que “parece natural que haya

una muchacha sicaria” (Quiroga 84), a la vez que no se cuestiona el desorden de

Medellín, ni se muestra sorpresa por la impunidad ni por la guerra en el contexto del

problema narco colombiano. Esta perspectiva narrativa invita a mirar lo natural o

inexplicado con más detenimiento.

Aquello que no se desarrolla o no se explica a nivel del relato, aparece como algo

socio-culturalmente natural, como parte de las cosas del día a día. Dentro de lo que la

novela naturaliza surge en primer plano el nombre de la protagonista. Aunque la historia

no explicita el peso del nombre en el destino de la muchacha, las relaciones entre uno y

otro son evidentes. “Rosario” hace referencia a la práctica religiosa del rezo. El rosario

suele adornarse con medallas u otros objetos de devoción, tal como los jóvenes asesinos

de la novela se ponen tres escapularios para que “si ojos tienen que no me vean, / si
110

manos tienen que no me agarren, / si pies tienen que no me alcancen” (9). De la misma

manera, el nombre “Rosario” hace referencia a un acto colectivo de devoción, que se

instaura en la novela en relación con la sicaria como objeto por el que se pelean los

pobres (los jóvenes asesinos que ella aparentemente lidera), los narco-ricos (los que la

mantienen) y la clase alta que la usa y la desprecia (Emilio y su familia de abolengo). En

este sentido, Rosario, como objeto de todas las fuerzas en tensión funciona como alegoría

de Medellín, atrapada en medio de conflictos sociales y económicos. Rosario-ciudad es

violenta pero ama, es dulce pero mata, es puente entre las comunas nororientales de

Medellín y la ciudad de abajo pero colapsa en el intento.

Por otro lado, su apodo “Tijeras”, el cual adquiere cuando cobra venganza de una

violación castrando a su agresor con este instrumento, instaura el carácter anónimo y

marginal de los habitantes de los barrios populares. Dentro de dicho anonimato, el dinero

adquirido en su labor como objeto de muerte, su participación en las diversiones de los

narcotraficantes, su deseo de montar su propio negocio de exportación de drogas y su

ausencia de linaje en una estratificación social tradicionalista basada en los apellidos,

vaticinan la imposibilidad de ascenso social de la muchacha:

Nos acostumbramos tanto a su nombre que nunca pudimos pensar que se llamara
de otra manera. En la oscuridad de los pasillos siento la angustiosa soledad de
Rosario, en este mundo, sin una identidad que la respalde, tan distinta a nosotros
con apellidos que producen muecas de aceptación y hasta perdón por nuestros
crímenes. (13)

La falta de identidad familiar de Rosario, evidenciada en el uso de un moquete,

dirige igualmente la atención a dos hechos: la ausencia de la figura paterna y el

distanciamiento de la figura materna. La novela no explica el abandono del padre, con lo

cual se naturaliza un lugar ya común en las narraciones testimoniales y de ficción sobre


111

los hogares monoparentales, específicamente en cuanto a que en las comunas

nororientales de Medellín las familias se constituyen generalmente con la madre a la

cabeza. Rosario le dice a Antonio “debe ser rarísimo tener papá” (20). Doña Ruby, madre

de Rosario, trabaja como empleada doméstica, es adicta a las telenovelas y cambia

constantemente de compañero. Es uno de éstos el que abusa de Rosario cuando tiene 8

años, borrando de tajo cualquier sentido de lo paterno que la niña hubiera conservado

hasta ese momento, e insertando la violencia como parte de su naturaleza: “-Desde niña

he sido muy envalentonada. Las profesoras me tenían miedo” (19), dice Rosario.36

La violación, presentada en la novela como una forma normalizada de violencia y

rememorada como rito iniciático a una vida llena de amargura, invierte la relación entre

los jóvenes asesinos y la madre como una figura de adoración, aceptada como principio

de los valores de la cultura de los sicarios.37 Si desde un enfoque psicológico de la

reafirmación del yo resulta natural la confrontación de la adolescente con la figura

materna, en Rosario Tijeras la complicidad de la madre en el dolor de la hija será

decisiva en el carácter contradictorio de la protagonista y en sus relaciones poco

tradicionales con el amor y la familia. Por otra parte, la ausencia de la figura paterna es

determinante en el camino que Rosario toma en la vida adulta, tanto como en su relación

36 A este respecto, como una de las conclusiones del proyecto 'Costos socioeconómicos de la
violencia intrafamiliar en Colombia', realizado por el Centro de Investigaciones Sobre Desarrollo
Económico de la Universidad de los Andes y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) a
principios de 2005, se incluye que hay una relación entre la pobreza y el maltrato a la mujer con
la delincuencia juvenil o la vinculación de adolescentes a grupos irregulares. En la novela en
cuestión no se afirma, pero esta idea estaría implícita.
37 Porque, desde la dinámica moral del sicario, es posible haber asesinado, pero se seguirá siendo
parte de la humanidad desde la óptica de lo afectivo, si todas esas maldades han sido hechas para
favorecer a la madre. No en vano en 1989 Alonso Salazar anota que “el día de la madre es el día
más violento en Medellín” (200).
112

con los hombres. En reemplazo del padre biológico, el jefe de los narcos, al que se alude

en la novela como “él” o “el duro de los duros”, actúa como una figura paterna ambigua

que, por una parte colma los caprichos financieros de Rosario, insertándola

económicamente en la clase pudiente, y por otra la explota como objeto sexual y de

muerte, devolviéndola a su lugar de origen para cumplir el destino ineludible de los

jóvenes sicarios de las comunas.

La ambigüedad de la figura masculina desemboca, por otro lado, en la

naturalización de un rasgo de la protagonista que la crítica – por ejemplo Rutter y

Orozco- ha descrito como la masculinidad de Rosario, la cual no se cuestiona en ningún

momento de la narración: “Había que tener las ganas y las güevas de Rosario” (52).

Sugerimos aquí que lo masculino en Rosario proviene de lo que podría definirse como

una “causa genética de clase”38. En la novela, la lucha de la joven por la supervivencia

tiene raíces muy profundas, de generaciones anteriores; a ella la vida le


pesa como le pesa a este país, sus genes arrastran con una raza de hidalgos
e hijueputas que a punta de machete le abrieron camino a la vida. Con el
machete comieron, mataron y arreglaron las diferencias con sus mujeres.
Hoy el machete es una nueve milímetros. Cambió el arma pero no su uso.
(39)

En este sentido, Rosario personifica una figura sexualmente ambigua al representar

simultáneamente roles tajantemente demarcados como masculinos y femeninos por la

sociedad antioqueña tradicional. Por un lado, a la usanza de los emigrantes rurales que se

establecieron en los cerros nororientales de Medellín, Rosario resuelve sus desacuerdos

con los hombres a través del homicidio, en su caso sincronizando ‘un beso con una bala.’

También es asesina a sueldo; un trabajo ‘de hombres.’ Pero, por otro lado, es una femme

38 La categoría es sugerencia mía.


113

fatal que atrae, en particular a los hombres ricos y poderosos, para luego desecharlos,

constituyendo en la novela una momentánea inversión del rol social de los muchachos de

las comunas como bienes de consumo de las clases alta y emergente, e instaurando el

sexo como otra arma.39

Otro efecto sobresaliente de la masculinización de la protagonista es la

feminización de Antonio como narrador y personaje, por ejemplo cuando la voz que

relata recuerda que “sus historias [las de Rosario] no eran fáciles. Las mías parecían

cuentos infantiles al lado de las suyas” (33). El efecto de tal feminización es instar al

lector a que se incline por el sufrimiento del personaje masculino producido por su amor

frustrado. En el discurso directo que transcribe las afirmaciones de Rosario encontramos

constantemente palabras ofensivas para referirse a Emilio y Antonio tales como “maricas,

maricones y güevones”. Estos términos han llegado a ser de uso común entre la juventud

colombiana de los últimos años, que los emplea en un contexto de confianza, algo así

como el ‘parcero’ en las comunas. Lo interesante de su uso en boca de la sicaria es que

estos vocablos despojan a los hombres de clase alta de su carácter masculino y cortan

toda posibilidad de entablar una relación sentimental tradicional con ella. Ésta es una

forma de control y alimento del deseo que la muchacha teje a su alrededor. Rosario dice:

“A mí no me gusta que me hablen contemplado. Si los hombres supieran lo maricas que

se ven cuando se ponen de romanticones…” (75). Es preciso entender que la

feminización de Antonio no es gratuita sino necesaria dentro de la lógica de una historia

39 Ya se había sugerido en el capítulo 2 la interpretación del arma del sicario como una extensión
de su cuerpo. En La Virgen de los sicarios y en Rosario Tijeras los narradores, ambos de clase
alta, ‘consumen’ el cuerpo del sicario. El protagonista de Sangre ajena reitera la relación entre el
asesinato y el sexo: “el metal del arma es como la piel que se acaricia para vivir, la frialdad del
metal se asemeja a piernas abiertas para soñar con la pasión escondida” (56).
114

de amor tejida a base de las confidencias de Rosario: “Vos si sos guevón, parcero. Por

eso es que te quiero.” (159) A pesar de estar enamorado de la sicaria, el joven

comprende que la única manera de tenerla cerca es esconder su deseo físico y emocional

y convertirse en su confidente y celestina, roles que generalmente desempeñaría una

figura femenina.

Si en la picaresca española el personaje adolescente aprende a manipular la

compasión para conseguir unos fines casi siempre económicos, en la sicaresca

colombiana el joven asesino aprende a manipular, particularmente a la clase alta, casi

como parte de un instinto de conservación, aunque sus métodos no siempre impliquen

una coherencia en los roles de género tradicionales. En el caso de Rosario, la muchacha

explota constantemente ante su hermano Johnefe, Antonio, Emilio y los narcos su índole

femenina como método de supervivencia social y económica, más que como herramienta

sentimental: “si surgía alguna duda sobre ‘su verdad’, apelaba al llanto para sellar su

mentira con la compasión de las lágrimas” (21). Entonces, es significativo que quienes

figuran como actores del melodrama por amor sean los personajes masculinos: Ferney,

Emilio y especialmente Antonio, no Rosario: “No me importaba su descaro al utilizarme,

ni el falso amor de esas manos, de esos ojos y esa lengua. Si ya estaba perdido nada

perdía con perderme” (122).

José Luís Varela expone como una característica de la novela sentimental “el tono

quejumbroso y luctuoso que afecta la narración y los monólogos” (353), el cual nos

parece fundamental plantearlo no sólo como una característica que enlaza Rosario Tijeras

con la novela de amor, sino como otro de los elementos de feminización del narrador y la
115

consiguiente ‘masculinización’ de Rosario. Ante la confidencia que la protagonista le

hace de algunas intimidades, el narrador revela su crisis emocional y narrativa:

Yo también perdí el hilo. En cuestión de segundos no supe qué hacer con


todas las palabras que imaginaba para ella. Palabras de amor que
encadenaba mientras me dormía, y que preparaba para decírselas algún día
bajo una luna, frente a una playa, en el tono marica y romanticón que a
ella tanto le molestaba. ¿De qué otra forma se puede hablar de amor? (76)

Al mismo tiempo, desde su papel de narrador, Antonio confiesa en tono melancólico sus

preocupaciones existencialistas y amorosas por medio de generalizaciones que chocan

con una realidad de afuera que tiene idealizada. Por una idealización producto del amor el

protagonista no se adentra en la Medellín contradictoria que le roba a Rosario, o que no le

ayuda a descifrarla. Por eso también ignora la tensión urbana a su alrededor y se enferma

de amor, no de violencia.

En la literatura amorosa aparece muchas veces la enfermedad como consecuencia

de enamorarse, de las ansias o de los celos. Es una enfermedad rodeada de misterio, algo

así como trastornos emocionales pero que se somatiza con dolores corporales. Es un

elemento más que acentúa el dramatismo (De Miguel 18). De la misma manera, en

Rosario Tijeras, Antonio se enferma de amor. Las varias veces que regresa derrotado al

seno familiar, sus padres leen como efecto de la adicción a las drogas lo que en realidad

es una adicción a Rosario, “la maldita droga que los ingenuos llaman amor” (119). Así, el

problema narco queda si no velado, relegado a un segundo plano, debido a la crisis

amatoria del narrador. Rosario es presentada, además, como una enfermedad que le hace

sentir “las mariposas en el estómago, el frío en el pecho, la debilidad en las piernas, la

desazón, el temblor en las manos, el vacío, las ganas de llorar, de vomitar y todos los

síntomas que atacan a traición a los enamorados” (180). Todos estos síntomas, que unen
116

la experiencia del amor a la de la muerte, resumen el sincretismo de la sicaria como

figura amatoria en la novela: los besos de Rosario “saben a muerto” (187). Este efecto del

asesinato en la joven reitera la doble condición que socialmente se le ha atribuido al

sicario como trabajador de la muerte por su labor de asesino a sueldo y como muerto en

vida por su desaparición temprana, presentando ésta última como parte de la esencia de

estos jóvenes. La lucha entre amantes de clases sociales opuestas funciona como

elemento que naturaliza la doble condición de asesino y pronta víctima de la muerte: “–

Nunca me imaginé que yo fuera a tener un rival de las comunas– decía Emilio. –Te van a

matar– le advertíamos inútilmente. –Primero lo matan a él, ya verán” (28).

Hay que decir aquí que el narrador es conciente del proceso de feminización al

que ha sido sometido: “¡El amor aniquila, el amor acobarda, disminuye, arrastra,

embrutece!” (87). Como parte de su feminización y de su carácter de confidente, Rosario

prescinde de su nombre y opta por llamarlo parcero, parcerito. No obstante, es evidente

que a través de la novela la voz narrativa no transgrede totalmente las barreras de clase,

las cuales incluirían las de género. De manera consecuente, la trasgresión social y la

inversión de género de Antonio al enamorarse de una muchacha sicaria de las comunas

de Medellín se resuelve a nivel de la narración hacia el final de la novela con el fracaso

de las expectativas amatorias del narrador. Como anota Von der Walde:

la característica de la historia de amor es el fracaso. En efecto, la relación


entre un hombre y una mujer o se halla impedida desde un principio por
diversos motivos, o se frustra a la postre. Y esto es muy significativo. De
hecho, las obras nos muestran la relación conflictiva individuo-sociedad,
donde la última coarta las aspiraciones del primero. (15-16)

De acuerdo con esto, es la estratificación social de Medellín la que conduce al fracaso de

los deseos del protagonista. Cuando el lector se entera de que Rosario ha muerto, se
117

conjugan el tiempo de la historia y el de la narración en el espacio de la clínica, acabando

así con la espera de Antonio, su excusa para contar la historia. Pese a esto, un último

capítulo rememora la única vez que el narrador-personaje le declara su amor a Rosario y

su única noche juntos: “Con mis dedos busqué su hombro y tiré un poco de la sábana

para encontrar algo de piel, pero ella se encogió bruscamente y sin mirarme me devolvió

a mi esquina. -Mejor durmámonos, Antonio –me dijo” (190). Es allí, en esa conjunción

del discurso amoroso y el social, donde el narrador recobra su masculinidad y su nombre,

pero donde pierde también de manera definitiva toda esperanza de amor correspondido.

Es ese también el momento en que, por el ataque a la hombría del narrador, Rosario es

devuelta a su lugar de origen -“Las tijeras son tu chimba, Rosario Tijeras” (191)-, por un

Antonio ya remasculinizado, rebautizado y, por ende, reintegrado a su clase. De esta

forma, la novela reitera la presencia de un personaje masculino que resulta perdedor a

nivel de la fábula, pero que mantiene el control narrativo, lo cual, hasta cierto punto,

afirma el poder social de la clase alta a la cual pertenece.

En la novela de Franco Ramos la unión entre los jóvenes sólo es posible a través

de la droga, el sexo y la violencia, acentuando la falta de comunicación como un abismo

que separa las dos partes de la sociedad colombiana que representan. Entonces, la historia

desarrolla el razonamiento de un tipo de amor y deseo que es incompatible con el

matrimonio y otras instituciones tradicionales, sugiriendo así que este tipo de

sentimientos son peligrosamente antisociales. Por otro lado, como sugiere Cabañas, con

la relación entre Emilio, Rosario y Antonio “se alegoriza una relación de atracción y odio

entre las clases altas y las desposeídas de Colombia.” (19)


118

Aunque hay una tensión por el acercamiento entre personajes de diversos

orígenes, se logra mantener la división de dos grupos sociales distintos, uno tradicional y

otro intruso, aunque el dominante, en ciertos contextos, haya pasado a ser el dominado,

por efecto de los vertiginosos cambios económicos y culturales propiciados por el

problema narco. Se podría plantear que en algunos momentos hay una inversión de roles,

como en el caso de la inclusión del parlache en el discurso del narrador o en la

transgresión de los roles tradicionales de género, pero que tal inversión es ilusoria y

momentánea, y no se realiza a nivel identitario para ninguno de los personajes. Por tanto,

en Rosario Tijeras no se lleva a cabo ni una inversión ni una mixtura cultural, ni

geográfica ni urbana. Como apunta Maite Villoria: “It goes without saying that exclusion

and ghettoization continue in Medellín, despite a language of inclusion and cultural

fusion” (“The Furious City” 80).

El atractivo de la novela de Franco Ramos debe buscarse en sus límites. Como se

ha visto, lo interesante de estas características de la novela sentimental no es tanto su

presencia idéntica a las especificidades tradicionales del género, sino las subversiones

particulares en la construcción de la historia de amor con una sicaria. En las novelas

sentimentales, la que sufre y ‘muere’ de amor es la protagonista femenina, no el narrador.

En la novela de Franco Ramos el que sufre es Antonio, el personaje masculino, y Rosario

sí muere, pero no de amor, sino cuando uno de los suyos sincroniza en ella ‘un beso con

una bala.’ Aunque a nivel del relato es obvia la relación entre Antonio, Rosario y Emilio,

el narrador lo interpreta a través de sentencias y generalizaciones que muestran

claramente la perspectiva de la narración: “Siempre he pensado que en al amor no hay

parejas, ni triángulos amorosos, sino una fila india donde uno quiere al que tiene delante
119

de sí, y este a su vez al que tiene delante de sí y así sucesivamente, pero siempre

queriendo a quien nos da la espalda. Y al último de la fila no lo quiere nadie” (108). En

Medellín, todos están “detrás de Rosario.”40 La respuesta a la pregunta sobre quién está

delante de ella es obvia: sin querer a nadie, ella va delante de todos, siempre tras la

muerte.

3.3. Morir con Papá: sicariato en familia

Morir con Papá, de Óscar Collazos, es una de las novelas sicarescas que ha

recibido menos atención por parte de la crítica literaria, a pesar de la larga e importante

trayectoria del escritor colombiano y la propuesta estética de la novela. Collazos,

narrador, periodista y ensayista, ha incursionado en diversos géneros con más de veinte

libros.41 Sus novelas más recientes son La modelo asesinada (1999) y Batallas en el

Monte de Venus (2003), ambas sobre la corrupción en la farándula y en el mundo de las

top models. Con referencia al tema de estos dos textos, el autor anota que “a la moral de

cierta pos-modernidad que parece renunciar a las grandes utopías del siglo, ha venido a

40 En el habla popular colombiana “estar detrás” de alguien tiene dos significados importantes
para el contexto de Rosario Tijeras. Puede usarse en el sentido de asediar con intenciones
amorosas o de perseguir por deudas con la justicia.
41 Entre sus colecciones de ensayos figuran Literatura en la revolución y revolución en la
literatura (1970) con Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa, Textos al margen (1978) y Para un
final de siglo (1991). En su obra cuentística se encuentran El verano también moja las espaldas
(1966) y Son de máquina (1967). Entra en el género novelístico con Crónica de tiempo muerto
(1975) y Todo o nada (1979), en las cuales los personajes viven tensiones personales ligadas a
conflictos sociales. El aprendizaje de la adolescencia es el tema de Jóvenes, pobres amantes
(1983) y Fugas (1988). En Las trampas del exilio (1992) se recrea la experiencia de emigrantes
suramericanos en Barcelona y en Adiós a la Virgen (1994), Collazos incursiona en el mundo del
erotismo femenino.
120

sumarse otra forma de sí mismo, la aceptación de que cualquier cosa puede ser

corrompida si hay una mediación del dinero, la gloria, la fama” (Entrevista con Margarita

Rodríguez). La industria de la belleza es uno de tantos ejemplos de la permeabilización

del elemento corruptor en la sociedad colombiana, instaurado en gran medida por el

narcotráfico. Esta misma preocupación sobre la amoralidad abonada por el dinero y el

ansia de notoriedad constituye la médula de su novela sicaresca Morir con papá (1997).

La trama de la novela es sencilla. Jairo, de 17 años, participa, junto con su padre,

en el asesinato de un importante magistrado colombiano. Durante el operativo, el padre

resulta herido. Luego, por un error cometido por Jairo al dejar en el lugar de los hechos

su propia motocicleta, padre e hijo son separados por sus compañeros y encerrados e

incomunicados en diferentes lugares. Como resultado de la imprevisión e imprudencia de

Jairo al dejar rastros en la escena del crimen, los jefes ordenan el ‘silenciamiento’ del

joven y su padre. De tal forma, el padre muere asesinado por un sicario tan joven como

su hijo y su cadáver es abandonado en una zanja en las afueras de Medellín. Mientras

tanto Jairo, quien desconoce el destino de su progenitor, es encargado de asesinar a un

político en un centro universitario, bajo promesa de que podrá reunirse con su padre una

vez concluido el trabajo. En la huída posterior al segundo magnicidio, bajo las órdenes de

los jefes narcos, Jairo es asesinado por sus mismos compañeros.

Si bien la historia no resulta complicada y tiene un final previsible, el cual

presenta la muerte del sicario, la novela despliega algunos componentes novedosos

dentro de las novelas del género. El primero y el más sobresaliente es la presencia de la

figura paterna tanto en la vida del joven asesino como en el negocio del sicariato. Dicha

figura funciona como detonante narrativo en varias direcciones. En primer lugar, la


121

relación entre padre e hijo es atípica, si se tiene en cuenta la rivalidad y confrontación

representada directamente en otras novelas, por ejemplo en Sangre ajena. Con respecto a

la inclusión de la figura paterna comenta Collazos:

Introduje la figura del padre porque una de las intenciones de la novela es


la de evitar la simplificación del personaje como encarnación del “mal”,
visión muy frecuente cuando se recrea la vida del sicario “desalmado.” Al
humanizar esta relación mediante la carga afectiva que vincula a padre e
hijo, quise poner de presente valores familiares, el respeto por las
jerarquías, un principio de autoridad que sigue vigente en esas relaciones.
(“Entrevista con la autora”)

A primera vista, en la novela parece haber una relación tradicional de respeto entre padre

e hijo. Jairo y su padre se hablan con voz suave, con autoridad y obediencia de parte de

uno y otro, como si “respondieran a un pacto sellado desde siempre, acaso desde que

tuvieron la posibilidad de hablarse” (9). Pero aunque hay cordialidad, no existe una

relación profunda entre ellos. Más bien ésta fluctúa entre un afecto silencioso, el respeto

del muchacho hacia el padre y la manera con que éste impone su autoridad u ofrece sus

consejos. Aún para el padre resulta extraño saber que el hijo le profesa cierto apego. De

este modo, más que reforzar la idea de un vínculo familiar, se puede observar la presencia

simultánea de estas dos figuras como un contrapunteo representativo de valores y de

formas de concebir la vida en un pasado y un presente que conviven al interior de las

familias de clase baja del Medellín de finales del siglo XX.

El padre es una figura interesante, presentada en la novela a manera de espectro,

de fantasma proveniente de un pasado irrecuperable, imagen acentuada por un gran

cansancio y una apariencia física decadente. Ante las nuevas modas traídas por la

sociedad de consumo y el narcotráfico, el padre se siente desadaptado, incluso ante

aquellos comportamientos impuestos por el trabajo que desempeña como asesino. Al


122

contrario de los jóvenes apresurados y presuntuosos, el viejo rehuye la pedantería y el

afán de mostrarse instituidos por los narcos y por los medios de comunicación. En vez de

exhibir grandes sumas de dinero, el hombre prefiere la mesura y la planeación,

incluyendo el ahorro y la renta: “El dinero –se decía—podía ser un espejismo” (20). Por

eso, mantiene otras usanzas, más suyas, de antaño, incluyendo el fervor por el tango, que

cuando joven lo llevó a “cifrar su futuro en <<La Cumparsita>>, el rudimentario negocio

de víveres que abrió para llevar una vida decente. […] Amo de sí mismo, servidor de

nadie –en esta lógica parecía descansar el entusiasmo que puso en <<su>> negocio” (48).

Por esto, es comprensible la desazón que siente ahora al verse forzado a trabajar como

empleado y a estar al servicio del crimen.42 Además del gusto por el tango, la

personalidad callada y solitaria del padre de Jairo, evoca sin duda la de los malevos,

ladrones y bandidos míticos de las canciones populares bonaerenses.

Pero para un joven de la edad de Jairo, estas actitudes del padre lo convierten en

una figura lejana y extraña, como parte de una generación de seres casi extintos de los

que dice el joven que “gozan con la tristeza”. Además, el padre posee un aplomo opuesto

al vértigo con que el joven vive la vida, incluso en su forma de hablar pausada, en la

manera lenta como el hombre construye cada frase y en el voseo permanente que incluye

en su habla. Si en Rosario Tijeras el voseo es una marca social que contrapone a los

jóvenes de clases acomodadas a los de los barrios populares inmersos en su propio

42 El tango es una pasión compartida por todo el pueblo paisa y hay un culto obsesivo por Carlos
Gardel, fallecido en Medellín, el cual se ha plasmado particularmente en un luto anual colectivo
sin distinciones de clase, aunque mermado en las generaciones más jóvenes. La afición de los
sicarios adultos de la novela por la muerte le confiere un cariz celebratorio particular al día en que
falleció aquel que “canta mejor muerto que vivo” (47), una versión llamativa de la expresión
popular “canta cada día mejor” y que en la novela remite al ambiente de violencia en que actúan
los personajes.
123

idiolecto, en Morir con Papá el voseo es una marca generacional que acentúa la distancia

entre el pasado y el presente y la presencia de cambios tanto en el corazón de la ciudad

como en las zonas rurales circundantes. Otros personajes adultos de la novela se refieren

también a dichos cambios, pero de manera más directa. Así, por ejemplo, un anciano que

cuida la finca donde permanece el padre herido cuenta como “antes había sembrados y

ganado por estas tierras. Ahora ya no hay sino bestias de montar, caballos de paso fino y

unas gallinitas para los mayordomos.” (77) A lo largo de la novela nunca se nombra

directamente un espacio reconocible para el lector. Sólo encontramos alusiones, pero que

son suficientes para delimitar espacialmente los cambios a que se ha hecho referencia

dentro de la zona de Medellín y sus alrededores: el pueblo de Belén, el aeropuerto de

Rionegro, las comunas habitadas por emigrantes del campo, etc.

Estas transformaciones sociales se evidencian así mismo a través de la situación

familiar del joven. Jairo es el último hijo varón de una familia en la que sólo quedan él y

su madre. A pesar del abandono, ésta nunca le ha hablado con rencor de su padre,

a quien dejó de ver cuando el hijo era apenas un desvalido crío de cuatro o
cinco años. El muchacho tampoco ha preguntado mayor cosa sobre el
padre. Y cuando le ha dicho que ha vuelto a verlo, que trabajan juntos, la
mujer se ha limitado a preguntar si está bien, si, como dicen quienes lo
frecuentan, ha envejecido más de que puede envejecer un hombre todavía
joven. (26)

Aunque aquí se describe el ambiente familiar, simultáneamente se alude a los efectos de

la vida dentro del sicariato. Si en los jóvenes su trabajo en el ‘negocio’ produce una

mayoría de edad y una muerte prematuras, en el adulto el desempeño como asesino por

contrato tiene como efecto un envejecimiento igualmente temprano. Entonces, la

reaparición del padre en la vida del hijo cobrará sentido en la historia en tanto se

relaciona con su trabajo como homicida a sueldo, más que como figura paterna como tal.
124

Hay que anotar desde ya que una de las características de la voz narrativa en la

novela de Collazos es no ser omnisciente, sugerir siempre un ‘tal vez’, un ‘acaso’ o usar

el modo condicional que muestra no saber con exactitud lo que pasa por la mente de los

personajes ni lo que siente Jairo, incluyendo los sentimientos hacia sus padres. El lector

sólo está al tanto de que también la madre está presente en la vida del hijo, pero ni

siquiera éste sabe si la ama o no. Más bien, dice el narrador, “un sentimiento escondido y

nunca expresado podría parecerse a la devoción, ese sustituto del amor” (63). La madre

se presenta en la novela como figura virginal, un lugar ya común de las narraciones

sicarescas, quien además de interceder por la vida de su hijo por medio del rezo, entra de

manera sugestiva a mediar en las relaciones entre padre-hijo a través de consejos como

“<<Quiéralo y respételo –le dijo alguna vez--. En el fondo, es un buen hombre>>” (27).

Pero la madre es también un personaje de creencias contradictorias, al igual que la novia

de Jairo. Las únicas dos figuras femeninas de la novela son honradas y aceptan las

situaciones en que se ven indirectamente involucradas como si fueran un regalo divino.

Pero al recibir dinero del joven no preguntan por su origen, aunque es obvio que lo

conocen. Más bien, oran para que le vaya bien y no le pase nada, ante lo cual el narrador

comenta en tono irónico que Jairo conoce ese tipo de oración. Entonces, las figuras

paterna y materna en Morir con papá no siguen los patrones descritos por los estudios

sociológicos sobre las familias de los sicarios para sugerir que más que unas familias

desarticuladas, es la situación económica la que conlleva al oficio del asesinato a sueldo.

Es preciso decir también que la presencia del padre en la historia crea otras

relaciones significativas que ayudan a delinear el contexto de los asesinatos y la suerte de

los protagonistas. Tal vez una de las más significativas sea la aparición paralela de dos
125

figuras, el patrón y el padre. Las dos son incompatibles, debiendo combinarse en una

sola, el patrón-padre, de manera que una de las dos debe desaparecer: en este caso, el

padre biológico. Esto explica por qué el padre muere antes que Jairo, quien de cierta

manera ha tomado al jefe-héroe como modelo de comportamiento y cuya apariencia de

estrella de cine admira, sustituyendo así la carencia del verdadero padre en la niñez y su

presente decadencia física.

No obstante, en el texto la situación familiar o, más bien, su ausencia, no se

construye en el vacío: viene de la pobreza y la desesperanza. Aunque el título Morir con

papá sugiera en principio que la entrada al mundo de los asesinos a sueldo se puede

considerar como un comportamiento natural que se hereda, lo cierto es que proviene de

una situación socio-económica sin posibilidades de progreso para los menos favorecidos,

la cual ha propiciado el trabajo en equipo de miembros de una misma familia. A Jairo y

su padre “los ha unido acaso la determinación de trabajar juntos o de haberse encontrado

en un trabajo que cada uno y por su cuenta decidió hacer en parecidas circunstancias de

desesperación o pobreza” (25). Por otro lado, estamos ante una sociedad que brinda pocas

posibilidades de educación formal para los muchachos de los estratos populares. Por esto,

cuando le ordenan disfrazarse de estudiante para ingresar a la universidad y perpetrar el

segundo asesinato, sabemos que a Jairo no le desagrada la imagen de quien hubiera

podido ser, pero que por esa imposibilidad impuesta por la pobreza la envidia y la odia a

la vez. Para el muchacho, la carencia educativa ayuda a configurar su personalidad, cuyos

rasgos hubieran sido otros si hubiera tenido acceso a una formación académica.

Algo significativo en la novela es el grado de conciencia que muestra el joven

sicario sobre su situación desventajosa. Jairo reconoce que vive en un contexto social
126

marcado por la falta de opciones y que por ese motivo está expuesto a convertirse en una

pieza manejada por otros. El conocido “no nacimos pa’ semilla”, que da nombre al libro

de Salazar, aparece de nuevo, gracias a una lucidez que pocas veces se le atribuye a este

tipo de personajes dentro de la sicaresca. Jairo es capaz de entender que

[…] los de su edad empezaron a padecer una condena: no saber hacer


nada, haber nacido para no hacer nada distinto a ver pasar los días y la
vida misma como si días y vida sólo fueran la solución a un dilema
inmediato, seguir viviendo de cualquier manera, a cualquier precio. (59)

Sin embargo, desde la perspectiva de los personajes adultos de la novela los jóvenes

sicarios no manejan el grado de conciencia desplegado por Jairo y, si lo hacen, no les

alcanza para evitar una muerte segura. Según los más viejos, la entrada de los muchachos

al negocio no es necesariamente el producto de la falta de oportunidades, ni de un círculo

vicioso de la pobreza, sino de una rapidez absorbente que no les permite conocer y

adoptar las viejas usanzas sintetizadas en el viejo adagio de que “el que a hierro mata a

hierro muere” (38). A pesar del grado de conciencia de Jairo ante su situación, a través de

la admiración que siente el muchacho por los personajes adultos, especialmente por el

patrón narcotraficante, la novela hace énfasis en que el muchacho es un objeto que poco o

nada puede hacer para manejar su propio destino.

Pero, por otra parte, la historia hace énfasis en el hecho de que la educación del

muchacho es eminentemente televisiva. Esto es claro en una escena entre Jairo y uno de

los sicarios adultos quien le pregunta --¿Vos dónde aprendiste eso? –En las películas de

Kun Fu. No me digás que no has visto cómo Kun Fu se concentra” (132). El narrador nos

dice además que a Jairo también le gustan las fotonovelas de amor, las cuales ha

coleccionado, pero que “si hubiera sabido leer correctamente, le habrían gustado también
127

las novelas del género [policíaco]” (17). La postura de la voz narrativa ante la

problemática de la educación se torna contradictoria y sólo supone pero no se inclina

hacia ningún factor en particular como origen de la tendencia del joven hacia una

actividad fuera de la ley. La contradicción radica en que el narrador presenta a Jairo en su

carácter adolescente inmerso en un mundo de amor y odio que por extensión cobijaría a

una generación y a una clase social pobre e inculta, pero también le atribuye un gusto

desde siempre por la acción y el crimen. No obstante, nos inclinamos hacia el factor de la

pobreza, la cual seguirá en su perfil como una impronta indeleble. Por su vida más larga y

su doble experiencia en la ciudad de antaño y la de hoy el padre vaticina el futuro de su

hijo: “Aunque ahora ganés plata, seguirás siendo pobre –le ha dicho repetidas veces--.

Ser pobre es como la marca que se le hace al ganado” (36) De acuerdo con la visión del

padre, basada en su propia experiencia como sicario, los muchachos de las comunas de

Medellín están destinados a ser pobres por siempre con todo lo que esto conlleva.

Es de notar que, tal como ocurre en Sangre ajena, en la obra de Collazos los lazos

familiares y el desempeño en un mismo oficio posibilitan el diálogo entre los personajes

sicarios y entre estos y otras personas al servicio de los jefes. En la obra en cuestión,

dicho diálogo revela indirectamente ciertos rasgos del problema narco, a la vez que

acentúa la presencia del sicario como peón del crimen organizado. Es así como ni Jairo ni

su padre saben quién ordena los asesinatos que consuman. Hay más bien una cadena

criminal en la que se desconoce el autor intelectual de los crímenes y a lo sumo se sabe

quién es el que paga. En esta cadena descubrimos que además del padre de Jairo, hay

otros sicarios adultos que están a cargo de las funciones de los adolescentes en el

negocio. Entonces, a pesar de la presencia de asesinos de distintas edades, el joven es


128

“una pobre pieza sometida a la voluntad de ellos” (93). También se revela el hecho de

que la descomposición social ha alcanzado a otros estamentos, incluyendo la corrupción

de las fuerzas armadas. Uno de los sicarios adultos se jacta frente a Jairo de los logros

alcanzados como sargento retirado del ejército, mientras que otro le explica que ha

trabajado para los grupos de autodefensas en las zonas rurales, ampliando enormemente

la cadena criminal de los asesinatos. El paramilitar le enseña a Jairo las dinámicas del

nuevo orden que reina en el territorio:

No hay trabajos buenos ni trabajos malos. Hay trabajos. Y uno trabaja por
el billete. ¿O no? Yo trabajé un tiempo para unos ganaderos. Me fui a
limpiarles la zona. Nos fuimos a recibir órdenes de un coronel del Ejército.
Templado el man. No se ponía con vainas. ¿Que había que bajarse a un
alcalde? Lo bajábamos. ¿Qué había un sospechoso metido por ahí entre la
gente? Plomo con el malparido ése. ¿Que tocaba <fumigar> una cantina
llena de gente? A fumigarla sin preguntar. (127)

De allí que en la novela no haya castigo por los delitos y ni siquiera se vislumbre una

persecución de los criminales, pues incluso las denominadas fuerzas del orden ponen su

grano de arena en la ola de violencia. En el contexto delictivo de Morir con papá reinan

el miedo y la impunidad. Al igual que en La Virgen de los sicarios, las gentes que

presencian los asesinatos no reaccionan. Los asesinos ‘trabajan’ a sus anchas como en

cualquier otra profesión, es decir, como si matar fuera una profesión como cualquier otra,

pues nadie emite una sola palabra de denuncia en una ciudad donde “esa era la ley y

seguiría siendo la ley” (18).

La impresión de ilegalidad no sancionada que rodea la novela se ve intensificada

por la influencia de medios audiovisuales como el cine y la televisión, los cuales

magnifican el triunfo de criminales y diluyen los límites entre ficción y realidad que

maneja la mente joven y vertiginosa de Jairo, con “películas que él mira como si
129

pertenecieran, no al mundo de los sueños sino al mundo de la realidad” (123). Los

parámetros que maneja el muchacho siempre lo hacen pensar ante todo en términos de los

personajes y la trama de las películas de acción que admira. Así, por ejemplo, al

contemplar la foto de un hombre que debe asesinar, siente hacia él cierta fascinación por

el descubrimiento de una cara que le recuerda a Clint Eastwood. Entonces, lo imagina

“conduciendo un carro deportivo de película por una autopista de película, acompañado

por una atractiva rubia de película” (10). A lo largo de la novela, Jairo describe siempre a

la gente haciendo referencia al cine. También el muchacho trata de aplicar en su oficio

los recursos aprendidos en las series policíacas de la televisión, unas de las pocas cosas

en que, según el narrador, se podía concentrar por largos períodos de tiempo. Este gusto

por lo visual no es comprendido ni compartido por el padre, quien es conciente de la

confusión entre fantasía y realidad que maneja su hijo y que sabe que lo llevará a un mal

‘fin.’ La novela lanza de esta manera una crítica a la influencia de los medios masivos y

sus efectos en las generaciones jóvenes y por extensión en la violencia urbana.

Toda la experiencia vital de Jairo es televisiva y sus aspiraciones, por

consiguiente, son el dinero y la fama. La admiración que el muchacho le profesa al jefe

narcotraficante tiene que ver especialmente por el lujo con que éste vive, por una riqueza

y un estilo en ciertos movimientos que el joven puede comparar con los de personajes de

películas que ha visto: “Al cabo de un rato, el muchacho cree acertar al decirse que si el

tipo se parece a alguien tal vez sea a Michael Douglas. (109). Irónicamente, Jairo logra

un poco de fama después de la indiscreción cometida durante el primer asesinato. Su foto

y su nombre aparecen en televisión, pero el muchacho comprende que no es un evento


130

apreciado por sus compañeros de trabajo y que tal vez sea el odio de éstos el único

reconocimiento que vaya a alcanzar.

La presencia de los medios en la novela también tiene que ver también con el

ansia de consumo de los jóvenes sicarios. Hay alusiones específicas a productos deseados

como ‘camionetas Trooper’ y ‘relojes Cartier’ que muestran los efectos del consumo en

la forma de pensar de Jairo. Por un lado, sus estrategias nemotécnicas son eminentemente

cinematográficas. Cuando escucha historias de asesinatos, no evoca las palabras del otro,

sino que recrea las escenas con él mismo como protagonista. Pero, por otro lado, los

eventos del día a día se asemejan a la fugacidad con que circulan los productos de la

sociedad de consumo. En su memoria “todo se borra muy pronto, no quedan

remordimientos” (530), pues los recuerdos se reemplazan unos por otros, así como el

dinero se gasta a montones y los objetos se reemplazan al ritmo que impone la moda: el

carro, la moto, el equipo de sonido, las ‘hembritas.’ Lo único constante es el ‘fierro’, la

pistola siempre en la cintura con la cual “decidir el curso de la proyección” (115). El

joven mismo resume su filosofía de vida diciendo que “si uno se va a morir de un día

para otro, ¿para qué esconder la plata entonces?” (35) El círculo vicioso formado el

consumo y la muerte en la vida del sicario construyen entonces una barrera en su

aspiración de salir de la miseria.

Los medios también aparecen en la novela como recurso narrativo. La voz hace

un trabajo interesante para tejer una historia que en su confección se asemeja a la

narración cinematográfica en situaciones en las que el discurso parece emanar del ojo de

una cámara y plasmarse en un guión de cine, gracias al uso de una enunciación siempre

en presente:
131

Al entrar, primero el viejo y luego el joven, éste da una lenta y suspicaz


mirada al interior. Recorre con la vista las cuatro mesas del salón, como
tratando de reconocer los rostros de los parroquianos. Dirige después la
vista hacia la figura de una joven, ciertamente hermosa, que sirve gaseosas
en una de las mesas. Cuando ha servido y girado el cuerpo hacia el
mostrador, esboza una franca sonrisa de alegría. (12)

Este uso del punto de vista confirma que, como ya se había indicado, no estamos ante un

narrador omnisciente, sino frente a una voz que narra y piensa con el muchacho o a veces

como él. Hasta cierto punto, el narrador traduce las frases del joven: “Le ha dicho que no

tema. Que probablemente haya un alboroto –ha dicho un mierdero—” (122). Además,

posiblemente para mostrar que el sicario se cuestiona, rasgo singular dentro de las

novelas del género, el narrador no asevera sino que vacila, menciona probabilidades,

acasos. No obstante, no llega a sugerir que dicho cuestionamiento desemboque en una

acción diferente a la del asesinato.

A diferencia de Rosario Tijeras, en Morir con papá hay una narración más

detallada de los sucesos violentos, pero en especial de las sensaciones que los

acompañan: la inmediatez, el presente y el vértigo. En la novela de Collazos, el sicario es

una víctima de la pobreza y del narcotráfico, pues la novela comienza y termina con el

asesinato de políticos importantes y en el centro están los sicarios que también caen

inmolados. Aunque Jairo habla, no es para hacerse cargo de la narración, ni apropiarse de

una identidad, sino como muestra de lo que el sistema narco y la sociedad de consumo

han hecho de estos jóvenes. Al final nadie investiga, nadie esclarece los asesinatos, nadie

reestablece un orden, haciendo una representación cuestionadora de la violencia del

narcotráfico en Colombia.
132

CAPÍTULO 4

LA NOVELA SICARESCA Y LOS MEDIOS

4.1. La Virgen de los sicarios y Rosario Tijeras: el otro como espectáculo

En los créditos finales de la película Rodrigo D (1989), del director colombiano

Víctor Gaviria, el espectador se encuentra con una acotación sobre la muerte de varios de

los actores participantes, acaecida en circunstancias similares a las representadas en el

filme:

Esta película está dedicada a la memoria de John Galvis, Jackson Gallego,


Leonardo Sánchez y Francisco Marín, actores que sucumbieron sin
cumplir los 20 años a la absurda violencia de Medellín, para que sus
imágenes vivan por lo menos el término normal de una persona.

Este colofón marca el cariz del proyecto fílmico de Gaviria, el cual se ha caracterizado

por la presencia de actores naturales en películas como Rodrigo D, no futuro (1989), La

vendedora de Rosas (1998) y Sumas y restas (2005), consideradas una trilogía sobre la

violencia y la marginalidad, el impacto del narcotráfico en niños y jóvenes de Medellín y

la nueva cultura instaurada en Colombia por los capos de las drogas en los años ochenta y

noventa.

Un actor natural es “el actor que representa un personaje acudiendo a la

experiencia vital de su propia vida que guarda alguna similitud o cercanía socio-cultural

con la de los sujetos representados” (Jáuregui y Suárez 374). Dicha estrategia ha

alimentado las producciones cinematográficas del mundo del sicariato, en particular las

adaptaciones fílmicas de las novelas sicarescas homónimas en La Virgen de los sicarios

(2000) del director iraní Barbet Schroeder y Rosario Tijeras (2005) del mexicano Emilio

Maillé. En esta sección se argumentará que el uso de actores naturales provenientes de


133

los barrios periféricos de Medellín en las dos películas mencionadas obedece a

motivaciones diferentes a las de Gaviria. En los filmes basados en las novelas sicarescas

se presenta la ilusión de aprehender la realidad del “otro Medellín”, mientras que en la

filmografía de Gaviria el problema ético que se desprende de dicho elemento estético es

precisamente la ininteligibilidad de dicha alteridad. Como consecuencia, la inclusión de

actores naturales resulta en una impostura narrativa en las películas sobre sicarios de

Schroeder y Maillé.

4.1.1. Ética y representación en Rodrigo D. No futuro

Rodrigo D. No futuro presenta la historia de Rodrigo, un muchacho que habita en

las comunas de Medellín, en una época en la cual empieza a rondar el desempleo y la

inconformidad de la juventud colombiana de las clases populares por la falta de

oportunidades de arraigo a la vida.43 Rodrigo deambula por la ciudad, pues ni el estudio

ni el trabajo le llaman la atención desde la muerte de su madre. También debido a esto,

las relaciones familiares son tensas, excepto por el amor incondicional del padre. Sólo la

música punk llena el vacío del muchacho, quien desea convertirse en baterista y formar

su propia banda musical, lo cual tampoco logra. Algunos de sus conocidos empiezan a

desaparecer en circunstancias extrañas y a morir por sus actividades ilegales. Al final del

filme, la ausencia de futuro lleva a Rodrigo al suicidio, dejándose caer del piso 20 de un

edificio en construcción. Al mismo tiempo, Ramón, otro joven del barrio, es asesinado

por sus amigos de parche para evitar que los delate ante las fuerzas de seguridad. En

43 En este sentido, se relaciona temáticamente con novelas contemporáneas como La noche en su


desvelo (1987) y Ganzúa (1989).
134

Rodrigo D. los jóvenes delinquen para vivir, pero no hay todavía un lazo entre su

actividad criminal y el narcotráfico, como sí es evidente en La Virgen de los sicarios y

Rosario Tijeras.

Rodrigo D. No futuro es la película precursora de la participación de actores

naturales en la producción cinematográfica sobre la violencia urbana colombiana de las

últimas décadas, pero el proyecto de Gaviria va mucho más allá. Según el director,

NO FUTURO es una máxima del punk en todo el mundo. Indica la


amenaza de la guerra nuclear, pero sobre todo el abandono que en la
sociedad postindustrial se tiene para todo aquello que no sea la imagen de
un producto consumible, devorable. NO FUTURO es la máxima de lo que
se ha llamado postmodernismo, el mundo de la publicidad, en donde todo
se ha reducido a un inmenso basurero. El tiempo se ha detenido en un
presente comestible, en la inminencia del consumo. El presente en que
vive el producto encerrado en su empaque al vacío, que de un momento a
otro será comido, consumido, y luego será basura en el basurero de todas
las cosas. (“Un ojo al cine” 4)

Entonces, la película se instala en el espacio urbano con el fin de posibilitar el encuentro

de las miradas de los habitantes reconocidos oficialmente como ciudadanos y aquellos

suprimidos de este espectro y que habitan en las comunas, considerados socialmente

como “desecho humano” (Jáuregui y Suárez).

El uso de actores no profesionales en las películas del cineasta antioqueño ha

hecho que se las considere sucedáneas de la tradición Neorrealista. Jáuregui y Suárez

anotan que ya desde los primeros documentales de Gaviria existe la herencia de Buñuel

en Los olvidados (1950), palpable en algunas técnicas como “la mirada émica o ‘interior’

(desde el sector social representado), en la opción de imágenes de depravación y escasez,

y en la voluntad de despojar al cine de las utopías nacionales, de las representaciones

sentimentalistas de la delincuencia y de las romantizaciones estéticas o políticas de los

sectores marginales” (370). Por su parte, Alejandro Brunzual inscribe el cine de Víctor
135

Gaviria en una línea de representación de la marginalidad presente en el cine

latinoamericano desde sus orígenes que se podrían ubicar en 1920 con los trabajos de “el

Negro” Ferreira y cuyas máximas exponentes son Los olvidados (1950) y Río, 40 grados

(1955), película brasilera de Pereira dos Santos (“El espectador asesinado” 64).

Pero, además de la mirada interior y del tributo obvio a Umberto D. de Vittorio de

Sica –en la selección misma del título, en la pobreza y el aislamiento que viven los

personajes y en la idea del suicidio- el realismo de Gaviria no equivale en su totalidad a

los postulados del Neorrealismo. Luis Duno-Gottberg aclara que en Gaviria no hay ni una

confianza total en la mimesis, ni una postura paternalista frente al mundo de los

oprimidos. Hay, más bien, un deseo de posibilitar la creación de un espacio donde el

subalterno articula su propio discurso (“La huella de lo real” 6). John Beverly secunda

esta perspectiva y agrega que tampoco es pertinente inscribir las películas de Víctor

Gaviria en lo que la crítica cubana de los 70 llamó “cine pobre”, ya que la “pobreza”

estética de los filmes no radica en la ausencia de recursos económicos o técnicos, sino en

la manera original de usar dichos recursos, con base en lo cual se puede hablar de una

ética de la representación (“‘Los últimos serán los primeros’: Notas sobre el cine de

Gaviria” 17).44

Por otro lado, críticos como David Ranguelli han señalado que Rodrigo D. no

futuro se puede incluir también dentro de una serie de películas en las que hay una

44 Víctor Fuentes ha estudiado la evolución de la temática de la marginalidad en las


representaciones cinematográficas de América Latina, la cual divide en dos etapas: una con
propósitos primordialmente políticos y sociales que va hasta mitades de los años 70 y otra
posterior que “hace énfasis en la experiencia existencial de vidas singulares… que ya no trata
directamente del conflicto de clases y se ahonda más en la experiencia existencial vivida a la
intemperie, sin el amparo de la solución ideológica” (“La representación de los marginados en el
nuevo cine latinoamericano” 193).
136

inclinación neorrealista del Nuevo Cine Latinoamericano que presentan descarnadamente

los hechos sin hacer explícita una proposición política, la cual es, sin embargo, latente.45

No obstante, a diferencia del Nuevo Cine Latinoamericano, la película de Gaviria no

implica una condición de compromiso con una causa específica, ni de denuncia, ni de

protesta social. Más bien, acudiendo a las experiencias de vida de los protagonistas

pretende hacer ver, hacer evidente la presencia de estos jóvenes ‘desechables’ que la

sociedad colombiana y la comunidad internacional han querido relegar.

La presencia de estos actores naturales ha generado también una discusión en

torno a si Rodrigo D es una película testimonial o no. Lo cierto es que el proceso de

elaboración de la película al igual que el de La vendedora de rosas es, en ciertos

aspectos, similar al de un testimonio por obedecer ambas a una “construcción colectiva

de relatos fílmicos” (Gaviria). En dicho proceso se hacen grabaciones de relatos de

sujetos de los barrios marginales, se usa el skaz (simulacro de una narrativa oral, en este

caso del parlache) como elemento del discurso fílmico y el guión es el resultado de una

escritura colectiva en la que contribuyen sustancialmente tanto algunos informantes como

los actores no profesionales.

Aunque la presencia de actores naturales puede generar en el espectador una

sensación de conexión más cercana con la realidad de las comunas, Rodrigo D no es un

45 En su artículo “EL Neorrealismo y los niños en el cine latinoamericano”, Ranguelli sugiere


dos tendencias para el Nuevo Cine Latinoamericano. Por un lado, existen películas como
Memorias del subdesarrollo (1968) y De cierta manera (1972) que superan el Neorrealismo
italiano al tomar el camino de una preocupación histórica y del rescate de la memoria. Por otro,
hay películas en su mayoría protagonizadas por niños, que siguen algunas técnicas del
Neorrealismo, pero cuyos finales poseen mayor subjetivización con el fin de llegar a conclusiones
más metafóricas y cuya vitalidad emerge del uso de actores y locaciones reales, como en el caso
de Rodrigo D. de Víctor Gaviria y Pixote de Héctor Babenco.
137

una película testimonial porque el guión de la película es presentado como ficción y no

como recopilación de testimonios directos. Como sugiere Corey Tourino, el tinte

documental en la película de Gaviria es más una presencia de lo real que se convierte en

lo verosímil en el proceso creativo de la ficción, gracias a la presencia de personajes

individuales que funcionan como metonimias testimoniales, similar a la figura de lo que

John Beverly describe en Against Literature para la primera persona de Me llamo

Rigoberta Menchú como una función narrativa que implica el poder de representar la

experiencia de la comunidad como un todo (Tourino, “Medellín at the movies” 50).

Para argumentar que Rodrigo D. no es una película testimonial, resulta útil

también compararla con el filme La Sierra (2004), la producción cinematográfica más

reciente sobre la vida de los adolescentes de los barrios periféricos de Medellín, filmado

por el fotógrafo estadounidense Scott Dalton y la periodista colombiana Margarita

Martínez Escallón, ambos de la agencia de noticias AP. Este documental cuenta las

vivencias de algunos integrantes del Bloque Metro de las autodefensas en el sector

conocido como “La Sierra” del barrio Caicedo en la periferia de Medellín. Aunque la

historia se centra en las vidas de tres adolescentes del barrio -Edison y Jesús, miembros

de un grupo paramilitar, y Cielo, la novia de un joven encarcelado-, el documental refleja

la situación de los miles de jóvenes colombianos afectados por el conflicto. La diferencia

fundamental entre este trabajo y las películas de Gaviria es que en La Sierra el guión lo

constituyen las vidas mismas de los tres protagonistas, quienes fueron filmados en su

rutina diaria al interior de su propia comunidad. Dalton y Martínez filmaron durante casi

un año, con permiso de “Doble Cero”, un jefe paramilitar, las actividades de los

adolescentes que controlan el barrio, los peligros a los que están expuestos y la constante
138

amenaza de una muerte temprana. El filme comprime de manera exitosa la presencia de

cuatro generaciones azotadas por la violencia: las madres y abuelas, desplazadas del

campo a mitad del siglo pasado; los padres de los jóvenes, quienes murieron en la

violencia del narcotráfico de los 80; los jóvenes protagonistas, como ‘Edison’, los nuevos

gatilleros, y los hijos de éstos que ya son huérfanos de la violencia.46

A diferencia de un propósito documental, lo que sí hay en Rodrigo D. No futuro

en términos de Gaviria, es una “voluntad realista”:

El realismo de mis películas no es la narración costumbrista o truculenta,


ni el documental. El realismo ha sido mal entendido como objetividad,
como voluntad de calco, como simplificación y falta de complejidad. Creo
por el contrario que no hay nada más complicado y ambiguo, nada menos
aprensible y más difícil de representar que la realidad, y que el realismo
como yo lo entiendo –es decir como voluntad de realismo- asume que esa
realidad no es manipulable, que es fragmentaria, que no tiene un
significado estable ni abarcable, pero que sin embargo tiene cosas que
decir. (“Violencia” 224)

En el concepto particular de realismo de Gaviria, existe una imposibilidad de representar

la realidad en su totalidad. Partiendo de esta idea, nos centraremos en la diferencia entre

los propósitos y los efectos de la presencia de actores naturales en las películas de Gaviria

y en las adaptaciones de La Virgen de los sicarios y Rosario Tijeras.

46 Resulta interesante pensar en que otra contraparte ficcional de La sierra podría ser el
largometraje Voces inocentes (2005), del mexicano Luis Mandoki. La historia contada en la
película es resultado de un trabajo colectivo, aunque diferente al de Gaviria. El guión fue
entregado al director por Óscar Torres, un actor salvadoreño de comerciales que creció durante la
guerra de El Salvador. Mandoki y Torres trabajaron conjuntamente para completarlo gracias a los
recuerdos y las vivencias de Torres y algunos de sus allegados. De allí sale la historia de Chavas,
el niño personaje de la película, a quien se le presenta el dilema de unirse a la guerrilla o al
Ejército a mediados de los ochenta. No tiene otra alternativa. Si bien el guión proviene de un
autor con conocimiento de causa, la película no cuenta con actores naturales. Mandoki contrató a
un asesor militar, un ex-general del ejército, para que entrenara a los niños, pues “había que
llevarlos a vivir esas realidades para que la pudieran sentir.” (“El cine y sus voces” Entrevista de
Javier Pérez a Luis Mandoki)
139

En primer lugar, hay que decir que los niños actores de las comunas traen consigo

una marca de identidad que es el lenguaje, el cual ayuda a situar al espectador en la

violencia de las zonas marginales. Dentro de Rodrigo D y La vendedora de Rosas, el

parlache aparece sin mediaciones, sin traducción al español estándar, creando un efecto

de ‘ininteligibilidad’ como parte de la representación misma.47 De esta forma, Gaviria

nos hace sentir que allí hay una forma de alteridad a la cual el espectador no puede

acceder por completo: ante el discurso de los actores y el sonido directo que dificulta la

comprensión de los diálogos entre los muchachos de las comunas en las películas de

Gaviria, el espectador queda “descolocado” (Brunzual) ante la realidad social puesta en

escena. El director no procede a la labor de hacer este lenguaje accesible con miras a

mantener los niveles convencionales de comunicabilidad personaje-espectador:

Yo no puedo sin traicionarme, hacer de corrector del habla, y de gramático


y preceptor del buen decir de los actores naturales. Ese lenguaje es mucho
más importante que la película misma porque allí está la historia (la de la
ciudad, la de los muchachos, la de los muertos, la de la injusticia, la de las
experiencias de vida, la de la solidaridad y la identidad.) (“Violencia” 230)

No estamos entonces ante una mediación del lenguaje gracias a un ciudadano letrado ni a

un intelectual comprometido que habla por otros. Ese lenguaje que en su incomprensión

implica precisamente su incapacidad comunicativa hacia el espectador y que, en sí

mismo, se presenta como diferencia, es lo que Duno-Guttberg ha llamado “la huella de lo

real” en el cine de Gaviria: una “opacidad y su efecto puestos en escena por

intervenciones en lo literario o cinematográfico por parte de sujetos marginados,

47 Esta es una manera sutil pero efectiva de socavar las relaciones de poder que se manejan en
Medellín, pues como explica Gaviria “hay un poder enorme en la habilidad para comunicarse con
otros sin ser comprendidos por todos, como lo saben, entre otros, los abogados y los críticos
literarios” (“Violencia” 230).
140

excluidos o violentados” (“Víctor Gaviria y la huella de lo real” 1).48 Ante la barrera

lingüística y sonora de una narrativa que surge desde lo marginal y casi aún en contra de

la inteligibilidad misma, el espectador siente una especie de incomodidad, un

desconcierto que se hace palpable precisamente gracias a la ausencia de tal

inteligibilidad. En ese proceso, el ruido utilizado como elemento estético y la banda

sonora de la película, compuesta por canciones punk-rock y hard-rock, apelan también a

lo ininteligible y participan del tejido dramático de la historia (Brunzual, “El espectador

asesinado” 66). De allí la importancia de la acotación al final de Rodrigo D como otra

“huella de lo real” que da significación adicional al contenido ficticio, otro signo que al

igual que el ruido y el lenguaje inaccesible al espectador, actúa por ausencia,

convirtiéndose en una herramienta que “es también una manera de conferir valor a quien

no lo tiene dentro de las reglas de juego dominantes” (Beverly, “Los últimos” 20).

Es seguramente esta huella de lo real la que lleva al novelista y crítico

cinematográfico Hugo Chaparro Valderrama a afirmar que la situación colombiana de

finales de los 80 de supremacía de los poderes paralelos y de la ilegalidad transformó

definitivamente la visión de lo cotidiano y su representación en la pantalla. Para

Chaparro, Rodrigo D. es el primer representante de expresiones culturales que hacen

sentir que en Colombia diariamente se vive en una realidad cercana a la ficción más

48 En este sentido, en su artículo “Los últimos serán los primeros: Notas sobre el cine de
Gaviria”, John Beverly dialoga con las ideas de Gayatri Spivak sobre las dificultades del
subalterno para expresarse como tal, sin pasar a constituirse en un sujeto hegemónico al tomar la
palabra. Para Beverly, el cine de Gaviria logra lo que otras películas sobre subalternidad como
Ciudad de Dios no han logrado: primero, crear un espacio donde el discurso del marginado no
parte de estéticas o causas ajenas a él y, segundo, rechazar cualquier posibilidad de salvación que
opacaría los aspectos más inquietantes de la realidad.
141

alucinada, “sin que nadie pueda repetir para aliviarse: ¡estoy en una película! ¡estoy en

una película! ¡estoy en una película!” (Del realismo mágico al realismo trágico 114).

4.1.2. Simulación de la alteridad

El manejo del código lingüístico de los jóvenes protagonistas es una diferencia

notable entre las películas de Gaviria y otros trabajos fílmicos sobre la violencia en las

comunas de Medellín, particularmente La Virgen de los sicarios y Rosario Tijeras. La

película de Schroeder es una adaptación bastante fidedigna de la novela de Vallejo. En el

filme, Fernando, el personaje gramático, siempre señala el parlache como algo ajeno y

entra a hacerlo inteligible, un papel acertadamente denominado por Jáuregui y Suárez

como el de un “médium literario” (“Profilaxis” 377), equiparándose de esta forma a la

función del ya conocido glosario del testimonio escrito No nacimos pa’ semilla y

marcando tajantemente la distancia entre su mundo culto y el desordenado de los barrios

marginales de su ciudad natal que están ensuciando el paisaje urbano.

Pero la labor facilitadora de Fernando hacia el espectador va más allá. Durante el

filme, Fernando-gramático marca otras distancias culturales entre su Medellín de antaño

y la actual. Fernando pretende aprehender lo ajeno y corregirlo. Así por ejemplo,

compara la música punk con las melodías campesinas tradicionales de su tierra

antioqueña, especialmente con la canción colombiana “Senderito de amor” –tema que

también cierra el filme-, la cual le recuerda la niñez idílica con su familia en la finca de

Sabaneta. Ante la insistencia de Alexis en escuchar todo el día punk y hard rock, coreada

por un joven vecino baterista que interrumpe diariamente el sueño del escritor, Fernando

sufre un arrebato de anti-alteridad y procede a arrojar por la ventana la casetera que


142

reproduce la música que disfrutan los jóvenes.49 El protagonista también reprueba

insistentemente el ruido que produce la música vallenata en los taxis y en los centros

comerciales, por considerarla antítesis de los boleros que suenan en casa de su amigo

José Antonio, las arias de María Callas que escucha en su apartamento y los tangos y

pasodobles de las cantinas que han sobrevivido el paso del tiempo, las cuales visita con

sus amantes sicarios. La actividad de censor del nuevo ambiente cultural de la ciudad lo

lleva a reprobar también el zapping [constante cambio de canales] de Alexis por los

noticieros, los conciertos, las intervenciones políticas y otros programas de televisión,

reclamándole a su “niño” el tan anhelado silencio de un viejo que retorna a morir en su

tierra natal.50

De modo que, a pesar de la presencia de actores naturales en los papeles de Alexis

y Wílmar, amantes sicarios de Fernando, y de otros personajes secundarios como “La

Plaga” y “El Muerto”, la película de Schroeder no presenta la alteridad desde ella misma,

como sí se podría sugerir para el proyecto fílmico de Gaviria, sino que ésta es siempre

señalada en comparación con el mundo del Medellín de antes, mostrándola más como

una intrusión, como la basura que ensucia la ciudad de infancia de Fernando y haciendo

49 La labor de Fernando como indicador permanente de los malestares culturales de los que
sufren los sicarios va en contravía del postulado fundamental de Rodrigo D.: “Don’t be told what
you want/Don’t be told what you need/There is no future/No future for you” (“God Save the
Queen” de los Sex Pistols). El título de la canción es también revelador, pues al inscribir la
canción en la película de Gaviria, se consolida su crítica a la nación. (Agradezco al Dr. Eduardo
Jaramillo por señalar esta última precisión.)
50 Según Beatriz Sarlo, al igual que otros discursos, el zapping tiene su propia sintaxis, la cual
“nos permite leer como si todas las imágenes-frases estuvieran unidas por ‘y’, por ‘o’, por ‘ni’, o
simplemente separadas por puntos… En el camino, se ha perdido el silencio, uno de los
elementos formales decisivos del arte moderno” (Escenas de la vida posmoderna 64-5).
143

que el espectador y el joven de las comunas no tengan un punto de encuentro sino de

alejamiento de miradas.

Así como ocurre en la novela de Vallejo, en la versión fílmica el Otro es un objeto

de amor y de muerte, inaccesible a la mirada de un público que siente afinidad hacia el

personaje ‘correcto’, pues las prácticas del sicario alteran la dinámica urbana; razón por

la cual deben ser traducidas, censuradas y desechadas. He aquí una diferencia radical con

el cine de Gaviria que ejemplifica cómo en éste se muestran las vidas “en la forma que

son y no como deben ser” (Beverly, “Los últimos” 20, énfasis original). Es evidente que

la mediación que ejecuta Fernando no tiene como fin un acercamiento al Otro,

posibilitado por los actores naturales y por la experiencia vivencial que aportan en

Rodrigo D o en La vendedora de rosas por ejemplo, cuya presencia “insiste en la

‘realidad’ y en la exterioridad del acto de representación” (Jáuregui y Suárez 389), sino

que los actores no profesionales siguen siendo el simulacro de unos seres carentes de una

identidad cultural ciudadanamente correcta de acuerdo con los estándares de la mirada

hegemónica del protagonista letrado y no desde lo Otro, convirtiéndose así en uno más de

los procesos de exclusión que quiere representar y, si se quiere, en un fracaso fílmico en

lo referente al casting. Gaviria explica que “un actor natural no se está refiriendo a

ningún texto; simplemente está como producto de unos ejercicios de improvisación –

recordando unas improvisaciones anteriores, teniéndolas en cuenta. El actor natural

siempre está improvisando, el profesional está actuando; uno siente que está haciendo un

‘mandado’” (“Violencia” 225). En La virgen de los sicarios, los actores naturales están

repitiendo el guión de Vallejo que ejerce una ventriloquia poco convincente a través de

los sicarios adolescentes.


144

En Rosario Tijeras la situación actoral es similar a la de la película de Schroeder.

Los roles de los amigos sicarios de Rosario son representados por actores no

profesionales provenientes de los barrios periféricos de Medellín. Pero su presencia en la

película y el manejo que hacen del parlache no tienen como propósito una ética de

representación de la alteridad desde ella misma en la que el lenguaje funciona como “un

espacio de resistencia” (Gaviria, “Violencia” 230), ni la función de un espejo que excluye

y margina al espectador haciéndole sentir la presencia del Otro, sino como parte de la

ambientación de la historia de amor entre Rosario, Emilio y Antonio. Entonces, los

actores naturales son elementos pasivos que están en la película más como parte de la

escenografía que como protagonistas de un proyecto colectivo. Hay un cierto

paternalismo con el que se que trata a los habitantes de las comunas en la película de

Maillé. Habría que empezar mencionando un hecho que, aunque se sitúa fuera de lo

cinematográfico, revela el nivel de alejamiento con que el el director mexicano y su

grupo creativo perciben y abordan el tema de la alteridad social en su proyecto fílmico.

En un pronunciamiento oficial anterior al estreno de la película en Colombia, el jefe de

prensa comentó que “la proyección del filme aquí [en el Barrio el Granizal donde se rodó

la película] es un encuentro íntimo, un regalo para toda esta gente que se aguantó durante

11 semanas las incomodidades del rodaje” (Néstor López, “En las comunas de Medellín”

1). Está claro que los habitantes del barrio no participaron en el proceso de construcción

fílmica; ni siquiera aquellos que efectivamente aparecen en la cinta, como es el caso de

Luz Dary, una habitante del barrio, quien señala un rincón de su casa y dice “ellos me

filmaron desde acá. Yo estaba lavando y una señorita me decía que siguiera en lo mío,
145

que no mirara la cámara.”51 Entonces, no hay un aporte vivencial directo de los

habitantes de los barrios periféricos que aparecen en la cinta.

Además de los actores no profesionales, en el filme Rosario Tijeras hay ciertos

guiños engañosos que pueden hacer pensar al espectador en la presencia participativa de

la marginalidad en esta historia, por ejemplo las letras en minúscula del título que

sugieren el anonimato, la casa pobre de la madre de Rosario en las comunas, las

imágenes de los cinturones de miseria de Medellín y la apariencia física punkera de los

amigos sicarios de Rosario. Pero hay otros elementos de mayor fuerza narrativa que

neutralizan el efecto que estos detalles de marginalidad pudieran tener: la música

dramática incidental creada por Roque Baños, que opaca el ruido cotidiano de la ciudad,

la innegable construcción especial para la película de la casa de Doña Rubi, la menor

cantidad de asesinatos que comete la muchacha comparada con la presentada en la novela

y la anulación de Rosario como mito entre los sicarios y como alegoría de Medellín, con

la resultante instauración de la protagonista como mujer sufrida y enamorada y el

consiguiente sentido universal que adquiere la historia. Otros elementos que sugieren la

representación de lo marginal son el cambio de aspecto de Emilio hacia un estilo más

punk después de un tiempo de frecuentar a Rosario, y la generalización del uso de

términos del parlache mezclado con lenguaje coloquial por parte de todos los personajes

jóvenes, entre otras adaptaciones.

Pero en Rosario Tijeras los personajes principales no son representados por

actores naturales, sino por actores profesionales de cierto prestigio internacional: el

51 La nota remata con una separación tajante entre los actores profesionales y aquellos que no lo
son: “Si bien no le pagaron ni un peso, Luz Dary se siente orgullosa de haber estado cerca de
actores que ha visto en televisión, como Flora Martínez y Manolo Cardona.” (El Tiempo, 10 de
agosto de 2005).
146

español Unax Ugalde en el papel de Antonio, el mexicano Rodrigo Oviedo como John

Efe, hermano de Rosario, Flora Martínez en el papel de Rosario y Manolo Cardona como

Emilio. Sólo hay un actor de Medellín, Alonso Arias, que trabajó con Víctor Gaviria en

Sumas y restas (2005), quien hace el papel de Ferney, ex-amante y asesino de la sicaria

en el filme. A pesar del acierto en el uso generalizado del idiolecto de las comunas en la

película, el reparto protagónico resulta poco verosímil a nivel expresivo, por la evidente

dificultad de Ugalde para imitar el acento paisa característico de la región de Antioquia –

a pesar de los esfuerzos de dos profesores de la Universidad Bolivariana y un asesor de

las comunas– y por los frecuentes dejos del habla bogotana de Flora Martínez.

Al contrastar otros aspectos de la novela de Franco Ramos y la versión

cinematográfica de Maillé, se aprecia que en esta última hay cambios significativos a

nivel de la historia que sugieren un trabajo más intencional de adaptación en sentido

estricto que en la versión fílmica de La Virgen de los sicarios, es decir, un proceso de

adaptación en que, hasta cierto punto, se traiciona la obra literaria de base.52 Para

analizar esa transición, tomaremos como referencia los conceptos de transferencia y

adaptación de Brian McFarlane en su libro Novel to film (1996). En éste, el autor

establece una diferencia entre transfer y adaptation proper, siendo la primera

used to denote the process whereby certain narrative elements of novels


are revealed as amenable to display in film, whereas the widely used term
“adaptation” will refer to the processes by which other novelistic elements
must find different equivalences in the film medium. (13)

52 La primera versión del guión la escribió el mismo Jorge Franco, y luego el escritor argentino
Marcelo Figueras lo redondeó y le dio la forma final. Jorge Franco Ramos participó en todo el
proceso de elaboración de la película: guión, selección de actores y varias sesiones de rodaje.
147

Con base en estos conceptos, será posible hablar de ‘transferencia’ para hacer referencia a

eventos tomados directamente de la historia escrita y de ‘adaptación’ al referirnos a la

confección de tal historia, es decir, a las formas de enunciación en el medio fílmico, a su

sistema de significación y a sus técnicas de extrañamiento en relación con el texto

literario de base (Novel to Film 23). El modelo de McFarlane resulta útil para identificar

los cambios o transposiciones en el filme con respecto a la novela y los alcances

semánticos de los mismos.

Hemos mencionado ya algunos cambios a nivel de la fábula, como el énfasis en

Rosario como mujer enamorada más que como asesina, lo cual ayuda a encaminar la

historia como narración sentimental. Así mismo, en el proceso de adaptación de la novela

se encuentran elementos del plano del discurso del narrador que se convierten en parte de

la línea accional que hace avanzar el progreso de la historia. Un ejemplo importante aquí

es el comentario sobre la gordura que desarrolla Rosario después de los asesinatos en la

novela, el cual no pasa de ser un dato más en algunos encuentros entre la joven y el

narrador y que se transforma en la película en un proceso sistemático de autoflagelación

que se inflige la sicaria con una cuchilla de afeitar en su brazo izquierdo, el cual ha

formado una singular figura de espinas entrecruzadas, que evocan la corona de Jesucristo,

su sufrimiento y la expiación de los pecados. A la pregunta de Antonio sobre el origen de

estas heridas, Rosario responde: “para dejar de ser mala.” Este pormenor al final de la

película activa el acercamiento amoroso –que se instala sólo como encuentro sexual en la

novela- entre el joven de clase alta y la muchacha de las comunas, gracias a un perfil más

doliente de la sicaria y la muestra patente de su dolor.


148

Otra adaptación es la presencia reiterada de la madre de Rosario, Doña Rubi, en el

filme. La reconocida actriz colombiana Alejandra Borrero interpreta a una madre que

frecuentemente pelea con su hija y que muestra una fuerza desafiante mayor que la que se

le atribuye al personaje en el texto de Franco Ramos. El efecto es el mismo de las heridas

mencionadas anteriormente, pues Rosario sale siempre dolida de esos encuentros,

derrotada por una madre incomprensiva que la ha visto desde niña como su rival, lo cual

justifica o minimiza ante Antonio el contenido moral de la actividad criminal de la

muchacha y acentúa su devoción hacia ella. A pesar de la adaptación de estos y otros

detalles, se le puede criticar a la película el hecho de tener un guión confuso que no le

facilita al espectador seguir la trama ni identificar fácilmente a los personajes que rodean

a la sicaria. Al sacrificar los personajes en pro de una historia de amor, en oposición a la

claridad con que se presentan en la novela, el espectador percibe la excesiva concesión al

sensacionalismo de los asesinatos y el erotismo y a un solaz frecuente en la trama y el

romance, más que a la problemática del desorden socioeconómico colombiano de los

ochenta y noventa y su efecto en la juventud marginada de Medellín y las demás urbes.

Por su parte, como ya se ha mencionado, en la película La Virgen de los sicarios

hay un mayor seguimiento de la línea accional presentada en la novela. Son más las

transferencias que las adaptaciones, evidenciadas en la reproducción textual de diálogos

en el apartamento de Fernando, la peregrinación del personaje por las iglesias y las

muertes que ocurren.53 En cuanto a las adaptaciones que se relacionan directamente con

los procesos de exclusión de lo marginal, el narratario al que explícitamente se dirige el

53 Para una descripción detallada de las transferencias y adaptaciones en el filme de Shroeder,


ver “La Virgen de los sicarios: entre el encanto literario y la frustración fílmica” de Edwin
Carvajal.
149

narrador en la novela, se transforma en Alexis y Wílmar en la película. Como ya ha

anotado Edwin Carvajal, es factible considerar ese parcero que escucha las

imprecaciones de la amargura de Fernando como perteneciente al grupo generacional de

los sicarios, debido a la presencia de una escritura oral y de tradición popular, de “un

discurso que se mueve entre las jergas propias de los jóvenes de las comunas de Medellín

y la cultura de la escritura” (“La Virgen de los sicarios” 56). Esta apreciación puede ser

acertada si se considera que en la narración escrita el lenguaje de Fernando se va

contaminando del idiolecto de los sicarios, el cual mezcla con su enunciación letrada.

Pero el hecho de que en el filme no haya respuesta por parte de los amantes sicarios en

este proceso comunicativo –silencio que, por demás, hace tediosos los reiterados

monólogos y conclusiones epigramáticas del protagonista– evidencia y sanciona una vez

más la falta de conexión entre los mundos del emisor y el receptor de las imprecaciones

del gramático. Esta escisión señala en particular la ignorancia acerca de su propio entorno

y la falta de mundo en general que despliegan los jóvenes de los barrios populares,

sumándose así a los otros procesos de exclusión de lo marginal.

4.1.3. Otros procesos de exclusión

Para entender que el préstamo de elementos que representan la marginalidad, la

cual habla por sí misma en las películas de Víctor Gaviria, es un intento fallido en las

películas de Schroeder y Maillé, es necesario compararlas también en lo referente al

punto de vista, entendido como otro de los elementos organizacionales del filme y que se

refiere a “la relación que se mantiene entre el lugar que ocupa el personaje y el que

ocupa la cámara” (Carmona, 195, énfasis original).


150

En el caso de la obra fílmica de Víctor Gaviria, además de los actores naturales y

cierto nivel de incomunicabilidad en el lenguaje que éstos usan, con los cuales se ratifica

la presencia de la diferencia y a la vez se excluye al espectador, el director se propone

también obligarlo a involucrarse en la experiencia visual de la película gracias a un uso

de la cámara que ayuda a señalar ciertos contenidos de exclusión y desarraigo. Además

de un paneo nocturno de la ciudad desde la azotea de la casa de Rodrigo en diferentes

ocasiones, hay un punto de vista que camina detrás del protagonista por las calles, las

colinas y las laderas, -margen y ciudad simultáneamente- pero con una insistencia en la

ubicación de Rodrigo y sus amigos siempre fuera de la oferta de la modernidad

materializada en las escuelas, los sitios de trabajo y los vecindarios del centro de

Medellín que no ofrecen solución a la alienación que viven los jóvenes. Cabe resaltar la

fugaz pero altamente significativa escena en que Rodrigo camina debajo de una valla de

calzado Bossi, una marca símbolo de la industria antioqueña en los ochenta, en la cual el

ángulo de la cámara nos hace ver al muchacho como si estuviese siendo aplastado por el

zapato.

Quizás el desplazamiento focal más revelador en Rodrigo D se lleva a cabo hacia

el final de la película. En el último episodio se producen dos hechos presentados

simultáneamente: en el día Rodrigo parece ser visto en su caída del piso 20 por una

aseadora, mientras Ramón es asesinado por sus compinches del barrio. Si en la caída de

Rodrigo, el “desplazamiento otrificador” (Brunzual) del personaje al espectador puede

sugerirse a través de la ubicación de la cámara desde la aseadora, en la escena de la

muerte de Ramón el efecto ocurre gracias a una peculiar ocularización interna primaria

(Carmona). En este tipo de focalización, alguna característica de la imagen permite


151

identificarla como lugar de un personaje ausente de ella. En la caída de Ramón coinciden

sus ojos, el lente de la cámara y la mirada del espectador. Entonces, la particularidad de

la ausencia sugerida por la definición de Carmona adquiere una significación especial en

este caso porque el muchacho ha muerto, razón por la cual la conjunción de miradas de

éste es reemplazada por la del espectador. El efecto otrificador que se produce en esta

escena hace referencia también a la posibilidad de no ver esa realidad, en lo que Brunzual

ha denominado acertadamente como “el asesinato simbólico del espectador” (“El

espectador asesinado” 69).

Por su parte, en la versión fílmica de La Virgen de los sicarios, el trabajo de la

cámara construye al narrador y sus amantes sicarios como flaneurs que se desplazan por

Medellín mientras el protagonista le cuenta al sicario y al espectador lo que era la ciudad.

En la película de Schroeder predomina el punto de vista de ocularización (Jost,

Carmona), es decir, una relación de equivalencia entre lo que muestra la cámara y lo que

supuestamente ve el personaje. La mayor parte de la peregrinación por las iglesias y el

recorrido por la urbe, la cámara acompaña a Fernando y tiene un enfoque normal. En

cuanto al cambio de planos, se usa la cámara en picado dentro de las iglesias y la morgue,

para observar a los amantes en la cama y a un Simón Bolívar de piedra, inerme ante la

violencia generalizada del pueblo que libertó. La cámara se usa en contrapicado cuando

Fernando y Alexis contemplan la estatua de Bolívar y también se ubica a la altura de los

recién asesinados, aunque no desde los muertos mismos, incluso en la escena del perro

que Fernando sacrifica en una zanja para que no sufra; tal vez la única mirada que

comparte. A pesar de que el contrapicado puede sugerir inicialmente una mirada desde la

marginalidad, incluso desde la muerte misma cuando los que miran son los muertos,
152

inmediatamente después de este enfoque desde abajo Fernando siempre lanza uno de sus

comentarios amargos, neutralizando de esta manera el efecto otrificador que pudiera

producir si la mirada se produjera sólo desde el muerto, el marginado.

En Rosario Tijeras, la cámara acompaña casi siempre a Antonio, con excepción

del contrapicado en las ocasiones en que Rosario asesina. El punto de vista que acompaña

a Antonio, especialmente en su espera en el hospital y la insistencia de la cámara en el

reloj sistemáticamente observado por el muchacho y que siempre marca las 3:30,

sugieren una focalización cercana a la primera persona de la novela. Al preguntarle a

Jorge Franco si ya estaba pensando en el guión de la película cuando escribió su novela,

el autor responde:

Yo escribo estrictamente con intención literaria. Siempre pongo un


ejemplo: si empezara escribiendo un guión, escribiría en tercera persona
porque eso le facilitaría al guionista una adaptación. Cuando se escribe en
primera persona y se dice “yo siento,” “yo creo,” “yo recuerdo,” esas
cosas de primera persona son muy difíciles para adaptar al cine porque son
muy íntimas. Entonces traducir eso a escenas es muy difícil. (“Entrevista
con la autora”)

Se puede pensar que la dificultad a la que hace referencia Franco se solventa en la

película con el acompañamiento permanente que le hace la cámara a Antonio, yendo y

viniendo de la sala de espera del hospital a sus recuerdos, y manteniendo así un punto de

vista de la clase media-alta a la cual pertenece. Pero una escena diferente en cuanto al

punto de vista, también digna de mención, es cuando Emilio mira desde abajo a las

mujeres de los narcos que se pasean por el segundo piso de la discoteca Aquarius, que

antes del auge del narcotráfico estaba vetada a personas de las clases populares. Desde

abajo Emilio ve a Rosario subir la escalera de la discoteca, simbolizando el ascenso


153

económico de la muchacha y la inversión económica de clase. Aún así, la mirada sigue

siendo desde un ciudadano pleno, no desde el margen.

Además de la focalización de la cámara, la representación del espacio urbano se

interpela también al espectador en términos de lo marginal. Si en Rodrigo D. las comunas

ocupan el centro del discurso la mayor parte del tiempo, en La Virgen funciona al revés:

los personajes transitan por la ciudad y las comunas aparecen como el lugar que se puede

visitar pero en el cual no se puede permanecer por sus ríos de sangre y su pobreza. En

Rosario Tijeras hay un desplazamiento constante entre los barrios periféricos y el centro,

a pesar de que en las comunas siempre se respira un ambiente de muerte, de dolor y de

drama constante. Con respecto a la presencia de Medellín como lugar de exclusión, hay

contrastes entre las películas de Schroeder y de Maillé. En La Virgen la ciudad se ve

gracias a un paneo que acompaña a Fernando desde su apartamento en el centro, lo cual

le permite comparar la vista del Valle de Aburrá con la que tiene impresa en sus

recuerdos de infancia; versión afín con la de la novela de Vallejo y que no representa

mayor problema en términos de transferencia. Ahora bien, en Rosario Tijeras hay un

enfoque normal desde el cual se observa la ciudad, una ocularización cero (Carmona) en

que el lugar ocupado por la cámara no se identifica directamente con el de ninguna

instancia de la historia. En la película, hay vistas nocturnas desde la casa-refugio en las

afueras de Medellín que pertenece a uno de los narcos protectores de la protagonista. Se

le ha criticado a la película que, a pesar de que logra insinuar cierta atmósfera paisa, no

recrea la Medellín de Pablo Escobar.54 Aunque se trata de una historia nacida en

54 Dice la periodista María Jimena Duzán que “Medellín aquí es sólo un telón de fondo fortuito,
que bien podría ser Río o México D.F.” (“Una ‘Rosario’ de película” 1).
154

Medellín, se le hicieron modificaciones para hacerla más internacional. Es cierto que el

guión presenta hechos interesantes que pretenden contextualizar la vida de los

protagonistas en la época del Medellín de los 80, como las fiestas en las discotecas donde

toda la gente iba vestida de blanco, haciéndole un homenaje a la coca, pero el espectador

pierde la apreciación de estos detalles porque no hay suficiente contextualización de la

ciudad que permita descifrarlos.

Terminaremos indicando que tanto la versión cinematográfica de La Virgen de los

sicarios como la de Rosario Tijeras han tenido repercusiones socioculturales en dos

sentidos. En primer lugar, las películas han ahondado la ambigüedad en la recepción de

las novelas de base como obras de ficción, primordialmente debido a la presencia de

actores no profesionales y a los otros efectos de marginalidad analizados es esta sección.

Mencionaremos solamente un comentario que ejemplifica dicha situación. Una de las

asistentes a la charla que en 2005 dieron Jorge Franco y Víctor Gaviria, “Rosario Tijeras:

una doble mirada al Medellín de los 80,” refirió que, en muchas ocasiones, algunos

visitantes del Cementerio San Pedro preguntan por el mausoleo de la sicaria de la que

nadie sabe el apellido (Andrés Vásquez. “Jorge Franco y Víctor Gaviria hablan de la

realidad de Medellín”), es decir que la gente ha asumido que la novela no es una obra de

ficción. En segundo lugar, ha habido un proceso de retroalimentación entre las versiones

fílmicas y las novelas en el cual, por añadidura, las ventas de las últimas se han

incrementado considerablemente después de los estrenos cinematográficos. En el aparte

siguiente analizaremos la influencia de la prensa escrita en la instalación de algunas

novelas como best-sellers, cuya responsabilidad es atribuible a las películas sólo

parcialmente.
155

4.2. La novela sicaresca en el reseñismo cultural de la

globalización

Al mirar la copiosa producción de obras literarias colombianas de las últimas dos

décadas y el establecimiento de algunas de éstas en de las listas de los libros más

vendidos en Colombia y el exterior, se podría aventurar la hipótesis de que la literatura

colombiana goza de buena salud. Desafortunadamente, es difícil sugerir lo mismo para la

crítica cultural que rodea dicha producción, altamente influenciada por los intereses de

las editoriales y las dinámicas de los medios de comunicación, particularmente por la

prensa escrita.

En La función de la crítica (1999), Terry Eagleton estudia la carencia de función

social sustantiva de la crítica, la cual se ha incorporado bien a las relaciones públicas de

la industria literaria o al mundo académico. De la consideración propuesta por el autor

inglés nos interesa la idea de que la crítica contemporánea ha quedado incorporada a la

industria de la cultura, mas no nos atañe aquí analizar si debe ser parte de la división de

relaciones públicas de la industria editorial o asunto del mundo académico, o si debe

propender por una transformación radical de la sociedad. Partiendo de la idea general de

Eagleton, en este aparte se propone que la crítica literaria sobre la novela sicaresca,

publicada en periódicos de amplia circulación y revistas culturales, ha caído en una

especie de reseñismo que se ha preocupado más por entregar un lenguaje fácil, familiar y

atractivo de poco contenido, más en la línea del mercadeo, relegando a un segundo plano

la confección de un análisis cuidadoso sobre la calidad de los textos que le sirva como

punto de referencia al lector potencial en la decisión de leerlos, más que de comprarlos o

no.
156

A pesar de las salvedades hechas arriba, es útil comenzar indicando que la

atención que ha prestado el mundo académico al análisis de las narraciones de ficción

sobre el sicariato en Colombia no se ha dado de manera equitativa entre las cuatro

novelas propuestas como obras tutelares del género. El cuantioso número de artículos

críticos sobre La Virgen de los sicarios es revelador del interés suscitado por el libro y la

película y de la importancia atribuida, no sólo a éstas en particular, sino a Fernando

Vallejo como figura prominente en la literatura hispanoamericana de hoy. En el caso de

Rosario Tijeras son contados los ensayos críticos, si se trata de analizar el sello distintivo

de la novela. En general, los artículos existentes la mencionan en relación con la novela

de Vallejo o la de Óscar Collazos pero no la analizan con detenimiento. En cuanto a

Sangre ajena y Morir con papá, no se ha publicado ningún artículo crítico, a excepción

del ensayo de Wilson Orozco sobre la novela de Collazos, en el cual sin embargo no se

profundiza en las particularidades estéticas de la novela, permaneciendo en un nivel

descriptivo de la historia. Si bien la ausencia de crítica justifica el presente estudio sobre

la novela sicaresca y aunque es posible que las razones de este descuido de la crítica

arrojen conclusiones interesantes sobre las tendencias académicas de los últimos años, lo

que interesa por el momento es mirar hacia el tipo de texto que trata de suplir la carencia

de análisis literarios críticos sobre las novelas del sicariato en la esfera cultural.

Aunque se han publicado ensayos iluminadores sobre la novela de Vallejo y en

menor cantidad sobre la de Franco Ramos, la supremacía del reseñismo en la crítica

cultural sobre la sicaresca es evidente. No se trata sólo de la disminución de un espacio

cultural “autónomo” (Eagleton) en el que se hable sobre las cuatro novelas por igual,

independientemente del éxito de las ventas o de famas previamente cosechadas, sino de


157

una supremacía de lo superfluo en las reseñas. Sin ánimo de demonizar la reseña como

artefacto crítico, lo cierto es que en las publicadas acerca de las novelas de Vallejo y

Franco Ramos se evidencian fórmulas que se repiten y que no le aclaran nada al lector,

así como una mayor frecuencia en la publicación de las opiniones de personajes de

renombre y estrellas de la farándula, que de las de los críticos literarios. Nos interesa

hacer énfasis solamente en el caso de Rosario Tijeras, por cuanto consideramos que más

allá de la publicidad de los medios, el éxito de la novela de Vallejo se debe, además de su

calidad narrativa, a la imagen impresa en los lectores de un novelista de trayectoria, cuya

obra viene ya consolidada por sus seis novelas anteriores.

En el éxito editorial de Rosario Tijeras han tenido gran influencia las reseñas

publicadas desde la aparición del libro. El interés en la novela empezó con un comentario

de Enrique Santos Calderón publicado en su columna “Contraescape” del diario El

Tiempo, el periódico de mayor circulación en Colombia y de propiedad de su familia. En

algunos apartes de su nota, dice Santos:

Hace tiempos me estoy preguntando cuándo se va a escribir la gran novela


sobre el narcotráfico en Colombia… Poco a poco comienza a ser abordado
por la literatura nacional. Cada vez con menos superficialidad y
tremendismo, y con mayor talento, profundidad y perspectiva. Fernando
Vallejo con La Virgen de los sicarios y García Márquez con Noticia de un
secuestro, lo han tratado desde perspectivas diferentes. Rosario Tijeras, de
Jorge Franco Ramos, es un enorme paso adelante en la recreación literaria
de esta lacerante realidad social. (El Tiempo, abril 8 de 1999)

A las pocas semanas de la publicación de esta columna, la novela se convirtió en un éxito

literario. La importancia de este comentario radica no sólo en la influencia económica,

cultural y política del periodista Enrique Santos y su familia, sino también a que Santos

sienta las bases del reseñismo posterior que acompañará a las varias ediciones de la

novela y también a la versión cinematográfica.


158

De las aseveraciones de Santos se pueden inferir varias cosas. En principio, que

las primeras producciones literarias que tratan directa o indirectamente el tema del

narcotráfico son de dudosa calidad por su “superficialidad y tremendismo”, cuando lo

primero podría decirse sobre la caracterización de Rosario y lo segundo acerca de sus

técnicas de asesinato en la novela de Franco. De labios de un personaje de la vida cultural

nacional, este comentario borra de plano y relega al olvido las novelas de Gustavo

Álvarez Gardeazábal, Luís Fernando Macías, Juan José Hoyos y todas las obras incluidas

en el primer capítulo de este estudio que, independientemente del éxito literario o

comercial, se aventuran desde finales de los años ochenta a la escritura de una narrativa

de ficción en este sentido.55 Ahora bien, incluir a Fernando Vallejo al nivel de Gabriel

García Márquez puede ser una respuesta a un sector conservador recalcitrante que ha

leído La Virgen de los sicarios como una diatriba contra los colombianos ‘de bien’ y una

amenaza a la imagen del país en el exterior, bastante ya menguada por la situación

político-económica actual.56 Pero también, sitúa sin mayores explicaciones la novela de

55 Esta ignorancia produce la repartición innecesaria e injustificada de alabanzas alrededor de


“frases magistrales,” como en el caso del aviso “Prohibido arrojar cadáveres” de La Virgen de los
sicarios, el cual, además de haber existido realmente en los alrededores del casco urbano de
Medellín en los ochenta, aparece por primera vez en El cielo que perdimos (1990) de Juan José
Hoyos. En esta novela dice “Prohibido arrojar más cadáveres.” Un crítico literario con un poco de
conocimiento de los antecedentes de La virgen hubiera dado crédito a esta intertextualidad entre
las dos novelas, en vez de alabar la genialidad de Vallejo.

56 La misma respuesta generó la película. El director de la Revista Diners, Germán Santamaría,


expresa que la cinta no se puede asumir como obra de ficción porque presenta unos personajes
que “se acuestan, se matan, matan y reducen a Simón Bolívar, al Papa, a los últimos presidentes
de Colombia, a todos los antioqueños, a los colombianos en general, y por supuesto a Dios, en
una manada de...” (octubre de 2000). En consecuencia, Santamaría invita a ignorar a Vallejo,
prohibir la película de Schroeder y vetar su exhibición en el país.
159

Franco Ramos “un paso adelante” del Nóbel, instalándolo como la nueva promesa de la

literatura colombiana.

De aquí en adelante, la referencia al escritor de Cien años de soledad será

comentario obligado en otras reseñas, no sólo por lo que tienen en común Noticias de un

secuestro y Rosario Tijeras temáticamente hablando, sino por el realismo con que

supuestamente Franco aniquila el fantasma de Gabo que ha rondado y opacado por

décadas a otros escritores colombianos:

Fue tan sorpresivamente contundente la venta de Rosario Tijeras, que


Colombia entera comentó, llena de nostalgia, la culminación de la era del
Premio Nóbel de Literatura, para darle la bienvenida a la nueva generación
de escritores comandada por Jorge Franco Ramos, autor de esta obra que
rompió en mil pedazos el realismo mágico que se había posesionado desde
hacía algo más de 30 años. (Jorge Consuegra, “Termina la era de García
Márquez” 1)

El autor de Rosario Tijeras comenta al respecto de la aseveración de Consuegra que la

era de García Márquez no ha terminado y que es un autor que todavía publica bien.

Según Franco, lo que si hay es “una nueva vos, una nueva forma de contar una nueva

literatura en Colombia. Pero no hay que verlo como una era que termina y una era que

comienza sino como que la literatura colombiana ha tratado de conservar un buen nombre

en lo universal y lo que estamos haciendo nosotros [los escritores jóvenes] es tratar de

mantener ese nombre” (“Entrevista con la autora”).

Dentro de las repercusiones de la columna de Enrique Santos, resulta interesante

considerar otra réplica, escrita por Alberto Quiroga en la revista cultural Número:

Difícil hacer una novela sobre sicarios y menos aún cuando todavía no se
ha escrito nada que valga la pena sobre la mafia colombiana (en ficción, se
entiende). Sólo dos escritores se han atrevido a ello: Fernando Vallejo y
Jorge Franco. Ambos paisas, de Medellín, de Metrallo. (“Una ciudad”,
mayo de 2000, 83)
160

Quiroga omite a García Márquez, pero el efecto borrador de la narrativa anterior es el

mismo, además de un tono obtusamente regionalista que, en este caso, insinúa que sólo

los antioqueños escriben sobre los sicarios de Medellín, ignorando que en 1997 había

aparecido la novela de Collazos, escritor de la costa pacífica, y a principios del 2000 la de

Arturo Alape, escritor nacido en Cali.

Por su parte, Juan Forero publica en el New York Times del 6 de abril de 2003 un

artículo escrito en Bogotá, titulado “New Generation of Novelists Emerges in

Colombia.”57 Aunque el periodista habla de 4 escritores jóvenes, hace énfasis en la obra

de Franco y desarrolla el argumento de la importancia de esta nueva generación,

primordialmente en relación con la obra de García Márquez:

Now, Mr. Franco and a slew of other Colombian authors… are casting
away the expectations that they should write in the same style [García
Márquez’] and are publishing straightforward, darkly realistic urban
novels.

Hay que agregar que Forero no sólo empieza su columna de la sección internacional del

periódico estadounidense con la idea de que el escritor favorito de Franco Ramos ha sido

el Nóbel colombiano sino que, al igual que Santos, afirma que los editores europeos están

aún a la espera de la novela ‘bomba’ (bombshell), un curioso juego de palabras para

referirse a la gran novela del narcotráfico. Como dato llamativo, el aparte del artículo de

Forero que hemos citado aparece en la contraportada de la edición en español de Rosario

57 En el momento de la aparición del artículo de Forero, Rosario Tijeras había vendido 80.000
sólo en Colombia, una cifra récord para la narrativa del país aparte de las obras de García
Márquez. El dato aparece en el artículo mencionado.
161

Tijeras para Estados Unidos, junto a un comentario de Mario Vargas Llosa, uno de los

sonados miembros del boom.

Las notas de Santos, Consuegra, Quiroga y Forero evidencian la puesta en marcha

de unos dispositivos gracias a los cuales se puede describir la novela alrededor de las

mismas ideas y, en general, en los mismos términos, sin que necesariamente el reseñista

haya tenido que leer concienzudamente la obra. Esos términos se pueden resumir en la

novedad en el tema (una mujer sicaria que besa a sus víctimas antes de ultimarlas), la

relación con el fantasma del garcíamarquismo, la presencia de un discurso vertiginoso,

ágil, el ritmo cinematográfico de su estilo eficaz y sencillo proveniente de los estudios de

cine adelantados por Franco en Londres, etc. Algunas reseñas optan por proveer al lector

de un resumen donde se cuenta la novela sin ninguna opinión personal y de cuyo

personaje se habla como si fuera real, de “esta hermosa mujer que cautivó al país entero”

(Quiroga 2).

¿Qué es un crítico?, se pregunta Andrés García en un artículo sobre la obra

literaria de Franco Ramos. No es otra cosa que “un lector profesional que, gracias a su

conocimiento del tema, tiene la posibilidad de hablar en un medio y, por ello, puede darle

al escritor una opinión con respecto a su obra, en nombre del enorme grupo de lectores

anónimos” (“Más allá de los reflectores” 63). La respuesta de García nos hace pensar que

el enfoque parcial de las reseñas sobre Rosario Tijeras, reducido al recuento de la trama o

a comentarios sobre las particularidades sociales del personaje, no son producto de una

labor crítica que evalúa la calidad de la novela. Se dan en un ambiente de alabanza

general y de primacía de comentarios que van desde la juventud del autor y su origen

paisa, pasando por la catalogación de los medios como la novela del año y las ventas
162

nunca antes registradas por una obra colombiana de ficción sobre la violencia del

narcotráfico en las listas del público lector colombiano. De esta manera, los comentaristas

literarios anulan la posibilidad y, de paso, se libran del trabajo de entablar un diálogo con

la obra y con el escritor. Es curioso que en medio de los halagos, la mayoría de las

reseñas coincidan en señalar que Rosario Tijeras no es una gran novela. Vale la pena

citar dos comentarios al respecto que pueden considerarse réplicas uno del otro:

Es un libro fallido en muchos sentidos, pero vale la pena leerlo. Rosario


Tijeras tiene un valor adicional: nos hace esperar un nuevo de Jorge
Franco. (Quiroga, “Una ciudad” 84)

Ultimately, his female portrayal dissapoints. Still… the author’s fluid and
vibrant prose will surely capture readers of all backgrounds (Carmen
Ospina, Críticas, 33) o,
Franco shows talent, but readers may hope that his next gritty urban drama
has a bit more plot backing it up. (Carmen Ospina, Publishers Weekly, 54)

Con este tipo de comentarios superficiales y contradictorios, no le queda claro al lector

por qué debe leer éste o los otros libros que escriba Franco, si la novela en cuestión es un

intento malogrado no sólo en la confección de la protagonista, la cual es superficial, sino

en la construcción de una novela urbana de tinte melodramático que desarrolle más de un

personaje y teja una trama más elaborada. Por supuesto, las reseñas no lo aclaran y la

cuestión permanece pendiente.

Recientemente, el estreno de la película y su éxito de taquilla han generado el

mismo estilo de comentarios que la novela, formando de esta manera un distintivo

proceso de retroalimentación:58

58 Rosario Tijeras se estrenó el 9 de agosto en Medellín y fue la película más taquillera del 2005
en Colombia, por encima de todas las películas extranjeras, con 1’053.030 espectadores (cifras
oficiales de FOCINE). La película fue acompañada de una buena estrategia de promoción en
163

El libro se lee de un solo viaje, con avidez e intensidad. La película se ve


como precipitadas vueltas y revueltas en el destino fijo de una montaña
rusa. Y lo curioso es que ya estamos hartos de tanto cine sicaresco paisa.
Aquí, por fortuna, nos liberamos del lenguaje escatológico que fatiga a
cualquiera. Ojalá sea Rosario Tijeras la última película de realismo sucio
que hagamos en Colombia. (Ignacio Ramírez, “¿Rosario Martínez? ¿Flora
Tijeras?”)

Además de la adición de la categoría de realismo sucio, una inversión del término

realismo mágico, Ramírez demuestra su ignorancia acerca del lenguaje marginal en el

proyecto fílmico de Gaviria. También la colombiana María Jimena Duzán, especializada

en periodismo político y no en crítica cultural, despliega su desconocimiento sobre el

trabajo de Gaviria, describiendo la capacidad de seducción de Rosario Tijeras en

términos de que “a diferencia de lo que nos viene sucediendo con el cine de Gaviria –en

las últimas prácticamente nos toca llevar traductor-, en ésta [la película de Maillé] el

manejo del idioma permite que hasta el español Ugalde sea convincente en su papel de

‘niño bien’ paisa” (Lecturas Dominicales, El Tiempo, 13 de agosto de 2005). Sin negar

las cualidades periodísticas de la reseñista, el caso de su artículo sobre la película de

Maillé evidencia otra dinámica cultural en la que, en muchos casos, los suplementos

literarios de los diarios compran firmas en lugar de comprar artículos. En este sentido,

también se publican más las opiniones de los famosos del momento, sin ningún tipo de

sustento crítico. Para la muestra otro comentario brevísimo de un presentador de la

televisión colombiana a la salida del filme, publicado en más de un medio escrito

colombiano de gran tiraje y sus correspondientes versiones electrónicas: “El libro es de

acción y esta es una visión desgarradora sobre los personajes de un libro” (El Tiempo, 10

de agosto de 2005 y Revista Semana, 12 de agosto de 2005). Este tipo de comentarios

diferentes medios como herramienta para llegarle al público, y estimuló a su vez el interés en el
libro con el consiguiente aumento en las ventas.
164

vacíos es el que se viene incluyendo desde hace varios años en las secciones culturales de

revistas y periódicos de amplia circulación y que, en última instancia, han tomado el

lugar de los artículos analíticos.

El reseñismo gira también en torno al hecho de que gracias a la película, Rosario

tiene ahora un rostro que los lectores pueden evocar al leer nuevamente el libro,

invitación soterrada a la compra que muestra, una vez más, el lugar común de los

comentarios sobre la novela en los cuales se habla del personaje como si fuera real. Por

ejemplo, en varias reseñas encontramos juegos de palabras entre los nombres del

personaje de ficción y el de la actriz que lo encarna, como en el título del texto de Ignacio

Ramírez, “¿Rosario Martínez? ¿Flora Tijeras?”. Del mismo modo, en su breve reseña del

17 de agosto de 2005 en El Tiempo, el conocido escritor dadaísta Jota Mario Arbeláez

describe la belleza y el talento de Flora Martínez con una significativa mezcla entre

literatura y cine: “allí estaba el personaje femenino que podría al fin desbancar a María.

Tenía que ser una bandida para poder reemplazar a nuestra momia romántica” (“En un

beso la vida”). En su elogio, al mejor estilo de la literatura fantástica, de acuerdo con

Arbeláez el libro de Franco Ramos y la película de Maillé son uno, gracias a los

elementos comunes utilizados en la descripción de la actriz que encarna a Rosario, mas

no al análisis profundo del personaje y su representación.59 Terminaremos diciendo que

para el caso de Rosario Tijeras, las reseñas han reemplazado a los artículos críticos, tanto

académicos como de periodismo cultural. En cuanto a Morir con Papá y Sangre ajena, el

silencio continúa.

59 La imbricación se ve también en la decisión editorial de poner una foto del personaje en la


película, como portada de nuevas ediciones del libro y sus traducciones.
165

CONCLUSIÓN: ESTABLECIMIENTO DE
UN NUEVO GÉNERO LITERARIO
El anterior estudio permite ofrecer algunas conclusiones preliminares sobre el

género de la novela sicaresca colombiana. A nivel contextual, aunque la novela sicaresca

es un género eminentemente colombiano, no se desarrolla en el seno de una literatura

nacional alrededor del recrudecimiento de la crisis económica, política y social acentuada

por el narcotráfico a finales del siglo XX, sino como representación de una problemática

que inicialmente toma fuerza en la región de Antioquia y que emerge arraigada en ciertas

dinámicas globales conectadas al problema mundial de las drogas ilegales como son la

presión de la sociedad de consumo y la influencia de los medios masivos de

comunicación.

La novela sicaresca surge en un ambiente cultural donde toman fuerza tres tipos

de narraciones alrededor del tema de la violencia relacionada con el narcotráfico en

países como Colombia y México: las narraciones testimoniales sobre las experiencias

personales de los sicarios y los testimonios novelados sobre el narcotráfico; algunas

novelas de la región antioqueña en los ochenta que esbozan ya el cambio cultural que ha

sufrido la ciudad y sus efectos en las clases medias y populares y las novelas colombianas

sobre el narcotráfico que tratan de delinear a los nuevos ricos y a sus seguidores; por

último, aunque de manera posterior, aparecen las novelas mexicanas del narcotráfico que

se centran en el proceso de producción, los vínculos de los narcos con la política y la

inoperancia del sistema legal, en las cuales se asoman ya jóvenes atraídos por el

enriquecimiento acelerado del negocio y por el vértigo de las actividades ilegales,

marcados, como los sicarios de las comunas, por el ansia de riqueza y el consumo. Es

debido a la publicación de esta amplia variedad de textos que el surgimiento de la novela


166

sicaresca pasó desapercibido como género para la crítica literaria colombiana e

internacional. Aunque indirectamente las novelas sobre el Medellín de los 80 y las

novelas del narcotráfico mencionan el trabajo de bandas al servicio de los traficantes, es

sólo hasta la aparición de la novela sicaresca en los noventa cuando el joven asesino entra

como protagonista en la literatura de ficción, conformando un género tangencialmente

tributario de la novela del narcotráfico, pero singular no sólo en los temas sino en sus

técnicas de representación.

El sicario como figura social tiene una identidad híbrida con características

rurales y urbanas. Algunas de sus prácticas de asesinato, religiosidad y lenguaje tienen un

origen rural y se remontan a la época de la Violencia, siendo herencia de delincuentes

como el “pájaro” y el “camaján” que llegaron a la juventud a través del héroe-narco. Pero

también es un joven inmerso en la dinámica de lo urbano, en la música punk y rock, el

ruido y la velocidad de los medios y la noción de caducidad de los productos en el

mercado, la cual incluye el concepto mismo de la vida humana como bien de consumo.

Estas características adquieren formas y matices diversos en las novelas. Los contenidos

temáticos de la novela sicaresca incluyen los nexos entre los traficantes de droga y los

jóvenes asesinos, en los cuales el sicario aparece como objeto, y las prácticas culturales

heredadas del narcotráfico, especialmente el afán consumista y un énfasis en ritos

religiosos de protección y agradecimiento.

En las novelas, la identidad cultural en los jóvenes sicarios es un elemento

primordial evidenciado en el aprovechamiento particular que cada texto hace del

idiolecto de las comunas. Por un lado, como antilenguaje se usa en la novela sicaresca

para representar los cambios culturales y la marginalización social de los personajes y,


167

por otro, para re-crear un ambiente de ilegalidad, en el cual generalmente se desarrolla la

historia. La ilusión de oralidad creada por la presencia del parlache no cumple la agenda

de un proyecto social específico como en las narrativas testimoniales, ni tiene tampoco la

función de dar voz a los marginados. En la novela sicaresca la oralidad, con su carácter

efímero, ayuda a representar eficazmente el presente fugaz del sicario y a hacer una

crítica de la cultura desde la cultura misma. La habilidad en el manejo de los registros

orales, así como la ironía y la crudeza que atraviesan La Virgen de los sicarios, son los

que le han dado el lugar de la novela sicaresca por excelencia. En razón a esto, las obras

posteriores han tratado de diferenciarse de la novela de Vallejo tanto en el tono de

violencia generalizada de la narración como en el uso del parlache. En las novelas

posteriores a La Virgen de los sicarios hay una evidente disminución en el uso del

parlache como herramienta narrativa, pero se mantiene como parte de la expresión de los

personajes sicarios. Algunas novelas sicarescas le atribuyen importancia dentro del texto

al proceso escritural mismo. Particularmente, en La Virgen de los sicarios y en Sangre

ajena la oralidad se utiliza como herramienta en el proceso de (de)formación del

personaje principal.

En relación con otras técnicas narrativas, en la novela sicaresca hay un rechazo

hacia el uso del narrador omnisciente. En La Virgen de los sicarios y en RosarioTijeras

hay un narrador en primera persona, en Sangre ajena hay dos narradores en primera

persona y en Morir con papá hay una tercera persona limitada. Aunque existe un

narrador letrado en tres de las cuatro novelas, éste siempre está marginado: el de La

Virgen de los sicarios por la violencia, el de Rosario Tijeras por el desamor, el de Morir

con papá que no detenta poseer la verdad y el de Sangre ajena por la fuerza narrativa que
168

la experiencia de vida le ha conferido al sicario. Curiosamente, son los narradores

letrados de las novelas quienes pasan por un proceso de aprendizaje de la cultura del

sicariato y no los jóvenes, invirtiendo además el sentido tradicional de la novela de

formación. El proceso de marginación de los narradores se puede interpretar en dos

sentidos: como la irrupción del sicario en la cultura escrita que representa la oficialidad y

la legalidad en Colombia y como una crítica a algunas narrativas testimoniales que

pretender ejercer un ventrilocuismo desde afuera de la cultura representada. En la novela

sicaresca se subvierte intencionalmente la pareja letrado-sujeto subalterno que se formuló

en la crítica temprana del testimonio, no sólo para lanzar una crítica sobre las miradas

institucionalizadas por los medios escritos a una nueva comunidad sociocultural

violentada por el narcotráfico, sino para articular una variedad narrativa acorde con el

complejo entorno que pretende representar. De esta manera se hace también una crítica al

hecho de que, a pesar de que las obras testimoniales y los documentos sociales sobre los

sicarios insertan a éstos en el centro de la mira social a través de una vía de expresión

escrita socialmente aceptada, muchas veces bajo una primera persona íntima que hasta

cierto punto los humaniza, el joven asesino excesivamente idealizado en dichas

narraciones sigue siendo un marginado en la realidad de las dinámicas sociales

colombianas. En todas las novelas se sugiere que los medios narrativos tradicionales son

inútiles para contar la historia del sicario y que no es por medio de la vía escrita que el

joven marginado va a conseguir su reposicionamiento social. Por tanto, cada novela

intenta subvertir la relación entre dicha pareja.

En cuanto a la construcción de los personajes, en la novela sicaresca las

caracterizaciones de los sicarios son pinceladas superficiales, a excepción de Sangre


169

ajena donde el tema es el paso de la niñez a la vida adulta por la labor como asesino a

sueldo. Se puede pensar que la representación de los jóvenes asesinos no se alcanza a

desarrollar, simulando así la realidad del sicario que no alcanza la mayoría de edad. En

las novelas, la violencia y la muerte de los jóvenes se presentan como eventos del día a

día y sin causa aparente, convirtiéndolos en rasgos inherentes a su naturaleza. En ninguna

de estas novelas se alude directamente a las redes del tráfico de la cocaína, ni al

surgimiento y caída de los capos, ni se ahonda en el proceso por medio del cual el sicario

se ha involucrado en el asesinato como profesión, excepto en Sangre ajena. Se revelan

algunos rasgos del narcotráfico pero sólo indirectamente, como el hecho del desempleo

que siguió a la muerte de Pablo Escobar en La Virgen de los sicarios, la exportación de

droga a EE.UU. como la alusión del viaje de Rosario con los jefes a Miami, las escuelas

de sicarios en Medellín en Sangre ajena y los interminables intermediarios en los

‘contratos’ de la ilegalidad en Morir con papá.

Como parte del delineamiento de los protagonistas, los nombres en la novela

sicaresca representan el anonimato de los jóvenes de la periferia urbana y la ausencia de

la figura paterna que confiere el apellido en la sociedad tradicional, acentuando su

carácter marginal. Esto se cumple a cabalidad en Rosario Tijeras y La Virgen de los

sicarios, donde la figura del padre es inexistente; en Sangre ajena el padre existe, pero

está claro que todo lo que hereda Ramón, aún su trabajo en el reciclaje, le viene del lado

materno; y en Morir con papá, padre e hijo comparten un oficio, pero el padre abandona

el hogar en la infancia de Jairo. Por otra parte, las figuras del patrón narco y el padre son

incompatibles en todas las novelas. De allí que los moquetes, los nombres extranjerizados

y la falta de apellido sean una constante por medio de la cual se refuerza la idea de
170

desintegración de la familia y se acentúa el abismo entre los “ciudadanos de bien” y la

ilegalidad de los sicarios.

En mayor o menor grado en todas las novelas se presenta una naturalización de

actitudes y prácticas de los jóvenes asesinos que, exhibida en diferentes intensidades,

desacraliza conceptos y dinámicas sociales aceptadas como naturales por la sociedad

colombiana tradicional, validadas y alentadas por el discurso oficial diseminado por los

medios de comunicación. Con el ánimo de responder la pregunta planteada por Arturo

Alape acerca de si los jóvenes colombianos de las zonas urbanas de miseria son por

naturaleza violentos y, por lo tanto, aptos para convertirse en sicarios, diremos que, lo

que revela el mecanismo de naturalización de la violencia del sicario en las cuatro

novelas analizadas, es que han sido más bien un sistema de justicia inoperante, la

destrucción de la familia como núcleo social, la pobreza absoluta, la falta de educación,

el acaparamiento de la vida por la sociedad de consumo y un estado indolente ante los

marginados, las razones que llevan a los jóvenes protagonistas a una situación extrema de

violencia y muerte y no una tendencia natural hacia el mal y la ilegalidad. La idea de que

“la violencia se ha convertido en sinónimo de joven de barrio popular” (Salazar),

señalado además como suicida y desechable, se critica directamente en Sangre ajena,

gracias a que a través de la supervivencia del personaje sicario se rompe la

estigmatización generalizada sobre la muerte temprana que sufren los muchachos de los

estratos populares. No obstante, para ninguno de los jóvenes asesinos en la sicaresca es

posible salir de la marginalidad.

Es innegable la importancia de la memoria como recurso narrativo en la novela

sicaresca, aunque con diferentes propósitos en cada caso. En La Virgen, las vueltas del
171

narrador al pasado sirven para medir el grado de violencia y de desorden socio-cultural

del Medellín presente; en Rosario Tijeras se utiliza para contar en retrospectiva una

historia de amor con la sicaria que está muriendo; en Morir con Papá enfatiza el carácter

mediático del joven cuyos parámetros nemotécnicos son exclusivamente

cinematográficos. Ya que sólo en Sangre Ajena el sicario mismo cuenta su historia, se

podría sugerir que además de afianzar una identidad al rememorar su proceso de

formación en el sicariato, en esta novela uno de los propósitos de la memoria, en

términos del crítico Richard Terdiman, es subvertir la hegemonía imperante por la

capacidad de recordar y restaurar los discursos alternativos que se dejan de lado. Pero,

esto no se puede sugerir para las demás novelas.

Respecto a la relación de la novela sicaresca con las películas sobre jóvenes

asesinos, hay una similitud entre el proceso creativo de Rodrigo D. No futuro y Sangre

ajena, pues ambos tienen origen en las historias de vida de los muchachos de los barrios

periféricos de los centros urbanos: las comunas de Medellín y Ciudad Bolívar en Bogotá.

Si bien es cierto que en la novela de Alape el testimonio de un joven es sólo el origen de

la historia, la concesión de la voz narrativa a Ramoncito Chatarra dentro de la historia y

el poder expresivo que adquiere en el discurso se asemeja a la contribución de los actores

naturales, su lenguaje y su experiencia vital en la película de Gaviria. En Sangre Ajena,

en el proceso de formación de Ramoncito como asesino a sueldo las miradas son tan

importantes como la dislocación del espectador al final de Rodrigo D. Es en esta

dirección que las miradas cobran sentido en relación con la memoria, pues ayudan a

imprimir un recuerdo que reaparece en una representación, y lo es porque el referente de

la memoria, al ser recordado, está ausente. Otra relación interesante que se puede
172

establecer entre la película de Gaviria y la novela sicaresca aparece si se piensa que el

lector interpelado en La Virgen de los sicarios sufre una transformación a lo largo de la

novela, como una invitación, no siempre placentera, a contemplar el sicariato y sus

secuelas en la sociedad colombiana desde un palco más cercano, un efecto comparable al

desplazamiento en la ocularización hacia el espectador de la escena final de Rodrigo D.

En lo referente a las versiones cinematográficas de La Virgen de los sicarios y

Rosario Tijeras, el uso de actores naturales provenientes de los barrios periféricos de

Medellín no obedece a un propósito ético de representación de lo marginal desde adentro,

como sí ocurre en las películas del director Víctor Gaviria, pues los actores no

profesionales no participan con su experiencia de vida en la construcción de los filmes

mencionados. El parlache, marca de identidad de los muchachos de las comunas, se

vuelve una impostura cuando debe repetir parlamentos escritos por otro, o cuando, en el

caso de la película de Schroeder, pasa a ser sancionado como incorrecto o intruso, o

como basura que ensucia la ciudad oficial, generalmente por parte de un agente externo a

la marginalidad que se quiere representar. El silencio de los personajes sicarios es uno

más de los procesos de exclusión de lo marginal en la película. En Rosario Tijeras, los

actores naturales representan papeles secundarios, más como parte del ambiente que de la

historia misma.

La crítica no ha prestado la misma atención a las novelas sicarescas del presente

estudio. Incluso el ámbito académico se ha concentrado exclusivamente en las obras de

Vallejo y Franco, pero ha relegado al olvido las novelas de Alape y de Collazos. Por otra

parte, se ha producido un reseñismo en la crítica literaria acerca de las producciones

sobre el sicariato que ha hecho énfasis sólo en La Virgen de los sicarios y Rosario
173

Tijeras, además de presentar descripciones superficiales de las obras que han formado

una especie de círculo vicioso en cuanto a los temas de las reseñas y las alabanzas, por lo

general poco sustentadas. Este fenómeno se ha extendido a la crítica de las películas

homónimas. Entonces, el problema de los medios, especialmente de la crítica cultural

publicada en la prensa, además de ocultar y minimizar la importancia de Sangre ajena y

de Morir con papá y sus correspondientes autores, tan conocidos y respetados como

Vallejo mismo, es la carencia de una opinión crítica y profunda sobre el contenido social

y estético de las novelas.

Un campo de investigación que se abre a partir de esta tesis es un estudio

comparativo entre la representación de los jóvenes en la novela sicaresca y los miembros

de bandas juveniles que actúan en contextos diferentes al colombiano, por ejemplo en el

conflicto de guerrillas de El Salvador, considerando novelas como El asco (1997) y La

diabla en el espejo (2000) de Horacio Castellanos, o el conflicto socio-político de

Guatemala en Los muchachos de antes de Marco Antonio Flores (1996) y Que me maten

si… de Rodrigo Rey (1998).

Otra área de investigación posible es la poesía sicaresca colombiana, liderada por

Óscar Osorio con La balada del sicario y otros infaustos (2002) y Efraím Medina con

Pistoleros, putas y dementes (greatest hits) (2005). Resultará interesante acercarse a la

relación entre la palabra poética libre de eufemismos y la figura del asesino a sueldo en

estos textos.
174

APÉNDICE A

ENTREVISTA A ARTURO ALAPE

MJ: ¿Cómo percibe ud. la relación entre el testimonio y la literatura en general y en su

obra en particular?

AA: La relación de la literatura de ficción con el testimonio, especialmente aquí en

Colombia, se recibe un poco con desconfianza, con sospecha, porque primero hay un

concepto desfigurado sobre lo que es el testimonio literario. El testimonio literario surge

en América Latina como una necesidad de expresión de determinadas voces en cierto

momento, especialmente con la situación cubana y con Casa de las Américas. Había un

vacío histórico de percepción acerca de esas voces desde lo popular y, por lo tanto, Casa

impulsa una tendencia, entre la historiografía y la literatura. Es decir, algo que en ese

momento no estaba muy definido, aunque formalmente se planteaba que era como el

origen una expresión, incluso pudiéramos decir biográfica de un personaje, que pudiera

hablar desde sus entrañas mismas y hacer en lo posible quizás un monólogo con su

propia memoria. Pero desde el punto de vista formal, hubo una tendencia en el testimonio

de hacer aparecer como tal, como expresión de esa manifestación literaria, muchos textos

que eran simplemente tomar la voz del otro a través de un aparato y transcribir. No había

ninguna intervención como construcción literaria sobre ese texto y, por lo tanto, era un

texto que se acercaba más a un proceso de información para un futuro trabajo de

indagación en antropología o sociología que a lo literario. Ahora, dentro de ese género en

América Latina hay ejemplos que son fundamentales, como es el caso de la Biografía de

un cimarrón de Miguel Barnett, que creo que es una novela. Es decir, se recibió como

una novela, a pesar de toda su advertencia se trabajó desde el punto de vista etnográfico
175

como investigación y cómo el escritor interviene y construye ya un hecho literario a partir

de una voz que ha recogido de una u otra manera. Pero también el testimonio en

Colombia, especialmente ese mundo académico del cual en cierta manera también

desconfío por muchas razones, veía con cierta lejanía el testimonio, también por su

origen político y social, porque finalmente no contaban las historias que supuestamente

son las que cuenta la literatura, que son los problemas de la interioridad, de la afectividad,

de los nexos, de los afectos, de la soledad, del desamor. Como si estas circunstancias

psicológicas, filosóficas, solamente pudieran vivirlas en cierta medida sectores sociales

supuestamente cultos; como si los afectos fuesen como una flor que solamente nace y se

desarrolla en ciertos sectores sociales. Esto me parecía una trampa y eso es lo que hoy en

día pasa también con otro género, que más que el testimonio está siendo muy

desarrollado desde diversas miradas, lo antropológico, lo sociológico y lo periodístico

que son las historias de vida, que también tienen, como el testimonio, la constitución de

una voz que pudiera construir como una especie de autobiografía. Entonces, en cierta

medida, en mi obra he tomado decisiones un poco como tildado de esas tendencias, pero

vistas desde ese punto de vista y no desde la literatura, pero lo importante es la

construcción de una obra. En mi obra como historiador o como narrador o como

periodista yo ingado muchas posibilidades. Por ejemplo, en esta próxima novela que sale

[El cadáver insepulto] hay una relación muy directa entre esos límites entre la historia y

la ficción, los límites entre periodismo y literatura, ese momento en que empieza a

producirse la ficción y cómo los personajes no obedecen ya a un mundo de lo testimonial,

sino lo testimonial en su desarrollo como ficción.


176

MJ: Me interesa preguntarle cómo fue ese paso del libro de La hoguera de las ilusiones a

Sangre ajena, dos textos diferentes en que, sin embargo, uno se nutrió del otro. Es decir,

cómo nace la idea de Ramoncito Chatarra, de hacer un libro con el personaje a partir de

esas historias de vida del libro sobre Ciudad Bolívar.

AA: Yo pienso que la idea surge de ciertos procesos de acercamientos a la realidad que

yo utilizo como investigador social. A través de mi experiencia como historiador, he

logrado construir unos proceso no digamos metodológicos sino de indagación, de

diversas posibilidades de la indagación, y esa indagación siempre ha estado dirigida hacia

los temas que más me afectan desde el punto de ser social como es la memoria, la

memoria social o la memoria histórica. El libro de Ciudad Bolívar surge de un proceso

conversacional muy provocador con un grupo de muchachos con las cuales pude

conversar durante seis o siete meses. Me interesaba provocar en ellos procesos de

autorreflexión. Y cuando digo provocar, es a partir de preguntas profundamente

provocadoras, que son no las preguntas sino las respuestas que una sociedad como la

nuestra, especialmente los medios de comunicación, han utilizado para nombrar al otro.

Eran unas preguntas que eran como una reflexión acerca de cómo los medios y esta

sociedad nuestra califica al Otro. En primera instancia, hay toda una preocupación y es

que históricamente el Otro no existe, socialmente desde el punto de vista histórico el Otro

es un ser invisible; se le denomina cuando se le quiere requisar o pesquisar, se le quiere

señalar. Con la experiencia de Ciudad Bolívar resulta que durante cuatro o cinco años,

tanto la radio como la televisión y los medios escritos siempre denominaron a estos

muchachos como asesinos en potencia, como sicarios, y siempre se hicieron con ellos

ciertas analogías. Es decir, el sicariato en Medellín es una forma de subsistencia, es una


177

bolsa de empleo, es una dimensión de vida, un proyecto de vida, que se puede vivir como

en una película. Muchachos como los de Ciudad Bolívar, por su condición social, por ser

personas muy excluidas de la propia ciudad, también estaban dentro de un proceso social

que se los hacía posibles aprendices de futuros sicarios. Es decir, que lo único que podían

tener en su vida era la posibilidad de subsistir matando a la gente. Las preguntas que yo

hacía en ese Taller de la Memoria, en muchas conversaciones, lo que logran ante todo es

crear un espacio vital para conversar y que esa conversación se convierta en un posible

relato; relato personal, relato de los otros, un relato colectivo: es hablar contando

historias. Las preguntas son provocadoras: ¿Ud socialmente está destinado a ser asesino,

a ser sicario? ¿Por qué a ustedes se les califica como sicarios? ¿Cuál es su relación con la

ciudad, con el alcalde, con la familia, con sus padres, con los jóvenes? ¿Cuál es su

relación con la historia del barrio? Es decir, tratar de construir con ellos, a través de su

propia confesión, pero una confesión muy analítica. Esto condujo a que en ese taller

hubiese muchas historias, como las que uno podía escuchar en el Pacífico o en la Costa

atlántica o como las de las abuelas. Mire los orígenes: Gabo habla del origen de muchas

de sus historias en sus abuelos, pero también en sus coterráneos. De modo que el material

de la futura escritura está en esa capacidad de escuchar historias. Llega un momento en

que son tantas las historias que se escuchan que un día aparece un personaje que cuenta

en síntesis todos los abatares de la aventura que corre Ramón Chatarra y su hermano

Nelson. Pero cuando yo escucho esa primera historia, lo que me profundiza el alma,

pidiéramos decir, lo que me deja huella es la idea del viaje, el viaje como posibilidad de

crecimiento humano, el viaje como reflexión, es decir el viaje a hacerse hombres. Esto

tiene que ver mucho también con un elemento que es la autobiografía propia, es decir,
178

una experiencia que de niño yo la viví: la del viaje de la sobrevivencia. Eso me afectó

muchísimo y me di cuenta que esa historia no podía estar dentro de los moldes de lo de

Ciudad Bolívar por una razón: porque era una historia de mayor aliento, de mayores

caminos, de mayores huellas. Entonces se quedó congelada en la memoria. Lo de Ciudad

Bolívar se publica en el 93 ó 94 y llega un momento, antes de viajar a Alemania en el

2000, que supe que tenía que escribir la historia de Ramón Chatarra. Esa escritura tiene

muchos problemas complejos. A mí me interesa resolver que cada texto mío responda

una de estas líneas: la preocupación por la estructura narrativa, cómo voy a escribir, cómo

lo voy a hacer dentro de ese contexto humano social, general y particular. Es decir cómo

se van a construir los hechos narrativos, los ejes narrativos. ¿Se va a plantear desde un eje

narrativo omnispresente, en tercera persona? O en un caso, ¿Cómo poder utilizar esa vos

que indudablemente se originó en un hecho testimonial, o más bien un hecho de

memoria? ¿Cómo se va a construir como novela? ¿Cómo partir de esa voz de una

realidad a reconstruir o a planteársela en términos de esa otra nueva realidad?

MJ: En esto de las decisiones narrativas que usted toma, me llama la atención que, en

cierto sentido, ud. le dé la voz a la memoria de Ramón y el entrevistador letrado quede

opacado, aunque siga presente en esa narración. En segundo término, me llama la

atención la habilidad verbal de Ramón. Es decir que hay una poética que él maneja y hay

un cierto lenguaje que pareciera que la memoria le hubiera sofisticado, que no es el típico

lenguaje de un muchacho de poca educación, sino que el trabajo mismo de recontar ha

hecho una filigrana más fina, comparada con otros relatos donde se les da voz a los

sicarios.
179

AA: Bueno, ahí hay dos aspectos. Uno, la estructura narrativa parte del origen mismo del

texto, de la conversación, y parte de una imagen que siempre conservé del personaje. Son

dos imágenes: en una este personaje va a la casa y lleva a su hijo de un año y allí está mi

hijo. Y los cuatro comenzamos a hablar de su historia. Esas historias el personaje las

continúa en la hamaca. Esta es una imagen imborrable. Entonces, la estructura surge de

esa necesidad de conservar ese hecho poético que es la conversación y reconstruir esa

conversación. Es como un proceso mágico porque debe tener unas provocaciones, unos

estímulos y unos ritmos creativos. Es decir, en mi trabajo como historiador he hecho un

trabajo etnográfico en el que he encontrado grandes narradores. Por ejemplo Guadalupe

años sin cuenta, la obra de teatro, surge de una historia narrada, pero ese narrador tiene

una doble complejidad porque narra su historia a la vez que narra la historia de los

demás. Entonces, ahí hay un elemento constitutivo: de un doble narrador y esa estructura,

que la pensé muchísimo, se resuelve de esas dos maneras, es decir, es conversar con un

personaje. El personaje que aparece como autor es el que va llevando los hilos de esa

conversación que dura ocho o diez años, pero que es como una conversación presente.

Chatarra asume su propia voz a partir de su propia experiencia, pero esa voz es la voz de

alguien que vivió esa experiencia, ocho años después. Indudablemente, alguien que

cuenta la historia desde el punto de vista vivido y como reflexión puede reconstruir su

memoria enriqueciéndola. Ahora, el otro aspecto, el del lenguaje, fue un proceso para mí

realmente muy inquietante porque en los otros textos sobre el tema de los sicarios, me dí

cuenta que el lenguaje es un lenguaje profundamente coloquial y es un lenguaje que se

choca contra las paredes y que quizás tenga la idea de provocar unos choques muy

profundos, dejar unas cicatrices en el lector, pero no es un lenguaje que construye


180

reflexión. Cualquiera puede salir y montarse en un taxi y comenzar a matar gente.

También el lenguaje hace parte de un proceso vivido como experiencia. Pero hay un

elemento también como experiencia personal que define mucho el lenguaje de Ramón

Chatarra, que es una experiencia personal de escritor y es que la novela prácticamente yo

la terminé en el autoexilio. Cuando estaba terminando la novela, yo estaba recibiendo

muchas amenazas y decidí optar por una experiencia muy traumática que fue no salir del

país, como antes lo había hecho cuando viví cuatro años en la Habana en el exilio, sino

que aproveché la invitación de un amigo que me dijo: - “hay una casa frente al mar entre

Barranquilla y Cartagena”. Duré tres o cuatro meses encerrado escribiendo, incluidas

unas partes de Sangre ajena, y todas las tardes, al caer el sol, me iba a caminar por la

playa. De pronto una noche descubro que lo que estaba haciendo era hablar con el mar y

el mar es como una especie de memoria. Una de esas noches, un personaje que me

colaboraba con lo personal, me invitó a una fiesta y como a las once abandoné la fiesta y

me fui a la playa a escuchar el mar. De pronto aparece este personaje, me abraza y me

dice: -¿Qué está haciendo? Y yo le digo: -Observando. Me dice que espere un momento

que las olas van a venir a hablar conmigo y unos de los capítulos de la novela parte de ese

momento que es muy hermoso y muy poético. Porque con él también aprendí a escuchar

unas historias tan violentas, tan duras, pero había como ese intermediario que era la voz

del mar. Entonces, es cómo la necesidad luego de que la novela construyera no solamente

su propia estructura narrativa, sino que la novela construyese también los lenguajes, tanto

de quien indaga como de la relación de la vida contada con el lenguaje de Ramón

Chatarra. Pero también hay otro elemento, que es un elemento muy social. Yo trabajé

mucho tiempo, por razones políticas e históricas en el campo, y en el campo también


181

aprendí muchísimo algo que está también en mis textos anteriores que es una poética:

toda una poética en la relación con la montaña, con el río, con la niebla. Algún día yo

escuchaba a un campesino que me decía que la niebla había empezado a levantar sus

brazos un metro de la tierra y comenzaba a huir, a alejarse. Entonces, estas experiencias

muy cercanas con el habla de lo popular me han servido para buscar los ritmos profundos

poéticos que hay en esas voces. Pero eso hay que reconstruirlo. Entonces lo que hay es

una propuesta lingüística muy construida en relación con los otros textos.

MJ: De acuerdo. La lectura de Sangre ajena hizo que cambiara mi perspectiva de lo que

es la memoria. Por un lado el texto trae la memoria y la hace presente, pero a la vez

conserva esa voz y esas miradas del niño que hacen al lector volver al pasado y hacer

todo el camino recorrido hasta llegar al presente. Es decir que es una memoria que no es

solamente pasado, sino que se ha materializado. También se podría pensar en una

división de la novela por secciones a partir de las miradas, la del padre, la del mar, la de

Nelson.

AA. Sí, es el mar, son las olas, esa metáfora. Hay una representación de la memoria a

través de la mirada que es otra forma del habla, de la construcción del lenguaje. En todo

ese mundo del silencio, de la muerte, la mirada es determinante. Esa mirada muda del

padre es la que conduce a los niños a buscar con quién hablar. Eso aparece más adelante

también con el jefe en Medellín. Ahí también está esa otra metáfora: la búsqueda del

padre y eso también es muy autobiográfico.


182

MJ: Esa imagen del viaje se podría relacionar también con el personaje del pícaro de la

literatura española. Igualmente en esa necesidad de lo material, de lo fundamental para la

subsistencia: la presencia del hambre, un poco la presencia de un anti-héroe y una cierta

vuelta a la sociedad que es contraria a la visión en otras novelas con el tema de sicarios

en las cuales por lo general el sicario muere. Sangre ajena es la única novela que tiene

una esperanza de vida o una perspectiva de futuro porque el personaje sobrevive. Pero a

la vez se siente que no hay realmente una reintegración de Ramón a la sociedad como si

pasaría en la picaresca.

AA: Un aspecto que me interesa mucho es el viaje. Le confieso que hay ciertos nexos

autobiográficos. Yo a los doce años salí de Cali, dejé de estudiar la primaria y duré

recorriendo el Cauca y Nariño todos los días en un bus con treinta o cuarenta vendedores

ambulantes en vez de ir a la escuela. Y algo que aprendí en ese tramo de la vida fue la

capacidad de sobrevivir. En ciertos momentos yo puedo recuperar los rostros y las voces

de ciertos momentos de esos treinta y pico de personajes con los cuales salíamos a la una

o dos de la mañana a todos los pueblos a vender muchos objetos, desde cortes de tela,

remedios, las pomadas del culebrero, los hilos. Yo vendía suéteres de lana. Entonces, hay

en mi vida ese elemento doble del viaje y la sobrevivencia. Cuando descubrí en la historia

de Ramón la posibilidad de ese viaje a pie, pues ese viaje es definitivo en la construcción

del ser humano porque es lo insólito, el desencuentro o es el encuentro. Desde el punto de

vista amoroso hay momentos en que un viaje de tres o cuatro días deja huellas

imperecederas. Pero también es un viaje iniciático, un viaje para hacerse. En la última

novela que se va a publicar yo recordaba por qué mi visión de Bogotá de los años

cincuenta y de dónde viene esa visión que la novela retoma ahora. Recupero entonces un
183

viaje que hice a los quince años de Cali a Bogotá de dieciocho horas por carretera,

tratando de organizar la vida y construir otro mundo como hace Ramón con su hermano a

Medellín. Un día, estábamos entrando a un sitio a comer y salimos escapados porque no

había con qué pagar. También, la última noche que estábamos en un café porque no

teníamos dónde dormir mi socio y yo, llega el ejército, hace una requisa y un teniente nos

pregunta de dónde venimos. Le decimos que de Cali y nos responde: “- Mañana se me

van, par de hijueputas.” Ese día yo sentí lo que voy a sentir posteriormente que es lo que

va a sentir Chatarra, una cosa personal que es las imposibilidades del viaje. Entonces hay

ese nexo. Luego, Chatarra y su hermano construyen la vida posible que les ofrece este

país. Es decir, ya no es la sobrevivencia vendiendo mercancías, sino que es la

sobrevivencia aprendiendo a matar. El oficio de matar se vuelve el negocio desde el

punto de vista de la plata y de cierto caché especialmente en una ciudad que como

Medellín vive del narcotráfico. Ahora, hay una imagen que siempre vuelve. Yo hice

muchas lecturas sobre relatos de sicarios y me llamó la atención y es una frase de ellos

que dice que su vida era como una película y lo terrible es cómo determinan que su vida

va a terminar a los 16 ó 17 años. Pero me parece que en Chatarra había un elemento más

profundo que es vivir con la muerte del otro y descubrir que se puede vivir del oficio de

matar a los otros hasta el momento en que se descubre que el muerto puede ser alguien de

su propia sangre. Es decir que la sangre ajena se revierte a una sangre propia, a una

sangre hermana. Ese regreso a Bogotá de Medellín me parecía muy profundo porque hace

parte de la historia de este país, pues cada quien vive con sus propios muertos. Desde

hace más de cincuenta años estamos viviendo a partir de la imagen de los muertos que

navegan alrededor nuestro, no solamente como testigos, sino también como


184

protagonistas. La adaptación de Chatarra a este mundo es como este mundo y esta

sociedad lo reciben. Es como en el otro sentido. Por ejemplo, de Medellín trajeron unos

desmovilizados para reubicarlos y después los echaron. Entonces, ese recibimiento social

es tan violento como la muerte misma. Ramón regresa al ser que siempre fue: se siente

parte de la basura y va a seguir viviendo entre el ropaje de los sueños de la basura.

Entonces, ya no es la muerte escenificada como la muerte del otro, sino que es la vida

recuperada entre la basura. Por eso el regreso es tan dramático. Pero pienso que es

también una reflexión muy profunda del regreso. Ese devenir del viaje en carretera, se

vuelve una constante en la vida del personaje y lo cierto es que hay que preguntarse qué

tipo de posibilidades ofrece una sociedad como ésta a un personaje de esa naturaleza. Es

decir, la primera opción es su muerte y ojalá sea o con mucha injusticia en la prensa o

con mucho silencio en la despedida. En cuanto a la reintegración, lo único que se puede

hacer es mentir. Se lee en la prensa sobre la felicidad de los niños y los jóvenes pero este

es un país en que se han triturado las posibilidades sociales. Yo pienso que ese personaje

mío va a estar ahí muy permanente que transporta su propia experiencia que es la sangre

del otro, pero también es ese caminar por la carrera décima en la madrugada recogiendo

basura como un afán de recuperar su propia historia para saber por fin en qué lugar está

parado en esta sociedad. Eso es terrible, cuando uno descubre ese punto negro en la

memoria.

MJ: Entonces, ¿piensa ud. que esa memoria de Ramón podría interpretarse como una

crítica a la ausencia de memoria de un país que olvida a este tipo de persona que ha

tenido que pasar por este aprendizaje para volver al sitio de partida?
185

AA: Yo lo que creo es que Ramón es como un personaje reiterativo en mi obra de

recuperar memorias. En últimas eso es lo fundamental. Pero en ese proceso están

enfrentadas a otro elemento que condiciona mucho esos procesos de mentalidades

nuestras que es la necesidad del olvido. Es decir, hay dos tipos de olvido en una sociedad

como la nuestra: uno es el olvido ideológico, histórico impuesto, hay que olvidar como

una orden. Por ejemplo en los años cincuenta los periódicos deciden firmar lo que

llamaron “acuerdo de olvido histórico”, de no volver a decir nada de lo que pasó en esos

años y eso fue una actitud conciente. Desde el punto de vista ideológico, el Frente

Nacional es exactamente una exaltación y una imposición del olvido histórico. Creo que

para el ser humano es muy importante y esa es la reflexión del mismo Chatarra, recuperar

su propia historia a través de su memoria. Pero es una recuperación no desde el dolor.

Desde el punto de vista psicológico se habla del duelo, alguien es capaz de hablar de las

circunstancias de esa experiencia vivida y, quizás, de tanto hablar podría producirse una

pequeña reflexión. Pero lo que hace Chatarra es mucho más profundo: recuperar lo que

vivió para poder seguir viviendo.

15 de julio de 2005
186

APÉNDICE B

ENTREVISTA A ÓSCAR COLLAZOS


MJ: En Morir con papá aparece por primera vez un elemento ausente en otras novelas

que narran historias de muchachos en el sicariato: la figura paterna. ¿Qué lo motivó a

incluir dicho personaje?

OC: Introduje la figura del padre porque una de las intenciones de la novela es la de

evitar la simplificación del personaje como encarnación del “mal”, visión muy frecuente

cuando se recrea la vida del sicario “desalmado.” Al humanizar esta relación mediante la

carga afectiva que vincula a padre e hijo, quise poner de presente valores familiares, el

respeto por las jerarquías, un principio de autoridad que sigue vigente en esas relaciones.

El amor es otro de los referentes, además de la evocación que Jairo hace a veces de su

entorno familiar.

MJ: El título Morir con papá sugiere un evento de orden genético o, por lo menos, un

comportamiento natural que se hereda o que viene de familia. ¿Por qué incluir un lazo

familiar dentro de la labor de asesinos a sueldo?

OC: No se trata del vínculo genético sino del destino o de la suerte que corren padre e

hijo en un “oficio” que incluye la posibilidad de morir. Ambos realizan un “oficio” y

están sometidos a sus riesgos. Si la muerte ajena es desvalorizada, también lo es la

propia.
187

MJ: Aunque dentro de la historia Jairo tiene voz como personaje, el muchacho no posee

una identidad propia, sino aquella que ha tomado del consumo y los medios. ¿Hay una

crítica intencional a la influencia de los medios masivos en las clases pobres?

OC: Parte de la identidad de Jairo se la da su afición apasionada y acrítica por el cine y la

televisión, reproductora de fetiches y héroes. En este sentido, los héroes mediáticos

influyen en la concepción heroica del personaje, incluso en sus proyecciones estéticas.

Clint Westwood es Harry el Sucio y es lógico que lo evoque cuando trata de hacer el

retrato de una víctima.

MJ: Uno de los logros de la novela es la narración vertiginosa que va a la par con la

mente de Jairo. ¿Viene esto de su labor como periodista o de un culto suyo al cine?

OC: Diría que la novela fue concebida con el vértigo de un guión cinematográfico. Al

escribirla sentía que, como narrador objetivo, tenía más o menos las funciones de una

cámara que narra y sigue los movimientos de los personajes. No sé si se habrá dado

cuenta de que el narrador sólo penetra en el personaje por medio de hipótesis y fórmulas

lingüísticas como “podría”, “debería de…”, etc. Es una manera de evitar al repelente

narrador omnisciente. Lo que cuenta es su comportamiento. De éste se deriva su

“psicología.” ¿“Behaviorista”? Tal vez, pero de un behaviorismo que pretende enriquecer

el realismo.

MJ: ¿Qué tipo de trabajo investigativo realizó para la confección de la trama y de la

narración? ¿Qué lo motivó a escribir una novela con este tema?


188

OC: El tema partió del recuerdo de una conversación con un joven ex-sicario de una de

las comunas de Medellín. Surgió de repente, cuatro años después, y primero como un

cuento de final abierto: “Instrucciones para morir con papá.” No hay mejor investigación

que la ofrecida por la crónica periodística. ¿Qué me motivó? La persistencia casi

insidiosa con que aparecía en mi memoria, la voluntad de escribir un relato largo sin

moralismos. Tenga en cuenta que Morir con papá es contemporánea a La virgen de los

sicarios y Rosario Tijeras.

MJ: ¿A qué atribuye que las novelas sobre el sicariato en Colombia hayan empezado a

surgir una década después de la aparición pública del fenómeno sicarial?

OC: Ello se debe a la necesidad de tomar distancia de los hechos pero también, en mi

caso, a la convicción de que el sicariato es la perversión de la mano de obra última del

narcotráfico y un ejemplo de cómo la sociedad colombiana llegó a esos extremos:

edificar una industria paralela a la industria del narcotráfico, con participación de la alta

clase política. Ya se podían distinguir arquetipos. No estoy de acuerdo con el reproche

que se hace a los novelistas que elegimos como tema el “sicariato”; la sociedad

colombiana es en muchos aspectos una sociedad sicarializada: las amenazas de muerte

como instrumento político, los magnicidios como frenos extremos al cambio social y

político, la vida con cotizaciones en la bolsa de la criminalidad.

MJ: En su opinión, ¿es Morir con papá una novela negra, una novela sicaresca de

suspenso, u otra cosa?


189

OC: Es una novela que recurre a procedimientos narrativos de la novela negra: suspenso,

trazos rápidos en las situaciones, continuidad casi cinematográfica en la trayectoria del

personaje. No es en cambio una “novela negra” porque no se abre con un crimen y la

indagatoria posterior para hallar a los culpables. Conduce a un crimen y, al final, la

víctima corre igual suerte que el victimario, instrumento de un engranaje superior.

MJ: ¿Podríamos hablar de Morir con papá como la novela que completa una trilogía

sobre la corrupción y los efectos del narcotráfico en Colombia iniciada con La modelo

asesinada y seguida por Batallas en el Monte de Venus?

OC: En efecto. Y lo curioso es que, en principio, Morir con papá y La modelo asesinada

fueron concebidas como posibles guiones cinematográficos. Sólo ahora entiendo que

escribí sin proponérmelo una trilogía: el crimen organizado extendiéndose a niveles

políticos y sociales, contaminando incluso la industria de la belleza o del fashion.

MJ: ¿Cómo encaja esta novela en su obra literaria como un todo?

OC: Son eslabones en una cadena que se inicia con una novela prácticamente

desconocida en América Latina, publicada en España (Plaza y Janés) en 1986: Tal como

el fuego fatuo, cuando los primeros narcos que “coronaban” en EE.UU., regresaban a

Colombia. El personaje de esa novela es una especie de Gatsby que aún no ha caído en el

crimen, que usa el inmenso poder del dinero como un instrumento de ascenso en la escala

social.
190

MJ: ¿A qué atribuye la poca atención que la crítica literaria le ha prestado a Morir con

papá? ¿Cómo ha sido recibida fuera de Colombia?

OC: La crítica colombiana no se enteró de la publicación de esta novela. Si tuvo interés,

lo tuvo en medios académicos, y pasó al olvido. ¿Por qué? La crítica ha desaparecido de

los medios, se escriben reseñas superficiales y luego los libros pasan al olvido. Morir con

papá es anterior al perfeccionamiento editorial de los sistemas de promoción mediática.

No se publicó fuera de Colombia.

10 de noviembre de 2005
191

APÉNDICE C

ENTREVISTA A JORGE RAMOS FRANCO


MJ: En mi estudio estoy tratando de proponer la novela sicaresca como un género y,

obviamente, su novela está como una de las precursoras. Me interesa preguntarle unas

cosas específicas sobre la novela y también un poco de cómo encaja en su obra. En mi

opinión en la novela se muestra a los jóvenes de las comunas como delincuentes y esto

genera la idea en el lector de que estos muchachos son por naturaleza violentos. ¿Cuales

serían los beneficios o los riesgos de asumir este tipo de perspectiva al escribir la novela?

JFR: Yo creo que el riesgo mayor sería la generalización, que se creyera que todos los

jóvenes que nacen en las comunas son necesariamente violentos. Lo que sí es muy cierto

y he podido comprobar es que el entorno de las comunas es muy violento. Es una

violencia que no necesariamente es una violencia de armas, aunque sí existe, sino que es

una violencia familiar. Las condiciones de vida son muy pobres en cuanto a servicios,

educación, recreación, vivienda, cultura. Todo eso esta muy limitado y yo creo que eso es

una forma de violencia cuando la gente no tiene las mínimas condiciones para

desarrollarse y eso lo están viviendo ellos desde niños. Entonces en ese sentido el entorno

es violento en casi todos los aspectos.

MJ: ¿Es por eso también que los personajes sicarios están tan silenciados en la novela?

Por ejemplo, Rosario, ¿por qué no habla mucho?

JFR: Yo creo que eso tiene que ver con la estructura que yo decidí que la novela tuviera.

Yo cuando comienzo a escribir ensayo muchas voces, a ver quién va a contar la historia.

En un momento dado incluso pensé que Rosario era la que tenía que contar la historia.
192

Pero me pareció un poquito deshonesto de mi parte en el sentido en que yo no conocía

ese mundo; digamos que si hay una voz que es la más similar a la del autor era la voz de

Antonio. Yo sí pertenezco a ese otro medio de Medellín; no pertenezco al Medellín de las

comunas. Entonces prefería contar la historia desde ese punto del otro Medellín que

ignoró por muchos años a ese Medellín marginal y por esa razón hubo un gran

distanciamiento entre esas dos culturas. Y ese distanciamiento también generó un

desconocimiento de unos con los otros. Entonces por eso la voz de Antonio es la que

cuenta, y esa voz desconoce mucho del mundo de Rosario, del mundo de las comunas. Lo

que sabemos de ese mundo es lo poco que él logra averiguar, lo poco que ella le logra

contar. Entonces creo que tiene que ver más con la estructura de respetar el

desconocimiento de ese narrador.

MJ: ¿Esa sería la razón para optar por la memoria del narrador como mecanismo

narrativo?

JFR: Sí, definitivamente creo que esa fue. Yo creo que nosotros construimos los

personajes que están alrededor de él desde su punto de vista. Y hay unos que él conoce

más, como es su amigo Emilio, del que él habla con mucha claridad. Pero de Rosario,

aunque hay algo que él ha ido descubriendo, también hay muchos misterios. Y esos

misterios tienen que ver con la parte personal de ella y con el entorno social de ella, que

él poco a poco ha ido penetrando.


193

MJ: Cuando leí la novela sentí que estaba obviamente emparentada con la novela

sentimental. ¿Que intención tiene este tipo de selección de la novela sentimental cuando

usted planta como protagonista a una sicaria?

JFR: De pronto tiene que ver con una decisión que yo tomé muy al principio que fue que

yo no iba a escribir una novela sobre sicariato. Yo iba a hacer una novela de una época

que me dolió a mí mucho, que fue cuando era joven, en la que Medellín estaba alucinado,

seducido y aletargado por todo el esplendor falso que mostraba el narcotráfico. Entonces

era más una deuda con una época, que con un tema en especial. El tema por supuesto era

la violencia que era producto del narcotráfico y el narco terrorismo y en esos estaban

involucrados los sicarios. Quería contar el Medellín de esos años locos y violentos de una

manera que fuera diferente. Y yo le aposte a un tema que no solamente he trabajado en

esas novelas sino en muchas, que es el amor, que es un tema que me gusta mucho para

escribir y para leer y el que me servía sobre todo. A través de una relación amorosa, de lo

sentimental, yo podía mostrar cómo fue la unión caótica que hubo entre esas dos culturas

en un mismo Medellín o esas dos ciudades que existían en una misma ciudad. Un

Medellín marginal y un Medellín que se mostraba con mucho orgullo, porque era un

Medellín muy pujante, desarrollado, y entonces yo tomo a Rosario como representante de

ese Medellín marginal y a Antonio y Emilio como representantes del otro Medellín, del

que se enorgullecía y los junto como una especie de triángulo amoroso, pero que sí me

sirve para juntar esas dos culturas que se juntaron en Medellín efectivamente a partir de

la locura que generó el poder y el dinero del narcotráfico.


194

MJ: ¿Cómo explica el que las novelas que tienen personajes sicarios hayan tardado en

aparecer, más o menos diez años después de que el sicariato como fenómeno ya había

salido a la luz a través de la prensa, los testimonios, el cine, etc.?

JFR: Yo lo que siento es que se necesita tomar distancia en el tiempo e incluso muchas

veces en el espacio. Yo escribí Rosario Tijeras seis años después de que salí de Medellín

y me vine a vivir a Bogotá y yo creo que en el tiempo necesitábamos tomar distancia para

tratar de entender qué era lo que sucedía. Yo recuerdo la confusión del momento, del

momento en que surge el narcotráfico cuando llegan a aparecer personajes que eran

desconocidos para nosotros. Incluso, por ejemplo, la palabra sicario era desconocida en

Medellín hasta la aparición del narcotráfico y los asesinos a sueldo. Pero antes se hablaba

de pandilleros o gamines, otro tipo de palabras. Pero en sí comenzó a surgir una nueva

terminología, incluso una nueva clase social, que era el narco, y con el narco surgen una

serie de situaciones y de eventos que eran completamente desconocidos para nosotros.

Nosotros pues, por primera vez en los años setenta oíamos que había mariachis en los

entierros, que disparaban tiros en los entierros, vimos carros que nunca habíamos visto.

Medellín era pues una ciudad mediana, en la que, aunque había dinero, era distinto el

manejo que se le daba a ese dinero. Era más recatado el uso del dinero. Comenzaron a

aparecer las discotecas y los grandes centros comerciales. Todo ese deslumbramiento que

a todos nos encegueció, porque en algún momento todos quedamos seducidos con ese

esplendor. Yo creo que se necesita un tiempo. Y si no estoy mal es en una novela que se

llama El cielo que perdimos, de Juan José Hoyos, no recuerdo de cuándo es, pero me

parece recordar que fue la primera en mencionar el tema del sicario y el tema del

narcotráfico. Ya se hablaba de los asesinos en moto, de los asesinos a sueldo. Luego


195

vinieron los trabajos de Víctor Gaviria en cine con Rodrigo D. que fue una cosa bastante

fuerte y contundente que nos mostró ya las entrañas de lo que había ahí. Y después La

Virgen de los Sicarios de Vallejo.

MJ: Si. Yo encontré una novela desconocida también por su escaso valor literario, del

año ochenta y nueve; se llama El Sicario, de Mario Bahamón Dussán. Pero no tuvo

ninguna resonancia ni dentro de la crítica ni dentro de los lectores. Tuvo una edición muy

reducida.

JFR: No la conozco. Claro, yo traté de darle un seguimiento a la literatura a ver en

dónde se dio este giro. Yo comencé a leer lo último de Manuel Mejía Vallejo por ejemplo

en que ya era el pandillero y quería saber en dónde se daba ese salto al arma de fuego.

MJ: En la novela “Ganzúa” de Luís Fernando Macías el ambiente está preparado pero no

hay la entrada del asesino a sueldo.

JFR: Macías, por ser un admirador de Mejía Vallejo seguía todavía es ese pandillero de

barrio, pero fue en El cielo que perdimos que ya está el asesino.

MJ: Volviendo a Rosario Tijeras, cuando usted estaba escribiendo la novela, ¿ya estaba

pensando en el guión de la película o fue algo que surgió después? Porque obviamente

ud. tiene formación en cine.

JFR: Yo escribo estrictamente con intención literaria. Siempre pongo un ejemplo: si

empezara escribiendo un guión, escribiría en tercera persona porque eso le facilitaría al

guionista una adaptación. Cuando uno escribe en primera persona y dice “yo siento,” “yo
196

creo,” “yo recuerdo,” esas cosas en primera persona son muy difíciles para adaptar al cine

porque son muy íntimas. Entonces traducir eso a escenas es bastante difícil. De todas

maneras tiene que haber una influencia alta del cine en mi escritura, por mi formación

cinematográfica y porque soy muy visual. También creo que pertenezco a una generación

donde somos altamente influenciados por los medios audiovisuales. Pues desde niño yo

ya tenía televisor en el cuarto, en mi colegio nos daban cine todos los viernes, además iba

mucho al cine y la música y ni hablar de lo que vino después: el video clip, el Internet.

Entonces todas esas cosas nos hicieron una generación formada a punta de imágenes. Eso

tiene que ver con la forma en que escribimos ahora.

MJ: Yo leí la novela en la traducción al inglés y encontré una dificultad, si no una

imposibilidad de traducir los términos del parlache que para mí son fundamentales para

entender las relaciones entre los personajes. Por ejemplo, estoy hablando específicamente

de la relación de parcería entre Rosario y Antonio. Desde mi punto de vista, esta

imposibilidad de traducir estos términos le resta fuerza a la historia, a la narración y hasta

cierto punto a esas divisiones sociales que en la versión en español están demarcadas por

el lenguaje. En este sentido, la traducción al inglés básicamente se centra en la anécdota.

Mi pregunta es si le preocupa que ese trabajo con el lenguaje, que es notorio y muy bien

logrado en la versión original en español, quede opacado en la versión en otros idiomas.

JFR: Ese es el gran riesgo que se corre con las traducciones, no sólo con las mías sino

con todas. A veces leo algo traducido del inglés al español y sé que ahí hubo una mala

traducción por la forma en que ponen las palabras en español, que uno ve que no agarran

ningún sentido. Y con Rosario no leí la traducción, leí el primer capitulo. La verdad casi
197

nunca me leo después de ser publicado, es algo que me genera cierta molestia, entonces

prefiero no leerme. Pero cuando fui a presentarla a Nueva York, me pidieron leer unos

fragmentos y efectivamente en unas charlas con el traductor hicieron esta misma pregunta

y la respuesta del señor Rabassa, un señor mayor, fue que incluso para él era una aventura

traducir a este lenguaje y de un autor joven. Él dice que le quería apostar a la

permanencia del término en el libro, que si hubiera utilizado otra terminología podría ser

más precisa pero que podía ser terminología más efímera. Entonces en unos años no iba a

tener esa vigencia. Ese fue su argumento. El publicó un libro que se llama If This be

Treason, es un libro interesante sobre la traducción. Y él habla de todos los autores que él

ha traducido. Comienza con Cortázar y termina con Rosario Tijeras y luego habla de otro

libro que no ha sido publicado. Pero en el capítulo de Rosario Tijeras él explica

exactamente por qué recurre a esa terminología y no a otra un poco más precisa. Pero

tiene que ver con la frase famosa “traductor traidor” y es eso: la traición al texto original

porque necesariamente he notado y me lo han dicho en casi todos los idiomas en que ha

sido traducida y lo han podido leer que efectivamente no se conserva la fuerza y

precisamente porque la fuerza parece ser, en el texto en español, que mucha de ella está

es en el lenguaje.

MJ: Es inevitable en cierto sentido.

JFR: Es inevitable pero la única manera en que uno puede acceder a otros textos.

MJ: Hablando un poco de cómo encaja Rosario dentro de su obra, ¿cómo ha incidido

positivamente o negativamente en la apreciación de su obra como un todo y también en


198

su carrera como escritor joven? ¿Cuáles han sido los pros y los contras en su obra o

dentro de su intento de formar una obra más grande?

JFR: Hablando de los puntos a favor yo diría que es una novela con la que estoy súper

agradecido porque básicamente me dio a conocer. Tenía libros publicados anteriormente,

que se habían vendido relativamente bien, dentro del promedio de libros colombianos.

Mil, mil quinientos ejemplares, llegando a los dos mil de Mala noche. Pero cuando salió

Rosario Tijeras hubo un giro editorial en donde ya me hago conocer y el libro se dispara

y se vuelve un libro bien vendido. En cuanto a la escritura es un libro que me permitió

encontrarme de pronto con un tono, con un entorno que es mi ciudad y mi habla y mi

barrio, todo lo que yo viví hasta que me vine a Bogotá, porque no logro encontrar a

Bogotá como ciudad para contarla, aunque en Mala noche hay una ciudad que no tiene

nombre y dicen que es Bogotá. Pero, tal vez por eso no tiene esa fuerza que tiene Rosario

porque no hay esa conexión con el pasado y con la historia propia que es Medellín y me

siento más cómodo escribiendo con el voseo nuestro y describiendo ese entorno. Desde

eso es que no me atrevo a abandonar a Medellín en mis historias. Tal vez en puntos en

contra, pero es un reto que tengo, a partir de Rosario Tijeras, soy el autor de Rosario

Tijeras, todo lo demás desaparece o queda en un segundo plano. Pero ese es un reto que

tengo que consolidar y mostrar, pues sé que no lo voy hacer con el segundo libro ni con

el otro: que el nombre del autor esté por encima del de las obras. Pero es algo que la

verdad no me preocupa mucho. Yo el cuento de la popularidad y el prestigio es una cosa

que tiene mucho cuerpo y prefiero que los libros sean famosos y no yo.

MJ: A mí me gusta particularmente su libro de cuentos Maldito amor.


199

JFR: Le tengo mucho cariño a ese libro. Le tengo mucho cariño a los cuentos y es algo

por lo que siento nostalgia, pues los he dejado a lado porque no tengo tiempo y las

novelas me quitan mucho tiempo, pero me gustaría volver al cuento. Hay un cuento que

me tradujeron hace poco al inglés que salió en la revista Common knowledge del otoño

del 2005. Es reciente y allí esta el cuento. Un cuento largo muy lindo sobre el Quijote. En

este cuento la traducción quedó muy linda, muy bien hecha. Lo que pasa es que la fuerza

no radica en el lenguaje; es más emotiva en el cuento. Por eso de pronto se le facilitó al

traductor. Se llama “Donde se cuenta cómo me encontré con Don Quijote de la Mancha

en Medellín cuando la ciudad se lleno de gigantes inventados.” Yo lo saqué en una

edición pequeña que sacó Planeta en español. Dimos los derechos para unas minas

antipersonales.

MJ: ¿Cómo puede un escritor joven y trabajador como usted mantener una postura

estética y creativa ante las exigencias del mercado literario? Porque hay una presión muy

grande, hay muchas publicaciones y hay cierto tipo de cosas que la gente lee más que

otras. Entonces, ¿cómo mantiene su postura creativa, individual y personal ante esas

exigencias?

JFR: Yo la verdad casi hago caso omiso a las exigencias. Yo siento que lo que tengo que

seguir es un llamado interno, un llamado propio y no editorial. Es difícil de explicar

porque digamos que sí pienso en los lectores y pienso que uno escribe para que lo lean,

definitivamente. También he sentido que en la medida en que uno tiene más lectores

aumenta esa responsabilidad y ese compromiso. Entonces lo que yo siempre trato de

pensar es de tratar de escribir mejor, ir madurando literariamente, pero pensar en que sí


200

quiero que me lean. Pero el primer lector soy yo, de mí mismo, entonces como primer

lector soy el primero que tengo que quedar satisfecho con eso que escribo, yo soy el

primer lector a complacer y pensando en eso si yo quedo contento, yo espero que ese

placer que yo recibí coincida con mucha gente más. Pero es como tratar de no comerse el

cuento del éxito. Cada libro es un reto nuevo. Yo no puedo creer que porque a Rosario

Tijeras le fue bien, al siguiente le va a ir igual o mejor, no. Además, hay que tratar de

rechazar fórmulas. Por principio le huyo a los encasillamientos. Entonces si por un

momento dado decidieron decir que yo era un autor del narcotráfico, en el siguiente libro

no menciono el narcotráfico y de pronto me dicen que estoy vinculado con los temas

sociales, pues digo ahora la novela que estoy haciendo no toca temas sociales. Así estoy

huyéndole a los encasillamientos. Suena como capricho pero es un temor que para uno

como escritor puede ser tremendamente perjudicial. Aunque conservo algunas cosas en

todos los libros pero es porque me producen mucho placer, por ejemplo todo lo que tiene

que ver con el mundo femenino, todo eso me gusta muchísimo, el amor me encanta y

seguiré tratándolo en otras novelas y no descarto que siga tratando el tema del

narcotráfico porque hay mucho por contar de ese tema.

MJ: En una reseña de Rosario Tijeras que publicó la Gaceta Iberoamericana, Jorge

Consuegra afirma que usted comanda una nueva generación de escritores con una obra

que, cito, “rompió en mil pedazos el realismo mágico que se había posesionado desde

hacía algo más de 30 años.” ¿Que opinión le merece este comentario?

JFR: Yo siento que la era de García Márquez no ha terminado. Él es un escritor que

todavía publica bien. Si mucha gente dice que sus textos no tienen la fuerza que tenían
201

los textos de antes yo creo que son textos muy buenos. Como decía Juan Manuel Rocca,

esas novelas que dicen tener menos fuerza son mucho mejores que las novelas de mucha

gente que está escribiendo ahora. Sí creo que hay una nueva voz, una nueva forma de

contar una nueva literatura en Colombia, pero no habría que verlo como una era que

termina y una era que comienza, si no que hay que verlo como que la literatura

colombiana ha tratado de conservar un buen nombre a lo largo de la historia universal y

lo que estamos haciendo nosotros es tratar de mantener ese nombre, aunque no sabemos

lo que va a pasar, eso sólo lo dirá el tiempo, pero se trata de consolidar ese nombre. Antes

hay que agradecerle a García Márquez, que por él ese nombre se mantuvo por muchos

años. Entonces, ahora hay que ver que ese buen nombre siga. Va a ser muy difícil porque

es un nombre muy grande. Yo lo admiro. Yo lo leía cuando ni siquiera sabía que quería

ser escritor, era un clásico. Me acuerdo que yo leía a Balzac, Dostoievski, García

Márquez. Eso para nada afectó mi carrera de escritor.

MJ: Y, ¿cuándo se dio cuenta de que quería ser escritor?

JFR: Me vi escribiendo sin darme mucha cuenta. En parte por una necesidad. Me fui a

estudiar cine a Inglaterra y yo lo que quería era contar historias a través del cine y de

pronto lo que veo allá es que tengo que escribir, tengo que pasar las ideas, los

argumentos, todo por escrito, finalmente hacer el guión por escrito. Había que escribir y

así fue como le perdí el miedo a la escritura, aunque todavía lo tengo. Yo me imaginé que

iba a terminar en una rama del arte pero nunca me imaginé que en la escritura porque me

parecía muy complicado. Pero allá eso me acercó a la escritura y me di cuenta que

además del cine también podía contar historias a través de la palabra escrita y comencé a
202

guardar algunos textos, unas ideas que tenía para guión que de pronto por cuestiones

técnicas era difícil realizarlas, entonces comencé a tratarlas como cuentos. Muchos eran

cuentos muy malos que no he publicado, pero que me soltaron. Regreso a Colombia y

realizo un taller de escritura con Manuel Mejía Vallejo, ya comienzo a buscar más, pero

siempre con el miedo de llamarme escritor. Yo creo que fue de las decisiones más

difíciles que tomé: dedicarme completamente a la escritura. Cuando alguien le pregunta

usted qué es, decir escritor, eso es muy difícil. Lo que pasa es que tuve suerte, porque

cuando tome la decisión tenía una agencia de publicidad con mis amigos y decidí

retirarme y dedicarme a escribir y al poco tiempo me gané un premio con el libro de

cuentos Maldito amor. Entonces, con un libro bajo el brazo ya era más fácil decir que soy

escritor. Lo primero que la gente va a preguntar es, qué ha escrito? Y si uno no tiene

nada… Aunque es una postura equivocada, porque escritor es el que escribe y le dedica

su vida a la escritura y si publica son cosas del azar o voluntad propia.

26 de octubre de 2005
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