Cuarto asalto
E lunes era dificil despertar. La se-
mana entera se avecinaba: un puente para
cruzar, con el colegio en medio, repleto de
trampas. Ya papa habfa madrugado al ae~
ropuerto: otto viaje lo esperaba. Y mamé:
de mal humor. Nos remeci6 su voz huratia:
—iA bafiarse! iE] desayuno est servi-
do! iTiendan sus camas!
Con el suefio todavia nadando en los
ojos, me imaginé que tendia mi cama al
tiempo que me bafiaba y desayunaba,
todo de una vez. Pero segufa en la cama.
Dani salié de la ducha més dormidoque yo. El agua frfa tampoco me desper-
£6: era como sino quisiera acordarme del
domingo. Ya en la puerta, mamé nos des-
pidis m4s tranquila. Igual que todos los
dias, nos dio el dinero para el bus, para
el almuerzo en el colegio: roscén y gaseo-
sa, 0 mogolla y gaseosa, o papas fritas y se
acabo.
Thamos por el andén frfo, hacia la esqui-
na, como sondmbulos. Segufamos dormi-
dos, sefiores. Asf eran los lunes. Y cuando
enfilamos hacia la autopista, un olor en el
aire, un olor conocido, de enjuague bucal,
de antiséptico —desinfectante de boca y
garganta—, nos hizo detener un segundo
y mirarnos con Dani, los ojos bien abier-
tos.
—Cuchilla —dijimos a la vez.
Ese era el olor de Cuchilla, claro. Su
astro penetrante se hacfa cada vez més
preciso, mAs gélido, proximo a nosotros.
—Alli va —dijo Dani, con un hilo de
voz.
Y era verdad: adelante, a media cua-
dra de distancia, la espalda encorvada
del profe avanzaba también en direccién
a la autopista, oh, seria nuestro calvario:
Cuchilla ni siquiera iba en taxi al colegio.
Dani me agarr6 por el brazo. “Sigamos
otra ruta”, me dijo. “Puede descubrirnos”.
—Tarde 0 temprano nos descubriré
—le Pero ya Dani subfa cortiendo
por otra calle. Lo seguf. Dani era patético:
sinceramente preocupado, miraba a todas
partes como si Cuchilla lo siguiera, y, lo
que era peor, lo correteara no ya en el co-
legio sino en nuestro barrio.
En la autopista, agazapados detras de
un érbol marchito, vimos abordar un bus
a Cuchilla. Por supuesto, dejamos que pa-
sara ese bus, y esperamos otro.
—Llegaremos después que él. Nos re-
trasaremos —dijo Dani—. No lograremos
entrar primero a su clase, nos pondré una
estaca por incumplidos, perderemos his-
toria, segurisimo, fritos, estamos fritos.
—iQuieres callarte? Lo tinico que ten-
dremos que hacer de ahora en adelante es
madrugar primero que él, y listo.
—Madrugar primero, ite parece facil?
Y ocurrié. La clase de historia era la
primera de la jornada, ese lunes. Cuando
Iegamos corriendo al salén, ya Cuchilla
gritaba dentro, la puerta cerrada. Debi6
Iegar medio minuto antes que nosotros.
Eso me animé a golpear la puerta. El"mismo Cuchilla abrid: asomé su cara de
nari rojiza; su olor a desinfectante nos
paraliz6.
—iSe les pegé la cobija, gemelotes?
—nos pregunt6—. A mi clase no entran
Jos perezosos. A mf me gusta la gente res-
ponsable. Un uno, papitos, como una es-
taca.
Y nos cerré la puerta en las narices. Oi-
‘mos que el curso entero se carcaje6.
Nos quedamos mirando a la cara con
Dani, aturdidos. “Bien”, dijo Dani, “esta-
mos hechos”. Y nos sentamos en el pasillo
de hielo, a esperar que acabara la clase de
historia. Yo tenfa un cuaderno en mis ro-
dillas, abierto, la hoja blanca y el boligra-
fo. Arranqué del cuaderno la hoja como
un ala. No sé por qué lo hice, pero por
primera vez empecé a escribir una nota al
Cuchilla, sin recurrir a las letras impresas
del petiédico. Con mi propia letra, escribt:
Te jalaron muy bien de la nariz el domingo,
borracho, y teiif las palabras con rabia, una
y otra vez. Dani estudiaba en el libro de
historia: se lo aprendfa de memoria. No
pasaban quince minutos cuando Iegé el
portero del colegio, y golpes a la puerta
del salén. Abrié Cuchilla, gritando: “Qué
pasa, gemelotes”. Al portero le temblaban
las rodillas.
—El padre Acufia lo necesita, profesor
dijo. Y se fue.
‘Vaya. Qué noticia. Necesitaban a Cu-
chilla en rectorfa. Qué bien. El mismo
Cuchilla pareci6 estupefacto, un instante.
—Entren, gemelos —nos dijo, y se vol-
vi6 a los borregos—: Me esperan en silen-
cio, bribones. Una estaca al que hable.
Entramos.
—iQué sucede? —nos pregunts Gé-
mez—. Hoy Cuchilla est més furioso que
nunea.
—iY qué sabemos nosotros? —le res-
pondié Dani, yendo a su pupitre.
Varios de los borregos se levantaban de
sus puestos, se desperezaban, hacfan pi-
ruetas de peligro, esperando que Cuchilla
apareciera, y ellos los héroes, los atrevi-
dos.
Yo, como al desgaire, como si alguien
extrafio a mf mismo me empujara, pasé
por la mesa del profesor, vi los libros de
Cuchilla encima y, veloz, metf mi hoja en
la primera pagina del primer libro. Ningu-
no de los monigotes se dio cuenta.
Me senté.Cuchilla no demor6. Se vefa mAs ate-
rrador que nunca. Se estuvo un minuto
ensilencio, contemplindonos a todos con
frenesf. (Por quién empezaria? (A quién.
corresponderia salir al tablero a respon-
der? Temblabamos.
—Hhoy vamos a iniciar otro capitulo de
nuestra historia —dijo, yendo a su mesa.
Eligié el primer libro y lo abtié por la pri-
mera hoja.
Dios.
Ley6.
Ley6 mi nota con mi propia letra en él
papel.
Lo vi palidecer. Creo que sus labios
empezaron a temblar, y sus orejas, su na-
riz, sus zapatos. Después se paraliz6. Los
dedos como garfios se enterraban en el
libro. Estruj6 el papel, se lo guardé en el
bolsillo. Pareci6 tragar aire. Y se volvié a
nosotros.
—Papel —dijo—, Un papel sobre sus
mesas, {yal
Este iiltimo tyal soné como un cafio-
nazo.
Los borregos se lamentaron, iqué he-
mos hecho?, épor qué examen?, nadie nos
advirtié,
—1Ya! —volvi a gritar Cuchilla.
Fue otro examen de los clasicos. Su
manera de explicamos oficialmente que
de cualquier manera ya tenfamos otra es-
taca en el coraz6n. Perderfamos historia,
seguro, ese afio.
Nos pregunté: A qué hora nacieron los
sapos. Y ni siquiera nos dio tiempo a ter-
minar de responder. Empezé a recoger las
hojas, vertiginoso, con toda la rabia de que
era capaz. De cualquier manera yo respon-
di, en mi hoja: A las tres. Cuchilla atrapé
mi hoja de un manotazo y la ley6. Se me
queds mirando rojizimo, un instante. Me
horad6. Un escalofrfo como una punta de
hielo desde mi nuca hasta mi estémago me
dividi6. Me arrepent{ como nunca de mi
nota. Primero, Cuchilla podria sospechar
y confrontar mi letra con la letra de la dle
tima nota que dejé (la primera a mano).
Segundo: Ahora no podfamos permitir
que supiera que éramos sus vecinos. S6lo
tun vecino podia saber que el domingo lo
tiraron de la nariz. Me arrepent{ més, por
Dani, por mf, Cuchilla se las arreglarfa
para expulsamos del colegio, seguro. (Por
qué dejé esa nota en su mesa? Dios, qué
borrego. iPor qué escribf aquello? ‘Quéme importaba su nariz y su borrachera?
Su nariz era un asunto privado. Me disol-
vi ante la mirada taladrante del Cuchilla.
Por ser asf, pensé, como yo soy, he metido
mi vida en tantos Ifos. La guerra, nuestra
guerra, la guerra entre Cuchilla y yo, habia
terminado. No demorarfa en descubrirme,
y al paredén, ipso-facto. Bien, a pesar de
todo, me esforcé por aguantar las rojizas
pupilas del Cuchilla: yo el inocente, équé
sucede, profesor, algin problema?
Cuchilla dej6 de escrutarme. Retroce-
di6 a su mesa. Se sent. No dio clase ese
lunes. Se dedicé a examinarnos, uno por
uno, mientras todos los borregos como es-
tatuas de cera se deslefan del susto y la
curiosidad, iqué ocurre con el profesor?,
s6lo nos mira y nos mira, nos remira, y
nada més.
Soné el timbre. Fin de la clase. Cuchi-
Ila abandoné el salén sin un grito, sin una
reconvencién. No dejé tarea para la clase
siguiente, ni leccién. Su espalda parecfa
més encorvada que nunca.
—iQué papel le dejaste a Cuchilla en
su libro?
Era el recreo, y los ojos inmensos de Pa-taecumbia me contemplaban admirados.
No responds.
—Ti le dejaste una nota al Cuchilla
—dijo—. Algo que lo enferm6, lo hizo tri-
zas. Me di cuenta, Sergio. Leyé lo que té
escribiste, y se muri6, {Qué le escribiste?
—Le escribi: De todas maneras Patae-
cumbia va a cantar Soledad. Eso le escribt.
El Pata siguié examinéndome con la
boca abierta.
—iDe verdad le escribiste eso?
—Claro, Pata, Le estaba advirtiendo
eso.
. El Pata se lo crey6. Qué céndido.
—Todavia no sé si seré capaz —dijo.
Y no lo volvia ver.
Después supe que se encerraba en el
solitario bafio, esos dias antes del dia de
Santo Tomés, durante los recreos, y can-
taba Soledad, sin guitarra, para mejorar la
yor, para memorizar su letra en el alma,
para no olvidar cada palabra a la hora de
la verdad.
A Dani no le conté de mi éltima nota,
ipara qué? Pobre Dani, ya estébamos li-
quidados. No demorarfa en caer la ven-
ganza de Cuchilla sobre nuestras cabezas,
peor que una guillotina, Ese lunes en la
noche no me fue posible leer Monte-
cristo. El martes fue un dia de descanso
universal: no tenfamos clase con Cuchi-
Ila. Ademés, mamé nos llevé al cine de
seis de la tarde. Fue una pelfcula de Ca-
balleros del Rey Arturo que yo agradect
como nunca: me olvidé del Cuchilla, de
mi mensaje, de Dani y el mundo. Qué be-
llo ser el mago Merlin y vivir retirado en
el bosque, hablando con las lechuzas. Sin
embargo, cuando saliamos del teatro nos
tropezamos a bocadejarro con el Cuchilla
y su esposa, que habfan asistido también
a la pelicula, muy bien cogidos del brazo,
tisuefios, m4s amorosos que las palomas.
Si Dani no se cay6 fue porque pudo
recostarse a la estanterfa del teatro, don-
de guardaban las chocolatinas y gaseosas
para la venta. Ademés, la sola presencia
de mamé'pareci6 detener a Cuchilla. Eso
cref yo. Nos miré en un relémpago, nos
reconoci6, Dios, supo al fin de dénde ve-
nfan los mensajes secretos en su mesa. Sus
ojos brillaron con un destello de metal al
rojo. Pero siguié avanzando de gancho
con su mujer, més linda que nunca —di-
ria Dani—t tenfa un vestido como de gasa
rosada, y parecfa flotar. Su sonrisa era sin-
7cera, feliz. Y mamé —que por supuesto no
sabia qué sucedia—, recorrié con noso-
tros el camino de vuelta a la casa detrés
de Cuchilla y su mujer.
—ISe dieron cuenta? —nos susurté—.
Esos son nuestros vecinos. Se nota que ya
hicieron las paces, y qué linda pareja ha-
cen, icierto?
Ay, mamé, nunca fui capaz de contarte
nada, {por qué? Tampoco a papé le reve-
lamos nuestras cosas. Ellos ni se sofiaban
con lo que realmente ocurrfa entre Cu-
chilla y nosotros. Incluso, cuando arriba-
mos a casa —siempre detrés del Cuchilla
ysu mujer, y al tiempo que ellos—, mamé
tuyo la gran ocurrencia de saludarlos.
Salud6 al Cuchilla y su esposa, Dios.
También ellos respondieron sonrientes
al saludo: hasta luego, que duerman, que
estén bien.
Como buenos vecinos.
Pero al llegar al cuarto Dani y yo nos
contemplamos: pélidos como una hoja.
Come la hoja de cuaderno que yo habia
dejado en el libro de Cuchilla, con mi le-
tra de verdad. Y Dani todavia sin saberlo.
Ya acostados, cada uno bocarriba en stu
cama, las luces apagadas, ninguno de los
dos lograba dormir. Ambos lo sabfamos.
La mafiana siguiente habia clase con
Cuchilla.
La mafiana siguiente era la venganza
de Cuchilla. a