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Tercer asalto E, domingo por la mafiana, a dife- rencia de todos los domingos por la mafia- na de nuestra vida, Dani no sofiaba en su cama, ni en la ventana. Su cama, incluso, estaba tendida. Fue una sorpresa. Dani, que por lo general remoloneaba debajo de las cobijas hasta mediodia, brillaba por su ausencia. Y eran apenas las nueve de la mafiana, /e6mo no lo of despertar? Cierta indignacién cruz6 por mi cabeza. Por lo general, era yo quien despertaba a Dani: “Despierta, dormilén” y proponfa algéin juego-paseo para el domingo. Dani, por el contrario, me dejé durmiendo en la cama. Uf, traicién. Bajé corriendo a la cocina, a desayu- nar. No vi a Dani por ninguna parte. Mis padres, sentados a la mesa, se divertian mirando las fotos de un paseo que hicie- ton —los dos solos—a Villa de Leyva. —1Y Dani? —les pregunté. —Es un hijo modelo —dijo papé, con orgullo, y siguié indagando la coleccién de fotos. No entendi nada. Miré a mamé, en busca de una explicacién. —Dani esté en el tejado —me dijo por fin. —iEn el tejado? ~ =Arregla las tejas de tu cuarto —me + Nos conté que hay goteras cuando is? Por dentro pensé: “Si no hay una sola gotera en nuestro cuarto, iqué hace Dani en el techo?” —Aré con él —dije. Y ya me disponfa a correr al patio —por donde teniamos la ruta al tejado, una escalera, una azotea intermedia, otra escalera, y el techo—, cuando mama me detuvo: —Nada, nifiito. Primero tu desayuno, aquf mismo, frente a nosotros. Te desayu- nas y vas y lo ayudas. Por primera vez, un domingo, desayuné sin ganas, y sin Dani. Parecfa que dia por dfa las sorpresas empezarfan a cercarme desde entonces, como si de_un instante a otro, sin presen- tirlo, la vida entera me hubiese lenado de vida, pero de una vida distinta, otra vida. El tejado era territorio conocidisimo por nosotros: nuestro pais. Alguna vez, més pequefios, nueve afiitos, pretendimos con Dani dormir en el tejado: subimos nuestros colchones y cobijas, pusimos las sbanas encima y alrededor, sostenidas por un andamio de escobas y traperos, con una abertura que permitfa ver el cielo. Se aproximaba la noche y no descendimos del techo, a pesar de que ofmos la voz de mamé Ilamdndonos por toda la casa. A nosotros, sencillamente, no nos importa ba que nosotros no apareciéramos. Sim- ple y tnicamente querfamos dormir por fuera, debajo de las estrellas. [gnoramos la gran preocupacién de mamé, buscéndo- nos. Pero no existia todavia una sola es- trella en el cielo. Solo nubes negras, y més rnegras entre més avanzaba el atardecer. De pronto cayé el chubasco, las sébanas se ensoparon, se inflaron de agua, el an- damio se derrot6, los colchones se hun- dieron. Sucumbimos. Debimos bajar del techo casi nadando, y esa fue la primera y * Gnica vez que papi se sacé la correa y nos puso las nalgas como un crucigrama. —Tranquilos, mis hijos —decta—. Tranquilos que a mf me duele més. Y después, como una gran amenaza: —A su mamé no la hacen sufrir otra ver. Pensamos que tenfa toda la raz6n, pero no creemos que a él le doliera més. Eso no. Bien, esa mafiana de domingo fulgta soleada como nunca, y daban ganas de cantar. —iDani? —pregunté. —Chist —of su vos, su susurro atemo- rizado. Por lo visto, desde el sabado ante- rior Dani ya no era capaz de hablar en voz alta, sino en secreto, como si alguien defi- nitivamente especial pudiera escucharlo. (Papa? (Mama? No. La mujer de Cuchilla, Y lo encontré muy bien escondido de- trds de unas tablas como un parapeto, en la orilla més peligrosa del techo: la que daba contra la calle. Comprendf que atishaba hacia la casa de Cuchilla. Me acerqué. —Cuidado te ven —me dijo—. iPor qué no te largas? iY ahora? —repuse—. Qué haces? iQuieres que hable con papa? Qué tejas dijiste que ibas a arreglar? Dani comprendis que debfa contar conmigo. Me hizo un sitio a su lado. El muy Danito parecia un sargento: hasta te- nia con él los binéculos de papé. —Celebran la casa —me dijo. “iCelebran?”, pensé. —Con un asado —iUn asado? ‘Como toda respuesta, con un gruftido, Dani me pasé los lentes, y me indicé con su gesto la casa de Cuchilla. Ah, claro, en- tendf: desde el techo era muy facil abarcar tuna gran parte del patio interior de la casa de Cuchilla, Tomé los binéculos y enfo- qué. Varios sefiores y sefioras en traje des- complicado —sudadera, bluyin, overo- Jes— se paseaban riendo alrededor de un asador. La carne acostada despedia un humo grisoso que el viento se Ilevaba en direcci6n contraria a nosotros. El patio era muy parecido al nuestro, slo que tenfa un papayuelo en la esquina, con muchas papayuelas ~descubri-, y quise contar las papayuelas cuando Dani me interrumpi6, ‘impaciente. —iEntonces? —pregunté—, ila ves? Yo no entendi. éCémo? —dije. iQue sila veo? —iLa ves? —iLa veo! iA quién? —Qué bruto —resoplé Dani, y me rap6 los anteojos. Recordé, por supuesto, que Dani estaba ‘enamorado. Que se habia enamorado, para mi desgracia, desde el sdbado anterior, y que ya no era el mismo Dani de siempre. Era, ahora, slo amor y sélo miedo. Recuperé los binéculos. —Entonces déjame verla —dije. Enfoqué de nuevo. Muchas sefioras, todas idénticas, pensé. Bueno: la mujer de Cuchilla levaba puesta una especie de atola color violeta, su largo pelo negro brillaba al sol, y aunque sonrefa y charlaba animadamente, un velo de preocupacién. cruzaba su rostro. No vi mas. Nada especial. —Qué linda es —dije ridiculizando la vor de Dani. —Cuchilla no llega —me informs Dani, feliz. Y quiso recuperar los binécu- los. Yo lo impedi. fbamos a pelearnos por Ia posesiGn de los lentes cuando —justa- mente en ese momento— un taxi se detu- vo ante la casa de Cuchilla. —Es Cuchilla —grité. De inmediato el miedo renacié en la cara de Dani. Se agazapé detras de las ta- blas, sin mirar, sin pretender los binécu- los. Se sentia culpable, pobre Dani. —iDe verdad? —me pregunt6. —De verdad. —Jaralo. —Lo juro. Y, para mi desconcierto, asi fue. Lo que yo habfa inventado para asustar a Dani, resultaba perfectamente real, Del taxi descendié el profesor Guillermino La- fuente, Cuchilla, completamente sobrio, y con otto vestido. Impecable. —Lleva puesto otro vestido —dije—. Seguramente durmié donde su abuelita, y alla se cambié. No est4 borracho. —iQué hace ahora? —pregunté Dani. Me asombré: Dani segufa escondido, aterrado. —Oye, no es para tanto. Nadie nos va a ver. Sal de ahf. Mira por tus propios ojos. Cualquiera dirfa que te orinards del susto, como Paquito Lucero. —iMiedo yo? Con gran esfuerzo Dani se incorpo- 16. No me pidié los anteojos. Sus manos temblaban, asidas a las tablas. Todo Dani temblaba, més pélido que una pared. Vimos que el profe timbraba a la puer- ta. Al ruido del timbre, en el patio, los del asado volvieron las sonrientes cabezas. La esposa del Cuchilla —de quien no cono- ciamos el nombre— no salié a abrir. Sa- i6 una sefiora de edad, la Gnica empiro- gotada con toda clase de cadenas de oro en el cuello, abrié la puerta y se abraz6 a Cuchilla y le dijo con un grito feliz: —Pero por fin usted, Guillermino. Por fin llega el duefto de casa a la inaugura- cidn. Ya lo extrafiaébamos. —Andaba ocupado en el colegio — mintis Cuchilla. J6, pensé, el domingo el colegio es un cementerio. Y Cuchilla avanz6 al interior de la casa. Sélo que esta vez su vor sf era su vor. Firme y segura, convincente, férrea. De metal. Asf lo debié entender Dani porque lo vi agazaparse de nuevo detris de las ta- blas. —Siguelo —susurr6—. Cuéntame qué hace. —Ya voy —respondi—. Por lo menos déjalo legar al patio. —Ajusté los binéculos y me dediqué a recorrer el patio, a la espera de la llegada del profe con Ia viejita. Todos los invitados lo saludaron con efusidn. No se ofan sus voces pero sus ges- tos gritaban. De verdad parecian querer- Jo. Cuchilla refa, a cada saludo. También se veta feliz. —¥ ella? —me pregunt6 Dani—. Ya lo saluds? —Es la tiltima en saludarlo —dije—. Bueno, se acerca. Se acercan los dos. Ya casi. Ay, Dani, es la reconciliaci6n. Se es- tn abrazando. Se abrazaron, Dani. Ahora ella ha besado a Cuchilla. —ILo ha besado! —Lo esta besando. —iLo sigue besando? —En la boca, un ratito, bueno, todos felices, comieron perdices, y listo. Yo decia la verdad, sefiores. No hubo mala intenci6n. Peto Dani no lo tomé ast. Parecia que loraba. Lo of rugir: “Pésame los binéculos’. Y, sobreponiéndose a sf mismo, miré por los lentes. Yo no podia del asombro. Mi hermano era otro. Me habjan cambiado a mi hermano por otto. Lo of maldecir en voz alta, y todo por- que Cuchilla y su mujer se sentaban a una de las mesitas y departfan con las demés parejas, mientras la sefiora de los collares les disponia enfrente sendos platos de car- ne asada, y cerveza. Cerveza. Vi, a pesar de que no tenta los anteojos, que la cara de la mujer se fruncfa ante la cerveza, ante el hecho de que Cuchilla se llevara a los labios 1a botella. Eso me pareci6, aunque fugazmente. Y no quise contérselo a Dani: de cualquier modo no podia escucharme. Parecia lejos, en otro mundo: habfa dejado los lentes a un lado y yacia bocartiba, sobre las tejas, desfalle- cido, los ojos en el cielo. Pobre Danito. —Oye —le dije—, dan Tarzén en la teve, ipor qué no bajamos? Me miré como si me agradeciera. Y bajé conmigo del techo: tuve que ayudar- lo a bajar, como a un viejito. iSio no, Dani? Si, sf, como a un viejito. Tarzén no dio ni para un grito. En me- nos de lo que canta un gallo, o Tarzan, Dani ya habia desaparecido de su silla. Lo busqué y lo encontré de nuevo en el te- cho, aunque no miraba esta vez hacia la casa del Cuchilla. Se distrafa tallando un pedazo de madera, con su navaja. —iQué haces? —le pregunté. —Nada. Miré el pedazo de madera, entre sus manos nerviosas. Parecfa una cabeza. La cabeza del pato Donald, clato. —iQué es? —pregunté. —Nadie. Deduje, por su respuesta, que tenfa que tratarse de la_cabeza de alguien: el pato Donald, claro. Y ya iba a decirle que el pato, cuando de pronto lo of, los ojos ra- diantes, emocionado: —Es ella, ise le parece? “iBlla?”, pensé. Por dentro me refa. —Claro que si —respondi, Yo no iba a decirle que el pato, porque pobre Dani, para qué. Sin remedio. —Se ve perfecta —afiadt. No soy tan malo. Tomé los binéculos. A mf lado mi her- mano siguié tallando indiferente la cabeza de la vecina: la boca anchfsima de pato, el larguisimo cabello igual que plumas moja- das. Pero comprendf que se morfa porque le contara los sucesos de enfrente. Nada especial. Los invitados seguian sentados alrededor de la mesa, y uno de ellos, un sefior como la cara de una tor- tuga, parecfa contar chistes. A cada cosa que decfa todas las caras se levantaban al sol, repletas de risa. “Léstima no escu- charlos”, pensé. Y era que no se ofa ni el eco de las carcajadas. Vi que en la mesa ya no habfan botellas de cerveza sino co- pas; y una gran garrafa dorada en el cen- tro: whisky. La cara de la vecina se vefa més compungida que nunca, aunque no dejaba de besar con relativa insistencia el perfil de cuchilla del Cuchilla. También éste contaba sus chistes. Se le veta feliz, enel cfrculo azul de los binéculos. —iQué hacen? —Dani se moria por- que le contara. —Beben. —Ahora se va a emborrachar —Dani se puso a mi lado, y me quit6 los anteojos. En su voz sonaba una vaga esperanza: la- voz de alguien a la expectativa de su ven- ganza. Eso me sorprendié: que Dani qui- siera que el profe se emborrachara, Lo que ocurrfa era esto: sencillamente yo miraba Tas cosas de otra manera. A mi me pare- cfa que ni Cuchilla ni su mujer querfan que Cuchilla se emborrachara. Ambos parecfan sufrir, en mitad de sus invita- dos. Pobrecitos. Y se querfan, claro. Eso era claro. Amor de ojos y manos, La mano del profesor descansaba en la mano de su mujer. Y la miraba con la dulzura de las vacas, como tranquilizindola. Vi, sin ne- cesidad de los lentes, que de un momento a otto se abrazaban, y se besaban un ins- tante, para contento del mundo; incluso Jos aplaudian Entonces Dani dej6 los binéculos en mis manos, y prefirié seguir tallando la ca- beza sofiada. Ahora otro taxi se detenfa ante la puerta del Cuchilla. Nuestra posicién era nica: no sélo nos permitia ver la calle y la fachada de las demas casas vecinas, sino gran parte del patio interior de la casa de Cuchilla. Podiamos estar afue- ra 0 adentro, cuando quisiéramos, en un pestafico. Bien, ahora estébamos afuera: del taxi emergieron dos figuras, no supe nunca cudl de las dos més chistosa. Eran dos hombrecillos de sombrero de fieltro, ambos como los pistoleros de El Padrino. Pues llevaban sendos estuches negros, compactos, en los que muy bien podfan esconder escopetas de cafién recortado. La cosa se pone buena”, pensé. —tAlgo nuevo? —me pregunt6 Dani, elescultor. —Nadita. No queria que se apropiara de los bi- néculos. Salié a la puerta la mujer de Cuchilla. Aunque saludé de buena manera a los di- minutos pistoleros, vi que su gesto se re- crudecfa de tristeza y ansiedad, o terror, 0 algo parecido. Y fue cémico: los dos pisto- letos, al tiempo, la saludaron quiténdose los sombreros. Las dos cabezas no tenfan un solo pelo: bolas de billar. Pistoleros, era seguro. Y sus dos reverencias cayeron al tiempo, ante la amable mujer de Cuchilla. Entraron detrés de ella, con pasos lentos, meditados. Uno de ellos voltes a registrar la calle, nuestra casa, las ventanas, el te- cho... Por un instante de frfo pensé que me descubria. “Pistoleros”, pensé. “Se cuidan las es- paldas, igual que en las peliculas”. Reaparecieron en el patio, en medio de los aplausos de los invitados. Ya dije que yo no ofa los aplausos; los vefa en las manos que se golpeaban, en la alegria de cada cara. Los pistoleros saludaron uno por uno a los invitados. A Cuchilla le die- ron un fuerte abrazo, como viejos cama- radas. Bien, bien, dde modo que Cuchilla era otro pistolero? “Muy posible”, pensé. EI sefior de la cara como una tortuga oftecié whisky a los pistoleros. Se lo bebie~ ron de un sacudén, y estiraron al tiempo las manos. Otro whisky les fue escancia- do. La mujer de Cuchilla suftia. —iNovedades? —pregunt6 Dani. —Siguen igual, como t6rtolos. Con un bufido el bueno de Dani siguié tallando su pato Donald, Los estuches con las armas yacian enci- ma de la mesa, Los pistoleros se sentaron a un lado del profe Cuchilla. Conversa- ban con él en voz baja. Secretos de gue- rma, pensé. La sefiora de las cadenas de oro ya les habia puesto enfrente su respectivo plato de carne asada, que los pistoleros devoraron en medio segundo, sin necesi- dad de cuchillo y tenedor: con las manos. Vi que se limpiaban los dedos sin remilgo en el mantel de la mesa. Después se incli- naron sobre sus estuches. —Van a disparar —dije en voz alta, sin evitarlo. De verdad me sentfa escalo- friado. —iQué dices? ‘Qué estés diciendo? —Dani me rob6 los bindculos. No eran escopetas sino instrumentos de misica: un tiple y una bandola, creo ahora. Sentados en la mitad del patio, los dos misicos empufiaban sus instrumen- tos, los afinaban. “Léstima no escuchar- los”, pensé. Habja, junto a los mtisicos, una silla vacfa, Los invitados hacfan rue- do, también sentados en sus respectivas sillas. Todos aguardaban algo: el inicio de la mésica, con seguridad. Nunca, como en ese momento, la fiesta se vefa més feliz Dani me devolvié los bindculos. —Vamonos —me dijo de mal humor— No demora mamé en gritamos. Hay que almorzar. Yo segui atisbando, otro momento. Las cosas segufan igual. Me di cuenta que Cu- chilla habfa desaparecido. Y ya me iba de- trds de Dani cuando vi reaparecer al Cu- chilla, con una guitarra en la mano. Una guitarra que centelleaba al sol, en la mano de Cuchilla. Una guitarra. “Una guitarra”, me grité, sin dar crédi- to. “Cuchilla sabe tocar la guitarra. Con toda raz6n jode tanto a Pataecumbia”. Més tarde volveré con Pataecumbia. Diré, por ahora, que Cuchilla y sus misi- cos empezaron a manotear los instrumen- tos, y que todos cantaban, incluso Cuchi- Tay su mujer, y que de un momento a otro Ia sefiora de las arandelas empez6 a bailar con el de cara de tortuga, mundos felices. Més felices que Dani, por supuesto, que no daba pie con bola en el comedor. Papa se vio en la obligacion de reprenderlo: —Qué sucede contigo, Daniel. No has tocado la sopa, y si no tomas la sopa no hay carne, y si no comes la carne no hay dulce. Mejor dicho, almuerzas 0 almuer- zas, qué ctees, ique el alimento nos cae del cielo? Esto me cuesta, muchacho. Asfhablaba paps. Después del almuerzo nos fuimos a la salita. Encendimos el televisor, pero casi ‘no lo miraébamos, y mucho menos lo ofa- ‘mos, Dani con su pato Donald en las ma- ros quietas, digo, su pato no, la hermosa cabeza de la vecina, y yo més aburrido que nunca. (Asf son los domingos? La salita quedaba en el segundo piso, ante las dos habitaciones y el tinico bafio. Papa y mamé encerrados, durmiendo la siesta. —Cuchilla sabe tocar la guitarra le dije a Dani. Lo vi encogerse de hombros. —Y ami qué —dijo. —iNo te das cuenta? Con toda raz6n jode tanto a Pataecumbia. —Y amiqué. Por lo visto, Dani no queria ofr de Cu- chilla jamés. La televisién debi6 ayudar- Jo, supongo, porque pronto se abstrajo en una de Cantinflas. Hasta lo vi sonreft. Yo no. Por primera vez en mi vida pensé en otras cosas mientras miraba sin mirar una pelicula de Cantinflas. Ni siquiera me acuerdo qué pelicula era. Yo pensaba en Pataecumbia. Mauricio Aldana—Pataecumbia—era mas amigo mfo que de Dani. Era, ademas, mi vecino de pupitre, y de vez en cuando nos reunfamos en el recreo, y charlaba- mos. A Danie gustaba el fitbol. A m{no; de manera que cada recreo Pataecumbia y yo nos encontrébamos y empeztbamos a dar vuelta tras vuelta por los patios, como reos. Nos contébamos peliculas, Jas inventbamos. Aldana sufrfa de una Ieve cojera, y por eso mismo el Cuchilla, a principios de afio, no dudé en clavarle su apodo: Pataecumbia. Hasta antes del apo- do Aldana era simplemente Aldana, otro cualquiera de nosotros, tranquilo y desa- percibido, Pero el apodo lo ayud6 a sufrir peor que su cojera. De vez en cuando uno que otro borrego le gritaba Pataecumbia, y lo inmolaba. Aldana parecia indiferen- te, de piedra: y sélo parecfa. Sé que suftia. Hasta yo mismo, su amigo de recreo, me equivoqué un dia y en lugar de decirle AL dana le dije Pataecumbia. Qué bestia fui, recuerdo. Pero recuerdo que me dijo: —No te preocupes. Ya estoy acostum- brado. Creo que se le nublaron los ojos, y a mi peor. Sin embargo nos sobrepusimos, y segui- mos hablando de cuentos y peliculas. ‘Un dia el Pata nos invité a estudiar en su casa. Vive en Rionegro, cerca. Dani no quiso ir, yo si, icémo no? Pataecumbia me dijo que tenfa la coleccién completa de cuentos del Zorro, y todo Julio Verne. Su casa era sencilla, de un solo piso. Vivia con su madre, una modista de pelo cano- so, de muy buen humor, pues una sonrisa eterna alumbraba su cara, y eternamente se la pasaba sentada a la maquina de co- ser. Esa vez no estudiamos. Pataecumbia podia ser pobre, mucho més pobre que nosotros, pero feliz: tenia un acuario, con un Gnico pez al que Pataecumbia llamaba Nemo, y le hablaba como si se entendie- an. Y de verdad: cada vez que Pata acer- caba su rostro hasta rozar la superficie de la pecera, “Nemo, Nemo”, el pez ascendia ondulante, y lo besaba. Le daba un beso a Pataecumbia: quiero decir, debajo del agua ponia su boca de pez ante la boca del Pata, y ya: se besaban, sefiores, se besa- ban. No recuerdo qué marca era el pez, 0 qué raza, de qué mar o de qué rio, pero era un pez anaranjado, iluminado como una lama, y uno, al mirarlo, se sentia en paz y reposo, lejos del mundo, otro planeta, en el sosiego del agua burbujeante. Todos los cuentos del Zorro alumbraban las paredes de la pequefia habitacin donde Patae- a cumbia dormfa. Los libros de Julio Verne alfombraban el piso de madera. Tenfa un 4rbol enano, sembrado y cuidado por el mismo, un disfraz de gorila (confecciona- do por su madre, para la noche de brujas), ‘un bate de béisbol, y una guitarra. —Una guitarra —le dije—. ‘Sabes to- ear la guitarra? —Soledad —fue su respuesta. Y atrapé la guitarra y cant6 Soledad ‘con voz de soprano, que es la voz de los que tienen doce afios. Era una cancién de moda, que por entonces se ofa en cada esquina y cuya letra no recuerdo exacta- mente, pero por todas partes decia: “Sole- dad”, Creo que en alguno de sus recodos decfa: “Soledad, lava y cose y rie”, creo. Y recuerdo que pensé que seguramente So- ledad no era la soledad, sino la propia ma- dre del Pata , pues lavaba, cosfa, y refa. En fin, la propia madre del Pata y yo mismo escuchamos aquella tarde, embelesados, la cancién de la soledad. No se quiere aprender més canciones —me dijo la modista—. Sélo Soledad, y listo. —iPara qué més? —pregunté Patae- cumbia—. Con esa me basta. Es mi tinica. Por entonces se preparaba en el colegio el gran Dia de Santo Tomés, con invitados especiales: los padres de familia. Se trataba de un dia de festejos, con misa alas seis de la mafiana, presidida por el padre Acuna, por supuesto, en la mitad del hielo, con cAnticos, incienso y comunién, y presenta- ci6n piblica en la tarde, en mitad del sol, todos los alumnos sentados a lo ancho del patio general —rodeado de drboles, con la cancha de fitbol al fondo—, el frfo patio de cemento que para ese efecto seria de- corado a manera de teatro, con tarima en- tapetada, luces, parlantes y micréfono. La silleterfa era exclusividad de profesores y padres de familia. Cada curso enviaria un representante, 0 un grupo de representan- tes, y, a manera de concurso, el tector del colegio y un abanico de profesores enten- didos en las bellas artes elegirfan al gana- dor. Desde los peludos de tiltimo aio hasta Jos teteros de primaria nombrarian prime- ro su representante, por voto popular. Yo no dudé en sugerir a Pataecumbia que se Ilevara su guitarra al colegio, cuando em- pezaron las eliminatorias privadas. Fue en clase de taller literario —Ia elegida para elegir los representantes— que Pataecum- bia salté a la palestra. El profesor Mufioz To escuché emocionado. El curso entero qued6 fascinado de la voz de soprano del Pata y su Soledad. Algunos lloraron. WY yo? No me acuerdo, Si Silloré. De nada sirvié la obra de teatro en un solo acto y con un solo actor que se faj6 Picodeloro. Lo silbamos. De nada los chis- tes que cont6 Rasputin. Muy poco agra- decimos la mimica de Zarama. La flauta de Chocochévere nos estridenté los ofdos. Y debo decir que mi declamaciéa, un lar- go noctuno de José Asuncién Silva, hizo sonreft a Mufioz: —Mejor céllese, Diaz. No le haga ese mal al poeta, Gané Pataecumbia y su guitarra. Gand. Lo felicitaron los borregos, admirados. —Bien, Pata —dectan—. {Por qué no nos contaste? —Cantas como Dios. —Dicen que los cojos son genios, eso dicen. —Bien, Patita, bien, (por qué no te cantas otra? Por favor, no te hagas de to- gar, Niel Pata ni yo dijimos que sélo se sa- bia esa cancién. De modo que se hizo de rogar todo el dfa. Estaba feliz, Pataecum- bia. Nunca lo vi tan feliz. —Podré venir tu mamé —le dije—. Los padres de familia asistiran. Ganards ese premio, Aldana. Se lo regalarés. El premio era una estatuilla de Santo Tomés arrodillado, en bronce (estaba ex- puesta a la entrada de la rectoria, como un trofeo relumbrante). El curso ganador tendrfa un viaje de fin de semana a un monasterio de Boyacé, con todo inclui- do: misa, desayuno, misa, almuerzo, misa, y comida. Y el representante vencedor, ademés, serfa eximido del pago de la ma- tricula y pensién el afio entrante. La loterfa. Pata saltaba de felicidad. Regresé con’ él y su guitarra, esa tarde de Ia elecci6n, hasta su casa. Lo dejé en la puerta, guita- rra en mano, y su voz de soprano de doce afios: —Mamé, voy a cantar Soledad en el colegio y tt irs. Asilo dejé. Pero nadie nunca supo cémo diablos el profesor Guillermino Lafuente se ente- 16 de quién era nuestro representante, y cémo nos representarfa. De inmediato, al dfa siguiente, sacé a Pataecumbia al tablero y lo encafioné. La vor de Cuchilla soné afilada. Lo desme- nuzé: —Que lindo, Pata —le dijo—. De modo que tocas la guitarra. Qué bien, Pataecumbia. (Aqu{ risas de los borregos, Dani in- cluido). —Y qué vas a tocarte, Pataecumbia —sigui6 preguntando mordaz el Cuchi- la—. ZAcaso vas a bailarte una cumbia? (Tormenta de risas. Cuchilla un gesto, una orden: silencio: dejen que el Pata ha- ble) Y Pataecumbia hablé: —No, profesor. Voy a cantar una ba- lada —Una balada, vaya. Entonces vas a balar. (Risas como un mar. Confieso que yo también estuve a punto. Sdlo a punto. El profe Cuchilla le hizo unas cuantas pre- guntas al Pata, ya no de misica sino de historia). —Si asf vas a tocar la guitarra —le dijo—, te rajards, como hoy. El Pata regres a su pupitre, hecho un ascua, Recuerdo que me miré, acusa- dor. “IY yo —pensé— qué tengo que ver con esto?” Ni modo, Pataecumbia cam- bié conmigo; ya ni me hablaba en los re- creos, acusador. Daba por hecho que era yo quien lo metié en el lio. ¥ era un lio, porque Cuchilla no dej6 de importunarlo acada minuto. —Yo veré, Pataecumbia —le decia—, yo veré. Con tu guitarra ganaremos el tro- feo, icierto?, yo veré, yo veré. Y enel recreo, si se lo encontraba, Cu- chilla con su vozarrén lo estigmatizaba ante el mundo: —iYo veré, Pataecumbia, yo veré cmo bailas la cumbia! Hasta que Pata no pudo més y me bus- c6. Ya sin rencor. Sélo atemorizado. —No seré capaz, Sergio —me dij —Capaz de qué —le pregunté. —No seté capaz. No podré cantar. Ese bruto del Cuchilla estara mirandome, diré en voz alta: “Yo veré, yo veré”, y los bestias se burlarén de mi. Nunca, nunca vayas a decirle a mamé que venga a la pre- sentaci6n. Te mato. —Tranquilo, Pata, no se lo diré. —Y sino te mato, no te vuelvo a hablar. —No te preocupes. No voy a decirselo. iAmigos? Sus ojos se aguaron: —Amigos. —Pero ti sf debes cantar le iQué otra cosa podia decit? Sus ojos me indagaron, con desconfianza. tLe habla- ba en serio? Claro que si—. Eres nues- tro representante —segui diciéndole. Al principio me indigné—: Tépale la boca al Cuchilla. Demuéstrale que ta cantas. Acuérdate cuando te ofmos: todos mudi- tos de la emoci6n, Oye, Pata... Se lo dije. Le dije Pata. Eso me destro- 26. Me angustié yo, se angustié él, pero segui: —Eres el Gnico de los nuestro que dala cara, eres el de mostrar. Los demés todos borregos, como yo. Acuérdate que cuan- do yo recité se durmieron. {Por qué te afl ges, Patita? Volvi a decirselo. Nos contemplamos atGnitos. Acaso la amistad zoz0br6. Hubo dolor. Desconsuelo. No me imports. In- sisti: —Solo vas y te sientas al micréfono, cierras los ojos y cantas, y listo, nada mAs, Pataecumbia. El resto déjalo por cuenta de las orejas. Cuando el colegio entero te escuche hasta el padrecito se pondré a lorar. Y era que Pataecumbia lloraba en si- lencio, sefiores. Lloraba, como yo. De pronto llorébamos los dos, en si- Iencio. Y eso que nos habfan dicho que los hombres no lloran, pero éramos nifios, atin, {qué importa? —No —dijo Pataecumbia—. No po- dré. Le diré al profe Musioz que me cam- bie por otro, que mi guitarra dio un brinco y se partis. Su voz temblaba, aterrada. —Ti tienes la culpa —me dijo—. Tt me metiste en esto. —ICémo yo? Fresco, Patita. Catajo, haalo por tu mamé. Fue lo Ginico que se me ocurrié. Y resul- 16. Pataecumbia tragé aire. Se qued6 un buen rato en silencio. Me confes6: —Siempre que estoy en mi cuarto, tomo la guitarra, cierro los ojos, me ima- gino en el patio del colegio, el padrecito y ustedes, los profesores miréndome aten- tos, y... Cuchilla en cualquier parte: “Yo veré, yo veré”, y entonces no me sale la vor, Sergio, los dedos se me entumecen, la guitarra parece de hielo, me quema de fifo, la letra se me escapa de la memoria, iqué voy a hacer? —Haz al revés —se me ocurri6—. Cuando te presentes en el colegio cierra los ojos. Piensa que estés en tu casa, con tu pez y con tu mamé, conmigo, solamen- te nosotros, y te pones a cantar. Me miro como si acabéramos de ganar la batalla de Boyacé. Nos refamos como locos. —Y el diade Santo Tomésesel proximo viernes —me dije en voz alta, mientras la cara sonriente de Cantinflas desaparecia en la pantalla detrés un inmenso FIN—. Claro, es el viernes préximo, icémo no me acordé? Miré a Dani, para confirmar si el proxi- mo viernes era Santo Toms. Oh sor- presa, Dani dormfa a pierna suelta en el sillén. Bien, como que todos en nuestra casa dormian, ese domingo. Los tinicos despiertos éramos yo y el televisor. —Oye, Dani —quise despertarlo—. IEl proximo viernes es Santo Tomés? No respondi6. Dormia placido, la boca abierta. La cabeza de madera en sus ma- nos parecfa un pato Donald triste, sin terminar. Pobre Dani enamorado, mejor dejarlo dormir. No. Imposible. Yo queria despertarlo: 2El préximo viernes es Santo Tomés? Pap4y mamé me ayudaron a despertar- Jo, pues de pronto se abrié la puerta de su cuarto y salié papa dando voces: —El colmo —decia—. Los nuevos ve- inos no dejan de gritar como desplum4n- dose, iquiénes son?, icudndo Iegaron? es un barrio dacente; thabré que la- mara la policta? Asi hablaba papa. En un dos por tres ya Dani se habia metido a nuestro cuarto, y se asomaba a la ventana, sin miedo, posefdo de curio- sidad. También mamé se asomaba en su cuarto. Papa se encerré en el bafio con un portazo. Yo preferi ser astuto, més astuto que Ulises, que el mismo Danfsimo: bajé al patio y trepé como ardilla al tejado. Y me armé de los lentes. Es cierto que perdi segundos preciosos en el trayecto, pero pude abarcar el terri- totio, por fuera y por dentro. Por fuera: varios invitados brotaban en manada de la casa del Cuchilla. Galopaban, chilla- ban, protestaban. Algunos abordaban un taxi, otros corrfan desperdigados por la calle, en franca desbandada, buscando la avenida. Por dentro: la mujer del Cuchilla como un hacha de luz pidiendo justicia, voeiferaba. Se habia apropiado de la nariz del Cuchilla; tiraba de su nariz como de un carrito de ruedas y lo hacfa dar vuelas yrevueltas y més vueltas. Los dos misicos se balanceaban detrés, en zigzag, y procu- taban calmarla con toda clase de gestos y palabras y hasta reverencias. Entonces Ta mujer se volvié a ellos, los descubrié y, sin soltar de la nariz a Cuchilla, empez6 a artojarles el mundo a la cara: platos, va- $08 y copas, trozos de carne chamuscada, y hasta una silla. iDe dénde sacaba fuerzas? Los dos miisicos recuperaron sus ins- trumentos y huyeron desbocados del pa- tio. En la mitad de un segundo los vi salir por la puerta principal como rayos, y no se volvieron a mirar. Horrorizados, corrfan idénticos a nosotros en el colegio cuando el profe Cuchilla nos persegufa a gritos En el patio la mujer de Cuchilla ahora lo tiraba por las orejas. Sabe Dios qué dijo Cuchilla para enfurecerla. Pero ella lo hizo arrastrarse un buen rato, girar como un trompo y volar como un aspa y luego se lo llevé del patio. Sin embargo, no salié Cuchilla de su casa. La puerta cerrada, igual que el fin de la fiesta. Of que alguien refa, a mi lado, en el te- cho. Reia, libre, libremente. Era Dani. Yo me ref con él, un tiempo. Libre, libremen- te. Pero entonces, de manera inesperada y progresiva, algo como una especie de tristeza me hizo callar y bajar del tejado. “Pobre Dani”, pensaba. “Pobre Pata”. “Pobre Cuchilla. Pobre mujer llorando”. “Pobre yo. Pobre domingo”. No querfa sino leer Montecristo, para olvidarme del mundo.

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