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La desigualdad como tarea

Crítica literaria y masificación editorial en Argentina (1950-60)

Guido Herzovich

Submitted in partial fulfillment of the

requirements for the degree of

Doctor of Philosophy

in the Graduate School of Arts and Sciences

COLUMBIA UNIVERSITY

2016

© 2015

Guido Herzovich

All rights reserved

ABSTRACT

The Task of Inequality:

Literary Criticism and the Mass Expansion of Publishing in Argentina (1950-60)

Guido Herzovich

In this dissertation, I argue that the shifts in the terrain of literary criticism in

Argentina during the 1950s represent the development of what I call a “critical infrastructure,”

whereby criticism came to perform an essential function for the circulation and appropriation

of books and literature in a context of major transformations in book publishing and

distribution.

In doing so, I bring together two phenomena that belong to a single historical shift,

which saw the expansion of mass cultural production, and the consequent development of

material and discursive practices to distribute them and to allow them to be appropriated. On

the one hand, Buenos Aires experienced a rapid expansion in its publishing industry as a

consequence of the Civil War’s ravages on Spain, turning Argentina for a brief period into the

world’s primary producer and exporter of Spanish language publications. On the other hand,

Argentina experienced what is frequently referred to as an “eruption” in literary criticism in

the 1950s, propelled by the proliferation of a number of small, independent literary journals

headed by young, middle-class writers and critics. These publications represented a critical

challenge to the Argentine literary establishment, which was hitherto almost exclusively

comprised of intellectuals belonging to the nation’s elite. While there has been considerable

academic interest in each of these phenomena, theorizing their relationship to one another

offers important insights into the reasons for the increased relevance and visibility of these

otherwise marginal publications.

Analyzing a variety of heterogeneous periodicals (including major newspapers like La

Nación and La Prensa, as well as “little magazines” such as Espiga, Centro, Bibliograma,

and Contorno), I discuss the expansion and increasing contentiousness of literary criticism,

which became an ever more regular and visible presence in such publications. I trace the

transformations in publishing (1899-1953) to show how a process of indifferentiation among

printed materials made the intervention of discursive practices —mainly performed by

literary reviews— a structural necessity for the distribution and appropriation of books and

literature. Drawing from Adolfo Prieto’s seminal Sociología del público argentino (1956) as well as

other texts, I discuss the ways in which the presence of a mass public with ostensively

heterogenous ways of “consuming” literature posed a challenged to traditional ideas about

national literature, the act of reading, the “figure” of the reader, and consequently also about

the nature and function of criticism. Finally, I analyze the small avant-garde magazine Letra y

Línea (1953-54) to show the empowering effect this transformation had on relatively marginal,

middle-class writers, who invested themselves in a radical critical task in order to seize the

opportunity offered by this structural discursive need.

Índice

iii Índice de ilustraciones

v Agradecimientos

vi Prefacio

1 Introducción. Mercados del libro y prácticas críticas (1950-60)

4 1. Definiciones: unificación mercantil y fragmentación de las prácticas

15 2. Génesis de una infraestructura crítica

40 3. Estrategias para entrar y salir del mercado

53 4. La edad de la exigencia: las pequeñas revistas

70 Capítulo I. Modos de consumo sugeridos. Prácticas editoriales en Argentina (1899-1953)

73 1. La moral de lo genérico

77 2. La popularización de lo singular

90 3. El goce interminable de la serie

102 4. Una perversión del amor del libro: la bibliofilia

123 5. Totalidades sin sujeto: los catálogos modernos

149 Capítulo II. El cuerpo fantasmal de la literatura: de lo público al público (1953-58)

152 1. La cultura y su promesa

161 2. El habitat del lector

174 3. Plan de “penetración”: la revista Ciudad (1955-56)

195 4. Adolfo Prieto: una Sociología para organizar el público

215 5. Las contaminaciones finales del mito


i

226 Capítulo III. Lenitivo para el estado de confusión: Letra y Línea (1953-54) como

revista de crítica

229 1. Vanguardia y mercado interno

241 2. El fin de las revistas amenas

262 3. Crítica y taxonomía

273 4. La subcultura de la abundancia

288 5. Ponderación y empoderamiento

292 Conclusión

311 Bibliografía

328 Apéndice. Características de las principales revistas citadas

336 Preface (in English)

34 Conclusion (in English)

ii

Índice de ilustraciones

68 FIGURA 0.1. Publicidad de Emecé, con forma de reseña, en la página de reseñas de La

Nación 22/3/53.

94 FIGURA 1.1. “Índice de obras publicadas” por la editorial BABEL (Babel 29, 1929).

95 FIGURA 1.2. Cuatro tapas de la editorial BABEL.

96 FIGURA 1.3. Cuatro tapas de la editorial Manuel Gleizer.

97 FIGURA 1.4. “Suplemento del catálogo de obras en existencia” de la Editorial Claridad

(Claridad 1, julio 1926).

98 FIGURA 1.5. Publicidad de la “Biblioteca Florida” de la Editorial Tor.

99 FIGURA 1.6. Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, de la

Editorial Tor.

128 FIGURA 1.7. Estadísticas. La edición en Argentina (1936-1956).

159 FIGURA 2.1. Paseantes hurgando en una librería sin puertas durante la noche, circa

1960. Foto: Sameer Makarius (83).

235 FIGURA 3.1. Ciclo 2 34-5 (marzo-abril 1949). Doble página.

236 FIGURA 3.2. A partir de cero 2 1 (diciembre 1952). Tapa del segundo número.

245 FIGURA 3.3. Letra y Linea 1 1 (octubre 1953). Tapa del primer número.

246 FIGURA 3.4. Letra y línea 2 14-15 (noviembre 1953). Doble página de la guía cultural que

cerraba cada número.

247 FIGURA 3.5. Arte Concreto-Invención 1 6-7 (agosto 1946). Doble página.

248 FIGURA 3.6. Nueva Visión 4 12-13 (1953). Doble página.

260 FIGURA 3.7. Publicidad de Apel (Letra y Línea 1 16).

iii

261 FIGURA 3.8. Gaceta Literaria 20 26 (mayo 1960). Nota que termina en la página anterior

a la que empieza.

305 FIGURA 4.1. Lin Yutang y Eduardo Mallea, best sellers. Publicidad de El portón rojo, de

Lin Yutang (Sudamericana) en La Prensa (18/4/54). Publicidad de Simbad, de Eduardo

Mallea (Sudamericana) en La Nación (31-3-57).

306 FIGURA 4.2. Dispositivos de imantación de El Grillo de Papel.

iv

Agradecimientos

A la paciencia de los mozos, de los meseros y de los camareros

de los cafés donde se escribió esta tesis —casi todos anónimos,

y a la del comité de defensa

que la aprobó:

Graciela Montaldo (advisor),

Fernando Degiovanni,

Alberto Medina,

Gonzalo Aguilar,

Karen Benezra.

A todos ellos:

no se volverá a repetir.

Prefacio

Hacia la mitad de siglo tuvieron lugar dos fenómenos de importancia reconocida para

las prácticas y dinámicas del espacio literario, pero cuya interdependencia ha recibido poca

atención crítica. La “irrupción de la crítica”, fenómeno que la historia literaria suele fechar con

la aparición de la revista Contorno en 1953, parece haber tenido lugar por casualidad el año en

que los historiadores del libro cierran la “época de oro del libro argentino”, un período breve

en que la industria local sextuplicó la cantidad de títulos y multiplicó por 17 la cantidad de

ejemplares impresos.

La intención de esta tesis es articular estos dos fenómenos ya debidamente acreditados

por sus respectivas bibliografías, en tanto forman parte de una misma transformación

histórica. Por un lado, la rápida expansión editorial que convirtió Buenos Aires, desde que la

Guerra Civil diezmó la industria española y durante unos quince años (1938-53), en el primer

productor y exportador de libros en español. Por otro, la renovación de la crítica literaria

argentina durante la década de 1950, tan significativa que se la suele referir con metáforas de

lo abrupto y aun de lo inesperado: “irrupción”, “ruptura”, “punto de viraje”. Esta

transformación suele ser valorada a menudo en términos éticos y sociales: desde sus pequeñas

revistas independientes, un grupo de jóvenes de la ascendente clase media, hija de la

inmigración masiva del cambio de siglo anterior, habría realizado una reevaluación crítica

radical de la literatura argentina, que consiguió quebrar el predominio hasta entonces casi

exclusivo de los intelectuales que pertenecían a la burguesía, herederos imaginarios, en el

terreno de la cultura, de la clase patricia que había organizado el país. Esto, además, en una

coyuntura histórica marcada por el golpe de Estado de 1955, que interrumpió la primera

vi

década de gobierno populista en el país y aceleró su incorporación a la modernización

capitalista internacionalizante.

¿Por qué fue la crítica literaria un espacio de intervención privilegiado en estos años,

como no lo había sido nunca antes y como quizás no volvería a serlo después? ¿A qué se debió

la visibilidad tan rápida de esas pequeñas revistas, de las que un observador tan mesurado

como el uruguayo Emir Rodríguez Monegal dijo enseguida (1955) que cabía esperar la

renovación de la literatura argentina?

Las principales revistas que el estudio de la renovación de la crítica ha tendido a

puntualizar —Centro (1951-59), Las ciento y una (1953), Contorno (1953-59)— son la punta de un

iceberg proliferante de actividad crítica y reseñística, a la que conceden espacio

crecientemente regular y jerarquizado una gama inédita de publicaciones. Llamo

infraestructura crítica no a la cantidad —que es por supuesto relevante— sino al hecho de que

el discurso crítico que se produce en estos espacios cumple ahora, en razón de un conjunto de

transformaciones que podemos llamar masificación editorial, una función necesaria como

nunca antes para la circulación y la apropiación de los libros y de los textos.

Uso el término “infraestructura” en su sentido más cotidiano. Al volverse anónima, la

venta de impresos requiere bocas de expendio visibles y estratégicamente ubicadas, o

comisionistas que vayan puerta a puerta y un sistema postal, es decir que precisa también

fletes, estantes de madera y libreros que conozcan la mercadería, y en medida mayor cuanto

más heterogéneos sean los materiales que conviven en estos mismos “espacios” —los lugares

de venta no menos que los sellos, las colecciones, los géneros, formatos, etc—, más necesaria

es la circulación amplia de discursos que no sólo provean información, sino que elaboren y

difundan los modos de apropiación sin los cuales los libros son, en sentido estricto, inútiles.

vii

De modo que la función estructural creciente del discurso crítico —que describo en la

Introducción— es la contracara del proceso de indiferenciación material que se advierte en el

desarrollo de las prácticas editoriales más importantes de la primera mitad del siglo XX

(Capítulo 1). En las primeras décadas del siglo, existe todavía una separación material

relativamente clara entre lo que podemos llamar circuito “letrado” (librerías selectas, libreros

enciclopédicos, libros europeos en lengua original y cuidadas ediciones de autor argentino) y

el circuito popular (ediciones baratas de clásicos cultos y populares, poesía popular y

narrativa folletinesca en cuadernillos precarios, distribución en kioscos y establecimientos

misceláneos). Desde poco después de la Primera Guerra, una variedad de pequeños

emprendimientos editoriales intervienen en la disputa por el estatuto social del libro. Ciertos

proyectos, de inspiración “culta”, buscan difundir la presencia y el valor de la obra singular,

experiencia autónoma e irrepetible. Otros, de vocación masiva, apuestan a la construcción de

series bajo criterios muy diversos, que afirman por lo tanto la cualidad genérica y

reproducible del interés del lector.

La expansión e industrialización cambia el panorama en muy poco tiempo. Las

grandes casas editoriales fundadas entonces incorporan mercados heterogéneos, hacen

convivir en los mismos catálogos, formatos y espacios de venta públicos que se imaginan

(recíprocamente o no) como incompatibles, y favorecen con su inversión publicitaria la

constitución, expansión y regularización de secciones bibliográficas y revistas especializadas.

En décadas anteriores, diversas editoriales habían buscado complementar de manera

estratégica su oferta periódica y su oferta autónoma, con la intención de difundir su

producción, imantar un conjunto de lectores y crear una demanda regular para sus

publicaciones únicas. La sinergia “moderna” que permiten la reseña y la publicidad cumple

esta misma función. Con un beneficio adicional: la diversidad de publicaciones va a permitir y

viii

potenciar una variedad también creciente de modos de apropiación, que ellas relaboran y

difunden en la forma de valores y criterios “abstractos” —delimitando qué comercio es válido

hacer con la literatura— y también en la selección de lo que corresponde leer (para

reivindicar, para injuriar, para entretenerse, para aprender).

La unificación mercantil —al igual que la ciudad moderna, de la que es inseparable—

aumenta la visibilidad recíproca de objetos de consumo y prácticas heterogéneas, por

definición estratificadas; la relativa uniformidad y la accesibilidad creciente de los bienes

culturales, que es un rasgo de lo que llamamos masificación —todo esto gloso y rearticulo en el

primer apartado de la Introducción—, vuelve más heterogéneos y diferenciales los modos de

apropiación. También a esto se debe la importancia y la visibilidad del discurso crítico: la

extensión social de los públicos y la mercantilización flagrante del libro —cuya

simultaneidad, por supuesto, no tiene nada inusual— produjo una proliferación de modos de

apropiación de la literatura. En los últimos apartados de la Introducción y en los capítulos 2 y

3, analizo una serie de posicionamientos y estrategias adjudicables a la ascendente clase

media, de cuyas capas “ilustradas” salieron los renovadores de la crítica. Estos grupos, que

pretendían y precisaban hacer de la literatura a la vez un medio de vida, una práctica de

prestigio y un espacio de actuación pública, debieron desarrollar estrategias complejas para

impugnar a la vez el modelo excluyente de la élite literaria y la multiplicidad de usos

“recreativos” de la lectura que hacía visible un público lector en rápido aumento, el cual se les

aparecía alternativamente como una oportunidad histórica inédita para la literatura (y por lo

tanto para el país) o como un engranaje más, igualmente indiferenciado, del aparato industrial

y publicitario de las nuevas editoriales. A este doble frente de preocupaciones, vividas con

intensidad acaso irrepetible, se debe su “modernidad”, que ha llevado a sucesivas

generaciones de críticos a confrontarse incesantemente con un conjunto de intervenciones de

ix

estos años como un momento épico y fundacional. En un momento de ampliación de la clase

media, aumento del poder adquisitivo, extensión de los niveles superiores de educación y

expansión de la circulación mercantil de los bienes de cultura (libro, cine, teatro, moda), la

renovación crítica amplificó la capacidad de interpelación de la literatura —en particular de la

literatura argentina— y ofreció a los nuevos públicos razones e instrumentos para que

participaran de sus intercambios y sus mitos, a la vez que reelaboró y difundió nuevos

criterios de exclusión efectivos para operar en ese espacio transformado, expropiando así,

junto con la capacidad de decidir sobre la legitimidad de las prácticas, el usufructo del

“elitismo” que parecía hasta entonces privilegio de una élite.

En ese sentido, el público masificado representaba oportunidades y peligros que

algunos de los críticos jóvenes percibieron con particular intensidad, y la mezcla acaso

habitual de “memoria y deseo” en momentos de cambio como este: fantasías anacrónicas,

lecturas contrafácticas y una dosis (importante en este caso) de lucidez agridulce. Esto es lo

que investiga capítulo 2, intentando antes que nada situar brevemente a esta “generación” de

críticos en la coyuntura histórica de la década del ’50. A partir de una serie de intervenciones

heterogéneas —cuya forma más elaborada es la Sociología del público argentino que publicó, con

28 años, Adolfo Prieto en 1956— intento entender de qué modo el público se ha vuelto un

problema, persiguiendo en estas elaboraciones críticas la enigmática figura del lector como

sinécdoque de preocupaciones más generales: la reformulación de la cultura literaria en la era

de su circulación masificada, el papel de las revistas literarias en la “organización” del público,

el destino de la función pedagógica tradicional de la tarea intelectual ante la legitimidad

creciente de usos de la lectura heterogéneos, y también el “mito del escritor-hombre público”,

que el mismo Prieto, años después, consideró encarnado por última vez en su generación.

Así, las transformaciones de los años ’50 fueron condición de posibilidad tanto

epistemológica —para reevaluar un ciclo que se percibía en declive: el de la genealogía

aristocrática y liberal de la literatura argentina— como material para la renovación de la

crítica, en tanto una infraestructura crecientemente necesaria requería la circulación de esos

discursos para combatir tanto la indiferenciación desorientadora (general) como la angustiosa

sensación (en particular para los que llegaban a la “cultura” sin linaje ni biblioteca familiar) de

estar inmersos en un espacio mercantil sin “afuera”. Estas dos preocupaciones se leen en una

de las revistas más virulentas y a menudo más graciosas de la década: la muy breve Letra y

Línea (1953-54), que publicó un grupo de poetas y narradores ligados a las corrientes de

vanguardia, tanto las “históricas” (como el surrealismo) como las que se difundían, sobre todo

en la plástica y la poesía, desde la década anterior: constructivismo, concretismo, abstracción.

Muy desligados de la tradición y los “mitos” liberales que desvelaban todavía a los

renovadores emblemáticos de la crítica (Héctor A. Murena, David e Ismael Viñas, el propio

Prieto), el análisis de la trayectoria del grupo y de esta novedosa intervención permiten

verificar el alcance de las transformaciones que describimos, a la vez que las renovadas

posibilidades que la relevancia y la visibilidad del discurso crítico prometían ofrecer a actores

relativamente marginales del espacio literario. Esto último se advierte en particular en el tono

arrogante e incriminatorio de muchas intervenciones de la revista, que recibió enseguida una

amonestación satírica y no menos hostil de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.

En un dossier que la revista La Biblioteca le dedicó al tema hace poco tiempo, se afirma

en un copete sin firma: “La crítica literaria en la Argentina concedió estilos personales bien

reconocibles. En realidad, puede decirse que la crítica comienza a serlo cuando se manifiesta

como estilo personal” (La Biblioteca 4-5 10). ¿Acción o estructura? Tampoco esta tesis pretende

resolver ese viejo interrogante recursivo. El dossier, como la mayoría de la bibliografía sobre

xi

la crítica argentina, elige trabajar con preferencia sobre las individualidades, las influencias y

los desvíos. Por mero prurito de originalidad —única motivación académica insospechable—,

esta tesis ha intentado recostarse más bien sobre la primera afirmación, persiguiendo las

condiciones que hicieron de la crítica, en estos años, un discurso de conflictividad inédita y

una plataforma privilegiada de intervención. Acaso esta aproximación permita además hacer

justicia al carácter colectivo del período, en que la construcción de comunidades y de espacios

de enunciación grupales —como son las revistas— tuvo un carácter particularmente

poderoso.

xii

Introducción.

Mercados del libro y prácticas críticas (1950-60)

Para analizar la función de la crítica en un espacio de circulación masificada de bienes

culturales —propone el apartado de “Definiciones”— es necesario tener en cuenta dos

procesos que los énfasis disciplinarios tienden a menudo a aislar. Por un lado, la progresiva

unificación espacial y mercantil de la producción y distribución de impresos —causa y

consecuencia del desarrollo del capitalismo y/o de la centralización estatal y urbana—, que

favoreció su visibilidad recíproca; por otro lado, la proliferación de usos heterogéneos de esos

impresos, potenciada por esa visibilidad, que ha sido advertida con intensidad particular por

la mirada cultural.

La transformación de las condiciones de producción y circulación de libros, que hacia

la mitad de siglo estaba produciendo en Argentina una multiplicación inédita y una

indiferenciación creciente tanto en la organización material de los libros (los sellos, las

colecciones, los géneros) como en sus espacios de venta, volvió más necesaria que nunca la

intervención de discursos que permitieran la difusión, distribución y apropiación de los libros.

En compañía de la publicidad de las editoriales, la crítica y la reseña proliferan y se

estratifican para cumplir una función crecientemente estructural, que va a constituir un tejido

con zonas de alta densidad e interconexión. En pocos años aparecen varias revistas

independientes de “orientación bibliográfica” preocupadas de manera explícita por la

saturación de publicaciones y las dificultades —materiales y psicológicas— que la

mercantilización del libro produce entre los escritores argentinos. Surge también un número

importante de pequeñas revistas, animadas por jóvenes de clase media, que concede enorme

relevancia a la crítica literaria, tanto por su dedicación como por la grandilocuencia con que

reivindican su función y sus obligaciones éticas. En los principales diarios, las secciones de

comentarios de libros se expanden y evolucionan lentamente durante esta década para

cumplir también una función jerarquizadora más clara.

Si hasta los años ’30 un libro argentino era saludado por defecto como una acción

patriótica, en la era de la masificación y la indiferenciación toda publicación es sospechosa

hasta que demuestre lo contrario. Toca en particular a la reseña la tarea cotidiana de

desigualar: género que debe su ubicuidad a la expansión mercantil, practicado por una

cantidad inédita de “autoridades” a menudo anónimas —por lo que “se ha hecho un poco

‘industria’” ella misma, según dijo un crítico entonces—, debe por lo tanto, en las pequeñas

revistas, dar testimonio de “impiedad” en cada aparición.

“¿Qué pasa con el escritor argentino?

Tal vez se trate de un retorno a la conciencia del hombre

medieval para quien escribir era saber comentar —los textos

sagrados— y la violencia analfabeta”.

Oscar Masotta, 1953

(Reseña de la revista Las ciento y una, Centro 6 141)

1. Definiciones: unificación mercantil y fragmentación de las prácticas

En su clásico Theory of Literature, de 1948 —traducido por primera vez en Madrid en

1953—, René Wellek y Austin Warren distinguieron dos actitudes contemporáneas hacia el

canon y el valor literario en general. Una tendía a afirmar la relativa estabilidad de la tradición

y sus jerarquías, modificada en todo caso, eventualmente, por la aparición de un gran “talento

individual” —según la formulación de T.S. Eliot, a la que ellos adhieren1. En el contexto

anglosajón en que se inscriben, esta primera actitud formó parte de una serie de esfuerzos por

definir y defender una tradición literaria explícitamente “minoritaria”, capaz de resistir la

difusión de las formas de circulación y consumo rápido que promovía la cultura de masas2.

Wellek y Warren definen la segunda actitud como “an opposite desire on the part of anti-

academics within and without the universities to affirm the tyranny of flux” (Wellek Theory

247).

1
En “Tradition and the Individual Talent”, de 1917.
2
Eliot, F.R. Leavis y I.A. Richards, y en general lo que se conoce como “practical criticism”, son sus representantes

más emblemáticos en Inglaterra. “F.R. Leavis hoped that the discipline of close reading would protect the student

from the siren calls of advertising” (Day 298). Véase en particular F.R. Leavis, “Mass Civilization and Minority

Culture” (1930), a la vez que el notable libro de su mujer, Q.D., Fiction and the Reading Public (1932). “Mass

Civilization…” (luego incluido en For Continuity) salió como panfleto por Minority Press, la pequeña editorial que

financiaba un alumno de F.R. Leavis. Gramuglio (“Las minorías”) y más recientemente Podlubne (“El antiperonismo

de Sur” y “Un arte para el hombre”) han mostrado la influencia de esta tradición en Argentina, en y alrededor de la

revista Sur.

Ese flujo3 tiránico, que parecía en efecto estar entregando masivamente los materiales

de la tradición a una reevaluación constante —o más bien (diremos) la requería para

mantener su circulación—, es indisociable de las transformaciones socioeconómicas y

tecnológicas que venían poniendo cantidades ingentes de material escrito en manos de un

número históricamente inédito de personas con suficientes condiciones y cierta motivación

para desarrollar con ellos alguna forma de apropiación. El libro no era una producto cultural

cristalizado, antecesor obsoleto de las modernas tecnologías de comunicación de masas; “los

profundos cambios que se han producido en el mundo del libro durante los últimos decenios”

—afirmaba la UNESCO en 1965— lo habían convertido “en uno de los grandes medios de

información de nuestra época paralelamente a la prensa, el cine, la radio y la televisión”

(“Prefacio” a Escarpit Revolución 9).

Los efectos de esta “revolución del libro” —según la bautizó Robert Escarpit— no

resultaban totalmente inéditos. Los críticos, en particular, llevaban décadas advirtiendo hasta

qué punto su lugar y función dependía del estatuto social y la difusión del libro y de la lectura.

Según observó Gary Day en su reciente Literary Criticism. A New History (2008), el crítico de

hecho “emerges as a new figure on the public stage” cuando la poesía y el teatro pasan de la

órbita de la corte a la del mercado4. Así como las prácticas y experiencias que asociamos con la

literatura moderna requieren la circulación mercantil de su soporte textual, el estatuto y la

función de la crítica han estado sometidas igualmente a las propias transformaciones de la

circulación de lo impreso, que inciden (a menudo reelaboradas por el propio discurso crítico)

en la propia definición de lo literario.


3
José María Gimeno, en la versión española de Gredos (Madrid, 1953), traduce “flux” más correctamente como

“cambio constante” (298). Prefiero usar “flujo” porque sugiere, junto con la idea de cambio, la de circulación

constante, tal como las reúne el adagio famoso de Heráclito.


4
René Wellek, por otra parte, da inicio a su History of Modern Criticism en 1750, el “año” de la Revolución Industrial.

La inglesa Q.D. Leavis fue una de las primeras críticas que intentó articular con cierta

profundidad la transformación de la literatura y de la crítica en relación con los cambios en la

circulación de las obras y la composición del público. En 1932, en la época heroica del elitismo

cultural —del que ella y su marido F.R. fueron distinguidos apóstoles—, Leavis describió así

la situación de la crítica hasta comienzos del siglo XIX:

There was still only one public, which through the reviews took its standards

from above. The reviews were intelligent, serious, and critical; moreover, novels

were still being published in manageable numbers, so that every novel received

notice and all novels were criticised by the same standards. Whatever

objections to those standards we may raise, the advantages of this state of

affairs is apparent when compared with the state of anarchy described in Part I.

Chapter II [donde refiere la situación contemporánea]. The reviewers then

were at least in agreement as to what was worth doing in fiction and what was

not. (Leavis Fiction 144)

Pocos años antes que Leavis, Ashley H. Throndike había asociado el fin de ese público

único con el proceso entrópico que sufriría la producción de impresos:

The outstanding character of the printed matter in the nineteenth century is

not its vulgarization, or its mediocrity, but rather its specialization. This printed

matter is no longer addressed to a uniform or homogeneous public: it is divided

by many subjects, interests, and purposes. (Thorndike 36)5

Las investigaciones recientes en historia del libro y de la lectura —que tomaron impulso

justamente a partir de los años ’50— indican en cambio que el público de lo impreso era

5
Citado en Wellek and Warren (99), que consideran el libro de Q.D. Leavis, Fiction and the Reading Public (1932),

“a homily on Thorndike’s text”, Fiction in a Changing Age (1921).

heterogéneo desde mucho antes6. Casi desde la invención misma de la imprenta, se constituyó

un mercado creciente de impresos baratos y precarios destinados a conquistar “una clientela

‘popular’ —en el doble sentido de la palabra: era numerosa y la componían los lectores más

humildes (artesanos, tenderos, pequeños mercaderes, élites aldeanas)” (Chartier y Cavallo 475-

476).

EI fruto de todas esas estrategias editoriales fue el difundir entre lectores

‘populares’ unos textos que anteriormente conocieron, en otra forma impresa,

una circulación restringida a los notables o los cultos, o bien unos textos que, en

un mismo periodo, conocieron varias formas de edición, dirigidas a públicos

muy diversos. (476)

Fue así en casi toda Europa. En Inglaterra —para seguir en diálogo con Leavis— había

unos sueltos poéticos llamados “ballads” desde el siglo XVI, y “penny chapbooks” —de

formato breve y textos religiosos o laicos— desde el siguiente. No eran por cierto materiales

orientados a la eternidad, en buena medida porque sus usuarios no estaban en condiciones —

fuera de la tradición oral— de velar por la integridad de su herencia cultural. Ignorados

generalmente por las bibliotecas, alcanzaron en algunos casos sobrevida paradójica en razón

de que se los condenara a desaparecer; ciertos “diffamous libels” o “lascivious, infamous o

6
L’appartion du libre (1958), de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin, suele tomarse como el trabajo académico

pionero en historia del libro. Poco antes, Books for All de R.E. Baker —que editó UNESCO en 1956— es la influencia

reconocida por otro pionero, Robert Escarpit, cuyos principales trabajos son Sociologie de la littérature (1958) y La

révolution du livre (1964, también publicado por UNESCO). Casi enseguida, Robert Darnton y Roger Chartier

comenzaron a subrayar la importancia de sacar la investigación de lo impreso de los archivos convencionales

(bibliotecas, etc) para construir una historia más abarcativa, la cual, al ampliar el campo de lo “impreso”, condujo

muy pronto a una investigación sobre la historia de la lectura. Véase en particular José Luis de Diego, “Lecturas de

historias de lalectura”. Puede verse también la introducción de Alejandro Dujovne a su Una historia del libro judío.

scandalous ballads”, por ejemplo, fueron conservados por la Star Chamber, la oficina ocupada

de perseguirlos (Chartier y Cavallo 478-79).

Los historiadores de la cultura —del catastrófico “the disintegration of the reading

public” de Q.D. Leavis (1932: 151) al “increasing fragmentation of the reading public that has

been brought about by the spread of literacy and developments in print technology” que

constató hace muy poco Carol Atherton (2005: 4)— han puesto un énfasis privilegiado en la

fragmentación del público y de lo impreso, de la que han deducido consecuencias

importantes, a menudo negativas, para la actividad crítica. Los teóricos de la nación y del

capitalismo, en cambio, han observado con preferencia el desarrollo de infraestructuras

comerciales, burocráticas, financieras e informativas —libro, prensa, etc—, enfatizando por lo

tanto los procesos de unificación. El libro de Benedict Anderson, Imagined Communities, es la

referencia habitual sobre este punto. Anderson —que utiliza la expresión “print-capitalism”—

asigna importancia particular a la función de unificación imaginaria que producen el libro y

en medida mayor luego el periódico, al que considera “an 'extreme form' of the book, a book

sold on a colossal scale, but of ephemeral popularity. Might we say: one-day best-sellers?” (34-

5).

Para pensar la función de la crítica, sin embargo, es fundamental tener presente que la

unificación (de la redes de circulación textual y discursiva) y la fragmentación (de las prácticas

y “gustos”) son dos caras del mismo proceso. Es la visibilidad recíproca que ofrece —tal como

la ciudad moderna de los antropólogos urbanos— una estructura mercantil que tiende a la

unificación, la que produce a la vez un efecto de fragmentación y una creciente fragmentación

efectiva, que hacen de las prácticas de consumo, y en particular del consumo cultural, un

campo también creciente de disputa.

En esa línea, es posible reconocer algunos reordenamientos más específicos. Balzac

observó a mitad del siglo XIX que el sistema de géneros literarios, que el neoclasicismo había

retomado férreamente desde el Renacimiento, estaba siendo reorganizado en el espacio

mercantil. Fue precisamente en la novela de mediados del XIX, la de Stendhal y Balzac, donde

Eric Auerbach verificó la ruptura más completa respecto de la doctrina antigua sobre los

“niveles de representación literaria”, que regía una correspondencia jerarquizada entre los

géneros —que suponían tipos de experiencia y en cierta medida públicos diversos— y los

temas, espacios sociales o personajes que les estaba encargado trabajar (554-7). La novela

moderna podía en cambio incorporarlo todo —así la había teorizado a fines del XVIII el

romanticismo alemán—, reinventando en su interior jerarquías fluidas. Podía promover, por

lo tanto, una variedad de experiencias heterogéneas, y más a menudo habilitar una

experiencia en sí misma ecléctica o impura, que mezclaba el goce de la forma, el retrato de

costumbres, la identificación individual y/o grupal —en el sentido tanto psicológico como en

el policial—, la elaboración política (malgré Stendhal), entre otros. En consonancia con el

estatuto paradógico de la “autonomía” de la literatura, que es la contracara de su circulación

mercantil, la novela —el género moderno por antonomasia— habilitaba acaso más que

ningún otro una experiencia no-autónoma.

Q.D. Leavis opina que en 1760 todos los lectores de novela podía leer cualquiera de las

que se publicaron ese año, y que en 1860, aún si “el hombre común” prefería a Dickens y el de

cultura a George Eliot —lo que es ya un quiebre—, ambos hubieran podido leer “la totalidad

de la producción de los novelistas contemporáneos” (34). En 1932, en cambio, el lector de

Edgar Wallace —creador de King Kong— y el de Virginia Woolf —redactora de To the

Lighthouse— piensa Leavis que son totalmente incompatibles. Aunque en rigor habría que

tener en cuenta la transformación del propio género de la novela —que va incorporando un

espectro creciente hasta abarcar buena parte de los lectores y las experiencias reconocibles—,

es indudable que su “estratificación” es indicativa de la estratificación de la totalidad del

espacio literario. Así como la convivencia espacial de las clases sociales en la gran ciudad

moderna jalonó marcas cada vez más complejas —también más “conspicuas”— de

pertenencia7, el desarrollo omnívoro de la novela, y la homogeneización relativa pero

creciente del acceso material a los libros, resultó igualmente en una profusión de formas de

apropiación distintivas.

Pero lo que le preocupa a Leavis no es la existencia de formas de novela que considera

“vulgares”, escritas por autores que no especulan —en esto Leavis se adelanta a Bourdieu—

sino que comparten la “inmadurez emocional” de sus lectores; lo verdaderamente grave es lo

que llama agudamente la “organización” de esos “niveles” de gusto, en que la crítica —como

oficina especializada de aquel “print-capitalism”— cumple un rol fundamental:

In the twentieth century a public of forty-three million has to be reached, since

it is all, though unequally, literate, and that proportion of it which buys or

borrows books is so scattered in space and isolated further by differences of

development and education, that it needs as vas an organization as the modern

press to serve as middleman between author and reader, with its book-reviews,

-advertisements, and literary articles. The purely literary periodicals alone can

be divided on internal evidence into three classes, serving three different levels

of reading public, and each would be of little use to the other’s readers. The

Criterion will review only those novels which have some pretensions to literary

7
El estudio clásico sobre esto (discutido por una innumerable bibliografía posterior) es el de Thorstein Veblen, The

Theory of the Leisure Class (1899), en particular los capítulos “Conspicuous Leisure” (28-48) y “Conspicuous

Consumption” (49-69).

10

merit and can be criticised by serious standards (it is common even in literary

circles to fling the epithet ‘highbrow’ at it); the Times Literary Supplement,

representing a safe academic attitude, will summarise and comment on the plot

and merits of any work by a novelist of standing; while a whole handful of

cheap weeklies appear to satisfy a demand for literary gossip and information

about the readableness of books. It will be convenient to call these levels

‘highbrow,’ ‘middlebrow’ and ‘lowbrow.’ (QD Leavis 19)

Podemos poner en duda la conveniencia de esa nomenclatura para los fines de Leavis.

Gramsci observó que la mera introducción de una orientación educativa profesionalista, por

más que se la supusiera inferior, destruyó la eficacia de la educación “humanista general”,

“porque su capacidad formativa estaba basada en gran parte sobre el prestigio general y

tradicional indiscutido de una determinada forma de civilización” (Gramsci 108). Algo similar

sugiere Wallace Martin (270) cuando historiza la institucionalización de la literatura en los

programas universitarios ingleses de fines del XIX. Sus propulsores no se aliaron, como

imagina Martin que nos parecería hoy natural, a los defensores de la cultura humanista, sino a

los introductores de las disciplinas científicas y positivistas, que buscaban transformar la

función de la universidad de “transmisora del patrimonio cultural” a “espacio de producción

de conocimiento” (Culler 33). Los “humanistas” advertían que autonomizar —profesionalizar,

cientifizar, etc— el estudio y la enseñanza de la literatura significaba antes que nada darle un

lugar optativo dentro de la formación de los estudiantes. En su naturaleza relativa y

ostentosamente estratificadora, el término “highbrow” —que tal vez no casualmente carezca

11

de equivalente castellano8— presupone ya la reorganización del espacio literario por parte de

los “poderes fácticos” que rigen su circulación masificada.

Pero la estratificación de los objetos de consumo es sólo una parte de la cuestión. Toda

la así llamada “teoría de la práctica” parte de la constatación de que los usos de las cosas —sus

modos de apropiación9— no son inherentes a ellas10; hay en todo caso una relación de

constitución recíproca entre las características materiales de los objetos que sirven de soporte

a las prácticas y las prácticas mismas. Pierre Bourdieu, que estudió en La distinción (1979) la

cualidad sistemática de la estratificación de los consumos —la vinculación de consumos de

diverso tipo y su dependencia del origen social y el nivel educativo del consumidor—, observó

también que los modos de apropiación tienden a ser más distintivos —tanto más conspicuos y

sofisticados— cuanto menos factible (o efectiva) resulte la apropiación exclusiva de un cierto

bien11. Douglas Holt les ha sugerido por eso a los primeros lectores estadounidenses de

8
Los anglosajones tienden a observar que el elitismo hispanoamericano es no sólo impenitente sino a menudo

insospechado. Para una versión reciente de esta acusación, véase Beverley, Latinamericanism after 9/11, en

particular “Between Ariel and Caliban: On the Politics of Location of Latinamericanism and the Question of Solidarity”

(60-71).
9
Entiendo que “modo de apropiación”, término corriente en sociología de la cultura, supone un uso más o menos

socialmente regulado, que en tanto se vuelve “reconocible” —estableciendo relaciones más o menos precisas con

otros usos— puede cumplir una función identitaria.


10
Esta idea ha sido popularizada, en una versión heroica y un poco redundante, por el libro de Michel de Certeau,

L’invention du quotidien (1977).


11
“The dominant fractions do not have a monopoly of the uses of the work of art that are objectively—and sometimes

subjectively—oriented towards the exclusive appropriation which attests the owner's unique 'personality'. But in the

absence of the conditions of material possession, the pursuit of exclusiveness has to be content with developing a

unique mode of appropriation. Liking the same things differently, liking different things, less obviously marked out for

admiration—these are some of the strategies for outflanking, overtaking and displacing which, by maintaining a

permanent revolution in tastes, enable the dominated, less wealthy fractions, whose appropriations must, in the main,

12

Distinction (1984), ansiosos de declarar inaplicable la teoría, que no se dejaran desorientar por

la estratificación sensiblemente menor de los objetos de consumo que verificaban de su lado

del Atlántico. La masificación de los bienes culturales, en que a menudo ha sido pionero el

proverbial “populismo de mercado” norteamericano —consignado por una genealogía ilustre

que incluye a la propia Q.D. Leavis— debería orientarlos más bien a investigar los modos

diferenciales de apropiación12. La relativa homogeneización del acceso a un número

importante de objetos culturales tendería a producir —según Holt— una relativa

fragmentación de los modos de apropiación13.

be exclusively symbolic, to secure exclusive possessions at every moment. Intellectuals and artists have a special

predilection for the most risky but also most profitable strategies of distinction, those which consist in asserting the

power, which is peculiarly theirs, to constitute insignificant objects as works of art or, more subtly, to give aesthetic

redefinition to objects al-ready defined as art, but in another mode, by other classes or class frac-tions (e.g., kitsch).

In this case, it is the manner of consuming which creates the object of consumption, and a second-degree delight

which transforms the 'vulgar' artifacts abandoned to common consumption, Westerns, strip cartoons, family

snapshots, graffiti, into distinguished and distinctive works of culture” (Bourdieu Distinction 282-3).
12
Veinte años antes de que Distinction llegara a sus costas, Susan Sontag había escrito sus famosas “Notes On

‘Camp’” (1964), en las que describe un tipo de apropiación “estilizada” de ciertos productos masivos, que permitía

tomarlos como soporte de una práctica “highbrow”.


13
“The utility of goods as consensus class markers —escribe Holt a fines de los años ’90— has weakened

substantially owing to a variety of widely noted historical shifts. Technological advances have led to the wide

accessibility of goods, travel, and media by all but the poor. Innovative styles and designs now diffuse rapidly

between haute and mass markets, and between core and periphery states, thus dissolving lags that once allowed for

stylistic leadership. From a different vantage point, theorists of postmodernity such as Jean Baudrillard, Jean-

Francois Lyotard, and Fredric Jameson have argued that a defining characteristic of advanced capitalist societies is

the massive overproduction of commodity signs. This proliferation of signs leads to an anarchic welter of consumer

symbols that are not readily assimilated by social groups in any coherent way. This argument is supported by

sociological research demonstrating a high degree of overlap in consumer preferences across social categories” (Holt

5).

13

Habría así dos maneras complementarias de entender el “poder estratificador” (pero

también la capacidad identitaria) de la cultura: o bien a partir del consumo de objetos

diferentes por parte de distintos grupos —más eficaz cuanto más exclusiva pueda ser la

apropiación material— o bien a través de las prácticas diferentes y/o diferenciales que se

llevan a cabo con objetos más o menos compartidos (Holt 5). La lectura misma —modo

preferencial de apropiación de la cultura escrita— sufrió de hecho, según Roger Chartier, un

proceso de “dispersión de los usos” a medida que el XIX europeo unificaba y especializaba sus

mercados de impresos.

Verdad es que no todos los lectores de los Antiguos Regímenes occidentales

leían de la misma manera, y grande era la diferencia entre los más virtuosos de

entre ellos, lectores por herencia, por profesión o por costumbre, y los más

torpes, lectores de la ‘literatura de cordel’. Pero con el acceso de casi todos a la

capacidad de leer, tal corno lo estableció en el siglo XIX en la Europa más

desarrollada el acceso a lo escrito, a través de la escuela y fuera de ella, la

fragmentación de las maneras de leer y de los mercados del libro (o del

periódico) instauró, tras las apariencias de una cultura compartida, una

extremada fragmentación de las prácticas. La tipología de los modelos

dominantes de las relaciones con lo escrito tales como se han sucedido desde la

Edad Media (desde el modelo monástico de la escritura al modelo escolástico

de la lectura, desde la técnica humanista de los lugares comunes a las lecturas

espirituales y religiosas del cristianismo reformado, desde las maneras

populares de leer hasta la ‘revolución de la lectura’ de la época de la

Ilustración) cede su lugar, en las sociedades contemporáneas, a una dispersión

de los usos que corresponde a la del mundo social. Al llegar eI siglo XIX, la

14

historia de la lectura entra en la edad de la sociología de las diferencias.

(Chartier 59-60)

En el proceso de masificación del libro en Argentina, que alcanzó a comienzos de los

años ’50 —según muestra el capítulo 1— niveles de producción y de indiferenciación material

inéditos hasta entonces, indiferenciando por lo tanto a un público que resultaba —como

muestra el capítulo 2— inéditamente disperso, la crítica literaria alcanzó niveles de difusión,

jerarquía y virulencia sistemática inéditos hasta entonces. Bajo su nombre genérico, en

reseñas y artículos de una cantidad creciente y crecientemente interconectada de

publicaciones, se desarrolló una infraestructura discursiva dispuesta para reelaborar, difundir

y disputar (que es una forma costosa pero muy efectiva de reelaborar y difundir) el estatuto y

las características identitarias de los modos de apropiación de los textos literarios. Los

próximos apartados se ocupan de las características de esa infraestructura y algunos de esos

modos de apropiación.

2. Génesis de una infraestructura crítica

A principios del siglo XX, cuando el ensayista y sociólogo Ernesto Quesada (1858-1934)

relevó un mercado amplio de literatura popular de temática “criollista”, algunas de las figuras

más representativas de la escena literaria —como el escritor y político Miguel Cané—

afirmaron ignorar por completo su existencia14. Espejo siniestro del circuito letrado, con

14
Cané, uno de los escritores más importantes de su generación, dijo en La Nación (11/10/1902) haberlo leído con

“creciente asombro, porque parecía imposible, viviendo en mi tierra, curioso de las cosas del espíritu bajo en todas

sus formas, que pudiera ignorar de una manera tan absoluta, la existencia de esa literatura ‘cocoliche’ que V. nos

15

profusión de textos, autores y editoriales especializadas —y un sistema de prólogos donde

“[e]stos poetas se inmortalizan unos a otros” (Quesada 66)—, la escena criollista que

presentaba Quesada no sólo había encontrado lengua propia en el “cocoliche” fluctuante de

los inmigrantes, mezclas de diversos dialectos italianos con el español popular, sino que

además ostentaría un conjunto de prácticas particulares, que arrastraban ese corpus textual a

un despliegue oral, callejero y erotizado15.

Este episodio es revelador respecto de la visibilidad de los distintos modos de

producción y apropiación literarios en este momento histórico. Optemos por creerle a Cané o

desconfiar de su coquetería, es indudable que el circuito oficial afirmó en la práctica la

inconmensurabilidad casi absoluta de estos textos con los “literarios”. Si Quesada los trae a

cuento de una discusión estética, es únicamente para desautorizar la postura “populista” de

algunos escritores letrados, que proponían dar por fundado el linaje de la literatura nacional

en la “lengua argentina” y el ambiente rural de la tradición gauchesca: dar por auténticamente

argentino lo popular, indicaba Quesada, obligaba a seguir las mutaciones del desaparecido

gaucho de la pulpería pampeana al bodegón de La Boca. En cuanto a los folletines del caso—

que a pesar de su precariedad solían mandarse a imprimir en Europa—, ni los recogió el

comentario ni los conservó la biblioteca pública. Si algunos se salvaron, al igual que las

revela en toda su frondosidad y en toda su inepcia (…) Así el ‘cocoliche’ ¿tiene editores, bibliotecas y millares de

lectores? Lo único que me explica el fenómeno, es el valor intelectual de la flor de sus autores titulares, a estar a las

muestras que V. nos da de su ingenio (...). V. nos indica una de esas causas: la ignorancia” (Rubione 231-2).
15
Así como el término “cocoliche” había sido inspirado por un sainete, hay buenas razones para sospechar que las

maneras histriónicas e histéricas con que “el pueblo” recitaba en los barrios esta poesía venían menos de la

observación etnográfica que de las representaciones teatro popular. Quedada cometía el error que Borges le

adjudicaba a la filología en su reseña famosa de un libro de Américo Castro: tomar los géneros artísticos como vías

de acceso directo a los usos reales, cuando los más populares (no menos que el resto) eran también formas

“estéticas”. Véase Borges, “Las alarmas del doctor Américo Castro”; véase también Degiovanni y Toscano y García.

16

baladas infames de la Inglaterra isabelina, fue por un motivo heterónomo: la vocación

antropológica y archivística del propio Quesada y del alemán Robert Lehmann-Nitsche, que

pasó tres décadas en el país. Sus colecciones personales constituyen el único repositorio de

esa literatura, consultable notablemente en el Ibero-Amerikanisches Institut de Berlín16.

En las décadas que siguen, hasta la verdadera “revolución del libro” que se inicia a

fines de los años ’30, una sucesión de proyectos editoriales de muy distinta envergadura jalona

o se ve obligada a reaccionar frente a las nuevas condiciones que supone el crecimiento de la

demanda, que es probablemente el único proceso casi lineal en el espacio literario de estos

años. En las orientaciones heterogéneas de esos emprendimientos, es el propio estatuto social

y cultural del libro lo que está en disputa —como intenta mostrar el capítulo 1—, y con él las

prácticas asociadas a su uso, que afectan directamente, en tanto se trata de su soporte

hegemónico, las prácticas ligadas a la producción y la apropiación de la literatura. Al llegar al

medio siglo vamos a encontrar un espacio muy diferente del que presenta el episodio de

Quesada.

Como la prensa extendió sus públicos regulares fuera de los límites de la clase letrada

bastante antes que el libro17, no sorprende que la mayoría de los proyectos editoriales

importantes de las primeras décadas vieran el kiosco de diarios como un espacio estratégico

para ampliar y organizar el consumo. Prestar atención a la transformación histórica de los

usos del kiosco permite además percibir la infraestructura crítica —que definiremos más

adelante— como parte de una sinergia novedosa entre publicaciones periódicas y

publicaciones autónomas al llegar al medio siglo.


16
Allí los consultó Adolfo Prieto mucho años más tarde —en El discurso criollista en la formación de la Argentina

moderna (1986)— para reinsertarlos en la historia de la literatura. Sobre Prieto, véase el capítulo 2.
17
A mitad de los años ’20, en su mejor momento, el diario Crítica (nacido en 1913) llegó a vender 900.000

ejemplares diarios (Wikipedia).

17

A fines de 1901, por las mismas fechas en que Quesada descendía al infierno cocoliche,

fue de hecho un diario —el principal diario del establishment— el primero en editar en

Argentina una colección de libros baratos para distribuir en los kioscos. La “Biblioteca La

Nación”, que ofreció mayormente traducciones de literatura europea de éxito popular,

suponía la popularización de ciertos valores del circuito letrado: lectura individual y

silenciosa, autonomía de la experiencia literaria, coleccionismo; inversamente, proponía una

reivindicación de la novela (género todavía menospreciado) como instrumento didáctico, lo

que permitía imaginar formas de intervención social a través del mercado18. Durante casi dos

décadas, el diario difundió desde sus páginas cada uno de los 875 títulos de la colección y los

imprimió en dos ediciones, ofreciendo a los lectores de kiosco la experiencia indudablemente

formativa de pagar el doble por un libro que podían obtener por la mitad19. “No casualmente,

La Nación comenzó a publicar en 1902 su suplemento literario y, poco después, una sección

bibliográfica” (De Sagastizábal 50).

En los proyectos editoriales más importantes de los años siguientes, en los que se ha

visto un eslabón fundamental en la popularización del libro (Buonocore, De Sagastizábal, De

18
En la reivindicación del género novela, Fernando Degiovanni cita como antecedente en mucho menor escala la

Biblioteca Popular de Buenos Aires (36 volúmenes entre 1878 y 1880). “Para los enemigos de la novela, los

materiales incluidos en esas colecciones serían más difíciles de cuestionar porque la Biblioteca Popular de Buenos

Aires y la Biblioteca de La Nación tratarían de ganarse a sus lectores para la causa de la literatura moralmente

“formativa”, desarmando la asociación problemática entre novela, corrupción moral e improductividad que prevalecía

hasta entonces” (Textos de la patria 191). Degiovanni analiza la colección de textos nacionales de José Ingenieros,

La Cultura Argentina —que se difundió en escala masiva en kioscos de diarios en 1915-25—, precisamente como

una intervención novedosa a través del mercado para cuestionar los contenidos de la nacionalidad.
19
La “rústica” costaba 50 centavos; la “encuadernada en tela y con letras doradas”, 1 peso (De Sagastizábal 53). Al

que condesciende al desembolso extra, se le ofrece a la vez un objeto que dura y que luce. Sobre la importancia de

la bibliofilia en el cambio de siglo, véase el apartado 4 del primer capítulo y la bibliografía correspondiente.

18

Diego), se advierte una preocupación similar por ligar publicaciones periódicas y autónomas,

kiosco y librería. Dos de los emprendimientos principales, de origen bastante precario, siguen

un derrotero similar. En un primero momento, ofrecen textos literarios completos en

“cuadernillos” de publicación periódica, que el comprador tiene la opción de encuadernar al

acumular cierto número, obteniendo ipso facto un objeto durable, consultable, coleccionable.

Poco tiempo después, los dos se desdoblan en una publicación periódica de estructura más

moderna —textos breves y heterogéneos más ligados a la actualidad— y libros que ella

publicita para su adquisición en kioscos, librerías o por vía postal. Ediciones Selectas-América

(1919-22) se reinventa como revista Babel (1921-29) —a la que sucede La vida literaria (1928-31)—

y editorial BABEL (Biblioteca Argentina de Buenas Ediciones Literarias), que comienza a

publicar libros inéditos. Los cuadernillos de Los Pensadores (1922-24) se convierten en 1924 —

cuando el editor ya había comenzado a publicar separadamente colecciones de libros bajo el

sello de Claridad— en una revista: “Se inicia así una nueva era para esta vieja publicación con

la cual la Editorial Claridad ha realizado la mayor parte de su labor destinada a la divulgación

de obras literarias y científicas de autores de todos los tiempos y países” (Los Pensadores 101,

diciembre 1924); en 1926 (y hasta 1941) también la revista pasa a llamarse Claridad. Se ofrecen

en ella todo tipo de materiales —artículos, cuentos, poemas, etc—, buena parte traducidos; los

originales tienden a ser de autores que publica la editorial. En ubicación privilegiada —

retiración de tapa y de contratapa— va el catálogo de sus libros organizado en colecciones,

que cubren una enorme variedad temática: Los poetas, Biblioteca Científica, Teatro

Contemporáneo, Novelas de aventuras, etc. “Estas ediciones estarán en venta en todos los

Kioscos, puestos de periódicos, librerías del interior y estaciones de ferrocarriles y

subterráneo”, explicaban en julio de 1925. Poco después se ofrecen además por correo, contra

pedido directo a la editorial. Incluso un impresor —pero uno de los más prestigiosos: L.J.

19

Rosso20— tuvo varios años revista propia, a la que llamaba “revista bibliográfica”: La literatura

argentina (1928-37), que publicita abundantemente los diversos productos de su editor. Prima

en estas publicaciones un discurso de escasez y de aliento; como veremos enseguida, la crítica

y la reseña tienen en ellas (si alguno) un lugar muy menor.

Las editoriales que se fundaron en la coyuntura muy particular de fines de los años ’30,

muy diferentes de las anteriores, transformaron en poco tiempo la estructura y dinámica del

espacio literario. La Guerra Civil había diezmado la industria editorial española, hasta

entonces principal proveedora de los mercados latinoamericanos; la Segunda Guerra

prolongó las dificultades comerciales. Un influjo de editores peninsulares —iniciados en la

dinámica internacional que tomaba el negocio— y el aporte económico de un número de

figuras de la burguesía argentina, más la colaboración de ciertas condiciones

macroeconómicas y una mano de obra técnica e intelectual de origen variado, hicieron de

Buenos Aires en muy pocos años el principal productor de libros en español21, plenamente

integrado a las redes de intercambio internacional que eran un elemento fundamental de lo


20
Rosso, entre muchos otros emprendimientos, fue socio de José Ingenieros en la segunda época (1922-25) de La

Cultura Argentina, su colección de textos nacionales. Véase Degiovanni Los textos 157 (nota 29); también Pierini

357.
21
“El centro de la edición en castellano en las décadas de 1940 y 1950 estaba en Argentina” (Fernández Moya s/n).

Sobre la industria mexicana hay poca información estadística antes de los años ’60; Moisés Ochoa Campos, en un

artículo de fines de los años ’40, estimaba que “en 1930 se produjeron aproximadamente 50.000 volúmenes, y en

1943, 1.200.000. Las editoriales que funcionaban en México en 1930, sólo eran cinco; en cambio para 1944 ya

sumaban ciento dieciséis” (Moisés Ochoa Campos, “La industria del libro en México”, en Suma bibliográfica. México,

1947; citado por Brito Ocampo 32). En 1943 Argentina imprimió 28.400.000 ejemplares, es decir, 23 veces más. En

1952, España produjo 3.455 títulos (1.547 de literatura) y Argentina 4.257 (3.258 de literatura); para ese año Escarpit

no tiene datos sobre México. A modo de comparación, Estados Unidos produjo en 1952 4.423 títulos de literatura,

apenas 35% más que Argentina; en cuanto al total de títulos, en cambio, triplica a Argentina con 11.840 (Revolución

64-65 y 84-87).

20

que Robert Escarpit llamó “la revolución del libro”. En apenas un lustro, el número de títulos

“literarios y científicos” registrados en Argentina se sextuplicó; la cantidad de ejemplares

anuales llegó a multiplicarse por 17 del principio al final de los tres lustros que duró ese

liderazgo [FIGURA 1.7]; el 40% era destinado a la exportación. “En 1952 —escribió Pierre

Lagarde— Argentina produjo muchos más títulos de literatura que numerosos países

europeos” (Lagarde 148). Cuando por esas mismas fechas la competencia de México y la

recuperación de España hizo declinar los mercados externos, la editoriales argentinas —como

ha mostrado José Luis de Diego— se inclinaron por alimentar más decididamente el mercado

local.

A la proliferación inédita de títulos y ejemplares se sumó una línea editorial

crecientemente ecléctica, que tendió hacer convivir, bajo los mismos sellos, colecciones y

espacios de venta, títulos y por lo tanto públicos tenidos hasta entonces por incompatibles.

Clásicos de todo origen, maestros europeos, novedades precedidas de un éxito rutilante en

varios países, figuras del establishment argentino y de la “literatura social”, novelas ya

llevadas al cine, literaturas periféricas mediadas por la industria metropolitana, autores de

vanguardia consensuados por la crítica internacional, policiales de todo tenor, manuales de

autoayuda: un flujo crecientemente unificado iba ampliando la heterogeneidad de su caudal.

El “lector moderno” —había lamentado F.R. Leavis en 1930—,

is exposed to a concourse of signals so bewildering in their variety and number

that, unless he is especially gifted or especially favoured, he can hardly begin to

discriminate. Here we have the plight of culture in general. The landmarks

have shifted, multiplied and crowded up one another, the distinctions and

dividing lines have blurred away, the boundaries are gone, and the arts and

21

literatures of different countries and periods have flowed together (…)” (F.R.

Leavis 31)

La convivencia de estos textos, accesibles además con homogeneidad creciente en el

espacio de la ciudad, produjo una indiferenciación material inédita entre ellos. Este proceso

—que investigo en las prácticas editoriales (capítulo 1) y en sus efectos sobre la manera en que

los críticos imaginan el público lector (capítulo 2)— requirió la extensión, consolidación y

sofisticación de una infraestructura crítica cuya tarea principal es desigualarlos —

visibilizarlos, seleccionarlos, jerarquizarlos—, a la vez que a reelaborar y disputar los modos

de apropiación sin los cuales resultan ilegibles. Uso el término “infraestructura” en su

acepción más cotidiana, con la que referimos las cloacas, las rutas o la fibra óptica

interoceánica. “Infrastructures —las definió hace poco el antropólogo Brian Larkin— are built

networks that facilitate the flow of goods, people, or ideas and allow for their exchange over

space” (328). La expresión “infraestructura crítica” quiere indicar por lo tanto la

disponibilidad, regularidad, extensión, interconexión, jerarquía y autoconciencia de los

espacios donde se produce discurso crítico22. Menos que la cantidad, que no deja de ser

significativa, lo que el término enfatiza es que a partir de la transformación del espacio

literario de estos años, como nunca antes el discurso crítico se vuelve estructuralmente

22
Sobre la cuestión más general de si es posible “aislar” el discurso crítico, no pretendo ser más exigente que René

Wellek. Prefaciando en su octava década el quinto tomo de History of Modern Criticism —cuyos volúmenes finales

dictó desde su cama en un geriátrico—, volvía a preguntarse: “Is there such a subject as ‘criticism’ which can be

isolated from other activities of man, and does it show some kind of unity, focus, and continuity? I have answered

‘yes’ to both of these questions, though, for instance, Benedetto Croce in his early pamphlet Critica letteraria (1894),

and Eric Auerbach in a review of the first two volumes of my History of Modern Criticism denied that criticism is a

unified subject because of the ‘multitude of possible problems and crossings of problems, the extreme diversity of its

presuppositions, aims, and accents.’ I am content to answer that criticism is any discourse on literature” (Wellek

History xvii).

22

necesario para la circulación y distribución de los libros —junto con otros productos

culturales—, la elaboración y difusión de formas de apropiación, la constitución y

delimitación de comunidades de prácticas ligadas a su uso.

En la época que nos ocupa, la crítica se produce principalmente en publicaciones

periódicas, que en estos años o bien incorporan o amplían, regularizan y jerarquizan la oferta

de crítica, ante todo en la forma de reseñas23. Su variedad y heterogeneidad —como advertía

en 1956, con una candidez que lo distingue de sus contemporáneos, el crítico Salomón

Wapnir24— era representativa de la difusión históricamente inédita del discurso crítico:

Con limpia pasión y con independencia de juicio, El Mundo ha

incorporado a su edición dominical una sección bibliográfica; El Hogar publica,

en cada número, cuatro artículos firmados; Clarín, Noticias Gráficas y La Razón

mantienen, en día fijo, páginas que, pese a su limitación, alcanzan a emitir

juicio. La Nación y La Prensa podrían, por su importancia, asignar mayor

espacio y trascendencia a la producción literaria, pero cumplen una misión

informativa. Revistas como Atlántida, Vea y Lea y Mundo Argentino no están

ausentes, con su apreciación, somera pero precisa, de los últimos libros

aparecidos.

Las publicaciones especializadas consagran espacios, sin retaceos, a los

juicios críticos. Bastará con recorrer las páginas de Sur, del Boletín del Instituto

de Amigos del Libro Argentino, nutrido de material bibliográfico; Comentario,

23
A principios de los años 80, Nicolás Rosa escribía: “Las lamentaciones, verificadas en tantos niveles, de que

aparecen pocos libros de crítica, no toman en cuenta que ésta se ejerce ahora en otros ámbitos, en otros circuitos, y

los libros-objetos sólo resultan ser el efecto final de esta práctica fragmentada.” (Rosa “La crítica” 362)
24
Wapnir había nacido en 1904, había publicado numerosos volúmenes de crítica; había colaborado en Claridad y

había hecho la defensa del grupo de Boedo, de tendencia realista, social y de izquierda, que rodeaba la revista.

23

Davar, Plática, Gaceta Literaria, Libros de hoy y la más reciente, Ficción, para

convenir en que la preocupación crítica está presente en la inquietud espiritual

del momento. (Wapnir 41)

La Encuesta: la crítica literaria en Argentina, que realizó en 1963 Adolfo Prieto —un crítico

de los jóvenes más atentos a las transformaciones del espacio literario25—, si bien comparte la

preponderancia de la crítica escrita de circulación periódica, consigna una variedad todavía

mayor de espacios donde se produce discurso crítico. Su pertenencia a una misma “red” es

doblemente confirmada: primero, en que la asumen las preguntas, que Prieto dirige a una

veintena de críticos de toda acción y extracción26; segundo, en que varias de las respuestas

intentan distinciones y jerarquías. Es contra el horizonte de esa masa de enunciaciones, cual

sistema de la lengua saussuriano —siempre incompleto— que se vuelven legibles las

intervenciones particulares. La cátedra y el comentario radial; el suelto anónimo del

suplemento dominical o la revista masiva; el artículo académico, la reseña sesuda y

tendenciosa en una de las múltiples pequeñas revistas, los intentos de hacer crítica en la

incipiente televisión: aunque con sensibilidad diversa, el campo de disputa se muestra

receptivo a todo ese espectro de intervenciones. Pero el tono general de la Encuesta es todo lo

contrario de la satisfacción indulgente de Wapnir. Casi todos los encuestados, de hecho, están

convencidos de que la crítica literaria en el país, en rigor de verdad, no existe27. Prieto les

25
Sobre Prieto y su “generación”, véase el capítulo 2, en particular los apartados 1 y 4.
26
Daniel Link (“Historia de una pasión”) ofrece un análisis interesante de la encuesta y las divisorias entre sus

participantes (16-21)
27
Dice Oscar Masotta (1930-1980), uno de los más jóvenes: “¿Hay en nuestro país crítica literaria? Yo entiendo que

casi, no la hay. Existe abundantemente lo que llamamos ‘crítica cotidiana’, es decir, la crítica que diarios y revistas

especializadas y no especializadas publican en el momento de la aparición del libro” (70). Casi una década antes (en

1954), W.G. Weyland presentaba la misma idea como un consenso generalizado: “Afirmar que en nuestro país la

24

pregunta si ella reporta algún prestigio o beneficio económico; todos coinciden en que dinero

prácticamente no hay —“a pesar de insumir largas y fatigosas jornadas” (42)— y en que,

“[p]rofesionalmente, la crítica es una actividad que en la Argentina carece de todo prestigio”

(77). Salvo alguno de trayectoria larga que cree notar que lo “escuchan”28 (16), el resto coincide

en que su influencia sobre los escritores es indiscernible; en cuanto a los lectores, “[n]ingún

libro se vende o deja de vender entre nosotros por la crítica favorable o desfavorable” (Héctor

P. Agosti29 en Prieto Encuesta 11). Wapnir, con todo, no estaba meramente mal informado: era

esta perspectiva desoladora sobre la actualidad de la crítica lo que lo había impulsado a él —

crítico de larga trayectoria— a escribir su reivindicativo La crítica literaria argentina (1956).

Una nueva generación, de cuya labor es prematuro exponer un juicio definitivo

en su apreciación de conjunto y, aisladamente, en los valores personales, se ha

hecho presente negando, desconociendo o destruyendo la crítica literaria de

nuestros días (Wapnir 37).

Este “negacionismo” no se explica ni siquiera primeramente por las diferencias

conceptuales o políticas (mucho menos etarias) entre críticos nuevos y viejos. Lo que ha

crítica literaria no existe, equivale a repetir un lugar común que asume contornos de perogrullada. Se sobreentiende

que nos estamos refiriendo a la crítica en su acepción más noble. Porque no podemos atribuirles categoría de tal a

esas especies mostrencas, irresponsables (en cuanto anónimas) y desacreditadas que entre nosotros se cultivan

bajo las poco comprometedoras denominaciones de comentarios, notas y gacetillas” (Bibliograma 5 9). Volveremos

enseguida a la cuestión de la crítica anónima.


28
Las citas pertenecen a Héctor P. Agosti, Juan Carlos Portantiero y Enrique Anderson Imbert respectivamente.
29
Además de redactor de comentarios anónimos y reseñas firmadas —“por necesidades del oficio periodístico”

(Prieto Encuesta 11)—, Héctor P. Agosti (nacido en 1911) fue largos años una suerte de ideólogo cultural del Partido

Comunista Argentino. Encolumnar la venidera sociedad sin clases con la tradición “revolucionaria” nacional de 1810

y la Generación de 1837 fue una de las tareas que se autoasignó. Dirigió revistas (como Nueva Gaceta, 4 números

en 1949) y publicó libros como Defensa del realismo (1945) y Echeverría (1951).

25

cambiado es el tono hegemónico, que rige el tipo de actitud que corresponde tener ante un

cierto tipo de discurso o producción, lo cual nos habla a su vez de su estatuto. En la Encuesta,

ya las preguntas mismas30 —lo mismo que el prólogo que escribió Prieto— revelan una

actitud de exigencia radical. Para “existir”, se espera de la crítica no tanto su modernización o

su constitución disciplinaria como que produzca efectos sobre el espacio cultural, que sea

visible y eficaz31 , que acometa “el saneamiento literario que el país necesita”, según se

reclamaba a mitad de los ’50 en una de las revistas que analizaremos más adelante

(Bibiliograma 13 4). Son tan altas son las exigencias que resulta genuflexo mostrarse

mínimamente satisfecho en ningún aspecto. Su cumplimiento, por lo tanto, es un

acontecimiento mesiánico: “El advenimiento de un crítico es lo más difícil en la historia de las

letras y las artes de un país” (Juan Jacobo Bajarlía en Prieto Encuesta 2132 ).

30
El cuestionario se orienta en partes iguales a las condiciones (o presupuestos) y a los efectos de la crítica: “1.

¿Puede definir Vd. su actitud profesional ante el ejercicio de la crítica? Señalar el tiempo que le insume el ejercicio

de la crítica; los beneficios económicos que le reporta; el prestigio profesional que Vd. mismo le asigna, y el que le

asigna, en su entender, el medio ambiente. / 2. ¿En qué principios metodológicos sustenta su tarea de crítico?

Indicar los críticos argentinos o extranjeros de su preferencia, o que hayan influido en su formación. / 3. ¿Qué

influencia le asigna a la crítica actual sobre los autores argentinos? / 4. ¿Qué influencia le asigna a la crítica actual

sobre los lectores de literatura argentina? / 5. En su opinión, ¿qué órganos han realizado o realizan en nuestro país

una labor crítica positiva? / 6. ¿Cree que la crítica oral —radio, televisión— tiene más o menos importancia que la

crítica escrita?” (Prieto Encuesta 10)


31
Para el Prieto de la Encuesta, observó Link, “la eficacia social de la crítica es directamente proporcional a la

eficacia social de la literatura: a mayor circulación (producción y consumo de literatura), mayor posibilidad de un

discurso crítico” (Link 16). Véase también Montaldo, “Conquistas de la crítica”.


32
Borges había escrito en 1935: “A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares

que los buenos autores” (“Prólogo” a Historia universal de la infamia). El movimiento de “lector” a “crítico” es por

supuesto significativo.

26

En el prólogo, al igual que en su Sociología del público argentino (1956) —que analizo en

el capítulo 2—, es en parte ese mandato de exigencia el que lo lleva a observar la realidad a

través de la lente de una imagen ideal33 . Prieto, acusando en esto —a pesar del lugar histórico

tan diverso que le tocó a su generación— las “contaminaciones finales” del “mito” de la ciudad

letrada34 , encuentra esa imagen en el pasado: frente a ella, la crítica y la literatura actuales se

presentan bajo el signo de un declive que sin embargo, a contrapelo de las apariencias, sólo se

advierte bien entendido:

Después de 1930, la literatura parece perder importancia entre nosotros.

Entiéndase bien: se lee igual, y hasta probablemente más que antes, se leen

mejores libros, pero la lectura no parece importar otra cosa que el

entretenimiento, la simple información, o el elemento desencadenante de

profundas experiencias en lectores aislados y dispersos. (Prieto Encuesta 6)

La variedad de modos de apropiación era incluso más amplia: según había observado

él mismo en la Sociología, la costumbre de ostentar libros lujosos en los estantes, aunque no

fuera “oro de buena ley para la cultura literaria”, no dejaba de ser relevante para la literatura

por la “extraordinaria agilitación que este nuevo público ha impreso al movimiento editorial”

(80-1).

Esta notoria fracturación del campo de interés del fenómeno literario —

continuaba el prólogo— es la que relativiza y hasta vuelve prescindible la

figura del crítico. (….) la literatura, de acuerdo con todos los indicios, se

33
En los períodos en que su importancia alcanza “su más alto nivel”, “el crítico se convierte en el nexo obligado entre

la obra y la receptividad del lector. El crítico explica, sitúa, dice más y más derechamente de lo que dice el autor,

provoca discusión, y al multiplicar, con otro prisma, la imagen del libro, obliga al lector a multiplicar las vías de

acceso al mismo. (Prieto Encuesta 5).


34
Véase “Las contaminaciones finales del mito” en el capítulo 2.

27

manifiesta incapaz de imponerse a un conjunto coherente de lectores. (Prieto

Encuesta 6)

Tanto en su forma ideal como en su declive, Prieto enfatiza la “figura del crítico” como

individualidad mediadora35 . Pero si una crítica no vende un libro (o lo deja de vender), no es

menos cierto que la crítica forma parte de una infraestructura discursiva que cumple

funciones de importancia creciente para la circulación y el uso de los libros. Esa

infraestructura supone una sinergia masificada36 entre publicaciones periódicas y autónomas,

funcional precisamente a la fragmentación de los modos de apropiación que describía Prieto

para explicar la “prescindencia” de la individualidad crítica.

La obsolescencia del modelo anterior es en sí misma significativa: para un editor, tener

una revista propia destinada al lector —como hicieron Babel o Claridad en los años ’20— es

tanto más efectivo cuanto más homogéneo (“coherente” en el vocabulario de Prieto) se

imagine al público al que se dirigen los libros de la editorial. Esto no significa —como prueba

una revisión superficial del catálogo de Claridad— que los libros tuvieran alguna similitud

inherente, sino que se los supone —lo que es evidente en su caso— el soporte o bien de un

mismo uso, o bien de usos compatibles; es decir, usos que no se sirvan respectivamente como

límite y término de diferenciación37 . El modelo propio de la masificación se articula en cambio

a partir de un contrapunto tenso y (dependiendo de los casos) relativamente interdependiente

entre reseñas y avisos publicitarios, que apuesta de manera inversa a permitir la proliferación

35
El culto de la individualidad estaba presente tanto en la ideología liberal de la que creían alejarse como en la

filosofía sartreana que les servía de instrumento a ese fin.


36
Utilizo el término “masificado” en sentido cualitativo, para describir rasgos de los productos o vehículos dispuestos

para operar en un espacio masivo y heterogéneo.


37
Sobre la editorial Claridad y sus prácticas de publicación, véase el apartado 2 del capítulo 1 y la bibliografía

correspondiente.

28

de modos de apropiación diferentes y/o diferenciales. Esto es lo que hace (potencialmente)

cada publicación38 . Las reseñas y artículos críticos son lugares privilegiados para elaborarlos,

difundirlos y aplicarlos a los objetos concretos, como lo es también la imantación entre una

selección de objetos y contenidos más o menos heterogéneos (de consumo, de reflexión, de

posicionamiento) que da “identidad” a cada una. Esto es lo que pone en una posición difícil,

particularmente en este momento, a los diarios de gran tiraje como La Nación, que tiene por

algún motivo —nadie termina de comprender cuál—,

esa página bibliográfica mezcla de burocracia, método Ford y desembozado

vodevil —según calificaba Ismael Viñas, codirector de la revista Contorno, en

1953—, en la que se malgasta el raro papel existente39 en balbucear

anodinamente sobre cualquier publicación, nunca en más de diez líneas, sin

distingos de valor ni atisbos de jerarquía, o en la que se recomienda alguna

novela tan desconocida como ‘Luz de Agosto’ (…). (Centro 6 33-4)

Lo peor de Estado, del capitalismo y del pueblo se conjuga en esa modesta página:

torpeza, impersonalidad y mal gusto, incumpliendo así dos funciones urgentes: desigualar lo

existente y visibilizar lo nuevo. Aunque quedaron lejos de satisfacer las demandas —que se

reiteran en la Encuesta de 1963—, las secciones bibliográficas de los principales diarios

evolucionan durante los años ’50 en la dirección de estos reclamos.

A comienzos de la década, en suplementos parcamente titulados “Segunda sección”, y

que se quieren (a nuestros ojos) ostentosamente inactuales, La Nación y La Prensa publican

una media página de reseñas de un párrafo, con variación casi nula de tamaño; no llevan
38
Esto no impide que ocurran sinergías específicas, como la que algunos investigadores observaron, en los años

’60, entre los libros de la editorial Jorge Álvarez y la sección literaria del semanario Primera Plana, que dirigía Tomás

Eloy Martínez (Collado s/n)


39
Hubo períodos de escasez de papel en los últimos años del gobierno peronista.

29

título ni firma. “Algunos diarios dedican en sus secciones bibliográficas los mismos ocho o

diez centímetros de columna al mejor libro de poemas del año, que a un folleto de

contabilidad aparecido al mismo tiempo (…)”, protestaba en 1955 el novelista Bernardo

Verbitsky (Bibliograma 9 4). En efecto, se mezclan entre sus bibliográficas libros que hoy

llamaríamos de “interés general” (literatura, ensayo, etc) y libros “técnicos”: “El plombaje con

material plástico”, del Dr. Fernando Alberto Médici o “Derecho administrativo (IV)”, de

Benjamín Villegas Basavilbaso. Es casi imposible que un libro de edición reciente merezca un

artículo, con lo cual —corresponde notar— el suplemento más bien afirma su autonomía

respecto de la temporalidad del mercado40.

“¿Cuándo veremos a Luis Emilio Soto, a [Antonio] Pagés [Larraya], a Joaquín Neyra y a

otros de parecida talla y competencia, prestigiar y responsabilizar con su firma las secciones

que nuestros diarios y revistas dedican a discernir la gloria literaria?”, se preguntaba W.G.

Weyland en 1954 (Bibliograma 5 9). Pues bien: paso a paso. Hacia mitad de la década, La Nación

—el diario tradicional de la oligarquía terrateniente, que había dado de su entraña la élite

literaria y todavía hacía una ética de mantenerse igual a sí mismo— suma a las reseñas de

“Libros recientes” un recuadro de “Obras recibidas”, donde se menciona únicamente título,

autor, editorial y páginas de otras dos decenas de novedades. Hacia 1957 ya han sumado un

artículo regular bajo el encabezamiento “Editoriales y autores”, que ofrece —con la firma

E.J.M— noticias de publicaciones recientes o próximas. Hacia el final de la década no sólo han

extendido bastante el tamaño de las reseñas y reducido la cantidad —menos de 10 libros

reseñados contra los más de 20 habituales al comienzo—, sino que ahora cada domingo una

de las reseñas sale convertida en artículo, es decir que lleva título y firma de autor: “Un

40
Sobre la relación entre la temporalidad del mercado y la de las publicaciones culturales, véase el apartado 2 del

capítulo 3.

30

panorama de nuestro sainete”, de Octavio Hornos Paz, reseña El sainete criollo de Tulio Carella

(16/3/58); “Nuevos mundos mentales”, de Roberto García Pinto, comenta El nuevo mundo de la

mente, del psicólogo norteamericano J.B. Rhine, recién publicado por Paidós (23/3/58).

La sección de reseñas de La Prensa —que había sido expropiado en 1951 por el

gobierno peronista— se transforma notablemente en 1956, con la renovación total que recibe

el diario al ser devuelto a sus antiguos dueños después del golpe de Estado. Antes de eso había

sufrido un cambio menor: el recuadro titulado “Babel de papel / Libros - Autores - Juicios” —

que incluía media docena de noticias del mundo literario y unas pocas reseñas breves— había

dado paso a un recuadro exclusivo para las reseñas, “Libros - Comentarios”, muchas de las

cuales, aunque no tenían título ni firma, venían acompañadas por la imagen de la tapa del

libro en cuestión. A partir de la renovación, las reseñas ocupan la página entera, sin recuadro.

La primera reseña es siempre una nota: no sólo lleva título y firma, sino que al final un

pequeño recuadro detalla la trayectoria del firmante41; puede haber incluso una o dos reseñas

más jerarquizadas en algún lugar de la página mediante título y firma. En los años siguientes

le encargan la primera nota a algunos de los críticos de prestigio más incuestionable y de

actuación académica: Roberto F. Giusti (1887), Raúl H. Castagnino (1914), Antonio Pagés

Larraya (1918), Juan Carlos Ghiano (1920) —todos ellos invitados luego a la Encuesta de

Prieto—, entre otros. El largo promedio del resto de las reseñas es mucho mayor, y muchas

van firmadas con iniciales; la cantidad de datos consignados ofrecen ahora al lector iniciado

nuevos elementos de diferenciación: “Prólogo de Luis Emilio Soto. Edición del Instituto

Amigos del Libro Argentino. Colección Cuadernos del Instituto, que dirige Aristóbulo

Echegaray. Talleres Gráficos Artec. Buenos Aires. 87 p.” (9/8/59). Junto a las reseñas, una

41
Jerarquizar sus firmas, por supuesto, era también una estrategia para lavarle la cara al diario después del oprobio.

31

sección de “Libros recientemente publicados” llega a mencionar más de 30 títulos con sus

respectivos datos42.

El proceso por el cual estos suplementos aceptan progresivamente su parte en la tarea

de intervenir de manera más decidida en el mercado —como les exigían los críticos y

escritores— es a la vez, por supuesto, el proceso por el cual se impone en ellos la temporalidad

mercantil. Durante estos años de transición, sin embargo, su tragedia coyuntural es

probablemente no dejar a nadie satisfecho.

Esa evolución y esa pequeña tragedia se advierten también en la necesidad y

dificultades de la sección bibliográfica de La Nación por incorporar el género literario más

polémico de la década (y a sus crecientes lectores), en tanto se lo suponía promotor de un

modo de apropiación particular: el policial, adalid de la causa del entretenimiento. El policial

era sospechoso de instintos bajos para todo el espectro “ilustrado”43; para los críticos jóvenes

que hacían las revistas donde se renovaba la crítica literaria, el policial era además —por el

42
La misma orientación se advierte también en una de las nuevas secciones literarias de estos años que alcanzará

mayor renombre y prestigio en los años siguientes: la del diario La Gaceta, de la provincia de Tucumán, que aparece

en 1949 irregularmente y en forma estable desde 1956. Ana María Risco, que la estudió, dice de la primera época:

“La prioridad está otorgada a la crítica bibliográfica y al comentario de libros breve” (318)
43
Las excepciones individuales y famosas no hacen sino probar el consenso general: Borges y Adolfo Bioy Casares

—que fundaron la colección El séptimo círculo en la editorial Emecé en 1945—, o Rodolfo Walsh, que tradujo y

compiló cuentos policiales para Hachette, donde en 1953 publicó los propios.

32

tipo de efectividad especulativa que valoraba, por el tipo de lector que prefería44— término

diferencial contra el que se definían los modos legítimos45.

En 1953, La Nación sostiene la validez de una cierta novela policial —“El caso de la

joven alocada”, de Michael Burt, publicado en la colección El Séptimo Círculo— en razón de

su exceso respecto del género: “la historia criminal no es un simple juego de acertijos, de

celadas y de persecuciones, sino la trasposición de la lucha eterna que se libra en un plano

trascendente”; “Michael Burt tiene un ingenio caudaloso y es algo más que un simple autor de

charadas policiales” (8/3/53). Cuatro años después da un paso pequeño pero significativo: a la

vez reconoce y toma distancia del género, al reducir la reseña a la comparación “objetiva” —

sin experiencia de lectura— entre la nueva novela y el conjunto de reglas que le habrían

servido de modelo. Es verosímil que esta solución no dejara conformes ni a los amantes ni a

los detractores del policial. Como notable condición final para juzgarla de manera autónoma

(aunque subordinada), La Nación le exige que no se meta con la verdadera literatura:

“Esta nueva muestra del tan difundido género policial presenta un planteo

original e interesante, aunque el carácter religioso de la protagonista torne un

tanto ilógico el argumento. Sin embargo este detalle seguramente no ha de

molestar a los afectos a este tipo de obras, que apreciarán, en cambio, la

claridad del desarrollo y el bien llevado hilo de la intriga. No existen detalles

innecesarios y el lenguaje tiene fluidez. Un desenlace sorpresivo y bien logrado

44
Borges observó famosamente que Edgar Allan Poe no inventó un género sino un tipo de lector, que al saber que

el Quijote “no quiere” acordarse del lugar de la Mancha donde nació, se pregunta desconfiado: ¿por qué no

quiere…? La novela intensa, auténtica y profundamente humana que se promovía en muchas de las pequeñas

revistas —Contorno entre ellas— aspiraba a un lector de disposiciones opuestas.


45
Así el propio Adolfo Prieto, tanto en su libro sobre Borges (1954) como en la Sociología del público argentino,

descarta el policial y otros géneros masivos como “infraliteratura”.

33

acentúa la bondad del libro, ya que esta virtud es una de las esenciales en el

género, y suele ser en este punto donde decaen otras creaciones. La galería de

los personajes es la habitual: el detective aficionado (en este caso ‘Sor

Angélica’), el investigador oficial y el hombre de ciencia que ayuda a

desentrañar alguno detalles. En conjunto constituye una pequeña obra de

cierta calidad, que no pretende introducir elementos de tipo intelectual

superior”. (reseña de “Sor Angélica Detective”, de Henry Catalán, 3/3/57)

En las pequeñas revistas —donde se originaban las críticas a los diarios—, aún las más

pequeñas e independientes presentan cantidades crecientes de avisos del sector, a la vez que

ofrecen a la reseña una centralidad, una jerarquía y una autoconciencia inéditas. La

temporalidad reseñística acaba de hecho por capturar, de un modo que hubiera parecido

inverosímil dos décadas antes, la orientación general de estas publicaciones. No sólo imponen

y se impone en ellas la lógica de la novedad, ya prestigiada por la modernidad artística; se

trata ahora fundamentalmente de la novedad accesible al lector, lo cual es otro modo de

referir, en su sentido más concreto, la temporalidad del mercado46. En 1962, cuando se publicó

Las revistas literarias argentinas (1893-1962), debía resultar ya evidente que a pesar de la vida a

menudo efímera y marginal de la mayoría, el conjunto —como indica la metáfora circulatoria

que propone el prólogo— constituía un “flujo” continuo:

46
Véase en el capítulo 3 un caso ejemplar durante este período: la revista de vanguardia Letra y Línea (1953-54).

Fuera de los límites de esta tesis, esta tendencia adquiere su consumación más flagrante en Los libros (1969-74), un

mensuario fundamentalmente de reseñas redactado por críticos de altísima formación teórica, fecunda voluntad

modernizadora y (en medida creciente) explícitas aspiraciones revolucionarias. Fundado por Héctor Schmucler,

tomaron luego la dirección Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano y Ricardo Piglia.

34

Sólo muy pocas perviven sobre el camino de las dificultades financieras, el

silencio o la indiferencia. Todas, en su esfuerzo conjunto y permanente

alimentan la arteria profunda del proceso cultural argentino. (Lafleur et al. 33)

Eso decían sus tres autores al presentar la primera edición, en el contexto de un

prólogo donde se lee todavía la necesidad de justificar la legitimidad de la “revista literaria”

como objeto de rescate y de interés crítico. Ellas tenían, según sus autores, “un significado

antológico sobre el tiempo que pasa”; una cita de Alfonso Reyes las confirmaba como

“antologías cruciales” (33). De manera significativa, definían los límites de su objeto por una

inmanencia doble, dada por la cohesión de sus miembros y por su autonomía: “revista

literaria” era toda “exteriorización de un grupo, conjunto o cenáculo de intelectuales que

buscan a través de ellas la difusión de su mensaje, libres de objetivos comerciales y al margen

del presupuesto oficial” (34). En la segunda edición actualizada hasta 1967, que se publicó

apenas un lustro después —agotada la primera “en pocos meses”—, el tono es menos

apologético, mucho más enfático. Si antes las revistas miraban hacia el pasado —por su

cualidad antológica— y eran pequeñas venas que confluían impersonalmente en la arteria de

la cultura nacional, valorables todas (se deduce) por tu aporte variable a ese objetivo común,

el nuevo prólogo llama a escrutarles individualmente el tono y el contenido, porque ante las

exigencias del “combate” que les exige el país, el derecho a existir no se da por descontado:

Para concluir, permítanos el lector arriesgar una opinión: las revistas pueden

ser efímeras y mortales, pero su constante renacer las hace imprescindibles e

inmortales. Y es fundamental saber cuál es el tono de su voz y el por qué de su

contenido. Creemos que ahora, aquí y para un futuro inmediato, ninguna

revista literaria tiene derecho a existir si no está dispuesta a combatir; destruir

concienzudamente los últimos escombros de un país “demorado”, como lo ha

35

denominado precisamente una revista literaria; pulverizar esquemas viejos y

falsos y agitar, promover, inventar, recrear y rescatar la imagen de un antiguo

Dios, cuyo rostro es el rostro verdadero de una comunidad que pugna por

encauzar su destino. (Lafleur et al. 36)47

Del elogio masivo al escrutinio minucioso los arrastra en cierta medida el contexto

inmediato: es noviembre de 1967 y el golpe de Estado del año anterior instaló una dictadura,

intervino las universidades, sistematizó la censura; la politización de la cultura y la

radicalización de la política están a la orden del día. En un lustro, Lafleur, Provenzano y

Alonso han hecho el cambio de actitud que el ánimo general venía experimentando desde la

década anterior: de saludar cualquier “esfuerzo” como denodada acción patriótica a ponerlos

bajo sospecha. El proceso venía de atrás: las revistas literarias habían hecho un in crescendo

marcado de beligerancia durante los años ’50. En el camino habían dejado —como veremos

en el último apartado— un reguero nunca visto de rappels à l’ordre y “herida[s] hecha[s] a la

vanidad” (Letra y Línea 2 16).

La propia función “antológica” de las revistas había cedido así parte de su

protagonismo ante las exigencias más inmediatas del combate. “Pocas veces han adquirido

entre nosotros tanta difusión el ensayo y la crítica literaria”, observó en 1957 Juan Carlos

Portantiero (citado en Avaro y Capdevila 16). La mayoría de ellas daba en efecto un lugar

central, cuando no casi excluyente, a la crítica y la reseña; su visibilidad y repercusión —

potenciadas por su actitud polémica y por la red intertextual que construyeron— fue

notablemente veloz. Ya a comienzos del ’56, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal —a
47
La primera edición, de 1962, es de Ediciones Culturales Argentinas. La reedición actualizada, de 1968, sale por

Centro Editor de América Latina; esta última fue reimpresa en 2006 con prólogo de Marcela Croce. Washington

Pereyra publicó recientemente un nuevo catálogo con criterio más abarcativo, imágenes y glosas, La prensa literaria

argentina 1890-1974, en varios tomos.

36

quien no podemos suponerle ni debilidad por la revuelta ni animosidad particular contra los

autores atacados48— publica cuatro artículos largos sobre el tema en el semanario Marcha de

Montevideo; compilados en libro antes de fin de año, se vuelven referencia habitual en los

debates de los años siguientes. Monegal advierte que la renovación literaria argentina está

comenzando por la crítica, donde se anuncia el declive de las figuras y publicaciones que

ocupan entonces un lugar de prestigio y dominio en el campo literario: Eduardo Mallea,

Ezequiel Martínez Estrada y Jorge Luis Borges, el suplemento cultural del diario La Nación

(que dirigía Mallea), la revista Sur (de la cual Mallea era co-fundador y los tres más o menos

frecuentes colaboradores). Algunos de esos críticos se autodenominan “nueva generación”;

Monegal, acicateado por la lógica del parentesco, los bautiza “parricidas”.

Según indica el consenso bibliográfico, es en las revistas, que eran los espacios de

intervención más dinámicos —por su naturaleza y por el uso que se haría de ellas—, donde

“irrumpe la crítica” desde comienzos de los años ’50. Este fenómeno ha merecido

recientemente que lo consideren elemento definitorio de un período de la propia historia de

la literatura. El volumen 10 de la más reciente Historia Crítica de Literatura Argentina, que fue

sin embargo —tal vez por casualidad— el primero en publicarse, se titula en efecto “La

irrupción de la crítica”, consagrando la idea de una tabula rasa que ya había lamentado

Salomón Wapnir.

Mediante el término irrupción —explica en la introducción su

directora— se enfatiza el surgimiento impetuoso y simultáneo de actitudes

cuestionadoras que avanzaron sobre las distintas áreas de los saberes y de la

sociedad en un movimiento acelerado y envolvente. (…) Al mismo tiempo, la

48
Si hay en él alguna parcialidad, sería en todo caso en solidaridad con la reivindicación del discurso crítico que

estas revistas suponen.

37

palabra irrupción conlleva la idea de ruptura que puede señalarse como nota

común a las diversas propuestas actuantes respecto de lo que constituía la

tradición o las formas naturalizadas de lo establecido marcando un evidente

punto de viraje que, en el campo de la literatura, lleva a concebirla, hacerla y

leerla de un modo radicalmente diferente.

Estas operaciones se ven claramente en la práctica realizada por los

integrantes de la revista Contorno, que aparece aquí como momento inaugural

de la irrupción de la crítica (…). (Cela49 7)

El término “crítica”, como es evidente, está utilizado con ambigüedad deliberada para

referir a la vez la crítica literaria y “actitudes cuestionadoras” más amplias; pero lo que vuelve

relevante esta emergencia para una Historia de la literatura es que esas actitudes se inscriben

en el discurso de la crítica literaria —como en el caso de Contorno (1953-59)—, y de ese modo la

jerarquizan y la transforman.

Una “antología crítica” aún más reciente, que compila y sitúa un conjunto de

intervenciones que sus autoras juzgan representativas de la significación histórica de

Contorno, se ve obligada a reproducir artículos que sus colaboradores publicaron en ocho

revistas de los años ’50, con “referencias textuales” a otras diez: esto nos habla del grado de

interconexión de estas pequeñas publicaciones, cuya lectura —como veremos— produce el

efecto de un tejido denso50.

49
El director general de la Historia Crítica de la Literatura Argentina, Noé Jitrik, fue uno de los colaboradores de

Contorno.
50
“Se han seleccionado artículos de las siguientes revistas: Buenos Aires Literaria, Centro, Ciudad, Contorno,

Ficción, Fichero, Las ciento y una y Liberalis. También se hacen referencias textuales a artículos publicados en

Comentario, Cuadernos de Cultura, Gaceta Literaria, Marcha, Plática, Poesía Buenos Aires, Polémica literaria, Sur y

Vigilia, además del diario La Nación” (Avaro y Capdevila 14).

38

“‘punto de viraje’, ‘salto cualitativo’; ‘ruptura’, ‘irrupción’ —enumeran Avaro y

Capdevila—: en estos términos ha sido pensada la tarea modernizadora de los

denuncialistas51, a partir de la cual se le concede un sitio inaugural en la historia

de la crítica en nuestro país. Ya sea que se la refiera al plano ‘ideológico’ —para

algunos, modificaron las ideas sobre la literatura y su relación con la política—

o se la remita al de la metodología —para otros, favorecieron el desarrollo de

nuevas técnicas de análisis—, lo cierto es que la modernización operada sentó

las bases de una sociología literaria que en años posteriores alcanzó desarrollos

relevantes”. (Avaro y Capdevila 12)

La efectividad de la tarea que llevaron adelante es incomprensible si no se advierte la

transformación estructural de la plataforma que utilizaron, demandada por las nuevas

condiciones del espacio literario —cuyo desarrollo sigue en más detalle el capítulo 1— y por

las nuevas funciones que debía cumplir, como veremos en el próximo apartado.

51
Nueva enumeración: “‘Generación del 45’; ‘joven generación’; ‘nueva generación’; ‘denuncialistas’; ‘el grupo

Contorno’; ‘contornistas’. Esos fueron algunos de los nombres con los que se identificó al grupo de intelectuales que.

en los primeros años de la década del 50, se propusieron como meta la formación de una nueva izquierda cultural.

Como resultado de la tarea emprendida para lograrlo definieron una figura de intelectual comprometido, inédita en

más de un sentido en la Argentina, en la que se conjugaban una impronta fuertemente moral, casi voluntarista, y una

firme inclinación a considerar las condiciones de su propia contemporaneidad a partir de una revisión minuciosa del

pasado nacional” (Avaro y Capdevila 15).

39

3. Estrategias para entrar y salir del mercado

Al aparecer en 1928, La literatura argentina —la revista bibliográfica del editor L.J.

Rosso— prometía ocuparse de todo lo concerniente al libro, aunque con una salvedad:

“Dejaremos a los críticos la tarea de discutirlo. A nosotros nos interesa fomentar la fecundidad

del ingenio, como al buen agricultor le interesa aumentar la feracidad del suelo” (s/n)52. A los

editores de la revista Señales —que comienza a salir en 1949— les preocupa igualmente la

fecundidad, pero por razones opuestas: “El alud de publicaciones nos arrolla. El tiempo es

corto, no se puede perder. Hay que elegir, pues, para no errar el camino ni desperdiciar el don.

Elegir porque se tiene la responsabilidad de leer” (citado en Pereyra 452).

Entre fines de los ’40 y principios de los ’50 aparecen tres publicaciones

independientes de “orientación bibliográfica”, según el subtítulo de una de ellas53: además de

Señales, Libros de hoy y Bibliograma. Las tres diagnostican un mercado saturado, de visibilidad

muy baja, frente al que se ofrecen como instrumento. Libros de hoy —que aparece en 1951 bajo

el eslogan “Books of To-day - Libri d’Oggi - Livros de Hoje - Livres d’Aujourd’hui - Bücher von

Heute”— tiene un perfil internacionalista:

Buenos Aires, una de las capitales de más intensa actividad editorial del mundo,

no dispone actualmente de una revista especializada que informe de los libros

que se publican en el país y en el extranjero. Ha habido y sigue habiendo

excelentes publicaciones periodísticas que cumplen esa misión con respecto a

52
Por otro lado, como advirtió Margarita Pierini, en La literatura argentina “[c]asi no hay otras publicidades; alguna de

máquinas de escribir, muebles de oficina, y no mucho más” (355).


53
A partir del número 90, la revista Señales se subtitula “revista de orientación bibliográfica”; el anterior era “En la

ruta de nuestra cultura” (Pereyra 452-3).

40

determinados sectores de cultura; pero faltaba una publicación de mayor

amplitud, destinada al lector general (12).

Poniendo “en contacto permanente a autores, editores, libreros y lectores”, Libros de hoy

aspira a cubrir las necesidades de todos los eslabones de la cadena editorial:

“LIBROS DE HOY se distribuirá por todos los países latinoamericanos

ofreciendo así a autores y editores la seguridad de que sus producciones serán

conocidas, a través de comentarios constructivos, por el público a quien están

destinadas; a editores, un vehículo ideal que llevará su producción a

conocimiento de los más interesados en adquirirla, a su vez que informaciones

susceptibles a ensanchar sus actividades; a los libreros, un instrumento de

consulta al día que les permita enterarse rápidamente de los datos

indispensables para la mejor eficacia de su tarea; al público, en fin, la

información no sólo literaria, sino bibliográfica en general, que pueda servirle

de orientación en sus adquisiciones y lecturas”. (12)

Se trata, podemos decir, de una solución propiamente liberal para un mercado

saturado: crear un espacio donde estén todos representados y volver accesible la información

a nivel horizontal y vertical, de modo que la visibilidad sea idealmente completa. Cada

participante podrá tomar entonces una decisión racional informada. Pero lo que estaba

haciendo falta, como muestra la parábola de los diarios grandes, no era únicamente

información: dirigirse a ese “lector general” abstracto —por la variedad misma de modos de

apropiación visibles— iba resultando cada vez menos efectivo.

La tercera revista bibliográfica de estos años sale inicialmente como “Boletín del

Instituto Amigos del Libro Argentino” en junio-julio del ’53, un trimestre antes que Contorno y

41

Letra y Línea; desde fines de ’56 circula brevemente como “Bibliograma”54. La casi totalidad de

sus páginas —que aumenta de 16 a 64 en los primeros dos años— está dedicada al comentario

de novedades literarias de autor casi siempre argentino, en forma de artículos, reseñas por

género, “libros recibidos”; el resto, a aquilatar los desafíos y elaborar el malaise general que les

producía a los escritores locales —particularmente los de izquierda, que pertenecían por lo

general a las clases medias en ascenso— la conversión del libro en mercancía masificada. A

pesar de la neutralidad de los nombres, sin duda estratégica, la revista tiene cierta línea

estética vinculada al realismo, a la representación de los humildes, en algunos casos católica y

nacionalista, en general más miserabilista que revolucionaria; pero se trata ante todo de una

revista tolerante y cordial, donde priman las reivindicaciones proteccionistas para el libro de

autor argentino. Varias de sus firmas, empezando por la del director —Aristóbulo Echegaray

(1904-1986)— eran frecuentes en la revista Claridad, de la que hereda la estructura anárquica y

una retórica de solidaridad entre camaradas por una causa común.

Nada de lo humano le era ajeno al socialismo internacionalista de Claridad, según

observó Graciela Montaldo; pero la crítica literaria y en particular la reseña tuvieron un lugar,

si bien variable a lo largo de su dilatada y más dinámica historia, siempre menor. En el

número 242, de enero de 1932, hay por ejemplo dos reseñas. La primera empieza por impugnar

la actividad que está por acometer: “Si el erudito improductivo es el usurero capitalista de los

bienes culturales, el crítico de arte suele ser algo peor aun: el disector de las obras y esfuerzos

ajenos. (…) nunca nos han atraído ni la crítica ni los críticos, cuando ambos se erigen en

profesión sistematizada, en tendencia, en costumbre, en vicio” (s/n). El artista trabaja, igual

54
“¡Oh qué nombre feo!”, opinó el crítico Roberto Giusti en una carta de solidaridad que reprodujo la revista

(Bibliograma 15 55). En adelante lo utilizo como nombre genérico para todos los números. El Instituto también

publicaba libros.

42

que el obrero; el crítico (como el burgués) lo parasita. Ernesto Giudici55 firma esta reseña en

Montevideo, donde nos explica que está exiliado; ahí conoció al autor del libro. La otra, de

Héctor P. Agosti —que será años después el principal ideólogo cultural del Partido

Comunista— sobre una novela de Boris Pilniak, lleva al pie: “Cárcel de Villa Devoto.

Diciembre de 1931” (s/n). Sólo la imposibilidad de actuar —parecería— justifica entregarse al

comentario.

Bibliograma, en cambio, digiere todos los formatos de artículo con la condición de que

reseñen un libro reciente o reeditado, anuncien uno que está al salir o ponderen las

dificultades concretas que enfrenta el escritor argentino para insertarse en el mundo editorial.

La preocupación por el “libro argentino” (al que declaran amistad) y más precisamente por el

libro de autor argentino, no se extiende sin embargo a la cuestión de la “literatura nacional”; o

acaso la distancia antaño incesantemente conmensurada entre ésta y la que no lo era, ha sido

remplazada ahora por otra dicotomía, que requiere otra escala de medición. Bajo el título

significativo de “Las dos literaturas”, en la tapa del número 5, el novelista y crítico Roger Pla

conceptualiza la nueva dicotomía ordenadora: “¿Qué diferencia específica existe entre la

literatura de creación —la llamada "gran" o "verdadera" literatura— y la comercial?”

(Bibliograma 5 1).

Pensando en esto, me parece que la tal diferencia específica entre ambas

literaturas cobra violento relieve si se considera que ellas configuran distintas

bases psicológicas —y podría decirse sin temor, metafísicas—, para cada una de

estas actividades. En otros términos, el autor, el hombre, el escritor que

produce cada uno de estos tipos de libros —sea cual fuere la “calidad” que logre

55
Entonces militante socialista, exiliado después del golpe de Estado de 1930, Giudici (1907) fue colaborador de

Claridad y editorialista del diario Crítica; en 1934 se une al PC (Kohan 135).

43

en ellos— pertenece a distintos “tipos psicológicos” casi siempre —pues hay,

bajo presiones económicas, deslices frecuentes del primero al segundo—; y

siempre, de modo invariable, una actitud psicológica radicalmente opuesta.

Podría decirse que mientras la literatura de creación (vamos a llamarla así), es

siempre un problema del ser, la literatura comercial es un problema del mero

hacer. (Bibliograma 5 2)

La primera consecuencia que saca Pla es notablemente para el estudio literario:

Sociología de la novela de Roger Caillois, que considera las novelas de Ponson du Terrail junto

con las de Balzac, las de William Faulkner lado a lado con las de Edgar Wallace, a la vez que

“toda conclusión sociológica —o de cualquier otro tipo— que se saque de ellas

considerándolas como un todo homogéneo, ha de invalidarse por la simple razón de que son

heterogéneas” (2).

Sin embargo, los signos que en apariencia permitirían delatar una y otra psicología

reciben algunos matices en notas posteriores de la revista, lo cual los vuelve sin duda más

difíciles de distinguir. En el número 9, el novelista Bernardo Verbitsky —responsable durante

años de la sección bibliográfica del vespertino Noticias gráficas— sale a discutir las objeciones

que se vienen haciendo de boca en boca a los “coloridos afiches” que anuncian por esos días

las novelas de un escritor argentino: “no pocos escritores creen que cualquier publicidad es

indeseable”; él, en cambio, no cree “que en sí misma su actitud sea censurable”56. (…) las cosas

han llegado a un extremo tal que tampoco puede aprobarse la actitud contraria, la pasividad

total de los escritores frente al problema de difundir la propia obra. Hay que hacer algo,
56
“Consideran muchos que es una propaganda excesiva para tan noble mercadería como es el libro. No he tenido

aun la oportunidad de leer los de Dante Sierra y de este modo sólo puedo pensar que si son buenos, esa publicidad

nos beneficia a todos, y a todos nos perjudica si son malos. No creo que en sí misma su actitud sea censurable”

(Bibliograma 9 3).

44

aunque no sepamos bien qué es posible hacer” (Bibliograma 9 3). En el número 15, a Julio A.

Como se le ocurre una cosa que es posible hacer: ofrece rudimentos de psicología publicitaria

para volver “el título de los libros” más atractivo. Inevitablemente se hace eco de la inquietud

que su propuesta tenía que causar entre los lectores:

¿Debe privar el criterio mercantil o artístico cuando se estructura el título?

Entendemos que el período de la torre de marfil ya ha desaparecido para el

autor. Su mensaje ha de llegar a más lectores en el menor tiempo. Por ello, el

título será esencialmente mercantil, pero no a costa del contenido o del engaño

al lector. (Bibliograma 15 28)

La comparación es por supuesto insidiosa: afuera de la torre de marfil —de la que

abjura ferozmente una revista de izquierda como Bibliograma— creíamos que estaba la lucha

de clases, no una clase de marketing.

Pero esto que impacta como discrepancia —entre Pla y Como—, o en todo caso

contradicción en el seno de la revista, supone tal vez una estrategia menos esquizofrénica de

lo que parece, o en todo caso deliberadamente esquizofrénica: estrategias para entrar y salir

del mercado. Por un lado, procedimientos de mercantilización para poner en circulación la

escritura; por el otro, procedimientos de desmercantilización como modo de apropiación.

Algunas reseñas ilustran puntualmente esta segunda operación, al empezar de manera muy

clara por arrancarle el texto al packaging: “Imposible comentar este primer premio Emecé

1955 [Tierra de nadie, de Federico Peltzer], sin referirse al texto de su inevitable y anónima

solapa”, empieza una (Bibliograma 13 32). Otra, aparecida en la revista De Frente, después de

afirmar que “discrepamos con la calificación de ‘genial escritor’ que arriesgan los editores”

para Ramón Gómez de la Serna, propone incluso definir la función de la crítica en relación

con los discursos del marketing editorial: “Toca a la crítica literaria ejercer una labor de

45

policía, procurando restablecer la justicia en la adjudicación de adjetivos” (De Frente 65 33,

6/6/55). Se consagra así la sinergia entre discurso publicitario y discurso crítico: al distanciarse

de lo que podríamos llamar “modo de apropiación sugerido” por el editor —parafraseando el

más común “precio sugerido”—, la reseña crea el espacio para desarrollar otros.

Exagerando muy poco, se podría decir que “crítica literaria”, en la entonación militante

que conlleva en un número grande de revistas de estos años, es el nombre genérico que toman

esas estrategias de desmercantilización. La primera preocupación de Bibliograma no es ya,

como hubiéramos esperado años atrás, ni la falta de editores ni la carencia de público, ni

siquiera el desinterés de editores, libreros y lectores —una queja contemporánea— por la

literatura argentina57. Lo que obsesiona a la revista es precisamente el funcionamiento de la

infraestructura crítica, y ante todo el flagelo de la “crítica anónima”, que simboliza

precisamente la conversión del espacio crítico en infraestructura; después de todo, la reseña

sin firma había tenido hasta entonces una existencia larga y muy poco polémica58. Los

artículos sobre este tema se suceden, ocupando siempre las primeras páginas: “Ventura y

desventura del crítico”, de López de Molina (número 8); “Frente a la crítica”, de Norma Dumas

(número 11); “Sobre la crítica firmada”, de Raúl Larra (número 12); “Pequeña crónica sobre la

camarillas literarias”, de Max Dickmann (número 12); “Crisis de la crítica literaria”, de Horacio

Esteban Ratti (número 13); “Crítica y literatura”, de Celia de Diego (número 13); “Recuperación

de la crítica”, de Luis Emilio Soto (número 14); “La crítica anónima”, de Álvaro Yunque

(número 15), etc. Todos están convencidos, igual que Larra, de que “hay que terminar con la

gacetilla anónima tras la cual se esconden los resentidos, los venenosos, los serviles y
57
Para resolver este problema la revista se contenta con algunas viñetas superyoicas: “ES SU DEBER MORAL DE

LECTOR COMPRAR Y LEER LIBROS DE AUTORES NACIONALES.” (Bibliograma 6 25); “ES SU DEBER DE

LIBRERO EXHIBIR Y PROPAGAR LA LITERATURA ARGENTINA” (Bibliograma 8 19)


58
Por eso en la Encuesta de Prieto algunos opinan, contra el consenso general, que la firma no es la panacea.

46

genuflexos” (4). Pero “abolir de raíz el feo vicio del comentario bibliográfico anónimo” (Ratti)

era sólo la mitad del problema. La otra mitad era jerarquizar la firma:

Quizás las literaturas evolucionadas pueden permitirse el lujo de contar con

una dotación de especialistas, depositarios de la confianza del autor y el lector

así como también investidos del rango funcional que estimula. Mientras tanto

la crítica está abierta a la buena voluntad, al discernimiento y al espíritu de

camaradería de todos los escritores sin distinción de géneros. (…) Nuestro

medio literario reclama la contribución de todos para desvanecer los prejuicios

y la hostilidad contra el juicio independiente. (Bibiograma 14 9)

Esta invitación es de Luis Emilio Soto, uno de los pocos verdaderos críticos de oficio

que colabora en Bibliograma59. El ideal —un “lujo”— sería una “dotación de especialistas”

equidistante del productor y el receptor, cuya “confianza” doble pudiera darles (diremos

nosotros) la inmunidad que requiere el juicio imparcial60. La “malquerencia que inspira el

género globalmente” obligaba en cambio a cargar la tarea crítica a la cuenta del “espíritu de

camaradería” de los propios escritores, a quienes Soto asumía comprometidos en “la misma

ofensiva contra el complot del silencio” (9). Reclamándoles igualmente que reseñen más,

59
El sitio de la Biblioteca Nacional argentina, donde se conservan sus papeles personales, lo describe así: “Luis

Emilio Soto —nacido en Buenos Aires el 21 de junio de 1902— fue uno de los críticos literarios más reconocidos de

la escena cultural argentina entre las décadas del veinte y del cincuenta. Cursó estudios comerciales, trabajó en una

compañía de electricidad, ingresó en la Contaduría General de la Nación y se convirtió en el crítico por antonomasia

de la generación de Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea, Ezequiel Martínez Estrada y Bernardo Canal Feijóo. (…)

Por una selección de sus trabajos reunida bajo el título Crítica y estimación (1938) y publicada por Sur, obtuvo el

Premio Municipal de Literatura en 1939. Su producción posterior se plasmó en infinidad de artículos, comentarios y

ensayos que aparecerán en numerosas publicaciones argentinas y del exterior”.


60
Sobre la “confianza” como atributo del crítico, véase el debate entre Aldo Pellegrini (director de la revista de

vanguardia Letra y Línea) y el crítico de arte Julio E. Payró, analizado en el apartado 3 del tercer capítulo.

47

Verbitsky les había pedido ya “tener más conciencia de equipo. Algunos de ellos creen que

escribir una nota bibliográfica señalando al interés del lector los méritos de un buen libro

local, es tarea indigna de un artista (…)” (Bibliograma 9 3). Recordad a Lugones, pedía Soto:

“pródigo en espaldarazos” (Bibliograma 14 9).

Pero los escritores, sobre todo los jóvenes, no sólo reseñaban: accedían a menudo a la

letra de molde a través de la reseña, así como los de la generación anterior empezaban por

enviar un poema a alguna redacción. Y no perdían oportunidad de explicar que su “remoto

emparentamiento con esa discutible disciplina [la crítica] es fortuito”, como afirmará

Abelardo Castillo en 195961 (El Grillo de Papel 2 19). El espíritu de camaradería, que era

difícilmente el ánimo hegemónico en el arte de reseñar —como veremos en el próximo

apartado—, sí se advertía de puertas adentro, en el comentario sistemático que solían hacer

las revistas de los libros de sus colaboradores.

Ubicua y practicada por una multitud de autoridades —a menudo anónimas— la

reseña era un género ambiguo. “[E]s cierto que la nota bibliográfica anónima se ha hecho un

poco ‘industria’ al amparo de las editoriales que dominan el mercado”, observaba Horacio

Esteban Ratti (Bibliograma 13 4); pero ella era a la vez el espacio que ofrecía las mejores chances

de intervención para los que no detentaban capacidad logística o financiera:

Sin duda la publicidad puede hacer vender a plazo corto no sólo un libro sino

cualquier producto —reconocía el escritor y crítico Raúl Larra (1913), miembro

conspicuo del PC y autor de la primera biografía de Roberto Arlt—. Pero hay

medios sencillos de publicidad, de ninguna erogación para el autor, cuya


61
Más bello lo decía Bernardo Ezequiel Koremblit en la Encuesta de Prieto, tratando de sacudirse el privilegio acaso

mortuorio de haber sido incluido: “Todo esto [las actividades extra-críticas que ha venido reseñando] significa que

para entender en bonae literae no es imprescindible morir ultimado por el pistoletazo de la definición: ‘ése es un

crítico’” (63).

48

eficacia podría ser superior a la de avisos y murales. Nos referimos a la gacetilla

crítica de los diarios y periódicos. Si esa gacetilla se hiciera con gente de

responsabilidad, que avalara con su firma el comentario, podría contribuir

grandemente a la difusión que se persigue. La firma al pie de la gacetilla

evitaría el bombo o el brulote, suscitaría confianza y orientación en el público

lector. En cambio todavía —en 1956— seguimos padeciendo una crítica

anónima, fácil, anodina, que cuando no usa el texto de la solapa adereza juicios

interesados o malévolos. (Bibliograma 12 4)

La reseña quiere así convertirse en el Dr. Jeckyll de ese Mr. Hyde que es la publicidad,

quiere ser su forma recta y noble —cara y contracara, en tanto raramente (todavía) se hallará

una sin otra. Cuando la reseña (a juicio de los críticos) no cumple ese papel, la juzgan

“cooptada” y cargan contra ella enarbolando ética y deontología de la función pública:

responsabilidad, imparcialidad, honestidad, rigor; nada de “sensibilidad” o “talento” como se

pedía antes, capacidades cuya misma ontología obliga a considerarlas escasas, ajenas a la

buena voluntad, irreproducibles. Con todo, bajo la conveniente apariencia de objetividad

quedan sepultadas las diferencias de criterio; las operaciones de desmercantilización tocan en

este punto su costado conservador.

Así, los que contrareseñan desde las pequeñas revistas las notas bibliográficas de las

publicaciones más masivas —un exordio no inusual— tienen siempre a mano la acusación de

“mala fe”, y responden, como W.G. Weyland en el número 5 de Bibliograma, bajo “el deber

inexcusable de reaccionar, de señalarlos (dentro de las limitadas posibilidades que nos

permite su anonimato) con dedo candente”,

no para salir en defensa del autor agraviado sino del lector, ese lector generoso

y bien pensante al que hemos aludido, para evitar que sea víctima de su

49

inocencia. Porque nos ponemos en su lugar, y si ha leído el suelto anónimo que

la revista “De Frente”62 le dedica en su número del 14 de octubre último a la

novela de Pablo Rojas Paz, titulada Mármoles bajo la lluvia (Ed. Losada), nos lo

imaginamos haciéndole la cruz, prometiéndose no gastar sus pesos en adquirir

un ejemplar ni su precioso tiempo en leerla, todo porque un irresponsable (en

cuanto anónimo) y mendaz, convicto de falsía y mala fe, lo previno contra ella.

(Bibliograma 5 10)

La militancia por el nombre propio, que dice querer hurtarle al mercado un escondite,

impugna a la vez la relativa indiferenciación (el relativo anonimato) que la masificación

mercantil, lo mismo que en los libros, conlleva entre las personas: la “irresponsabilidad” de la

reseña anónima deriva también de su peligrosa disposición a anonimizar al libro y al autor

reseñados. Después de más de dos páginas de diatriba feroz —“su anonimato, su falsedad y

mala fe nos liberan de todo escrúpulo”—, Weyland cierra así su contrareseña:

Y para éste [el redactor de la reseña impugnada], para cuando su mediocridad

inflada de suficiencia lo incite a otra arbitraria agresión, un sano consejo: antes

de incurrir en un nuevo e injusto desmán, deténgase primero a reflexionar en

lo que significan la vida y la obra del autor contra el cual siente impulsos de

desmandarse, como debió reflexionar en los treinta años dedicados por Rojas

Paz a escribir, con vocación fervorosa y austera, con probidad pocas veces vista

y con talento sin jactancia, y en sus veinte y tantos libros estimables, auténticos

y sinceros, producidos con doloroso desgarramiento creador, que han

enriquecido nuestra literatura. (Bibliograma 5 31)

62
De Frente (1954-56) fue un semanario político y cultural dirigido por John William Cooke, entonces diputado

peronista y luego “delegado personal” en Argentina del líder en el destierro.

50

Weyland se esfuerza por presentar esa intervención con todas los rasgos de lo

incivilizado: arbitraria, impulsiva, es agresión, es un desmán —es “violencia analfabeta”. Pero

acaso no tanto. La “actitud psicológica” que le adjudica a Rojas Paz —que por otra parte no era

ningún Artaud según el registro histórico63 — cobra todo su sentido en contraposición con las

exigencias del reseñista anónimo, que pedía entre otras cosas “‘una narración ajustada

estrictamente a una época y a lugares geográficos precisos, un cierto verismo no desprovisto de

realidad’, añadiendo que ‘también es necesaria una relativa tensión, una agilidad imprescindible

para su lectura’” (10). Pedirle “agilidad” a uno que escribe con “doloroso desgarro” es sin duda

testimonio de pasiones muy bajas, o en todo caso de que se tiene la “suficiencia” de considerar

el entretenimiento como un modo legítimo de apropiación.

A diferencia de las revistas de la “joven generación” —Centro, Las ciento y una,

Contorno, pero también Letra y Línea, Gaceta Literaria, El Grillo de Papel64—, y a pesar de la

aparente parresía que profesan las reflexiones sobre la crítica que recaudó, en la práctica a

Bibliograma —cuyo director y principales colaboradores pasaban la cincuentena— le

preocupaba más la “violencia analfabeta” que los excesos de indulgencia que pudieran

derivarse de la “amistad” que promovían sus editores hacia el “libro argentino”, que no es el

“libro argentino” de los editores argentinos —ver capítulo 1— sino el libro de autor argentino,

cuya amistad valoraban igualmente:

A UN LECTOR. — Capital: Nos dice usted que no comprende cómo atacamos a

Vicente Barbieri y a Ernesto Sábato, siendo que ambos figuran en nuestro

cuerpo de colaboradores. Observe que no atacamos. Otro de nuestros

63
“Rojas Paz, medido, academicista, neutral” (Lafleur et al. 100).
64
Sobre las características de estas revistas, puede consultar el apéndice.

51

colaboradores, Carlos Serfaty65, descubre o cree descubrir una perla en una

composición de Barbieri, y la señala; también pesca algo en la intención de una

glosa de Sábato, y protesta. Aparte de que cada compañero nuestro opina por

su cuenta y riesgo, creemos que la obra de uno y otro de los atacados, subsiste

tan obra con o sin esas objeciones; y con o sin ellas, Vicente Barbieri y Ernesto

Sábato son y siguen siendo amigos intelectuales y personales nuestros. — El

Director. (Bibliograma 7 2)

Lo que les preocupaba, en definitiva, era el lugar de los autores argentinos en una

industria que les daba todavía un lugar bastante marginal (De Sabastizábal, De Diego).

Bibliograma prefiere por lo general hacer “crítica de aliento” y no se propone objetos de

escarnio ni reivindicaciones programáticos, de modo que la proporción de reseñas negativas

es baja; cuando incurren en ellas, como el enemigo último es siempre “el complot del

silencio”, están muy dispuestos a darle al perjudicado la última palabra66.

No dejaban de advertir, sin embargo, que la crítica que proliferaba con niveles inéditos

de visibilidad, no parecía inspirada por el “espíritu de camaradería” al que confiaba Luis

Emilio Soto su poder de convocatoria. Germán Berdiales —poeta, autor infantil y codirector

del Instituto Amigos del Libro Argentino— reclama con tono pastoral, como el autor católico

que era, en el número 10:

65
Serfaty tenía una sección regular de misceláneas titulada “Pum…! en el libro” donde comentaba burlonamente

boutades de los escritores o acontecimientos de la vida literaria.


66
Así, después de que en el número 12 sale una reseña negativa sobre Teléfono ocupado de Silvina Bullrich —

novelista exitosa que solía retratar la alta burguesía (lo que motiva la polémica) y pertenecía a ella—, Celia de Diego

la reivindica en el número 13 y en el 14 opina la propia Bullrich, en una nota que parece pedida por la dirección de la

revista.

52

Compañeros escritores, amigos lectores: Meditemos estas admoniciones del

Maestro Gustavo Flaubert, que extraigo de su Correspondencia: “¿Por qué

insultas a . . . ? ¿Es que te concierne eso? ¿Quién nos consagró como censores...?

Piensa en la posteridad y contempla la ruin figura que hacen quienes insultan a

los grandes hombres. La posteridad es muy indulgente con esos crímenes…”

(Bibliograma 10 3)

El temor principal de las revistas jóvenes, como veremos, era más bien el opuesto.

4. La edad de la exigencia: las pequeñas revistas

Al prologar su Encuesta: la crítica literaria en Argentina en 1963, Adolfo Prieto opinaba

que la “notoria facturación del campo de interés” de la literatura había vuelto “prescindible la

figura del crítico” (6). Prieto explicaba esa “fracturación” por la heterogeneidad de

experiencias que los consumidores visiblemente buscaban ahora en “el fenómeno literario”:

entretenimiento, información, “profundas experiencias”; o incluso lomos llamativos para

adornar la sala de estar (según ya dijimos que había notado en su Sociología del público

argentino pocos años antes). Ni siquiera las “experiencias profundas” —las únicas que podía

justificar la literatura— conseguían producir “un conjunto coherente de lectores”:

permanecían ellas también dispersas y aisladas, negándole al crítico cualquier posibilidad de

ocupar una posición representativa en función de valores comunes, condenándolo a colaborar

como uno más (diremos nosotros) en el flujo constante de producción de diferencias.

La escena ideal que le permitía confirmar la realidad contemporánea como un

escenario de decadencia era la de Paul Groussac, el intelectual francés que dirigió la

53

Biblioteca Nacional argentina durante cuatro décadas (1885-1929), ofreciendo de viva voce su

magisterio “en su gabinete de trabajo” (7). La excepcionalidad de Groussac era más notable en

relación con las dificultades para ejercer el juicio “independiente” que referían casi todos los

encuestados de cierta trayectoria: “malquerencia” por parte de los agraviados, sospechas de

genuflexión de los discordantes…

No es inexplicable que la mayoría de nuestra crítica no aparezca firmada. En

suma: no es tanto que seamos absurda y equivocadamente sentimentales, sino

que no estamos bien educados para esa crítica que juzga honradamente, guía,

enseña y separa lo apócrifo de lo verdadero. Querer ser un crítico auténtico

entre nosotros —dramatizaba Bernardo Ezequiel Koremblit— es una

intrepidez dartagnesca que suele traer la estocada de fatales consecuencias”67

(Prieto Encuesta 65-66).

El crítico sólo puede ser honrado si le garantizan una posición pedagógica,

equidistante, en cierta medida exterior. Groussac había obtenido y conservado un lugar de

faro a partir de un estilo crítico que Borges consideró maestro en el “arte de injuriar”68 . Al

prodigarlo por escrito a fines del XIX en la revista que había fundado, esa idiosincracia —tal

vez importada de un espacio cultural más moderno como era ya el francés— provocó la

malquerencia de un cierto miembro del cuerpo diplomático, cuya edición de las obras de

Mariano Moreno se había criticado duramente. A consecuencias de otro par de

intervenciones, llegó a La Biblioteca —que costeaba el Estado— una advertencia por vía

ministerial; Groussac decidió a cerrarla en 1898 (Lafleur et al. 12, Degiovanni Los textos 147-8).

67
Koremblit confiaba en la agudeza de su suspicacia. Dos años antes, en 1959, la había ofrecido casi idéntica en

una entrevista (El Grillo de Papel 3 22).


68
Borges, “Arte de injuriar”. Sur 8 (1933): 69-76. Sobre la influencia de Groussac en Borges, ver Pasternac.

54

Meses antes de que Adolfo Prieto opusiera el presente a la lección de Groussac, sin

embargo, los primeros antólogos de las revistas argentinas habían comparado los comentarios

bibliográficos de la revista de vanguardia Letra y línea (1953-54) con “aquel tipo de zurrazos que

—‘hasta sacar sangre’— fueron, en su tiempo, característicos de Groussac” (Lafleur et al. 240).

De modo que su enseñanza no se había perdido: se había esparcido. Y tal vez excesivamente,

según debía reconocer Abelardo Castillo, joven escritor, animador principal de El Grillo de

Papel (1959-6069), ante el exceso de “severidad” que (también de viva voce) le había reprochado

Bernardo Verbitsky en su modo de reseñar:

Hay, en efecto, repentinos censores que, sin la menor autoridad intelectual,

nada de criterio y mucho desparpajo, enarbolan cualquier ligero despropósito

como quien decide imperiosamente: Delenda est Carthago. (El Grillo de Papel 3 19)

Porque si la “figura del crítico” resultaba más opaca respecto de ciertas presencias

señeras, en algún caso incontrovertidas de las primeras décadas del siglo, el discurso crítico,

en cambio, se había vuelto mucho más visible. La reseña había sido ejercida siempre por una

variedad insondable de autoridades intelectuales, del gran catedrático al último pinche de

redacción de periódico, que medio siglo atrás no era más anónimo que ahora. Junto con la

proliferación y la visibilidad, sin embargo, también la actitud general había cambiado: la

belicosidad que había “faltado” a la vanguardia argentina de los años ’20 —según los lamentos

tradicionales70—, la renovación crítica de los años ’50 la estaba compensado con interés. La

69
Con un año de vida, por cuestiones legales, El Grillo de Papel mutó en El Escarabajo de Oro (1960-XXXX), con

pocos cambios.
70
Para citar un texto famoso de esta época, véase el artículo de tapa del primer número de Contorno, “Los

martinfierristas: su tiempo y el nuestro”, de Juan José Sebreli (1 1).

55

“denuncia” —lo que decían hacer los miembros de Contorno en 195371— ya se había vuelto

“castigo” en 1959: porque “chi non castiga il male, vuol che si faccia”, como decía el subtítulo

(cita de Leonardo72) de una sección regular en El Grillo de Papel. ¿Qué títulos, después de todo,

ostentaba el propio Castillo con 24 años y el prestigio exclusivo de un cuento ganador en un

concurso73, para declarar infame el poemario de un debutante que prologaba elogiosamente el

gran poeta Raúl Gonzalez Tuñón? Apenas los que podía prestarle la displicencia

distanciadora del latinajo. Luis Emilio Soto había elogiado la profusión de espaldarazos de

Leopoldo Lugones, que entendía como “espíritu de camaradería”; al número siguiente de su

severa reseña, Castillo iba más allá e invertía un recuadro entero en recriminarle a Tuñón la

indulgencia de sus “insensatos prólogos”, que reclamaba someter a las mismas exigencias de

rigor que su actividad artística: “Porque Tuñón es poeta y ser poeta —creemos— es ser veraz”

(El Grillo de Papel 2 13). El texto no tiene firma (se delata por la prosa), pero aquí el efecto es

opuesto al anónimo de un diario: la revista entera se vuelve una voz autoral, “responsable”.

Si el joven Castillo era también él un poco “el joven Catón” (19) —fueran más o menos

justos su criterio o su necesidad de disputar, como escritor de izquierda, el primer libro de una

colección que esponsoreaba el Partido Comunista74— se debía a que no le preocupaban

primeramente, a diferencia Verbitsky, la severidad excesiva. Sí lo opuesto:

71
El primer número de la revista salió con una faja que decía “Una revista denuncialista”. Véase la introducción al

capítulo 2.
72
Internet ignora la cita con esa forma, pero ofrece esta: “Chi non punisce il male, comanda che si facci”.
73
El de la revista Vea y Lea, en 1959. Jurado: Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Manuel Peyrou.
74
El libro en cuestión es Sonata popular de Buenos Aires, de Julio Huasi, primero de la “Colección Joven Poesía” de

Cuadernos de Cultura, nombre también de la revista que Néstor Kohan considera “la principal publicación cultural

comunista”, dirigida durante años por Héctor P. Agosti (117). La reseña en El Grillo de Papel 1 17.

56

Al temor de Verbitsky agregamos éste, que es nuestro: nos estremece pensar

que la crítica argentina es, también, esa otra cosa híbrida, conformista,

amabilísima, cuya expresión más acabada puede hallarse en cualquier

rotograbado dominical75 donde uno descubre, con alegría, que todas las señoras

son finas prosistas. (El Grillo de Papel 3 19)

Media década antes, en la tapa del primer número de la revista de vanguardia Letra y

Línea, Aldo Pellegrini daba por descontado los excesos críticos y los consideraba un mal

necesario:

En esos análisis críticos, en esas discusiones que se promueven, siempre queda

un saldo positivo, aun en el caso de que los juicios emitidos pequen por injustos

o exagerados. En la remoción de lo falso, en la eliminación de los prejuicios, en

el derrumbamiento de la rutina, reside fundamentalmente el beneficio. Lo que

queda después de tanta conmoción se afirma con más solidez. (Letra y Línea 1 1)

Las revistas del propio Pellegrini —que discute en más detalle el capítulo 3— ofrecen

de hecho un buen arco de comparación. Cuando descubrieron en los años ’20 las

publicaciones y acciones de los surrealistas franceses —La Révolution surréaliste, el panfleto

contra Anatole France “Un cadavre”, el Manifiesto del Surrealismo de 1924—, Pellegrini y un

puñado de compañeros de la carrera de Medicina realizaron sus propias experiencias

“introspectivas” y editaron una revista que llamaron Qué (Maturo 111). En los únicos dos

números de 1928 y 1930, firmados enteramente con seudónimos, se lee una reacción

puramente nominal contra el establishment literario. A diferencia de la radicalidad ad

hominem del grupo de Bretón, que impugnó por escrito y de cuerpo presente valores

75
Rotograbado era la tecnología de impresión del diario; el domingo era el día de la “Segunda sección”, donde

venían las notas bibliográficas.

57

específicos de figuras concretas, los argentinos no ofrecen ni un solo nombre propio, ni

personal ni grupal, ni indicación alguna respecto de las características que abjuran en la

“literatura”. Poco antes, en 1926, la publicación de izquierda más importante de la primera

mitad del siglo afirmaba solemnemente en una “noticia bibliográfica”: “Con este motivo

quisiéramos recordar aquí que un libro es siempre una cosa seria y respetable” (Claridad 5

s/n76).

Aún si Claridad constituye un caso extremo de reverencia generalizada por el universo

de la letra77, la transformación del tono hegemónico no admite dudas. Un cuarto de siglo

después de Qué, rodeado de un conjunto de “jóvenes Catones” —la mayoría poetas, algún

narrador—, Pellegrini dirige Letra y Línea (1953-54): un mensuario fundamentalmente crítico,

que se propone reseñar la actividad cultural de Buenos Aires desde la perspectiva de la

vanguardia artística. Todo libro es ahora, hasta que se pruebe lo contrario, una cosa

sospechosa y denunciable. Igual que en Contorno, la actitud anti-establishment se concreta en

análisis literarios específicos, que persiguen con virulencia preferencial a figuras ligadas al

grupo Sur —Eduardo Mallea, Francisco Luis Bernárdez, Ricardo Molinari, Silvina Ocampo—;

Letra y Línea, sin embargo, tampoco ahorró pólvora para “los embaucadores que aprovechan

de lo nuevo para medrar”, que solían ser jóvenes más o menos ignotos. Pellegrini defendió la

virulencia de los artículos críticos frente a otro miembro de la revista que los había juzgado

“malhumorados” y ahuyentapúblico, cuando de lo que se trataba (en opinión de Osvaldo

Svanascini) era de “hacer revistas buena y amenas —y casi juraríamos que cada vez nos

alejamos más de ese ideal—”.

76
Se trata de una reseña de “Horizontes y bocacalles”, de Enrique Amorim.
77
Véase Montaldo, “La literatura como pedagogía, el escritor como modelo”. También el apartado 2 del capítulo 1.

58

Creo, por el contrario, que en el mal humor reside lo mejor de esta revista. ¿Qué

significa el buen humor? La gran virtud del conformismo. Estamos cansados de

buen humor, de buenas maneras, de aceptación dócil, de tubos que transportan

aire rarificado. El mal humor nos obliga a trasladarnos al aire libre y puro. El

mal humor es la gran higiene. (Letra y Línea 2 16)

Un lustro después, en 1958, Ismael Viñas refería en términos muy similares los

reproches que había recibido la revista Contorno desde su aparición aquel mismo 1953:

Parece indudable que debemos tener un penetrante olor a iletrados y un

irremediable aire de adolescente, que impulsa a todo el mundo a aconsejarnos

lecturas y buenos modales. Podemos jurarlo, para tranquilidad de nuestros

mentores, que hasta han llegado a suponer —como los de Azul y blanco78— que

no trabajamos ni conocemos el aire puro: somos unos muchachos modestos,

bien educados, que hemos comenzado a ganarnos la vida desde jovencitos, que

nos bañamos, que no decimos más malas palabras de las habituales, que no

perdemos nuestra vida entre el humo del tabaco en antros existencialistas, y

que hemos leído a Galdós, a Victor Hugo, a Baroja, a Alejandro Dumas (padre e

hijo), a Marx y a Scheler en ratos perdidos, y hasta a Hugo Wast”. (Citado en

Avaro y Capdevila 68)

Las imágenes casi idénticas de las buenas maneras/buenos modales —no por

intencionadas menos significativas— eligen presentar el malestar que generaban sus estilos

de intervención como un problema de sociabilidad: el reproche es haber incumplido los

78
Revista nacionalista de derecha, dirigida por Marcelo Sánchez Sorondo en 1956; la necrológica de Sorondo en el

diario Clarín afirma que llegó a vender 100.000 ejemplares (Marcelo Larraquy, “El adiós a la última figura del

nacionalismo católico”, 27/06/12).

59

códigos de intercambio del espacio literario. Misoginia aparte, la finura de las “señoras” que

elogian los diarios —sin duda menos abundantes que sus maridos y hermanos— connota

maneras de salón: el habitus de una crítica, expresión de una clase, que en todo caso prefiere

pecar (entiende Castillo) por exceso de indulgencia79.

En las antípodas de los interiores de “aire rarificado” —el antro existencialista por el

humo de tabaco, el salón burgués (diremos nosotros) por un protocolo de amabilidad

corporativo— aparece un ideal de “aire libre y puro”, suerte de ágora, donde imperarían la

higiene y la verdad. Encantado con una divisoria de aguas entre burgueses pacatos y enfants

terribles, el vanguardista Pellegrini convierte el belicismo bienhumorado de Marinetti en

belicoso malhumor, en sí mismo fuerza transformadora. Viñas, que ese mismo año

participaba de la campaña electoral que llevaría a Arturo Frondizi a la presidencia, prefiere

alegar decencia: empleados, bañados y provistos (también) de la biblioteca “burguesa” de sus

oponentes, sus “malas maneras” (se entiende) no se explican por ningún malditismo

congénito. Algunos años antes, en un artículo de Contorno, había incluido las “buenas

maneras” entre los “valores” que la generación literaria de los años ’20 —la de los “padres”

ajusticiados— había abrazado “cuando esos valores se estaban descapitalizando” (Contorno 5/6

4580).

79
El comentario de Castillo puede referir también a la indulgencia particular con que se reseñaban a menudo los

libros de jóvenes “poetisas”, contracara de la escasa importancia que por regla general se les concedía.
80
Dice la cita completa, a cuento de Pablo Rojas Paz: “el híbrido suicidio de encontrar ciertos valores —el valor de

ciertos datos y la creencia en su utilización— cuando esos valores se estaban descapitalizando: tradición europea y

tradición local, libertades burguesas, buenas maneras, costumbres europeas y costumbres provincianas, el buen

europeismo del buen europeo de clase media que jugaba al aristocratismo parlamentario a la inglesa, a la cultura

francesa y a la aventura sin riesgo” (Contorno 5/6 45). La nota va firmada con un seudónimo habitual de Ismael

Viñas: V. Sanromán.

60

La virulencia estaba lejos de ser propiedad exclusiva de Letra y Línea y Contorno; ellas,

en todo caso, la afirmaron de manera más programática, le dieron a esa “actitud” una

orientación y un sentido específicos. Héctor A. Murena —a quien Monegal consideró el

iniciador de la renovación crítica81— había dicho que “somos amables, escasamente exigentes

con lo que no nos importa demasiado” (citado en Alcalde “Teoría y práctica” 22). En la crítica

de las pequeñas revistas se avierte la ecuación opuesta: como parte de la performance de una

exigencia radical, intentaron expurgarse de toda amabilidad.

Los escritores de estos años —les decía Miguel Brascó (28 años) a los de la

revista Plática, que estaba reseñando— deben reaccionar de una vez por todas

contra la actitud de ‘buenos muchachos’; obligar y obligarse a un mayor rigor.

Solamente a fuerza de impiedad y de trabajo pueden subsanarse los

inadmisibles provincianismos, las monstruosas mentiras y estafas que

desestiman nuestra literatura y nuestra expresión argentina”. (Letra y Línea 2 15)

Koremblit consideraba al crítico honesto un intrépido Dartagnan, se sobreentiende

que en cuanto se veía obligado a impugnar. La impiedad, en razón de los costos sociales

(podríamos decir) que se le suponen, aparece en efecto como signo de compromiso, de

veracidad; de no haber condescendido al pacto de burgués que suscriben los “rotograbados

dominicales”: la indulgencia ha mantenido al país en el provincianismo. En Espiga (1953), decía

Adolfo Gilly, de 25 años —luego militante, exiliado en México, politólogo e historiador—,

sobre la novela Desde esta carne, de Valentín Fernando, de 32:

Esta aventura miserable no tiene interés humano. Son falsos el tema, las

soluciones, los problemas y los personajes. La vida es otra cosa. (…) Desde esta

81
Sobre Murena y la “joven generación” crítica, véase el capítulo 2.

61

carne es tiempo perdido, mentira. Es agua estancada y como dijo Blake, ‘del

agua estancada espera veneno’. (Espiga 18-19 18)

En Las ciento y una (1953), Adolfo Prieto, de 25 años, se expedía sobre Lunes de carnaval,

de Juan Goyanarte, de 53:

Con un ambiente así, con tales personajes, no había por qué esperar que la

habilidad de Goyanarte encontrara ocasión de lucimiento. Algún vigoroso trazo

descriptivo, la pericia técnica desplegada para ensamblar acontecimientos de

quince años en el transcurso de un día, no alcanzan a salvar a la novela del

naufragio a que la condenaban de antemano la falsedad de sus elementos

capitales. (Las ciento y una 1 12)

En Letra y Línea (1953), opinaba Alberto Vanasco, de 28 años, sobre los poemas de El

dolor y el sueño, de F.J. Solero, de 33:

(…) este continuo tedio de sentirse a sí mismo es lo que F.J. Solero ha querido

compartir con los lectores —y lo logra exitosamente—. (Letra y Línea 2 14-15)

En El Grillo de Papel (1959), dirá Abelardo Castillo, de 24 años, sobre los poemas de

Sonata popular de Buenos Aires, de Julio Huasi, de su misma edad:

Dudamos que nadie, ni de ex profeso, haya resumido tanto ripio, tanto error de

sintaxis, verso cojo y rima falsa, dentro de un tema más gratuito y menos

espacio. (El Grillo de Papel 1 17)

El mandato de exigencia condena a excesos que el propio reseñista acaso nota antes de

entregar el artículo, aún cuando los haya justificado didácticamente en el propio texto —

como es el caso de Ismael Viñas comentando La aventura intelectual del siglo XX de René Marill

Albérès en 1953—: “es inevitable poner peros a lo que nos parece digno de comentario, y es

62

señal de valor en una obra el que provoque el disenso” (37), nos explica; pero al llegar al final

advierte y se disculpa por el desbalance:

En fin, no es esta la terminación adecuada para una nota sobre libro tal, y debe

ello ponerse en la cuenta de mi exceso de meticulosidad; así como en la de mis

escrúpulos, el que ocupen materialmente más espacio las críticas que las

alabanzas; pero para no desmentirme quiero remarcar que la obra, en su

conjunto, es un aporte estimable, en realidad posiblemente el primero de su

tipo, para lograr una visión total del movimiento artístico y literario del

presente siglo; y una base para encarar, por encima de las particulares

pretensiones, los movimientos parciales que lo informan. (Centro 6 39)

Por lo mismo, el elogio de un libro —ocasión de potencial indulgencia, como un día

festivo— puede convertirse en un alegato de exigencia doble. Para introducir su reseña de

Barrio gris, F.J. Solero —reseñista prolífico, además de poeta y ensayista82— empieza poniendo

el debe a cuenta del haber: “Necesitamos muchas novelas como ésta”. Todo resulta elogiable

en el libro de Joaquín Gómez Bas. Solero se da cuenta y concluye: “¿Debería satisfacernos lo

que acabamos de expresar? Quizás. Pero, para nosotros, lo que significa mucho apenas si es

bastante” (Espiga 16-17 16). Si “nuestras” carencias habían favorecido históricamente una crítica

de aliento83, ahora son la coartada de la actitud opuesta.

Dadas las exigencias generales que pesaban sobre ella, no sorprende que la reseña se

volviera un género vigilado. Esto se percibe en particular en las contrareseñas —las que se

dicen motivadas por una censurable reseña anterior—, tanto como en aquellas que empiezan
82
En muy variadas revistas: Sur, Espiga, Las ciento y una, Contorno, Gaceta Literaria, entre otras. Su volumen de

poesía El dolor y el sueño (1954) fue ampliamente reseñado en las pequeñas revistas.
83
Tomo los términos “crítica de aliento” y “crítica de exigencia” de Ángel Rama, “Rubén Darío: el poeta frente a la

modernidad” (133).

63

por relevar el consenso (o disenso) reseñístico hasta el momento. Pero las series no se arman

únicamente a partir del libro en discusión. Si toda la actividad visible ha de ser medida con la

misma vara —como vimos que le explicaba Castillo a González Tuñón—, y actitud

propiamente desinteresada no es ser generoso (como Lugones) sino “veraz”, el comentario de

un libro de versos puede incorporar como material de juicio las reseñas que el poeta, como un

rastro de migas, ha venido dejando a su paso por la jungla literaria:

Después de leer su ‘Habitante de la nada’ hemos pensado que Susana Thénon84

posee —feliz de ella— varios sistemas de medidas. Vean si no. Analizando los

poemas de [Julio] Huasi dice S.T. (n 19 de Gaceta Literaria, pág. 18): ‘En cuanto a

la forma Huasi incurre en una serie de prosaísmos’; analizando los poemas de

Girri, S.T. dice (n 19 de Gaceta Literaria, pág. 19): ‘Hay en ellos abuso de

prosaísmos’; analizando los poemas de Emma de Cartosio (Cuadernos

Australes, n 2, pág. 27) dice S.T.: ‘La autora pareciera afanarse por suprimir la

distancia que va de la expresión poética a la prosa cotidiana’. Indudablemente

S.T. sabe bien qué es la prosa. No sólo porque lo declare, sino porque tiene la

extraña virtud de escribir en prosa y diagramar en verso (ver ‘Habitante de la

nada’ en casi su total integridad). Entonces, si confiesa no saber “qué es la

poesía” y sí “qué es la prosa”, se nos antoja preguntar a Susana Thénon, con

respeto y timidez: ¿por qué no escribe una novela? (El Grillo de Papel 3 13,

subrayados en el original85)

84
Thénon (1935) tenía entonces 24 años y otro volumen de poesía del año anterior: Edad sin tregua, de 1958.

Habitante de la nada es de ese mismo 1959.


85
La dispersión de las pequeñas revistas, como se ve —y esto es relevante para mostrar la función del conjunto—,

no les impide constituir un archivo. Ya fuera de mi período, en 1966, una reseña lo dice de manera explícita. Se trata

de un caso claro de vigilancia, si bien amistosa. La reseña de Aquí en el sur, libro de poemas de Hugo Acevedo,

64

El temor de Castillo a la “hibridez” de la crítica —que se oponía, como vimos, a la

misericordia que pedía Bernardo Verbitsky para un autor debutante— se repite acá en los

“varios sistemas de medidas” que tendría imperdonablemente Susana Thénon; y “lo que

insiste, existe” (Lacan). Para desarrollar este nudo recurro a una breve digresión.

A comienzos de los años ’20, el crítico norteamericano Henry Seidel Canby se

preguntó si acaso no era necesario utilizar niveles de exigencia diferentes en la práctica de la

“crítica” y en la “reseña”. Canby era profesor en la universidad de Yale —donde se esmeraba

por hacer “crítica”— y editor del semanario Saturday Review of Literature —donde le tocaba

cultivar la reseña—; desde fines de esa década, además, lideraría el grupo de “jueces” del Book

of the Month Club, un sistema de selección y distribución de libros que Janice Radway

considera fundamental en la constitución de un gusto “middlebrow”. De modo que se había

ubicado, en cuanto al problema del “valor”, en el centro de un conflicto entre la función

legitimadora del canon, el prestigio de la distinción escolar y la vocación indiferenciadora del

mercado. ¿En qué términos planteó el problema?

está dirigida en segunda persona al autor: “Hermano Acevedo”; pero enseguida se revela que no se conocen.

“Anduve acordándome de vos, aunque nunca chocamos los cinco. Recordaba tu traducción de Atila Jozzef, y el

resto era tan vago que debí recurrir a mis enormes archivos para precisar lo siguiente: en el Boletín del AIAPE, N 13,

1956, escribiste un valiente y sincero pero contradictorio (y en cierta manera inexacto con nosotros los porteños),

Elogio del cabecita, que luego Luis Justo intentó rebatir en el Boletín siguiente (N 14) (…); en el Número Aniversario

de Gaceta Literaria (mayo de 1960), publicaste un breve ensayo sobre Poesía argentina y otras yerbas, donde tu

actitud era la misma, sincera pero contradictoria, y tampoco esta vez los porteños te interpretaron (…). En una

grillería llamada Las otras yerbas, aparecida en El grillo de papel, año 2, N 5, (cuando yo ya no estaba con Castillo y

Liberman y por eso estaba fuera de juego, ya que andaba por el interior), te puntualizaban algunas de esas

contradicciones con la misma ironía y falta de afecto de que vos nos venías acusando”

(Hoy en la cultura 29 17, subrayado mío).

65

Criticism, Canby felt, rightly concerned itself with the purest literary values,

but reviewing, which he believed properly functioned to inform readers about

new books, needed to approach the question of value more flexibly. “[I]t is

sometimes necessary to remind the austerer critic,” he wrote, “that there are a

hundred books of poetry, of essays, of biography, of fiction, which are by no

means of the first rank and yet are highly important, if only as news of what the

world, in our present, is thinking and feeling. They cannot be judged, all of

them on the top plane of perfect excellence; and if we judge them on any other

plane, good, better, best, get inextricably mixed. (…) There is no help except to

set books upon their planes and assort them into their categories—which is

merely to define them before beginning to criticize.” (Radway Books and Reading

23)

La cuestión es dónde diferenciar. Si la diferenciación es previa —si se categoriza los

libros antes de juzgarlos—, se admite la legitimidad de sus usos heterogéneos o contingentes;

entonces resulta difícil jerarquizar: “good, better, best, get inextricably mixed”. La “hibridez”

de los suplementos dominicales consiste justamente en esto. Por eso dedican “los mismos

ocho o diez centímetros de columna al mejor libro de poemas del año, que a un folleto de

contabilidad aparecido al mismo tiempo” —como protestaba Verbitsky—; por eso están

dispuestos a juzgar un cierto policial en tanto policial, con la condición de que no ponga un

pie en otra categoría. Si bien no se trata de una determinación directa, esta hibridez de criterio

está en función de la heterogeneidad de los lectores que aspira a servir un diario moderno de

gran tiraje86. Es testimonio, en ese sentido, tanto de la unificación como de la fragmentación

86
Un diario de gran tiraje es un artefacto complejo. La heterogeneidad de su destinatario se refleja a veces en la

heterogeneidad de secciones que pueden dirigirse sin embargo, en cada caso, a grupos más homogéneos.

66

del público, que estos diarios a la vez reconocieron e impulsaron antes (y por su propia

naturaleza, en medida generalmente mayor) que la industria del libro.

La reivindicación de un criterio único, por lo tanto, es consistente con el reclamo (que

ya referimos) de que los diarios participen de la tarea jerarquizadora. Siguiendo el

razonamiento de Canby, la tarea de desigualar —que las pequeñas revistas toman a su

cargo— es más efectiva cuantas menos distinciones preliminares se toleren: esto atañe en

particular a los usos y a los géneros, que por otra parte están íntimamente ligados. Quedan así

excluidos implícitamente los libros de contabilidad, explícitamente las prácticas “pasatistas” o

“mistificadoras”.

La “amabilidad” ha caído víctima de la misma lógica, en tanto es percibida como un

“afecto” indulgente e indiferenciador, ya sea en su versión “burguesa” (las buenas maneras

como un pacto corporativo entre miembros de una clase) o mercantilizada (los discursos que

rodean la experiencia plácida e inmanente de lo que solía llamarse “cultura afirmativa”, habla

de las corporaciones).

La reseña arrastra en su misma ubicuidad la marca de ser engranaje de la industria del

libro —que de hecho llegaba a cooptarla sin disfraz [FIGURA 0.1]—: género bajo sospecha,

debe limpiar su estigma en cada aparición; de ahí también su creciente autoconciencia. La

exigencia aún en el elogio, la ostentosa voz personal, el ars poética como entrada en tema, la

virulencia para establecer diferencias, la contrareseña, forman parte de la serie de estrategias

con que las revistas literarias van desarrollando, con ademanes histriónicos, la performance

de una exterioridad respecto del mercado. Este es un rasgo fundamental de su modo de

67
FIGURA 0.1. Publicidad de Emecé, con forma de reseña, en la página de reseñas de La Nación 22/3/53. “La publica-
ción de Cecilia, novela inédita de Benjamín Constant, debe reputarse un verdadero acontecimiento literario. La
personalidad del autor de Adolfo es universalmente conocida. Su agitada vida de hombre político y de escritor
eminente —uno de los más autorizados exponentes del liberalismo— sus amores con Madame de Stäel y las
vicisitudes de su vida privada, vívidamente descriptas en las páginas de su diario, han hecho de Constant una de las
figuras más interesantes del siglo XIX (…)”

68

apropiación de la literatura, y por lo tanto del “humus” —según el término de época— donde

germinó la renovación crítica de estos años.

Si en cierta medida la literatura ha sido investida de potencialidades inéditas en la

medida en que sus practicantes no la perciben ya como un complemento de otras formas de

intervención pública, se puede decir también que la crítica y la reseña se vuelven un campo de

intervención y una preocupación urgente (y quedan ipso facto bajo sospecha) en la medida en

que el resto de la infraestructura literaria (edición, publicidad, ventas, premios) se percibe —

como veremos en los capítulos que siguen— mucho más ancho y ajeno.

69

Capítulo I

Modos de consumo sugeridos. Prácticas editoriales en Argentina (1899-1953)

Este primer capítulo ofrece una breve historia de la masificación del libro literario en

la primera mitad del siglo XX en Argentina. Como se verá, no se trata de un historia lineal, en

buena medida porque trato percibir la masificación (en la medida en que consigo cegarme al

brillo de las cifras) como una transformación cualitativa. Durante las décadas de variada

intensidad que preceden la “revolución del libro” —como llamó Robert Escarpit a la entrada

de esta vieja tecnología en la era de la comunicación de masas— distintos proyectos

editoriales disputaron el estatuto social del libro y por lo tanto del tipo de experiencia(s) que

podía o debía ofrecer: su estatuto mercantil, que es decir sobre todo la relación entre su

aspecto material y su forma de venta y circulación (que la Academia Argentina de Letras

consideró un problema moral); la separación o la indiferenciación entre distintos espacios de

consumo (librerías y kioscos, pero también librerías de libro antiguo versus libro moderno y

kioscos de diario versus puestos callejeros ad hoc, etc); la sinergia entre publicaciones

periódicas y únicas (cuadernillos, revistas, libros, etc); la organización en el tiempo y en el

espacio de los productos y por lo tanto la ambición de regular su consumo (a través de

publicaciones periódicas, colecciones y series de ideología diversa o el tándem reseña-

publicidad); y por lo tanto la invitación (que por supuesto se ve afectada por todo lo anterior) a

hacer con el libro y con la literatura algún tipo de experiencia “sugerida” (según el caso, con

mayor o menor exclusividad): informarse, entretenerse, conmoverse, comprometerse, verse

provisto o privado de una cierta libertad. Verifico en el camino la presencia de una tensión

fundamental, que Walter Benjamin consideró clave para pensar la cultura de masas y Pierre

Bourdieu consideró un rasgo tanto en la “filosofía dominante” como de “la percepción

70

dominante del mundo social”: la disputa entre un énfasis en la singularidad irreductible de

cada obra —que advierto en los proyectos de vocación “culta”— y una voluntad opuesta, en

los emprendimientos de divulgación, de encadenar los objetos discretos y las experiencias

finitas bajo el paraguas de una experiencia genérica, gozosa (o útil) en tanto que repetible87.

La visibilidad recíproca creciente entre usos del libro (y por lo tanto entre públicos)

heterogéneos, tanto como la indiferenciación material creciente entre los libros —dos caras

centrales de la transformación cualitativa que llamamos masificación—, requirieron la

intermediación creciente de discursos que reorganizaran y difundieran modos de apropiación

distintivos. Una de las víctimas de esta transformación fue la bibliofilia, cuyo prestigio declinó

progresivamente durante este medio siglo: contracara de la masificación (en sentido

cualitativo) del espacio literario “highbrow”, el culto del libro materialmente único, que había

sido el modo de apropiación más prestigioso en el cambio de siglo, se fue volviendo una

práctica de singularización obsoleta.

87
Benjamin, “The Work of Art in the Age of”. Bourdieu: “Just as the opposition between the unique and the multiple

lies at the heart of the dominant philosophy of history, so the opposition, which is a transfigured form of it, between

the brilliant, the visible, the distinct, the distinguished, the ‘outstand-ing’, and the obscure, the dull, the greyness of the

undifferentiated, indistinct, in-glorious mass is one of the fundamental categories of the dominant perception of the

social world (Distinction 596, nota 4).

71

¿No es lícito preguntarse —recordaba alguien— si la manera de sentir y

de pensar de una generación histórica depende, en mucha parte, de sus

grandes casas editoras?

Domingo Buonocore, 1956

(Bibliografía literaria y otros temas sobre el editor y el libro 30)

72

1. La moral de lo genérico

En el número de junio de 1934, en la sección habitual de misceláneas, a continuación

de otra noticia breve que pide “Por la pureza del lenguaje en las transmisiones radiofónicas”,

la Academia Argentina de Letras informó en su Boletín:

Declaración motivada por la venta de libros al peso. — La Academia en fecha

7 de junio ppdo. acordó hacer pública la siguiente declaración: "En

conocimiento de que un comercio de esta plaza ha iniciado, con gran

despliegue de propaganda, la venta de libros al peso, equiparando así la

producción intelectual a una vil mercancía, la Academia Argentina de Letras,

asumiendo la natural función que le corresponde en el sentido de velar por la

dignidad del pensamiento y el respeto a sus manifestaciones entre nosotros,

resuelve llamar la atención pública acerca de un hecho que resulta tan

denigrante para la cultura nacional, que no tiene precedentes en ningún país ni

en ninguna época y que de ser conocido en otras partes, arrojaría verdadero

descrédito sobre la faz moral de la República. En nombre del decoro espiritual

de la Argentina, la Academia cree, pues, de su deber exhortar al público lector

de Buenos Aires, en cuya educación de sentimientos confía plenamente, a no

fomentar con su favor una iniciativa de esta naturaleza, cuya prosperidad

significaría un desmedro muy sensible para el legítimo prestigio de nuestro

pueblo”. (“Declaración” 130, subrayado en el original)

Una suerte de contrariedad moral recorre el texto: han tenido por fin que resignarse a

intervenir. Hubieran preferido no hacerlo; menos por el desgaste —la Academia es todo

contrición y sacrificio— que por el efecto de reconocimiento que se le filtra fatalmente al que

73

se deja interpelar. Confían plenamente en la educación de sentimientos del público, pero

igual prefieren no decir dónde ni quién. La historiografía ha venido a paliar este pudor

insidioso:

Allá por 1930 —escribe en 1974 el historiador y bibliófilo Domingo

Buonocore—, Torrendell instaló una librería en la calle Florida —luego pasó a

la calle Maipú— con el objeto de comercializar al menudeo obras de su sello

propio. Fue por entonces que tuvo la peregrina ocurrencia de vender los libros

por kilogramo, a cuyos fines colocó en su comercio, con gran despliegue de

propaganda,88 lujosas balanzas sobre los mostradores. (Buonocore Libreros 13-

14)

Pero el episodio es más ambiguo, en parte por su fragmentariedad, en parte porque

está en disputa la causa original del conflicto —lo cual vuelve esa ambigüedad significativa.

También sus protagonistas son significativos: se trata tal vez de la primera de una serie de

impugnaciones de las prácticas de la Editorial Tor, que según las cuentas de Carlos Abraham

llegaría a ser “la mayor editorial que haya existido en América Latina” (14): en medio siglo de

existencia (1916-1971), Tor publicó un total aproximado de 10 mil títulos en libros y 2 mil

revistas. A pesar de estas dimensiones, “a esta editorial no la tiene en cuenta ningún cronista

—escribió en 1965 el editor y militante nacionalista Arturo Peña Lillo—, por constituir una

página negra en la historia editorial” (Peña Lillo 25).

Pero Peña Lillo, mal que mal, y aunque sin citar nuestro episodio, estampó el nombre

de Tor, que desde entonces —compañero de ruta del giro populista de buena parte de la

investigación académica— se ha ido volviendo insoslayable para la historiografía editorial.

Buonocore, por ejemplo, que la había omitido en su Libreros, editores e impresores de Buenos

88
“Con gran despliegue de propaganda”: palabras textuales de la impugnación.

74

Aires de 1944, la consignó sin embargo en la ampliadísima reedición del ’74. En 1996 Leandro

De Sagastizábal incluyó, aunque entre paréntesis, una segunda versión del episodio: “(Según

el testimonio personal de un nieto del editor se había tratado de una ironía, un acto de

repudio a la censura que habían sufrido algunos títulos publicados por él)” (De Sagastizábal

67).

Más allá de si hubo o no una impugnación a “algunos títulos” de Tor, anterior a la

venta al peso, lo significativo es que la declaración de la Academia ocurre en un momento de

plena expansión, a la vez que de transformación cualitativa de los títulos, la organización de

su oferta y los canales de distribución de Tor. Yuxtapuesta a la que vela por la pureza del

lenguaje radial, se advierte en ambas una misma preocupación por la propiedad de los

instrumentos de la cultura letrada: la lengua pública, la palabra impresa. Esa preocupación

continua, más la tensión entre lo que se saca a la luz (el pecado) y lo que deja en la sombra (el

pecador), señalan además que está en juego la visibilidad creciente de su uso sin control. Así,

el episodio es menos demostrativo de la “peregrina ocurrencia” (Buonocore) o las “extrañas

modalidades” (De Sagastizábal) de Torrendell, que ejemplar de ciertas transformaciones de la

época, que sus “lujosas balanzas”, en efecto, sacaban a la calle “con gran despliegue de

propaganda”. La política, que de hecho está en el origen de la literatura argentina, podía sonar

todavía armoniosamente entre las cosas de la imaginación, a diferencia de lo que opinó

Stendhal; los platillos, curiosamente, no —al menos no los platillos de una balanza.

Carlos Abraham, que escribió en 2012 el informe más completo de sus actividades, nos

dice que hasta principios de los años 30, Tor “resulta indistinguible de la pléyade de

editoriales argentinas del momento” (Abraham 61). Juan Carlos Torrendell era hasta entonces

un editor más o menos típico entre los que protagonizaron el “boom del libro barato” en los

años 20, que se diferencian netamente de los que vinieron antes y después. Era catalán; su

75

padre, Juan Torrendell i Escalas (1869-1937), había publicado novela, teatro y ensayo en

Barcelona, en Montevideo (donde pasó unos pocos años a comienzos de la década de 1890) y

en Buenos Aires, donde se estableció a partir de 1912, colaborando en el diario La Nación y las

revistas Nosotros y Atlántida (Abraham 31-2). Fue empleado, a la vez, de la Compañía Hispano

Americana de Electricidad (CHADE), una de las más importantes inversiones catalanas en el

Río de la Plata, cuyo presidente tendrá un papel central (veremos) en la fundación de la

editorial Sudamericana en 1939. El desembarco de los Torrendell está así indudablemente

ligado a un período de expansionismo comercial catalán en América Latina, que vio en el

libro un producto de exportación estratégico (Dalla Corte y Espósito).

Nacido en Palma de Mallorca en 1895, Juan Torrendell tendría unos diecisiete años

cuando su familia se instaló en Buenos Aires89 (Abraham 32). Fundó la editorial junto a su

padre a los veinte, en 1916. El "pequeño capital” original lo habría ahorrado o bien trabajando

para la librería La Facultad (De Sagastizábal 65), que además de importar libros (una librería

era entonces centralmente un negocio de importación) editaba algunos propios, o bien

solicitando un préstamo bancario de 500 pesos (Abraham 33). Se trataba, en cualquier caso, de

un capital muy pequeño y a riesgo personal; y cuando el padre se desvinculó a los pocos

meses, la empresa se volvió fundamentalmente unipersonal, como lo serían la mayoría de sus

compañeras de generación, de cuyos proyectos diversos nos ocuparemos en el apartado

siguiente. Por un lado Gleizer (de Manuel Gleizer) y BABEL (de Samuel Glusberg), de

orientación más bien letrada. Y por otro lado Claridad (de Antonio Zamora), que nos interesa

particularmente por la manera en que, en la historiografía del libro argentino, que conserva

hasta hoy cierta impronta pedagógica y letrada, ha venido a representar la “otra” política

posible frente a un momento particular de ampliación del público lector. Al menos desde el

89
De Sagastizábal (65) afirma que tenía doce pero no ofrece otro año de llegada.

76

ensayo de Arturo Peña Lillo sobre la historia editorial a mitad de los años ’60, como veremos,

Zamora conforma con Torrendell un dúo particular: suerte de Dr Jekyll y Mr Hyde, donde un

énfasis similar en la serie y la difusión toma sin embargo un rostro ya noble (en la voluntad

pedagógica de Claridad), ya un poco diabólico (en la apuesta al entretenimiento de la Editorial

Tor).

2. La popularización de lo singular

Esta serie de pequeños emprendimientos (Gleizer, Babel, Tor y Claridad entre los

principales) constituye lo que la bibliografía, sensible a la onomatopeya, conoce como “boom

del libro barato” de los años 20. Se trata de una popularización del libro en varios pasos

sucesivos —de por sí interesantes para nuestros fines— que de algún modo sigue el camino

del primer gran proyecto del siglo en ese sentido: los 872 volúmenes, mayormente novelas

mayormente traducidas, que el diario La Nación publicó a ritmo semanal y precios muy bajos

durante casi 20 años (1901-1920). Continuidad en tres sentidos: relevo temporal casi estricto,

reproducción ocasional de sus autores y traducciones (sobre todo en Claridad y Tor) y,

fundamental para nosotros, incitación al consumo de libros a partir de una vinculación

estrecha con el kiosco de diarios.

Esta multiplicación súbita es todavía más notable si recordamos que el negocio del

libro, hasta que el inicio de la primera guerra mundial retrajo la oferta extranjera, era en

Argentina casi exclusivamente un negocio de importación. Cuando el español Pedro García,

recién inmigrado, decide instalar la librería icónica y luego también editorial El Ateneo en

1913, el primer paso es viajar a España y a Francia y hacer contactos (García El Ateneo 16). Aun

77

las contadas editoriales locales, que en muchos casos tenían una librería como negocio

principal (como Arnoldo Moen), tercerizaban generalmente sus trabajos de impresión y

encuadernación en Europa. En muchos casos operaban meramente como intermediarios: se

trataba de ediciones de autor (o de “amigos” del autor) que el editor se encargaba de hacer

imprimir y encuadernar en París (etc.) por profesionales más o menos prestigiosos.

Pero esto aplica incluso para la literatura más popular del período. Aun los folletines

más baratos y “locales”, textos a menudo gauchescos en verso o prosa producidos por

escritores mayormente ajenos a la cultura “legítima”, o aun en cierta medida al sistema

escolar, se mandaban a imprimir a Italia en grandes tiradas desde fines del siglo XIX (Prieto

Discurso criollista). La cronología, de hecho, es significativa: la recuperación histórica de las

dimensiones que tuvo la industria del folletín gauchesco alrededor del cambio de siglo,

deliberadamente ignorada por la cultura letrada tanto al nivel del comentario como de la

conservación en bibliotecas (públicas o privadas),90 permite advertir que su declive, que según

Adolfo Prieto ocurre en la segunda década del XX, coincide con el comienzo del “boom del

libro barato” de impresión local. Este fenómeno, sin embargo, hubiera sido imposible sin la

retracción de las importaciones que produjo la Primera Guerra91.

90
Hay dos excepciones: las bibliotecas personales de dos investigadores, el argentino germanófilo Ernesto Quesada

y el alemán argentinista Robert Lehmann-Nitsche. Se conservan ambas en el Ibero-Amerikanisches Institut de

Berlín, cuyos archivos son la base de El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, de Adolfo Prieto

(1988). Un cuarto de siglo después, en la introducción a La editorial Tor. Medio siglo de libros populares (2012),

Carlos Abraham explica que la persistente reticencia del libro popular a la conservación institucional lo obligó, para

escribir su informe, a reunir por sus propios medios una colección de más de 3.000 volúmenes.
91
Del período 1911-14 al sucesivo 1915-18, las importaciones caen a la mitad: de 11.123.507 a 5.618.626 de kilos.

Si en 1911-14 Argentina importaba en promedio unos 2.800.000 kilos, en 1919 importó apenas 510.589 (Fernández

Moya 48).

78

La comparación entre ambos períodos puede ir más lejos. La existencia de un creciente

espacio de cultura popular escrita, “surgido masivamente de las campañas de alfabetización

con que el poder político buscó asegurar su estrategia de modernización” (Prieto Discurso

criollista), si bien no fue invisible para los sectores letrados, escapó a la obliteración

prácticamente perfecta para dejar apenas algunos gestos de escarnio y otros de vértigo:92 a la

aparición y desarrollo exponencial de este circuito paralelo, en efecto, se contrapone “la casi

desconcertante conclusión de que el espacio de la cultura letrada apenas si modificó sus

dimensiones en esos treinta años cruciales”: de 1880 a 1910 (Prieto Discurso criollista). Un

análisis que busque “establecer sus zonas de fricción y de contacto, puntos de rechazo y vías

de impregnación”, deduce Prieto, debe recurrir así a considerable astucia dialéctica.

Es en esta serie en la que hay que ubicar la impugnación de la Academia a la

visibilidad de Tor. El boom del libro barato testimonia ante todo el devenir urbano de este

proceso de extensión de las prácticas letradas; y esto en razón ante todo de la demografía:

entre 1895 y 1936, el Gran Buenos Aires pasa de 767.000 a 3.457.000 habitantes (Germani

Estructura 74). A la inmensa cantidad de inmigrantes, que o bien se quedan o acaban por

recalar, como es sabido, mayormente en las zonas urbanas, se suma la migración interna;93

sobre buena parte de ellos se hace sentir el efecto de la escuela pública, potenciado por el

entrenamiento que supone una prensa escrita ad hoc.

Estos nuevos, pequeños, improvisados emprendimientos editoriales, tienen así, en los

años 20, un lugar relativamente intermedio entre el desplazamiento de los nuevos escritores

hacia las experiencias de la urbe moderna y hacia lo popular-urbano —a menudo mediadas


92
Hemos referido uno de Miguel Cané en el apartado “Génesis de una infraestructura crítica” de la Introducción.
93
La población urbana pasa del 37 al 62% entre 1895 y 1947 (Germani 69). En 1947, el 50,4% de los “nativos que

han abandonado la jurisdicción en que han nacido” vive ahora en el Gran Buenos Aires (la metrópolis que conforman

Buenos Aires y los “partidos” que la rodean) (63).

79

por el vanguardismo europeo, estético y/o político—, y, por otro lado, el avance de los nuevos

públicos sobre las prácticas hasta entonces fundamentalmente letradas de sociabilidad

lectora94.

A nuestros fines, podemos categorizar los nuevos emprendimientos en dos tipos,

diversos pero también en cierta medida sucesivos, como se verá enseguida. Primero: los que

sacan a los kioscos de manera periódica, en forma de cuadernillos, textos literarios completos

ya editados previamente como libro. Vuelven así accesibles —en precio y circulación

espacial— materiales del circuito del libro,95 pero sin vincular de manera directa ambos

formatos y espacios, en tanto apuntan más bien a satisfacer un interés o deseo de manera

inmanente; no es casual que Buonocore los reseñe de manera escuetísima. Segundo: los que

sacan a la vez, con esquemas diversos, revistas y libros que pretenden retroalimentarse; con la

salvedad de que a menudo los libros de estas editoriales podían y solían venderse en kioscos.

Podemos conjeturar que estos pequeños proyectos van ligando al público que consume

materiales escritos en el kiosco con el circuito del libro y la librería, que eran todavía —como

nos recuerda Beatriz Sarlo, “reductos minoritarios destinados a los intelectuales y a sus

interlocutores más inmediatos” (Imperio 20).

Los del primer tipo son los que Buonocore llama “ediciones popularísimas” (97).

Buonocore individualiza tres publicaciones96: Ediciones Mínimas (1915-22, mensual), Ediciones

94
Véase Sarlo Modernidad y Saítta.
95
Se podría discutir la pertenencia de algunos al “circuito del libro”´, si al fin y al cabo en su origen fueron folletín;

pero en tanto se han vuelto ya, luego de su conversión en libro, un texto autónomo de largo aliento, que supone otro

tipo de consumo, podemos considerarlos así.


96
Dentro de las “ediciones popularísimas”, Buonocore menciona también al pasar (98) las que estudió Beatriz Sarlo

en El imperio de los sentimientos; estas llevan títulos muy genéricos como La novela del día, La novela de hoy, La

novela de la juventud, etc, y publican en muchos casos textos inéditos. Por sus dimensiones —Sarlo les adjudica

80

Selectas-América (1919-22, mensual y luego quincenal) y Joyas Literarias (1922-1928, semanal). Se

trata en todos los casos, según parece, de textos literarios completos que ya tenían existencia y

carta de ciudadanía en el mundo del libro, aquí reeditados en forma de cuadernillos que

pueden superar las cien páginas.97

Los hermanos Samuel y Leonardo Glusberg, responsables de Ediciones Selectas-América,

publican a partir de 1921 la revista Babel. A partir del año siguiente, bajo el mismo nombre (que

convierten en la sigla Biblioteca Argentina de Buenas Ediciones Literarias), comienzan a

editar libros. También Antonio Zamora, que por esas fechas funda la revista Los Pensadores y

poco después la editorial Claridad, y más tarde Juan Torrendell, de Tor, construirán en esos

años un engranaje complejo de publicaciones periódicas y autónomas, con perfiles diferentes

en cada caso, que apuntalan una circulación más fluida entre kiosco y librería. Estos son ya

proyectos del segundo tipo, surgidos sin embargo, en cierta medida, como una progresión de

los del primero.

El anecdotario recoge bien el inicio precario de estos “hombres bisoños en el oficio, de

condición humilde” (Buonocore Libreros 101), que contrastará notablemente con los grandes

proyectos editoriales de finales de los años 30 —como veremos después. Según Domingo

Buonocore, sin duda el historiador más minucioso (ya que no el analista más perspicaz) del

derrotero del libro en Argentina, constituyen sin embargo la aparición de un “personaje

tirajes de hasta 200 mil ejemplares (19)— son sin duda insoslayables, pero me concentro en las que produjeron muy

pronto una sinergia entre publicaciones periódicas y autónomas.


97
Ediciones Mínimas publicó textos en español y traducciones: grandes poetas como Rubén Darío o Leopoldo

Lugones y medianos como Rafael Alberto Arrieta, ensayistas como el uruguayo José Enrique Rodó (autor del

famoso Ariel), junto a premios Nobel como Tagore o Anatole France. Joyas Literarias, según Peña Lillo, “descubre el

negocio de la traducción, siendo uno de los primeros en publicar en ediciones argentinas a Maupassant, Balzac,

Goethe, Lamartine, Dickens, Tolstoy, Kipling, Sand, Dostoievsky, Musset, De Amicis, etc” (24).

81

nuevo en la escena”: el “verdadero editor en el sentido tradicional del vocablo, es decir la

persona que saca a luz una obra ajena, asume los riesgos de la venta y paga los derechos

intelectuales” (Buonocore Libreros 101), si bien esto último con menos frecuencia que lo

anterior, que para la época ya era bastante. De uno de ellos Buonocore ha dicho conmovido:

“Sin capital y sin experiencia en el arte del libro, por una sugestión lírica, se lanzó a la

aventura de hacerlos y venderlos” (Buonocore 107). La necesidad histórica (por decirlo así) de

su aparición la testimonian, aún antes que el éxito nada despreciable de algunas de sus

publicaciones, el hecho de que, venidos de ninguna parte, sin lazos de pertenencia, sin

estructura y sin capital económico o simbólico de ningún tipo, logran captar inmediatamente

a un número impresionante de escritores —incluso de la élite— que tienen ya una posición

importante o participación habitual en publicaciones periódicas.

También estos proyectos del segundo tipo, que tienen la producción de libros como

meta, pueden a su vez dividirse en dos líneas: los que apuestan a la singularidad y autonomía

de cada libro (BABEL y también Gleizer, que sin embargo no tenía una publicación periódica

sino una librería de barrio), y los que apuestan a la preeminencia de la serie (de diverso modo,

como ya dijimos: Claridad y Tor).

En 1919, “recién salidos de la escuela de profesores ‘Mariano Acosta’”98, “pobres de

fortuna pero henchidos de entusiasmo e ilusiones” (Buonocore Libreros 98), los hermanos

Samuel y Leonardo Glusberg comienzan a publicar Ediciones Selectas-América, cuadernillos

“de letras y ciencias” que se venden por 20 centavos en kioscos y librerías. La editorial “era tan

pobre” (Buonocore 101) que nunca tuvo local propio (las transacciones se hacían en el

domicilio familiar). Entre las “ediciones popularísimas”, Selectas-América es la que se orienta

98
El “Mariano Acosta” era una escuela de las llamadas “normales”, donde se obtenía el título de maestro de primaria

al egresar del colegio secundario.

82

con más decisión a los escritores locales profesionales, con los que establece contacto; y a

pesar de su modestia, consigue reunir notablemente algunas de las firmas más prestigiosas del

momento.99 Lo que equivale a decir que apuestan a ofrecer materiales “cultos” a un público —

el que consume materiales de lectura en los kioscos— al que, si bien pueden no serle

cualitativamente desconocidos, porque muchas de las mismas firmas aparecían en los diarios,

sin embargo estos materiales no se le presentan quizás en su relativa autonomía y en su

interés específico. O quizás habría que decir, al revés, que la relativa autonomía y el interés

específico del texto literario y del comentario ilustrado son los valores que un proyecto de este

tipo pretende difundir.

A partir de 1921 publican también la revista Babel, y en 1922, habiendo publicado 50

cuadernillos, pasan a editar libros inéditos. En el centenar de títulos que sacan en los

siguientes diez años, vuelven a contar con grandes firmas: comienzan con Las horas doradas,

del ya entonces gran bardo nacional Leopoldo Lugones, y cierran con el ensayo Radiografía de

la Pampa (1933), de Ezequiel Martínez Estrada100. Según el “Índice de obras publicadas” que

difunde cada número de la revista —confirmado por el catálogo de la Biblioteca Nacional—,

las traducciones se cuentan con los dedos de una mano: fuera del poeta “Enrique” Heine y el

novelista y ensayista Waldo Frank —a los que Samuel era aficionado, según Horacio

Tarcus—, apenas los Pensamientos de Marco Aurelio, una selección de cuentos de Albert

Samain y el famoso Manual de la historia de la literatura española de James Fitzmaurice-Kelly.

Esta era la “Serie B”. La “Serie A” incluía casi exclusivamente autores argentinos, igualmente

99
Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Roberto Payró, Alberto Gerchunoff, Enrique Banchs, Rafael Alberto Arrieta,

Baldomero Fernández Moreno, Arturo Capdevila, Arturo Cancela, Horacio Quiroga, entre otros (Buonocore 99).
100
Sobre la importancia de este libro y en general de Martínez Estrada en la renovación crítica de los años ’50,

véase el capítulo 2.

83

indiferenciados en cuanto a género; grado cero de la ordenación en colecciones, pero la

divisoria de aguas no deja de ser significativa [FIGURAS 1.1 y 1.2].

El bautismo de Manuel Gleizer es aún más notable. Había llegado desde Rusia a los 12

años, en 1901. Hacia 1918 vendía billetes de lotería en un local de Triunvirato 556 (actual

Corrientes a la altura de Scalabrini Ortiz en el barrio de Villa Crespo, si no me equivoco). “Un

mal día para su negocio le quedaron de clavo varios enteros no premiados por valor de 300

pesos” (Buonocore 103). Al día siguiente, para compensar las pérdidas, trajo de la biblioteca de

su casa 250 volúmenes: a 40 centavos el ejemplar, resultó que los agotó en pocas horas.

Enseguida puso un cartel que decía “Compro libros”: así, cuenta el mito, nació su librería. En

1921 se mudó a otro local justo enfrente: en esta Librería La Cultura —lugar “modesto y

destartalado” (103)— se armó, según parece, una tertulia101; habría sido el escritor Arturo

Cancela el que le sugirió una de esas tardes que se hiciera editor. Para pagar los derechos de

autor a Joaquín de Vedia, cuyo Cómo los vi yo fue su libro inicial en 1922, habría pedido un

préstamo bancario. Del segundo, Tres relatos porteños del propio Cancela, va a imprimir 18 mil

ejemplares en los siguientes cuatro años.

Este relato de comienzos condensa algunas de las principales representaciones

que caracterizan los modos de inserción de los nuevos editores en la cultura del

101
De estas tertulias participaban los escritores Arturo Cancela, Raúl Scalabrini Ortiz —que daría nombre muchos

años después a la calle de la esquina—, Leopoldo Marechal, César Tiempo, Nicolás Olivari, Samuel Eichelbaum, los

hermanos Raúl y Enrique Gonzalez Tuñón, la mayoría de orientación nacionalista. Según Buonocore, “el último

romántico de los editores” (105), es decir Gleizer, “siempre presenciaba [estas tertulias] sin intervenir” (103). Es

notable hasta la mitad de siglo la recurrencia en la caracterización de estos intermediarios privilegiados del mundillo

literario: editores, libreros, etc. Como sobresalen siempre por su capacidad de sacrificio y autopostergación, el

espesor del personaje rara vez excede los límites de la función que cumplió. En el apartado 4 comentamos el caso

del librero Tomás Pardo, que en calidad de tal recibió en 1942 homenaje póstumo del filósofo Francisco Romero y el

escritor Manuel Mujica Láinez, importantes figuras de entonces.

84

libro —afirman Verónica Delgado y Fabio Espósito—. En primer lugar, Gleizer

va a transformarse en librero por azar; no hay un linaje o tradición que

apuntale una vocación. En segundo lugar, la motivación de los comienzos es

económica: la necesidad de recuperar el dinero perdido con los billetes de

lotería. Tercero, los libros son considerados por su valor de cambio, como

bienes de mercado. (De Diego 77)

De una revisión del catálogo de la Biblioteca Nacional parece desprenderse que hubo

apenas una colección: se llamó “Índice” y reunió, en un período corto de dos o tres años, unos

pocos títulos como el libro de poesía Días como flechas, de Leopoldo Marechal (1926), el ensayo

El idioma de los argentinos, de Borges (1928) o la indefinible No toda es vigilia la de los ojos abiertos,

de Macedonio Fernández (1928). Difícil advertir si había algún criterio; en cualquier caso, la

diferencia con las colecciones de la “época de oro” va a quedar clara en el apartado 5. Fuera de

eso, cada uno de los libros del catálogo, que casi no cuenta con traducciones, apostaba más

bien —a diferencia de la sobria monotonía de los de BABEL— a volverse único y distinto. Los

diseños de tapa eran individuales y relativamente alusivos: ilustraciones que la cubrían

completa, incorporando el título, en general para poesía o ficción; juegos tipográficos (sobrios

pero distintivos) para el ensayo; retrato fotográfico si el libro estaba centrado en una figura

(política). Al pie, a menudo sin diseño, iba siempre indicada en tres líneas la editorial: “M.

Gleizer Editor / Triunvirato 557 / Buenos Aires 19xx”. No iban numerados. Según Buonocore,

Gleizer “lanzó al mercado y a la fama” (104) unos doscientos títulos en los primeros diez años,

a partir de lo cual el ritmo disminuyó [FIGURA 1.3].

Tampoco la Editorial Sur —que surge durante ese declive, en 1933, dos años después

de la salida de la revista — deja en los libros mismos marca alguna de pertenencia a una

85

colección, ni se preocupa por numerarlos102: “la producción nacional, Silvina Ocampo,

Eduardo Mallea, Leopoldo Marechal, Francisco Luis Bernárdez, se mezclaba alfabéticamente

con Louis-Ferdinand Céline, André Malraux o Virginia Woolf. En los índices-catálogo de la

editorial que venían como hoja suelta dentro de la revista en la década del cincuenta, la

división es por género (ensayo, novela)” (Willson 232). Coherente con el proyecto de la revista,

la editorial tradujo y publicó los textos europeos y norteamericanos que consideró las

cumbres de la literatura contemporánea, además de un cierto número de colaboradores de la

revista. Aunque la organización en colecciones no era habitual —como vimos— en una

editorial sofisticada, las hipótesis que ofrece Patricia Willson para explicar esa ausencia son

interesantes aun si preferimos no considerarla tal. Primero: leerla “como una marca de

eclecticismo y también como una configuración de lector: al lector de Sur se le deja la tarea de

ordenar, priorizar y elegir en función de la curiosidad o la afinidad estética (el ‘interés

particular’)”. Segundo: eran innecesarias, en tanto Sur “editaba lo nuevo”. Tercero (la que

parece más caprichosa y sin embargo es tal vez la más exacta): “la que la propia Victoria

Ocampo expuso en la introducción al catálogo general de la revista Sur de 1966: ‘elegí (porque

me gustaban) obras que otras editoriales no se atrevían a publicar’” (232). Lo que significa,

como ya es evidente en la caracterización general del proyecto, que así como la totalidad de

los libros de la editorial tenían un “gusto” único en el origen, tenían igualmente un lector

igualmente indivisible como destinatario imaginario. Esto resultará más claro en

contraposición con los catálogos de los años ’40 en adelante.

102
Al publicar el primer volumen, sin embargo, una notita en la revista anunció que sí las abría: “‘SUR' se propone

crear, en fecha próxima, diversas ramas que extenderán considerablemente su editorial. Iniciará, así, una colección

de novelas argentinas, una colección de ensayos argentinos y una serie de volúmenes de poesía argentina.

Paralelamente desarrollará la publicación de obras extranjeras que revistan para nuestro público un interés

particular” (Sur 8 157, citado por Willson “El lugar” 231).

86

La transformación del proyecto editorial de Antonio Zamora —estamos de vuelta en

los años ’20— es similar a la de Glusberg en cuanto a la articulación que va a hacer entre

publicación periódica y libro, pero hay sin embargo una diferencia de énfasis. Inmigrante

español, corrector del diario Crítica,103 Zamora publica entre enero de 1922 y noviembre de

1924 cien cuadernillos de 32 páginas bajo el título Los pensadores. Aspirando a difundir a los

grandes pensadores de la cultura universal, con muy escasa presencia argentina, edita cada

semana una obra ya publicada anteriormente. Cada 20 cuadernillos, la editorial ofrece el

servicio de encuadernación, poniendo así al alcance de un público de recursos limitados una

práctica de enorme legitimidad en la cultura dominante del libro —como veremos en el

apartado 4—: el coleccionismo, la ostentación de lomos. En este primer período ha

comenzado también a editar libros con mucho éxito, organizándolos en “Bibliotecas” —así las

llama— de criterio sencillo: Clásicos, Los nuevos, Científica, Teatro, Poesía, etc [FIGURA 1.4].

Graciela Montaldo (64) sospecha que la superposición entre estas colecciones y la propuesta

(ya coleccionable) de Los Pensadores fue una de las razones que llevaron a Zamora a abandonar

los cuadernillos al completar 5 tomos; en su lugar, todavía con el mismo nombre, crea una

“Revista de selección ilustrada, arte, crítica y literatura. Suplemento de la editorial Claridad”,

que en 1926 pasa a llamarse Claridad, “Revista de arte, crítica y letras / Tribuna del

pensamiento izquierdista”.

La similitud con el giro de Ediciones Selectas-América/Babel es evidente: la oferta de

textos completos en cuadernillos (eventualmente coleccionables) es reemplazada por una

revista con artículos de colaboradores que publicita los libros de la editorial, desdoblando así
103
De tono sensacionalista, Crítica (1913-1962) es considerado un diario de vanguardia en sus estrategias de

masificación, que consiguió desde fines de los años ’10, precisamente cuando Antonio Zamora formó parte de la

redacción. Hacia mitad de los ’20 tiraba al día varios cientos de miles. Reunió a la vez una cantidad notable de

grandes firmas: Roberto Arlt y Jorge Luis Borges entre muchas otras.

87

en dos lo que antes era una oferta concebida para lectores que hacían todo su consumo de

material escrito en un solo circuito. La apuesta a este desdoblamiento es también visible, en

los años siguientes, en los proyectos de “revista bibliográfica” de otros dos editores de libros, y

que apuntan precisamente a difundir en los kioscos las novedades de librería: Noticias

Literarias, de Jacobo Samet (1923-24) y La literatura Argentina. Revista bibliográfica, de Lorenzo

Rosso (1928-1937). En estas publicaciones —como vimos en la Introducción— la crítica tenía

un lugar menor.

Tanto Samuel Glusberg como Antonio Zamora fueron militantes socialistas y

“animadores culturales” en sentido amplio, y BABEL y Claridad están marcadas por ese

horizonte. Pero algo diferencia notablemente los libros que produjeron: en la década en que

Glusberg publica una centena de sobrias Buenas Ediciones Literarias de autor, prestigiosas

entre los hombres de cultura y que se disputarán los bibliófilos en las décadas siguientes,

Zamora produce una profusión de textos muy heterogéneos cuyo número la bibliografía

específica todavía no se ha animado a arriesgar. Otra de sus características ha tenido mejor

suerte crítica. Montaldo intentó explicar por ejemplo una contradicción bastante notable:

aunque toda la empresa aparece justificada por un proyecto político, los materiales de la

primera época son de una heterogeneidad ideológica importante. Advertirlo no requiere

mayor astucia: a menudo Los Pensadores llena de notas aclaratorias, exculpatorias o

acusatorias los textos de orientación ideológica divergente, que parecería más sencillo no

publicar. Lo mismo puede decirse de la heterogeneidad textual, a pesar de la hegemonía de la

narrativa y del género biográfico. “No parece ser del todo osada la hipótesis de que en algunos

casos la CEC [Cooperativa Editorial Claridad] publicaba aquello que ‘tenía a mano’ (…)”

(Montaldo 46).

88

Lo que justifica esta estrategia, presume Montaldo, es la preeminencia de la función

transformadora asignada in toto a la cultura impresa, en tanto vehículo de pensamiento y

práctica modeladora de una subjetividad emancipada y revolucionaria. Acaso el género

biográfico —o incluso la clave de lectura que ofrece— cumple el cometido de manera

ejemplar; pero en rigor todos los textos, sean ficcionales o filosóficos, teatrales o incluso

poéticos, van en el conjunto sobreimpresos por la exigencia de una práctica única y

generalizada. Hay así una apuesta a un cierto valor genérico que comparten todos esos textos

(lo que acá hemos llamado la serie), tanto que las categorías que organizan las colecciones no

atienden más que a características externas y tradicionales (Clásicos, Poesía, Científica, etc),

con escasa capacidad de definir perfiles de goce más específicos. Así, al pie del catálogo de

libros que aparece en cada número de la revista, se informa y sugiere: “Con frecuencia se

agotan algunas de las obras en existencia. Cuando haga su pedido, indique varios títulos para

reemplazar las que se hubieran agotado” (Claridad 242 s/n). Para una apuesta a la serie de

manera mucho más creativa y específica habrá que esperar las series de Tor a partir de los

años ’30.

3. El goce interminable de la serie

En estos mismos años, entre su fundación en 1916 y 1930, aun si su perfil era más

comercial que los de Glusberg o Gleizer, nos dice Carlos Abraham que el esquema de la

Editorial Tor no se diferencia sustancialmente de ellos. Edita libros baratos y mayormente

sobrios y a partir de los años 20 los organiza en colecciones de criterio sencillo, asimilables

(como se ve) a las de Claridad: Novelas de Autores Americanos, Novelas de Autores Europeos,

89

Las Mejores Poesías y Obras varias. Edita grandes nombres (Oscar Wilde, Eça de Queiroz,

Knut Hamsun —ganador del Nobel en 1920), edita autores populares (Juan José de Soiza

Reilly, Héctor Pedro Blomberg, un temprano policial de Josué Quesada); y cuando edita

escritores argentinos, se trata generalmente de ediciones de autor.

“En 1930, le editorial Tor ha dejado la edición de autores para minorías, lanzándose a la

producción en gran escala para todo el continente” (Peña Lillo 25). Ese año, en efecto, Tor se

muda a un edificio de 4 mil metros cuadrados y compra su primera rotativa: la característica

de estas máquinas, usadas para producir periódicos más bien que para libros, es que permiten

imprimir grandes cantidades a alta velocidad y precios muy bajos; y decir que lo “permiten”,

en estos casos, es decir que lo exigen.

La producción en masa obligó no sólo a un cambio en los métodos de

comercialización sino también en los contenidos. En vez de la literatura general

de la primera etapa —con su mixtura de clásicos, best sellers, autores locales

autofinanciados y obras de actualidad—, se recurría a los géneros capaces de

ser consumidos a gran escala: la novela rosa, la narrativa policial, la novela de

aventuras y, en menor grado, la gauchesca sensacionalista y matreril. Es decir,

la llamada literatura de masas. (Abraham 68)

Aparecen así los signos distintivos de Tor a partir de entonces: “sus enormes tirajes, sus

extensas e inconfundibles colecciones, sus tapas sensacionalistas, su librería propia” y “sus

ingeniosas estrategias de mercadeo” (Abraham 61), que incluirán, por supuesto, brevemente,

la venta de libros al peso. La editorial comienza entonces a publicar, a precios bajísimos,

colecciones semanales de narrativa popular, en lo cual —como vimos— no fue la primera ni

90

será la última104. Pero Tor abrió además, en 1933, una librería dedicada principalmente a

vender sus publicaciones; y la abrió en “la famosa calle Florida, la rue de la Paix de Buenos

Aires, la calle de los negocios suntuosos, de las joyerías y de las grandes tiendas, de las

librerías, de las galerías de arte y los bares y cafés de moda”105 (Córdoba Iturburu s/n). Ubicada

en el 240, estaba a metros de La Facultad (Florida 359) —que había tenido a Torrendell como

empleado— y de El Ateneo (Florida 371),106 y a poco más de la mayoría de las librerías más

sofisticadas de la ciudad. Es en este contexto de visibilidad creciente, potenciado por la

transformación cuantitativa y cualitativa de su circulación y su oferta, que hay que entender la

impugnación de la Academia Argentina de Letras.

Para reivindicar a Tor de esa historia de impugnaciones, que la bibliografía del libro

prolongó, Carlos Abraham se toma el tiempo de reseñar los textos “legítimos” que
104
Tor publicaba novelas románticas los lunes y miércoles (Revista Mi Novela y Biblioteca Mi Novela); policiales y

aventuras los martes y jueves (Colección Misterio y Biblioteca Sexton Blake); “obras de corte nativista y gauchesco”

(Abraham 67) los viernes: La Tradición Argentina. Entre 1933 y 1936 otras editoriales sacaron a los kioscos sus

colecciones populares de narrativa: Rubio & Cía (Colección Intriga, de 45 títulos, y Colección Sentimental, de 44);

Sarmiento Casa Editora (Colección Sensacional y Colección Sarmiento); Alfredo Angulo (Biblioteca Emilio Salgari,

de 62 tomos, Biblioteca Sentimental, Colecciones Gauchas, etc.) (Abraham 103-104).


105
Sigue Córdoba: “Por Florida desfila en cada mediodía y, más aún en cada atardecer, el todo Buenos Aires, el

Buenos Aires de la política y del arte, de la sociedad y de la industria, del deporte y de la elegancia. Los poetas han

aludido a esta calle ilustre innumerables veces. Rubén Darío la recuerda, desde París, con nostalgia: “Formada de

rosales tu calle de Florida - mira pasar la gloria, la banca y el sport". Florida es el gran salón de Buenos Aires, la

sonrisa cortés y pulida, afable y decorosamente galante, de esta capital poderosa y joven, enérgica y multitudinaria

de los rostros diversos” (Makarius s/n). O si se prefiere: “Paso azorada por Florida, el vivo / escaparate de la farsa

urbana: / viejas extravagantes, niñas cursis / y hombres-hembras desfilan en majadas”, según el poema de 1927 de

Clara Better (seudónimo de César Tiempo [seudónimo de Israel Zeitlin]). O en palabras del propio Buonocore en

1974, “la vía lujosa y tradicional de pasaje inevitable para el porteño de ley y para el turista” (Libreros 120).
106
Recién en 1938 El Ateneo se muda al 340. Ahí sigue, aunque ahora como parte del multinacional Grupo ILHSA,

que tiene 40 sucursales en todo el país.

91

popularizaron sus series semanales; series que son, por otra parte, casi el único mérito que

Buonocore le reconoce a Torrendell: “fue uno de los primeros entre nosotros que estableció,

con criterio sistemático, series literarias” (100).

Pero el criterio de las series de Tor se revela absolutamente rizomático en el informe

de Abraham; o “aleatorio” (96), si se prefiere. Tomados de fuentes múltiples y heterogéneas,

los textos son a su vez recolocados, en sucesivas reediciones a lo largo de los años, en series

igual de múltiples y heterogéneas. Aquella idea de T.S. Eliot, apenas anterior, de que cada

(gran) escritor redistribuye la colocación de sus predecesores107, la aplicó Torrendell como

procedimiento a sus colecciones, si bien su criterio era previsiblemente más heterónomo. Así,

por ejemplo, el estreno de Obras maestras del terror, el film de Narciso Ibáñez Menta en 1960,

reinscribió libros de Wells, Stevenson, Fernández y González y Poe, ya publicados

anteriormente en una serie fantástica y de ciencia ficción, como continuadores de El fantasma

de la ópera, de Gaston Leroux, primer título de la colección súbita “Obras maestras del terror”

(Abraham 96). El mismo libro de Stevenson, El hombre y la bestia (que no es otro que Dr Jekyll

& Mr Hyde), también había entrado años atrás en la “Biblioteca Florida”, que ofrecía sin

embargo “las mejores obras destinadas a la mujer —novelas de autores famosos, y poesías de

los más admirados poetas—, en una edición magnífica”, según rezaba una publicidad de la

revista Biblos en 1942 [FIGURA 1.5]. Para esta ecléctica colección fue también reciclado Veinte

poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, publicado anteriormente en la

“Colección Cometa”. Literalmente reciclado: en el ejemplar que se ve en la FIGURA 1.6, se

107
“The existing order is complete before the new work arrives; for order to persist after the supervention of novelty,

the whole existing order must be, if ever so slightly, altered; and so the relations, proportions, values of each work of

art towards the whole readjusted; and this is conformity between the old and the new” (Eliot 15).

92

advierte que bajo la coqueta encuadernación florida se oculta el cuerpo de la edición

anterior…

La repetición de títulos, la ausencia habitual de fechas y el azar de las numeraciones,

muestra Abraham, impiden ordenar de manera mínimamente “sistemática” el catálogo

proliferante de Tor. Pero no es menos cierto que la serie fue efectivamente, como percibió

Buonocore, su procedimiento fundamental: no hubo prácticamente texto, a partir de los años

‘30 al menos, que no fuera colocado en una o múltiples series, parte de las cuales iba impresa

en las contratapas o interiores, o enumerada en publicidades [FIGURA 1.5 y 1.6]. Para no

condescender otra vez al espaldarazo tilingo ante cada título válido que “difundió” Tor, quizás

convenga más bien preguntarnos qué le ocurre a Azul de Rubén Darío, Dr Jeckyll & Mr Hyde

de Stenveson y Vida de Beethoven de Romain Rolland cuando pasan a formar parte de las “32

maravillas” que presenta la “Biblioteca Florida” bajo el eslogan: “Una joya en manos

femeninas”.

93
FIGURA 1.1. “Índice de obras publicadas” por la editorial BABEL (Babel 29, 1929).
94
FIGURA 1.2. Cuatro tapas de la editorial BABEL. Las horas doradas, de Leopoldo Lugones (1922); Las hermanas
tutelares, de Rafael Alberto Arrieta (1923); El desierto, de Horacio Quiroga (1924); Argentina, de Ezequiel Martínez
Estrada (1927).
95
FIGURA 1.3. Cuatro tapas de la editorial Manuel Gleizer: Cómo los vi yo, de Joaquín de Vedia (1922); El hombre que
volvió a la vida, de José León Pagano (1922); Evaristo Carriego, de Jorge Luis Borges (1930); El viajero y los
paisajes, de Marcos Victoria (1934).
96
FIGURA 1.4. “Suplemento del catálogo de obras en existencia” de la Editorial Claridad (Claridad 1, julio 1926).
97
FIGURA 1.5. Publicidad de la “Biblioteca Florida” de la Editorial Tor, donde se anuncian títulos ya publicados en otras
colecciones (Biblos 1.3, enero de 1942).

98
FIGURA 1.6. Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, de la Editorial Tor. Se advierte
que el cuerpo del libro ha sido reencuadernado para pasar de la “Colección Cometa” a la “Biblioteca Florida”.

99

Al reenviar al lector, en el instante de la depresión post-climax, a un número de otros

textos que supuestamente comparten una cierta cualidad, la serie invita a la repetición del

goce: afirma por tanto la cualidad genérica de todo goce.108 La divisa, aquí —una vez que se han

sorteado obstáculos menores como los derechos de autor, como hizo a menudo Torrendell—

,109 es que todo lo que es único, o por decirlo de otro modo, lo que parece ofrecer un goce

específico, es susceptible de serialización. Así, no sólo el goce de la aventura, o del misterio, o

del drama amoroso puede repetirse idealmente en infinitas experiencias finitas, sino también

el goce aún más específico de las novelas de Tarzán. Como es evidente, se trata de una

operación típica de la cultura de masas, o para decirlo más sencillo, de las estructuras

industriales para la producción de objetos culturales; pero advirtamos que se trata de cultura

de masas “in the making”. El público se renueva, pero la obra humana es finita: cuando se

acabaron las novelas de Tarzán, Torrendell se puso a publicar el “ciclo marciano” de su autor,

Edgar Rice Burroughs, suponiendo que el nombre de autor podía ser esa cualidad genérica

que construyera la serie. Pero este rasgo, aunque necesario, no alcanzaba; como el éxito fue

mucho menor, Torrendell tuvo otra idea. Con su propio nombre o bajo el seudónimo J.A.

Brau Santillana, Alfonso Quintana Solé “tradujo” para Tor unas cuarenta nuevas novelas de

Tarzán de Edgar Rice Burroughs cuyo original inglés, según Carlos Abraham, nadie ha

podido localizar.

Se trata, por lo mismo, de una operación que está en las antípodas de aquellas con que

trabaja preferentemente la alta cultura. La Academia le reprocha a Tor equiparar “la

producción intelectual a una vil mercancía”: someter, en definitiva, la infinita particularidad


108
Esto se ha vuelto hoy una constante de cualquiera mecanismo de ventas medianamente masivo: de a los lectores

de X les suele gustar también Y a los sistemas de indexación que ofrecen, a los espectadores de Orgullo y prejuicio,

otros dramas amorosos con un leading female role.


109
Era inusual sin embargo que este prurito detuviera en la época a ningún editor.

100

de la obra de cultura al sistema universal de equivalencias entre objetos que llamamos valor

de cambio, forma originaria, según Marx, del dinero. El peso, por otra parte, es el

procedimiento de distinción que usamos para los bienes más genéricos: a los fines prácticos, la

única manera de distinguir una papa de otra es medir cuántos gramos de papa tiene cada

una110.

¿Pero y si también el valor de uso pudiera ser sometido a un funcionamiento similar?

¿Y si aún una de las prácticas más distintivas de la cultura legítima, de la que se espera una

participación central en los procesos de individuación tanto nacional como subjetiva, pudiera

ser grillada según categorías genéricas? ¿Y si pudiéramos convertir todos los nombres propios

en perfiles de goce, potencialmente serializables? Entonces la factura material habrá grillado

también la experiencia del texto: y así como parece cada vez más difícil, durante este salto de

visibilidad en la popularización del libro que son los años ’20 y ’30, apostar a que la posesión

de un cierto libro conserve algún poder de singularización —fuera de la individuación

genérica del goce seriado—, así también las experiencias culturales y aun las subjetividades

que distribuye la urbe masificada parecen amenazar, como tantas veces se ha dicho, con

volverse genéricas.

110
Existe en rigor una variedad más o menos grande (según el caso) y jerarquizada de los bienes que solemos

considerar más genéricos (por tamaño y condición principalmente, en el caso de los productos agrícolas), pero su

distribución estratificada los vuelve a menudo recíprocamente invisibles.

101

4. Una perversión del amor del libro: la bibliofilia

Sin establecer relación alguna entre ambos fenómenos, Domingo Buonocore consigna

el abaratamiento y la difusión (y diremos nosotros: también la serialización) del libro que

acabamos de reseñar, a la vez que el establecimiento paulatino, que a él le resulta

indudablemente más honroso, de un circuito del libro antiguo, raro o “de bibliófilo” en vías de

institucionalización. En 1928, sin ir más lejos, se funda la Sociedad de Bibliófilos Argentinos.

Pero los rasgos distintivos de una cultura bibliófila difícilmente son nuevos en el país.

Coleccionismo de ejemplares antiguos o raros: incunables, ediciones limitadas o ilustradas,

primeras ediciones de libros prestigiosos (todavía fundamentalmente europeos); cultivo de la

belleza material y aun del lujo en las ediciones propias: reducidas ediciones de factura y

encuadernación firmada, e incluso construcción de ejemplares únicos mediante el agregado

de nuevas ilustraciones y documentos. Largo etcétera: en su reseña de la industria editorial en

el cambio de siglo, por ejemplo, Sergio Pastormerlo muestra la centralidad que esos valores

habían alcanzado dentro de la cultura del libro. Era habitual que las reseñas atendieran

especialmente a las características materiales, para lo cual se había difundido un lenguaje

sofisticado que permitía describirlas; había premios a las mejores ediciones. Pastormerlo nos

ofrece un ejemplo extremo, si bien indicativo de la importancia que se asignaba a la factura

material en una operación de canonización: el comentario que recibió, en el Anuario

Bibliográfico de la República Argentina111 de 1887, la Historia de Belgrano y de la independencia

111
Los ocho tomos (1880-1887) publicados por Alberto Navarro Viola pretendieron “inventariar y comentar toda la

producción de materiales impresos: libros, folletos y publicaciones periódicas” (Pastormelo en De Diego 4). Lo

hicieron con una salvedad: “la creciente producción de literatura popular”, que “el Anuario recogió de un modo

irregular y parcial” (6).

102

argentina de Bartolomé Mitre112 —gran bibliófilo, además de ex presidente y héroe de la

unificación nacional. La reseña terminaba así:

La presente edición, hecha en París bajo la inteligente dirección del librero

editor Sr. Lajouane,113 consta de 5 mil ejemplares, entre los que hay 500 que

forman una especial edición de lujo, designados así: dos ejemplares impresos

sobre gran Japón extra (reservados); cinco impresos sobre gran papel de las

manufacturas imperiales del Japón; tres, en papel de China; cincuenta, en papel

imperial del Japón; cien, en papel Whatmann; ciento cuarenta, en papel de

Holanda; y doscientos sobre papel velin satinado. Los primeros sesenta

ejemplares llevan impreso el nombre del suscriptor. Toda la edición está

encuadernada: en tela, la vulgar; y con ricas encuadernaciones de amateur la de

lujo. Los dos ejemplares reservados, destinados el uno al autor y el otro al

presidente de la República, Dr. Juárez Celman, están impresos, como queda

dicho, en gran Japón extra, encuadrando el texto anchas márgenes. La

encuadernación es un trabajo artístico, hecha por el reputado encuadernador

parisiense, Mr. Pagnant. Es un marroquín plein de Levante, con el lomo y las

tapas adornadas á petits fers y mosaicos, y monogramas en relieve —estando

forradas en seda las guardias y los cantos ricamente dorados. (citado en De

Diego 27)114

112
No se me escapa, con todo, que cuando un grupo de allegados imprime una edición de lujo en honor de un ex

presidente, lo que está en juego excede por mucho la cuestión literaria.


113
Lajouane estaba establecido en Buenos Aires.
114
Hasta acá cita Pastormerlo, pero en rigor el texto tiene un último parrafito: “La edición entera está adornada con

tres hermosos foto-grabados: en el Tomo I, el retrato del Jeneral Mitre con su firma autógrafa; en el tomo II, el retrato

del Jeneral Belgrano, con su firma también, copiado del retrato original al óleo hecho en Londres en 1814; y en el

103

Antes de concluir describiendo así la jerarquía de esta “cuarta y definitiva edición,

corregida y aumentada” (Navarro Viola 355), la reseña ha demostrado que tal encarnación no

es un azar. La Historia de Belgrano, al contrario, ya bendecida por una serie de honorables

disputas y reconocimientos, tiene derecho a esa existencia material, y por lo tanto al destino (a

la vez espacial y simbólico: acá no hay diferencia) que ahora le aguarda. Pero ese derecho no

es por supuesto ajeno a la operación que significa su construcción material. Una edición así

aspira a determinar su circulación tanto espacial como simbólica desde su factura. Compuesta

por ocho tiradas diferentes y jerarquizadas, ya ha diferenciado y jerarquizado sus públicos

aún antes de salir de la imprenta: en definitiva, ha intentado (su éxito ya depende de otros

muchos factores) determinar qué recorrido hará cada conjunto de ejemplares. Se trata de un

prodigioso artefacto de singularización: si recorriendo cierta biblioteca privada uno tropezara

casualmente con uno de los dos ejemplares reservados, sabría enseguida que se halla en la

casa de un presidente de la Nación.

En términos más generales, puede decirse que la forma dominante de la práctica del

libro —en el sentido de su legitimidad, por supuesto, y no de su extensión— aparece en estos

años fuertemente influenciada por la lógica del coleccionismo. El tamaño restringido del

circuito letrado, y la relación a menudo personal entre escritores y lectores, sumado a la

habitual autofinanciación de los libros de autor local —que alcanzan una primera

“consagración” si exhibidos en la vidriera de ciertas librerías céntricas (Sarlo Imperio 20)—,

favorecen un notable énfasis en la construcción material. El libro, si bien reproducible por

definición, aparece casi como una artesanía de creación colectiva: el editor, el impresor, el

tomo III, una reproducción de la estatua del héroe que se levanta en la Plaza de Mayo. El volumen segundo tiene

además bellísimos planos coloreados y esplicativos de las batallas de Tucuman y Salta, —acompañados de los

facsímiles de las medallas acuñadas para conmemorar esas victorias” (Navarro Viola 362). Cualquier similitud con la

memorabilia de la “cultura de la celebridad”…

104

ilustrador y el encuadernador dejan allí su firma, y ponen allí en juego su capital simbólico, al

igual que el autor del texto. La existencia social de las obras literarias, de hecho, estaba tan

determinada por la consideración del objeto-libro, que usar el término “texto”, con que la

teoría nos ha enseñado a desligar el entramado lingüístico de los avatares de su encarnación

material, sería probablemente un anacronismo.

En 1955, en un libro notable para nuestros intereses —y que nos daremos el goce

indulgente de pormenorizar—, el poeta y bibliófilo Rafael Alberto Arrieta reseña la joya más

suntuosa entre las muchas y muy lujosas que guardaba la biblioteca de uno de los bibliófilos

más exigentes del cambio de siglo. El destino de esa colección es una suerte de parábola: con

ella cierra Arrieta las casi 200 páginas dedicadas al siglo XIX en su La ciudad y los libros, luego

de las cuales sigue el Capítulo VIII: “El siglo veinte”, de alrededor de 15. Se trata

evidentemente de la pesadilla proverbial del fetichista, a la vez que, por su fecha y por la

colocación que le da Arrieta, de un statement sobre la fragilidad —a la vez personal e histórica

— de esta práctica distintiva. En este punto, Arrieta todavía está reseñando algunas de las

piezas de aquella colección:

Incorpóranse al catálogo, asimismo, algunos volúmenes que llevan

dedicatoria autógrafa del autor, y entre ellos, cinco argentinos, amigos del

poseedor: los dos libros de poéticos de Alberto Navarro Viola (Versos, Buenos

Aires, 1882 y 1883, excelentemente impresos, encuadernados por Smeers Engel),

Poesías, de Rafael Obligado (París, A. Quantin, 1885, uno de los seis ejemplares

en papel del Japón), Cantos, de Calixto Oyuela (Buenos Aires, Coni e hijos, en

papel del Japón) y Poesías, de Francisco Soto y Calvo (París, Garnier hermanos,

1895, con un retrato del autor por María O. de Soto y Calvo, grabado a punta

seca; papel del Japón). De otro argentino más se inscribe un ejemplar

105

sorprendente: Poesías, de Domingo D. Martinto (Peuser, Buenos Aires, 1894).

Júzgueselo por las indicaciones y el comentario [Arrieta cita aquí el catálogo

que mandó a hacer el propio bibliófilo]:

Ejemplar único, impreso en papel Whatman. Contiene: 1º, el

retrato del autor, dibujo original de Eduardo Schiaffino; 2º, treinta y

cuatro dibujos y acuarelas originales de Eduardo Sívori, intercalados en

el texto; 3º, tres cartas dirigidas al autor y que se relacionan con sus

versos, de los Sres. Núñez de Arce, J.M. de Pereda y M. Tamayo y Baus;

4º, una composición poética autógrafa.

Nada semejante a este ejemplar se ha hecho hasta hoy en Buenos

Aires. Algunas de las acuarelas de Sívori son verdaderos cuadros y

pueden contarse entre las mejores obras del artista, que pasó un año en

la composición y ejecución de las ilustraciones.

¿A qué privilegio debió el afortunado bibliófilo la posesión de esa joya

sin par? Simplemente al hecho de ser él mismo el autor de aquel libro. (Arrieta

192)

En aquel catálogo melancólico, Martinto había dado su justificación para la bibliofilia.

“En nuestros días —escribió—, las ediciones son numerosas, demasiado numerosas quizás, y

no responden siempre a inspiraciones de buen gusto”. El coleccionista no busca lo escaso en

sí, sino lo particular entre lo indiferenciable (o lo único entre lo reproducible):

El bibliófilo —sigue Martinto— trata siempre de poseer sus autores favoritos

en ediciones especiales, lujosamente impresas y encuadernadas, ilustradas con

grabados, retratos, autógrafos y toda clase de documentos curiosos. Cree

tributar así justo homenaje al talento, y el respeto mismo que a los profanos

106

infunde un libro en semejantes condiciones, lo hace hasta cierto punto

inviolable, lo salva de la profanación que diariamente sufren sus hermanos más

humildes” (citado en Arrieta 192).

Algún tiempo después de imprimir el catálogo, el coleccionista salió de viaje. No había

cumplido los cuarenta años; era 1899. “Al ausentarse en Europa en aquel viaje que había de

serle funesto, Martinto levantó su casa y dejó en un depósito el tesoro. Poco después el

incendio del local lo redujo a cenizas. Se libró de la hoguera este rarísimo catálogo que hoy

parece su In Memoriam…” (192).

Pero el siglo al que dio lugar este incendio no atestiguó sin embargo, como ya vimos, la

desaparición de estos goces aristocráticos ligados al amor del libro. La revista más

emblemática de la vanguardia argentina, Martín Fierro (1924-7), le sigue los pasos precisamente

en el momento de su autonomización: “los Señores Viau y Zona —informa Eduardo J.

Bullrich, que será luego (veremos) accionista de Sudamericana— tienen en estudio la

formación de una sociedad de bibliófilos argentinos, limitada a cien nombres, de los cuales

hay ya anotados más de la mitad. Esta sociedad imprimiría los libros extranjeros o argentinos

en Europa, ilustrados por famosos artistas” (citado en Velarde 57). En el número 25, de 1925, un

aviso de la librería El Bibliófilo hacía la pedagogía del gusto bibliófilo:

El Bibliófilo/Librería/Antigua y moderna/Ediciones antiguas y raras/Libros de

lujo/Obras de arte/Literatura en general/Publicaciones nacionales/Españolas-

Francesas El verdadero lujo de un libro se debe entender en la superioridad de

la obra escrita; de la belleza en la ilustración de la apropiación de la tipografía;

de la perfección del tiraje; del papel y del número limitado de los

ejemplares/Consulte nuestros precios/Zona y Viau/UT 31 Retiro 3354 Florida

641/Buenos Aires. (Citado en Velarde 60)

107

Hacia los años 50 este circuito estaba bien establecido, alzando a su paso los precios de

los antiguos libros argentinos, que antes eran difícilmente objeto de interés para los

coleccionistas. “Hermosos libros que al ver la luz no se vendieron o sólo lo fueron por uno o

dos pesos, han obtenido hoy precios inverosímiles”, observa complacido Domingo Buonocore

en 1956 (Bibliografía 40). Pero esa “belleza” de las ediciones príncipe no es la belleza del

ejemplar de lujo o del “libro de bibliófilo”, sino otra cosa.

¿Cuántos saben, por ejemplo, que un solo ejemplar de Las montañas del oro, de

Leopoldo Lugones, librito de humilde apariencia publicado en 1897, por la

imprenta de Jorge A. Kern, vale hoy más que toda la edición de la obra famosa

costeada, recordemos, por la generosidad de sus amigos entrañables, Luis

Berisso y Carlos Vega Belgrano? (40)

Los libros que Rubén Darío, con financiación de sus amigos, publicó en Buenos Aires

en 1896 —Los raros y Prosas profanas—, habían pasado de los 2,5 pesos originales a no menos

de 1.200. Ricardo Güiraldes logró revaluar doblemente el fracaso de El cencerro de cristal, de

1915: el éxito de Don Segunda Sombra en 1926 cotizó su nombre; la destrucción del 90% de la

tirada original de su poemario, enterrada en un pozo de su estancia por el poeta mismo, como

es fama, “por incomprensión de la crítica de entonces” (40), volvió raros y codiciados los 90

ejemplares supervivientes.

Pero nada más significativo y elocuente para patentizar la valorización del libro

argentino, que el ejemplo del Martín Fierro, de Hernández. El famoso poema

gauchesco apareció, como se sabe, en 1872, editado por la Imprenta "La Pampa".

Es un folleto de 78 páginas, mal impreso en papel de diario, con numerosas

erratas y feo aspecto, que los paisanos de la época compraban, generalmente en

varios ejemplares y por unos centavos. En la actualidad ese librito se ha tornado

108

escasísimo —se cuentan con los dedos de la mano los poseedores de la edición

príncipe— y constituye una verdadera joya que se paga por arriba de los cinco

mil pesos. (41)

Se deduce del texto de Buonocore, tanto como del de Leandro Suárez Casariego que

enseguida paso a comentar, que es justamente la autonomización de este mercado, a la vez

que su dependencia de un mercado internacional especializado, lo que ha producido el alza

de los precios115. Lo que corresponde decir acá, entonces, aunque es casi de manual, es que la

fundación de una Sociedad de Bibliófilos en 1928 —que tiene lugar nada menos que en la

Biblioteca Nacional—, o para el caso una Asociación de Libreros Anticuarios —como la que

se establece en 1952—, no supone la consolidación de una serie de prácticas sino un hito en el

proceso de su autonomización. Si hasta los años 20 el amor del libro-artesanía se juzga un

rasgo característico de todo lector ambicioso o sofisticado —del mismo modo que el interés

por el arte se continúa naturalmente en la adquisición de obra—,116 a partir de entonces pasan

115
Dice Buonocore: “Estados Unidos —donde, aunque parezca extraño, se han publicado las primeras bibliografías

de la literatura argentina— muestra un sostenido interés y curiosidad por esta materia y disputa las piezas más

codiciadas en el mercado, pagándolas con moneda fuerte. Así se explica, por ejemplo, que un culto librero anticuario

establecido en un subsuelo casi clandestino del aristocrático barrio norte de Buenos Aires, envíe como primicia sus

catálogos de obras literarias y de folklore a Nueva York, y reciba por cable, a los pocos días, la noticia de la compra

en ‘block’ de las colecciones ofrecidas” (Bibliografía 39). Algunos años después, en sendos fragmentos difíciles de

fechar —por razones que veremos al reseñar su “diario”—, el modesto coleccionista Leandro Suárez Casariego

observa dos fenómenos contiguos. Uno: el alza mundial de precios. Hojeando un viejo catálogo español de 1927

encuentra que un Quijote original completo (1605-1615) costaba entonces 3800 libras; cuarenta años después no

baja de 200.000. Dos: A comienzos de los años 60, comienza a consignar el remate en Londres, a través de

Sotheby’s, de colecciones bibliófilas argentinas. Esta internacionalización influye indudablemente las cotizaciones de

las transacciones locales.


116
De hecho el mercado bibliófilo y el de obras de arte, al menos en esta época, en cierta medida se superponen,

tanto a nivel de los coleccionistas como de los comerciantes.

109

de ser rasgos ejemplares de una práctica legítima, a ser rasgos marginales, y luego incluso, en su

aspecto crecientemente diferencial, aun perversos.

¿Qué caracteriza, entonces, las prácticas ligadas a la bibliofilia?

Es significativo, como mencionamos, que La ciudad y los libros, que Arrieta publica en

1955, no dedique ni 15 páginas (195-208) de sus más de doscientas a “El siglo veinte”. El libro

ensaya dos ficciones de la perspectiva, que le dan al libro su temporalidad marcadamente

“historicista”: tomar por testigo tanto a los viejos edificios coloniales de la ciudad (o incluso un

solar, cuando la construcción sufre cambios) como a los libros mismos. Así, a pesar de que “la

ciudad y los libros” son la materia donde se operan las transformaciones —observables

únicamente a posteriori para el ojo humano—, Arrieta les postula una autoconciencia,

susceptible ante todo de vértigo. Ese vértigo hace explotar el relato en la última sección, que

según nos explica en la “Explicación” inicial, “se emancipa de la concatenación temporal y

pretende sintetizar el proceso contemporáneo en caprichosas figuraciones” (11). Son sus cuatro

subsecciones: “Metamorfosis”, “Elogio de las librerías”, “Caleidoscopio” y “Viñeta urbana”.

Cambio, yuxtaposición, fragmento. “En los andenes y quioscos del camino pilas de

ejemplares, portadas llamativas, agresión de títulos saltones, tomitos colgados de alambres,

como aves desplumadas…” (Arrieta 204). En palabras del bibliófilo mexicano José Luis

Martínez: “Al convertirse la edición en una industria, gracias a los adelantos técnicos y al

crecimiento de la demanda, se fue perdiendo el carácter artesanal y el refinamiento

tipográfico que crearon obras de arte con algunos libros de los siglos XVIII y XIX” (98).

Queda así establecido el linaje paradigmático de la bibliofilia, que reivindica y de

algún modo perpetúa algo de la ciudad patricia (o incluso colonial), con sus prácticas y figuras.

Domingo Buonocuore, cuyos intereses excedieron con mucho la bibliofilia —fue bibliógrafo,

bibliotecario e historiador—, invoca repetidamente el “espíritu” de Esteban Echeverría para

110

santificar la autenticidad de la pasión bibliófila que reseña. En 1949, al consignar en La Prensa

la donación de la colección de Pedro Denegri117 a la Biblioteca Nacional, adjudica sin razón

aparente:

(…) en otro lugar —un rincón del histórico barrio de San Telmo— inició

también la faena del estudio y del acopio de libros. Allí, en un departamento de

tres habitaciones que ocupaba la planta alta de la residencia de sus mayores —

calle Estados Unidos 342—, en cuyas vecindades deambuló otrora la

adolescencia atormentada y romántica de Esteban Echeverría, y tal vez bajo su

conjuro misterioso, realizaría don Pedro Denegri pacientemente, a lo largo de

su dilatada existencia, su tarea de artífice. (Buonocore Pedro 2)

Matiza el azar objetivo recordar que el barrio de San Telmo es el casco histórico de

ciudad, y en la época de Echeverría más bien la ciudad entera. En 1984 vuelve al colocar a

otros dos bibliófilos algo posteriores, Abel Cháneton (1884-1943) y Jorge M. Furt (1902-1970),

bajo el mismo “conjuro”, si bien aquí la advocación esotérica parece algo menos injustificada.

Fueron ambos, cómo no, sus admiradores profundos, nos dice Buonocore; pero además, a la

muerte de Cháneton su biblioteca fue adquirida por Furt, que la instaló en una quinta de su

propiedad:

(…) la famosa estancia “Los Talas”, junto a Luján, en la que fuera

habitante fugitivo el maestro del romanticismo literario entre nosotros y en

cuyo recinto —un par de cuartos humildes conservados intactos con amoroso

cuidado— soñaría y escribiría algunas de sus obras.


117
"Por su parte, una donación de 4.500 volúmenes de Pedro Denegri constituye un capítulo aparte por el valor de

las encuadernaciones firmadas por artistas famosos y por la cantidad de ediciones príncipe y especiales para

bibliófilos de grandes obras de la literatura francesa" (Acevedo 30). Esta descripción sugiere que se trata de una

colección de orientación similar a la de Domingo D. Martino, el bibliófilo trágico cuya historia recordaba Arrieta.

111

Dos bibliófilos egregios puestos bajo la advocación nada menos que del

precursor del libro artístico en la Argentina, ya que —pocos lo saben—

Echeverría fue, precisamente, quien trajo por primera vez esa noble inquietud

estética desde París, a su regreso, en 1830, de su viaje a Europa y enseguida la

materializó en libros que hoy son joyas inhallables. (Buonocore Abel 43-44118)

Pero quizás la verdad de la bibliofilia y su derrotero sea menos flagrante en la

Montblanc de sus cultores notables que en la Parker ansiosa de un bibliófilo wannabe, que a

falta de fortuna, y por lo tanto de colección que hiciera perdurar su nombre, no tuvo más

remedio que escribir.

118
La insistencia en el linaje patricio dentro de la bibliografía del libro argentino ya fue notada 1964 por el editor y

militante nacionalista Arturo Peña Lillo, que la adjudicó precisamente al sesgo bibliófilo de sus historiadores hasta los

años ‘60. En Félix de Ugarteche (Orígenes de la imprenta argentina, 1929), el padre Guillermo Furlong (Orígenes del

arte tipográfico en América, 1947), Torre Revello (El libro, la imprenta y el periodismo en América durante la

dominación española, 1940), el primer Buonocore (Libreros, editores e impresores de Buenos Aires, en su edición

original de 1944), José Toribio Medina (varios) y Raúl Rosarivo (Historia general del libro impreso: desde el origen

del alfabeto hasta nuestros días, 1964), nos dice, es “la tipografía la parte fundamental de la imprenta y la que hace

a la belleza del arte gráfico” (14). “Sus estudios son nostálgicas exaltaciones de un arte exquisito por lo que tiene de

arcaico, minoritario y raro” (15). A contramano de la perspectiva tipográfica, explica Peña Lillo en Los encantadores

de serpientes. Mundo y submundo del libro, “a nosotros nos interesa el hecho de imprimir. Hecho que da la

dimensión y trascendencia social del libro, el periódico o el folleto” (15). En efecto, la tónica del estudio del libro

estaba cambiando en esos años. El interés de Peña Lillo por el libro como fenómeno industrial y masivo lo acerca en

cambio a otros dos estudios contemporáneos de orientación más estrechamente empresarial: el de Raúl Bottaro (La

edición de libros en Argentina. Producción, comercialización y política editora nacionales, 1964), escrito a pedido del

Congreso por la Libertad de la Cultura por el gerente de la Cámara del Libro, y el de Eustasio García (Desarrollo de

la industria editorial argentina, 1965), tesis de doctorado en Ciencias Económicas del hijo y heredero de Pedro

García, fundador de la librería y editorial El Ateneo, que sería presidente de la misma Cámara de 1967 a 1980. Lo

que ocurrió entre un conjunto bibliográfico y otro es la industrialización del libro que discutiremos en el próximo

apartado.

112

Entre libros, libreros y bibliófilos es un objeto extraño, pero de una extrañeza significativa.

La tapa lleva la firma “JALL”, que en el epílogo alcanza a descomprimirse hasta “Un librero,

J.A. Longobuco Lavalle” (158): se trata del encargado de la librería de anticuario L’Amateur,

una de las más tradicionales y prestigiosas del ramo (Buonocore Libreros 197). En el

“Agradecimiento”, JALL reconoce a aquellos que lo ayudaron a “leer y ordenar los apuntes

que legara Don Leandro Suárez Casariego”. Nos cuenta que Mariano, hijo de Don Leandro y

su compinche en aventuras bibliófilas, encontró esas notas entre las pertenencias del difunto

y consideró que no tenían el menor interés. La publicación, que se produjo en 1989, década y

tanto después de la muerte de su autor, se habría debido a la insistencia de Longobuco

Lavalle. “Debo reconocer que ciertos tramos de los apuntes que recibí, inicialmente me

resultaron oscuros y que ellos no se hubiesen esclarecido si no hubiese contado con el aporte

que me brindaron bibliófilos y colegas” (IX): notoriamente, los mismos nombres que

homenajea el texto119.

“A mis amigos libreros dedico estas humildes y simples notas de mis pasos por sus

librerías, durante 40 años…”, escribió Suárez Casariego en una nota que terminó únicamente

citada en uno de los varios epílogos. “Estoy seguro de que las mismas no pasarán los umbrales

de mi familia, no dicen nada nuevo respecto de los libros, ni agregan nada a la formación de

un librero, tampoco los libros que integran mi colección son tantos ni tan valiosos” (154). La

119
No sabemos qué forma tenían los apuntes antes de este esclarecimiento. Podemos presumir que ha sido un

trabajo intensivo, si con el agregado de unos pocos paratextos, que no llegan al 10% del total de páginas, JALL ha

visto apropiado poner en tapa su nombre y no el de Don Leandro, además de agregar al pie “Edición del autor”. Es

tan confuso el manejo editorial que Max Velarde, que parece pertenecer al medio, adjudica a Longobuco Lavalle

textos que son a todas luces de Suárez Casariego. El candor y la humildad que trasunta el libro no hacen sino

reforzar la impresión de que su vocación no es sino el deseo compartido de un grupo de legar sus nombres a alguna

suerte de posteridad. Quizás la palabra de Don Leandro ha sido expropiada entonces con cierta justicia.

113

clarividencia de Don Leandro no fue sin embargo desmentida por su escritura, sino por la

historia de la bibliofilia.

La forma actual del texto es la de un falso diario. Escrito evidentemente après coup,

sigue sin embargo la sucesión de los años, aunque sin precisar ni siquiera el mes, y consigue

con todo poner en marcha alguna suerte de relato. Pero lo que narra el libro no es la

constitución de una colección, que en todo momento imaginamos modesta. No es tampoco el

acontecimiento de algunas pequeñas adquisiciones, marcadas siempre por la vergüenza, la

humillación, el sobredimensionamiento de la caridad ajena: “¡Cuántas cosas pasaron y pasan

por mis manos sin que las pueda comprar!” (64) o “¡Qué pequeño me sentía en ese mundo de

libros!” (117). Sin pausa, en cambio, don Leandro frecuenta a lo largo de cuarenta años los

circuitos más o menos públicos y más o menos exclusivos de la bibliofilia: las librerías de

anticuario, las galerías de arte, los remates. En la primera mitad del libro, estos lugares son

todavía, como en la ciudad patricia, espacios de encuentro “casual” y tertulia improvisada.

Para 1945, escribe:

En L’Amateur me encontré con la Sra. Victoria Ocampo, que charlaba en ese

momento con Bernabé Carabassa sobre novedades literarias francesas. Conocí

en el mismo local al Dr. Alberto Justo, un destacado bibliófilo muy amigo de

Lavalle, gran coleccionista de Montesquieu, que ha logrado reunir cuarenta y

cinco ediciones distintas de sus obras. También conocí a Don Enrique Varesse,

dueño del Hotel Centenario y entusiasta coleccionista de obras clásicas en

ediciones antiguas de poetas latinos. Compra en latín, italiano, francés y

español, es por lo tanto cliente de L’Amateur y Viau. (Longobuco 36)

114

En cada página se advierte el deseo de participar de este mundo que parece moverse

según lógicas aristocráticas,120 a pesar de que se trata de un grupo de personas unidas ante

todo por intercambios comerciales, que se cruzan además (al menos hasta donde accede Don

Leandro) en espacios dispuestos a tal fin: librerías y remates. Esa “verdad” resulta menos

visible cuando, como suele decirse, “money is not a problem”; en el caso de Don Leandro, en

cambio, lo que viene a aplacar esa lógica es el crédito, que se lee como generosidad derivada del

reconocimiento, en tanto la cualidad única de los objetos que se comercian parece marcar toda

compraventa con el signo del don. Inmerecido, además, para Don Leandro: por eso escribe el

texto, con la esperanza de pagar su deuda con letra de molde (con la esperanza de convertir el

plomo en oro…).

En la primera escena vemos a Don Leandro y Clarita haciendo “nuestra habitual

recorrida por Florida”, luego de la cual toman el tren en Retiro de vuelta a Belgrano R. De

modo casual llega a sus manos un catálogo de la librería Viau y Zona. “Siempre me había

detenido largo rato viendo las vidrieras de la librería Viau y Zona, pero pocas veces me había

animado a entrar”. Asiste esta vez, munido del catálogo y de su infaltable esposa:

Qué hacía yo entre esos monstruos de tantos miles de pesos, que jamás

podría comprar. Entre Clarita y yo ganamos $500, con un hijo por llegar, no me

queda resto para comprar libros de precio.

Mientras mirábamos ciertas piezas se nos acercó un joven rubio y

delgado, de mediana estatura, para preguntarnos si queríamos ver algo con más

detenimiento. No sé de dónde sacamos valor y le pedimos ver el Daireaux:

120
No sólo los libros están marcados por ese deseo: “He visto en Pardo dos magníficos sillones fraileros originales

de las misiones jesuíticas, en muy buen estado. Serían ideales para la galería de la casona de Belgrano, pero por el

momento debo conformarme con verlos y sentarme de prestado" (Longobuco 38).

115

Buenos Ayres, La Pampa et la Patagonie, 1877, Orllie Antoine 1er. Roi

D’Araucanie et de Patagonie, 1863, Ruy Díaz de Guzman: Historia Argentina

desde el Descubrimiento, 1854, y la clásica novela Amalia de Mármol, Leipzig

1872. Los libros sumaban $50. Yo tenía $ 11 y Clarita $ 10. Cuando le propusimos

al joven empleado dejar alguna obra ya que no nos alcanzaba el efectivo, nos

propuso dejar una seña para reservar los cuatro ejemplares. Así lo hicimos y a

fin de mes concretaría mi primera compra de libros importantes. Jamás me

olvidaré del joven de Viau y Zona. Supe al ir a retirar los libros que se llama

Roberto Feuillerat y que vive en Florida. (Longobuco 4)

Don Leandro está allí en efecto rodeado de monstruos de muchos miles de pesos. En

otra ocasión, igualmente en Viau, el mismo Roberto le presenta a uno: Antonio Santamarina,

uno de los grandes coleccionistas de arte de la primera mitad del siglo —además de accionista

de Sudamericana en el momento de su fundación (Dalla Corte y Esposito 277).

Recuerdo que Don Antonio, como lo llamaban, me dijo:

—¿A qué te vas a dedicar dentro de la bibliofilia?

Contesté:

—A americana, viajes, literatura argentina, primeras ediciones.

Sonriendo, agregó:

—Bueno, será cuestión de que tomés como socio a un Banco.

(Longobuco 63)

El name-dropping no se detiene en todo el libro; pero el procedimiento cambia. Los

encuentros casuales con figuras aristocráticas de la primera mitad, que disminuyen hasta

desaparecer, son reemplazados por conversaciones con libreros que ofrecen largas

enumeraciones de personajes de la cultura que tuvieron el orgullo de “tratar”, cuyos nombres

116

reenvían nuevamente a la primera mitad del siglo121. En caso de necesidad, Don Leandro llega

incluso a copiar la lista de colaboradores de una revista o de un catálogo.

La relevancia pública de la fauna bibliófila iba en franco declive. En 1954, a los pocos

años de la muerte de su dueño, los herederos de una prestigiosa librería compilaron un

pequeño homenaje: Recuerdo de Tomás Pardo reúne las breves oraciones fúnebres que Manuel

Mujica Láinez y Francisco Romero, figuras importantes del mundillo cultural de entonces,

habían leído en dos actos sucesivos de recordación. La opacidad de la figura de Pardo en estos

testimonios, incapaz de desplazar consigo otros valores que la “bondad” o la “sencillez”,

sugieren que se homenajea allí más bien la función que el azar del sujeto que acabó por

cumplirla. “Y fueron tantos los que lo rodearon con su amistad y afecto, que esta casa fué una

especie de foro donde se conocieron y trataron muchos hombres a quienes hermanaba la

pasión por el libro”, se dice en la breve introducción al homenaje (Mujica Láinez s/n). Manuel

Gálvez, menos afecto a la indulgencia patriótica, lo recordaba en cambio como “un español

muy bajito, muy flacucho, de cabeza y cara chiquitas y bigotes grandes”122 (Gálvez 736).

121
Durante una conversación que versa sobre el “enriquecimiento que significa trabajar en una librería”, los

herederos de la Librería General de Tomás Pardo, por ejemplo, ofrecen en 1969 una lista de viejos habitués. La

componen, en este orden: 10 sujetos con título (militares, doctores y profesores que no dicen absolutamente nada al

lector actual), 17 escritores (mayormente grandes figuras, de los cuales 10 ya estaban muertos) y la mención final de

“un sin número de destacados intelectuales argentinos” (JALL 121).


122
Una última, de Buonocore, muy notable en la adjetivación: “Don Tomás fue, invariablemente, un hombre pulcro,

tanto en el vestir como en el decir. Sentía, según lo tenemos dicho, el placer del diálogo, de la comunicación con las

gentes. Posiblemente, ha sido entre nosotros el librero que escribió más cartas a clientes y amigos, los cuales

acudían a su proverbial cortesía en demanda de un dato, de una información o de un consejo. Disfrutó, así, de la

consideración afectuosa de muchos estudiosos y profesores universitarios que solían visitarlo, entre ellos, Rómulo E.

Carbia, Juan Millé Giménez, Francisco Romero, Manuel Mujica Láinez, Angel Battistessa” (Buonocore 233).

117

En 1989, aspirando a inscribirse en esta tradición alta, suerte de “libreros de la patria”,

los de anticuario prefieren curarse en salud e invertir los términos: todavía vivos, se

homenajean publicando, esclarecimiento mediante, los apuntes de un viejo ya muerto que

había elegido un hobby por encima de sus medios y creía deberles casi todo. El volumen está

editado con descuido, tapa blanda y 59 erratas, que intenta paliar la “fe” habitual; pero no hay

fe que resista tanta blasfemia.

Más acá desde este nivel casi alegórico que sugiere la existencia misma de este objeto,

la despedida de la bibliofilia de la “ciudad letrada” puede leerse también en la clase de “pasión

por el libro” que transmite Don Leandro, la cual nos permite revisar este mismo proceso al

nivel de la transformación de las prácticas y de sus límites. El hecho en sí de que su pasión

carezca casi totalmente de articulación no merece por supuesto la menor censura: es lo propio

de las pasiones ser una suerte de “imantación del yo”, que en tanto lo definen frente a los otros

(pero también con los otros), no pueden apelar sino a particulares: el placer, el gusto, la

curiosidad, etc. Pero el amor del libro fue una de las “pasiones” más legítimas y

sobredeterminadas que hubiera disponible para las clases medias y altas de Occidente, como

disponible y universal fue su raison d’être. Aunque se podría argumentar —con cierta razón—

que precisamente por eso una pasión así no requiere justificación, la modestia de recursos que

exhibe Don Leandro a la hora de hablar del “valor” del libro, a la vez que los límites de su

relación con ellos, es bastante notable. Va un ejemplo flagrante: Don Leandro relata,

podríamos decir que desde el punto de vista de la comunidad bibliófila, un célebre episodio

histórico de la década peronista. El 15 de abril de 1953, luego de un atentado opositor durante

un acto en Plaza de Mayo, grupos ligados al gobierno atacaron varios espacios considerados

de oposición. A la mañana siguiente Don Leandro se hallaba, según nos dice, frente a uno de

ellos:

118

Se trataba de los restos del incendio del Jockey Club, que al igual que

varios templos de la ciudad123 había sido presa de hordas políticas

desenfrenadas, la noche anterior, justamente cuando festejaba su setenta y un

aniversario. Fui testigo de este hecho, que enluta a la cultura del país, junto a

muchos amigos libreros de Viau, L’Amateur, Ateneo, Tomás Pardo, Kraft,

Fernández Blanco, Keins, Lacueva, etcétera.

Veíamos el lamentable fin de tantos objetos y libros, que alguna vez

habíamos consultado, pensábamos en el vacío que dejaban las cenizas de la

famosa biblioteca.

Hoy, leyendo un libro sobre bibliografía, me quedó grabada la frase del

escritor J.Collière:124 “Los libros son una guía para la juventud y una distracción

para la edad madura”.

Sin duda, así no lo entendieron los autores de estos hechos ni aquellos

que dieron la orden de realizarlos. (Longobuco 56)

La aristocracia librera vela los cuerpos de los libros caídos en acción, como si se tratara

del instante en que la Historia Argentina entra en el espacio sagrado de la bibliofilia: para

quemar todo, evidentemente125.

123
Suárez Casariego confunde en rigor dos episodios distintos: la famosa quema de iglesias tuvo lugar dos años

después, el 16 de junio de 1955. En 1953 fueron incendiados total o parcialmente las sedes de los partidos Radical,

Demócrata y Socialista, además del Jockey Club (Wikipedia).


124
No logré averiguar quién es J. Collière.
125
Esta escena es la inversa de “El matadero”, el cuento de Esteban Echeverría —que suele decirse que inicia la

literatura argentina— en que un letrado entra al espacio sin historia de un matadero, donde naturalmente lo van a

violar.

119

La pasión bibliófila de Don Leandro tiene límites aún más notables. En una entrada

para 1960, comenta con cierto orgullo que “a pesar de mis modestos recursos, reuní una buena

cantidad de obras, que por suerte he leído en su mayoría” (71). Hay algo sorprendente

accidental en esta lectura; y aun así, se trata del único registro de lectura de libros (salvo

catálogos, etc) que ofrecen estos apuntes. Aunque es evidentemente inverosímil que Don

Leandro (¡o al menos Clarita!) no haya comprado en el término de una vida libros “para

leer”,126 los límites de la práctica bibliófila cortan más acá de la lectura —en el sentido fuerte o

débil de la palabra— y son inconmensurables con la acumulación de ejemplares sin valor

material. Este bibliófilo ya no “trata siempre de poseer sus autores favoritos en ediciones

especiales, lujosamente impresas y encuadernadas, ilustradas con grabados, retratos,

autógrafos y toda clase de documentos curiosos”, como quería Domingo Martinto a fines del

XIX: trata de poseer esas ediciones sin que sus preferencias literarias (si las tiene) jueguen un

papel significativo, si alguno en absoluto127.

En esto seguramente la transformación de las prácticas es indisociable de la

autonomización del mercado bibliófilo, cuyos hitos institucionales aquí hemos indicado

apenas con la fundación de la Sociedad que reúne a los coleccionistas (en 1928) y de ALADA

(la asociación de librerías de anticuario, 1952), pero que ha de tener una dimensión global. La

126
“The Oxford English Dictionary dates to 1847 the use of ‘reading copy’ as a euphemism for a book so battered

that the only value left lies in the words that it contains” (Price 3).
127
Don Leandro nos ofrece incluso la caricatura de este tipo de bibliófilo en la figura del nº1, el Ingeniero Gustavo

Fillol, cuyo criterio de compra prescinde completamente de cualquier inclinación personal. “El señor Fillol es un

bibliófilo exquisito, hay quien lo llama el nº1 y en verdad, no está del todo mal puesto el apelativo. Desde hace

muchos años, cuando una editorial realiza una edición especial numerada, él pide el nº1. Si la edición fue tirada en

distintos papeles, se procura un ejemplar de cada una de ellas. Si se trata de una obra ilustrada, le pide al artista un

trabajo aparte. De esa manera el ejemplar de él resulta toda una excepción” (JALL 133).

120

institucionalización de un mercado relativamente autónomo trae sin duda una objetivación

del “valor” de sus objetos: las preferencias personales pasan a segundo plano, o quedan en

todo caso como privilegio de los big players.128

A los bibliófilos viejos, que como Domingo Buonocore (1899-1991), se hacían una idea

“alta” de la práctica, este giro no podía sino inquietarlos. En un ensayo tardío, editado en 1984,

más de una década después de escritos los apuntes de Don Leandro y cinco años antes de su

publicación, Buonocore fustiga a los bibliófilos actuales para mostrar, por contraste, la estirpe

de la que estaba hecho Abel Cháneton.

Casi se diría que este giro mismo está inscripto en el libro. En el exordio, la hija de

Jorge M. Furt, que indudablemente encargó el libro —el sello ficticio es Los Talas, la estancia

familiar—, copia un párrafo que dejó el padre entre sus papeles póstumos. Aunque no

sabemos cuándo fue escrito, podemos fechar ese primero encuentro con Cháneton hacia

principios de los años 40; Furt nos ofrece allí la imagen del bibliófilo experto en lo que lo

diferencia de cualquier otro “amante del libro”:

Lo conocí trabajando en el Echeverría de los Bibliófilos con Melgarejo Muñoz y

con Emilio Colombo129. Como Outes, mi gran maestro, cerrando los ojos

conocía por el perfume los papeles, sus manos como de ciego tanteaban las

128
Tal vez no sea casual que la revista Capricornio haya decidido traducir en su primer número, de julio de 1953, el

artículo “Gauguin en Papeete”, de Albert t'Serstevens. Allí se describen los dos errores consecutivos de los

habitantes de Tahití: primero, no aceptar las telas de Gauguin a cambio de un kilo de harina; segundo, una vez que

supieron los valores de esas telas en el mercado europeo, comprar masivamente las de Pottier, “un gran pintor que

ya sería famoso si sus obras no estuviesen dispersas en las islas del Pacífico” (Capricornio 1-p.37). Posiblemente se

trate de “Sur les traces de Gauguin”, Les Nouvelles littéraires (13/10/49).


129
Se refiere a la edición de El matadero, de Esteban Echeverría, que hizo en 1944 la Sociedad de Bibliófilos

Argentinos.

121

hojas para asegurarse más que con la vista del tramado perfecto, miraba las

páginas como una arquitectura de composición, los espesores, los blancos, los

márgenes, la densidad exacta de cada línea, los apartes, los cortes, equilibraba

tipos y dibujos, ojos y colores (citado en Buonocore Abel 7-8)

Lo notable es que Buonocore, cuarenta años después, se siente obligado a enfatizar

exactamente lo contrario en los rasgos de Cháneton: según él, era “más solícito al encanto y al

misterio sugerente de los viejos documentos que requieren ser interrogados para su adecuada

hermenéutica, que al goce pueril y efímero de su posesión sensorial como simples rarezas del

pretérito” (Buonocore Abel 31). Si esas capacidades diferenciales, en los años 40, hablaban de

un personaje en la mejor tradición humanística y aristocrática, cuarenta años después lo que

hay que garantizar es más bien lo contrario: que esas capacidades no estén autonomizadas de

aquellas que en los años 40, en un en un bibliófilo, se daban por descontadas. Lo que había

sido la forma más alta del amor más puro, indicaba ahora demasiado a menudo un goce

perverso:

Entiéndase bien que decimos su amor por el libro, objeto cultural y

artístico, sentimiento extraño y muy distinto al de la mera idolatría que

experimentan los coleccionistas vulgares ante su sola presencia física.

Esto último no es bibliofilia, sino bibliolatría —palabra dura y áspera—

con que se designa a la adoración simple y supersticiosa de la cosa material

transfigurada en una suerte de fetiche, con olvido de su misión específica de

fuente del saber. No se concibe, entonces, la pretendida imagen de un bibliófilo

“puro” consagrado al extático embeleso contemplativo del contorno del libro,

con abstracción del dintorno, esto es, de su contenido de ideas, de sus esencias

creadoras. Una factura tipográfica impecable, al igual que una hermosa

122

encuadernación, son al libro lo que el ropaje suntuoso es a la mujer130 .

(Buonocore Abel 30)

5. Totalidades sin sujeto: los catálogos modernos

Toca ahora preguntarnos: ¿cómo fue que la aspiración de singularidad de la bibliofilia

pasó de ser forma ejemplar a desviación perversa entre las prácticas dominantes del libro?

Si damos por bueno este recorrido, no podemos dejar de asociarlo en primer lugar,

como ya hicimos, al tipo de popularización del libro que tiene lugar en los años ’20,

contemporánea de la Sociedad de Bibliófilos de 1928. A diferencia de la difusión del libro

entre lectores “nuevos” que se da en las décadas anteriores —a través de los folletines y

cuadernillos, mayormente gauchescos, que proliferan entre 1870 y 1910, según el estudio de

Adolfo Prieto—, esta nueva etapa no deja intacto el espacio de la cultura “letrada” (si acaso el

término todavía es válido). Al contrario, la distribución ampliada y económicamente más

accesible de estos años, tanto como la creciente visibilidad de catálogos que apuestan a

“organizar” —según el término agudo de Q.D. Leavis (24)— nuevas formas de apropiación del

libro, es indisociable de la avanzada literaria sobre nuevas formas y nuevos temas, que

130
Aún más interesante es que en breve tratado famoso de 1861 sobre la bibliofilia, seguramente en razón de que

ambas inclinaciones (hacia el texto y hacia el objeto) resultaban imposibles de imaginar autonomizadas, se

contemplan serenamente como dos formas legítimas de amor del libro: “On peut classer, tout d'abord, les bibliophiles

en deux grandes catégories : ceux qui jouissent de la substance des livres, qui les traquent pour en extraire le

contenu et s'imprégner de leur esprit, et ceux qui, les saisissant au passage pour s'en faire les conservateurs, en

contemplent amoureusement la forme, les restaurent, les revêtent de pourpre et d'or et les sauvent des profanations

du vulgaire” (Meray s/n).

123

acompañan las polémicas tantas veces estudiadas (Florida y Boedo, Martín Fierro y Claridad,

etc).

Pero la transformación central se da en un momento inmediatamente posterior. Hacia

mitad de los años ‘30 un conjunto de situaciones coyunturales produce un cambio radical en

la estructura del negocio del libro en español, cuyo impacto fue particularmente fuerte para el

mundo literario argentino. Llamar a este período, como hace la bibliografía local, “la época de

oro del libro argentino” supone un apego algo excesivo al astuto ademán “nacionalista” de un

grupo decisivo de editores españoles, que inmigran al país en estos años para fundar (o

refundar) enseguida algunas de las casas editoriales más importantes de las décadas por venir:

Espasa-Calpe (en 1934), Losada y Sudamericana (en 1938), Emecé (en 1939). Al fin y al cabo,

“[d]ecía mi abuela que trasladar una editorial es sencillo —recordaba la nieta del gerente

histórico de Sudamericana—, sólo hace falta una valija llena de contratos para empezar de

nuevo en cualquier lugar” (López Llovet 43).

Además de la explosión cuantitativa que parcialmente generaron y en buena medida

capitalizaron, estas editoriales encabezaron una transformación cualitativa que afectó la

visibilidad recíproca de los distintos públicos del libro. La contraposición entre proyectos de

orientación culta que apuestan a la singularidad y masivos que enfatizan la serie —que hemos

utilizado para describí el panorama hasta acá— resulta obsoleta para describir estos nuevos

emprendimientos, que le imponen un nuevo “estándar” a esta tensión entre singularidad y

serialización. Esto significa que formas de apropiación tenidas hasta entonces como

heterogéneas y hasta incompatibles (al menos tal como invitaban a realizarlas los propios

proyectos editoriales, en tanto no estamos haciendo acá una etnografía de las prácticas

efectivas) pasan ahora, a través de una reconversión marcada por conflictos que describiremos

enseguida, a convivir. En sus coordenadas más visibles, comparten espacio en ellos los

124

grandes maestros mundiales con el último éxito reportado por Publishers’ Weekly y algún que

otro autor de habla hispana de prestigio variable: William Faulkner junto con Erich Segal

junto con Eduardo Mallea. Por lo cual se puede sugerir que incluso resulta transformada en

este proceso la imagen de lo que Pascale Casanova llamó la “república mundial de las letras”,

en tanto esa imagen es efecto en medida considerable de dinámicas de circulación131 .

El salto cuantitativo brutal, que depende de una combinación de lentos desarrollos

históricos y abruptas situaciones coyunturales, es así el fenómeno más visible de este nuevo

período. En los cuatro años que van de 1936 al 39 se registran en Argentina 5.536 obras —casi el

doble de las 2.350 que se habían registrado en los 36 años anteriores (1900-35) (De Diego 104).

También la cantidad de ejemplares se va a las nubes: de 2.880.000 en 1936, con algunas

sinuosidades, se llega a la cifra de 50.912.597 en 1953 [FIGURA 1.7]. La industria argentina del

libro exporta en promedio durante estos años alrededor del 40% de su producción (Rivera 97).

¿Qué ha podido pasar?

Hasta entonces, como vimos, la producción argentina estaba dedicada mayormente a

“completar” con autores argentinos el conjunto del universo literario disponible. De España

llegaban la mayor parte de los autores españoles y de las traducciones, que proveían con

suerte dispar los distintos mercados, pequeños pero crecientes y ante todo urbanos (pero

131
En esa línea, el filósofo argentino Francisco Romero elogiaría en 1959 “una de las novedades traídas por el

Fondo” de Cultura Económica, la editorial estatal mexicana que es contemporánea de los emprendimientos

argentinos que describimo, y que había incluido latinoamericanos y “metropolitanos” en las mismas colecciones al

“requerir también, planeadamente, la contribución de los estudiosos hispanoamericanos, en casi todas las ramas del

saber, acoger sus producciones y en muchas ocasiones suscitarlas, estimularlos al invitarlos a participar de una

faena solidaria, y en parte, además, dignificarlos al presentar sus investigaciones, sin que desmerezcan en la

confrontación, al lado de las de personalidades de renombre mundial” (Romero “En el vigésimo quinto” 1).

125

también las ciudades estaban creciendo)132 de la América hispanohablante. Este liderazgo no

se derivaba naturalmente de la esforzada hegemonía lingüística de la península, sino que

había debido imponerse, en las primeras décadas del siglo, a través de redes comerciales y

lobby empresarial —¿qué más hay?—, sobre la oferta de libros en español que distribuían a

fines del XIX algunas editoriales francesas, y en menor medida algunas alemanas.133 La

presencia de estos países había decaído a partir de la primera guerra mundial; España había

tomado la posta. Según la Cámara Oficial del Libro de Barcelona, en cuyos datos, sin embargo,

Dalla Corte y Espósito no parecen confiar del todo, España exportaba a América durante los

años ’20 cerca del 50% de su producción librera134 (270). Como parte de ese proceso, un buen

número de editoriales españolas había instalado filiales o “delegaciones” en distintos lugares

de América Latina, sobre todo en México y Buenos Aires, que serán también las ciudades

privilegiadas por el exilio republicano. Según Dalla Corte y Espósito, esta red para el comercio

del libro constituía un área estratégica dentro de una política más amplia de inversiones en

América, particularmente catalanas.

De modo que al comenzar en 1936 la Guerra Civil, que dificultó considerablemente el

curso normal de los negocios para las empresas ubicadas en zonas de control republicano —la

132
Entre 1925 y 1950 el nivel de urbanización en América Latina pasa del 25 al 41,4%. En 1975 será del 61,2%. En

el mismo medio siglo, el total mundial pasa del 20,5 al 37,9% (Lattes 50).
133
“Algunos editores que producían libros en castellano para exportar a América eran Garnier, Bouret, Armand

Collin, Hachette, Louis Micheadu (dirigida en América por Manuel Aguilar a comienzos de los años veinte) en

Francia; Herder en Alemania; Thomas Nelson en Inglaterra y Appleton en Estados Unidos (Martínes Rus, 2001)” (De

Diego 59). “En 1861, por ejemplo, el catálogo de la editorial Garnier alcanzaba 540 títulos en español, mientras que

la casa Rosa y Bouret ofrecía en 1863 aproximadamente unos mil títulos en este idioma” (Dalla Corte y Espósito

258-9).
134
Dalla Corte y Espósito dan un panorama interesante de las políticas y redes del expansionismo catalán y español

en el Río de la Plata desde fines del XIX hasta los años ‘30. También ofrecen bibliografía.

126

gran mayoría, dado que Madrid y Barcelona lo eran—, además de poner en peligro los

capitales invertidos, algunas editoriales importantes recurrieron rápidamente a sus

delegaciones en Buenos Aires. Es el caso, por ejemplo, de Espasa-Calpe, “la principal editorial

española en la época” (Larraz 1); también se instalan o se amplían en esos años, entre otras,

Salvat, Bruguera, Alianza, Sopena, Labor y Gustavo Gili (Olarra Jimenez 41). Frente a la

presencia de comités obreros que intentaban tomar control de la casa matriz, sus dueños

ordenaron a los delegados porteños que declararan la independencia legal de la delegación.

Se crea así Espasa-Calpe Argentina S.A., de la cual pasa a depender ahora la delegación

mexicana (Olarra Jimenez 21-25)

Lo más natural fue intentar producir y distribuir en medida mayor desde la filial, lo

cual Espasa-Calpe Argentina S.A. pasó a hacer enseguida. Desde su fundación en 1928, la

oficina argentina estaba a cargo de los españoles Gonzalo Losada y Julián Urgoiti, que

adoptaron rápidamente la nueva función y la renovada independencia; eso último en exceso,

a criterio del Consejo de Administración del grupo empresarial, que se había instalado en San

Sebastián desde que la zona cayera bajo el control de Franco.

127

FIGURA 1.7. La edición en Argentina (1936-1956).


Producción y tiradas promedio estimadas sobre la
base de las obras registradas durante el período
citado.

Total de Tiraje prome-


Años Obras
ejemplares dio anual
1936 823 2.880.000 3.500
1937 817 2.860.000 3.500
1938 1.736 6.950.000 4.000
1939 2.160 9.300.000 4.300
1940 2.671 12.300.000 4.600
1941 2.660 13.300.000 5.000
1942 3.778 20.700.000 5.500
1943 4.904 28.400.000 5.800
1944 5.323 30.700.000 5.800
1945 5.098 30.600.000 6.000
1946 5.186 33.800.000 6.500
1947 4.141 28.900.000 7.000
1948 3.242 22.700.000 7.000
1949 4.209 29.400.000 7.000
1950 4.291 31.000.000 7.200
1951 4.322 32.400.000 7.500
1952 4.969 37.300.000 7.500
1953 4.610 50.912.597 11.040
1954 3. 185 27.230.479 8.549
1955 2.617 21.948.402 8.386
1956 2.435 18.290.173 7.551

Fuente: Jorge B. Rivera, El escritor y la industria cultural 101 (Registro


Nacional de la Propiedad Intelectual y datos calculados por la Cámara
Argentina del Libro. Extractado de La Prensa. 13/6/1971)

128

En abril de 1937 la delegación argentina se independiza legalmente; en septiembre

lanza Austral, la colección de libros de bolsillo que había desarrollado centralmente Losada135 ,

y que tendrá un crecimiento exponencial: en el primer año publica más de medio centenar de

títulos, de un total de 112 que edita la delegación argentina en ese mismo período (Larraz 2).

Esto ya era una cantidad notable para los estándares argentinos: recordemos que con 100 o

200 títulos a lo largo de una década larga, Gleizer y BABEL se habían hecho un lugar central

entre las editoriales del período anterior. Al cumplir 30 años, en 1967, Austral ya había editado

1.500 obras, con picos de entre 10 y 20 nuevas por mes y tiradas iniciales de 12.000

ejemplares136 (De Diego 93).

En 1938 el Consejo de Administración de Espasa-Calpe desplaza de la dirección a

Losada y Urgoiti y manda a Buenos Aires a Manuel Olarra, unos de los directores de Madrid.

En los meses que siguen se fundan las tres casas “argentinas” más importantes de las décadas

siguientes, dos de ellas ligadas con los directivos salientes. Las tres tienen una estructura

similar: las gerencian españoles con experiencia internacional en el negocio del libro; las

financia un conjunto a menudo amplio de inversores argentinos y españoles, en general

pertenecientes a la élite económica y cultural, entre quienes no faltan algunos bibliófilos y

coleccionistas prestigiosos;137 las asesoran figuras importantes del mundillo intelectual local,

tanto argentinos como españoles.

135
Esto, por supuesto, apenas dos años después de que Penguin de Inglaterra “revolucionara” con sus paperbacks

el mercado del libro (Escarpit Revolución 29-32).


136
Se le debe parcialmente a Borges, según parece, la elección del animal que identifica el logo de la colección. Se

había optado por un oso; en un rapto inesperado de nacionalismo mimético, Borges “advirtió que en la Argentina no

había osos” (Olarra Jiménez 46). Pusieron en su lugar una cabrita.


137
Por ejemplo Antonio Santamarina, que Leandro Suárez Casariego cruzó en L’Amateur; Tito Arata, cuya

biblioteca, ubicada en un edificio construido “ex profeso” para ella, visitó por intermedio de un librero (JALL 11), o

129

La primera es la que funda con su nombre Gonzalo Losada, junto con Enrique Pérez,

Teodoro Becú, Jésus Alonso “y otros socios capitalistas” (Larraz 3); según Leandro De

Sagastizábal, más afecto a la épica, también “vendió un auto e hipotecó su casa”138 (111). Entre

agosto y diciembre de 1938, en apenas cinco meses, Editorial Losada publica 60 títulos y saca al

mercado su propia colección de libros de bolsillo, idéntica en formato a la colección Austral,

en la que el propio Losada (ya dijimos) había trabajado antes de dejar su puesto: 11,5 x 18 cm.

Hacia 1945 los de Espasa-Calpe se vendían a 1,50 pesos el volumen normal y 2,25 el volumen

extra; los de Losada, a 1,50 el normal, 2 pesos el extra y 2,50 el especial (Larraz 4). Ese año

Austral ya tenía 500 títulos; Biblioteca Contemporánea —la colección de Losada—, 172.

Estas colecciones, que fueron las más populares, prolíficas y “emblemáticas” (Larraz)

de cada una de estas casas, reivindicaron explícitamente el eclecticismo, la heterogeneidad

Eduardo J. Bullrich, miembro de la Sociedad de Bibliófilos, sobre la que había informado en las páginas de Martín

Fierro. Los tres fueron inversores de Sudamericana.


138
En su correspondencia con el escritor mexicano Alfonso Reyes, el dominicano Pedro Henríquez Ureña —que

vivía entonces en Buenos Aires—describe así el emprendimiento: “Espasa-Calpe Argentina, bajo la presión del

franquismo, se ha reducido a poca cosa. No puede publicar sino libros de ultraderecha o libros antiguos inofensivos.

Los que allí estábamos —Guillermo de Torre, el pintor Atilio Rossi y yo; medio afuera y medio adentro, [Franisco]

Romero y Amado [Alonso]—⁠ nos hemos ido con Gonzalo Losada, ex gerente de Calpe, que ha fundado una casa

editorial” (citado en Larraz 4).⁠ Cita original en Henríquez Ureña, Pedro y Alfonso Reyes, Epistolario íntimo (Tomo III).

Santo Domingo: Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, 1983 (444). Habría razones ideológicas y

estratégicas para el desplazamiento de Losada y Urgoiti. Espasa-Calpe se iba adaptando en España al nuevo

contexto franquista: en los años siguientes hizo pasar por la censura no sólo los libros impresos en territorio español,

sino también, en la forma de permisos de importación, los que pensaba imprimir en Argentina. También eliminó de

sus colecciones algunos títulos que había publicado Losada en Buenos Aires, como los de Manuel Gálvez (Larraz

3). Losada y Urgoiti, por otra parte, al igual que Guillermo de Torre y Atilio Rossi, que formaban parte del directorio

porteño inicial, eran “de ideas republicanas o liberales que contrastaban con el conservadurismo creciente del

Consejo de Dirección de la editorial” (Larraz 2).

130

textual y de “usos” de los libros que editaban. Larraz analiza dos textos de autopresentación

de los años 40139 y concluye:

Las dos reconocían como seña de identidad su carácter misceláneo

(“seleccionadas con criterio práctico y ecléctico” [Austral], “el libro ya famoso y

el libro de ameno esparcimiento, el libro exquisito y el libro popular”

[Contemporánea]), que las convertían en repertorios representativos de los

diversos niveles de cultura nacional y universal, renunciando expresamente a

cualquier concepto elitista de cultura escrita”. (Larraz 5)

Tanto Sudamericana como Emecé, que se fundaron entre 1938-39, tuvieron un

significativo comienzo en falso, que determinó un primer desbande de sus figuras originales

—y una sucesiva recomposición accionaria—, la entrada de nuevos gerentes y una

consecuente reorientación de los criterios comerciales y editoriales. Los dos proyectos

iniciales —a pesar de la heterogeneidad de los inversores y su envergadura económica,

particularmente en Sudamericana— estuvieron ligados de manera decisiva, tanto a nivel de

los vínculos personales como de las prioridades políticas, a la militancia de los emigrados

españoles y sus asociaciones140.

139
Se encuentran, respectivamente, en un catálogo conmemorativo por los 500 títulos de Austral en 1945 y en la

solapa de los volúmenes de Contemporánea.


140
egún Dalla Corte y Espósito, Sudamericana fue “un instrumento más de la gran actividad hispano-argentina

desatada a partir de 1939, que se percibió en la multiplicidad de organizaciones surgidas al calor del proceso abierto

con la guerra y el exilio que fijaron su residencia en la calle Bartolomé Mitre 950 donde funcionaban organizaciones

no siempre armónicas entre sí, como el Patronato Hispano-Argentino de Cultura, el Centro Republicano Español, y

las Entidades Ibéricas Republicanas de Buenos Aires. Todas estas organizaciones estaban en contacto con algunos

de los socios fundadores de Sudamericana” (Dalla Corte y Espósito 278-9).

131

Un número importante de empresarios de alto nivel participaron de la fundación de

Sudamericana, lo que da una idea de su envergadura y aspiraciones: Rafael Vehils141, Andreu

Bausili (directivo de la CHADE), Enrique García Merou, Jacobo Saslavsky, Antonio

Santamarina, Eduardo J. Bullrich, Tito Luis Arata —coleccionistas y bibliófilos reconocidos

estos últimos tres—, Carlos Mayer, Alejandro Shaw, Alejandro Menéndez Behety. Junto a

ellos, dos figuras centrales de la élite cultural de entonces: Victoria Ocampo —la director de

Sur— y el poeta Oliverio Girondo. Por último, un hombre del medio: Julián Urgoiti, que había

secundado a Gonzalo Losada en la delegación argentina de Espasa-Calpe. En el origen del

proyecto, “[l]a nueva empresa editorial buscará canalizar en parte la producción editorial del

grupo catalán encabezado por Vehils y Bausili” (Dalla Corte y Espósito 277-8).

Si bien sus propósitos eran muy concretos, suponer que una editorial podía

llevarse adelante con el mismo criterio con que Jacobo Saslavsky dirigía la Casa

Dreyfus o el doctor Shaw su banco produjo en los comienzos algunas

discrepancias. Lo cierto es que al cabo de seis meses ya habían gastado el dinero

destinado a este fin publicando los libros de sus amigos poetas y escritores, pero

sin un sentido comercial, y la empresa no funcionaba. (López Llovet 29)

141
Vehil fue una suerte de Zelig del comercio catalán, “ejemplo de la importancia que cobró el comercio del libro en

el proyecto de expansión económica de la élite catalana” (Dalla Corte y Espósito 276). Es innumerable la cantidad de

puestos de altísima jerarquía que tuvo Vehils en asociaciones empresariales catalanas durante las primera décadas

del siglo, la mayoría de ellas ligadas a la red americanista, tanto como en grupos de lobby para obtener facilidades

del gobierno español. En las primeras décadas hizo varias estadías en Argentina y Uruguay, y desde 1927 se instaló

en Buenos Aires como director de la Compañía Hispano-Argentina de Electricidad (CHADE), tomando luego además

la dirección de la Institución Cultural Española y la Cámara Oficial Española de Comercio porteñas (277). Perteneció

al grupo empresarial y político que se nucleó alrededor del líder de la Lliga Regionalista de Catalunya, Francesc

Cambó. En 1917 el grupo fundó, como complemento del diario La Veu de Catalunya, la Editorial Catalana, adquirida

en 1926 por el dueño de la Librería Catalonia de Barcelona: Antonio López Llausàs (1888-1979).

132

La imagen del directivo de una multinacional o un banquero como editores

románticos no deja de tener su gracia, y volveremos a ella en el último apartado. Se la

debemos, en cualquier caso, a Gloria López Llovet, nieta y heredera del nuevo gerente

mandado a traer entonces directamente por Rafael Vehils. El catalán Antonio López Llausàs,

que llevaba algunos años de exilio trabajando para Hachette en París, se convirtió en el dueño

único de Sudamericana a los pocos años de hacerse cargo de la gerencia. Según el recuerdo

familiar, esto es lo que observó al llegar:

Como empresario responsable de la situación conflictiva del momento, a mi

abuelo no sólo le causaban desconcierto los títulos seleccionados para su

publicación por los entusiastas fundadores, sino también la predisposición de

estos a sacrificar sus bienes y propiedades para tales fines sin considerar los

eventuales resultados económicos. Tenía un concepto muy claro de lo que

debía ser una editorial y había aprendido muy pronto a tener “los pies en la

tierra”. (López Llovet 30)

El proyecto inicial de Emecé, por su parte, estaba orientado hacia la comunidad

gallega. Fundada por Mariano Medina del Río, contó con la asesoría literaria de Álvaro de las

Casas y financiación de los Braun Menéndez, “tradicional familia argentina”, propietaria de

importadoras y exportadoras como Patagónica, que “tenía puerto propio”: “exportaban cifras

siderales en lanas”, nos informa Leandro De Sagastizábal (83). Además, según parece, los

Braun Menéndez participaban al comienzo activamente del diseño del catálogo. También lo

hicieron Arturo Cuadrado y Luis Seoane, inmigrantes gallegos de cierta relevancia en el

mundo editorial de entonces142. Por influencia suya, según parece, Emecé inicia actividades

142
Arturo Cuadrado (1904) era poeta, Luis Seoane (1910) pintor; además de participar en el origen de Emecé,

crearon en los años siguientes las editoriales Nova y Botella al mar y la revista Correo Literario (1943-5).

133

con dos colecciones dedicadas a la literatura gallega, “Hórreo” y “Dorna” (De Diego 98).

Después discreparon con la publicación de Eduardo Mallea y Jorge Luis Borges y acabaron

por irse (99).

Ante el fracaso comercial de estos proyectos iniciales todavía marcados

ideológicamente, a la vez que de alcance más restringido y específico, tanto Sudamericana

como Emecé intentaron ampliar sus públicos: la heterogeneidad (“eclecticismo” es el término

de la época) y la multiplicación de colecciones que apuntan a públicos diferentes será desde

entonces el signo de sus catálogos, como lo es también el de Espasa-Calpe y Losada143.

143
Algo más sobre las colecciones. Además de “Biblioteca Contemporánea”, en 1939 —a un año de su fundación—

Losada ya ofrece “Las Cien Obras Maestras de la Literatura y el Pensamiento Universal”, “Obras completas de

Federico García Lorca”, “Panoramas” y “Biblioteca Filosófica”; algunos años después se suman “Los Grandes

Novelistas de Nuestra América”, “Poetas de España y América”, “Biblioteca Pedagógica”, “La pajarita de papel”,

“Biblioteca de Estudios Literarios”, “Colección Cumbre” (De Diego 93-4). Sudamericana, en 1942, tenía ya las

colecciones siguientes: “Horizonte” —que publicaba fundamentalmente novela—, “Ciencia y cultura”, “Breviarios del

Pensamiento Filosófico”, “Enciclopedia Agropecuaria”, “Colección infantil”, “Credo de Pensadores”, “Autores

Argentinos” y “Sur” (que republicana los libros de la editorial Sur); fuera de las colecciones se habían editado

“algunos libros de Historia Universal”. “La editorial intentaba, como vemos, llegar a un amplio abanico de lectores y

ofrecía tanto entretenimiento como soluciones a problemas prácticos o reflexiones sobre el comportamiento social.

(…) El criterio de selección era amplio” (De Sagastizábal 108). En 1944, según Gloria López Llovet, ya había “dos

colecciones de novelas históricas y biografías” (39). En el catálogo de 1945, en todo caso, figuran: “Biografías”,

“Laberinto” (que incluye dos antologías compiladas por Borges, Bioy y Silvina Ocampo: Antología de la literatura

fantástica y Antología poética argentina con “los más bellos poemas argentinos de este siglo”, de 1940 y 41),

“Poesía”, “Grandes Obras” (De Diego 96). “Si en 1942 una de las colecciones era Autores Argentinos (De

Sagastizábal, 1995: 108), esa colección ya no aparece en un catálogo de 1945. En éste se privilegia la Colección

Horizonte, una colección de novelas que presenta 45 títulos, de los cuales uno es español (Baroja) y uno argentino

(Mallea, Las águilas); el resto son traducciones” (De Diego 96). En cuanto a Emecé: “En un aviso publicitario de

1943, aparecen mencionadas, además de la colecciones citadas [Hórreo y Dorna]: Buen Aire ("imágenes y espíritu

de América"), Los Románticos ("panorama del romanticismo universal"), Grandes Ensayistas ("las más significativas

134

El catálogo de Emecé, sin duda, refleja el tránsito de los lectores de un interés a

otro diferente144. De la publicación de libros gallegos, que había sido la

propuesta inicial, se pasó a otra de corte más clásico, dirigida a las clases altas y

cultas, con una definida orientación hacia lo anglófilo y el pensamiento

católico. Estudio de la historia, de Arnold Toynbee, en veintidós tomos, ilustra

esta tendencia. En la década del 50 Emecé comienza a interesarse por las

problemáticas de las clases medias pero también se adapta a los cambios que

desde hace dos décadas atrás se venían produciendo en los gustos literarios: así

la literatura placentera, de ficción y de entretenimiento se abre paso en su

catálogo. (De Sagastizábal 89-90)

El caso más duradero es la colección Grandes Novelistas que se da a conocer en

1948 con El extranjero, de Albert Camus, y Los idus de marzo, de Thornton

Wilder; si la colección tuvo el mérito de incluir en su catálogo a

Kafka y Faulkner, a Moravia, Hemingway y Cela, con el tiempo degeneró en un

marcado interés por el bestsellerismo: León Uris, Arthur Haley, Erich

Segal y otros. (De Diego 98)

En 1945 Borges y Bioy Casares crean en Emecé El séptimo círculo, la colección de

policiales para la cual seleccionarán 110 títulos en diez años. “Si la colección Misterio de

editorial Tor había liderado la oferta ‘policial’ en la década del 30, dirigiéndose ‘a un público

obras del género en el orden clásico y contemporáneo"), La Quimera ("grandes obras universales"), Cuadernos de

La Quimera ("selección de cuentos magistrales"), Clásicos Emecé ("las obras más ilustres de la cultura del pasado”)”

(De Diego 98), además de la famosa Grandes Novelistas.


144
De Sagastizábal, que es también editor y tuvo cargos altos en grupos grandes, prefiere presuponer una tiranía

total de la demanda.

135

de adolescentes o de lectores sin tradición literaria ‘seria’’,145 a partir de 1944 ‘El Séptimo

Círculo’ reunió lo mejor y más representativo del género” (De Sagastizábal 91).

La proliferación inmediata de las colecciones señala tanto la envergadura como la

amplitud de estos proyectos editoriales. Antonio Sempere, un español que se hizo cargo en

1946 de la filial argentina de la editorial española Aguilar, explicó así su función:

La verdadera riqueza de una editorial es su fondo: las obras que conservan

actualidad por espacio de muchos años o que interesan perennemente. Pero si

esas obras han de apoyarse unas a otras, dar prestigio a un sello editorial y

hacer fructífera la lectura de un catálogo, deben estar ordenadas en colecciones.

Estas representan algún tipo de afinidad ideal entre los distintos títulos que la

componen. Y proporcionan grandes ventajas para la propaganda y la venta. Por

último, la colección facilita al editor la tarea de elegir obras que deben

publicarse; resulta más fácil descubrir y elegir cinco títulos para sendas

colecciones, que buscar cinco obras sobre cualquier tema. Se reduce el campo

de la búsqueda del editor, labor sin tregua que ha de hacerse sobre decenas de

catálogos y revistas. Ahorra asimismo el trabajo de leer muchos originales que a

simple vista se advierte que no encajan en ninguna de las colecciones. (Sempere

35)

Desde la perspectiva “letrada”, hay algo verdaderamente infame en esta primacía de la

serie sobre la obra individual: ¿por qué, si la obra es valiosa, habría que someterla al test de

“afinidad” con otras ya publicadas? ¿Cómo se podría descartar un original “a simple vista”?

Ocurre que es la idea misma de valor como cualidad ligada a la singularidad del texto la que

145
La cita incluida en el texto de De Sagastizábal pertenece a Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera, “La morgue está de

fiesta… Literatura policial en la Argentina”. Crisis 33, enero de 1976, p.18.

136

cede en la concepción de estos catálogos. Notable en este sentido es un artículo de la revista

Inter-nos, “Revista exclusiva para profesionales del libro”146, de abril-mayo de 1941: momento

temprano en el proceso que estamos describiendo. Bajo la volanta “Los dependientes de

librería escriben”, un tal Juan de los Ríos pondera la “Influencia psicológica de una buena

obra en un catálogo editorial” —tal el título— y les recomienda a los editores, en actitud

pedagógica, hacer “verdaderos esfuerzos editoriales” para publicar al comienzo de una

colección “como mínimo cinco volúmenes de indiscutible valor” (13). Al sexto volumen, ya

pueden descansar:

Estas sucesivas publicaciones no son del valor de las iniciales, pero al ser

presentadas en el mundo de las librerías, son aceptadas con agrado, no por su

valor, pues aun no ha podido ser apreciado, sino que aún suena en el ambiente

de la librería el éxito de las publicaciones primeras y que a ellos por su fácil

venta les fué posible obtener un resultado rápido. En este preciso momento se

inicia el poder psicológico de las buenas obras presentadas, pues ya existe un

entusiasmo en el librero sobre las obras de tal editorial y que por el poder

psiquis transmite [sic], primero al gusto de exponerla en vidrieras y segundo su

fervor y convencimiento al ofrecerla al público y que contagia al mismo,

lográndose con esto, como ya dije, un éxito superior al justo. (De los Ríos 13)

Las colecciones son así un instrumento fundamental dentro de estos catálogos que

apuestan simultáneamente, y desde el inicio, a una variedad amplia de públicos y

potencialmente de espacios, y por lo tanto a producir una serie de “pactos” heterogéneos. Su

enumeración, como vimos, aun dentro de una misma editorial, recuerda las “ambigüedades,

redundancias y deficiencias” de una enumeración borgeana, como aquella que clasificaba los

146
El logo decía: “La publicación del círculo que da movimiento al libro: Editores / Impresores / Libreros”.

137

animales en “(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (..) (f) fabulosos, (g) perros

sueltos”, etc (Borges “El idioma” 86). Las colecciones subdividen el mundo de los libros (aun si

su totalidad imaginable es incompatible con la del mundo natural) de formas incongruentes:

cada una, en tanto parte, parece de hecho encaminada a producir una totalidad diferente. Esa

heterogeneidad de criterios nos muestra precisamente que no apuntan a producir ninguna

totalidad —la cual supondría, en abstracto, un lector único— sino intereses de distinto orden

para cada conjunto de libros. El caso de Emecé, que nos llega con breves slogans, es buen

ejemplo: “imágenes y espíritu de América” produce un conjunto de orden estético-político

ligado a un fervor americanista coyuntural; “panorama del romanticismo universal” se

adhiere a una categoría estética de larga tradición crítica; “las obras más ilustres de la cultura

del pasado” se sostiene en una perspectiva universalista del patrimonio cultural, coyuntural

pero de aliento sin duda más largo que el americanismo; la colección de “Grandes novelistas”

sanciona un lugar común de estos años: la novela como género literario central, pero también

como género proverbial de la lectura ociosa; “El séptimo círculo” adhiere a una subdivisión

entonces muy polémica de la novela, que parece legitimarla como artefacto manufacturado

para el ocio a la vez que visibiliza un tipo de lector difícil de compatibilizar con el lector de la

tradición “humanista”.147

Es inimaginable una totalidad única a partir de las colecciones de estas nuevas

editoriales: sería un Frankenstein; del mismo modo que es imposible pensar que un mismo

147
El caso del policial es de hecho particularmente interesante. Al margen de la ambición, sin duda legítima, de

averiguar en qué textos se perciben por primera vez los rasgos definitorios del género, son las series y colecciones

las que señalan la existencia de un interés percibido como específico y diferencial, lo cual supone de por sí un

repertorio reconocible (para lectores, escritores y editores) de materiales, formas y procedimientos capaces de

satisfacerlo. Por eso “la segmentación temporal canónica del género policial en la Argentina indica la década de

1940 como los años de sus comienzos literarios” (Setton 119), y esto ya desde principios de la década siguiente.

138

sujeto lea todas las secciones y suplementos de un diario moderno de gran tirada (economía,

cultura, mujer, turf, etc). Esta es una novedad central del universo del libro en esta época: no

porque no tenga antecedentes sino por el grado de generalización.

El episodio más revelador en este sentido ocurrió en Sudamericana, en 1940, donde un

recién llegado Antonio López Llausàs lanza una serie de “lo que hoy llamaríamos libros de

‘autoayuda’” (De Diego 96) de Dale Carnegie, que ya habían sido un éxito de ventas en inglés:

Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, Cómo hacer un hogar feliz y Cómo adelgazar

comiendo, entre otros. Cuenta su nieta el periplo del primero:

Mi abuelo supo enseguida que el libro tendría una acogida favorable y lo

contrató personalmente, pero lo publicó con un sello distinto, al que llamó

Ediciones Cosmos, por considerar que no se ajustaba a la línea de la editorial.

Ante el éxito formidable del título sintió que estaba actuando en forma

equívoca con los lectores y fue así que lo incluyó en Sudamericana. (López

Llovet 40)

¿Qué pasa con la “línea editorial” entre la exclusión y la inclusión? Si destilamos un

poco los vapores éticos fermentados en la memoria familiar, obtenemos un editor que

transforma su manera de entender un catálogo. Al negarse, entendía proteger el “prestigio”

frente a la mácula potencial de unos libros que ranqueaban bajo en la jerarquía cultural:

entendía su catálogo —diríamos— como un espacio que participaba por derecho propio de la

definición del lugar que les correspondía, entre todos los libros, a los que allí se editaban. Y

advertía una incompatibilidad de públicos: no había daño en sacarlos por un sello ad hoc,

porque el lector “popular” que López Llausàs preveía al comienzo para esos libros no compra

por catálogo ni según códigos de pureza, más típicos de la cultura culta; la convivencia, en

cambio, le parecía problemática. Al incluirlos, sin embargo, operaba de forma inversa: en

139

lugar de esperar que el prestigio (vector determinado por el peso relativo de quienes

participan de su definición) aumentara las ventas o atrajera buenas firmas, apostaba a que el

éxito de ventas (un vector puramente numérico) “connotara” otros libros del catálogo de la

editorial. Esa es también la lección del artículo de Inter-nos: el “valor” de las obras sólo

produce una “influencia psicológica” sobre el librero —que no parece tener intención alguna

de interponer otro criterio— mediante el éxito de ventas. Publicado apenas cuatro años

después del original, Cómo ganar amigos tuvo 18 ediciones hasta 1950 (41 hasta 1966; tres en un

año, por única vez, en el annus mirabilis de 1953) y, según Gloria López Llovet, llegó a vender

un millón de ejemplares.

Suele observarse, en línea con este último ejemplo, la proporción enorme de textos

traducidos en los catálogos de las editoriales grandes durante los años ‘40, notable si se tiene

en cuenta, como vimos, que la industria de la traducción había sido hasta entonces bastante

marginal, tanto en cantidad como en relación al estatuto de su circuito de circulación. La

bibliografía específica (De Sagastizábal, De Diego) ha tendido a vincular esta

internacionalización con la apuesta a un mercado a su vez internacional: Argentina exportaba

(tanto a América Latina como a España) un 40% de su producción durante esta “época de oro”

—que iría hasta mitad de los años 50. Esto, según José Luis De Diego, “obligaba a proyectar

catálogos más ‘universales’ con buena parte de la producción de literatura traducida” (112).

Pero esta relación no es evidente: ¿se afirma que el propio texto traducido, de algún

modo des-localizado por la conversión, es más susceptible de atravesar fronteras? ¿O que el

prestigio ya internacional de ciertos nombres o títulos facilitaba de antemano su difusión?

Esto último puede ser válido para una parte de los nuevos catálogos, pero hacen falta, me

parece, tres explicaciones auxiliares. Uno: la apuesta a la colección, indisociable de la

industrialización de la producción —que intenta determinar un interés lector más o menos

140

específico para volverlo engranaje una maquinaria de movimiento regular—, requería una

disponibilidad de materiales que era a menudo más fácil de encontrar en las series o

colecciones de otros países. Hubo en los años siguientes incluso acuerdos para traducir

colecciones enteras (o parte de ellas), como hizo la editorial Lautaro con la inglesa Penguin —

la Colección Pingüino a partir de 1947 [Clementi 47]— y la estatal Eudeba con los 30

volúmenes que contrató en 1963 a la francesa Que sais-je? Dos: Si la cantidad y la velocidad de

las traducciones aumenta (no sólo en Argentina sino a nivel de la circulación mundial) es

también porque crecen y se aceleran los mercados del libro en Europa y Estados Unidos: el

aparato publicitario acelera la difusión y la venta, se publican rápidamente las cifras de libros

más vendidos (en publicaciones como Publisher’s Weekly) y las agencias internacionales salen

en seguida a ofrecer los derechos de traducción a otras lenguas148. Tres: la particularidad de

los títulos que la bibliografía, a falta de una conceptualización más precisa —por otro lado

muy difícil—, llama “literatura placentera, de ficción y de entretenimiento” (De Sagastizábal

89) o directamente best sellers: novelas o ensayos que se traducen rápidamente en razón de su

éxito previo en otros mercados. Esta aceleración general, sumada al desplazamiento del

epicentro temporario de la difusión del libro en español, casi de la noche a la mañana, hacia

Buenos Aires, cambia de un modo notable el imaginario de lo que entonces se llamaba

todavía “literatura universal”, indisociablemente ligado a las dinámicas de la circulación

internacional de los textos149.

148
“En tiempos de El Quijote, una obra necesitaba cincuenta años para dar la vuelta a Europa, mientras que hoy es

corriente que un libro se traduzca el mismo año de su publicación” (Escarpit Revolución 134).
149
“Desde mediados de la década de 1930 y durante las décadas de 1940 y 1950, la traducción fue particularmente

intensa [en Argentina] e incorporó en profusión lo que se estaba escribiendo contemporáneamente en otras

literaturas” (Willson “El lugar” 125). “Le grands pays traducteurs sont à l’heure actuelle —escribe Edmond Cary en

1956— l’Allemagne, la Tchécoslovaquie, la France, le Japon, l’Italie, la Pologne. Il es difficile d’évaluer avec quelque

141

A mitad de los años 30, en una serie de notas breves sobre “por qué no se vende el libro

argentino”, Roberto Arlt había ofrecido una imagen fracturada del mercado del libro. Arlt

censuraba la “prisa por publicar” de los argentinos en la víspera del concurso literario

municipal, que producía libros “apurados”, en los que “no se ha secado la tinta en que han

sido impresos”.

Estos libros tienen, término medio, 20.000 palabras, una hermosa

carátula, letra grande, y cuestan dos pesos.

Los libros extranjeros tienen de 40 a 60.000 palabras y cuestan de

sesenta a ochenta centavos. Y, además, están bien escritos.

Como se ve, la diferencia es notable, en lo que atañe al bolsillo del

lector. Naturalmente que las obras de sesenta y ochenta centavos a que me

refiero son libros maestros, es decir, de los mejores novelistas europeos. (“La

prisa por publicar” 45)

Y en la nota siguiente concluía:

Entre pagar dos pesos por 15.000 palabras de un mal escritor nacional y

desembolsar sesenta centavos por 80.000 palabras150 de un gran escritor, esto es

exactitude la part de chacun d’eux, les statistiques n’étant pas toujours complètes ni établies sur des bases

comparables. Les Pays-Bas, la Belgique, l’Espagne et, sans doute, l’Argentine, suivent à quelque distance” (Cary

171). La “Federation Internationale des Traducteurs” se crea en 1953 con 6 miembros; en 54 tiene 10; en 1955 se

suman dos más, Bélgica y Argentina (171).


150
Es notable que Arlt mida los libros en palabras, que es la unidad más habitual para los artículos periodísticos; me

parece improbable que se los usara entonces para un libro entero. Así vuelve los cálculos más roñosamente

materialistas. Nótese también que de una nota a otra cambia las cantidades; bajo el estándar actual de 300

palabras/página, 15.000 serían 50 páginas y 80.000 más de 250. Un digno heredero de Arlt en varios aspectos,

Alberto Laiseca, se jactó medio siglo después de haber superado, con su novela Los sorias, el Ulises de Joyce —por

más de mil palabras.

142

preferible. Como se ve, la diferencia no es poca. ¿Cómo se va a vender,

entonces, eso que algunos llaman libros nacionales? (“El negocio de los

editores” 46)

En razón de que Arlt pretende explicar con este ejemplo en apariencia particular (el

concurso municipal) toda la realidad del libro argentino, me permito a mi vez darle un valor

general: la separación entre el mercado de autores argentinos (de edición nacional, restringida

y cara) y el mercado de la traducción (de edición mayormente extranjera, más masiva y

barata), que potencia este corte (de raíz más profunda) entre libros con la tinta fresca y

grandes maestros europeos, caduca progresivamente a partir de la transformación de estos

años, que en Buenos Aires se vive muy aceleradamente por el surgimiento de estas nuevas

editoriales. Como muestra el ejemplo del libro de autoayuda Cómo ganar amigos, también los

libros extranjeros llegan con la tinta fresca; lo que se traduce y edita ahora en grandes

cantidades, además, está lejos de ser mayormente “libros maestros” —ante todo porque

todavía no ha pasado el tiempo que permita asegurarlo. Esto coloca a la crítica local en una

posición nueva con respecto a la producción de los países “centrales” o la que llega mediada

por ellos.

En cuanto a la presencia de “best sellers” en los catálogos de entonces, es evidente que

los investigadores actuales los detectan con facilidad sospechosa. Cuando reseña la colección

“Grandes novelistas” de Emecé, De Sagastizábal explica que

fue inaugurada en 1948 con El extranjero, de Albert Camus y Los idus de marzo, de

Thronton Wilder. A ellos les siguieron otros autores de peso como Alberto

Moravia y Graham Greene, pero poco a poco los best-sellers pasaron a ocupar

la escena. Así, tanto de La impura como de El solitario, novelas de Guy des Cars,

se vendieron más de doscientos mil ejemplares. El exorcista, de W. Blatty, Love

143

Story, de Erich Segal, Aeropuerto, de Arthur Halley, entre otras novelas

adaptadas al cine, fueron a integrar la colección, ya definitivamente volcada

hacia los títulos ‘taquilleros’ hacia la década del 60. (89-90)

Autores “de peso” versus autores ligeros. Pero esta sencilla “detección” actual —que

puede prescindir hasta de ver la tapa de los libros— no era evidente en general para los

críticos —ni para el lector— de entonces, e incluso podemos dudar de que lo fuera en todos

los casos para los propios editores que los habían contratado. Aunque las ventas previas ya

eran usadas con fines promocionales, no alcanzaban para orientar a nadie. Puesto a enumerar

los “títulos ‘taquilleros’” extranjeros del momento, Adolfo Prieto escribía en 1956: “Desde Lin

Yutang a Simone de Beauvoir, desde André Maurois a Ernest Hemingway, desde Vicki Baum

a Par Lagervist, abundan los patrocinios de títulos con más de 25 ediciones y son normales los

que logran más de 5” (Sociología 82). Atento al funcionamiento de los catálogos, el novelista

Bernardo Verbitsky pedía específicamente en los años ’50 que se incluyera a los autores

argentinos en las “colecciones acreditadas” —léase: de acreditadas ventas—, a la vez que

intervino para diluir el prejuicio de los autores locales frente a las formas más conspicuas de

promoción151.

Si los escritores argentinos y latinoamericanos fueron en buena medida postergados

en los catálogos de estas casas editoras durante los años 40 (De Sagastizábal, De Diego),

151
“El editor importante comienza por creer entre nosotros que el libro argentino figura fatalmente entre las cargas

de su negocio y en lugar de planear una ganancia con ese renglón de su quehacer, una vez que lo edita se siente

desligado. Preferirá que se venda, pero nada hará para conseguirlo, siendo muy distinto su punto de vista si se trata

por ejemplo de Lin Yutang. Y así, comienza por negarle el derecho a figurar en las colecciones ya acreditadas,

confinándolo, salvo pocas excepciones, a series especiales, con lo cual ya está señalando al lector su propia

desconfianza, pues no tiene otro sentido tal discriminación” (Bibliograma 9 4). Sobre su posición respecto de la

publicidad, véase “Estrategias para entrar y salir del mercado”, en la Introducción.

144

durante la siguiente ese desbalance se empieza a compensar. Para 1960, las traducciones

representaban un 10,4% del total de libros publicados en Argentina, cifra que era entonces el

promedio mundial; en España, en cambio, ascendían a 23,3% (Escarpit Revolución 121-2). “En

los años sesenta, la producción española inició la recuperación de sus mercados naturales”,

explicó José Luis Martínez con cándida entonación cipaya (98); recuperó igualmente su lugar

de centro traductor. De 1952 a 1962, la cantidad de títulos publicados en Argentina cayó un

20%; la de España casi se triplicó. Para esta última fecha, México —que en 1943 editaba 23

veces menos— ya publica más que Argentina. Dos años después la superaba en un 30%

(Revolución 64-65). Se cerraba así la “época de oro del libro argentino”. Ese declive macro, sin

embargo, favorecerá la inserción de los autores locales (De Diego Editores 106-14).

Releer la historia editorial argentina a partir de una tensión entre políticas opuestas de

singularización y serialización nos permite advertir, según vimos, que la “irrupción de la

crítica” es concomitante con el declive de la legitimidad de la bibliofilia como práctica de

apropiación. Es decir, que este relevo es un signo de que el terreno privilegiado de la disputa,

como ya sugerimos, se desplaza en estos años de la factura material de los objetos —en un

momento en que cambios vertiginosos de circulación parecen tener una capacidad de

sobredeterminación sobre las formas de apropiación, y no al revés— al discurso crítico y

reseñístico, cuyo papel en la segmentación de los públicos crece en relación inversa a la

relativa unificación de los circuitos del libro desde fines de los años ’30. Veremos también (en

el capítulo 2) que el devenir enigmático del público y de la figura del lector puede vincularse

igualmente tanto a la indiferenciación creciente de los libros como a la que sufren como

consecuencia los propios espacios de consumo.

Este desplazamiento no se explica únicamente por la industrialización rápida de la

producción librera, que impuso un nuevo “estándar” a la disputa entre singularidad y

145

serialización, a la vez que cambió el signo de carencia y fragilidad —habitualmente

adjudicado a la cultural local— por uno de exceso y desorden. La industrialización, además de

consecuencia de una coyuntura internacional muy precisa, es por supuesto el resultado de la

ampliación de la demanda de libros, jalonada por públicos heterogéneos.

La transformación del grupo o los grupos de consumidores toca inmediatamente las

connotaciones de un bien (sea más o menos concreta su encarnación material): como la

función identitaria del consumo cultural es eminentemente diferencial, aun si una cierta

práctica pudiera ser apropiada por un grupo nuevo en los términos exactos en que operaba en

su circulación anterior —lo cual es con todo difícil de imaginar—, esto acarrearía de todos

modos un cambio en la dinámica de las connotaciones asociadas a su uso. El libro, además,

como soporte fundamental de las prácticas letradas que habían regulado históricamente el

acceso a la palabra pública —como ha mostrado Ángel Rama—, a la vez que de aquellas que

se tenía por índice de una subjetividad “civilizada”, luego “cultivada” y “moderna”, es todavía

en la primera mitad de siglo un bien de altísima sensibilidad. Hasta el punto de que algunas

intervenciones importantes de los jóvenes críticos de los años ’50, como la Sociología del público

argentino de Adolfo Prieto (1956), pueden leerse como escena de una tragedia: es su mismo

alcance lo que, paradójicamente, diluye el poder del instrumento que intentaban apropiarse.

Dicho de otro modo, en el momento en que estos nuevos “intelectuales” sin tradición familiar

—formados por la universidad, socializados por una industria editorial en auge y una

chispeante escena crítica— creen haber accedido al espacio simbólico donde se dirime la cosa

pública, descubren que el libro —que ya iba dejando de ser su sinécdoque, como veremos en

el próximo capítulo— es ahora el soporte de una multiplicidad de voces y prácticas más

heterogéneas que nunca, y que por lo tanto su signo no es la intimidad de antaño, sino la

dispersión.

146

Del lado de los editores, que es lo que intentó examinar este capítulo, el cambio central

es el crecimiento de los catálogos verdaderamente omnívoros de las grandes casas desde

finales de los años ’30. La reconversión de Sudamericana, donde el gabinete de “gente de la

cultura” (los bibliófilos, Victoria Ocampo, etc) da paso a una gerencia pragmática y

decididamente comercial (donde dice “con los pies en la tierra” léase con las manos en

Publishers Weekly), es un caso interesante del choque entre presión de la demanda y habitus de

la oferta. En tanto emprendimiento industrial de gran envergadura, una editorial que

aprovechara la coyuntura abierta por el declive español difícilmente podía ya surgir como Tor

o Manuel Gleizer, con un pequeño capital personal o en el fondo de una librería de barrio. A

la vez, era natural que fueran figuras ligadas a la vez al capital y a la cultura las que se

lanzaran en un proyecto de estas características, que tiene “siempre” ambas caras, como repite

hasta el cansancio toda la bibliografía. Puestos a concebir una editorial como empresa y como

totalidad, puede que las determinaciones propiamente culturales de estos personajes

impidieran que floreciera el negocio, en tanto seguían apuntando (con todas las salvedades

del caso) a un público más restringido y específico; pero sus capacidades fueron sin embargo

aprovechadas de un modo quizás también más restringido y específico. Además de ocupar

una cantidad enorme de funciones acotadas o técnicas —preparación de volúmenes, escritura

de prólogos, corrección de pruebas, largo etcétera—, muchos intelectuales y escritores fueron

en este período, justamente, directores de colección.152 “Extensa, variada y asombrosa, por

cierto —adjetivó bellamente Jorge Rivera—, sería la lista de quienes a lo largo de esos años

redactaron ‘solapas’, corrigieron ‘galeras’ y bosquejaron gacetillas para las grandes

editoriales” (101).

152
En esta época temprana, fueron directores de colección, entre otros: Francisco Romero, Guillermo de Torre,

Lorenzo Luzuriaga (en Losada); Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares (en Emecé).

147

La separación fundamental —aun si relativa— entre publicaciones periódicas, en el

kiosco, que abrazan la serialización (infinita repetición) y publicaciones autónomas, en

librería, que aspiran a volverse acontecimientos únicos o singulares (eterna fijeza), cuyo

consumo correspondiente parecía suponer (a los ojos de los intelectuales) una producción

igualmente heterogénea de subjetividades, se vuelve porosa y poco funcional. Para trasladar

las coordenadas fundamentales de esa disputa al campo discursivo se necesita una

reformulación importante, que tiene como requisito previo la plena validez de esa

permeabilidad de espacios en este nuevo nivel. La reivindicación de Roberto Arlt, que es un

dato insoslayable de la renovación crítica de estos años, es inseparable de este proceso, como

se advierte en este recuerdo de David Viñas, co-director de la revista Contorno:

De Arlt —el autor de Los siete locos y de El juguete rabioso— me dijo en esos años

un personaje de La Nación: “Pero, ¿cómo le van a dedicar un número especial

de Contorno a un escritor de kiosco?” (Viñas “Martínez Estrada” s/n).

148

Capítulo II

El cuerpo fantasmal de la literatura: de lo público al público (1953-58)

En los años ’50, una serie de textos de diverso tipo —artículos, libros, una revista y un

discurso inaugural— afirmaron con perplejidad variable que la realidad del público argentino

y la figura del lector se habían vuelto un misterio. Más que la obsolescencia de un saber

exacto, lo que señalan estas intervenciones es la caída de un presupuesto de transparencia: la

vocación del lector y las motivaciones del acto de lectura, protegidas de su propia realidad

multiforme por la hegemonía del discurso humanista, emergían a primer plano en la

expansión omnívora de la industria cultural. A través de la figura del lector, cuyo “hábitat”

resultaba cada vez más incierto, esta serie de escritores y críticos intentaron volver inteligible

el espacio crecientemente indiferenciado en el que debían actuar y donde debían encontrar

una nueva función.

Además de su carácter probatorio —en tanto ofrecen una serie de experiencias de las

transformaciones que ya describimos—, estas reflexiones permiten advertir con particular

claridad un momento de transición fundamental en el espacio literario. La Sociología del

público argentino de Adolfo Prieto (1956), que protagoniza el capítulo, ha sido considerada

repetidamente como un ensayo a la vez pionero y fallido. Pero es precisamente en su “fracaso”

donde reside el interés. Prieto quiere dejar los discursos “espiritualistas” sobre la literatura

nacional por una observación empírica del público y el mercado, pero va a su encuentro con

buena parte de las exigencias que orientaban la discusión anterior. Su definición de la

experiencia literaria choca contra la centralidad que otras prácticas heterogéneas tienen para

la “cultura literaria”; su imagen del lector —ciudadano de la república de las letras— choca

con la incapacidad de los encuestados para explicar por qué leen lo que leen; el éxito de los

149

best sellers traducidos, contra el compromiso con las cosas del país que espera de sus

compatriotas; el lenguaje a la vez más convencional y más desregulado de los medios masivos,

tanto con los restos de una preocupación tradicional por la orientación de la mímesis social —

qué grupo impondrá la norma lingüística— como por los efectos indiferenciadores de la

masificación. Se trata de un texto atravesado por axiomas, que si la realidad incumple —como

dice el dicho— tanto peor para ella: en la brecha entre el ser y el deber ser, que corresponde

medir a la “sociología” —paso previo de una política—, se abre camino todavía el ímpetu

pedagógico.

La ubicación de Adolfo Prieto permiten amar en contrapunto un mapa complejo de la

década: la coyuntura histórica de la “nueva generación” crítica —de la que fue el primer

vocero— antes y después del golpe de Estado de 1955, el problema del público como examen

de situación para la intervención pública de los intelectuales —en la revista Ciudad (1954-55),

de la que fue secretario—, las expectativas de nuevos saberes (como la sociología) que

prometían hacer de la inteligibilidad de la sociedad de masas una clave de su transformación.

150

[D]iremos en resumen, desde el punto de vista exclusivo de la literatura

argentina, que su público sugiere la imagen biológica opuesta a la que

sugiere la efectiva conformación del país: la imagen de un cuerpo

gigantesco, hipotético y fantasmal, conectado a una cabeza microscópica.

Adolfo Prieto, 1956

(Sociología del público argentino 114)

151

1. La cultura y su promesa

Sociología del público argentino (1956) es el segundo libro de Adolfo Prieto. El anterior,

dos años antes, había sido el primero dedicado por entero a la obra de Jorge Luis Borges. En

sintonía con la revisión de posguerra que se venía haciendo de las vanguardias del ’20 —de

cuya actitud lo consideraba representante—, y munido de una serie de exigencias sartreanas,

Prieto proponía un análisis selectivo pero minucioso de su poesía, su crítica y su narrativa,

todo a los fines de impugnar un prestigio —decía— excesivo respecto del valor real de la obra.

Censuraba sobre todo su actitud lúdica, testimonio del habitus (diremos) de una élite estéril.

Lo hacía en nombre de un renovado compromiso con las cosas del país, con la voluntad de los

recienvenidos de convertirlo en la caja de resonancia de una literatura con capacidad de

interpelación vital.

Borges y la nueva generación fue notablemente tempestivo: el título potente, la sencillez

de la premisa básica, pero también la sutileza del análisis que permitía reconocerlo como un

interlocutor válido153, colaboraron sin duda a volver legible al conjunto de jóvenes críticos y

pequeñas revistas que venía surgiendo en los años inmediatamente anteriores. Este

movimiento, en rigor muy pequeño pero relativamente cohesivo en un primer momento,

encontró exégeta y biógrafo en tiempo récord en Emir Rodríguez Monegal. En una serie de

cuatro artículos del periódico Marcha, compilada enseguida —principios del ’56— en el libro

El juicio de los parricidas, el crítico uruguayo afirmaba que la renovación de la literatura

argentina se estaba gestando en la crítica literaria, a través del ajusticiamiento de los “padres”
153
A diferencia, por ejemplo, de la impugnación de Borges y Martínez Estrada (entre otros) que hizo ese mismo año

el nacionalista Jorge Abelardo Ramos en Crisis y resurrección de la literatura argentina: a pesar de cierta agudeza y

del estilo chispeante —o a causa de eso—, una variedad de reseñas (Ramón Alcalde en Contorno, Juan José

Sebreli en Sur) se apuran a desestimar por completo la posición de este “parricida” ajeno.

152

(Borges, Eduardo Mallea y Ezequiel Martínez Estrada) que había comenzado Héctor A.

Murena desde fines de los años ’40 y continuaban, con más radicalidad, gente como Prieto,

Ismael y David Viñas —entre otros—, y revistas como Las ciento y una, Contorno y Ciudad,

surgidas en 1953 (las dos primeras) y 1954. La velocidad de esta exégesis prueba su visibilidad

—¡desde la otra orilla del Río de la Plata!— no menos que el éxito del propio epíteto de

parricida, que se incorporó a los debates de los años siguientes154.

Hijo y nieto —por un lado y el otro— de inmigrantes españoles, Prieto había nacido en

1928 en la ciudad de San Juan, en el oeste argentino. Contra los deseos del padre —que tenía

“una pequeña industria de dulces” (Blanco y Jackson 120)—, se mudó a Buenos Aires para

estudiar Filosofía y Letras. Llegó en 1946: el año en que Juan Domingo Perón, después de

reunir a un porcentaje considerable del proletariado urbano y suburbano en la Plaza de Mayo

pocos meses antes, vencía en elecciones a casi todo el espectro político reunido en su contra

—de liberales a comunistas— y una vez en el gobierno intervenía las universidades, iniciando

el éxodo de la gran mayoría de los intelectuales con alguna visibilidad; consumando, de paso,

una escisión fundamental entre sus criterios e instrumentos de prestigio y los del Estado. En

1951 Prieto termina la licenciatura; en 1953, con inusual precocidad para la época, obtiene el

doctorado con una tesis sobre “El sentimiento de la muerte a través de la literatura española

(siglos XIV y XV)”, que no se publicará hasta 1960 (y entonces de manera parcial, a través de

un amigo). Casi la totalidad de su trabajo posterior está dedicada a la literatura argentina.

En los primeros años ’50, como vimos en el primer capítulo, la industria editorial

argentina alcanza un pico de producción de libros que no se repetirá en las siguientes dos
154
“Así, si Balbín tiene que referirse a los hombres jóvenes que se iniciaron en política enfrentando la primera candi-

datura de Perón, clamará por la ‘Generación del '45’. Un hombre con perspectiva literaria, en cambio, ya se trate de

Luis Emilio Soto en una conferencia o Verbitsky en un artículo aludirá a lo de ‘parricidas’”. David Viñas, “Una

generación traicionada”, 1959.

153

décadas. Las librerías del centro de Buenos Aires —diseñadas (dirá Prieto) a imagen y

semejanza de los nuevos públicos— los rematan en mesas sobre la calle a tantos por equis

plata [FIGURA 2.1]. Como señala la historiagrafía del libro, indican las memorias de editores

como Arturo Peña Lillo o Boris Spivakov, y confirman también los testimonios de su

presencia que consigna con perplejidad y optimismo la Sociología, una multitud de actores

competían por esos años para extender el alcance del libro: estrategias publicitarias, reseñas

bibliográficas en todo tipo de medios, kioscos callejeros (ya abarrotados como nunca de

diarios y revistas de ostensible heterogeneidad), ventas puerta a puerta, suscripciones, etc. Las

prácticas de lectura “lowbrow”155 nunca habían resultado tan visibles para los circuitos

“ilustrados”, ni tampoco tan difíciles de aislar, porque suponían no sólo la presencia creciente,

en las mismas colecciones y librerías, de géneros tenidos por bajos (policial, autoayuda, etc) o

productos juzgados mediocres, sino también la circulación amplia de algunos tenidos por

buenos y hasta por difíciles, según se advierte con moderado optimismo en la Sociología; o

como observa con más perplejidad el filósofo Francisco Romero en 1958:

Para mí ha sido desde hace años un inquietante misterio el del destino de los

muchos miles de ejemplares de la Crítica de la razón pura que se han impreso en

Buenos Aires, no solamente aparecidos en colecciones filosóficas, sino también

en ediciones económicas de gran tiraje que se venden hasta en los quioscos de

las estaciones ferroviarias. Pero éste es sólo un ángulo curioso de la cuestión,

interesante porque muestra hasta qué punto el lector es un enigma. (Romero 2)

155
Las nomenclaturas disponibles en castellano (“popular”, “masivo”, etc) no son menos insatisfactorias que

“lowbrow”; y quizás sean más engañosas, en tanto parecen ofrecer una caracterización que en rigor reúne sujetos y

objetos que se revelan como un conjunto desde la mirada “culta” (¿”ilustrada”? ¿”highbrow”?). “Lowbrow” es al

menos honestamente estratificadora, lo cual indica que estas definiciones son interiores a un campo donde la lectura

es ya una práctica fragmentada y en disputa. Véase el primer apartado de la Introducción.

154

Asediada y a la vez dinamizada por la radio y el cine —como observa Prieto—, la

difusión de materiales escritos cobraba dimensiones tan espectaculares que “la enorme

absorción de esa literatura” (énfasis mío) era difícil de imaginar, incluso para un escritor joven

y relativamente tolerante como Eduardo Dessein156, a través del concepto tradicional de la

“lectura”157 (Ciudad 2-3 5). Nunca tampoco, como en esos últimos tiempos de gobierno

peronista, la cultura literaria había parecido tan marginal: “las revistas literarias llevan la

muerte en su seno y en el mar de papel impreso dan sus manotones de ahogado”, afirmaba

Dessein en ese mismo artículo, que abría el número 2 de la revista Ciudad pocos meses antes

del golpe de Estado de septiembre de 1955158. Ni la difusión del libro, ni siquiera el éxito de

buenos libros podía ser considerado —según la fórmula de Prieto— “enteramente oro de

buena ley para la cultura literaria” (Sociología 81), porque era evidente que seguía lógicas que

ella prefería considerar ajenas: lo aguijoneaba el escándalo, la propaganda, una adaptación

cinematográfica. Además —como vimos en el primer capítulo— la literatura argentina

ocupaba un lugar menor en esta época de oro del libro argentino. “Desde Lin Yutang a

Simone de Beauvoir, desde André Maurois a Ernest Hemingway, desde Vicki Baum a Par

156
Pariente de los fundadores del histórico diario La Gaceta de la provincia de Tucumán —del que fue colaborador—

, Dessein publicó dos novelas en estos años, además de algunos ensayos y cuentos en varias pequeñas revistas.

Era abogado; fue subsecretario de Justicia de la Nación durante la presidencia de Frondizi. “Estaba terminando la

tercera ‘El jazz me entristece’, que a Tomás Eloy Martínez le hacía acordar a Scott Fitzgerald, cuando su trabajo de

dedicación plena como miembro del directorio y asesor de la papelera Massuh le hizo dejarla inconclusa. Pensó que,

pasados algunos años, podría volver a su actividad de escritor de manera exclusiva. Pero por desgracia para la

literatura argentina, no fue así”, recordó su primo y director de La Gaceta durante largos años, Daniel Alberto

Dessein, en una necrológica.


157
Un prurito similar muestra Robert Escarpit en su Sociologie de la littérature (1958) al referirse a cierto escritor de

éxito comercial: “le principal fabricant (nous n’osons dire auteur) (…)” (88).
158
Eduardo Dessein, “La literatura de kioscos contra el individualismo” (Ciudad 1 7).

155

Lagervist” alcanzaban normalmente 5 y con cierta frecuencia 25 ediciones (82). Mientras tanto

juntaba polvo buena parte de la reducida primera edición de Bestiario (1951); Julio Cortázar, sin

embargo, sería uno de los autores más vendidos de la década siguiente. Tampoco el aparato

propagandístico del cine hacía otra cosa que reproducir esa desigualdad: la adaptación

argentina de El túnel (de Ernesto Sábato) o Barrio gris (de Joaquín Gómez Bas) podía ofrecerles

“3 o 4 ediciones”, mientras que las novelas inspiradoras de éxitos de Hollywood —como Duelo

al sol o Por siempre Ámbar— alcanzaban en cambio “tirajes fabulosos” (Sociología 91).

A fines del ’54, en el primer artículo del número inicial de Ciudad (“el punto de mira de

una nueva generación”) y en sintonía con muchos otros que saldrían en los tres números de la

revista, Prieto ya había presentado algunos de los temas que reformularía dos años después en

la Sociología del público argentino. La vocación denuncialista in toto de “Sobre la indiferencia

argentina”, inspirada por las intuiciones de la ensayística nacional, se reorientaría en el libro

hacia una voluntad de acción mucho más concreta: de hecho el término “sociología” —según

se desprende de la manera en que la invoca al final de la década Francisco Romero— sugería

no únicamente rigor científico y metodológico, sino también validez instrumental: capaz de

organizar conceptualmente un determinado terreno, la sociología —en particular su rama

empírica en auge— aparecía como el requisito imprescindible de políticas para la sociedad de

masas.159 “Nos en venons ainsi à ce qui est de nos jours et sera san doute dans l’avenir —

profetizaba igualmente Robert Escarpit poco después— le moteur le plus efficace des

recherches de sociologie littéraire: la nécessité d’une politique du livre” (Sociologie 13).

159
El “canon sociológico se extendería con desigual fortuna a América Latina a partir de la década de 1950,

impulsado por fundaciones privadas pero más por organismos internacionales como la ONU (inventora del ahora

discontinuado término ‘subdesarrollo’) y la UNESCO, que veían la necesidad de superar el rezago de las ciencias

sociales en el subcontinente, para convertirlas en auxiliares de las políticas de desarrollo” (Varela Petito 237).

156

La ruidosa voluntad de acción, y aun la renovada posibilidad de actuar, eran de hecho

las notas más estridentes del discurso intelectual en los meses que siguieron al golpe de

Estado de 1955, que interrumpió diez años de gobierno peronista. En el famoso número 237, de

fines de ese año, la revista Sur —órgano prestigioso de lo más sofisticado de la élite cultural—

invitaba a “la reconstrucción nacional”: “diríase que no estamos para historiar, pues ha

llegado el momento de la acción en el que cada uno puede dar lo suyo”160 (110); así lo

sintetizaba en sus páginas Norberto Rodríguez Bustamante161, colaborador de Sur, de Ciudad y

—por esas mismas fechas— de las investigaciones del introductor de la sociología empírica,

Gino Germani. Para reconstruir la nación iban a hacer falta cuadros a todo nivel: después de diez

años de marginación o automarginación —cobijados mientras tanto en las editoriales y la

prensa—, los intelectuales volvían a participar de las instituciones oficiales. En el lapso

intermedio —matizando las imágenes sacrificiales que acuñaron algunos de ellos162—, ciertas

voces de entonces y las investigaciones posteriores coinciden en que hubo más “resistencia

silenciosa” que confrontación163. Ahora se hacían otra vez docentes y funcionarios (en

universidades, en bibliotecas, en cargos ministeriales en algún caso), participaban

nuevamente de la distribución de honores y beneficios, eventualmente volverían a recibirlos;

160
Norberto Rodríguez Bustamante, “Crónica del desastre”.
161
Rodríguez Bustamante fue nombrado ese mismo año Director del Instituto de Historia de la Filosofía y el

Pensamiento Argentino de la Universidad Nacional de La Plata (Bacci).


162
Victoria Ocampo, directora de Sur, fue presa 27 días en 1953. En el editorial del número 237 escribió: “En la

cárcel, uno tenía por lo menos la satisfacción de sentir que al fin tocaba fondo, vivía en la realidad. La cosa se había

materializado. Esa fué mi primera reacción: ‘Ya estoy fuera de la zona de falsa libertad; ya estoy al menos en una

verdad. Te agradezco, Señor, que me hayas concedido esta gracia’” (5).


163
Véase Fiorucci 2006 y 2008.

157

llegaban con ellos algunos de los jóvenes164. (Exagerando, escribía David Viñas en 1959: “en

cada embajada, por lo menos, hay un ‘rebelde’ de mi generación” [“Una generación” 285]).

Adolfo Prieto fue de los pocos, entre las cabezas más visibles de la nueva generación

crítica —Ismael Viñas, Ramón Alcalde, Noé Jitrik, etc—, que no tomó ningún rol ejecutivo o

bien después del golpe o luego del triunfo presidencial de Arturo Frondizi en 1958, de cuya

candidatura los miembros más orgánicos de Contorno habían participado. Ninguno de ellos

escribió en esos años libros de intervención tan claramente coyuntural como el Borges y la

Sociología; ninguno, sin embargo, se volcó a partir de entonces tan “exclusivamente a la

universidad” (Gramuglio 14). En una reseña de entonces, en que lo defiende ante las primeras

críticas, David Viñas describió el origen de la actitud que animaba el Borges: “su resentimiento

tiene el tamaño de su decepción. (…) Lo introdujeron en un mundo encantado y advirtió que

la mitad por lo menos era escenografía” (Avaro y Capdevila 173). Pocos meses después, el

primer editorial grupal de Contorno colectivizaba este mismo sentimiento de traición:

“Resentimiento por lo que se nos presenta: próceres estucados, tinglado, historia cubierta de

pancaque y colorete, figurones levantados gracias a la especulación o a la condescendencia”

(Contorno 5/6 1).

164
Viñas: “Y lo que habíamos empezado a vislumbrar en el '53 o '54 momentáneamente se dejó de lado por el

regreso al sólido fervor del '45; teníamos más ganas de hacer cosas que de reflexionar sobre los matices del

peronismo”. (Viñas “Una generación” 280)

158
FIGURA 2.1. Paseantes hurgando en una librería sin puertas durante la noche, circa 1960. Foto: Sameer Makarius
(83). “Los únicos comercios que gozan en Buenos Aires la franquicia de mantener sus puertas abiertas hasta altas
horas de la noche son las librerías. Todas estas librerías nocturnas cuentan con mesas con- sagradas, de manera
exclusiva, a la venta de ediciones populares accesibles a las eco- nomías más modestas. Hurgar en estas mesas,
hojear sus libros, es uno de los entretenimientos predilectos del paseante nocturno de la ciudad”. (Epígrafe de
Córdoba Iturburu)

159

Considerable capital cultural, expectativas insatisfechas: “impatience des limites”, le

llama Bourdieu165 (Les règles 189). Acaso no resulten tan sorprendentes las autoridades que el

joven “crítico parricida”166 convoca para su causa en estos libros tempranos (Ortega y Gasset,

Aranold Toynbee, Américo Castro167), si suponemos que de lo que se trata es más bien de

reivindicar una cultura literaria a la altura de su promesa. Lo mismo puede decirse de las

exigencias sartreanas que Prieto le opone a Borges, que a juzgar por el interés de los órganos y

figuras de la élite liberal —Sur, Guillermo de Torre— en las ideas de Sartre, pueden leerse sin

dificultad como la radicalización de un modelo tradicional de vida intelectual (libertad,

inmersión en la realidad, compromiso con su tiempo), que pueden muy bien ser anti-

establishment en un momento determinado, pero tal vez se oponen de manera más clara a la

marginación política de los intelectuales, a la dominación creciente de lógicas de mercado;

incluso a la “deshumanización” que se temía del desarrollo técnico, y que las líneas

constructivistas de la vanguardia —intensamente difundidas en Buenos Aires en los años

’40— parecían promover en el terreno de la cultura168.

En el artículo que ya citamos, Dessein opina que “las revistas deben acercarse a ideales

literarios, humanísticos y de convivencia. Con un tono liviano, debían ser pequeños libros”

165
“Los que quedan ahora exigen más y seguirán exigiendo, no hay límites para su insatisfacción”, escribió David

Viñas en 1959 (“Generación traicionada” 285).


166
Así lo llama todavía 1978 David William Foster.
167
David Viñas, en 1959, observó un fenómeno diverso pero similar: “¡Vicente D. Sierra en El sentido peronista de la

historia argentina invocaba a Croce contra los liberales y a Ortega y Gasset contra los del grupo Sur!”. Se refiere al

historiador católico y funcionario peronista Vicente D. Sierra (1893-1982), autor de una Historia de la Argentina

(1956).
168
Además de la repercusión inmediata que tuvo Sartre en Francia, facilitó su entrada la presencia que ya tenía

existencialismo, particularmente entre los pensadores católicos.

160

(Ciudad 2-3 6). El mismo año de la Sociología —1956— Oscar Troncoso, en la revista socialista

Sagitario (1955-56), compartía ese acto de fe:

Es cierto que un desborde de modernos medios de difusión como la radio, el

cine y la televisión; y un alud de periódicos, revistas y folletos, tratan de

brindarle las ideas y el saber dosificados, pero lo que en realidad hacen, es

proporcionarle una serie de conocimientos superficiales, sin mayor raigambre

en su intelecto. Está fuera de toda duda, que el saber concienzudo, a pesar del

progreso, sigue teniendo un vehículo irremplazable: el libro. (Sagitario 8 90,

subrayado mío)

La promoción de “la acción del libro” —culminación de un encadenamiento

vertiginoso de universales— se vislumbra todavía como una reivindicación de la cultura

literaria en tanto modelo ético y estético. Como advierten las intervenciones que vamos a

analizar, no era fácil hacer valer la sinécdoque en esta época de transformaciones.

2. El hábitat del lector

Hablar del lector como misterio se ha vuelto un lugar común. Cuatro décadas después

del período que nos ocupa, la revista mexicana Fractal consideró adecuado traducir “First

Steps Towards a History of Reading” (1986), artículo de Robert Darnton —pionero en el

campo—, con el nuevo título de “El lector como misterio”. Y todavía en 2002, en un artículo

titulado en “¿Quién es el lector?” —que analiza los resultados de la “Encuesta nacional de

lectura y uso del libro” que su autor dirigió el año anterior— Eduardo Fidanza comenzaba:

161

“Para empezar, es prudente desanimar al que inicia este capítulo acerca de la posibilidad de

encontrar una respuesta concluyente al interrogante que propone el título” (235).

Como no se cansan de repetir los grandes especialistas (Chartier, Darnton, Lyons), es

muy difícil estudiar la lectura. “La observación de la recepción literaria resulta

particularmente problemática no tanto por su complejidad como por su inconsistencia: real

pero inasible, productora del texto pero que no deja marcas de su productividad”, escribía

Lisa Block de Behar en 1984 (164), en un momento en que variadas hermenéuticas del texto,

tanto teóricas como empíricas, intentaban todavía reformular la problemática del sentido a

partir de la actividad del lector169.

Pero el puro desconocimiento no constituye un misterio. Cuando en 1903 Ernesto

Quesada reveló un campo de lectura desconocido para las élites letradas en la propia ciudad

de Buenos Aires —decenas de casas editando folletines populares de lengua híbrida y

temática post-gauchesca: centenares de autores, millares de lectores presuntamente migrantes

e inmigrantes— la perplejidad duró más bien poco. Sin mengua de la curiosidad

antropológica que evidencia, y que le permitió consignar, aún probablemente inventar

prácticas lectoras diferentes, “El criollismo en la literatura argentina” era no sólo un planfleto

de censura, sino que ésta ni siquiera apuntaba contra esas prácticas: las relevaba, en tono

sarcástico, para refutar a algunos letrados que imaginaban todavía la gauchesca hernandiana

como una corriente viva y auténticamente argentina, cuando quedaban ya pocos gauchos

refugiados en la pampa profunda y la lengua popular resultaba irreconocible a causa de la

inmigración. Pero su esbozo etnográfico provocó reacciones: Miguel Cané, en carta pública

dirigida al autor, declaraba sorpresa absoluta —como vimos en la Introducción— por la

169
Sobre este tema puede verse “La crítica de la lectura: puesta al día”, artículo en dos entregas de Diana Sorensen

que reseña sus principales sus corrientes todavía con el entusiasmo de lo novedoso (1981).

162

existencia de esos textos y lectores y enseguida su firme compromiso de no leer nunca “ese

fárrago de folletines encuadernados” (Quesada “En torno” 237); después de llamar a

extinguirlos por medio de la escuela, le ofrecía ese corpus a la arqueología del futuro, para que

lo desenterrara cuando “sea esta una tierra completamente civilizada” (238). Y fue así nomás, o

casi: tuvieron que cambiar muchas cosas para que fuera en cambio la crítica literaria la que se

dignara, ocho décadas después, a leer por fin esos folletos. Más significativo es que fuera el

propio Adolfo Prieto el que se sumergiera fascinado, a través del “fondo Quesada” —como lo

bautiza perentoriamente Cané—, en las prácticas populares de lectura del cambio de siglo170,

se ve que ya recuperado de la decepción que le provocaran las de sus contemporáneos en 1956.

Lo que resulta misterioso para los intelectuales de los años ’50 no es la existencia de un

campo de lecturas y lectores que no se ajustan al lector modélico de la tradición humanista —

esto es evidente y ubicuo— sino otro fenómeno más complejo:

En países de más vieja y organizada cultura, el lector se deja situar e identificar

con relativa facilidad; ciertos sectores sociales o profesionales son

consumidores habituales de esta o aquella clase de libros. Esto no sucede en

nuestros países, por motivos que no me detendré a analizar. No sabemos, en

medida considerable por lo menos, quiénes son ni dónde están los lectores, ni,

por lo tanto, es previsible de antemano la aceptación de un libro determinado;

ni tampoco, conocida su aceptación inicial, saber con qué ritmo crecerá o

disminuirá posteriormente el interés por esa obra. (Romero 14)

La repetición de la fórmula “à l’aveuglette” para describir la actividad editorial en la

Sociologie de la littérature de Robert Escarpit, que es del mismo año que este breve discurso de

Francisco Romero, sugiere que al menos en ese país de vieja cultura, ni siquiera la férrea

170
Adolfo Prieto, “El discurso criollista en el origen de la Argentina moderna”.

163

organización de los habitus que lo distingue lograba compensar la opacidad del público

masificado. En Argentina, el curioso caso de Kant en el kiosco mostraba (con la entonación

ubicua del policial) “hasta qué punto el lector es un enigma”: un sujeto indiferenciado que

sólo “una sociología del libro” podría volver inteligible. La crítica de la razón pura, publicada

tanto en colecciones filosóficas como populares, podía conseguirse en una estación de tren;

Jorge Luis Borges dirigía para Emecé, desde mitad de la década anterior, una colección de

novelas policiales que se distribuía también en las librerías “sofisticadas”. Esto que Francisco

Romero observa con preocupación a la vez comercial y política desde la mirada del humanista

y del editor —porque pronunció este breve discurso en la inauguración de la nueva sede

porteña del Fondo de Cultura Económica—, Juan José Sebreli y Adolfo Prieto lo habían

percibido pocos años antes, como veremos, desde la perspectiva de jóvenes ensayistas que

buscaban interpelar al país que los interpelaba.

Lo que observan todos, en cualquier caso, es que la separación entre espacios de

lectura (Prieto les llamará “campos” en 1988) se ha vuelto borrosa: signos demasiado

ostensibles, potenciados por la creciente visibilidad recíproca, ponen en cuestión las

estrategias más básicas para distinguir una lectura “culta” de una “popular”. Resulta difícil

saber qué tan “sofisticados” podían ser los libros que se ofrecían en los kioscos corrientes

hasta los años ’50, menos en cuanto al prestigio de los autores —porque los “clásicos” en

ediciones baratas, como vimos en el primer capítulo, circulaban en los kioscos desde

principios de siglo— que al cuidado de las ediciones. El editor Arturo Peña Lillo, conocedor

de la historia del libro, no sólo fecha en 1950 la venta de libros en kioscos, sino que se adjudica

la idea. Ese año comienza a ofrecer (dice) “‘1000 formas de ganarse la vida’171, algún ensayo

171
No encontré ningún libro con ese título, pero entiendo que se refiere a algún libro de autoayuda como los de Dale

Carnegie que comentamos en el capítulo 1.

164

social y varios títulos policiales del Séptimo Círculo, haciendo un total aproximado de 20

títulos” (Memorias 48-49). Entiendo que se refiere a la venta en kioscos de libros producidos

para distribuir en librerías; esto no era nuevo, pero es probable que por regla general se

hubiera debido a iniciativas específicas de los mismos editores —como el caso pionero de José

Ingenieros y La Cultura Argentina (Degiovanni 215-227)—, que no conmovían sustancialmente

la separación de espacios. “El tono intelectual subiría a medida que el público se familiarizara

con la nueva metodología” (49): de modo que era el habitus de los lectores más cultos el que

ahora había que reeducar. Sobre esta trayectoria, en todo caso, se montará la estrategia de la

Editorial Eudeba a partir de su fundación este mismo 1958: en ediciones baratas pero

legitimadas por los protocolos de la cultura “letrada” (organización, traducción, prologación),

divulga con notable éxito textos de todo tipo en kioscos propios ubicados en calles y

universidades. En los años ’60, según Jorge B. Rivera, ya podía conseguirse fácilmente en los

kioscos libros de Borges o Cortázar (Rivera 141).

Las consecuencias de este proceso de indiferenciación son más fáciles de historiar en el

otro extremo del espectro social: en el declive de la librería —de ciertas librerías selectas—

como lugar de peregrinación y de encuentro para la élite cultural. “Hacia 1910 —nos

recordaba Beatriz Sarlo—, las librerías de Buenos Aires, tanto por su disposición interna, por

su ubicación en el centro de la ciudad, como por el mundo cultural que las ocupaba, eran

reductos minoritarios destinados a los intelectuales y a sus interlocutores más inmediatos”

(Imperio 20). Eran el hábitat natural del lector; los libreros, políglotas enciclopedias andantes

que debían estar “al corriente de cuanto se publicaba en Madrid y en México, en Barcelona y

en Santiago de Chile”; sus vidrieras —su cara pública—, “un espacio de complicidades casi

165

privadas” (Imperio 35172). Tampoco era casual que se hubieran vuelto lugares de reunión para

cierto público: habían sido diseñados en muchos casos para esta cumplir esa función. Así, por

ejemplo, en 1925 la revista Martín Fierro —órgano de la vanguardia literaria, muchos de cuyos

miembros eran prole directa de esa élite— anunció que había abierto sus puertas,

en la parte más elegante de Florida, al 641, una importante librería, El Bibliófilo,

que, sin descuidar el ramo general de su comercio, se consagrará con

especialidad al libro de lujo de las mejores casas editoras extranjeras. Junto al

cómodo y elegante salón de ventas, se reserva un lugar para los escritores y

“amateurs” amigos de la casa, donde han de desarrollarse amables tertulias.

Damas distinguidas y conocidos caballeros han comenzado a poner de moda

esta casa. (citado en Velarde 52)

Las instalaciones, según la descripción del contrato de alquiler, resultaban idóneas

para semejante público:

La finca está compuesta por Planta Baja, Sótano y cuatro plantas altas. ‘El local

bajo calle Florida números 639 y 641, con las siguientes instalaciones: Una gran

vidriera con portada de entrada lateral al negocio, todo de madera lustrada,

cristales, bronces, herrajes finos y espejos’ entre otras cosas. El resto del

inmueble se describe con similar prolijidad y abundan pisos Baton-rompu,

parquets Versailles, vitraux, panneaux, paredes tapizadas en tela con

decoraciones en estilo Luis XVI, cristales biselados, espejos con luna biselada,

escaleras de mármol y madera… (Velarde 55-6)

172
La descripción de los libreros es cita original de Bernardo González Arrili: Buenos Aires 1900. Buenos Aires:

Centro Editor de América Latina, 1967 (104-105).

166

“Todas las veces que fui a esa casa —asegura Leandro Suárez Casariego, aspirante a

bibliófilo en los años que aquí refiere, alrededor de 1930— me encontré con destacadas

personalidades, políticos, escritores o artistas plásticos” (JALL 13173). Los clientes de El

Bibliofilo, en efecto —sospechaba el bibliófilo Max Velarde en 1998 con evidente

melancolía— “debían tener cultura y afinidades comunes, espirituales y materiales (…); gustos

y disposiciones para gozar de todos los aspectos de la vida en sus modos más exquisitos, que es

lo coherente” (71).

El hecho de que, como vimos, las novedades editoriales y los libros “de bibliófilo”

(ejemplares raros, antiguos, de lujo) convivieran todavía bajo el mismo techo, favorecía sin

duda esa circulación. En el mismo número de Martín Fierro, un aviso de El Bibliófilo detalla un

poco más los productos que ofrece: “Ediciones antiguas y raras/Libros de lujo/Obras de

arte/Literatura en general/Publicaciones nacionales/Españolas-Francesas”; y en el número de

diciembre, otro aviso agrega “suscripciones a revistas francesas para el año 1926” (Velarde 60).

Estos servicios requerían todavía en esta época de un librero diligente y particularmente

informado, que consiguiera de primera mano las autofinanciadas novedades argentinas y

viajara a gestionar las europeas. En El encantamiento de la sombra, de 1926, el poeta y bibliófilo

Rafael Alberto Arrieta indica cuán exclusivas podían ser estas últimas:

Interrogo al librero acerca de una obra recién llegada de Europa y

largamente anunciada en los boletines bibliográficos. Me responde:

—Recibimos media docena de ejemplares, los únicos llegados a la

capital, pues somos los representantes de la casa editora, y se han vendido en

seguida. Pero ya hemos renovado el pedido. Dentro de mes y medio, cuando

mucho… (Arrieta citado en Velarde 39)

173
Véase “La bibliofilia: una perversión del amor del libro” en el capítulo 2.

167

De estos mismos años deben de ser los recuerdos del escritor Manuel Mujica Láinez

(nacido en 1910), que acudía en la adolescencia a la Librería General de Tomás Pardo “en pos

de sus libros que no hallaba en otra parte” (2), además de la guía del propio dueño. De este

modelo de librero de los años ’30 decía justamente Trenti Rocamora que “era un erudito,

visitado y respetado por los intelectuales”. Habría que decir: por necesidad. Aunque eran ellos

los que daban a menudo su nombre al establecimiento, la trabajosa selección, sin disonancia

alguna, debía espejar el alma de sus mejores clientes:

Son las voces que salen de los libros que Don Tomás reunió en estos anaqueles,

las voces de la asamblea de todos los tiempos convocada por él. Vienen de lo

alto de las estanterías y del refugio de las mesas, mezclando la entonación de

los idiomas distintos, y se incorporan las unas a las otras maravillosamente, se

suman en una sola voz que funde el ritmo de la poesía con la exactitud de la

prosa y que gira entre las bibliotecas como una música muy antigua y muy

joven, de suerte que nos parece que estamos en el centro de una gran colmena

rumorosa. (Mujica Láinez 1)

De manera creciente a partir de fines de esa década, cuando se inicia el proceso de

transformación de la producción y circulación de libros que analizamos en el primer capítulo,

la intermediación del librero se vuelve mucho menos central. Desde entonces las fuentes de

información se habían multiplicado, el ritmo de las traducciones se había acelerado —su

epicentro estaba ahí mismo en Buenos Aires—; la mayor parte de la producción de libros era

local y al menos parte de la extranjera se importaba por medio de representantes que traían

grandes cantidades para distribuir, como el caso famoso de Joaquín de Oteyza174. Las librerías

174
“El día 15 de mayo de 1935 se abren al público las puertas del gran Depósito de libros españoles que Oteyza ha

establecido en Buenos Aires. Oteyza, madrileño puro, ha elegido la festividad de San Isidro, el Santo Patrón de

168

modernas tienden a prescindir del nombre de sus dueños y los libros que ofrecen ya no se

funden de ningún modo en “una sola voz”: más que “colmena rumorosa” (ilusión monarca:

jerarquía, protocolo), bochinchero conventillo. El libro bello y el libro visible —que es el

plausible de ser comentado, reseñado, hallado y comprado— seguían caminos divergentes, y

por lo tanto sus públicos también175. La librería Verbum lo advirtió en 1955, según informaba

Ciudad:

La ya tradicional librería VERBUM, que dirige Paulino Vázquez, ha ampliado,

con gran despliegue, sus instalaciones. El viejo local bajo el nombre de CLÍO,

queda destinado a los libros de historia y antiguos, y el nuevo, conservando el

nombre VERBUM, a la venta de libros modernos. (Ciudad 2-3 121)

De modo que no es extraño que Francisco Romero se haya visto llevado a un

diagnóstico del público siguiendo la circulación material del objeto libro. Al fin y al cabo,

Romero era tal vez el filósofo argentino más prestigioso del momento176, pero era también

editor; tenía su Teoría del hombre —que reverenciaban, como veremos, algunos de los jóvenes

de la revista Ciudad—, pero llevaba dos décadas trabajando para editoriales que dependían de

las ventas, lo que además las diferenciaba del Fondo de Cultura Económica, cuyas nuevas

instalaciones en Buenos Aires dejaba inauguradas con este breve discurso. “Voir clair [en

Madrid, para que el libro español se manifieste en la ciudad porteña. La sede del Depósito de Oteyza en Buenos

Aires está instalada en un edificio de tres plantas, de trescientos metros cuadrados cada una” (120). Véase Mangada

y Pol, en particular el capítulo “El mayor depósito de libros españoles en América”.


175
Esto no significa que no haya posteriormente librerías que sirvan de lugar de reunión, pero no tendrán estos

rasgos de exclusividad.
176
Romero eran entonces unos de los intelectuales argentinos más prestigiosos y una figura en buena medida

arquetípica de intelectual liberal. Lo primero es tal vez más difícil de probar a tanto olvido de distancia. Héctor Grossi,

en Ciudad, provee la siguiente enumeración de intelectuales que sufrieron “persecusiones, cárceles, torturas,

destierros, emigraciones, muertes”: “Einstein, Fermi, E. Stein, Huizinga, Cassirer, Houssay, F. Romero” (3 17).

169

littérature] —observaba ese mismo año Escarpit— n’est donc pas simplement une nécessité

d’action: c’est aussi une bonne affair” (Sociologie 15). La mexicana FCE —que recibía

financiación estatal— era sin duda, para intelectuales como él, lo que las grandes editoriales

argentinas debían y no podían ser: “americanista” (por el origen de sus firmas, por algunos de

sus intereses, por su circulación, por su colección Tierra Firme177), modernizadora del

conocimiento científico (a través de su política de traducción), divulgadora del saber

universitario (ante todo en su colección Breviarios, para la que Romero escribió una Historia de

la filosofía moderna en 1959). En esa línea, Ezequiel Martínez Estrada elogiaba al Fondo un año

después por haber resuelto “con sencillez magistral”, en el mercado mismo, la relación de la

“cultura de élites” con el “hombre de la calle”.

(…) admitida la importancia capital del libro en el orden de las actividades

intelectuales en la América hispánica, debemos reconocer que el Fondo de

Cultura Económica ocupa lugar privilegiado; pues cumpliendo ese requisito de

empresa editorial que le es inherente, supera a todos los otros focos de cultura

de América latina, y sin duda del mundo, en cuanto es un instituto editorial de

instrucción superior y popular a un tiempo, y en cuanto no lo accionan resortes

mercantiles. Ha contribuido a socializar la cultura de élites, al llevar sus libros

al mismo mercado de la obra vulgar y barata compitiendo con ella sin

177
La colección Tierra Firme alegoriza puntualmente esto de que el FCE era lo que las otras no podían ser: el plan

original de la colección lo había hecho Pedro Henríquez Ureña, colaborador de la editorial Losada de Buenos Aires

desde su origen (al igual que Romero). Cuando Daniel Cosío Villegas, entonces director del FCE, le pidió que lo

preparara, Henríquez Ureña respondió que la colección americanista que dirigía para Losada había sido

interrumpida por bajas ventas, de modo que aceptaba declararla perdida y diseñar una nueva. (Liliana Weinberg,

“Intelectuales y editores”). Véase también Gustavo Sorá, “Misión de la edición para una cultura en crisis. El Fondo de

Cultura Económica y el americanismo en Tierra Firme”.

170

descender a su nivel. Vale decir, que ha resuelto con sencillez magistral el

problema de conectar el saber superior con la capacidad de comprensión del

hombre de la calle, preocupación y cargo de conciencia actuales de las

universidades que no han podido hacerlo. (Martínez Estrada “El Fondo” 1178)

Libros producidos según los protocolos “cultos”, puestos al alcance (en precio y

presencia) del circuito popular, donde lectores heterogéneos pueden por lo tanto encontrarse;

esta parece ser la “solución”, que es por otro lado la que desarrollaba la editorial Eudeba por

esos años179. El encuentro del lector “culto” y el lector “popular” —inquietud del pedagogo no

menos que del editor— se produce simbólicamente alrededor de cierto punto y seguido en el

breve discurso de Francisco Romero; se trata, de hecho, de un punto de quiebre significativo.

Mientras se mantiene en el terreno de cultura tradicional, las definiciones de Romero son

axiomáticas:

El libro es universal, como lo es el espíritu que él por excelencia encarna;

cuanto concierne a los libros, en bien o en mal, alcanza a todos, aunque su

repercusión más inmediata se restrinja a quienes declaradamente son sus

amigos, a los que de continuo buscan en ellos el saber o la belleza. (2)

Tampoco hace falta investigación empírica para describir el uso que hacen de él los

pertenecen a esta comunidad:

Todos los asistentes a este festejo de una editorial somos hombres y mujeres de

libros; éste es nuestro común denominador. Lo somos en cuanto autores,

editores, impresores, libreros y, muy especialmente, consumidores de libros,


178
Invitado en 1959, en el 25 aniversario del FCE, a decir unas palabras en la casa matriz por el 25 aniversario de la

editorial, fundada en 1934. Martínez Estrada, “El Fondo, instituto editorial de instrucción superior y popular”.
179
El proyecto original de Eudeba —financiada por la Universidad de Buenos Aires—, lo preparó de hecho Arnaldo

Orfila Reynal, el argentino que dirigió el FCE durante 18 años (1948-65).

171

personas que los utilizan, los aman y creen en su incomparable función

civilizadora. (2)

Si no hiciera falta salir del espacio restringido de estos hombres y mujeres del libro,

donde la práctica lectora goza de una presunción de transparencia, alcanzaría para definirla

con las especulaciones de la filosofía política o la crítica literaria180. Pero por razones a la vez

políticas y comerciales, resultaba entonces imprescindible y urgente extender la mirada más

allá, hacia “la amplísima zona de los suburbios literarios, suburbios que por una conexión

nada casual coinciden con las barriadas extramuros de todas las grandes ciudades de la

República”, como había dicho Adolfo Prieto en la Sociología del público argentino (103). Ahí, en

efecto, la práctica lectora se revelaba mucho más opaca. Haría falta echar mano a una saber de

la alteridad:

De una meditada sociología del libro se podría deducir una política del libro en

sentido amplio, una acción en provecho de su difusión, sobre todo por la

comprensión de este ente ubicuo y escurridizo, en gran parte escondido y

anónimo, actual y potencial, que es el lector. El lector, en sentido propio, es una

categoría humana moderna; nace con el nacimiento de la imprenta, y de su

actitud peculiar, de su diálogo solitario y autónomo con los contenidos

librescos, recibe de la edad moderna, época individualista y crítica, algunos de

sus caracteres más influyentes y singulares. (2)

La yuxtaposición es notable: dos lectores heterogéneos se miran a los ojos en ese punto

y seguido. El de la primera frase es el lector enigmático de los “suburbios” de la cultura —

“lecteur banlieusard” (108), lo llama Escarpit—; el de la segunda, que es el lector “en sentido

180
Esta presunción ha vuelto históricamente tanto más escandaloso el encuentro con las prácticas “reales”: lecturas

de entretenimiento, lecturas inmorales, lecturas subversivas, largo etcétera.

172

propio”, es indistinguible del ciudadano moderno de la filosofía política, autónomo,

individualista y crítico como la época que debe encarnar: el que ejerce “su actividad específica,

la postura independiente del hombre que lee, aprecia, compara y juzga, y así enriquece su

espíritu y crece en libertad; porque el libro ha sido, es y será uno de los mayores estímulos

para la libertad humana” (15). Este lector —dicho de otro modo— es una minoría universal; el

otro, ciudadano de la noche, será el objeto de la acción conjunta, sociología de por medio, del

Ministerio y el marketing editorial, cuya identidad de intereses Romero sostiene, como acaso

sólo se lo podía hacer en la FCE o en Eudeba, por medio de la sinédoque milagrosa de “la

acción del libro”.

El lector que procuraría definir la sociología del libro no debe ser únicamente

el lector actual, el que ahora busca, adquiere y lee libros. En todo hombre, por

serlo, hay una posibilidad de lector que debe ser actualizada para que se

comporte como miembro de una sociedad fundada en la autonomía individual.

La política del libro a la que yo me refería hace un instante, derivada de una

sociología del libro, ha de iniciarse con una pedagogía que eduque al hombre

como lector; que, por una apropiada mayéutica, saque a la luz el lector

soterrado en cada hombre. (2)

En cada hombre hay un lector soterrado: esa forma más humana (es decir, más

universal) es la que se trata de sacar a la superficie. El razonamiento es riguroso, ilustrado y

tradicional. ¿Qué necesidad en este contexto de una sociología? Ella viene a salvar la brecha

—podríamos decir— entre “spleen et idéal”: no para contrastar por medios empíricos la forma

ideal, sino para servir de base a una “política” que la lleve a la práctica.

Acaso un prurito de etiqueta —después de todo, no se invita a una fiesta a un filósofo

humanista sino para ofrecer una pátina de universal— le sugirió a Romero la conveniencia de

173

cubrir el misterio con el manto de la pedagogía liberal más tradicional; absolvámoslo y

dejémoslo seguir bebiendo.

Una serie de críticos jóvenes, en cambio, llevaban un lustro observando el campo

amplio y visible de la lectura con ojos que no eran, en última instancia, mucho menos

liberales ni menos animados de espíritu pedagógico, pero a lo cuales era evidente que “el

libro”, multiplicado e indiferenciado por una industria de masas, ya no podía hacerse

depositario de una única “acción”.

3. Plan de “penetración”: la revista Ciudad (1955-56)

Ciudad es una revista de jóvenes que aspiran a intervenir en la vida pública argentina.

En los meses finales del gobierno peronista, ensayan en sus páginas las coordenadas

filosóficas y las alianzas simbólicas que deberá tomar esa acción, y seguramente también —

según reclama un artículo de manera explícita— van tendiendo las redes concretas que

podrán darles (como decía Sarmiento que pedía Arquímedes) “un punto de apoyo” para poner

la “patria (…) patas arriba” (Sarmiento 118); que para eso le sirve tener una revista al que puede

costeársela, como observó agudamente André Breton (“Second manifeste” 7). Estas son las

ambiciones que animan una serie de inquietudes respecto del lector y la lectura fuera de los

límites del espacio intelectual: sobre la “literatura de kioscos”, sobre las lectoras de revistas

femeninas, sobre la función formativa del público que deben cumplir los suplementos

especializados.

Los tres números —dos de ellos “dobles”— salieron entre 1955 y 1956. Ciudad fue

reconocida inmediatamente entre las revistas jóvenes de renovación del campo literario

174

argentino —con Contorno y Centro, fundamentalmente— pero a partir de entonces recibió una

atención crítica mucho más modesta y genérica que las otras dos. Su leit motiv —la literalidad

es eficaz— seguramente colaboró con lo primero: “Ciudad, el punto de mira de una nueva

generación”. Con lo segundo, el hecho de que pocos de sus colaboradores (Adolfo Prieto,

Héctor Bianciotti luego de la Académie Française, Alicia Jurado) dejaron marca en la literatura o

la crítica literaria; otros se destacaron, sí, en otras áreas: el periodismo (Ernesto Schoo, Hugo

Ezequiel Lezama), la crítica de cine (Héctor Grossi), la crítica de arte (Rafael Squirru), la

diplomacia (Carlos Manuel Muñiz), la política de hambre y la desaparición forzada (José

Alfredo Martínez de Hoz, hijo). Acaso también la heterogeneidad retrospectiva del conjunto;

así, conviven con Prieto, por ejemplo, el Ministro de Economía de la dictadura militar que lo

obligó a exiliarse en 1977 (Martínez de Hoz) y el director del diario que financiaba la Marina,

siguiendo las aspiraciones presidenciales de su Comandante en Jefe, durante esa misma

dictadura (Lezama). Tampoco ayudó la militancia católica de algunos colaboradores y

artículos181.

Emir Rodríguez Monegal apuntó con agudeza que la cercanía aparente con Centro o

Contorno dependía de la polarización que había generado el peronismo en el poder, pero

sugirió también, esta vez con error, que la duplicación de colaboradores tenía que deberse

apenas a la coincidencia temática. Esta última, hay que decir, es tan flagrante que no parece

casual: en el mismo mes de diciembre de 1954182, Ciudad y Contorno sacan a la calle sendos

dossiers dedicados a Ezequiel Martínez Estrada; en el número 2 (impreso en julio del ’55)

Ciudad anuncia uno especial (que hubiera sido el cuarto) sobre la novela argentina para el año

siguiente, pero Contorno se le adelanta en septiembre con uno sobre el mismo tema.

181
Véase Zanca, “La fe de Prometeo”.
182
El número de Ciudad indica “Primer trimestre 1955” pero se declara impreso el 17 de diciembre del año anterior.

175

La repetición de nombres excede ya esa “coincidencia”: Prieto, que es considerado

siempre un nombre de Contorno, fue Secretario de Redacción en los primeros dos números de

Ciudad, en los que su participación parece de hecho más orgánica que en la aquella183. Su

artículo “Sobre la indiferencia argentina”, que luego formará parte de Sociología del público

argentino dos años después, es el primero del número inicial de la revista, con lo que

constituye indudablemente (si no un manifiesto, al menos) una declaración. Ocurre que lo

que aúna ese grupo heterogéneo —pronto disgregado—, según se lee en las prioridades de los

artículos de sus tres números, no es ajeno a la preocupaciones del libro de Prieto: las

condiciones de participación de los intelectuales en el espacio público, el prestigio de la

cultura literaria fuera de sus límites, la formulación de una política pedagógica para el el

espacio transformado de la cultura de masas. Entendidas como modulación de estas

inquietudes, un número grande de colaboraciones de Ciudad resultan notablemente

compactas.

La propia revista viene de hecho inscripta desde el inicio en el terreno de la acción: la

presentación del director se titula “Venturas y desventuras del hacer. Un nuevo intento”.

183
Gramuglio observa que “siempre se ha asociado a Adolfo Prieto con esa publicación, a la cual lo ligó,

indiscutiblemente, junto con ciertas afinidades ideológicas, una clara marca generacional. Sin embargo, esa

vinculación no deja de presentar algunas aristas enigmáticas: Prieto publicó un solo artículo de crítica literaria en el

primer número de Contorno; no publicó ninguno más (…). Recién en el número 7/8, de julio de 1956, volvió a

publicar, pero lo hizo sobre el tema que convocaba los reacomodamientos de la hora: el peronismo, cuyo

derrocamiento en 1955 fue un verdadero parteaguas en el frente de quienes, como los integrantes de Contorno,

hasta entonces habían formado parte de la oposición. Solo después de esa reaparición se incorporó al comité de

dirección del último número de la revista, dedicado al análisis del frondizismo, y al de los dos Cuadernos de

Contorno, pero tampoco escribió en ellos. Un somero repaso de lo que publicó en esos años muestra que lo hizo

más en otras revistas, como Centro y Ciudad, y fue en Centro donde apareció “Borges, el ensayo crítico”, un anticipo

de su primer libro, Borges y la nueva generación, publicado en 1954” (Gramuglio 12).

176

Carlos Manuel Muñiz imagina esa acción según el tropo tradicional del desierto: “En

Argentina, país nuevo, inmenso arenal inconquistado, se han precisado hombres con garras

de ‘pioneers’ para fundar en el terreno de la cultura” (5). Se trata lógicamente de una

genealogía liberal: “Echeverría, Sarmiento, Paz, Mitre”, escritores-políticos de la organización

nacional; los que fundaron “Colegios y Academias” y “las primeras instituciones culturales” a

fines del XIX; ya en el XX, los responsables de esas instituciones blandas, claves para la

imaginación liberal: revistas como Nosotros (“el milagro (…) que duró casi treinta años”),

Martín Fierro (“con veinte mil ejemplares en un solo número”) y Sur (“con más de veinte años

de vida”). Tareas patrióticas, en ese orden: organizar el Estado, fundar instituciones, publicar

revistas literarias. Este y los dos que le siguen (más los poemas inmediatos) fungen así un poco

como “avant propos”: primero el de Prieto, “Sobre la indiferencia argentina”, que denuncia la

manía argentina de no dejarse interpelar vitalmente por la realidad (sobre el que volveremos).

Después el de Norberto Rodríguez Bustamente —que llevaba entonces trece colaboraciones,

la mayoría reseñas, en la revista Sur—, “Tentativa de diagnóstico”:

Frente al dualismo suicida que contrapone la acción y el pensamiento, creando

activistas ciegos y contempladores neutros o indiferentes, hay que volver por

los fueros de la unidad humana, pensamiento y acción a la vez. (Ciudad 1 17184)

Sería posible (por pura resonancia epocal) hablar de “compromiso”, pero lo contrario

es más cierto: el término es usado muy poco y sin énfasis, lo mismo que el nombre de Sartre,

cuya “sensibilidad” es incluso considerada “enfermiza” (Ciudad 4-5 120) y su “existencialismo”

“derrotista” (Ciudad 4-5 47) en sendos artículos. La única excepción es la “Respuesta de Adolfo
184
Los dos poemas que siguen están también en la misma línea: figuran criaturas contemplativas e inmóviles, cuya

falta de vitalidad evidentemente censuran. “Cuánto duele la vida / lanzada a ser silencio, / sin herida ni sangre, / sin

ardor y sin riesgo”, dice el de Julio Álvarez (“Desde hace tiempo”); y un poco después: “Para dejar los ojos /

aquietados, en puertos, / yo prefiero perderlos” (Ciudad 1 19).

177

Prieto”, del número 2, donde el autor defiende los argumentos sartreanos de su Borges y la

nueva generación (1954) frente a las críticas de Roy Bartholomew; único instante polémico que

se permitió la revista.

Otros dos artículos, publicados ya en el número 3 —posterior a la “Revolución

Libertadora” que derrocó a Perón y proscribió el peronismo— intentan de manera más

específica (y con énfasis coyuntural) definir al intelectual como un hombre de acción.

“Desalojado” de “la torre de marfil”, nos informa Héctor J. A. Grossi que “el intelectual ha sido

arrastrado a la plaza mayor, al escenario de las fundaciones, para decir su voz en el mundo

que se anuncia” (16): podemos fechar entonces el desalojo el 23 de septiembre de 1955, en que

buen número de intelectuales concurrieron a la Plaza de Mayo a celebrar el golpe de Estado185.

Pero en el mundo que se anuncia, según parece, el escenario de las fundaciones ya no será la

plaza mayor, sino otro que ya le requiere al intelectual nuevas condiciones de actuación:

Su estilo exterior, su repertorio expresivo, sus modos han acusado el golpe.

¿Sobrevivirán la Universidad, la Academia, la carrera de honores, los premios y

los discursos al uso tradicional? Se ha consumado la publicización de su vida y

de su hacer específico. Diarios y revistas, fotos y grandes titulares, revelan

aspectos de sus vidas. Se difunde —como de un astro del box o un favorito de

las pistas— su edad, estado civil, familia, ganancias, convicción política,

creencias religiosas, sus entretenimientos favoritos. Audiciones radiales y de

televisión lo solicitan. (Ciudad 4-5 16-7)

185
“Y fuí a la plaza y se me contagió la alegría de todos y canté el himno patrio y vivé y agité mi pañuelo”. Jorge A.

Paita en Sur (88)

178

Expuesto como nunca a la mirada y a la persecución, se halla ahora en una situación

más precaria. Sobre el final de sus “Meditaciones sobre el intelectual de nuestro tiempo”,

Grossi lo imagina abrazando desgarradamente el martirologio:

El intelectual de nuestros días, San Sebastián asaetado, sufre en su carne los

mayores dolores de su edad. La dura experiencia lo ha enriquecido en grado

incalculable, aproximándolo a los hombres por la fértil vía del dolor. (17)

Jesucristo Superstar: un santo en los medios de comunicación de masas. Más

pragmático, Muñiz pide en ese mismo número 3 —en su segunda y última colaboración—,

para “la nación devastada”, el “aporte de sus hombres mejores” en la tarea pedagógica de

“alentar la formación y elevación de un pueblo hondamente necesitado del acercamiento

fecundo a sus problemas”. Pero los mejores hombres se estaban disgregando después del

golpe de Estado, en tanto ya no conseguía cohesionarlos, como hasta poco antes, el

antiperonismo intelectual186. Rubén A. Benítez reclamaba evitarlo mediante “el trato directo y

cordial” entre “Viejos y nuevos” (y así se titulaba su artículo):

Los grupos intelectuales deben buscar, en este momento, la cohesión social que

reclamaba Eliot, para que no resulten sólo peso muerto en el panorama

nacional. Para lograr esa cohesión creemos necesario romper las cámaras de

cristal donde, al socaire de los vientos, se suele aislar, individualmente, cada

hombre de letras. Lo reclama así una juventud que trabaja solitaria e

infructuosamente, sin quererlo. (…) Entre los escritores de las últimas

generaciones y los prestigiosos hombres de letras argentinos, sólo ha sido

posible, desde hace doce años, el contacto profundo pero insuficiente de los

libros, o el más epidérmico de la tarjeta de circunstancias. No se ha mantenido,

186
Véase “El antiperonismo intelectual: de la guerra ideológica a la guerra espiritual”, de Flavia Fiorucci.

179

en cambio, el trato directo y cordial, el diálogo humano, la convivencia amable.

(Ciudad 4-5 19)

Esta es ya una segunda categoría dentro de los temas generales de la revista, contracara

del “parricidio”: el espacio conflictivo de las alianzas, donde hallamos llamados al diálogo y

preocupación por la continuidad cultural. A tres páginas del final del primer número, esta

breve notita, la define con bastante precisión:

¿QUIEN LE PONE EL CASCABEL AL GATO?

¿Quién será el escritor joven que se anime a destacar los valores de algunos de

los que lo precedieron sin temor a ser objeto de las pullas y el menosprecio de

los ‘nuevos literatos’? Por supuesto que excluímos a la consabida prole de

‘olfaturientos’, tan detestable como la de los "puros" (casi siempre al servicio de

causas o de hombres no muy puros). (Ciudad 1 89).

Sólo los cobardes matan a sus padres: la valentía, mediante una inversión notable,

queda ahora del lado del reconocimiento y del diálogo187. La sección “Los escritores

argentinos” es el escenario central que dispone la revista para establecer alianzas con “los

prestigiosos hombres de letras argentinos”. Se la dedicaron a Ezequiel Martínez Estrada, Jorge

Luis Borges y Francisco Romero. También cumplen una función similar ciertas reseñas y

comentarios de libros recientes de figuras reconocidas: el mismo Romero, su hermano el

187
Apenas dos páginas después, sin embargo, la misma sección de misceláneas trae una cita de otra revista nueva,

Reseña, donde se recupera la imagen ya hegemónica de una juventud combativa y beligerante: “UNA REVISTA DE

JOVENES. ‘Una revista de jóvenes debe ser —precisamente— una revista como de jóvenes y no un libelo como de

viejos resentidos. Se entiende que los jóvenes, por tener aún todos sus dientes, han de morder, dentellar, etc., y no

balbucir, babosear, bisbisar... ¡Qué cosa triste es siempre un joven tironeado por alguna raíz carcomida, es decir,

mal nutrido por zumos débiles inferiores’” (Ciudad 1 91)

180

historiador José Luis —director de la revista Imago Mundi188—, el filósofo Vicente Fatone —

traductor de buena parte del influyente Estudio de la historia de Arnold Toynbee—, el novelista

Eduardo Mallea, miembro de Sur y director del suplemento cultural del diario La Nación.

Ramón Alcalde (colaborador de Centro y Contorno, secretario de Imago Mundi) decía a

mitad de 1955 que el conflicto generacional se polarizaba “en el plano de las ideas en torno a

don Ezequiel Martínez Estrada, sobre el que aparece un artículo por mes en las revistas de la

Capital y el Interior” (“Carta” 16). A fines del año anterior, en el mismo mes de diciembre en

que Ciudad salió con su dossier, Contorno le dedicaba un número entero. Y de hecho es en

buena medida en razón de ese dossier —de espíritu tan diferente a los dos que le siguieron—

que resulta demasiado fácil considerar a Ciudad en sintonía con otras revistas jóvenes. Así, sin

dudar por supuesto que también a ellos el pensamiento de Martínez Estrada los interpelara

hondamente, podemos leerlo como escena de una alianza con esos otros jóvenes, que se

materializa en la colaboración de Ismael Viñas, co-director de Contorno.

Los artículos del dossier, por otra parte, comparten el tipo de juicio y los términos

generales de la evaluación que hacía Contorno ese mismo mes, y algunos puntos del anterior

de Héctor A. Murena—de 1951189—, que según la versión consagrada los inspiró a todos.

Autodidacta de origen humilde, empleado público casi toda su vida, Martínez Estrada había

sido reconocido primero como poeta (con variados premios oficiales y la amistad de Leopoldo

188
La revista Imago Mundi reunió un número de importantes intelectuales alejados de la universidad durante el

peronismo. El historiador José Luis Romero, que la dirigía, se refirió a ella como una “shadow university”. Véase

Terán, “Imago Mundi. De la universidad de las sombras a la universidad del relevo”.


189
“La lección de los desposeídos” aparece en Sur en octubre de 1951; reproducido, en El pecado original de

América (1954).

181

Lugones, bardo nacional) y luego como ensayista a partir de Radiografía de la pampa, de 1933190.

Según Martín S. Stabb, sin embargo, no despertó interés crítico hasta poco antes del instante

que nos ocupa. El “impacto poderoso” de Muerte y transfiguración de Martín Fierro (1948)

cambió el panorama —especula—, a la vez que la difusión del existencialismo, que permitió

que “muchos, particularmente los jóvenes universitarios de la vanguardia” se encontraran

“estética y filosóficamente afinados para oír el mensaje de Martínez” (78). Pero influyó

también la emergencia de las masas peronistas. La intelectualidad liberal (y no sólo ella) la

leyó como un retorno de la barbarie caudillista: el espíritu de la “campaña”, temporariamente

reprimido, volvía a entrar a la ciudad; acicateados por la épica ambiente, los historiadores

nacionalistas reescribían cien años de historia liberal bajo una mirada revisionista. Volvía así

a primer plano el magma conceptual del siglo XIX, que Martínez Estrada había vuelto a soñar

(como dijo Borges de su libro sobre el Martín Fierro) a través de “la experiencia de Melville, de

Kafka y de los rusos”.

La tonalidad les resultaba épica, profética, perentoria; el mensaje mismo, a veces

confuso o incluso irracional, pero también sutil y minucioso: erudito y (según el término de

época) “sociológico”191, en particular el análisis total, en dos tomos, sobre “la vida argentina”

que había cristalizado en el Martín Fierro. Pero su centralidad tampoco es comprensible sin

tener en cuenta la ubicación única que había construido en la tradición intelectual argentina:

ajeno a la élite cultural por origen y habitus, reconocido sin embargo por ella —a diferencia de

190
“Martinez Estrada ganó el tercer Premio Nacional de Letras por su libro de poemas Nefelibal (1922), el primer

Premio Municipal correspondiente al año 1927 por su colección de poemas Argentina; el primer Premio Nacional de

Letras correspondiente al añio 1929 por la colección poética Humoresca y Títeres de pies ligeros; el segundo Premio

Nacional de Ensayo por Radiografía de la Pampa (1933)” (Stabb 77).


191
Sobre Martínez Estrada y la sociología, véase el apartado “Martínez Estrada y el ‘análisis funcional de la cultura’”

(59-67) en “Cien años de sociología en la Argentina”, de Horacio Gonzalez.

182

Roberto Arlt: otro faro—, Martínez Estrada había conseguido a hacer de la denuncia radical

de la tradición liberal su manera de encolumnarse en ella. Los había sin duda más críticos que

él, pero habían abandonado esos valores que la “nueva generación” —la de Ciudad no menos

que la de Contorno— (todavía) no cuestionaba192. Decía Ismael Viñas (director de Contorno) en

el dossier de Ciudad: “Parece también claro —aún cuando la fraseología sea oscura y a veces

contradictoria— que considera el progreso, la cultura de fuste europeo y la libertad democrática,

como reales valores, siempre y cuando sirvan a un plan social de justicia. Pero, en cambio,

abundan las opiniones oscuras, y las alusiones o declaraciones ininteligibles, o increíbles. Así:

¿Qué opina sobre la real posibilidad del progreso, sobre la función de la cultura o su esencia,

sobre el papel de Inglaterra y de Estados Unidos, sobre el arte? ¿Qué, sobre la salida positiva a

nuestra realidad caótica?” (Ciudad 1 33).

“La historia de la sociología argentina se dividirá en antes y después de Martínez

Estrada”, descontaba Ivanissevich Machado: nadie había mostrado tanta honestidad, tanta

lucidez, tanta entrega; pero su “castidad intelectual” (Ciudad 1 23), que leía como una

desconfianza definitiva en toda institución política efectiva (el Estado, la Iglesia, el Ejército),

impedía el diálogo que era requisito de una acción fecunda: “No invita, no emprende, no

señala hacia adelante” (22). Como profeta —había dicho Murena un lustro antes—, él

preferiría que la ciudad ardiera; “nosotros”, en cambio, tenemos que identificarnos con

nuestro males y vivir en ella (126).

Los otros dos dossiers, en cambio, son de homenaje y hasta de defensa, para lo cual

empiezan por reconocerle un derecho a cierta autonomía discursiva tanto a la obra literaria de

Borges como a la filosófica de Romero; es decir, a no saber aquello a lo que no dan respuesta.

192
Sobre el giro a la izquierda de la “nueva generación” hacia el final de la década, cfr. David Viñas, “Una generación

traicionada”.

183

Esto se hace de manera explícita en el caso de Borges, cuya obra llevaba más de dos décadas

en debate —al menos desde la encuesta de la revista Megafón en 1933193— y por lo tanto todo

homenaje requería todavía ponerlo a salvo de sus “detractores”. Uno de los artículos del

dossier se titula, de hecho, “Borges y sus detractores”, que acaso parafrasea el del último de

ellos; lo notable es que se trata del secretario de redacción de la propia revista. Borges y la

nueva generación, de Adolfo Prieto, aparecido el año anterior (con publicidad en Ciudad 1), es

considerado respetuosamente y luego desmentido por tres de los cinco artículos. César

Fernández Moreno pedía para para su obra, precisamente, cierto grado de autonomía:

No le exijamos que sea un genio, admitamos que Borges no lo es.

Contemplando la prosa y el verso de Quevedo, Borges realiza un análisis de su

contenido, muy análogo al que Prieto opera sobre Borges. Ambos críticos llegan

a la comprobación de una sorprendente falta de contenido. Pero Borges

reconoce el saldo de su autor, declara que ‘la grandeza de Quevedo es verbal’ y

lo designa ‘el primer artífice de las letras hispánicas’. Reconozcamos a Borges a

nuestra vez, como un gran escritor, linaje no común en las riberas del Plata,

maestro en su posición históricamente vacua. (31)

Este número traía además, significativamente fuera del dossier —última entre las

reseñas de libros—, una “Nota de Roy Bartholomew”. Impugnación virulenta de Borges y la

nueva generación, venía seguida de una “Respuesta de Adolfo Prieto”; antes de que saliera el

número siguiente, Prieto se desvinculó de Ciudad.

193
“Borges pareció despertar desde el primer momento la mayor adhesión y el mayor rechazo. Ya en agosto de

1933 (sí, hace más de veintidós años) la revista Megáfono, dirigida por los jóvenes de entonces, dedicaba parte de

su número 11 a una Discusión sobre Jorge Luis Borges en que intervenían quince escritores”, escribía Rodríguez

Monegal en 1956.

184

A Francisco Romero, una figura menos polémica, a la vez que muy respetada del

establishment liberal —que a la salida de este dossier en mayo del ’56 acababa de volver a la

Universidad— era suficiente reconocerle ese derecho a la autonomía de manera implícita: los

artículos de su dossier son inconfundible y estrictamente académicos. No se lo ausculta como

al oráculo, no se le exige que resuelva las grandes contradicciones de la cultura argentina o la

nueva generación; en sintonía con el tono de profesionalidad y rigor que la nueva

administración, surgida del golpe de Estado que derrocó a Perón, quería imprimirle a las

universidades, los colaboradores de Ciudad escrutan el aporte de su labor específica. “La

concepción antropológica de Francisco Romero”, “La dualidad del hombre en Francisco

Romero”, “Persona y libertad en la filosofía de Francisco Romero”, “La idea de cultura en la

filosofía de Francisco Romero”, estos son algunos de los títulos: ampulosamente respetuosos,

ha de admirarse la valentía con que sus autores desafiaron “las pullas y el menosprecio de los

‘nuevos literatos’”. Al reconocimiento de esta autonomía tenía que estar refiriéndose

Rodríguez Monegal cuando la comparó con los primeros números Contorno y observó que

“[l]a actitud general de Ciudad es más la de una revista literaria” (Monegal 92 y citado en

Bastos 59).

Una notita informa que “El incansable Eduardo Mallea ha publicado en 1954 tres

libros”: dos novelas (Chaves y La sala de espera) que “han merecido casi unánimes elogios de la

crítica” y Notas de un novelista, que “nos permite comprobar, una vez más, la sólida cultura y

amplia información de nuestro primer novelista” (Ciudad 1 88). Otra, que Camilo José Cela al

pasar por Buenos Aires opinó que “los argentinos ignoramos a dos de nuestros más grandes

novelistas de los últimos años: Ricardo Güiraldes y Benito Lynch” (Ciudad 1 89).

185

Esta preocupación por la “continuidad cultural” —que un artículo del dossier Romero

elogia de manera explícita194— parecería oponerse a las dentelladas juveniles en la yugular

paterna. Podría ser, en efecto, que ambas hubieran convivido en Ciudad a causa del inevitable

eclecticismo del artefacto revista, al que esta hizo honor. Pero así como el problema de la

cultura nacional, en alguna de sus múltiples formulaciones, no es ajeno a nadie en esta

momento, tampoco es posible legitimar ninguna empresa de cultura sin alguna idea de

continuidad. Así, por ejemplo, la “Justificación” inicial —fines de 1953— de una de las revistas

de vanguardia más virulentas, que imaginaba su tarea en términos de “higiene”, afirmaba que

una de las centrales que tocaba a una revista literaria era “la de mantener la continuidad

cultural que se produce por la sucesión de generaciones, a menudo opuestas entre sí”: donde

Letra y línea, promoviendo la ruptura, se presentaba como garante de la continuidad195.

Otra serie de artículos, por fin, investiga las condiciones en que deberá desenvolverse

la acción cultural y pedagógica en la que aspiran a participar. El interés es programático: dos

secciones regulares están destinadas a describir la realidad actual de la cultura argentina. Una

observa desde afuera su límite exterior; la otra, desde adentro, su límite interior. La primera

trae “Opiniones de escritores extranjeros sobre la Argentina”: cuatro de ellos, a vuelta de

194
“Acrecienta así nuestro pensador el caudal de las corrientes filosóficas más constructivas que aparecen hoy en

occidente, con lo que proclama algo que, sobre todo en nuestra América latina, hace mucha falta difundir: a saber,

que el pensamiento actual de nuestra cultura no consiste sólo —ni aún principalmente— en las escuelas que buscan

o creen romper con su tradición más valiosa (como el materialismo dialéctico, los existencialismos derrotistas de

Heidegger y de Sartre, o el neopositivismo), sino también —y en mi opinión, fundamentalmente— en aquellas que se

esfuerzan por avanzar sin sentirse obligadas a una ruptura con la tradición (así las nuevas metafísicas de Whitehead

y Hartmann, las corrientes neo-idealistas, la fenomenología, el historicismo diltheyano), y que retoman, incluso,

profunda comunicación con figuras señeras de la historia de la filosofía”. Raúl Álvarez Forn, “La idea de cultura en la

filosofía de Francisco Romero” (Ciudad 4-5 47).


195
Véase el capítulo 3.

186

correo, confirman que la cultura argentina no es una ilusión. La segunda, “Testimonios

contemporáneos”, se pregunta por los sujetos sobre los que se operará su acción: los

inmigrantes pobres (en el primer número), las poblaciones indígenas de la Patagonia (en el

segundo), las lectoras populares (en el tercero). Crónica para los que no pueden dar cuenta de

sí mismos, encuesta para los que pueden dar cuenta de nosotros: ya veremos que complicar

conflictivamente esta ecuación es a la vez la virtud y la razón del “fracaso (…) enteramente

previsible” (103) de la Sociología del público argentino.

Los extranjeros que opinan son tres españoles y un chileno que han pasado por

América un tiempo variable: Alonso Zamora Vicente, Guillermo de Torre, Miguel Delibes y

Antonio de Undurraga. Ciudad quiere saber si “¿Cree usted que existe una literatura

americana con características propias que la diferencien de la literatura europea?” (Con

marcas ostentosas de cordialidad epistolar, todos contestan que sí creen); también si la hay

argentina distinta de las otras de América (lo que a pesar de su buena voluntad, ninguno

consigue definir). Preguntan por el idioma de los argentinos. Preguntan: “¿Cuáles serían los

medios más eficaces para un mayor conocimiento mutuo de la literatura de España y

Argentina?”. Quieren saber también, para tomar nota, cuál es el lugar de la literatura y cómo

lo ha obtenido: “¿Cuál es la acogida que el público español dispensa a sus escritores?”; “¿Los

premios literarios han tenido influencia en el auge actual de la novela española?”.

Los “testimonios” son menos optimistas. Carlos Alberto Gómez viaja de Génova a

Buenos Aires con italianos pobres que inmigran al país. La escena es estadísticamente

anacrónica; el diagnóstico no: la melancolía definitiva que les pronostica es similar a la que

Héctor A. Murena —en El pecado origina de América (1954)— le adjudica a todo lo que se mueve

sobre nuevo continente, ahora que vive expulsado del paraíso europeo. Por efecto de esa

melancolía, Gómez prevé que a la mayoría de esos inmigrantes se les atrofien “las facultades

187

cuyo ejercicio hace la vida plena”, yendo a engrosar las filas de indiferentes que describe

Prieto en el mismo número.

El de Ludovico Ivanissevich Machado es más ambiguo. Un ingeniero hidráulico (como

el propio autor), cruza de tecnócrata y evangelizador —narrado en una tercera omnisciente

bastante poética—, va por trabajo a la “patagonia del petróleo y la industria, densa y agitada,

volcada hacia el progreso” (77). Pero al entrar en contacto con las gentes locales tiene una

suerte de crisis de fe: “El ingeniero cree en la educación y piensa que los indígenas de esa

fracción argentina pueden, con el agua viva de la cultura, florecer en plenitud humana. Pero

pronto descubre su engaño. Dios hace a los hombres de la arcilla que habitan” (79). El

ingeniero atestigua una serie de escenas de miseria, expresionistas y efectivas. “Nunca en sus

aprendidas fórmulas sus ojos candorosos palparon un coeficiente tan gigantesco de

abandono, vicio, malicia, falsedad, descaro, crueldad, indecencia, decepción, tedio” (80). El

ingeniero no aguanta más, “quiere ponerse de rodillas y encuentra un cura en absoluta

soledad disuelto en una parroquia indefinida. Señor, líbranos de tu olivar!” (81). El artículo se

titula “Variaciones confidenciales sobre una patagonia”: la confidencia (y el perfil católico de

su autor) sugiere tal vez que la desesperación sea un instante de debilidad. Si no el veredicto,

en cualquier caso, al menos quedan claros los términos del problema.

Pasada por la máquina de la institución escolar —a la que nadie en Ciudad apela en

ningún momento— parte de esa población local e inmigrada ya es sin embargo consumidora

de cultura. En sintonía con la observación de Héctor Grossi sobre la mediatización de la

intervención intelectual, Alicia Jurado (en el tercer “Testimonio contemporáneo”) y Eduardo

Dessein (en una suerte de editorial del número 2) se sumergen en los kioscos de revistas para

investigar qué lee el “lecteur banlieusard”. Se trata de calibrar el lugar de la cultura letrada en

188

un espacio saturado por materiales que le son, en opinión de los colaboradores de la revista,

esencialmente heterogéneos:

Quien recuerde el número de revistas que se podía comprar en una esquina de

Buenos Aires hace veinte años, admitirá que el crecimiento cuantitativo —

número de revistas y tirajes—ha sido enorme. Descontando el crecimiento

vegetativo —a mayor número de habitantes, mayor número de revistas— el

coeficiente a considerar, es decir, el número de publicaciones y su regularidad

de adquisición en razón de la población, alcanza un altísimo nivel; cada vez se

publican y adquieren mayor número de revistas, fenómeno universal, con

posibles causas del mismo carácter. (Ciudad 2-3 5)

El tropo de la hostilidad ambiente —contra la cual Muñiz, como tantos otros editores

antes y después, situaba su nuevo emprendimiento— quedaba así reformulado: ya no era

desierto sino jungla. Dessein (autor de la cita) investiga la revista popular como tal y sus

efectos sobre la subjetividad de sus lectores, que imagina de “la clase proletaria” (5); Jurado se

concentra en las revistas femeninas para saber, a poco más de un lustro de la sanción del voto,

qué “mensaje cultural” recibe y lleva a las urnas “la muchacha empleada u obrera” (107). En

ambos casos, se trata de investigar y describir un campo de lectura heterogéneo y que

presuponen degradado, pero que ya no es posible desestimar sin más en abstracto, ni por vía

de la indiferencia ni del alegato. Todo lo contrario: el kiosco tendrá de hecho, pocos años

después, un lugar importante en la ampliación el público de libros y luego en el éxito de

ventas de autores nacionales, a los que le abrirán “otra línea de lectores” (Rivera 141).

La atención que le prestan es por lo tanto significativa; y claramente etnográfica su

voluntad. Sus autores se desplazan hacia una realidad que presentan como ajena y exterior

para luego volver a informar a sus iguales, cuya curiosidad acicatea Dessein a través no tanto

189

de la conciencia reflexiva (diremos) como de la percepción pasiva: “quien recuerde”, se lee en

la cita, en efecto “admitirá”; porque la realidad de los kioscos de Buenos Aires podría haber

escapado al interés conciente del lector del artículo, pero en ningún caso a su campo visual.

Para enfrentarse con la alteridad, en efecto, ni Dassein ni Jurado han tenido que abandonar

sus recorridos habituales. “Frente al buzón y no lejos del agente crucificándose, las revistas

alinean sus tapas”: son las coordenadas de “una esquina de Buenos Aires” que no es ninguna

en particular. Jurado sabe igualmente dónde encontrar lo que busca: “Ya que una oscura

premonición me ha mantenido siempre alejada de ésta [“la literatura” para “la mujer”], el

único medio de remediar mi ignorancia es comprar una docena de revistas femeninas en el

puesto más próximo” (Ciudad 4-5 105). Con todo, esa no es tierra de cristianos; antes de entrar a

la jungla, la exploradora toma un baqueano: “Pido al vendedor, en primer término, aquéllas

que más se le solicitan” (105). El mismo vendedor, sin embargo, que unos meses después

ofrecerá la revista que lleva estos artículos al primer hombre blanco que la solicite196.

“La literatura de quioscos contra el individualismo”, como su título indica, abona la

ubicua (y ya anciana) dicotomía de Ortega y Gasset: a una minoría de “individuos” se

contrapone una mayoría de hombres-masa, origen y producto de la cultura de masas de la que

esta literatura sería “sólo efecto y reproducción” (5). “Consideraciones sobre las revistas

femeninas” censura el temario de estas publicaciones, indignas de la mujer que “en el siglo

veinte”, “además de pelar las papas, (…) las compra con su salario y elige los gobiernos que

fijan sus precios máximos” (109). Pero ambos autores se permiten sin embargo una

196
Es posible que Ciudad no se vendiera en kioscos. Habilita la imagen que otras de público relativamente similar,

como por ejemplo Ficción, “revista-libro bimestral”, decían ofrecerse “En todas las librerías y quioscos” (publicidad en

la revista Bibliograma, Marzo-Abril 1956).

190

exploración minuciosa e importantes matices al margen de estas conclusiones; y como dice

Dessein, incluso “autopalos”.

“Ya que, según es sabido, la curiosidad científica es superior a la náusea —confirma

Jurado—, he leído concienzudamente la totalidad de las narraciones de que disponía” (106).

Antes clasifica la totalidad del material que traen las revistas en siete categorías (“A) Recetas

de cocina; B) Instrucciones para quitar manchas; (…) F) Artículos sobre cine o radio; rara vez,

teatro. Reportajes a artistas nacionales; G) Cuentos, cortos o en serie, de tema sentimental”);

queda luego “en suspenso” durante dos párrafos y por fin se ve obligada a concluir que “lo

único que interesa y que puede interesar legítimamente a la mujer argentina es la cocina, la

limpieza, los aspectos más materiales de la maternidad y los más espirituales del amor

conyugal” (Ciudad 4-5 105-6).

Los textos populares y sus prácticas acompañantes que relevó Ernesto Quesada en 1903

no merecieron casi otra censura que la cita: escritos a menudo en una lengua híbrida de

castellano popular y dialectos italianos, bastaba transcribirlos y referirlas para impugnar las

fantasías ingenuas de autenticidad popular de ciertos letrados, a la vez que recomendar la

invocación de los poderes homogeneizantes de la educación obligatoria. Cinco décadas

después, la lengua de las revistas populares podía resultar gris para los criterios de los

literatos, pero no era incorrecta: denunciaba, en todo caso, los efectos de la escolarización

masiva y no su carencia. Y era susceptible de un análisis tanto literario como ideológico:

Puedo decir de sus argumentos que responden a dos estilos clásicos: la fantasía

y el realismo. La primera se desenvuelve según unos cuantos esquemas que

deben vincularse con símbolos profundamente humanos, porque figuran en los

cuentos de hadas más famosos. (106)

191

Jurado inscribe así estas narraciones en un una genealogía auténticamente popular, si

bien degradada; halla las estructuras de Cenicienta (en la forma de la empleada que se casa con

el patrón), la Bella Durmiente (largas esperas del príncipe azul “bajo la apariencia de viajante

de comercio o campeón de tennis”), Caperucita Roja (es su moraleja: los lobos amables son los

más peligrosos). Las narraciones que no parecen seguir una tropo reconocible, las considera

“realistas”, parece que por defecto: “la novia engañada por su íntima amiga, la riña conyugal

con su correspondiente reconciliación”, etc (107). Estética e ideología (o mejor: función) se

separan en la conclusión, o al menos no resultan idénticas por más que coincidan: estas

publicaciones no son apenas un síntoma del estado de la instrucción popular, sino en sí una

institución pedagógica:

Lo que más me repugna en ellos no son sus deficiencias de estilo, de

argumento, de psicología, de lenguaje, de buen gusto, sino quizá la actitud

social que reflejan, contribuyendo a afianzar los prejuicios y esquemas

mentales que forman parte de la circunstancia vivida por la muchacha

empleada u obrera. En lugar de abrirle horizontes, parecen empeñarse en

cerrarle caminos. (107)

La crítica de Dessein es más abstracta y más fechada, como vimos, pero ofrece a

cambio mejor disposición a reconocer las semillas de verdad de los fenómenos, a la vez que

instantes de “suspenso” —de perplejidad autoral— menos retóricos. Especula primero “la

infraestructura del problema”: por un lado, “las revistas son ante todo, actualmente, medios de

diversión, sus funciones informativas y culturales son secundarias”; por el otro, “gran parte de

la población”, en particular de “la clase obrera”, tiene “mayor poder adquisitivo” y menos

horas de trabajo (5). Prefiere sin embargo especular sobre el lector a partir del contenido:

192

Hay connotaciones más interesantes, como la confirmación lateral de la

hipótesis [de que se ha ampliado el campo de lectura a los obreros] en el hecho

de que las revistas “sociales” es decir, aquellas destinadas a dar noticias de

interés para un reducido e inmutable grupo de personas, han quedado

rezagadas en número y circulación. Inclusive tienden a desaparecer como tales,

dedicando cada vez menos espacio a las actividades de los “happy few”. Otras

conexiones: a) el interés de las clases modestas por las elites sociales —

apellidos y riqueza— sigue existiendo y en ciertos países, como en Inglaterra, es

muy importante (parece ser el pueblo más snob del mundo); b) ese interés

jamás lo han despertado las elites intelectuales; c) persiste, muchas veces, por el

deseo de los nuevos “privilegiados”; y d) la aparición de revistas dedicadas a la

“diplomacia”, es decir, al mundillo del whisky barato y de las esposas de los

embajadores, es otra forma de la revista “social”, que se resiste a desaparecer.

(Ciudad 2-3 6)

El origen de la inquietud inconclusa de este párrafo es quién consigue despertar el

interés mediado de las masas, o en términos más generales qué nuevas formas de mímesis

social se dibujan en el espacio de la cultura masiva; las élites intelectuales, que no escapan a la

mediatización (como observaba Grossi), quedan sin embargo apocadas en ese espacio por

otras “élites”. Reconociendo lo mismo, Adolfo Prieto llamará en Sociología del público argentino

a recuperar el prestigio social del escritor. Dessein apuesta en la conclusión a crear nuevas

revistas, que permitan a las masas adquirir en los kioscos los “ideales de mejoramiento social

auténtico” que serían inherentes a la cultura literaria:

Y ahora, el autopalo. ¿Qué papel desempeñan las revistas culturales? ¿qué

hacen para contrarrestar la situación descripta? ¿Qué hacen?: pues se

193

equivocan. Si se examinan las revistas que lee el hombre culto, es decir, aquel

que lee más libros que revistas (y que oye más discos que programas de radio)

veremos que de la cultura de masas pasamos bruscamente a la cultura de

especializados o a las culturitas de círculo. De Ahora a Imago Mundi, que es decir

del hombre de Neanderthal a Mister Toynbee. No está mal que haya revistas

dedicadas a la filosofía de la historia, pero ¿dónde están las revistas literarias sin

pretensiones de vanguardia o de crítica interna, de tal grupo contra tal otro?

Faltan las voces que no sean premonitorias, que acerquen la llaneza y la

espontaneidad, con ideales de mejoramiento social auténtico, para cada

individuo, para cada ser humano y perfectible. Que divulguen la literatura y no

la protejan del aire de la plaza detrás de una tipografía sin mayúsculas. Que

hagan de la cultura algo adquirible a través de los estímulos de un interés

superior. Que sean otra cosa que la triste cultura de masas. (Ciudad 2-3 10)

A esto mismo, pero llevado adelante más insidiosamente no a través de nuevas

publicaciones, sino de aquellas que ese público ya lee, lo bautiza Ernesto Schoo (con fórmula

feliz) un “plan de ‘penetración’”: en este caso, para infundir la cultura teatral en “la vida

diaria” de “miles de personas”.

Encareceríamos a los grandes diarios del país, la necesidad de mantener una

sección —una página, sería mejor decir— dedicada al teatro exclusivamente,

no sólo con el criterio actual de información y crítica sino publicando

diariamente notas que pusieran al lector (el mismo lector de las historietas y la

página deportiva) en contacto con los principios elementales de la técnica

teatral; con la forma en que los grandes directores y los grandes intérpretes del

presente y del pasado, han abordado y resuelto los mil problemas que el

194

espectáculo teatral suscita; con anécdotas y recuerdos, reportajes y reflexiones,

que subsidiariamente unidos a los otros puntos indicados, permitan que la vida

del teatro —expresión artística esencialmente vital— sea parte integrante de la

vida diaria de miles de personas. La revista especializada, cuya necesidad es

sentida y que tan poca fortuna ha tenido hasta ahora entre nosotros (tal vez por

falta de visión de sus realizadores), colaborará con indudable eficacia en el plan

de “penetración” teatral esbozado. (Ciudad 4-5 144)

La Sociología del público argentino, como veremos, formulará al año siguiente en

términos mucho más precisos la función que deberían cumplir las revistas y suplementos

especializados, fundamentándola en un diagnóstico de los nuevos lectores.

4. Adolfo Prieto: una Sociología para organizar el público

El punto de partida de la Sociología del público argentino ya estaba presente en un

artículo de Juan José Sebreli, publicado en la revista Centro a fines de 1953. “El escritor

argentino y su público” lo llevaba implícito en el título, que parafrasea la conferencia de

Borges “El escritor argentino y la tradición”, de 1951. Ir de la tradición al público suponía hacer

retroceder —aunque sin abandonarlo— el problema de la “literatura nacional”, que en sus

dos vertientes (a menudo inseparables) había dominado por al menos quince lustros el

discurso de las élites respecto de la literatura: por un lado la definición de lo auténtico

argentino, por otro la colocación internacional de la escritura nacional.

Borges —como todo saben— propone en esa conferencia que ni la literatura española

ni la gauchesca pueden oficiar de auténtica tradición argentina, ni el recurso patético de

195

declararse huérfano de toda historia —que ha “leído hace poco”— puede ser una solución;

que los argentinos (“los sudamericanos”) son como los judíos y los irlandeses, que tienen

derecho a la tradición europea (“universal”) sin que les pese, lo cual les permite administrar la

herencia (temas, formas, problemas) con total libertad. Su argumento es testimonio de un

cambio personal, pero no es ajeno al giro antinacionalista que provocó entre las élites el

gobierno “nacional y popular” de Juan Perón197. Borges advertía de pronto que el de la

literatura nacional —que en su sentido fuerte es indistinguible de una tradición— era un

“tema retórico”: “más que de una verdadera dificultad mental entiendo que se trata de una

apariencia, de un simulacro, de un seudoproblema”. La solución borgeana debe menos a su

agudeza dialéctica que a su receptividad histórica. La “revolución del libro” estaba de hecho

transformando la geopolítica literaria: la circulación se internacionalizaba, el ritmo de las

traducciones se aceleraba, la indiferenciación de los textos aumentaba. Los flujos, si algo más

permeables, no eran por supuesto más equitativos en literatura que en todo lo otro; sin duda

más evidente que las chances del escritor argentino de circular en aguas internacionales, era

que las metrópolis, aun antes que estéticas de avanzada y títulos de prestigio, exportaban una

cantidad fenomenal de literatura “comercial”, cuya separación de la “auténtica” —como

vimos en la Introducción— la crítica literaria tomaba muy conscientemente a su cargo.

Para los jóvenes recienvenidos a la cultura literaria, sin embargo, el de Borges sonaba

como un argumento cosmopolita tradicional: lo que les presentaba como libertad, lo recibían

como exigencia, porque entendían que esa “pertenencia” a la tradición europea no era algo

dado, sino que requería destrezas de acceso diferencial. En el contexto de las disputas

culturales durante el peronismo, no podían percibirlo sino como otra estrategia de las élites

197
Este giro, por otra parte, lo advirtió enseguida (1954) Jorge Abelardo Ramos en Crisis y resurrección de la

literatura argentina.

196

culturales para alejarse del pueblo. Desde una perspectiva actual, es notable que buena parte

de los argumentos que le oponen estos “jóvenes” nos resulten mucho más conservadores.

Buscar legitimación en el público suponía salir del terreno inmanente en el que

también Borges mantenía la discusión. En rigor, es tan abstracta la consideración del público

que hace Sebreli, que su solución no deja de ser inmanente; podemos considerarla más bien

performativa. “Amparados en el universalismo más abstracto” —Sebreli desarrolla acá la

alusión a Borges—, nuestros escritores “se creen con derechos a jugar con todas las culturas

que encuentran a mano, a adoptar todas las actitudes, pero no engañan a nadie: no se puede

ser más que lo que se es” (25). ¿Qué se era…? Sebreli no se dejaba amedrentar por la

desesperación ontológica, que por esas mismas fechas empujaba a Héctor A. Murena —en los

artículos que conformarían luego El pecado original de América (1954)— hacia sublimes abismos

de intensidad. Frente al mismo diagnóstico —precisamente el que rechazaba Borges: “Un

país, un continente entero experimenta un sentimiento de desigualdad e inferioridad frente al

ser pleno de la civilización europea…” (26)— y casi el mismo corolario —el argentina o el

americano (lo mismo daba)198 resultaba un “paria”—, Sebreli operaba un giro en rigor un poco

tramposo. Sin citar ni soltar su ejemplar gastado de ¿Qué es la literatura?, reformulaba la

comparación borgeana de los argentinos con una minoría oprimida: afirmaba que al igual que

los judíos, los negros, los proletarios, las mujeres y los homosexuales, “nosotros los argentinos,

los americanos, nos encontramos en una posición similar a la de cualquiera de estos

modernos ‘parias’”. Así como cada uno de esos grupos, según Sartre, lucha antes que nada por

los suyos, “los argentinos sólo podemos hablar para los argentinos, solamente así lucharemos

verdaderamente por el hombre” (27). Al hablar para sus compatriotas —indistinguible acá de

198
Un uso similarmente impreciso de los términos “Buenos Aires”, “Argentina” y “América” le fue reprochado a la

megalomanía ontolgizante de Héctor A. Murena por Carlos Viola Soto en la revista Sur (87).

197

luchar por ellos—199, el escritor argentino hallaría no sólo su identidad, sino también su lugar

dentro de ese universal, origen y destino de toda acción y pensamiento: “el hombre”. Esas

minorías, sin embargo, no eran equivalentes: donde Sartre (detrás del marxismo y antes de los

civil rights movements) socavaba la unidad de intereses que representaba la nación, Sebreli

mantenía el tono patético que ese destino común tenía para Murena: solos, condenados a

salvarnos por nuestros propios medios, a hacer de la necesidad virtud, etc.

La Sociología, en cambio, le da al mismo giro hacia el público una justificación

metodológica: “a ¿existe una literatura argentina? corresponde, en buena medida, la pregunta:

¿existe un público lector en la Argentina?”; con la ventaja de que “esta inversión reduce

considerablemente el campo de las hipótesis, de la simple consideración subjetiva”: “es una

invitación formal a una tarea apoyada en observaciones, rebatible y corregible por

observaciones” (Sociología 13).

Aunque animada por un el espíritu científico que esperamos de una sociología, la nueva

pregunta —bien mirada— no es en principio mucho menos metafísica que la anterior. Así

como “literatura argentina”, según los presupuestos del debate, no equivalía a “literatura de

autor argentino”, no se les escapa a Prieto y a Sebreli, después de casi dos décadas de

explosión editorial, que cuestionar la existencia del público requería cierta audacia dialéctica.

Ambos la movilizan muy al comienzo:

199
Por supuesto, Sartre no dice en absoluto que cada uno de estos grupos se dirija o tenga que dirigirse ante todo a

los suyos, como prueba el ejemplo principal que ofrece: las novelas de Richard Wright. “A qui donc Richard Wright

s'adresse-t-il? Certainement pas à l'homme universel (…) Mais Wright ne peut songer non plus à destiner ses livres

aux racistes blancs de Virginie ou de Caroline, dont le siège est fait d'avance et qui ne les ouvriront pas. Ni aux

paysans noirs des bayous, qui ne savent pas lire. (…) il s'adresse aux Noirs cultivés du Nord et aux Américains

blancs de bonne volonté (intellectuels, démocrates de gauche, radicaux, ouvriers syndiqués du C.I.O.)” (Sartre 86).

198

Se dirá que todo esto no es más que retórica, ya que al fin es un hecho

que nuestros libros se agotan, y muchos de ellos hasta son traducidos. (Sebreli

“El escritor” 24)

A primera vista, Buenos Aires y algunas ciudades del interior del país,

son centros de una saludable e intensa actividad cultural: grandes librerías,

numerosas salas de exposición, de conciertos, de conferencias, son señales

certeras de un público ávido de interés por las manifestaciones del arte, la

literatura y el pensamiento. Datos de la común experiencia ratifican la primera

presunción; piénsase en la nómina de las fuertes empresas editoriales, en las

guías de exposiciones, en el número de conferenciantes que registra la prensa

diaria, en el bordereaux de los teatros, en la gustosa afluencia de artistas y

pensadores extranjeros. (Sociología 8)

No y no. Tener un conglomerado de lectores no es lo mismo que tener

un público considerado como una estructura, como una unidad orgánica, un

público de discípulos o de contrincantes y no sólo de lectores indiferentes, que

se olvidarán al dar vuelta la última página del libro. (Sebreli “El escritor” 24)

El artista, el literato, el pensador, gestores de cultura, se quejan en

nuestro país con rara unanimidad. Se consideran desoídos; se sienten

ignorados; sospechan vivir destinos gratuitos. Semejante actitud está en

flagrante contradicción con lo que muestra la superficie de nuestra existencia

cultural. (Sociología 9)

Las quejas respecto de la indiferencia del público no eran nuevas. En el segundo

capítulo de la Sociología —un esbozo de historia del público argentino—, Prieto recuerda que

Martín García Mérou, a fines del XIX, descargaba “en la indiferencia del público la

199

responsabilidad por el fracaso de una generación de escritores” (70), la que fue

contemporánea del auge liberal de la década de 1880; pero se entendía que aquella

indiferencia consistía en no leer sus libros. La que denuncia Sebreli —dejemos de lado qué

tan preciso es su diagnóstico— consiste en cambio en leer y olvidar. Ahora público hay —

parecería—, pero no presenta la imagen que estos muy jóvenes escritores —23 años tiene

Sebreli en el ’53 (y ningún libro), 26 Prieto en el ’54 (y el Borges con la tinta fresca)— esperaban

de él. ¿Cómo era posible que la industria editorial estuviera en ebullición como nunca antes y

la literatura argentina, y en general la cultura literaria, pareciera tener un lugar tan marginal?

En el artículo de Sebreli, la “indiferencia” de los lectores —que “Sobre la indiferencia

argentina” eleva un año después a rasgo del carácter nacional— ya aparecía ligada a la

indiferenciación del público: como olvida al terminar el libro, no salen de este público ni

discípulos ni contrincantes. La Sociología observa que ya se dispone de un término específico

para nombrar esa nueva indiferencia activa; un término de tan amplia difusión, que su

“fórmula” podía adelantarse sin temor —ni mayores esperanzas explicativas— a poco de

arrancar:

Sin temor podríamos adelantar ya la fórmula que parece regir las relaciones

generales de nuestro público con la cultura: espectáculo, la cultura como

espectáculo, como un juego que se desarrolla más allá de la propia piel y los

propios intereses; juego que entretiene o divierte con una infinita escala de

matices, pero que no afecta el mundo real del espectador. (10)

No es, en efecto, a este tipo de generalizaciones a lo que apuesta primeramente la

Sociología, que se abre diagnosticando el fin de “la concepción pesimista que enseñoreó los

ánimos entre la primera y la segunda guerra mundial; palabras como ‘decadencia’, ‘quiebra de

la cultura de Occidente’, gastan su antiguo poder de seducción y ceden el paso a otras menos

200

sobrecogedoras y aplastantes” (7). El optimismo del libro es ciertamente moderado; de hecho

un crítico de vieja escuela, Raúl H. Castagnino, pudo afirmar en 1958 que la Sociología probaba

la validez, para el caso argentino, de la tesis de Toynbee sobre el efecto catastrófico de la

democratización de la lectura.200 La potencia explicativa, y más aún la utilidad del libro, se

juegan en cambio en su capacidad de hacer deslindes y proponer matices, que van tan lejos

como los instrumentos —teóricos y prácticos— que Prieto tiene a mano; y cuya modernidad (a

falta de mejor palabra) revelará enseguida un contrapunto con los dos artículos.

Sebreli, por ejemplo, si bien la falta de “unidad orgánica” del público era el origen de

su denuncia, acababa postulándole a “los argentinos” una cohesión sorprendente, necesaria

para equipararlos a los judíos o los negros, cuya (supuesta) identidad de intereses derivaba de

una situación de opresión colectiva201. Acaso muy pocos nacionalistas acérrimos hubieran

firmado este acto de fe —caricatura del pasaje de Sartre que lo inspiró; como Sebreli no era

sin duda uno de ellos, cabe deducir de la naturalidad con que salió de su pluma más bien el

prestigio ubicuo de las totalidades:

Todos los argentinos nos apoyamos en una identidad de gustos, de necesidades,

de hábitos, de peligros, de glosario, por eso entre nosotros no hace falta explicar

ni analizar demasiado, un gesto, una palabra, son suficientes para que lo

entendamos todo, pero hace falta hacer ese gesto, esa palabra. (Sebreli “El

escritor” 27)

Algo menos axiomático, “Sobre la indiferencia argentina” no rechazaba una tarea

apoyada en observaciones; pero se trataba de otra clase de observaciones, cuya agudeza consistía
200
Castagnino, “Perspectivas sobre la lectura”. Había sido profesor de Prieto (Blanco y Jackson “Intersecciones” 38).

Prieto en efecto cita a Toynbee, como ya dijimos.


201
Muchas militantes feministas por otra parte, han cuestionado esa supuesta identidad de intereses en las

comunidades oprimidas.

201

precisamente en advertir lo común, porque sólo aquello que pudiera postularse por encima de

toda distinción posible —se intuye— resultaba verdaderamente significativo:

Un viaje en tranvía con los obreros y empleados que van o vuelven de la diaria

labor, es como una visita a los patios y corredores de cualquier facultad atestada

de estudiantes o como el espectáculo que ofrece el heterogéneo público

asistente a las salas de conferencias o el no menos curioso de los que acuden a

las tardías misas dominicales. Caras grises, impasibles, que reflejan el alma

ausente de lo que van a hacer o de lo que hacen; un aire de contagiosa

indiferencia hermana los rostros. (27)

Para la Sociología, en cambio, el público ya es por definición heterogéneo; el actual,

además, “numeroso, estratificado y aislado a veces en círculos de preferencias

incomunicables” (10). Hasta principios del siglo XX se trató sin embargo de una

heterogeneidad “coherente”: “a distintos tipos de literatura” correspondían “públicos distintos

y perfectamente localizables”; se trata del mismo tipo de coherencia que Francisco Romero le

adjudicó en exclusiva a “países de más vieja y organizada cultura”. Desde entonces, por “la

aparición de ingentes generaciones de nuevos lectores, y la paralela atomización de aquellos

cuadros que habitualmente fomentaban y admitían algún tipo de literatura” (11), el escritor —

cito ahora a Sebreli— “está hablando a ciegas a una multitud sin rostro, a un público

fantasma. Es como discar en el teléfono números al azar: no se sabe quién va a contestar”

(Sebreli 25).

La situación que describen, dondequiera que se fechen sus transformaciones claves, es

la analizamos en el primer capítulo: la relativa unificación del mercado de bienes culturales

produce una creciente indifereciación de los públicos. Algo similar, como vimos, lamentará

Romero dos años después desde una perspectiva comercial: como no sabemos quién lee qué

202

—porque nos falta una sociología del libro—, el editor está condenado a arrojar al mercado

un número de ejemplares azaroso. Si Prieto “fracasó” —según propia declaración— no habrá

sido por andar desencaminado:

Antes de comenzar la redacción de este ensayo nos propusimos, como

antecedente necesario, intentar un sondeo del público lector. La meta ideal era

conseguir un registro suficientemente amplio de datos como para que los

distintos grupos de lectores tuvieran una ubicación coherente e inteligible no

sólo dentro del marco de sus preferencias, sino también dentro de sus

conexiones sociales y culturales; la meta real, en cambio, habida cuenta de la

inexperiencia, falta de medios materiales y de un equipo humano competente,

era mucho menos ambiciosa, y se redujo, desde un principio, a recoger los

datos de escasos centenares de personas, aunque con la previsión de que ellas

fueran lo más representativas posible del grupo de trabajo, o del estanco social

y económico o del status cultural a que pertenecían. (97)

En 1957, Gino Germani iba a fundar la carrera de Sociología en la Universidad de

Buenos Aires, dando renovada jerarquía institucional a la orientación científica, de

inspiración norteamericana, que había promovido en la cátedra y la investigación hasta su

cesantía en 1946. Desde entonces había seguido difundiendo esas innovaciones teóricas —

como parte de un conjunto más amplio de corrientes contemporáneas en ciencias sociales— a

través de las colecciones que dirigió para la editorial Paidós (Blanco “Ideología” 97, Varela

Petito 239). Es decir: a falta de espacio institucional, interviniendo a través del mercado.

“La palabra sociología contenía una esperanza simultánea en el conocimiento

científico y en la transformación de la sociedad argentina, transformación que de todos modos

eran nombrada con el módico concepto de ‘modernización’” (Gonzalez 68). La sociología

203

empírica, en particular, aparecía entonces como un método idóneo para sistematizar lo

heterogéneo. Fuera de datos estadísticos que toma de Estructura social de la Argentina (1947),

Prieto sigue a Germani a través de su “Sociografía de la clase media en Buenos Aires. Las

características de la clase media en la ciudad de Buenos Aires estudiadas a través de la forma

de empleo de las horas libres” (1942-3). Además de tomar algunas segmentaciones del análisis

de los datos que hacía Germani, Prieto había tomado su encuesta como modelo para la propia.

En ese orden, pedía primero los datos duros de rigor (edad, sexo, nacionalidad, profesión, etc);

relevaba luego las lecturas habituales (por tipo y cantidad: diarios, revistas y libros) y hacía por

fin algunas preguntas más específicas: “¿Lee libros de autores argentinos? (únicamente

literatos) / ¿Qué autores en especial? / ¿Por qué le interesan o por qué no le interesan los libros

de autores argentinos? (precisar en lo posible las causas del interés o del desinterés) / ¿Cuáles

serían, a su juicio, los escritores argentinos vivientes más importantes?” (100202). Munido de

202
Esta es la encuesta completa: “Edad. /

Sexo. / Nacionalidad. / Lugar de residencia (Provincia o Territorio. Localidad). /Ocupación, profesión o empleo. /

Grado de instrucción. / Lecturas habituales. / Diarios (indicar cuál o cuáles). / Revistas (indicar cuál o cuáles). /

Libros (indicar la cantidad de libros leídos durante el último año). / Libros (indicar, en términos muy generales, qué

clase de libros prefiere: novelas, poesía, científicos, biografías, etc.). / Libros (si acostumbra guardar los libros que

compra, indicar la cantidad aproximada que posee de ellos). / ¿Lee libros de autores argentinos? (únicamente

literatos). / ¿Qué autores en especial? / ¿Por qué le interesan o por qué no le interesan los libros de autores

argentinos? (precisar en lo posible las causas del interés o del desinterés). / ¿Cuáles serian, a su juicio, los

escritores argentinos vivientes más importantes?”. Y estas son las preguntas de la encuesta de Germani sobre la

clase media referidas al consumo de libros: “8. Diga los nombres del diario (diarios) que lee todos los días / 9.

Señale con una cruz, en la casilla que corresponda, el interés que le merece, en la lectura del diario (o diarios), las

secciones que a continuación se indica, teniendo en cuenta únicamente su preferencia habitual y no la que pudiera

tener en ocasión de la publicación de noticias excepcionales. (Se indican 13 secciones y tres gradaciones de interés)

[Germani no las transcribe] / 10. Diga el nombre (o los nombres) de las revistas y periódicos que lee habitualmente. /

11. Si de las revistas o periódicos que lee, sólo se interesa por algunas secciones o especies de artículos, diga

204

este cuestionario, Prieto se lanza a los suburbios de la ciudad letrada: “además de Buenos

Aires, varias ciudades del interior del país, Bariloche, San Juan, Mendoza, Santiago del Estero,

Rosario, y algunos pueblos, sirvieron de base a la encuesta” (100).

Es difícil sobreestimar el peso simbólico de esta expedición suburbana, que debió

ocurrir en los meses siguientes al golpe de Estado de 1955 y es tal vez un caso proverbial —a

pesar de provenir de un joven que sólo en un sentido muy laxo pertenecía a ellas— de la

forma en que las élites letradas podían entender el llamado a acercarse al pueblo, huérfano

desde el derrocamiento del líder: “El sector culto de nuestro pueblo debe proyectar su cultura

sobre la zona inculta, vincularse con sus temores y sus necesidades, ser para ella la proa de la

nave y no una isla: la cultura no es un traje agresivamente rico que nos distingue de los demás

sino una desnudez esencial que nos iguala”, pedía Carlos Peralta dos meses después del golpe,

el famoso número 237 de Sur (113).

Prieto, de hecho, descubría antes que nada los efectos de diez años de gobierno

peronista, que lo obligaban a corregir la caracterización de los lectores populares

(pertenecientes a las capas más bajas de la clase media) que había hecho Germani en 1943. A

pesar de que esa encuesta relevaba conjuntamente una variedad de “consumos” y actividades

de tiempo libre —lecturas, espectáculos, deportes, etc—, el análisis de Germani presentaba

antes y por separado los datos relativos al repertorio de lecturas de los encuestados, bajo un

apartado especial: “Instrucción y cultura personal” (Germani “Clase media” 24). Estos datos

resultaban suficientes para justificar una segmentación de la clase media en tres grupos, que

cuáles. / 12. Si lee libros, diga cuáles ha leído en el curso del último año, indicando autor, título de la obra y edición

de la misma. Señale los libros que ha leído por necesidad profesional poniendo la letra P al lado del título

correspondiente. / 13. Diga al fuente que le provee de los libros que anteceden e indique al lado de cada uno de los

medios que se enumeran a continuación, el número de libros que le corresponda. / 14. Si acostumbra conservar sus

libros después de haberlos leído, indique el número que posee actualmente” (“Sociografía de la clase media” 207).

205

Prieto tomó como clasificación general del público lector para su Sociología. Primero (el más

pequeño), los “Intelectuales”: “el público de las obras de alta cultura, cuyas ediciones en la

Argentina rara vez superan los tres mil ejemplares, y de los cuales las dos terceras partes están

destinadas a la América Latina” (donde se advierte que también la clasificación de Germani

mira con un ojo la pila de encuestas y con el otro la estructura del mercado editorial). El grupo

de los “intelectuales” vivía a caballo entre la clase media y la alta. Segundo, el “público culto”:

“a ellos está destinada gran parte de la producción editorial argentina de obras destinadas

sobre todo a la recreación (novelas, biografías, ensayos, divulgación científica, etc., y algo

también de las obras de ‘alta cultura’)”. En esta sorprendente separación, que de algún modo

degrada el término “culto” al adjudicarle una vocación principalmente recreativa, los géneros

en cuanto tales (en tanto signo de un interés serializado) quedan por fuera de la “alta cultura”,

que cultiva (presumimos) la singularidad total203 . Por fin, “un tercer grupo, el más numeroso

de todos”, que notablemente carecía de nombre propio; que “se diferencia de los obreros

sobre todo por la cantidad de lectura que realiza” y de los dos grupos anteriores porque esas

lecturas consisten casi exclusivamente en diarios y revistas (Germani 25-6). Los cambios más

significativos de los últimos años, opinaba Prieto, se habían producido en este último

segmento, en el que “no solamente ha habido un aumento considerable de miembros, sino

que éstos, considerados como público lector, han dejado de manejarse con diarios y revistas

exclusivamente, volviéndose de más en más permeables a la sugestión del libro” (101).

Sin embargo, “la extraordinaria agilitación que este nuevo público ha impreso al

movimiento editorial no significa enteramente oro de buena ley para la cultura literaria” (80-

1). Se trata de un sector que se ha beneficiado de una “nueva legislación social estabilizadora”,

y que con el pequeño excedente de riqueza y el modesto derecho al ocio empieza a sentir, en

203
Véase el capítulo 1.

206

escala reducida, “las mismas urgencias y las mismas tentaciones” que los ricos: es decir, una

“propensión” a “la posesión de objetos que demuestren palmariamente desahogo económico”:

radio, licuadora, tocadiscos —enumera Prieto—, fotografía de “un viaje a la playa”,

diccionario enciclopédico en dos tomos (80).

El libro ha entrado de rondón en este vértigo atomizado del gasto ostensible,

del pequeño lujo. En primer lugar, naturalmente, el libro caro, el que exige bajo

toda apariencia, mayor derogación; algún tomo encuadernado en cuero y el

forzoso diccionario empotrado en un mueble minúsculo forman parte de la

decoración de millares de hogares argentinos; en segundo lugar, casi sin

transición visible, el libro barato, el que puede comprarse según el nuevo

sistema de venta por remate implantado en muchas librerías en consonancia

con el nuevo tipo de comprador. (80)

Es la masificación del “consumo conspicuo” que había teorizado Thorstein Veblen en

The Theory of the Leisure Class (1899); es la importancia del uso ostentatorio del libro que ha

observado Janis Radway en la constitución de un gusto “middlebrow”. A 3x10, este público

indiferenciado se agencia libros en mesas indiscriminadas de librerías sin puerta, como las

que desde poco antes empiezan a proliferar en la calle Corrientes [FIGURA 2.1]. ¿Qué

inteligibilidad puede ofrecer un público que escoge sus lecturas según el dorado del lomo o

un magnetismo de portada al por mayor?

El rasgo que más resalta a la observación —y el que obstruye desde el

principio cualquier intento de registro—, está dado por la separación que el

lector de este grupo establece entre él y la experiencia literaria; no ha tomado

conciencia, o la ha tomado muy confusamente, de que el fenómeno literario

posee vida propia, con sus leyes, su historia, sus héroes y traidores, sus

207

problemas, su porvenir; en otras palabras, no lo ha personalizado, no le ha

otorgado personalidad autónoma como ha hecho, por ejemplo, con el cine y la

radio. Mientras nuestro lector puede dar cuenta razonada de las mejores y

peores películas nacionales y hasta de muchas extranjeras, mientras habla de

ellas y discute sus valores, mientras persigue, a través de las revistas que se

dicen especializadas, el proceso de gestación de cada película y averigua, de

paso, la vida y los milagros de sus actores y directores favoritos; mientras hace

otro tanto respecto de los programas radiotelefónicos y de los artistas y técnicos

que en ellos intervienen, nuestro lector se abandona solitario, incurioso,

intruso, a la experiencia de la lectura. No podrá hablar del libro leído a quienes

no lo conocen; no buscará o no encontrará la revista especializada que le

informe del proceso gestador de la literatura e ignorará por completo la

existencia de los autores; despersonalizado hasta esos extremos el hecho

literario, no tiene nada de raro que preguntar sobre libros o escritores ponga a

este lector en el mayor desconcierto. Los cuestionarios, luego de muchas

reticencias, fueron consultados a medias por los lectores de este grupo, o más

comúnmente dejados en blanco; cuando se recurrió al arbitrio de simular el

cuestionario entre los vaivenes de una conversación, no se consiguió un éxito

mayor; veíamos a menudo una docena o más de libros puestos sobre un

estante, pero su poseedor no se atrevía a dar razón de ellos.

El fracaso, o mejor dicho, cierto tipo de fracaso, era enteramente

previsible al iniciar una encuesta semejante en la amplísima zona de los

suburbios literarios, suburbios que por una conexión nada casual coinciden

con las barriadas extramuros de todas las grandes ciudades de la República;

208

pese a la previsión la encuesta se intentó, sin embargo, y aunque no pudo

obtenerse de ella material aprovechable para conclusiones más o menos

apoyadas en datos, permitió al menos comprobar que el libro ha hecho una

irrupción, lenta y extraordinariamente desordenada, pero irrupción al fin, en

un ámbito que hasta no hace mucho tiempo le era extraño. (102-3)

En la sección sobre “El impacto de la democracia en la educación” de Estudio de la

historia, el entonces multicitado historiador inglés Arnold Toynbee utiliza la metáfora de la

conquista territorial para referir el avance del sistema de educación obligatoria. Lo describe

como “an intellectual offensive against the barbarism which persists in a 'solid core of

paganism and savagery' below the surface of even the most highly polished civilization

hitherto known” (197). Si la imagen es correcta, nos invita a no olvidar que “when a civilization

launches a military offensive against a barbarian society which is external to its own body

social, it cannot allow its advance to stop short of complete victory without provoking a

violent counter-offensive and courting a signal disaster” (197).

Doce libros en un estante y un lector mudo son ahora los síntomas de una ofensiva

fallida. Tan “lenta y extraordinariamente desordenada” ha sido su irrupción en esos

suburbios, que el libro ha perdido por el camino casi todo lo que —según Prieto advierte

ahora— permitía hacer de él una sinécdoque para la cultura literaria: ha perdido su

autonomía y la práctica de intercambio que lo tenía en su centro, reivindicada una, difundida

y regulada la otra, por los discursos e instituciones que suelen acompañarlo dentro de los

“muros” de la ciudad. Peor: es la hora de la contraofensiva. La expansión territorial del libro

ha incorporado al bárbaro a su propio “cuerpo social” sin evangelizarlo; ahora de él depende

“la agilitación de un vasto movimiento editorial” (104), condenado por eso al caos:

209

El lector que hoy parecía inclinarse a un tipo de literatura, definiendo en él

cierto gusto, mañana lee tres libros seguidos de un autor que le cayó en gracia y

que practica el tipo de literatura antípoda de la que elogió poco antes. (104-5)

En este nuevo contexto, ciertamente inesperado, ¿puede ser que la radio y el cine se

vuelvan modelos para la literatura, en tanto han desarrollado un aparato discursivo

igualmente masivo que reivindica su “personalidad autónoma” y ofrece los materiales para

cultivarlo como práctica? ¿Tiene acaso la cultura literaria sus “héroes y traidores”, como Prieto

parece sugerir? Acaso ahora sí: no cabe duda, en todo caso, que la reinvención de las

dinámicas del espacio literario que estaba teniendo lugar en las pequeñas revistas —como

hemos visto en la Introducción— tendía a producir una lógica tensionada de bandos y tomas

de posición.

Con todo, Prieto es razonablemente optimista respecto de la presencia de estos nuevos

públicos. Aunque es cierto que “no se lee todo lo que se compra y buena parte de lo que se lee,

se lee sin discriminación”,

no puede disminuirse la importancia excepcional de este fenómeno, porque

éste significa entre otras cosas la segunda oportunidad que al escritor argentino

se le ofrece, en un cuarto de siglo, de enfrentar a un público real204 . (80-1)

Ese instante de oportunidad histórica es lo que la Sociología viene a anunciar: a eso se

debe el tono de urgencia que lo atraviesa. No sólo existe un número considerable que

participa, si bien caóticamente, de la “sugestión el libro”; el “desenlace sangriento” de diez

años de “tensión” y la inquietud por el futuro “inducen a sospechar, y aun a afirmar, que el

clima de indiferencia colectiva muestra síntomas de haberse transformado en un clima de

204
La primera había sido en los años ’20, en los años de auge de la revista Martín Fierro y la editorial Claridad.

210

preocupación colectiva” (140). Sobre el final la voz de Prieto se vuelve profética, perentoria, si

bien no exenta de sarcasmo para potenciar la impresión:

Este público lector (no el público lector de la Francia de Luis XIV ni el de la

Rusia de Catalina la Grande), este público lector argentino, el real y el virtual,

que ignora y, a veces, desprecia la literatura argentina, vive en el instante

psicológico más propicio para constituirse en su más fervoroso aliado; al mismo

tiempo, al escritor argentino se le ofrece su mejor oportunidad y, por supuesto,

su responsabilidad mayor. ¿Quién podrá medir las consecuencias de un nuevo

enfriamiento colectivo, de una recaída en la indiferencia, en la sensación

generalizada de fraude y de impotencia? (142)

Tan intenso es ese llamado a vincularse con el público, que las características de la

literatura a producir quedan totalmente en segundo plano: Prieto no les pide a los escritores,

sobre el final del libro, sino apenas “la premisa esencial de cualquier literatura: su mínimo de

calidad y decoro” (145). Parece más bien poco, sobre todo para una época de exigencias

altas205 . Así como Sebreli iba de la “tradición” al “público”, acá el reclamo histórico de darle al

país la “literatura” que le faltaba —entendido en término sea identitarios (una “expresión

argentina”) o geopolíticos (producir “obras universales”)—, aparece cumplible únicamente a

través del circuito de la lectura, es decir, del mercado interno. Después del faux pas de su libro

anterior, Prieto se muestra ahora tempranamente escéptico frente a la posibilidad de “atar al

escritor argentino a una función determinada”. En 1947, recuerda Prieto, aunque “categórico”

en los conceptos, Sartre “no se decidía a embanderar entonces al escritor francés en las

consignas excluyentes del Partido Comunista”. En 1954, sin embargo, esos conceptos

“categóricos” le habían permitido al propio Prieto juzgar incriminable a Jorge Luis Borges.

205
Véase “La edad de la exigencia: las pequeñas revistas” en la Introducción.

211

Pero ocurrió que el “intrépido teórico de la literatura comprometida” —el epíteto exuda

malhumor— decidió en 1955 publicar “generosamente en la revista que dirige [Les Temps

modernes], las ficciones borgeanas” (142).

Así, a pesar de que lo han decepcionado en cada una de sus capas heterogéneas, la

legitimidad de la literatura argentina no podrá venir sino de estos lectores. La Sociología ha

demostrado que no tienen ni remotamente la homogeneidad que Sebreli les adjudicaba al

paso. Ya vimos que el nuevo público es casi ininteligible; no se trata de un “crecimiento

orgánico” del reducido público literario anterior: “es una yuxtaposición, un cuerpo distinto”.

El libro de autor argentino difícilmente consigue su adhesión, ni “aun aquel que corrió el azar

de la versión cinematográfica, la máxima propaganda a que puede aspirar hoy un libro”:

“Compárense las 3 ó 4 ediciones de El túnel o Barrio gris con los tirajes fabulosos de Duelo al sol

o Por siempre Ámbar” (81). En cuanto al “público culto”, aunque “conforma un cuadro caótico

en el que resulta poco menos que imposible tender algunas coordenadas orientadoras” (105),

sus capas superiores —responsables de “la difusión de ciertas obras y autores ni fáciles ni

entretenidos, ni apañados por la propaganda ni el atractivo del escándalo” (105)— ofrecen

alguna potencialidad: cierta curiosidad alerta para la literatura, cierto juicio discriminatorio,

“la presencia de un abultado número de lectores para quienes la literatura ‘es’”.

A partir de sus potencialidades, la tarea consiste en organizar, en dar “coherencia” al

público: de eso depende no sólo el lugar de la literatura argentina en el mercado literario, sino

también el de la cultura literaria —cuya “deflación” sienten incluso “comunidades de

arraigada tradición literaria” (154)— frente al “asedio de fuertes rivales: el diario y la revista

entre sus allegados más próximos, el cine, la radio y últimamente la televisión, rivales

imprevistos”. Estos podrían, sin embargo, volverse “aliados efectivos”; el peor rival, con el que

no hay en cambio alianza posible, comparte curiosamente “la apariencia del medio común de

212

la expresión literaria: del libro; sólo que las series de relatos policiales, de aventuras o de

simple truculencia que ofrece por contenido, tiene poco que ver con la literatura, es

infraliteratura, mundo sin ventanas abiertas, delimitado y regido por leyes propias” (93). Aún

el propio libro tiene el bárbaro en su interior. Peor: así formulada, la tragedia de la cultura

literaria es que ha encontrado su forma más perfecta de autonomía no ya en la experiencia

desinteresada la forma estética, sino en el “mundo sin ventanas abiertas” de la recreación.

A lo largo de la Sociología, Prieto especula con diferentes formas de pedagogía del libro

y organización del público: por ejemplo, la participación en la radio —que “ha padecido la

orfandad casi absoluta de aquellos hombres que por su capacidad y mérito pudieran suscitar,

en vastos sectores del pueblo, un anhelo de superación cultural” (91)—; o la intervención en

mesas redondas, para que “el público se convenza de que el escritor no es ese oscuro

especialista que parecía, ese extraño ser marginal” (92). Pero el recurso que se reitera más a

menudo son las revistas y suplementos especializados, cuya vinculación con la “estructura”

del público no admite discusión. A veces se las interpreta como un síntoma de su

autoconciencia, que deberíamos entonces suponer previa:

La falta de órganos mediadores, de elementos de empalme entre los lectores

aislados, como podrían ser algún periódico o revista literaria de frecuentación

común, hace sospechar que la mayor parte de esos lectores no siente aún la

necesidad del reconocimiento, que no se siente partícipe declarada de una

función colectiva. (83)

Más a menudo —y más en línea con el ímpetu pedagógico— se las entiende más bien

como un requisito para su organización. Así, observa en otro momento que si el “público

culto” no pertenece todavía “cabalmente al mundo literario”, se debe a dos razones: primero,

213

frena su entrega una resistencia burguesa hacia “toda actividad más o menos desinteresada”; y

segundo: “Falta de instrumentos de cohesión suficientemente eficaces” (106).

No habrá “coherencia” ni “inteligibilidad”, discípulos ni contrincantes sin órganos que

aglutinen y diferencien, porque son ellos —parece sugerir Prieto en estos momentos— los

que estructuran el público, y no al revés. En las revistas y en los suplementos se aprenden la

historia y las leyes del “fenómeno literario”, que permiten luego reconocer —reconocerle— la

“autonomía” que él reivindica intramuros. Las revistas y suplementos son también

“instrumentos” difícilmente soslayables para incluir el libro en una práctica social: en ellos

viene no sólo la información que constituye parte fundamental de los intercambios, sino

también un lenguaje, un vocabulario, unos argumentos para repetir o imitar, lo mismo que un

esbozo parcial y tendencioso de los actores y las disputas.

Por eso la encuesta había fracasado: ante la falta de órganos mediadores, intentó

tomarle el pulso al público directamente en el lector. Su análisis (muy fragmentario) de las

encuestas completadas, en parte porque su número no alcanza para ninguna estadística, es de

tipo cualitativo: Prieto utiliza los datos duros para situar las respuestas de desarrollo, que

encuentra siempre desinformadas, irrelevantes o escandalosas.

¿Cómo consignar en cada caso —quería saber Prieto— lo que el lector deseaba

oscuramente al acercarse al estante de libros, clarificar el móvil secreto que lo

impulsaba a elegir un libro en vez de otro, desmadejar la complicada trama que

tejen la moda, el gusto de época, las aspiraciones de clase, la cultura e infinitas

circunstancias más en la aparente libre elección del lector? (Sociología 79)

Con otros recursos materiales y metodológicos, ¿pudieron la curiosidad y las

observaciones de Adolfo Prieto haber escrito La Distintion, que veinte años después publicó

Pierre Bourdieu? ¿O se incuba en cambio, en sus reflexiones sobre el tipo de experiencia que

214

ofrece la cultura masificada, La Société du spectacle de Guy Debord, que salió recién diez años

más tarde?

En rigor, no es una inteligibilidad puramente exterior la que le interesaba a Prieto. La

ambición que lo inspira, “letrada” y todavía liberal —pero reformada para la cultura de

masas—, es la de sublimar las tensiones sociales a través de los instrumentos de la cultura

literaria hacia un campo organizado de diferencias culturales. Ese sería el espacio de

actuación utópico para el modelo de ensayista que en este momento se imagina. Su

encarnación arquetípica, Ezequiel Martínez Estrada, por carecer de él, se nos ha presentado

en forma trágica.

5. Las contaminaciones finales del mito

En el mismo mes de diciembre de 1954, Contorno y Ciudad dedican un número y dossier

a Ezequiel Martínez Estrada. Adolfo Prieto, que forma parte de ambas revistas y participa sin

duda de las innumerables mesas de café donde por esos días —suerte de seña de pertenencia

común— se disecciona con vehemencia su obra, deja pasar esa oportunidad doble de decir su

palabra en el concierto de balances escritos. Recién una década más tarde, en 1967, escribe por

fin sobre él. Después de la intervención militar de 1966, Prieto ha abandonado la Universidad

del Litoral —hoy rebautizada “de Rosario”—, donde además de docente (1959-1966) fue

director del Instituto de Letras y Decano de la Facultad de Filosofía y Ciencias del hombre en

distintos períodos. Al año siguiente, invitado por Ángel Rama, da clases en la Universidad de

la República. Fue durante su estadía en Montevideo —presume Gramuglio— que escribió

“Martínez Estrada. El narrador y el lenguaje del mito”: un artículo mucho más calmo y

215

lapidario que los de la década anterior, aunque en la estela de los mismos debates. Prieto

invierte la jerarquía habitual y valora sus cuentos —a los que dedica el análisis— por encima

de sus ensayos; a estos los “hiere de muerte” la “duplicidad metodológica” que

las más agudas críticas de la ensayística de Martínez Estrada han venido

señalando: la incongruencia de unir en un mismo registro de interpretación la

imaginería, el caudal de metáforas propio del intuicionismo, con el bagaje de

informaciones parcialmente solicitados a la historia, o de herramientas

conceptuales alternativamente facilitadas por la sociología, la economía, la

psicología social y el psicoanálisis. (“Martínez Estrada” 150-1)

A mitad de los años ’50 era tal vez todavía demasiado pronto para que Prieto hiciera su

balance de Martínez Estrada. El artículo de Ciudad, “Sobre la indiferencia argentina” —fines

de 1954—, se ubicaba en la línea martinezestradiana. Lo mismo puede decirse de su

colaboración al número de Contorno sobre el peronismo, de julio de 1956 —meses antes de que

publicación de la Sociología. Siguiendo el afán grupal de desmalditizarlo, Prieto abonaba la

tesis freudo-estradiana de un mal argentino reprimido, de emergencia periódica desde mucho

tiempo atrás, que ahora llevaba el nombre de peronismo por “una simple cuestión de

concentración y de intensidad” (30).

A través de una “refundición ampliada” (19), que es más bien una recontextualización

con unos pocos agregados, “Sobre la indiferencia argentina” se convirtió en tres secciones al

medio de “Público, espectáculo y cultura”, primer capítulo de Sociología del público argentino.

Entre las escasas inserciones, el más largo son dos párrafos con cifras tomadas de Estructura

social de la Argentina (1955), donde Gino Germani describe el crecimiento desigual de distintos

sectores de la clase media.

216

El movimiento es inequívoco: Prieto intenta desplazarse del argentino al público

argentino; del ensayo sociológico a la investigación sociológica basada en datos empíricos; de

la denuncia de rasgos intuidos y predicados de la totalidad de la “colectividad” nacional —con

diferencias de grado según se trate de “los más bastos estratos” o “los estratos más sensibles”

(25)— al uso de estadísticas e instrumentos conceptuales para subdividir, fragmentar,

compartimentar la población. Pero este desplazamiento, en rigor, se produce sin abandonar

del todo el lugar de origen. Aunque nos permitamos pensar el artículo y el libro como

momentos sucesivos y diferenciados, la inclusión del primero en el segundo es el signo más

claro —entre muchos— de que a su autor no le resultaba incongruente denunciar la cuota de

culpa que tenían en la indiferencia general las “implicaciones morales, sexuales y hasta

lingüísticas del fenómeno del mestizaje” —“ya Martínez Estrada las señaló con suficiente

penetración” (29)— y a la vez clasificar tres grupos de lectores con numerosos matices,

siguiendo una encuesta de Gino Germani.

Prieto elogia la aproximación empírica y defiende la investigación del público por

razones de rigor metodológico, pero la preocupación que lo anima a recurrir a esos

instrumentos es todavía muy heterogénea respecto del tipo de campo y figura intelectual que,

como sugiere la prosa cauta y gris del propio Germani, anidaban en su seno. Su reflexión

sobre la lengua literaria hacia el final del libro sugiere que no sólo voceaba la reivindicación

gremial de una sustitución de importaciones literarias y una producción nacional sostenida

por su mercado interno; esto (como vimos en la Introducción) es lo que más restringidamente

reclamaban entonces muchos colaboradores de Bibliograma206. A Prieto lo trabajaba otra

ambición, que anudaba contra toda evidencia las fantasías “letradas” más tradicionales y el

auge de la industria cultural: una esfera literaria homóloga (si no idéntica) a la realidad

206
Véase “Estrategias para entrar y salir del mercado” en la Introducción.

217

nacional, en la que el escritor pudiera comunicarse de manera directa con un público

estructurado e inteligible, en sí y para sí, por medio de la cultura.

Prieto le da a la discusión sobre la lengua un giro típico respecto de los temores

liberales de principios de siglo. Hacia 1903 —cuando Ernesto Quesada relevó las figuraciones

poéticas que producía la lengua oral de los inmigrantes— había partidarios esperanzados y

opositores temerosos de la posibilidad de una lengua nacional distintiva; los segundos —entre

ellos Quesada y Miguel Cané— apostaban por la defensa y difusión del castellano “culto” por

razones de unidad lingüística (dentro y fuera de las fronteras nacionales) e impenitente lógica

ilustrada: “Solo los países de buena habla tienen buena literatura, y buena literatura significa

cultura, progreso, civilización” (72), había escrito Cané en 1900; Quesada lo citaba en El

criollismo en la literatura argentina. La imantación de problemas —ahora casi implícita, el

encadenamiento más laxo— permanecía en Prieto; y permanecía sobre todo la inquietud

fundamental: qué grupo social fijaría la norma lingüística. Prieto actualiza la discusión

recurriendo a las voces autorizadas de la filología reciente sobre temas argentinos, que eran

las de los españoles que habían sido invitados a fundar y dirigir el Instituto de Filología de la

Universidad de Buenos Aires: Américo Castro y Amado Alonso207. Castro (nos recuerda

Prieto) ubicaba el origen de los males de la lengua argentina —como su supuesto arcaísmo,

207
“En 1922 Ricardo Rojas escribe a Menéndez Pidal una carta en la que le comunica la necesidad de fundar un

instituto de investigación filológica. Al año siguiente se inaugura el entonces Instituto de Filología, dirigido por

Américo Castro, especialmente contratado para esa función y para el dictado de un curso en la cátedra de Filología

Románica, de creación reciente” (Link 12). Amado Alonso dirigió el Instituto entre 1927 y 1946, año en que parte a

Estados Unidos —donde ya estaba Castro— después de la llegada del peronismo al poder. En Prieto, estas

referencias de indudable prestigio universitario remiten seguramente a su dedicación inicial a la literatura español,

además de su inmersión en la vida universitaria, más intensa y más precoz —como vimos en el primer apartado—

que la de casi todos los críticos con que se lo suele asociar. Sobre la institucionalización de la filología y el debate

Borges-Castro, véase Degiovanni y Toscano y García. “Disputas de origen”.

218

responsable del “vos” y la gauchesca— en el gobierno anti-liberal y anti-ilustrado de Juan

Manuel de Rosas (1835-52), durante el cual “la ciudad se dejó absorber por los de abajo, (…) sin

que nadie estableciera un orden político moral, sostenido por frenos y jerarquías”. Para la

época contemporánea, Amado Alonso diagnosticaba la persistencia de un “relajamiento social

de la norma” (119).

En 1956 no cabía duda de que el “proceso de unificación” había triunfado sobre la

dispersión y la hibridez de la época de las grandes inmigraciones; “pero debe reconocerse que

el éxito de ese proceso se ha pagado a buen precio”: “una tendencia hacia la conformación de

un instrumento expresivo standard” (121), cuya característica era “la escasa amplitud de

registro y la ausencia de carnosidad y sabor” (123). Arquetípico temor ilustrado en la era de la

masificación: ocaso de al singularidad, descenso hacia la noche de lo indiferenciado. El

criollismo poético de Quesada era todo (si ninguna otra cosa) “carnosidad y sabor”; ahora la

estandarización se advertía en la lengua oral de casi todos los grupos, salvo entre el “público

culto” y los “intelectuales”. También, como tendencia, asomaba en la “lengua literaria”. Prieto

proponía definir esta última de modo histórico y contextual. En la actualidad resultaba

notablemente abarcativa: “Entre nosotros, por los años que corren, por lengua literaria parece

entenderse la lengua que usan los escritores y poetas cultos en sus libros, los periodistas, los

locutores de ciertas audiciones radiales, los oradores y conferenciantes” (124). Sin embargo:

La lengua literaria, desbordada en toneladas de hojas impresas, y en infinitud

de espacios radiales, enseñada en la escuela y repetida en las salas de

proyección, resbala de la memoria y del entendimiento de la mayor parte de sus

destinatarios. (126)

Nunca había sido tan ubicua y accesible la lengua literaria, pero el plebeyismo

argentino había dado origen a una inédita voluntad de distinción desde abajo:

219

mientras el lenguaje de las élites tendió siempre a diferenciarse del popular

hasta tornársele inalcanzable, entre nosotros acontece que son los miembros

menos cultos de la masa de hablantes los que se niegan o se desinteresan

voluntariamente de llegar a la lengua de la cultura208 . (125)

Sólo esa resistencia podía explicar que la cultura literaria tuviera un lugar tan por

debajo de su promesa, precisamente cuando parecían darse, como nunca antes, las

condiciones para que obtuviera el público que merecía. La situación admitía matices para las

formas literarias que podían trabajar (si bien conflictivamente) con la lengua coloquial

(novela, teatro), pero resultaba particularmente “premiosa” para el ensayista. La lengua

literaria era para él “su único instrumento de trabajo”; debía por tanto ajustar cuentas con el

alcance que daba a su propia misión: “muy pocos han adquirido la costumbre de resignarse al

sector de iniciados que entienden esa lengua, de limitar a algunos miles de lectores lo que ha

estado pensado y dirigido para varios millones” (135).

Ejemplos extremos, como el de un Martínez Estrada conmovedoramente vuelto

hacia un intento de comunicación con el pueblo, a través de epístolas bíblicas,

plurales mayestáticos y pronombres engolados, son índices, exagerados sin

duda, de la real penuria, del disentimiento, de la incomunicabilidad a que lo ha

arrojado la situación de la lengua literaria, su único instrumento expresivo. (152)

Las aspiraciones naturales del ensayista, en razón de la carencia antinatural de público,

habían vuelto a Martínez Estrada una caricatura de sí mismo, condenando su prosa a un

208
No tan inédita: lo que Q.D. Leavis percibe en 1932 como “organización” de los estratos de gusto “lowbrow” y

“middlebrow” es su búsqueda de legitimidad, la cual se construye precisamente como distinción desde abajo (si tal

cosa fuera bourdieusianamente concebible).

220

increscendo desesperado de estrategias de interpelación209. Esto es 1956; diez años después

revisa esa lectura.

A mitad de los años ’80, en una breve nota elegíaca para Ángel Rama —que murió

prematuramente en 1983—, Prieto recordó las conversaciones con él durante los siete meses

que pasó en Montevideo en 1967 como un episodio de revelación. Prieto salí autoexiliado,

después de renunciar a su cargo en la Universidad en solidaridad con los profesores

desplazados por la dictadura militar (1966-73).

Rama puso en mis manos la primera edición de Paradiso, antes de que la

maquinaria del “boom” iniciara su inescrupulosa campaña de promoción. Me

invitó a admitir, ante mi reluctancia, el americanismo avasallador de Cien años

de soledad y la legitimidad de sus recursos expresivos; a reputar a Cortázar,

también ante mi reserva, como el escritor mejor situado en la coyuntura

latinoamericana. Me sugirió, con toda la razón del mundo, la necesidad de

releer La vida breve, y el conjunto de la obra de Onetti; la de prestar mayor

atención a las incursiones antropológicas y a la experiencia de la lengua en

Arguedas; la de aprender a diferenciar el registro de las voces que venían de la

narrativa joven de México, de Cuba, de Venezuela. Me persuadió de las

ventajas de un revisionismo que ubicara a Borges en el origen de la nueva

escritura, y me dio sólidas razones para reformular las todavía vigentes

funciones de compromiso y de mensaje, en términos que dieran cabida a la

moral autosuficiente del texto. (“Encuentro” 35)

209
Algo parecido le habría ocurrido años antes a Leopoldo Lugones, que había distorsionado su personalidad “sin

conseguir la plenitud y el logro que consiguen estos hombres en las comunidades de claro horizonte” (36).

221

Rama introduce a Prieto en los años ’60: América Latina, el Boom, el estructuralismo;

lo “invita a reconocer” la autonomía que pide el texto ahora que circula por los canales de una

infraestructura mediática continental. Rama es entusiasmo, pura entrega; Prieto es todo duda

y retención. Miembro de una generación que no había tenido “tiempo, ni fuerzas, ni

perspectivas” para interesarse por otra cosa que la realidad Argentina, Rama le habría

revelado a Prieto su provincianismo. “El mundo había ido creciendo a nuestro alrededor, sin

que lo advirtiéramos casi, y la porción más próxima de ese mundo, Latinoamérica, había

adquirido una complejidad y una contundencia que nos hizo sentir de pronto, cuando

tomamos conciencia del fenómeno, desacelerados y marginales”210 (“Encuentros” 34).

Las proporciones habían cambiado. Correlativamente, ahora la tragedia de Martínez

Estrada ya no se le aparecía como el choque entre una vocación “natural” y un público enano,

sino como el testimonio de una ambición totalmente desproporcionada:

Como Sarmiento y como Lugones, sus más admirados maestros, Martínez

Estrada pudo sufrir la tentación de asimilar su imagen a la del propio país y

dominar sobre ambas por la sola virtualidad de su expresión verbal. (…) Junto con la

enunciación de esta actitud típica de un rezagado romántico, cabe también

formular el supuesto de que Martínez Estrada, al decidir avanzar en el

diagnóstico de la realidad nacional, lo hiciera desde el horizonte de una clase

social sacudida por la gran crisis económica que explotó en 1929, y desvastada,

210
Acaso con razón —además ella fue alumna de Prieto—, a Gramuglio esta evaluación le merece desconfianza:

“No es fácil coincidir plenamente con este autoexamen retrospectivo, si se tiene en cuenta que desde la Revolución

Cubana América Latina se había convertido en una presencia bien contundente para los intelectuales y en el medio

universitario, como queda probado cuando se conocen los autores estudiados y discutidos con vehemencia en

seminarios para graduados que Prieto supervisó en la UNL (Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, Vicente Leñero y otros)

o cuando se lee su ensayo ‘Julio Cortázar, hoy’” (15)

222

dentro de las fronteras locales, por la disolución de los sueños del liberalismo,

en cuya coordenada de valores había crecido. El sentimiento de pérdida de la

realidad que suele acompañar al impacto de toda conmoción que cuestiona los

fundamentos de una clase, pudo haber encontrado en un escritor extraído de

sus filas al intérprete oportuno, al sombrío comentarista que la magnitud de la

crisis exigía. (“Martínez Estrada” 148, subrayado mío)

Con las salvedades del caso, que son igualmente de proporciones, podemos ubicar a

Adolfo Prieto en un trance parecido: tentado, durante una disolución sucesiva de sueños

liberales, de reivindicar la promesa de la cultura letrada dándole las dimensiones de una

cultura de masas. Pero hay algo en apariencia paradójico en este giro hacia la modestia de

proporciones. Rodolfo Borello—colaborador de Ciudad y amigo de Prieto (Blanco

“Intersecciones” 40)— opinó en 1969, en pleno “Boom” de la literatura latinoamericana, que

ciertas observaciones de la Sociología del público argentino ya habían caducado: ya no había

rastros de indiferencia o desinterés hacia la literatura argentina. “El público muestra una tal

apetencia de autores nacionales que ciertas editoriales (Sudamericana, por ejemplo) han

cambiado la proporción en que editaban autores extranjeros y argentinos. Estos últimos son

ahora la mayoría” (139). ¿Cómo era posible que ese nuevo contexto, que parecía haber hecho

realidad sus reivindicaciones de 1956, lo hiciera sentir “desacelerado” y “marginal”?

Un lustro después de su estancia en Montevideo, Prieto reflexionó explícitamente

sobre cómo las transformaciones que los años ’60 habían impactado sobre la figura de escritor

que había guiado a su “generación”. El texto está atravesado por una perplejidad que ya le

conocemos: el autor se ve invitado aquí también, a pesar de su “reticencia”, no sólo a advertir

sino a admirar la emergencia de una juventud supranacional imantada por una serie de

referentes comunes, que puede recuperar la prosa de Borges sin compartir sus ideas políticas

223

y parece confiar en el poder transformador de la literatura con “desapego total de los

postulados del realismo crítico y la literatura de denuncia tradicionales” (415).

En menos de quince años, las promociones que de una u otra manera se han

inscrito en una posición respecto de la realidad de su tiempo y que conforman

un mismo frente generacional, han ido modificando la conducta primera de los

‘parricidas’ (…). [P]ara estos escritores, la condición del artista ha sido destituida

de la carga de expectabilidad pública con que normalmente venía siendo

considerada. Y aunque (…) el escritor continúe estimando en la literatura su

capacidad de agitación y estimándose a sí mismo como un agitador esencial, en

la autoimagen propuesta no se advierte el pedestal sobre el que acostumbraba

alzarse la figura del escritor en América. (…) El mito del escritor-hombre

público, nacido en una tradición que se remonta al romanticismo, en la era de

la fundación de las nacionalidades, sobrevivió, con variadas intermitencias, a la

división del trabajo propia de las sociedades modernas. Si se manejan con la

debida ponderación los términos comparativos, tal vez resulte posible

encontrar en algunos de los escritores que empezaron a publicar hacia 1955 las

contaminaciones finales del mito (415-6).

En un artículo reciente, Gonzalo Aguilar advirtió también a David Viñas

indisolublemente ligado a la tradición liberal que, según el lugar común bibliográfico —no

menos cierto—, estos “parricidas” vinieron a clausurar. Literatura argentina y realidad política

(1964), el libro más importante de Viñas —proyección de los análisis que había hecho

Contorno—, historizaba la dependencia de la literatura argentina respecto de los proyectos

políticos de la élite liberal. La “posibilidad de hacer una historia de las élites y de su literatura”

—opina Aguilar— recién se hacía posible entonces, “después de la profunda modernización

224

que se vive en los años cincuenta, cuando una nueva camada social comienza a ocupar

posiciones clave en la producción cultural” (159). La versión original del libro cerraba en 1910,

con la decadencia de la alianza “letrada” entre proyecto político y literatura; pero Viñas

continuó corrigiendo el libro periódicamente durante cuatro décadas, sacando y poniendo

capítulos, renovando los prólogos, incorporando incluso algunos autores contemporáneos

(Julio Cortázar o Rodolfo Walsh), retocando el título211. Prieto confesó en los años ’80 que “el

estructuralismo” —que acá tal vez sea más bien la sinécdoque de todos estos cambios que

venía percibiendo— lo afectó negativamente, marcando su “ritmo de trabajo con largos

paréntesis de retracción” (“Literatura/crítica/Enseñanza” 8).

La operación de Contorno emerge en el último instante de su validez histórica: en eso

reside, como suele ocurrir, su vertiginosa efectividad.

211
Aguilar compara el caso de Viñas con Antonio Candido, el crítico brasileño que después de publicar su historia de

la literatura nacional, Formação da literatura brasileira, en 1959, la dio por terminada con unas correcciones tres

años después.

225

Capítulo III

Lenitivo para el estado de confusión: Letra y Línea (1953-54) como revista de crítica

La apuesta de Letra y Línea fue muy diferente de la que animó la gran mayoría de las

pequeñas revistas anteriores de vanguardia con que se la suele emparentar. “Una revista que

pretende llegar a ser instrumento cultural —afirmaba la “Justificación” del primer número—,

debe ante todo responder a una necesidad del ambiente intelectual a que pertenece” (Letra y

Línea 1 1). Igual que muchos otros por esas mismas fechas212, los poetas y narradores que

hicieron esta revista —ligados en su mayoría al surrealismo— entendieron que ese ambiente

necesitaba antes que nada análisis críticos y reseñas de novedades; dicho de otro modo, que

ante la “confusión reinante” que diagnostican una y otra vez sus artículos, la necesidad más

urgente pero también la plataforma de intervención más promisoria era llevar adelante una

“tarea discriminativa” específica y virulenta. “Es justamente en esa tarea discriminativa, en la

que una revista de cultura encuentra sus máximas dificultades y su máxima responsabilidad.

Pero esa tarea sola justifica su publicación” (Letra y Línea 1 1).

A pesar de que no evitó, o acaso favoreció una vida breve, la repercusión indica que no

se equivocaron. En apenas cuatro números (1953-54), Letra y Línea colocó en el mapa cultural

“la posición de los surrealistas” —que discutieron, entre otras publicaciones jóvenes, las

emblemáticas Poesía Buenos Aires y Contorno— y dio visibilidad particular a su director, Aldo

Pellegrini, tenido hoy por figura nuclear del surrealismo en América Latina. Sus reseñas, a

menudo arrogantes y humorísticas, recibieron como respuesta insidiosas cartas privadas y

ofuscadas cartas públicas, como la del prestigioso crítico de arte Julio E. Payró, que mereció

una réplica feroz. Hubo ecos y contrareseñas en otras publicaciones; también hubo debates

212
Véase la Introducción.

226

internos sobre la conveniencia o la genuflexión de bajar el tono, que la revista se preocupó por

consignar. Recibieron por fin, también en forma de reseña, una sátira feroz, inusualmente ad

hominem que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares prefirieron firmar con seudónimo.

Letra y Línea ha tenido su mayor suerte crítica (es comprensible) en relación con estas

polémicas (Poblete Araya, Stedile). Como objeto por derecho propio, ha sido leída en el marco

de la historia del surrealismo argentino (Maturo, Méndez Castiglioni), o escandida a partir de

las proyecciones del ideario “radical” que ostensiblemente defiende, obteniendo glosas y

detritus (Crespi); bajo ambos lentes Letra y Línea delata enseguida su anomalía, como advirtió

Maximiliano Crespi con claridad e infinito reproche.

La apuesta estratégica de la revista contenía en efecto una conflictividad inherente, a la

que el marco histórico y conceptual de esta tesis tal vez permita hacer mejor justicia. En un

contexto en que la distribución y el consumo de objetos culturales requerían una

infraestructura crítica más extendida y diferenciada, y prometía por lo tanto mejores chances

para los actores marginales, Letra y Línea intentó un desafío doble. Por un lado, aceptó

plegarse a la temporalidad del mercado, como revela la importancia de su guía de reseñas; por

otro, buscó reformular su ideario estético, que era hasta entonces primeramente un modo de

producir —según se advierte en las publicaciones vanguardistas anteriores—, como un modo

de apropiación capaz de “ubicarlos” en relación con una multiplicidad de objetos y prácticas

específicos y heterogéneos, visibles en ese espacio concreto. Al confrontar, en particular, su

“actitud estética” con las que consideraron hegemónicas —que eran las mismas que

denunciaba Contorno de manera contemporánea—, sus “condenaciones críticas” permiten

advertir el condicionamiento de clase que subyace tanto las prácticas como los materiales

literarios que impugnan, cuya ilegitimidad se presenta sin embargo como estrictamente

“estética”.

227

“‘Remember’, Sibelius is supposed to have said to a disciple, ‘that no

statue was ever raised to a critic’”.

Henri M. Peyre, 1949

(“The Criticism of Contemporary Writing” 126)

228

1. Vanguardia y mercado interno

La sátira destructiva que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares le dedicaron a la

revista Letra y Línea fue el único ataque inmediato y ad hominem que se permitió su alter ego

conjunto, H. Bustos Domecq. Este texto supone de hecho un giro en sus intereses: de los

cuentos policiales y “fantástico-metafísicos” que firmó Bustos Domecq en los años ’40 a las

“crónicas” que compiló recién casi veinte años después. La principal lectura de la primera

etapa ha sido sociopolítica —una reacción de clase frente a la masificación urbana y el

peronismo—; la segunda ha sido leída más bien en relación con el discurso estético o crítico,

como una parodia de las prácticas vanguardistas y del lenguaje que las acompañó213. “De

aporte positivo” puede ser tenido por justo punto medio. Desde la perspectiva de los

ofendidos —que replicaron con cierta satisfacción—, no podemos menos que considerarlo

también un pequeño acto de bienvenida al mundo de la cultura.

Buena parte de las Crónicas de Bustos Domecq (1967), entre las que será incluida

eventualmente la que nos ocupa, tienen forma de reseña214. “De aporte positivo” además lo

fue: salió publicada junto a la contratapa del número 17 de Buenos Aires Literaria215 en febrero

213
La principal lectura sociopolítica de Bustos Domecq es la de Avellaneda. Sobre la lectura en clave estética de las

“crónicas”, véase Marengo; para alguna observaciones sobre su relación con el discurso de la crítica: Prado.
214
Hasta donde pude averiguar, “De aporte positivo” fue incluida al final de las Crónicas de Bustos Domecq recién

en 1979, en la edición de Obras completas en colaboración que hizo entonces Emecé. Hasta entonces permaneció

“cautiva” de su publicación original.


215
Es junto a la contratapa, como vimos en en la introducción —y el lector no ignora—, donde van las reseñas en la

estructura de revista tradicional, que BAL respetaba. “Buenos Aires literaria (fundada en 1952 y ya fallecida) pudo

haber sido la revista de la nueva generación —opinó Emir Rodríguez Monegal en 1956—; prefirió ser más general y

sólo fue, en definitiva, una revista de epígonos, en que el mejor material pertenecía siempre a los consagrados,

nacionales y extranjeros” (Prefacio a El juicio de los parricidas). Leída desde las características con que se suele

229

del ’54, comentando en tiempo y más o menos en forma la tercera entrega de Letra y Línea, de

diciembre-enero. Si excede el género —cuya flexibilidad era grande: véase la Introducción—

es por su cualidad narrativa, menos frecuente, más que por el humor o la maldad, rasgos que

ostentan muchas reseñas de la propia Letra y Línea216.

Así, esta intervención inesperada —que contiene además un sutil zarpazo final para

otras publicaciones nuevas— debe leerse ante todo como una señal de la visibilidad creciente

de estas pequeñas revistas, algunos de cuyos rasgos caricaturizan Borges y Bioy con la dosis

habitual de agudeza y mala fe. Al comienzo, de un estilo casi barroco de tan acriollado217,

Bustos Domecq ve aparecer un personaje de picaresca. El tal “Ortega” entra en escena

ondeando en el aire “un órgano de publicidad” —que “no era otro que Letra y Línea, en su

número 3”— y sale perseguido por un chancho (369). Dos veces se dice de Ortega que es

“comisionista”, es decir que vende a comisión: forma de comercio semi-mayorista, grado cero

del cuentapropismo que puebla la literatura y la imaginación de las clases medias de la

primera mitad del siglo. (Silvio Astier, el personaje de El juguete rabioso (1926) de Roberto Arlt,

definir a la “nueva generación” (actitud de denuncia, ajuste de cuentas con la generación anterior, exigencia ética

sobre la tarea del escritor, etc), esto es más bien dudoso: como gran gesto inaugural, “homenaje al investigador y

maestro que admiramos”, BAL ofreció páginas inéditas de Amado Alonso, gran representante de la crítica estilística

que los críticos jóvenes rechazaron.


216
En rigor, ni siquiera la cualidad narrativa es ajena a alguna que otra reseña de Letra y Línea, como “Diálogo sobre

un diálogo de Priestley”, donde Miguel Brascó comenta una pieza teatral mediante un diálogo con “Gómez Pesado”,

que “fue conmigo al Instituto de Arte Moderno para ver el estreno de la obra de Priestley” (Letra y Línea 2 14)
217
Poblete Araya considera este tono acriollado como una posición nacionalista, lo cual supone ignorar (más que

cuestionar) las principales interpretaciones de la trayectoria borgeana (Poblete Araya 6). Véase, entre las

específicas, la tesis de María del Carmen Marengo y el artículo de Gonzalo Aguilar, “Una historia local de la infamia”,

que consideran el nacionalismo como un objeto privilegiado de escarnio en los textos de Domecq y B. Suárez Lynch

(el otro seudónimo de Borges y Bioy) durante los años ’40.

230

se hacía comisionista de papelería en su patético periplo de ascenso social.) Ortega,

“levantando tierra con el calzado”, peina la ciudad de abajo arriba siguiendo el sino fatigado

de su oficio: “toma el micro en Llavallol” y el “tren lechero que se desplaza como la lombriz

por Burzaco” —suburbios populares—, y con todo tierra y mercadería (imaginamos) “se lo

divisa por conferencias, academias y otras muestras de pintura; picoteando por aquí y por allá,

hay que ver cómo asimila. Ya se sabe, es comisionista” (369).

Así vocea Ortega el periódico que termina por venderle “a un precio especial (...) que

era una ganga218” (370), un poco a la manera de los canillitas que se meten entre los coches:

“¡Rataplán, escribano amigo, rataplán! Aquí le traigo un lenitivo en forma de revista de cultura

contemporánea. Artes plásticas. Literatura. Teatro. Cine. Música. Crítica” (369). Este último

era en efecto el encabezado de Letra y Línea. Domecq recibe el “folleto” con desconfianza,

porque “tantas veces uno se ha pelado la frente con revistitas dañinas e insustanciales que no

resulta fácil ¡qué pucha! suscribir un voto de confianza. Terminan por hartar esos

hebdomadarios de los eternos jovencitos irrespetuosos, que para hacerle bombo a Fulano le

pegan a Mengano y se despachan con una suficiencia chocante” (369). Esto es por supuesto lo

que Borges y Bioy han leído en la revista, y no lo que ofrece Bustos Domecq a modo de

comentario cuando Ortega se ha ido, y que comienza así: “Es con encomiable satisfacción que

se saluda a un esfuerzo nuestro”, etc etc (371).

En esta superficie enrevesada de solemnidad retórica, de linaje más bien castizo, la

corriente subterránea del desprecio aflora mediante “el consabido procedimiento de la

inversión” (Borges “Arte de injuriar” 152). Se dice del público que es “grueso” y exigente, los

valores “sólidos”, las plumas “de fuste”: “Se destacan, en el vistoso elenco, Vasco, Vanasco,

218
Curiosamente, tanto la “ortega” como la “ganga” afirma la RAE que son aves “del orden de las Columbiformes”.

La primera “es común en España y corre más que vuela”.

231

etcétera” (apellidos desafortunados de Juan Antonio y Alberto, dos colaboradores de Letra y

Línea). La homofonía es mal síntoma: ni los nombres propios permiten distinguir a este

conjunto de “escritores, profesores y juventud estudiosa”. La falta de individualidad se les

predica tanto por la naturaleza de su agrupamiento —“¿es que constituyen un núcleo? (…) no

trepidamos en adelantar que constituyen todo un ateneo, en que se pugna por los fueros de la

cultura”— como por la proliferación de publicaciones similares, que el reseñista juzga

igualmente indiferenciables. Ortega (antes de huir) promete “conseguirme otros [‘folletos’]

parecidos”. El texto concluye así:

Empresa ésta de honda raigambre en nuestro medio, tuvo ya sus notables

antecedentes en diversas publicaciones y boletines de academias, casas de

estudio y otras corporaciones. Lo que le da, no obstante, su cuño propio, es el

tono ponderado que, unido a las relevantes dotes de solvencia y de ilustración,

recoge los sufragios del suscritor. (371)

Se me ocurren dos referentes posibles para esta alusión. La revista Centro —que

editaba el Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras— acababa de incluir el

artículo “Borges: el ensayo crítico”, adelanto de Borges y la nueva generación de Adolfo Prieto

(1954), en su número 7, de diciembre de 1953. En el Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino

(rebautizada luego Bibliograma), que comenzó a salir en junio-julio de 1953, aparecen las

críticas habituales a Borges que solía hacerle la izquierda, que posiblemente le hubieran

llegado219. Sean cuales fueren, se les nota el suburbio a estas revistitas: vienen en patota desde

219
Dos años después, en el número 12 del Boletín —enero-febrero de 1956—, se publica una “Entrevista con Jorge

Luis Borges”: “Le entrego un BOLETIN. Me ha preguntado algunos nombres y comienzo una letanía fatigosa. —Hay

muchos amigos míos, afirma con interés. A los pocos minutos me ofrece uno de los espacios radiales de que

dispone la Biblioteca, para difundir los propósitos del Instituto. El creador de "Emma Zunz" se ha incorporado

232

las orillas de la ciudad letrada con apellidos ignotos, maneras inciviles, saberes picoteados en

espacios de intercambio. No sólo se adjudican una autoridad puramente performativa

respecto de las formas legítimas de la actividad artística: tienen encima una actitud paternal

hacia los escritores establecidos. Domecq llama a Ortega “mi benefactor”. “Humano y

benevolente me sonreía —dice también—, como si fuera mi señor padre” (370).

Más allá de la broma de Borges y Bioy, es cierto que Letra y Línea pertenece a un

modesto linaje de publicaciones filo-surrealistas de existencia efímera, publicadas por

pandillas afines: Qué (1928-30), Ciclo (1948-49), A partir de cero (1952-3220 ). A esta línea podría

agregarse como antecedente el conjunto de las publicaciones que se ha llamado “de la

vanguardia plástica”: Arturo (1944), Arte Concreto-Invención (1946), Contemporánea (1948-50),

Perspectismo (1950-53), Nueva Visión (1951-1957), entre otras221. Letra y Línea se parece más a su

época que a sus padres. Las otras están concebidas en sentido estricto como órgano de una

corriente estética. Su orientación es ante todo proselitista: aspiran a difundir un ideario de

plataforma internacional y a definir las prácticas que lo distinguen como modo de hacer y

como modo de vincularse entre hacedores. Llevan adelante esta tarea a través del despliegue

creativo de sus colaboradores, de textos programáticos, de artículos originales y traducidos

que recogen en buena medida el magisterio de sus grandes nombres. La escena local no

aparece en ellas sino como carencia, en tanto destino de lo nuevo que traen; respecto de ella

rotundamente a nuestra obra. Le advierto que desde el BOLETIN algunas veces se lo atacó duramente. —¿Qué

dicen?; ¿que no soy argentino?” (Moreiras Rojas 8)


220
Después de editar dos números en 1952-3, A partir de cero reapareció en 1956 con uno más.
221
Esta genealogía, sencilla de establecer por la enorme cantidad de nombres compartidos, aparece ya en Lafleur et

al. y fue seguida en buena medida por los microfilms que realizó el Centro de Documentacion e Investigación de la

Cultura de Izquierdas en Argentina (CEDINCI), que conservan casi todas estas publicaciones.

233

podemos entonces considerar (con conciencia de la paradoja) que se adjudican una función

intelectual tradicional. (Algunos detalles de sus dos antecesoras directas se ofrecen en nota222 .)

222
Ciclo ("Arte / literatura / pensamiento / modernos"), de ambición bimestral, conserva la estructura tradicional de

revista intelectual: media docena de artículos largos de temporalidad muy laxa y al fondo algunas reseñas y notas de

actualidad que ocupan respectivamente el 10% y el 5% del total de páginas en sus dos únicos números. La

necesidad de difundir un discurso crítico altamente conceptual y especializado para la creciente escena "moderna"

local, que se mantiene en Letra y línea, ya está en el primero: 4 páginas de Trópico de Capricornio (tomadas de la

traducción de Pellegrini con “permiso” de la editorial Argonauta, que sin embargo no consta que la haya impreso) y a

continuación 14 de Georges Bataille sobre Henry Miller (extraídas del primer número de la revista francesa Critique,

de 1946). Igual que en Lyl, y podemos pensar que por designio de Aldo Pellegrini —que la codirige—, ese discurso

excede la cuestión del surrealismo, que aquí recibe una mirada ecuánime y desencantada en la crónica donde Elías

Piterbarg, también co-director, narra una sobremesa con los de Bretón en París. Es evidente que en Ciclo la escena

local no interesa más que como destino de lo "nuevo" que traen. Su mirada es global y equidistante: "En otro número

nos ocuparemos también nosotros de Malraux como lo hace ahora la revista 'Esprit', de París del mes de octubre de

este año" (Ciclo 1, 90). Moholy-Nagy y Mondrian ilustran las tapas respectivas; la única publicidad de una editorial

(otra vez Argonauta) ofrece 26 libros en francés y 15 en español. Se adjudican así una misión intelectual que

podemos llamar "tradicional". A partir de cero ("Revista de poesía y antipoesía") lleva todas las marcas de la

pequeña revista de tendencia. Los editoriales hacen la apología del costado más bretoniano y romántico del

surrealismo, que los liga con el misticismo altisonante de Poesía Buenos Aires (1950-60): "Alguna vez llegará el

tiempo en que la poesía —recordemos las palabras del ardiente Bretón en el primer Manifiesto— 'decrete el fin del

dinero y parta el pan del cielo para la tierra'", profetiza por interpósita persona su director, Enrique Molina (1, 1).

Este malditismo de manual se reafirma en la segunda época: "La sociedad brinda toda clase de honores,

reverencias, dignidades y títulos honoris-causa al escritor, a condición de castrarlo" (2). "Esta revista —informaba el

primer editorial— pretende la difusión de tales conceptos y ponerse en comunicación con todos aquellos que en

nuestro medio y fuera de nuestras fronteras están empeñados en una misma empresa de liberación del espíritu".

Carentes de los favores de la "sociedad", habrán sido tal vez más viriles pero no más fecundos. Quizás sus mismos

valores les prohibieran toda regularidad. Con una "insólita presentación dentro del cuadro general de las revistas

literarias argentinas", derivada de su "forma oblonga" y "sorprendentes collages" (Lafleur et al. 239), A partir de cero

ofrece algunas ficciones breves, bastante poesía y algún que otro ensayo; en el último número hay varias páginas en

letra manuscrita. No hay reseñas. [FIGURAS 3.1 y 3.2]

234
FIGURA 3.1. Ciclo 2 34-5 (marzo-abril 1949). Doble página.

235
FIGURA 3.2. A partir de cero 2 1 (diciembre 1952). Tapa del segundo número.

236

El “tono ponderado” —léase: su virulencia y la ocasional ligereza— debió ser en efecto

lo más llamativo de Letra y Línea, menos en su novedad específica que en su cualidad

programática y ad hominem. Esta revista constituye en rigor un tipo de intervención muy

distinto. La centralidad de la crítica se verifica en una serie de artículos monográficos que

delatan un trabajo investigación cuidadoso, dirigidos todos —al igual que los “ajustes de

cuentas” más emblemáticos de la contemporánea Contorno— contra figuras ligadas al grupo

Sur y el suplemento cultural del diario La Nación, en los que los críticos jóvenes vieron sin

excepciones la encarnación del establishment. Su presencia no se restringe, sin embargo, a

esta forma controvertida (es decir: costosa) pero de indudable prestigio. Más bien lo contrario:

casi la mitad del total de páginas del primer número —7 sobre 16— se las lleva una guía de

reseñas de actualidad en todas las disciplinas, donde la “tarea discriminativa” que se adjudica

la revista con grandilocuencia proverbial, aparece bajo la ambición en apariencia más acotada

de orientar al lector en un mes de consumo cultural223. En estos dos niveles de intervención, y

esto es novedoso dentro de su genealogía, Letra y Línea circunscribe casi la totalidad de su

acción a lo que corresponde llamar en sentido propio mercado interno; es decir, al conjunto de

lo que se distribuye y se puede conseguir en el país (o “en las principales ciudades del país”,

según la fórmula consagrada, y primeramente en la ciudad de Buenos Aires). Esto, además, en

una publicación que pretende combatir el atraso y el provincianismo locales.

Pero acaso nunca como en ese año de 1953 la cantidad y la actualización de títulos

disponibles pareció en medida menor una restricción. La internacionalización de la industria

editorial aceleraba de por sí la velocidad de las traducciones; además buena parte de las que

223
Véase la Introducción.

237

iban hacia el castellano se hacían en Buenos Aires224. El año de 1952, en que Argentina había

impreso “muchos más títulos de literatura que numerosos países europeos” (Lagarde 148) —

incluyendo a España, Austria, Bélgica, Portugal, Suecia, Suiza y Hungría—, cerraba tres

lustros de crecimiento incesante de la producción local225 . En Letra y Línea casi nadie se

considera crítico, ni considera que la “tarea discriminativa” sea el dominio de ninguna

especialidad autónoma. Esta impresión no les era exclusiva, como vimos en la Introducción;

Luis Emilio Soto, uno de los pocos críticos con prestigio en tanto tal a mitad de la década226 ,

poco después daba la crítica por “abierta a la buena voluntad, al discernimiento y al espíritu

de camaradería de todos los escritores sin distinción de géneros” (Bibliograma 14 3). La reseña,

después de todo, era una de las vías de entrada más común a la letra de molde.

Borges y Bioy se burlaban del espíritu grupal de la revista —¿”núcleo”? ¡ateneo!—, que

un cierto “nosotros” que ella frecuenta acaso permite sospechar. Muy probable es que además

los satiristas lo conocieran de oídas: fue después de todo en casa del poeta Oliverio Girondo

donde se gestó la revista227 . El living de Girondo —administrado en consorcio con su mujer, la

escritora Norah Lange— constituye un curioso espacio de intercambio entre las aspiraciones

de los jóvenes escritores de vanguardia y las infatigables aspiraciones vanguardistas de su

anfitrión, que por clase y por edad —era de 1891— pertenecía más bien a la “vanguardia

histórica” de las revistas Martín Fierro (1924-1927) y Proa (1924-26), donde había colaborado

junto con algunos de las figuras que eran ahora las bestias negras de Letra y Línea: los poetas

224
En 1956, Argentina figuraba entre los principales diez “grandes países traductores”, y era uno de los doce

miembros de la Federation Internationale des Traducteurs, fundada tres años antes (Cary 171).
225
Véase el capítulo 1.
226
Véase la nota sobre Luis Emilio Soto en la Introducción.
227
En una entrevista reciente, Miguel Brascó, colaborador de la revista, afirmó que “Girondo pagó todos los

números” (Wenner).

238

Ricardo Molinari (1898) y Francisco Luis Bernárdez (1900), el novelista y ensayista Eduardo

Mallea (1903)228.

Aldo Pellegrini comenzó a frecuentar a los Girondo en 1948 a través del poeta Enrique

Molina (1910-1997). Su “pequeño grupo surrealista (Molina, [Carlos] Latorre, [Juan Antonio]

Vasco, [Francisco] Madariaga, [Julio] Llinás y yo)”, que constituirá también el núcleo de la

revista, se cruzaba en ese living con el que reunió otra publicación importante de la década,

Poesía Buenos Aires (1950-60): Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley —que había participado de

las revistas de la vanguardia plástica de los '40—, Rodolfo Alonso y algunos otros, poetas de

memoria tenue o simplemente restringida, pero que representaban entonces una línea

experimental y algo mística, coherente con sus referencias francesas. Además, “en las

reuniones más amplias que se hacían en casa de Girondo con diversos motivos —recuerda

Pellegrini—, fui conociendo parte de ese mundillo literario y artístico que hasta entonces

había despertado en mí una resistencia particular” (Pellegrini Oliverio Girondo 9).

Cruzar el umbral de los Girondo, precisamente en razón de esa resistencia, parece

haber significado para Pellegrini “la aceptación de su función artística y su misión en el plano

de la cultura”, como dijo él mismo de la revista Minotaure (1933-39) en la trayectoria del

surrealismo francés (Pellegrini “Nacimiento” 643). Su actividad visible comienza ese mismo

año de 1948, a sus 45 años; dos décadas después de haber fundado “el primer grupo surrealista

de habla hispana” (Méndez Castiglioni 20), con el que editó dos números de una pequeña

revista firmada enteramente con seudónimos.

228
Según Pellegrini, Girondo “afirmó (…) una solitaria posición de vanguardia en el seno de una generación que

traicionó sus propósitos iniciales” (“Nuevos poemas” 2). Sobre el vanguardismo de Girondo, véase Schwartz. Sobre

el lugar de Mallea en los años ’50, véase el capítulo 2 y la bibliografía correspondiente.

239

En una carta a la crítica Graciela Maturo a mitad de los años ’60, Pellegrini parece

sugerir que la primera seducción del surrealismo, que dice haber conocido “el año de su

fundación” —1924—, hubiera pasado por sus provocaciones contra el establishment literario,

con las que se habrían identificado a nivel local (Maturo 111). Pero casi nada del espíritu del

panfleto contra Anatole France, “Un cadavre” (“Con France, es un poco de servilismo humano

lo que se va”), alcanzó a plasmarse en Qué. Sus dos números, de 1928 y 1930, ofrecen un

conjunto de prosas angustiadas, introspectivas, de ambición en algún caso onírica o

únicamente descoyuntada; las bravatas, que las hay, son anti-literarias in toto, sin matices ni

nombres propios. “Lo que suena a letra, a falso, es muy a pesar nuestro. Quien de nosotros

mereciera el calificativo de literato habría desahuciado su intención” (Qué 1 2). Este deseo

evidente de ser leídos en clave literaria era tal vez demasiado sutil para tener eco en aquella

época. No hacían referencia explícita al surrealismo ni a la vanguardia ni a ninguna disputa

propiamente literaria, si bien su actitud filo-ocultista y ur-conspiratoria ya había revestido

cierto prestigio poético tanto en los barrios altos de la ciudad letrada (cf. Los raros, 1896, de

Rubén Darío) como en los barrios bajos (cf. Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires, 1920,

el primer libro de Roberto Arlt). Todos los miembros del grupo eran estudiantes de medicina;

hijo de imnigrantes, Pellegrini ejerció la gastroenterología hasta la jubilación. Las textos de la

revista, inspirados por el costado más introspectivo y freudiano del primer surrealismo —

escritura automática, relatos de sueños— iban firmados con seudónimos.

1948 marca el comienzo de una actividad intensa y con nombre propio. Entre fines de

ese año y comienzos del siguiente se publican los dos números de Ciclo, que co-dirige con

Elías Piterbarg (presente en Que) y el psicoanalista Enrique Pichón Rivière. También de 1949

es su primer libro de poesía: El muro secreto, 250 ejemplares numerados. En 1952 colabora en

los dos números de A partir de cero, la revista explícitamente surrealista de Enrique Molina, y

240

publica otro volumen de poesía: La valija de fuego. Por fin en 1953, “en casa de Girondo (…)

llegó a cuajar una efímera revista, ‘Letra y línea’, que hizo bastante ruido en su momento”229.

2. El fin de las revistas amenas

En un análisis extenso y reciente de Letra y Línea, Maximiliano Crespi cometió dos

anacronismos imperdonables y significativos: consideró la guía cultural que cierra cada

número como su parte “más convencional” (cuando es históricamente la más novedosa) y

opinó que la modalidad de cortar los artículos cuando se acaba la página y continuarlos donde

Dios permita —comenzando otro nuevo en la siguiente— era un procedimiento vanguardista,

destinado a perturbar la lectura lineal, cuando es de hecho tan populista que publicaciones

mucho más conservadores lo han llevado a cabo con mayor radicalidad.

Estos errores nos dan una idea de la torsión que requiere leer Letra y Línea sin dar

cuenta de la cualidad casi esquizofrénica de su apuesta estratégica. La ortodoxia teórica le

indica a Crespi que hay en Letra y Línea una ambivalencia incriminable. Intenta aplicarle su

229
En 1944 —según la fecha de sus primeros libros— Pellegrini había fundado la editorial Argonauta, cuyo período

de mayor actividad parece durar precisamente hasta el ’48. Argonauta resucitó varias décadas después en manos

de su hijo Mario y existe todavía. El sitio web actual cuenta que “fue fundada originalmente en Buenos Aires en la

década del cuarenta por Aldo Pellegrini y David Sussman, durante el período de expansión de la industria editorial

argentina en la inmediata posguerra. Durante casi diez años, con una línea editorial abierta, sin preponderancia de

ninguna inclinación personal, con diversas colecciones de narrativa, obras maestras de clásicos universales, clásicos

de la historia, divulgación científica, medicina, etc. se publican unos cien títulos, cesando su actividad a comienzos

de los años ’50”. La lista de títulos (Renan, Shakespeare, Stendhal, Leo Perutz, Illia Erenburg, largo etcétera)

confirma que difícilmente se la puede considerar como parte de su actividad militante. El catálogo actual, de hecho,

sólo conserva dos títulos de esta época: Demian (de Herman Hesse) y El libro de Monelle (de Marcel Schwob).

241

delicado reactivo y obtiene un resto negruzco que le repugna. Esa ambivalencia es sin

embargo programática, según advierte él mismo en la “Justificación” que trae en tapa el

primer número de la revista [FIGURA 3.3].

A diferencia de Literal230 que, atenta lectora de Wittgenstein, Barthes y Lacan,

multiplica sus ‘Documentos literales’ para vaciar la expectativa de todo

metalenguaje, a través de su ‘justificación’ Letra y Línea cae en la contradicción

de imponer este tipo de metalenguaje que corre el riesgo de aplastar la

singularidad de la experiencia estética (que busca representar) en la lógica de

un régimen utilitario. Lo más justo a la configuración del artefacto Letra y Línea

hubiera sido sin duda aparecer como de la nada arrancada a todo régimen

utilitario y a toda necesidad, poniendo en escena el gracioso semblante del

jeroglífico injustificable. (Crespi 34)

La “Justificación” inicial —porque "[s]on tantas las revistas que no se justifican de

ningún modo" (1)— es sin embargo perfectamente coherente con la naturaleza doble de su

propuesta. Crespi hace bien en llamarla “metalenguaje”: Pellegrini —que se delata por su

pluma— comete ahí la ñoñería de explicar casi que pour les nuls las transgresiones y aun los

excesos y hasta los resultados de las transgresiones y excesos que Letra y Línea está a punto de

practicar. Las operaciones revolucionarias de un órgano de vanguardia son anunciadas con

una sobriedad desarmante, como si se tratara del funcionamiento natural de la cultura. Así,

publicar a los escritores nuevos es la “función esencial” de toda publicación nueva, si bien

derivada de “la de mantener la continuidad cultural que se produce por la sucesión de


230
Literal publicó tres números, en 1973, 75 y 77 y más bien una revista-libro que compila fundamentalmente textos

literarios de un grupo reducido de escritores, entonces bajo una influencia fuerte de la teoría lacaniana. La

integraban entre otros Germán García, Osvaldo Lamborghini y Luis Gusmán. Una abundante bibliografía crítica la

consagró en la última década como uno de los episodios más radicales de la literatura argentina.

242

generaciones, a menudo opuestas entre sí”: “resulta de este enfrentamiento un cambio en la

tabla de valores hasta entonces admitidos: descienden unos y se elevan otros” por medio de

“análisis críticos” en los que “queda siempre un saldo beneficioso, aun en el caso de que los

juicios emitidos pequen por injustos o exagerados” (Letra y Línea 1 1).

Crespi bufa con razón ante semejante aplomo. La actitud más propiamente

vanguardista ante el mundo de la cultura la resumía bien esta cita de André Breton, que

cerraba por sí sola, a modo de statement, el primer número de A partir de cero:

Convendría ante todo terminar con la idea de que la cultura humana, tal como

la propagan los manuales, es el producto de una actividad ordenada y

necesaria, mientras ella se ha edificado sobre lo arbitrario y aceptado seguir el

camino general que le ha asignado la rutina (A partir de cero 1 s/n)231 .

Letra y línea publicó tres números prolijos a fines de 1953 —octubre, noviembre y

diciembre-enero (el verano es indulgente)— y uno último y rezagado recién en julio de 1954 (si

es que podemos dar fe de la fecha de tapa). Esa aspiración de regularidad —que muchas otras

publicaciones pequeñas no tuvieron—; la centralidad de la “tarea discriminativa” de las

novedades disponibles que se propusieron realizar; la amplitud consecuente de la guía

cultural, que cubre todas las disciplinas y hasta la crítica, y de donde salieron además las

polémicas que la volvieron visible; y la cantidad considerable de publicidad que acomodaron

sus páginas, forman parte de un mismo proyecto de inserción mercantil e intervención

transformadora, cuya conflictividad inherente quedó registrada —como veremos— en la

suerte de caja negra que cierra el número 2.

231
La cita, sin referencia en el original, pertenece a Arcane 17, publicado originalmente en 1945 en Nueva York y en

1947 en Francia. En 1952 todavía no tenía traducción al castellano.

243

En cuanto a su aspecto visual, me parece indudable que Letra y línea se quiere

moderna, pulida y accesible. Sigue en esto la línea de diseño de algunas revistas de la

vanguardia plástica (Nueva Visión, Arte Concreto-Invención232) y se opone al aspecto

deliberadamente artesanal de A partir de cero [FIGURAS 3.2, 3.4, 3.5 y 3.6]. La modalidad del

“corte” —entonces habitual en diarios y revistas, hoy más bien rara— busca simplemente que

la mayor cantidad posible de artículos comience en la parte superior de la página, donde cae

primero la vista del lector. Si algo señalan estos malabares, hoy en apariencia tan retorcidos y

antiestéticos como para que un hombre de nuestro tiempo los juzgue deliberadamente

disruptivos, es en todo caso el predominio de la escritura sobre el diseño, que tiene así que

adaptarse como pueda a la extensión natural de los artículos233 .

232
Es probable que la responsabilidad del diseño de estas revistas corresponda al menos en parte al artista Alfredo

Hlito (Nueva Visión le adjudica la “composición tipográfica”) y seguramente al propio Tomás Maldonado —teórico del

diseño, director de Nueva Visión—, que había hecho el diseño (mucho más tradicional por las características propias

de la revista) de Ciclo.
233
Según Crespi, “este rasgo persistente basta para reconocer la novedad del artefacto a través de los efectos que

procura y en virtud de su disposición a trastocar, a accidentar el régimen lineal de la lectura. El dispositivo de corte y

montaje en el que está confeccionado el artefacto obliga al lector a definir la modalidad de la experiencia que

constituye la lectura. Es el lector quien hace la revista en la medida en que debe resolver cómo sortea los accidentes

del corte…” (34). Gaceta Literaria (1956-61), un mensuario de izquierda cercano al Partido Comunista, más

conservador a nivel estético —pero también más desprolijo—, hace en su número 20 (1960) una ruptura de la

linealidad a la que Letra y Línea no se animó jamás: una nota empieza en la página 27 y termina ¡en la 26! [FIGURA

3.8]

244
FIGURA 3.3. Letra y Linea 1 1 (octubre 1953). Tapa del primer número.

245
FIGURA 3.4. Letra y línea 2 14-15 (noviembre 1953). Doble página de la guía cultural que cerraba cada número.

246
FIGURA 3.5. Arte Concreto-Invención 1 6-7 (agosto 1946). Doble página.

247
FIGURA 3.6. Nueva Visión 4 12-13 (1953). Doble página.

248

La presencia del “régimen utilitario” es palpable en la decisión de reseñar películas. El

cine no había tenido ningún lugar en las revistas anteriores; en esta lo delegan enteramente en

un colaborador —J.A. Mahieu— que no consiguió que le imprimieran una sola vez el nombre

de pila234 . Mahieu detenta su función y exterioriza sus preferencias con una profesionalidad

algo indigna de un órgano de posicionamientos radicales y autoconcientes. En sus reseñas,

salvo el intento ocasional de "ubicar" a algún director en un panorama más amplio,

discutiendo en algún caso la validez de su prestigio simbólico —preocupaciones constantes de

la revista—, difícilmente puedan hallarse los imperativos que le dan identidad. Prima en ellas

una expresión sobria y periodística y una idea de la “calidad”, de buena factura, bastante ajena

al espíritu general. Esto no se debe (me parece) a la idiosincracia personal de Mahieu sino al

desarrollo histórico de los modos de apropiación del cine en Argentina. En 1953 no hay todavía

una cinefilia activa; es decir, modos de apropiación distintivos para un arte que ostenta todos

los rasgos del capital y de lo popular, tal como los conjuga el término masivo. El cine no logra

jerarquizar a su redactor ni dignidad suficiente para salir de la guía cultural hacia el espacio

de los pronunciamientos, a diferencia de lo que ocurre con la poesía, el arte, la música y la

literatura, que reciben “artículos”235 .

234
No se trata de un seudónimo, como podrían sospechar el lector de entonces o el crítico de hoy. Mahieu (1924-

2010) tuvo madre, que lo bautizó José Agustín; dirigió un corto en 1963 (Ella vuelve desde la mañana, con María

Vaner y Leoanrdo Favio) y co-escribió algunos largos, publicó una Breve historia del cine argentino en 1966 y se

exilió en España en 1978, donde fue crítico de cine en varios medios. ¿Estaría entonces Mahieu bajo la influencia de

T.S. Eliot, al igual que el poeta y reseñista argentino F.J. Solero? El diario español El país le dedicó una necrológica:

“Agustín Mahieu, el amplio y profundo interés por el cine”. Tiene página de Wikipedia.
235
No se me ocurre una revista cultural más o menos highbrow antes de El Grillo de Papel (1959-60) donde la

identificación con el cine resulte comparable a la que provoca la literatura.

249

Vanguardista y radical, punta de lanza de la modernización, lo significativo es que

Letra y línea decidió sin embargo tener una sección de cine regular aunque no tuviera

intención o manera de incorporarlo a su agenda estética. Esta función suele llamarse

“servicio” en el ámbito periodístico, donde no carece de legitimidad; por regla general, los

mitos románticos de la prensa son menos reactivos a las necesidades de la demanda. Los

límites de la guía (en cuyas páginas va la mayoría de los avisos publicitarios) son por lo tanto

heterónomos: exceden por un lado las pasiones del Comité de Redacción (donde Mahieu no

figura) y por otro restringen el universo de objetos no sólo a lo accesible sino además a lo

actual. La guía —que aparece “justificada” desde la primera tapa— cifra así el espacio en el

que Letra y Línea se propuso intervenir.

Pero en nuestro medio debe agregarse la información cultural, una

perspectiva sobre todo lo que se desarrolla contemporáneamente en el mundo

en el plano del arte. Aquí también las preferencias han de orientarse hacia lo

nuevo (...). Los auténticos exploradores de lo desconocido, no suelen llevar una

multitud de boquiabiertos detrás de sí. Pero estos aislados creadores de hoy son

frecuentemente los que construyen el futuro cultural y significa vencer al

tiempo señalarlos hoy.

Sin embargo, el aislamiento de algunos renovadores no significa que su

obra esté fuera del tiempo. Por el contrario, una esencial contemporaneidad es

el sello indeleble de toda obra auténtica. (...)

Esta tarea de información debe completarse con una intención

discriminativa. Numerosos son los embaucadores que aprovechan de lo nuevo

para medrar. ¡Ojalá fuera siempre posible señalarlos! En ocasiones son tan

250

hábiles y estrategos que sólo el tiempo, al demostrar su nadería, los destruye.

(Letra y Línea 1 1)

En este primer número, como ya dijimos, la guía tiene 7 páginas. Distribuidas en

secciones con títulos prominentes de fácil acceso (teatro, cine, artes plásticas, libros y revistas

—en ese orden), las reseñas señalan en efecto todo lo que el curioso lector debe adquirir o

esquivar en un mes de consumo cultural. En el segundo son 6 de 16, más un artículo de Juan

Carlos Paz, “A propósito de Wozzeck” (contrareseña de la que había hecho El hogar sobre el

“drama musical” de Alban Berg). En el número tres hay un artículo "A propósito del libro:

‘Poeta al pie de Buenos Aires’” (“Buenos Aires y Guibert”, de Enrique Molina) y 4 páginas de

guía. El cuarto número trae apenas 3 páginas de guía, más un artículo “A propósito de…”,

donde Juan Antonio Vasco reseña y corrige con actitud paternal y un poco misógina los

poemas de Los nombres, de Silvina Ocampo, que ganó ese año el Segundo Premio Nacional de

Poesía.

El subtítulo “A propósito de” en esta serie de artículos muestra que resultaba todavía

un poco anómalo hablar de un libro recién publicado fuera del espacio dedicado

específicamente a ese efecto236 . Se trata de una distribución tradicional, fundamentada en una

diferencia de temporalidades: los artículos han de ser atemporales o intempestivos, pero

nunca actuales, como fatalmente lo será una reseña. Los principales diarios, al restringir la

novedad editorial —hasta mitad de los años '50— al espacio anónimo y encapsulado de las

comentarios, afirmaban en la práctica la autonomía de la cultura, a la que adjudicaban la

temporalidad lenta de la acumulación, que aspira a la eternidad y en cada momento aparece

completa bajo la forma del tesoro. La contemporaneidad como “sello” de autenticidad —ya sea

que aparezca como lo nuevo vanguardista o el compromiso con el presente a la manera

236
Otras publicaciones de la época (Sur y Buenos Aires Literaria entre ellas) usan también este recurso.

251

sartreana— obliga al crítico a practicar diferenciaciones incesantes respecto de la novedad

mercantil, cuya temporalidad (a la que la guía acepta someterse) se le parece demasiado. Pero

esto es menos un engorro que una atajo, en tanto la desmercantilización —es decir, el desarrollo

de estrategias para expropiarle los objetos al aparato industrial y publicitario que los

produce— es una función básica de la crítica en este momento de expansión237 .

“La Patria Elemental” es un libro desconcertante porque, además de todo esto,

trae la mención Copyright 1953 by Editorial Raigal, Buenos Aires, 1953. 1953 quiere

decir ahora, y nos dan un libro de antes. (Juan Antonio Vasco en Letra y Línea 3

15)

“A propósito de” supone un gesto de apropiación, de conversión de temporalidades,

que es nuevamente una justificación y es casi un disculpa. Significa: hemos constituido esta

novedad en ocasión para una intervención que la excede. Por esta vía la guía iba contaminando

con su temporalidad espuria la parte noble de la revista; su cantidad de páginas, mientras

tanto, frente a un total invariable, no dejó de disminuir. El espacio que va dejando lo ocupa

material original o traducciones: homenajes a Francis Picabia y Dylan Thomas —recién

fallecidos, con lo cual impera también en esto un espíritu de actualidad— o Dadá —en

consonancia con una muestra en Nueva York—, una encuesta a “los pintores modernos”

argentinos que seguramente quedó interrumpida; también algunos poemas y narrativa de los

colaboradores (Pellegrini, Latorre, Brascó) o gente afín a la revista (Oliverio Girondo y Norah

Lange, que habían compartido su living).

¿Cómo leer este declive de la “información cultural” propiamente dicha? Una nota

breve en la última página del segundo número —luego del cual ocurre la caída más brusca de

la guía— revela algunos debates internos. El título es “Diálogo entre nosotros”. Los dos que

237
Véase la Introducción.

252

conversan allí, como en una suerte de teatro filosófico, van introducidos por sus iniciales: “O”

tiene que ser Osvaldo Svanascini —poeta y crítico de arte238 —, que ocupaba junto con Mario

Trejo —joven poeta también239 — la “Secretaría de redacción” en los primeros dos números;

“A.P.” es por supuesto el director. “Las revistas literarias tienen la costumbre de morirse —ya

lo sabemos— por falta de dinero”, comienza diciendo O.

Algunas, excepcionalmente, porque el desinterés del público llega a

coincidir con el de los colaboradores, o porque los intereses de los

colaboradores crean el desinterés del público. En general, las revistas literarias

aburren. Los temas despiertan ecos sólo en capillas poco pobladas, los artículos

son largos, graves y mal humorados. (Véase LETRA Y LÍNEA, Nº1.240)

Se nos ocurre que hasta que no aprendamos a hacer revistas a las vez

buenas y amenas —y casi, juraríamos que cada día nos alejamos más de ese

ideal— conviene colocarles a las actuales y próximas un tubo de aire que las

haga más respirables. Esto podría significar esta sección si nos ayudan a

hacerla. (Letra y Línea 2 16)

Así quedaba inaugurada la sección “Espejo del mundo”, con ademanes de

autoconciencia y pretensiones de interactividad, además del ambicioso título. Se trata sin

238
Svanascini (1920) había publicado entonces tres libros de poesía y varios de divulgación sobre arte oriental, tema

al que dedicará buena parte de su vida profesional posterior. Un perfil de 1955 lo considera un poeta surrealista

(Figueira 337).
239
Trejo (1926) había publicado por mano propia un libro de poemas, Celdas de sangre (1946), bajo el sello H.I.G.O.

Club, nombre que usaban él y Alberto Vanasco para publicar sus cosas y hacer pequeños “happnings”. Hay algunos

comentarios sobre el club en el prólogo de Noé Jitrik a la reedición de 1967 de Sin embargo Juan vivía, la novela de

Vanasco.
240
Esta referencia es del propio O.

253

embargo de una sección muy tradicional en las revistas literarias (en otras probablemente

también): es la sección de misceláneas, que veces se titula “noticias” en función de la

actualidad, lo que equivale a la naturaleza efímera de sus contenidos —en contraposición con

la aspiración de los “artículos”, evidentemente.

La respuesta de A.P. es áspera y definitiva: “en el mal humor reside lo mejor de esta

revista”, le informa. “¿Qué significa el buen humor? La gran virtud del conformismo. Estamos

cansados de buen humor, de buenas maneras, de aceptación dócil, de tubos que transportan

aire rarificado”. Estas “buenas maneras” (así textual) son las mismas que se le van reclamar a

Contorno, según vimos en la Introducción que protestará Ismael Viñas un lustro más tarde. Al

describir con ese término lo que era más probablemente una invitación a bajar el tono,

Pellegrini (igual que Viñas) connota un cierto registro de interacción cultural a la vez como

práctica de clase (cortesías de salón) y como pantomima. El escritor Héctor A. Murena había

asimilada la amabilidad a la falta de exigencia241; con una paráfrasis curiosa de Marinetti,

Pellegrini sostiene enseguida la ecuación inversa: “El mal humor es la gran higiene”.

Además el mal humor sacude el letargo en que vivimos y obliga a los

otros a arrojar la máscara. Que lo digan si no algunos heridos por las críticas

(imperfectas o no) publicadas en el Nº1 de LETRA Y LÍNEA. Sólo reaccionan

por la herida hecha en su vanidad. Mártires de la conocida iglesia de la

Infatuación, exhiben lastimosamente su herida abierta por la que sangra su

egotismo. Nada importa sino esa herida de la vanidad. El resto es cero.

241
Murena: “porque somos amables, escasamente exigentes con lo que no nos importa demasiado” (citado por

Ramón Alcalde, “Teoría y práctica”). Sobre Murena y su relación con la renovación crítica de los años ’50, véase la

primera sección del capítulo 2 y la bibliografía correspondiente.

254

El bochornoso espectáculo de escritores que sólo escriben por vanidad,

que evidentemente nada tienen que decir ni que defender salvo su pequeña

egolatría, obligaría a actualizar una encuesta ya realizada en otras partes pero

que es imprescindible en nuestro medio. Una encuesta en la que se obligara a

contestar a los escritores a las preguntas: ¿Por qué, para qué y para quiénes

escribe usted? (Letra y Línea 2 16, subrayados míos)

La retórica de la exigencia produce esa repetición notable del verbo obligar: ¿obligar a

los escritores a contestar una encuesta? Las preguntas, curiosamente, son las que titulan los

capítulos de ¿Qué es la literatura? de Jean-Paul Sartre, en apariencia tan ajeno a la biblioteca

surrealista242. Cierra el diálogo un párrafo final, subtitulado “Polémica”. Dice así:

Insistimos en que las columnas de "Letra y Línea" están ampliamente abiertas a

la polémica. Todos aquellos que consideren injustas las críticas pueden escribir,

argumentar, discutir. Lo que no aceptamos es la pequeña intriga, la sucia carta

privada con la baja adulonería que descalifica a quien la recibe (porque el que

la escribe ya está innatamente descalificado). Y como comentario final

destacamos que ninguna de las críticas es anónima. Todas están debidamente

firmadas, sus autores existen y son entes concretos y se hacen responsables de

lo que dicen243. (Letra y Línea 2 16)

Las notitas de la sección “Espejo del mundo” van en cambio rigurosamente sin firma, y

son breves y burlonas; hay una cita irónica de un crítico español que descalificó a Faulkner,

3/4 de columna donde se declara muerto al neorrealismo italiano, un párrafo sobre la difusión

242
Sobre la influencia de Sartre en estos años, puede verse en rigor cualquier texto sobre el tema; uno clásico es el

de Terán, “Rasgos de la cultura argentina en la década de 1950”.


243
Sobre la significación de la reseña anónima en estos años, véase la Introducción.

255

de buena literatura en formato pocket en Estados Unidos, la muerte de Dylan Thomas en

Nueva York. “Espejo del mundo” ocupa una página en este segundo número; apenas una

columna breve en el tercero; y se recupera con una página y media en en el cuarto, si bien dos

de las tres notas continúan polémicas ya empezadas (una con Poesía Buenos Aires, la otra contra

Borges y Bioy). De modo que por este “tubo” —ya por lo angosto, ya porque lo obturó el

malhumor polémico— no entró demasiado aire. En el número siguiente al “Diálogo” se

disuelve la Secretaría que Svanascini compartía con Trejo y ambos pasan a engrosar las filas

del Comité de Redacción. En ese trayecto la guía pierde dos páginas.

¿Sería correcto entender el declive de la guía como un triunfo del malhumor? A

primera vista uno tendería a pensar que las reseñas, en general breves, siempre actuales, a

menudo despiadadas, estaban más bien del lado ameno que del grave y tedioso; y que los

artículos que vienen a ocupar su lugar —por lo común más largos y más graves— refuerzan el

costado programático e “higiénico” de la revista (aunque hay que notar con todo que en los

artículos son más los nombres que se alzan que los que se hunden). Todo esto es cierto. Pero

la guía era también el espacio de las polémicas menores, donde Letra y línea salía a impugnar

no los prestigios infames de los consagrados (que recibieron artículos) sino la modernidad

fraguada de los jóvenes embaucadores. Los cafés porteños eran promiscuos: difícilmente

hubiera entre ellos y alguno de los colaboradores de la revista más de un grado de separación

(si acaso). Tienen que haber sido estos jóvenes los que enviaron cartas de vanidad herida a la

redacción; porque es difícil imaginar que lo hiciera Francisco Luis Bernárdez, poeta laureado

cuyos sonetos adornaban regularmente el prestigioso suplemento literario del diario La

Nación.

El periodista Marcelo Pichon-Rivière —hijo del psicólogo Enrique, que en 1948 había

codirigido Ciclo con Pellegrini— observó en 1974 que mientras el surrealismo francés se fue

256

“decantando” a raíz de las sucesivas peleas internas, el argentino en cambio tendió a

ampliarse y asociarse con otros artistas de vanguardia (Pichon-Rivière 338). El episodio que

estamos viendo tal vez sea significativo en esa historia. En los primeros dos, hay al menos tres

reseñas negativas sobre autores o revistas jóvenes en cada número244; en los dos últimos hay

una sola en total —sobre Fernando Guibert245, destrozado por Miguel Brascó desde la guía—

y va compensada con creces por un artículo elogioso “A propósito de” que le dedica al mismo

libro Enrique Molina (que tenía quince años y dos o tres libros más que Brascó246) en el cuerpo

principal. Elección curiosa en una revista que padecía más bien una hipertrofia de la

autoconciencia, las dos reseñas se ignoran mutuamente para no polemizar. De manera

inversa, en el último número se da la mayor concentración de artículos contra escritores del

grupo Sur, en los que la “nueva generación” —y particularmente la revista Contorno, que al

salir este número tenía ya dos publicados— entendió que se hallaba el establishment literario:

uno de Alberto Vanasco contra Eduardo Mallea (que sigue los de Ismael Viñas y Adelaida

Gigli en Centro pocos meses antes y antecede el más famoso que le dedicará en Contorno León

Rozitchner un año después247) y uno burlón y generalizador de Juan Antonio Vasco “A

propósito de ‘Los nombres’, de Silvina Ocampo”; además de la réplica, en contratapa, a la

sátira reciente: “Borges y Bioy Casares, paladines de la literatura gelatinosa”.

244
Valentín Fernando, Juan Goyanarte y Poesía Buenos Aires en el número 1; F.J. Solero, Alberto Polat y la revista

Plática en el número 2.
245
Guibert tenía 40 años y acababa de publicar su segundo libro, Poeta al pie de Buenos Aires.
246
Brascó (1926) había publicado un solo libro, “Otros poemas e Irene”, ese mismo año por la pequeña editorial

Colombo. Enrique Molina (1910) tenía ya tres, el primero de ellos premiado y editado por Sudamericana en 1941:

Las cosas y el delirio.


247
Ismael Viñas, “Eduardo Mallea”; Adelaida Gigli, “Lo mismo de siempre”; Rozitchner, “Comunicación y

servidumbre: Mallea”.

257

El malhumor triunfa, entonces, pero también se restringe, o más bien se focaliza. A los

jóvenes, a la vez que les ahorra el malhumor, la revista los invita por tercera vez en el último

número —como ya lo había hecho al final de la "Justificación" inicial— a participar de sus

páginas:

LETRA Y LÍNEA es una revista abierta a todos los jóvenes nacionales y

extranjeros, sin limitaciones de actitud estética, ni escuela ni edad, sino abierta

a todos los que tengan algo que proponer o rechazar o reflejar sobre la realidad

de nuestro tiempo, con la sola condición de que lo hagan con calidad y rigor. Se

mantiene correspondencia con los colaboradores espontáneos. (Letra y Línea 4

13)

En el “Diálogo” aparecen dos tipos de de apertura posibles. Svanascini quiere una

revista más hospitalaria con los potenciales lectores, que imagina ajenos a las disputas que

definen el espacio de los productores, y por lo tanto ahuyentados por ellas. Imagina, por lo

tanto, una relativa autonomía entre las dinámicas del campo de producción y las del espacio

de apropiación. La propuesta de una revista “buena” y “amena” diseña presumiblemente un

espacio de “encuentro”248, más acá de la exigencia radical que es el pathos detrás de la

gravedad y el malhumor. Svanascini “casi” jura que ese ideal, que dependía de un cierto

imaginario liberal de la cultura y de la interacción cultural —como discutimos en la

Introducción—, resulta cada vez más difícil.

Pellegrini prefiere abrir no el tono sino las páginas de las revista. Proponer, rechazar o

reflejar son las únicas maneras de participar, porque se asume que todos los interlocutores, así

248
Sobre las implicaciones de la idea de “encuentro”, véase a Introducción.

258

como tienen edad y nacionalidad, poseen igualmente actitud estética y escuela249. El discurso

autoreflexivo de Letra y Línea —que testimonia el “Diálogo”—, no menos que sus estrategias

críticas (que analizaremos en los próximos apartados), disuelven la separación entre las

“internas” de los productores y los “usos” de los consumidores. Frente a un espacio cultural

que es confusión y conflicto, no hay apropiación legítima de las obras sin la “información” que

permita entender los términos de disputa, a la vez que cada obra (y por lo tanto cada acto de

apropiación) como una toma de posición.

En sintonía notable, la Apel había puesto un delicado aviso en la contratapa del

número 1. El logo parece una obra de arte cinético, tan sofisticadas por entonces; la puesta en

página lo vuelve casi un poema concreto: “escuche su voz / su música / su canto / con nuestros

fonograbadores magnéticos / solicite a apel, corrientes 222 t.e. 31.4652, una demostración /

nuestros visitadores acudirán donde usted lo solicite” (Letra y Línea 1 16) [FIGURA 3.7]. El

círculo de colaboradores de Letra y Línea, sin embargo, permaneció casi idéntico a lo largo de

los cuatro números.

249
Estas posiciones parecen repetir la vieja disputa entre vanguardistas e izquierdistas alrededor de la famosa frase

del Conde de Lautréamont. A partir de cero había recuperado esta discusión en la primera página del número 2, del

año anterior (1952). Allí le recuerdan al poeta Raúl Gonzalez Tuñón —cercano al Partido Comunista— que la frase

de Lautréamont, devenida adagio surrealista, dice “por todos” y no “para todos”, según citaba él en Hay alguien que

está esperando, del mismo año.

259
FIGURA 3.7. Publicidad de Apel (Letra y Línea 1 16).

260
FIGURA 3.8. Gaceta Literaria 20 26 (mayo 1960). Nota que termina en la página anterior a la que empieza.

261

La caída final conjunta de la guía y la publicidad admite una explicación

complementaria, más prosaica pero no menos significativa respecto de la apuesta de la revista.

La “información cultural” —no menos que los avisos de novedades250— es por definición

perecedera. Realizar sobre ella una “tarea discriminativa” —como pretendió Letra y Línea—

requiere por lo tanto la capacidad financiera que permita una circulación igual de previsible y

regular que el espacio de producción de cuya confusión se quiere ser la contracara (como la

reseña quiere ser la contracara del aviso publicitario).

3. Crítica y taxonomía

Tal vez porque la historia y la política se han constituido históricamente como las

únicas fuerzas capaces de arrastrar a la literatura fuera de sí misma, las corrientes

vanguardistas han tendido a quedar del lado de una supuesta inmanencia. Pero sería fácil

mostrar que cuando Letra y línea se ocupa de literatura, y en particular de literatura argentina,

en rigor su interés por el texto (o en general por la obra) es menor que el de la revista Contorno

(1953-59), cuya importancia histórica —se suele afirmar con justicia— resulta de haber

promovido nuevas formas de articular texto y contexto (Avaro y Capdevila 12).

250
La variedad y cantidad de avisos de la revista declinó a lo largo de los números. En el primero hay 9 avisos —4

de editoriales (Sudamericana, Emecé, Schapire y Nova) y dos de librerías (una era también editorial)—; en el

segundo, 7 avisos —5 de editoriales (Poseidón, Troquel, La Mandrágora, Losange, Pedestal)—; en el tercero, 4

avisos, todos de editoriales: Losange, Emecé, Nova, Paidós; en el último número, que sale seis meses después del

anterior, queda una sola editorial —Losange— para un total de 4 avisos (los otros 3 no ofrecen nada de actualidad).

La virtual desaparición de los avisos de novedades en el último número, tanto como el declive final de la guía misma,

se explican también por el impasse que hizo la revista antes de desaparecer del todo.

262

Tanto la importancia que Letra y Línea asigna a la “contemporaneidad” de las obras —

en tanto garantía de autenticidad— como su vocación por “incriminar” la conducta artística251

—que evidencia un desplazamiento del locus de lo artístico, como veremos en el próximo

apartado— empujan la mirada hacia afuera del texto. Las dos polémicas que dispara

Pellegrini desde la revista soslayan casi totalmente el análisis de las obras: prefiere enjuiciar

en cambio la responsabilidad crítica y curatorial, que considera mayor que la de los propios

artistas. Julio E. Payró, uno de los críticos más respetos del establishment, curó una muestra

de pintores abstractos —en el momento en que la abstracción (según quién mire) aparece

como la forma artística más avanzada o la alienación preferida del capital internacional252 .

Poesía Buenos Aires, joven revista de vanguardia, compiló un “Panorama de la poesía argentina

moderna” para su número 13-14. En ambos casos, como es evidente, lo que está en juego es la

definición y la propiedad de lo nuevo. Pellegrini invierte muy poca tinta en discutir a los

artistas; pone bajo la lupa el texto del catálogo y la introducción de la antología y encuentra

que es la falta de rigor “informativo”, que se revela en imprecisiones terminológicas y

clasificatorias, lo que explica la indulgencia crítica que ha hecho posible reunir (en el primer

caso) a un “verdadero artista” con dos que “que justificarían por sí solas todas las críticas que

los recalcitrantes suelen hacer al arte abstracto” (Letra y Línea 2 12), tanto como hallar (en el

251
“Incriminar” es el término que usa Pellegrini en su prólogo a Los manifiestos del surrealismo de André Breton:

“Mientras una persona está adherida a una conducta incriminable, desde el punto de vista moral de Breton, esa

persona resulta acusada y atacada con todas las armas; cuando la conducta de dicha persona deja de ser

incriminable, el juicio de Breton cambia. Breton se revela así como moralista, uno de los más importantes de este

siglo. Pero como debe serlo todo verdadero moralista, lo es en la medida en que se preocupa por el destino del

hombre” (“Prólogo” 9).


252
Sobre las polémicas alrededor del arte abstracto, véase Giunta 2001 (en particular “El arte moderno en los

márgenes del peronismo”, 45-83) y García 2011.

263

segundo caso, que nos ocupará primero) una cantidad inverosímil de “poetas modernos” en

Argentina.

Pellegrini coloca desde el inicio la discusión con Poesía Buenos Aires en el terreno de los

criterios de clasificación. “Una información sobre el desarrollo de las modernas tendencias

poéticas en la Argentina se ha ido haciendo cada vez más indispensable”: indispensable para

saber —según la reseña de la sección “Revistas”— “cuáles son las condiciones negativas y

positivas que permiten considerar a un poeta como de espíritu nuevo” (Letra y Línea 3 15). No

deja de ser curioso que considere “información” esta perspectiva general, que —se deduce—

no puede ser soslayada por ninguna experiencia inmediata de la obra individual. La

introducción de Poesía Buenos Aires había intentado ofrecer esta información, pero entraba sin

embargo “en una serie de consideraciones tan terriblemente confusas y contradictorias que

vale la pena detenerse en ellas porque servirán para dar la clave de todo el contenido del

número”. Pellegrini les objeta una serie de apreciaciones que es justo considerar

clasificatorias: primero, considerar a Baudelaire entre los “poetas del tedio y el refinamiento

burgués”; segundo —citando el prólogo de Ignacio Montes de Oca a su traducción de Píndaro

y fragmentos relativos al Arcipreste de Hita tomados de la Historia de la literatura española de

Fitzmaurice-Kelly (“si se quiere recurrir a una opinión autorizada”)— el desatino de “atribuir

carácter folklórico a los cantores de lo cotidiano” (16).

Con tan confusos puntos de partida no puede extrañar que todo el panorama,

la clasificación, las ‘notas orientadoras’ de amplia precisión desorientadora, los

ejemplos elegidos de modo que no aclaren nada, todo contribuye a hacer de ese

intento una obra confusa, contradictoria, incomprensible. (Letra y Línea 3, 16)

Un breve párrafo final se ocupa de la antología: “En cuanto a los poemas, el número de

autores elegidos (¿50 poetas modernos en la Argentina?) puede dar una idea de la calidad”.

264

Pellegrini observa al pasar que “por el ‘espíritu nuevo’ dominan las sombras de René Char,

bastante menguada, y a veces Eluard”, opina de Francisco Madariaga (que ya vimos que

pertenecía al “pequeño grupo” del reseñista) que su “ubicación lógica estaría entre los poetas

surrealistas”, destaca un poema de Rodolfo Alonso (“muy eluardiano”) y estampa su firma. El

90% del espacio de la reseña y la totalidad del esfuerzo argumentativo se lo ha llevado la

“Introducción”.

Ya desde el título, la reseña de la sección “Artes plásticas” que inicia la polémica con

Julio Payró pone en primer plano la centralidad de los críticos. “Tres abstractos y un crítico en

Krayd253 ”: también el crítico está ahí expuesto. Y su responsabilidad es de hecho mayor que la

del artista:

Ningún comentario tendríamos que agregar a los cuadros sino la calificación

que les corresponde si únicamente la autora, por error o falta de autocrítica, los

expusiera bajo su única responsabilidad. Pero resulta que tal exposición viene

avalada por un crítico, Julio Payró, que comparte o mejor dicho asume la

responsabilidad de tal pintura en un catálogo que contiene una extensa

presentación. Si recurrimos a él en busca de aclaración sólo encontramos un

253
Sobre la galería Krayd, véase Rossi. “Para los jóvenes que suscribían el ideario de la vanguardia nacida en

Buenos Aires en la inmediata posguerra, la interrelación entre las disciplinas fue un aspecto fundamental. (…) No

resulta casual, entonces, que hacia 1951 dos músicos y un poeta decidieran instalar una galería de arte en Buenos

Aires. Impulsados por Tomás Maldonado, los músicos Francisco Kröpfl y Zoltan Daniel –del entorno de Juan Carlos

Paz y la Agrupación Nueva Música– y Raúl Gustavo Aguirre –del grupo de la revista Poesía Buenos Aires–

emprendieron la «aventura» de Krayd Galería de Arte. A las iniciales de sus apellidos se debió el nombre del

espacio, aunque antes de comenzar las actividades Aguirre decidiera no participar. Inaugurada en noviembre de

1952, esta galería pudo sostener sus actividades hasta fines de 1955” (1).

265

párrafo oportuno en el que explica que la pintura no figurativa es para la artista

'arpa sonora del corazón’. (Letra y Línea 2 13)

A nosotros “arpa sonora del corazón” nos suena tan insufriblemente cursi como a

Pellegrini. Pero Julio E. Payró no es un cursi insufrible: es un profesional que considera que su

prestigio se reconoce y se apuntala dando muestras de acendrada sensibilidad. Pellegrini

adhiere nominalmente a la misma jerarquía:

No es que seamos partidarios de una información rigurosa en la crítica. Lo que

nos parece imprescindible es la sensibilidad. Pero cuando ésta falta, ¿qué otro

justificativo tiene escribir sobre pintura si no es la honrada función didáctica de

informar? (Letra y Línea 2 13)

La breve polémica —carta indignada de Payró, réplica virulenta de Pellegrini— recae

sin embargo de manera exclusiva sobre la "información”: en el caso del primero, porque la

sensibilidad aparece como lo irreductiblemente individual, por lo tanto indiscutible; en el

segundo, porque en rigor (al margen de lo que diga) Pellegrini parece no hacer lugar alguno a

la sensibilidad. La carta de Payró —que Letra y Línea reproduce en el número 3254— empieza

precisamente por distinguir lo disputable de lo que no lo es:

No se necesita ni se demuestra ninguna aptitud especial —¡al contrario!—

burlándose de mi prosa y mis ideas. Cualquiera puede hacerlo. En cambio,

nadie —y menos que nadie un crítico bisoño— puede, honestamente y en

conocimiento de causa, poner en tela de juicio mi información. Cuando

254
La carta de Payró va ilustrada por “Sugerencias arcaicas” de Bruno Venier, artista a quien se reseña en la página

siguiente. Esta editorialización visual irónica también anticipa la revista El Grillo de Papel (1959-60). Véase la

Introducción.

266

menciono un hecho, tengo modo de probarlo o de citar mis fuentes. Entérese

de cuanto sigue: (…) (Letra y Línea 3 13)

Lo que sigue son las fuentes que probarían que fue Vassily Kandisnky el que utilizó el

término “pintura no-objetiva” por primera vez, como Payró ya había afirmado en el catálogo.

Pellegrini está convencido de que fue Rodchenko. Lo que parecería en principio más

relevante —su aplicación a ciertos artistas argentinos— Payró preferiría dejarlo igualmente

fuera de la discusión:

No es materia de información sino de apreciación individual que usted no

considere digno del nombre de “No-objetivo” el tipo de pintura que algunos

practicaron en la Argentina antes de [el grupo que reunió la revista de

vanguardia plástica de 1944] “Arturo”. (13)

Pellegrini rebate la información de Payró con una catarata de referencias, algunas que

posee (“Toda esta bibliografía la pongo a su disposición”) y otros libros que “aunque no

figuran en mi poder, los he tenido en mis manos y los he hojeado, en París, en casa de la viuda

del artista: Nina Kandinsky” (13). Más notable es su profesión de fe en las convenciones

nomenclatorias, donde parece hablar el médico gastroenterólogo más que el poeta surrealista:

El no querer considerar a los pintores que usted menciona (excluyo el

caso de Del Prete, único precursor real) como abstractos no es un caso de

apreciación individual sino el respeto por una perfecta y precisa convención

idiomática que establece el hecho de las nomenclaturas en cualquier

especialidad. Mediante esas convenciones bien determinadas se entienden

perfectamente todos los que hablan utilizando una terminología especializada.

(…)

267

Por otra parte hasta los diccionarios comunes ya nos dan definiciones

bastante precisas de todos estos términos.

Finalmente dos palabras sobre la expresión “crítico bisoño” que me toca

personalmente: me niego rotundamente a aceptar la designación de crítico, tan

manoseada por incapaces e improvisados. (Letra y Línea 3 13)

El rigor informativo, en Payró, parecería ligado al honor: a la “confianza” que debe

generar el crítico, podríamos decir —para empezar a definir su posición particular—, en tanto

actúa como mediador en un cierto mercado, en el que opera centralmente con su “apreciación

individual”. Lo que verdaderamente cuenta es su capacidad de hacer hablar al cuadro, como

muestran los análisis de su Veintidós pintores. Facetas del arte argentino (1944). En tanto su

“sensibilidad” imagina que traduce entre lenguajes heterogéneos, Payró está de algún modo

condenado a la metáfora (“arpa sonora del corazón”). Si se nos permite leer el catálogo de

Payró a través de las referencias que da la reseña, diremos que no es extraño que haga “un

paseo por la historia del arte moderno desde su comienzo” —que Pellegrini juzga “apto para

escolares retrasados”—, ni tampoco que justifique la abstracción afirmando que cumple

“requisitos fundamentales del arte” ligados a “mecanismos fisiológicos”. La abstracción era en

estos años más bien una sinécdoque de la modernidad artística que un campo de exploración

particular. Para Payró, como también para Jorge Romero Brest —sospecho que por una

formación filosófica idealista más o menos compartida255 —, la legitimación de las nuevas

tendencias requería antes que nada una redefinición del arte en tanto capacidad humana,

255
A pesar de esa formación más tradicional (en comparación con la de Pellegrini, por ejemplo), Romero Brest fue

una de las figuras más importantes de la modernización en las artes visuales, tanto en la línea modernista que

representó entonces la abstracción (y que promovió desde su revista Ver y estimar, 1948-1955), como en el “quiebre

del paradigma modernista” que financió, difundió y legitimó bajo su dirección el Centro de Artes Visuales del Instituto

Di Tella en los años ’60. Veáse Giunta y Malosetti, Arte de posguerra.

268

tanto por la razón (diremos) inmanente de que ellas ponían en juego el lugar de lo artístico —

que ya no se alojaba en la obra misma—, como por la más coyuntural (pero derivada) de que

su estatuto artístico era cuestionado por sus detractores.

De modo que sus diferencias dependen también de que se dirigen a públicos

diferentes. Payró le habla al mundillo tradicional del arte local, para cuyo circuito de

coleccionistas fue durante muchos años una figura importante, tanto como para un público

extendido frente al que se concibe, como lo llama de hecho Pellegrini (aunque sin la

connotación negativa), “divulgador”. Pellegrini llega en cambio a la plástica por su

importancia como parte del conjunto de prácticas artísticas “modernas”, con las que se

identifica por completo256 . Si en apariencia muchas de ellas buscaban potenciar la autonomía

de cada “disciplina”, favorecieron sin embargo una traductibilidad conceptual mucho más

fluida, por lo tanto una exigencia recíproca mayor257 . Respecto de ese universo teórico, que es

256
Así responde a la acusación de “bisoño”: “desde hace muchos años (desde 1928) me ha preocupado el estudio y

la difusión de los problemas de la pintura moderna” (14).


257
La introducción al “Panorama” de Poesía Buenos Aires ofrecía el listado de los materiales multidisciplinarios en

que “los primeros poetas que en nuestro país se dedicaron a una exploración seria y directa” se habían familiarizado

con “la poesía surrealista”. Aún si los tomamos como una exigencia más que un dato histórico, la amplitud es

significativa. Habrían hecho esa educación “a través de los manifiestos y los trabajos de Bretón, de Éluard, de Péret,

de Artaud, de Tzara, de los antecedentes literarios del movimiento (Blake, Novalis, Rimbaud, Lautréamont, etcétera),

de las obras de exégesis y de las expresiones surrealistas paralelas en las artes plásticas, en el teatro y en el cine”

(117). Un año y poco después, el novelista Carlos Prelooker (director de la editorial Doble P) le reclamaba a los

escritores argentinos que se dieran una formación acorde a esas exigencias modernas. Realizó esta invitación en el

Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino 12 (enero-febrero de 1956), que cultivaba una línea realista y de

izquierda, generalmente opuesta a las corrientes vanguardistas. Prelooker asistía a las exposiciones de pintura y se

cruzaba a los escritores. “Muchas veces ello me hizo pensar si la cultura era algo que podía subdividirse en

compartimentos estancos e incomunicados entre sí, si la cultura era patrimonio exclusivo de alguno de esos

compartimentos o, también si era posible concebir una especialización cultural dada que permitiera el olvido e

269

indudablemente su expertise —como muestra la erudición definitiva de su respuesta—,

Pellegrini ya le había lanzado a Payró la acusación de bisoño: “nada hace más daño al arte

abstracto que algunos divulgadores apresuradamente sumados a la ‘corriente de moda’ que se

dedican sistemáticamente a propiciar a los pintores menos calificados” (Letra y Línea 2 13).

Magnánimo, le ofrece “estas informaciones por si alguna de ellas puede serle útil para

remozar su veteranía” (Letra y Línea 3 14).

Pero Payró (1899) le llevaba a Pellegrini (1903) apenas cuatro años. Sus

posicionamientos respectivos nos hablan tanto de ubicaciones y disposiciones personales

como de un cambio más global respecto de los requisitos que la dinámica rápidamente

internacionalizada del arte imponía a la intermediación crítica y curatorial (Giunta 129-161).

Para Payró la tarea crítica consiste en una mediación entre mercados relativamente

independientes que manejan escalas de valor heterogéneas, de cuyo contacto podrían

sobrevenir depreciaciones bruscas; tal la relación entre el mercado europeo y el argentino, por

ejemplo, o incluso entre las “nuevas tendencias” y el circuito tradicional258. Para Pellegrini se

ignorancia o indiferencia hacia los demás. Pero estas son posibilidades hace ya mucho superadas por el

pensamiento universal que no concibe tales divisiones y deja solamente vigente un concepto: la cultura es una e

indivisible, esto es, que no cabe tener una cultura literaria y carecer de cultura visual o auditiva o viceversa. Se

puede solamente ser culto o no serlo. Para mí no hay otra alternativa” (6). Significativamente, la revista pegó a su

lado esta aclaración: “LA DIRECCION no comparte necesariamente los conceptos de los colaboradores. El

BOLETIN es una tribuna abierta para todos los escritores que deseen expresarse en sus páginas dentro de la línea

de amor a la cultura y a la libertad, que reputamos connatural en el hombre de letras. — A. E.” (A.E. = Aristóbulo

Echegaray, director de la revista). Sobre la cuestión de las fronteras en el arte moderno, véase el “Preludio” a

Aisthesis, de Jacques Rancière.


258
Véase en ese sentido Veintidós pintores. Facetas del arte argentino (1944), grueso volumen ilustrado donde

Payró selecciona y reseña 22 artistas de tendencias muy diversas con la voluntad infatigable de equilibrarlo todo: los

grandes maestros europeos y los “temperamentos originales” argentinos que sin embargo recuerdan a ellos, las

270

trata de lo contrario: de acelerar la superposición total de esos mercados, unificando las

escalas de valor. En esto consiste su internacionalismo, tan consustancial con su posición

estética que ni siquiera se articula como tal, y de ahí deriva también una posición crítica de

exigencia radical.

El consenso clasificatorio, bien mirado muy poco vitalista que respalda acá Pellegrini

—cuando a los de Poesía Buenos Aires les reprochaba “una posición puramente literaria y

antivital” (Letra y Línea 3 15)— es coherente sin embargo con la estrategia crítica de “ubicar” a

los artistas y escritores que se lee parejamente en las reseñas y artículos de Letra y línea. Esta

estrategia se distingue claramente de la de Payró, que se acerca a un cuadro mudo, sin

lenguaje propio, sobre el que se inclinará para prestarle el suyo. En Letra y Línea la ubicación

prácticamente reemplaza el juicio de la obra, o es ese juicio, porque la voluntad que los anima

es menos la de construir un corpus de objetos de calidad —una “tradición” bajo un criterio u

otro— que marcar los límites entre zonas de legitimidad e ilegitimidad para la práctica

artística. El leit motiv crítico tradicional era la carencia: de autores, de editores, de tradición,

pulsiones diversas que advierte en los cuadros (oficio e innovación, figuración de lo real e investigación abstracta,

estilización y “contenido humano”, etc), las exigencias artísticas de tendencias en disputa, y en general la difícil

convivencia en un mismo espacio de proyectos artísticos que se imaginan incompatibles. Su aspiración a la armonía

logra transmitir la impresión de un mundo todavía tradicional, de “adquisiciones sucesivas” (9) —mitad deseables,

mitad inevitables— que no tienen por qué perturbar a los “gustadores” de siempre. En ese sentido, es interesante la

adjetivación de Payró, hoy casi totalmente no-artística: “sabrosa y fina amalgama cromática” (12), “finura del gusto”

(21), “formas gratas” (24), “exquisita ternura” (34), etc. Sobre la relación de las colecciones de arte de la editorial

Poesidón —donde salió Veintidós pintores— con el coleccionismo local, véase García, “El señor de las imágenes.

Joan Merli y las publicaciones de artes plásticas en la Argentina en los 40”.

271

de lengua nacional, de público. Para Letra y Línea es en cambio la confusión: de ahí la

necesidad de “ajustar cuentas”259 con los prestigios establecidos, porque

cuando esos nombres amenazan con rebasar sus límites aumentando la

confusión reinante ya sea por su habilidad para perdurar mediante un eficaz

despliegue sofístico de aptitudes político-literarias, o mediante un sabio

sabotaje de los auténticos valores llamados a reemplazarlos, o aún cuando

persisten sostenidos por un fenómeno de miopía casi general, el hecho —

advertía Carlos Latorre— adquiere entonces gravedad. (Letra y Línea 1 4)

El presente se presenta como un espacio enmarañado: en él han quedado enredadas

las obras y autores. Para deshacer el enredo no basta tirar de una obra o de un autor —

enfrentarse a ella con sensibilidad privilegiada—; primero hay que restablecer las líneas de

fuerza “vivas”, lo que permitirá percibir en un segundo momento quiénes brotan de ellas, a la

vez que distinguir a los que parasitan unas u otras. Como esta confusión es tierra fecunda para

la impostura, la crítica debe convertirse en un arte de desigualar lo que está incesantemente

amenazado de indiferenciación. Porque “hay tanta diferencia entre la verdadera literatura

folklórica y la literatura populachera como entre el poeta modernoide y el poeta moderno”

(Letra y Línea 3 16); y la “verdadera poesía social” no puede ser confundida con “un epidérmico

excitante elaborado con un tema político” (Letra y Línea 3 4); y la fecha del copyright —como

ya vimos— no coincide con la temporalidad artística.

Resulta notable que esta concepción de lo contemporáneo, que se piensa como

autoconciencia del desarrollo autónomo de las artes —como avatar que es del relato

259
Fue Beatriz Sarlo la que dio estatuto teórico a la expresión hasta entonces menos sublimada del “ajuste de

cuentas”, en relación precisamente con la renovación crítica de los años ’50: “todo Contorno es un ajuste de

cuentas” (“Los dos ojos de Contorno”). Diego Peller la retomó recientemente.

272

modernista—, exceda y a menudo soslaye el problema propiamente formal. En su lugar, las

principales “condenaciones críticas” de Letra y Línea enjuician un conjunto de prácticas cuya

visibilidad le debe tanto a la reconfiguración lo de artístico derivada de la transformación

vanguardista como a la transformación social que venía teniendo lugar en el espacio cultural,

y que afectó también al estatuto de los materiales literarios.

4. La subcultura de la abundancia

El poeta Carlos Latorre (nacido en 1916), unos de los colaboradores más veteranos de la

revista, llamó “condenaciones críticas” a los respectivos artículos que escribió para los dos

primeros números: uno dedicado a Francisco Luis Bernárdez, otro a Ricardo Molinari, poetas

que habían nacido casi con el siglo y eran en los años ’50 (aunque diversos) dos figuras

consagradas. El término es válido también para el artículo del joven novelista Alberto

Vanasco (1925) sobre Eduardo Mallea —en el número 4—, el narrador que sufrió los ataques

más tempranos y totalizantes de parte de los críticos jóvenes260, y al que acompañó a

continuación, en relación con el prestigio y la posición que había tenido, el olvido crítico más

perdurable.

Ambos “fiscales” —Latorre considera “casos” a sus autores— hacen explícita su

voluntad de enjuiciar algo que excede la obra. “No queremos aquí hacer el estudio meramente

literario de sus novelas —dice Vanasco a tres párrafos del final—, para lo cual tendríamos que

citar sus obras completas” (Letra y Línea 4 7). Y Latorre sobre Molinari:

260
Sobre el lugar de Mallea en la renovación crítica de estos años, véase el capítulo 2.

273

la presente nota crítica no trata de fundamentar solamente sus aciertos o

desaciertos parciales; desea condenar en bloque una actitud de espíritu

anacrónica que no es capaz de asumir su última responsabilidad frente a la

poesía y frente a la vida, dos caras de una misma moneda. (Letra y Línea 2 11)

Igual que la de Vanasco, esta declaración tiene lugar casi al final del artículo. Estos

anuncios indican sin duda el desplazamiento del lugar de lo artístico que trae la imaginación

vanguardista, a la vez que son momentos de autoconciencia —tan habituales en la revista—

respecto del conjunto de disposiciones que los artículos efectivamente quieren impugnar; la

ubicación permite leerlos además como instantes de debilidad. En el punto en que Latorre

suelta su declaración, ya es evidente que “el caso Molinari” se le presenta mucho más difícil

que el primero de la serie. Justo antes de condenarlo “en bloque”, había citado a Molinari por

primera vez; enseguida se sintió obligado a aclarar:

Es justo reconocer que también podría transcribir muchas frases felices de

indudable calidad poética, imágenes hermosas y aciertos fragmentarios, pero

valgan los ejemplos aquí utilizados para demostrar que en ocasiones Molinari

suele caer en desfallecimientos y futilezas particularmente censurables en él,

que tanta vigilancia intelectual pone en eludirlas. (Letra y Línea 2 11)

Condenar a Francisco Luis Bernárdez le había traído menos problemas de conciencia.

Latorre le reprochaba una actitud didáctica, de divulgación —del mensaje católico—, la

moderación del lenguaje y de la actitud —que entiende como cobardía261 —, la adecuación de

261
“¿Asumiría Bernárdez el papel de fantático, de unanimista exacerbado, cuyo rol juega Claudel (...)? ¿Se animaría

a internarse en medio de ese tembladeral, por instantes nauseabundo, que es el hombre de Bernanos (...)? (...) Todo

eso horroriza el puro e inocente corazón de Bernárdez” (7).

274

sus intereses a formas institucionales262 . Lo describía aparecía como un modelo de

conformidad con su lugar y función. Como lo propiamente artístico está en otra parte, Latorre

se declaraba incluso prescindente ante la cuestión ideológica: “un pensamiento católico [—el

que defiende Bernárdez—] cuya discutible importancia no intentaremos dilucidar aquí, pero

que, indudablemente, cobra aspectos descollantes a través de mentalidades robustas y

conciencias apasionadas” (Letra y Línea 1 7).

Condenar en bloque a Molinari era recurrir a un especie de deus ex machina: un

alegato un poco desesperado ante la dificultad de convencer al por menor. Es significativo que

ocurra a continuación de que Latorre ha propuesto como parámetro de juicio los propios

estándares de exigencia del condenado, que arrastraron con ellos incluso un lenguaje arcaico

—¡“desfallecimientos y futilezas”!— para señalarle sus faltas. El insidioso Molinari usurpaba

demasiados valores no del todo infames. Latorre le reprocha falta de riesgo, pero en la

formulación misma evidencia que al menos va en la dirección correcta: es “complejo sin llegar

a ser verdaderamente profundo, de sensibilidad permeable pero demasiado pulcro” (Letra y

Línea 2 6). Es así que Molinari “consigue en parte lo que se propone: confundir” (6). La nota

tiene que ir conjurando uno a uno los puntos de contacto; el más problemático es su imagen

de tipo aislado y sufriente —“el mito de su profunda introversión, la caja de Pandora de su

soledad, la dimensión inconsolable de su melancolía”—, que resultaba incómodamente

malditizante.

Mas tanta duda y soledad, tanta angustia, tanta melancolía y desamparo, tanta

preocupación ante la muerte como las que pretende adjudicarse Molinari, se

hacen sospechosas cuando están tan cuidadosamente expresadas, tan rigurosa

262
“Él no ha llegado a la Iglesia ni por la crisis ni por el trance. Ha llegado por la educación y la moderación de los

sentidos. (...) Nada de arriesgar el alma. Toda pasión desmedida es condenable” (7).

275

y formalmente controladas. Les falta sinceridad, auténtica resonancia a pesar

de su hábil despliegue retórico. No convencen ni su tono ni su exposición. Nada

tienen de esa melancolía, de esa sorda desesperación que nos trae Milosz, por

ejemplo... (6)

La conflictividad vivencial no llega nunca a poner en crisis el lenguaje; o si se prefiere

una formulación más distanciada, no entra en el horizonte de Molinari problematizar la

forma en tanto inscripción de la experiencia. Si hiciera falta desglose, Latorre explicita sus

exigencias. Las introduce fingiendo perplejidad ante “la dignidad de la expresión” que, según

nos dice, se adjudica Molinari.

No acabo de entenderlo. Sólo puedo comprender la trascendencia o el esfuerzo

apasionante de esa interacción que refrenda la palabra ‘expresión’ siempre que

se fundamente en el drama desesperado que propone no la gramática, ni la

filología, ni la sintaxis, ni siquiera el estilo como mera efusión verbal, sino la

angustia abismante nacida de comprender que la expresión, frente al

agotamiento de todas las combinaciones posibles, se vuelve contra quien la

maneja demostrándole que ni el signo, ni el símbolo, ni la confesión, ni aun el

estado de trance, alcanzan a reeditar siquiera aproximadamente esa realidad

interior intransferible y devorante. Tal el caso de Rimbaud condenado al

silencio por autodeterminación, o a la locura como Artaud, quien termina por

proferir sonidos inarticulados, casi animales, con los que intenta el tremendo y

alucinante esfuerzo de trascender” (Letra y Línea 2 6)

Frente al “cuidado”, “rigor” y “control” —que connotan igualmente la gramática, la

filología, incluso la sintaxis y el estilo—, Latorre construye un campo semántico del riesgo y el

exceso: “apasionante”, “desesperado”, “devorante”, “tremendo y alucinante”. La legitimidad de

276

una obra se verifica en una articulación entre experiencia y forma, cuya aspiración es “una

perfecta alianza entre el poema como cosa escrita y la poesía como experiencia vivida”; esta es

la formulación del crítico francés Gaëtan Picon que cita Latorre. Picon la veía consumada en

René Char, cuyas “sombras” —como vimos— Pellegrini había detectado en muchos de los

poemas que para Poesía Buenos Aires cifraban el “espíritu nuevo” de la lírica local.

El “caso” de este poeta francés merece un párrafo. Según Olivier Belin, la consagración

de Char (1907-1988) se produjo en la inmediata posguerra a partir del élan de su militante de la

resistencia, “en un contexto en que los valores literarios se reconstituirán a partir de valores

ideológicos” (Belin 3). “Si el valor de la poesía ya había sido reconocido antes de la guerra, la

legitimación ética e ideológica conferida por el estatuto de combatiente viene entonces a

sumarse al elogio crítico y juega un rol decisivo en el acceso de Char a una cierta notoriedad”

(4). El funcionamiento conjunto de estos criterios de legitimidad heterogéneos, sugiere Belin,

resulta todavía más notable si se tiene en cuenta que Char rechazó explícitamente hacer

“poesía de la resistencia”. Así, habría que decir que en esta “perfecta alianza”, tal como

funciona en Latorre, es menos importante la coherencia entre los elementos que la posibilidad

de leer en ambos el ideal de riesgo que aparece como la cualidad propiamente poética.

Cumplir o faltar a la exigencia de ponerse en riesgo, como es evidente en las citas, es una

cuestión moral: es su integridad, más que sus ideas estéticas, lo que está siendo juzgado.

Así, Latorre juzga la forma en tanto representación de la experiencia a la que nos da

acceso263. La expresión “cuidada” y “rigurosa” de Molinari es así testimonio de un sujeto que

condesciende a la debilidad burguesa de ejercer control sobre sus pasiones. Lejos de las

263
Funciona así: “Se me ocurre que Molinari funda esa actitud escapista y desdeñosa en cierta elegante

superioridad de espíritu que no alcanza a justificar ni con sus trabajos ni con su vida (por lo menos así lo permiten

suponer sus libros)” (Lyl 2, 10).

277

posturas constructivistas que se leen en otras páginas de la revista, parecería que la voluntad

estética fuera inversamente proporcional a la autenticidad de la actividad creadora. Pero así

formulada resultaría inviable como idea reguladora —del mismo modo que el fluir del

inconsciente que glorifica el primer surrealismo, como se ha dicho tantas veces, es impensable

sin “conciencia vigilante”. La constancia del juicio por comparación264 indica que son

precisamente la “sorda desesperación” de Milosz, “Rimbaud condenado al silencio por

autodeterminación” y “la locura de Artaud, quien termina por proferir sonidos inarticulados,

casi animales” ---etc--- los que actúan como modelos de legitimidad respecto de la relación

entre experiencia y forma. Estos nombres ya son índices que conducen a un repertorio de

formas abstractas y universales, inspiradas por las figuras que todavía les dan nombre,

depuradas por una serie sucesiva de reformulaciones críticas265 . Su productividad como

estrategia valorativa reside en que las habita una tensión irresoluble entre lo único y lo

repetible; legitiman ciertas zonas de experiencia (literaria y vital) e ilegitiman otras; son

264
Vanasco utilizaba los autores preferidos del propio Mallea en su contra: “En cuanto a los nombres invocados de

Rimbaud, de Blake, de Nietzsche, ¿en qué medida ha luchado por continuar sus rebeliones? ¿Imaginamos a

cualquiera de ellos ---a Rimbaud, por ejemplo---, practicando el oficialismo literario, ejerciendo de impecable orión la

representación y el secretariado del PEN Club, fomentando la burocracia intelectual a favor de la mediocridad, del

tono menor, apoyando el correcto ejercicio literario de buenas amas de casa, de circunspectos poetas de revistas

femeniles?" (Lyl 4, 7).


265
La propia “ideología de artista” aparece por otro lado —afirma Graciela Montaldo— como una reacción contra la

indiferenciación del mercado: “El afán reproductivo no afecta solo a las obras de arte, como sabemos, sino a todos

los bienes culturales. Partiendo de una motivación semejante, frente a la amenaza del consumo anónimo, surge la

"ideología de artista" como fundamento de la valoración estética y el performance de la identidad como parte central

del arte moderno, extrañando a una minoría del resto mundo. El trabajo de las instituciones y la difusión de las vidas

de artista le devolvieron a las obras algo equivalente al aura que el mercado les iba borrando (…)” (Montaldo “De la

mano del caos” 27-8)

278

grandes operaciones megalómanas de impugnación y censura a la vez que llamados a la

apropiación de una libertad todavía inexplorada266.

Postular la experiencia como sustrato de la forma, al convertirla de hecho en materia

del trabajo artístico, supone estetizarla. Esto, menos que adjudicarle potencialidad

hermenéutica, significa antes que nada volverla susceptible de operaciones de

compartimentación, jerarquización, distinción. Así, la propia “melancolía” de Molinari

aparece comparada y cuestionada en tanto legítima para la poesía:

No negaré la soledad de Molinari como sustracción física o aún espiritual a una

vida de relación que parece no soportar, pero no le presto a esa evidencia

mayor significación que la que podría concederle a un misántropo o a un

neurótico. Jamás a un poeta que, como tal, debiera acusar, sobreponiéndose, el

desencanto, la impotencia y las contradicciones sociales de la vida espiritual y

social contemporánea. (...) y conste que nada de lo dicho supone la condenación

a ultranza de una posición perfectamente justificable en otro plano y en otro

tiempo, a través del decadentismo que alcanzó su máxima expresión en poetas

excepcionales como Rilke, Milosz, Valéry, etc., al iniciarse la crisis de una

cultura, mejor aún, de una civilización, a la que estamos asistiendo. Pero

repetirla o imitarla no significa otra cosa que un pastiche más próximo a la

‘cocina’ periodístico-literaria, que a la electrizante y sincera actividad de la

poesía creadora y viviente y por lo tanto, siempre revolucionaria. (Letra y Línea

2 10)
266
La estrategia valorativa que consiste en observar un nuevo objeto crítico a la luz de un modelo abstracto

descontextualizado puede parecernos absurda. Pero lo absurdo no resulta de lo abstracto y descontextualizado sino

de que todavía no ha sido abstraído y descontextualizado por completo. En este preciso rincón vendrá a anidar la

“teoría”.

279

Ciertas experiencias son auténticas y contemporáneas (por lo tanto poéticas); otras son

vicarias y anacrónicas (es decir, artesanales). Discriminarlas, como vimos en el apartado

anterior, requiere una “información” histórica y estética que no es inmanente a la obra. La

“ilegitimidad” de Molinari o Mallea —tal como Latorre y Vanasco consiguen articularlas—

derivan menos de los “valores” nominales que manejan, al fin y al cabo no tan ajenos a la

tradición malditista que va del decadentismo a la vanguardia, que del tipo de experiencia que

leen en su textualidad.

[E]l universo de Molinari está lleno de palabras, de aburrimiento, de retórica

sin elocuencia, de vaguedades, de exagerado tono dubitativo, pero no de

vivencias reales, de experiencias legítimas, ni siquiera abstractas. Para intentar

situarlo podría decirse que es un literato, jamás un verdadero poeta. (Letra y

Línea 2 6)

¿Qué es sin embargo lo que ha vuelto ilegítimas sus experiencias? El artículo Alberto

Vanasco es revelador al respecto, por la manera subrepticia en que la impugnación ética es

confirmada por el estatuto de clase de las experiencias que trabajan las novelas de Eduardo

Mallea. Tal como los describe Alberto Vanasco, sus primeros libros constituyeron una promesa

en el ambiente de renovación de los años ’20: habrían presentado “un juvenil tono de

inquietud, una exaltada actitud de descontento, una disconforme postura de insurrecto”,

“actitud ésta que le deparó el interés del público y la preferencia de los editores”. Este

respaldo le garantizó a su autor “todos los factores necesarios que un artista ambiciona ---no

sólo para realizar su obra--- sino para depurar y perfeccionar el medio cultural”; pero “nadie

como él (...) empleó dichas condiciones favorables para hipertrofiar y llevar al máximo los

mismos extravíos y defectos que en un principio denunció y prometió combatir”. Lo que da

lugar a la demanda ética es el funcionamiento “representativo” (en el sentido político del

280

término) que Vanasco le postula a la cultura: una promesa (de campaña) obtuvo el voto (de

confianza) de lectores y críticos. Sigue en esto, inesperadamente, un modelo nacionalista

clásico, que considera la literatura como “la traducción de aspiraciones colectivas por parte de

ciertos sujetos representativos”, según Fernando Degiovanni267. Vanasco desvía una frase que

Mallea escribe para la traición de un político y se la adjudica a él: “He visto a algunos de

ellos268 —decía Mallea— tener después mando en el país, levantar sobre tantas cabezas de

buena voluntad su perspicacia cínica de medradores, demagogos y políticos. Y he sentido

entonces, con terror, con miedo de verificarlo, que el país que los llamaba podía parecerse a

ellos”. Vanasco parafrasea: “Una vez ‘verificado que el país que lo llamaba se parecía a él’,

para no usar sino sus palabras, rehuye la aventura, el descubrimiento, la vida, adoptando ---

una vez llegado a la meta donde debe combatirse--- todo cuando había combatido” (Letra y

Línea 4 7).

Así como Latorre volvía contra Molinari su propia exigencia, Vanasco juzga a Mallea

por sus promesas de juventud. La formulación sugiere ingenuidad —juvenil, exaltada,

disconforme— y superficialidad —tono, inquietud, postura—, pero no cuestiona ni los

267
“En su Historia, Rojas iba a señalar que la literatura era, ante todo, una ‘función de la sociedad’, ya que resultaba

de la traducción de aspiraciones colectivas por parte de ciertos sujetos representativos. En este sentido, agregaba

que ‘una literatura nacional es fruto de inteligencias individuales, pero éstas son actividades de la conciencia

colectiva de un pueblo [que] se traduce en un modo de comprender, de sentir y de practicar la vida, o sea en el alma

de la nación, cuyo documento es su literatura’. Rojas reconocía así que la literatura nacional estaba constituida, de

hecho, por el registro de manifestaciones discursivas en las cuales se expresaba la actividad social (I, 23)”

(Degiovanni Los textos 176).


268
Tampoco en el contexto de la reseña se entiende quiénes son “ellos”.

281

valores estéticos ni las intenciones de su militancia269. Eso supone por cierto la figura de la

traición, tan concurrida en la crítica literaria de estos años270: entre el traidor y el traicionado

tiene que haber una causa en común. Esa causa no tiene un referente estricto en el artículo de

Vanasco: puede ser la “literatura argentina” o incluso el propio país; así como ciertos

ensayistas contemporáneos de la identidad “local” hablan de Buenos Aires, Argentina o

América con cierto margen de error271. Como sea que se lo formule, se presupone un

nosotros272. ¿Y cómo es que Mallea lo traiciona?

Mallea, en ninguno de sus libros posteriores, cumple este compromiso que ha

contraído. Abandona un poco, es verdad, sus banderines de Yale y del Oriel

College que gustaba colgar de la paredes, los esbozos de Harrison Fisher

arrancados de “Cosmopolitan”, sus whiskys y sus smokings, y de las playas

269
La ingenuidad y superficialidad eran las acusaciones habituales en estos años frente a la rebeldía de los '20. El

ejemplo clásico es el primer artículo del primer número de Contorno, “Los martinfierristas: su tiempo y el nuestro”, de

Juan José Sebreli.


270
En particular, “La traición de los hombres honestos”, de Ismael Viñas (1953), y “Una generación traicionada”, de

David Viñas (1959), pueden leerse en relación con la inscripción de estos críticos dentro del discurso liberal, lo cual

el segundo discute de manera explícita. Véase el capítulo 2.


271
Me refiero sobre todo a Héctor A. Murena, cuyos ensayos grandilocuentes y abstractos sobre literatura argentina

tuvieron, la mayoría publicados por Sur, mucha repercusión entre 1948-55, declinando desde entonces. En una

reseña de El pecado original de América (1954), Carlos Viola Soto sospecha que cuando Murena dice América

quiere decir Argentina, y que en rigor su Argentina “es una visión aumentada y traspuestas de Buenos Aires” (87).

Similares deícticos se encuentran en F.J. Solero y Rodolfo Kusch, que colaboraron bastante en las revistas jóvenes,

en quienes todos los comentaristas reconocieron el magisterio del primero.


272
A este nosotros imaginario se opone el nosotros del “Diálogo entre nosotros” que analizamos en la sección

anterior, tal como la comunidad imaginaria de la Nación —en el análisis de Benedict Anderson— se opone a las

pequeñas comunidades de Java, donde los pobladores se piensan según una lógica elástica del parentesco y

carecían “hasta hace poco” de la abstracción sociedad (6).

282

aristocráticas salta a nuestras pampas, pero permanece encandilado por esa alta

sociedad que continúa describiendo con deslumbrado acento de aspirante. (7)

La contradicción que se postula entre el mandato de representación —que lectores y

críticos le habían otorgado— y el estatuto social de las experiencias que Mallea

posteriormente representa (en el sentido literario tradicional) supone una exigencia ética y

estética de trabajar con otros materiales. El artículo no permite saber cuáles ni por qué.

Tampoco era esperable que lo hiciera: ni Vanasco ni Letra y Línea —como ya hemos visto—

hacían depender la legitimidad artística de problemas de representación, mucho menos del

estatuto de clase de lo representado (como sí lo hacían, por ejemplo, las corrientes realistas273).

Lo significativo es precisamente que no se trata de una reivindicación ideológica: el fracaso de

un proyecto literario en función de la limitación de las experiencias que trabaja se da con toda

naturalidad, aunque no sea evidente por qué el whisky sería menos artístico que el vino con

soda.

Hay por lo tanto un elemento social implícito en estas impugnaciones que se presentan

como de estricta ética artística. Lo mismo ocurría en los artículos de Latorre: la “moderación”

que lee en la textualidad de las figuras de Bernárdez (que la encuentra muy a gusto) y

Molinari (que no le pudo escapar) es inseparable de la economía vital que les recomienda su

posición de clase y la dinámica social del espacio literario en que se mueven. De más está

decir que los colaboradores de Letra y línea ni se autocondenaban al silencio por estas mismas

fechas, ni proferían sonidos inarticulados, casi animales (o acaso lo hicieron sin dejar rastro).

Los que estamos empeñados en esto tenemos que admitir que no hemos

adelantado mucho —reconocía Latorre—, pero afirmamos de todos modos

273
En relación a la posición de Vanasco en esta época, véase el prólogo de Noé Jitrik a la reedición de su novela Sin

embargo Juan Vivía.

283

nuestra invencible decisión de no ceder ante la complejidad ni ante las

tremendas dificultades que ese lúcido propósito implica (...). (Letra y Línea 2 10)

Lo que intento mostrar es casi explícito en las dos reseñas que nos toca analizar ahora.

Se trata de un devenir social de ciertos materiales literarios que parecían hasta entonces no-

marcados, por lo tanto aptos para una orientación universalizante de la significación literaria.

Esto importa porque la universalidad era todavía una clave fundamental de legitimación para

el trabajo artístico, aun cuando aparecía en su formulación nacionalista, según la cual sólo

una literatura auténticamente nacional podía alcanzar estatuto universal. Universal, en el

lenguaje humanista que atravesaba (con matices de énfasis) el espectro muy probablemente

completo de ideologías artísticas, quería decir humano, y se oponía a inauténtico y a

provinciano274.

Por eso es sorprendente pero perspicaz que Juan Antonio Vasco, en el cuarto y último

número de la revista, acuse a Silvina Ocampo de haber escrito “un libro extranjerizante”.

Vasco (1924) —que muy poco después emigró a Venezuela y se hizo publicista— no arrastra

en su historia clínica mención alguna de nacionalismo, pero las pruebas son incontestables:

“De los 80 nombres propios que cita la autora en las 103 páginas de texto de su libro, sólo 8 son

argentinos, y eso que cuento al océano Atlántico entre los nuestros, ya que de alguna manera

nos toca”.

La autora nombra a Ulises y a Cristóbal Colón —protesta Juan Antonio

Vasco—, pero no dice ni pío sobre Vito Dumas. Recuerda a Meleagro y olvida a

Frida Schultz de Mantovani. Habla de las Islas Niponas, y de las nuestras no

cita ni a la isla Maciel. Ubica en el mapa a Los Apeninos, y se deja en el tintero a

274
“The presumption of universality as the gold standard for culture was a handy way of downgrading the cultures of

emerging nationalisms” (Franco 35).

284

los Andes, que son mucho más altos. Para Esquilo chapeau bas y a Vacarezza ni

buenos días. Muchas reverencias al Minotauro y ni un accésit para el Gran

Campeón Shorton del año pasado275.

Todo esto es muy lamentable. (Letra y Línea 4 10)

La placidez de la extensa reseña —que aparece en el cuerpo principal “A propósito

de”— vuelve más hiriente el humor, muy efectivo si el lector consigue ignorar la misoginia

flagrante. En el apartado más largo, “Reparos de fondo”, Vasco se dedica a corregirle los

versos con impúdica pedantería. La ironía no es por eso menos indecidible: “Si la autora

escribiera pasablemente, le perdonaríamos esa manía suya por lo forastero. Pero escribe muy

mal”. De modo que Letra y línea no ha sufrido un acceso inesperado de nacionalismo; pero la

molestia con el sistema referencial del libro no es por eso menos real. En nota al pie cita “los

80 nombres propios” en orden alfabético. Copio un fragmento cualquiera: “Bizancio, Caín,

Casandra, Cefiso, Cornelio Agripa, Cristóbal Colón, Cruz, San Juan de la; China, la”, etc. Otro:

“Okinamaro, Orfeo, Orinoco, Palinuro, Rin, Ródano, Roma, San Isidro, San Fernando, Sena,

Silvina, Sodoma”, etc. Más que forastero, tienen algo tradicional, ostentosamente lírico. En el

cuarto apartado, “La estética del aburrimiento”, Vasco se encarniza equitativamente con lo

banal.

Silvina Ocampo cree de veras en ese mandato del destino que la impele

a mascullar eviternamente lo que viene siendo mascullado desde hace algunas

centurias. En esa obstinada, más aún, obsesiva insistencia que es su norte

275
Algunas de las referencias argentinas pueden resultar un poco oscuras. Vito Dumas: navegante que dio la vuelta

al mundo en solitario. Fryda Schultz (1912): escritora de literatura infantil. Isla Maciel no es una isla, sino un barrio de

la provincia de Buenos Aires al que puede accederse por un puente desde la capital. Alberto Vaccarezza: la

Wikipedia lo conceptúa “creador del sainete en la Argentina" (y letrista de tangos). Shorton (Shorthorn en realidad)

es una raza vacuna.

285

estético, encuentra sin duda su acceso a las profundidades del ser, con toda la

magia que encierran, incluso la milagrosa transfiguración de lo cotidiano:

cuántas veces, ineludiblemente

traté de dar color a esos racimos

con aguarrás o con pintura verde

Así demuestra que la perseverancia en la rumia conduce a cierto plano

místico donde el aguarrás y la pintura verde dejan de ser percibidos como

distintos e intercambian su eficacia práctica. (Letra y Línea 4 10)

El sistema referencial de Silvina Ocampo, a la que considera representante de todo un

grupo que bautiza “poesía órfica”,276 está de algún modo “marcado” para Vasco. No es sin

duda lo “extranjero” lo que lo incomoda. Pero la caracterización es de todos modos aguda: la

molestia es tal vez frente a un cierto tipo de relación de la literatura argentina con lo que se

llamaba entonces “literatura universal”. Apenas dos años antes, en 1951, Borges había leído su

conferencia “El escritor argentino y la tradición”. En esa intervención famosa, como se

recordará, afirmaba el derecho argentino a la “cultura occidental” y argumenta contra el

énfasis localista en términos temáticos y referenciales: tanto más auténtico es el Corán sin

camellos, tanto más ella misma es Paseo Colón cuando se la rebautiza Rue de Toulon; eso al

menos habían opinado los amigos de Borges al leer su cuento “La muerte y la brújula”. A la

vez, ciertos versos de Enrique Banchs —“…El sol en los tejados / y en las ventanas brilla.

Ruiseñores / quieren decir que están enamorados”— pueden ser totalmente argentinos a

pesar del léxico inusual o la fauna importada, porque en esa afectación del poeta se oculta un

pudor argentino; tanto como el lirismo “órfico” de Silvina Ocampo, que ostenta de un cierto

modo su derecho a la tradición occidental ---diremos nosotros---, puede ser un rasgo de

276
"Basta la mención de Orfeo para que una obra pueda ser adscripta a la literatura órfica" (Letra y Línea 4 10).

286

pertenencia a un grupo específico de la burguesía argentina. Lo que sospecha Vasco, creo, es

que las referencias de la tradición literaria y las “pequeñas cosas” son para la Ocampo

materiales no “tocados” por ninguna particularidad local o social, que a él le parecen aspirar

por eso a “las profundidades del ser”, “a cierto plano místico”.

El mismo problema se advierte en una reseña de Vanasco sobre El cuarto en que se vive,

de Graham Greene277. Vanasco le hace saber que hay una fricción entre la pretensión de

generalización o de universalidad con que carga sus asuntos, y sus maneras de situarlos

ficcionalmente, que ahora lleva una marca indeleble de particularidad social. “En este breve

drama se trata de poner en pugna conceptos ya característicos del autor: el Mal, la Iglesia,

Dios, el Pecado…”. Ninguno de los personajes, sin embargo, consigue “alcanzar esa

encarnación cabal donde dichos valores se concreten”: “los personajes elegidos para dicho

planteo se hallan desautorizados desde un principio por el medio en el cual Graham Greene

los ha encerrado: una sala de la clase media inglesa. Sus protagonistas, simples resultantes de

esas normas de vida y su cultura, resisten cualquier otro sentido que se les quiera dar” (Letra y

Línea 4 14).

Lo que se lee en estas discusiones es un conflicto entre dos potencias de la significación

literaria, o si se prefiere dos claves de lectura, que aparecen como incompatibles: la que

podríamos llamar deíctica —su capacidad de señalar zonas específicas de la realidad— y la

figuración metafórica o conceptual. Vanasco le explica a Greene que la ambición que lee en él

de significar conflictos metafísicos se ve impedida por trabajar con materiales que, en tanto

refieren experiencias identificables en la realidad histórica y social, están sobredeterminados

277
El cuarto en que se vive fue editado por Sur en traducción de Victoria Ocampo. Aunque Greene no es

estrictamente un escritor argentino, esta reseña es sin duda parte del conjunto de impugnaciones contra miembros

del grupo Sur.

287

por condicionamientos específicos y particulares. Inversamente, no es tanto que las

referencias de la tradición literaria o lo “banal” habiliten en sí para Ocampo un “acceso a las

profundidades del ser”, sino que prometen en principio no obturarlo, en tanto el problema de

la representación parece no entorpecer el tránsito. En las décadas anteriores —para decirlo en

términos muy generales—, aparecía lo social cuando aparecía la carencia. Los materiales de

Ocampo se han vuelto sociales en tanto delatan ahora el posicionamiento geopolítico

particular de un conjunto de productores: no ya el hábitat natural de la cultura sino una

subcultura de la abundancia278.

5. Ponderación y empoderamiento

En la réplica de Letra y Línea a la sátira de H. Bustos Domecq, que cierra no sólo el

cuarto número sino la breve historia de la revista, la satisfacción del deber cumplido es

indisimulable. “Borges y Bioy Casares, paladines de la literatura gelatinosa” comienza por dar

parte al mundo —la notita figura en la sección “Espejo del mundo”— sobre la merecida

distinción.

En el N17 de “Buenos Aires Literaria”, Borges y Bioy Casares, conocidos

fabricantes de repostería literaria para uso de las niñas de la buena sociedad, se

enfurecen con LETRA Y LÍNEA. De la confusa mezcla de rencor gelatinoso y

278
Algo similar decía David Viñas en una reseña del año anterior: “la tendencia a lo universal en América ha sido

provincialismo, repetición, academia” (Espiga 18-19 13)

288

gracia hipopotámica279 de que hacen gala en ese texto, se desprende lo

siguiente: (Letra y Línea 4 16)

Tres puntos tiene la nota. Primero (el más breve): que “el chancho es el Dios tutelar y

vengador con el que se identifican los autores” —en referencia al chancho que persigue a

Ortega en “De aporte positivo”—, de lo cual derivan el único contraataque que hay en toda la

nota: que es natural que así sea, porque la “literatura gelatinosa” se nutre de “desperdicios y

residuos literarios”. Segundo: que la “tarea” de la revista, que consiste en “señalar y

denunciar280 la falsedad de la posición destacada de determinados escritores y artistas, lograda

por razones variadas, entre las cuales nunca figura el mérito real”, “resulta alarmante para

Borges y Cía”. Tercero:

Lo que más asombra a Borges y Cía. es la audacia de una revista que sale a

combatir sin figurar en ella los nombres que consideran consagrados. Pero que

se tranquilicen ya que de ningún modo han sido olvidados, pues si bien no

figuran en la plana de colaboradores todos esos protagonistas del drama

cultural del país, los podrá encontrar en todos los artículos en lugar destacado,

con menciones de sus ilustres textos, aunque no desempeñando ya el papel

dramático sino el cómico. (16)

279
Notable: “hipopotámica”, en el manifiesto de la revista Martín Fierro de 1924—generalmente adjudicado a Oliverio

Girondo— era la “impermeabilidad (…) del honorable público”. Para la vanguardia de mercado de Letra y Línea, en

cambio, aparatosa e insensible (traducción libre de este adjetivo único) es la risa de los literatos “buena sociedad”.
280
El término “denuncia” fue considerado clave en relación con la nueva actitud crítica de estos años, en particular

con la revista Contorno, cuyo primer número (a fines de 1953, cuando Letra y Línea ya estaba en la calle) salió

anunciado por carteles que decían: “Contorno – una revista denuncialista”. Véase el capítulo 2 y Avaro y Capdevila,

Denuncialistas. Literatura y polémica en los años 50.

289

Los “protagonistas del drama cultural del país” acabarían convertidos en una troupe de

payasos. La “literatura gelatinosa”, mientras tanto, ya había sido dada de baja por Juan

Antonio Vasco en su reseña de Silvina Ocampo, donde aparecía bautizada como “literatura

órfica”, en referencia al universalismo cultivado y elegante de ciertos miembros del Sur (como

el de la propia Victoria Ocampo, su directora). “¡Oh fatum! —sentenciaba Vasco—, la

literatura órfica, como todo proceso cultural, trae injertada en su culminación la inminente

decadencia” (Letra y Línea 4 10).

Pero el rapto de megalomanía más notable y acaso más agudo está hacia el final del

artículo que Alberto Vanasco —escritor de 28 años, una novela y algunos libros de poemas

que no había leído nadie281 — le dedica a Eduardo Mallea, que aunque comenzaba a

vislumbrar (es cierto) el reverso de su fortuna282 , seguía siendo el gran novelista argentino y

una de las figuras más importantes del campo intelectual, como autor prolífico, director del

suplemento cultural de La Nación y de varias colecciones para la editorial Emecé283 . Mallea

acababa de publicar dos novelas, “a un mismo tiempo y en sellos distintos como para bajar la

guardia del lector. Pero el pugilismo editorial —sentencia Vanasco— ya no puede ayudarlo”

(Letra y Línea 4 7).

281
Eso afirma Jitrik en el prólogo a la reedición de Sin embargo Juan vivía, publicada originalmente en 1947 bajo el

sello H.I.G.O. Club.


282
Ya Rodríguez Monegal había percibido en 1956 un declive en su valoración desde fines de los años ’40, que

suponía en relación con la apropiación de cierta zona de su ideario nacionalista por el peronismo. Podlubne opinó

hace poco que “la declinación del predominio de Mallea” dentro de la revista Sur se debía en parte a que siguió

defendiendo una “concepción espontaneísta de la literatura”, totalmente refractaria al problema formal (24).
283
Mallea publicaba entonces en las principales editoriales: Losada, Espasa, Emecé, Sudamericana. Y “era

entonces —según la formulación de José Luis De Diego— el prototipo de un escritor refinado y culto, un novelista

profundo y un ensayista lúcido” (Editores 107).

290

A los que detentan la fuerza bruta de imprimir libros, se interpondrá la acción

justiciera de reseñarlos.

291

Conclusión

Cuando en 1960 la pequeña revista El Grillo de Papel cumplió un año de rápida

visibilidad y cuantiosa polémica —que era a esa altura de las cosas unas de las formas de

visibilidad más legítima—, una viñeta conmemoró el aniversario con esta infidencia

doblemente narcisista:

La revista, con una falta total de originalidad, estuvo a punto de llamarse

“Encuentro” (nombre que, más tarde, demostró tener una falta total de visión

profética). (El Grillo de Papel 6 34)

El Grillo de Papel hizo del vapuleo un estilo desde la primera entrega: número a número

consigna con orgullo indisimulable (como el que se lee en esta misma cita) y redobla los

efectos de su sarcasmo. En el número 2 le responden a un “conocido escultor” (que los acusa

de no ser una revista dialéctica); en el 3 el editorial le contesta al director de Gaceta Literaria,

Pedro Orgambide (que los acusa de “intuitivos” e “improvisados”, entre otras cosas, en el

artículo de tapa del número 19); en el 4 retrucan las críticas orales al supuesto eclecticismo del

El Grillo; en el número 5 polemizan con “los poetas de nuestra colega Poesía Buenos Aires” (7); y

en el 7 apostrofan a Héctor A. Murena, que les había dirigido lo que juzgan “lati-infundios”

(injurias de patrón de estancia, calculo) en la revista Sur284. Seguramente no fue la revista más

virulenta de la década —la competencia era grande, como vimos en la Introducción—, pero

tal vez sí la que asumió con más ligereza, lo que es decir sobre todo con más humor, la

violencia simbólica que se había ido adueñando del campo proliferante de revistas literarias.

284
El número 7 ya pertenece a la etapa en que la revista sale bajo el nombre El Escarabajo de Oro, por razones que

se explican a continuación.

292

Y sin embargo sus directores estuvieron a punto de bautizarla “Encuentro”. Como los

catálogos de revistas argentinas no consignan ni una sola bajo ese título antes de 1959,

tenemos que suponer que la falta de originalidad no correspondía al nombre sino a la idea

que lo subyace. Se trata de una variante de la idea de tradición liberal que hemos discutido en

el capítulo 2, que entiende la esfera pública como el espacio de la producción de consensos;

ahí las diferencias —que el humor refracta y multiplica— deberían poder sublimarse y

negociarse mediante el discurso racional. Bajo esta lógica, como vimos, se espera de las

revistas que generen cohesión, sea entre “los grupos intelectuales” (como reclamaban algunos

colaboradores de Ciudad [1954-55]) o en el propio público, como proponía Adolfo Prieto en su

Sociología del público argentino (1956).

La dispersión entre los intelectuales, en términos políticos, era particularmente

evidente después del golpe de Estado de 1955, que diluyó el bloque antiperonista constituido

en la estela de las alianzas anti-fascistas de la Segunda Guerra. También a partir de este año

—y más aún después de la Revolución Cubana de 1959— se suele fechar la aparición de la

“nueva izquierda”, etiqueta que engloba una variedad de pequeños grupos que se

desprendieron en general de los principales partidos de izquierda —Comunista y Socialista—

con críticas tanto al autoritarismo como al reformismo de las conducciones partidarias (Tortti

10-15).

En cuanto al público lector, la necesidad misma de una “sociología” para volverlo

inteligible —tanto la “fallida” Sociología que intentó Adolfo Prieto como la que reclamaba el

filósofo y editor Francisco Romero, todavía dos años después, como paso previo para una

“política del libro”— indicaba la caída de un presupuesto de transparencia respecto de

actividades tan constituyentes para la cultura literaria como el libro y la lectura. Aunque se

adquirían libros de aspecto muy parecido en los mismos espacios de venta, se lo hacía

293

ostensiblemente bajo “deseos” y “móviles” heterogéneos (Sociología 79). La elección de los

términos —libidinal uno, el otro policial— no es casual: Prieto consideró informes esas

motivaciones, acaso irracionales, casi con toda seguridad censurables. La más visible de ellas

—lo vimos también— era el entretenimiento, adecentado por la legitimidad creciente de

géneros que parecían reivindicarlo (como el propio policial) y por la publicidad. Resultaba

evidente que buena parte de la “agilitación” del mercado era traccionada por lo que De

Sagastizábal, en fecha más reciente, nombró al pasar como “literatura placentera” (90).

Según vimos en el capítulo 1, en la rápida expansión editorial que comenzó a mitad de

los años ’30 con el declive de la industria española —impedida de producir y de exportar por

la guerra local y luego la europea—, los escritores argentinos tuvieron un lugar relativamente

marginal, que sólo se revirtió desde fines de los años ’50, cuando los indicadores cuantitativos

ya iban en declive (De Diego 101-3). Jalonada por emprendimientos de gran envergadura —

cosa casi inédita en el país— que se dieron rápidamente un perfil ecléctico y comercial, esta

transformación (como vimos) es causa y efecto de la internacionalización creciente tanto de la

circulación del libro en español como de las dinámicas masificadas que producían

contemporáneamente una “revolución del libro” (según el término de Escarpit): grandes

tirajes, libros de bolsillo, espacios de venta “no tradicionales”, reivindicación de los géneros,

sinergia con otros discursos y vehículos de la cultura masiva (sobre todo la prensa y el cine),

aparato publicitario. El signo de ese mercado era sin duda la “confusión” (término caro a la

revista Letra y Línea), porque “cuanto más proliferante es el sistema de producción cultural,

menos claras son las direcciones del consumo” (Montaldo “De la mano del caos” 22). Ni

siquiera las motivaciones de los escritores resultaban decidibles: vimos que un número de

Bibliograma dictaminaba en 1954 la heterogeneidad total entre la literatura “verdadera” y la

“comercial”; y otro poco después ofrecía consejos de marketing para “estructurar” títulos

294

atractivos. En la misma línea, David Viñas le adjudicaba a Murena una confusión que

consideraba otro símbolo del cambalache argentino de 1959; como tal, sin embargo —nótese

la sintaxis atiborrada—, probablemente lo excedía:

…Murena confunde las ganas de hacer un ‘best seller’ con la necesidad

revolucionaria de ampliar las bases sociales de un público lector vaciando de

todo contenido concreto la loca ambición de cualquier escritor y la necesidad

de una comunidad e identificando ambos conceptos… (“Generación

traicionada” 284)

¿Se ampliaban las “bases” de la literatura285 ? Como la exportación, según vimos, se

llevaba entonces un porcentaje importante de la producción argentina, ha habido cierto

debate respecto de los niveles reales de crecimiento del público lector local en estos años,

acaso inverificables (De Diego 103). Pero las exportaciones rondaban el 40%; la multiplicación

por 17 de los ejemplares anuales entre 1936 y 1953, difícilmente permite dudar una muy

incrementada “absorción” —según el término desencantado que usó Eduardo Dessein en

1955— en el mercado interno. En 1956, cierto que por medios acaso menos fiables, Prieto

observó la presencia del libro en grupos sociales donde Gino Germani, en 1943, lo consideraba

ausente: espacios “suburbanos”, respecto de la ciudad tanto como de la cultura (Sociología 103).

El libro había “hecho irrupción”, pero parecía haberlo hecho desprovisto del conjunto de

prácticas que lo habían convertido, intramuros, en el soporte de la “cultura literaria”:

“veíamos a menudo una docena o más de libros puestos sobre un estante, pero su poseedor no

se atrevía a dar razón de ellos” (103).


285
El mismo problema advierte Pedro G. Orgambide, el director de Gaceta Literaria, en el mismo bimestre en que se

publica el artículo de Viñas: acusa a los “populistas” que “[s]implifican la categoría de pueblo a la de público, a la de

gran consumidor. Y no es casual que sus cultores busquen un éxito fácil con obras de dudoso gusto…” (Gaceta

Literaria 19 2)

295

Pero Prieto afirmaba también que los lectores de literatura argentina (tanto buena

como mediocre) coincidían con los de obras de “alta cultura” (110). Aun si la vaguedad de

último término no permite grandes clarificaciones, su observación coincide con las

investigaciones posteriores en este punto: los autores locales, en estos años, habían

capitalizado en medida muy menor la ampliación del público que se venía produciendo. Por

esas mismas fechas, el novelista Bernardo Verbitsky protestaba que los editores locales no

pensaban en el libro de autor argentino como un negocio: “Preferirá que se venda, pero nada

hará para conseguirlo, siendo muy distinto su punto de vista si se trata por ejemplo de Lin

Yutang” (Bibliograma 9 4). Lin Yutang le había costado onerosos derechos en moneda

extranjera: debía vender una cantidad mucho mayor para resultar redituable, lo que obligaba

de movida a imprimir más. La inversión publicitaria, imprescindible para incentivar a los

reseñistas y salir del circuito de los iniciados, tenía que cargarse también a cuenta de las

ventas futuras: todo impulsaba a subir la apuesta. El libro argentino, en cambio —modesta

inversión, exigencias modestas—, invitaba a seguir un modelo opuesto. Verbitsky, un escritor

realista y de izquierda —en un momento en que esto parecía implicar una inscripción fuerte e

incluso una circulación determinada—, había reclamado que se incluyera a los autores

argentinos en las mismas colecciones que los libros de éxito, a la vez que llamaba a sus colegas

a abandonar los prejuicios —que suponía muy extendidos— contra el uso de la publicidad

para promocionar sus obras. Vimos que la colección aparecía como un artefacto organizativo

propio de la era masificada de la edición, desde que en los años ’20 Claridad y Tor —con

estrategias muy diversas— las habían convertido en el centro de su política popularizadora,

hasta los catálogos omnívoros de las editoriales “modernas”: Losada, Sudamericana, Emecé,

entre las principales. La publicidad, vimos también, aparecía para los autores locales —

indudablemente perjudicados por no tener suficiente— como la conspiración más perfecta e

296

insidiosa que se interponía entre un presente de confusión y un espacio literario regido por la

honestidad, el mérito y la justicia distributiva. Así, en estos prejuicios, invitaciones y disputas,

como es evidente, lo que parecía estar en juego era la relación del escritor local con el

mercado y con ciertos públicos; es decir, los “modos de consumo sugeridos” que era legítimo

que la literatura argentina invitara a hacer. ¿Pero acaso había (o debía haber) un modo

específico de leer literatura argentina?

La Sociología ofrece un ejemplo notable de las contradicciones que aparecían a este

respecto en este momento de transición. Al analizar las encuestas que había hecho, Prieto

notaba indignado que las “preguntas relativas a la literatura y a los escritores argentinos,

hallaron en nuestra encuesta un eco desolador” (107). A la pregunta de “¿por qué le interesan o

por qué no le interesan los libros de autores argentinos?”, la mitad de los interrogados

(¡“pertenecientes a la avanzada del público culto”!) ni siquiera había contestado. Las

respuestas del resto le parecían “antojadizas” y “producto del desconocimiento del tema”; para

probarlo citaba tres, después de lo cual, paso previo a la solución pedagógica, condescendía al

análisis:

Estas tres respuestas sintetizan muy ajustadamente las diversas motivaciones

que inducen a nuestros intelectuales a acercarse a la literatura argentina:

instrumentos para lograr la conciencia de la propia nacionalidad; focos de una

curiosidad displicente, casi de obligación profesional o de cofradía; sentido de

responsabilidad comunitaria. Los tres motivos eluden o soslayan el enunciado

del motivo que justificaría por sí solo el interés por una literatura: el

reconocimiento de su valor. (111)

Quince lustros (en un cálculo conservador) llevaba la inteligencia argentina intentando

resolver qué debía o podía ser lo propiamente argentino de la “expresión” nacional. En un

297

momento en que resultaba evidente, además de la inconsistencia de la oferta, que “el público

también impone sus reglas de juego” (145), Prieto había intentado encontrar en este último la

“cohesión” que faltaba en las propuestas sobre las características de aquella. Pero lo que había

jalonado las tres respuestas, evidentemente, no era el término “literatura” sino “argentina”: la

suposición —descontada por la pregunta— de que la literatura “propia” pedía ser investida de

un modo particular. Los “motivos” que obtiene Prieto (nacionalismo, compromiso gremial,

solidaridad de paisano) son precisamente los que han permitido constituir el subconjunto,

luego naturalizado mediante el giro “una literatura”, que a la vez compartimenta, cierra sobre

sí y totaliza. ¿Y la literatura de Villa María, pequeña ciudad al sur de la provincia de Córdoba?

¿Es una literatura? ¿Por qué leerla? No hay otra razón que el reconocimiento de su valor; pero

justamente por eso no es posible (salvo para los habitantes de Villa María, que interpondrán

nuevamente criterios “heterónomos”) constituir su literatura como un subconjunto.

A fines de 1960, en un contexto de represión de actividades “subversivas”, un decreto

presidencial dispone la clausura de la editorial Stilcograf “por el carácter político de los

materiales que se editaban allí” (Grande Cobián 17); entre ellos, las revistas Gaceta Literaria y El

Grillo de Papel286. Pocos meses después las dos vuelven a salir con nuevos nombres: Hoy en la

cultura (1961-66) y El Escarabajo de Oro (1961-1974). Entre ambos episodios, Héctor A. Murena

escribe en Sur una miscelánea socarrona lamentando la torpeza del gobierno, que les ofrecía

así a los “jóvenes comunizantes” de estas revistas la oportunidad de enarbolar a su favor la

reivindicación de la libertad de prensa: “ellos —caricaturiza Murena—, que propugnan un

régimen que acabaría con toda libertad de expresión”.

286
El año anterior, 1959, había sido clausurada la revista Centro por la publicación de un cuento de tema

homosexual, “La narración de la historia” de Carlos Correas (Centro 14).

298

Pero la Revolución está lejos aún. ¿Qué hacer entretanto? Los jóvenes afilan los

cuchillos ensayando la Revolución en sus revistas: fusilamientos, reescritura de

la historia, bombas molotov, purgas, retórica partidaria, guerras, todos se

practica allí, claro que a costa de la literatura. No está mal. Con pareja saña

suelen proceder los jóvenes literatos burgueses. Incluso está muy bien, puesto

que esas revistas contribuyen a que algunas hojas se muevan en el muerto

pajonal de las letras argentinas. (Sur 269 105)

“Algunas hojas” se movían; y hacia el final de la década que entonces comenzaba, el

crítico Rodolfo Borello podrá decir —como vimos— que las observaciones de Sociología del

público argentino han caducado: los escritores argentinos llevan varios años haciendo best

sellers con cierta frecuencia, y todavía más siendo publicitados con esa esperanza [FIGURA

4.1]. El porcentaje de autores nacionales en los grandes catálogos editoriales, opina Borello, ya

supera al de los extranjeros —en un momento en que conseguir derechos afuera se ha vuelto

más difícil por la competencia de España y México.

Vimos que en efecto durante los años ’50, particularmente en las pequeñas revistas, se

había ido imponiendo un tono crecientemente crispado —el que reconoce Murena— que fue

percibido en muchos casos como una ruptura del pacto “civilizado” del espacio literario.

“¿Qué pasa con el escritor argentino?”, se había preguntado un muy joven Oscar Masotta ya

en 1953 al cierre de una reseña de Las ciento y una, la revista de un único número que

encabezaron Murena y David Viñas, inmediata antecesora de Contorno287 (en la cual Masotta

colaboró). En una frase notable por lo enigmática, decía que se trataba “tal vez” de un retorno

287
Las ciento y una, dirigida por Murena, salió en junio de 1953. Entre los colaboradores que luego participarían de

Contorno (que apareció en noviembre del mismo año): David Viñas, Juan José Sebreli, Carlos Correas, Adelaida

Gigli, Adolfo Prieto, F.J. Solero, Rodolfo Kusch.

299

“a la conciencia del hombre medieval”: al comentario como forma privilegiada de escritura y a

la “violencia analfabeta” (Centro 6 141).

Lo que fuera que estuviera pensando Masotta, no hay duda de que la virulencia se

propagaba en efecto a través de los espacios ampliados y crecientemente interconectados del

discurso crítico, orientados principalmente a una actividad reseñística que permitiera

distinguir entre una variedad proliferante y —vimos también— indiferenciada de productos

que entraban en circulación ya cargados de discurso (solapa, contratapa, gacetilla, publicidad)

y no podían continuar su movimiento sino acumulando todavía más. Las pequeñas revistas

advirtieron esa necesidad de “información cultural” (Letra y Línea 1 1), que hemos considerado

más bien una necesidad de reinventar y desarrollar modos de apropiación efectivos ante el

“reordenamiento discursivo288 ” que tomaba la distribución del libro y de la literatura. Así,

tomaron a su cargo la tarea de producir desigualdad —es decir: diferencias jerarquizadas— y

militaron, como un deber ético, por extenderla a los reticentes periódicos. Un reseñista —

vimos— había propuesto que la crítica literaria deviniera una policía de adjetivos,

sancionando así la relación simbiótica entre reseña y discurso publicitario. A menudo los

comentarios de las pequeñas revistas, a modo de entrada en tema, impugnaban o bien el

discurso de contratapa o una o más reseñas anteriores, mostrando que la ficción de veredicto

que aspiraban a ofrecer no era ya únicamente la experiencia de la obra por una subjetividad

autorizada, sino un mapa de su ubicación en el espacio de la cultura.

La revista El Grillo de Papel constituye a la vez una culminación y un giro en la

trayectoria que describimos. En sus mejores momentos parece redactada por H. Bustos

Domecq, el seudónimo que usaban Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares para canalizar la

parte más insociable de su veta satírica (Georgie, mientras tanto, firmaba con nombre propio

288
El término es de Terry Eagleton (12-13).

300

edulcorados prólogos requeridos en los salones). La conexión no es azarosa. Después de años

en que la izquierda o abjuraba de Borges o guardaba silencio, El Grillo de Papel lo va

rehabilitando número a número en comentarios breves pero taxativos. En el segundo, de

diciembre de 1959, a cuento de una reseña de Las armas secretas de Julio Cortázar —a quien

también reivindican tempranamente—, Abelardo Castillo escribe al pasar:

Borges, de quien abomina nuestra generación —con una falta de originalidad

que explica muchas cosas— tiene, a veces, un talento chocante. (…) Si la

esquina es rosada, dibujará el perímetro de un compadrito —el perímetro

porque los compadritos de Borges carecen de adentro— y será el mejor

contorno que hayamos leído nunca; será un arquetipo”. (El Grillo de Papel 2 19,

subrayado en el original)

Castillo parafrasea tanto el prólogo de Borges a Historia universal de la infamia —“[estos

ejercicios] no son, no tratan de ser, psicológicos”— como las críticas habituales que le hacía la

izquierda realista (y no sólo ella), teniéndolo por impersonal, abstracto, retórico. Pero el

término que elige Castillo no es sólo artificioso: el subrayado es tan arbitrario que no hay

manera de lo haya usado por casualidad. En Borges, el mejor contorno; y Contorno —como

vimos— había sido la más visible de las revistas de la “nueva generación”, la que Emir

Rodríguez Monegal bautizó “parricida” por la revisión crítica radical a que estaba sometiendo

a algunas de las figuras consagradas, como Ezequiel Martínez Estrada, Eduardo Mallea y

Jorge Luis Borges.

Muy poco antes de los artículos de Monegal, Adolfo Prieto había publicado Borges y la

nueva generación (1954), el libro muy sartreano en que reconocía su talento pero declaraba

inservible su legado. En 1955, sin embargo, Les Temps Modernes publicó algunas ficciones de

Borges. Hacia el final de la Sociología, del año siguiente, Prieto reconocía la dificultad de “atar

301

al escritor argentino a una función determinada” (142). Y en 1972 observa con perplejidad la

disposición notable de las nuevas camadas de jóvenes “comprometidos” —que habían

alcanzado visibilidad inédita en los años ’60— a desglosar “el juicio artístico del político” y

preferir “el primero sobre el segundo cada vez que resulta necesario expedirse sobre un autor

determinado”. Prieto arriesgaba una hipótesis para este giro: “para estos escritores, la

condición del artista ha sido destituida de la carga de expectabilidad pública con que

normalmente venía siendo considerada” (“Conflictos” 415, subrayado mío).

En esta línea289 puede entenderse el giro que representa El Grillo de Papel. Según vimos,

las principales notas del discurso crítico de las pequeñas revistas durante los años ’50 se

habían constituido frente a la necesidad de expropiar la experiencia literaria a la vez de las

manos de la élite y del régimen mercantil. Pero eran precisamente, como vimos, las nuevas

condiciones del mercado literario —un conjunto complejo de transformaciones cuantitativas

y cualitativas para el que nos conformamos con el término corriente de masificación— las que

habían puesto a estos jóvenes críticos y a sus emergentes revistas en una posición inédita para

disputar los modos legítimos de apropiación de la literatura. En esa escena de crisis y

recomposición de los valores de las prácticas y de sus límites sociales, el volumen medio del

espacio literario había superado sus decibeles históricos. Aldo Pellegrini (director de Letra y

Línea) e Ismael Viñas (co-director de Contorno) habían ponderado las reacciones —ya vimos—

y hecho una defensa explícita de las “malas maneras”. El anti-conformismo, reconocía

Pellegrini, tomaba a menudo el pathos del “mal humor”; y si bien lo entendía como

radicalidad y le adjudicaba la capacidad de quebrar el pacto de amabilidad que rodeaba el

ejercicio de la literatura —síntoma de una solidaridad de clase—, Pellegrini no discutía el

289
Sobre este giro, véase también Franco, The Decline and Fall of the Lettered City.

302

argumento de Osvaldo Svanascini: que al “público” (estamos a fines de 1953) no le interesaban

las internas entre productores. Que esas minucias y disputas no eran la literatura.

En El Grillo de Papel, que aparece pocos meses después de la Revolución Cubana, el

horizonte revolucionario es la válvula que ha permitido oxigenar los interiores de “aire

enrarecido” de donde, en palabras de Pellegrini e Ismael Viñas, era urgente sacar a la

literatura. Nada de mal humor, nada de pedagogía290 . La revista se explicita de izquierda,

comprometida con el destino del hombre, solidaria de la revolución, pero no invierte gran

pirotecnia dialéctica para convencer nadie; estas señas de identidad, informadas con

regularidad, son más bien las coordenadas que le permiten dar la batalla que tiene presencia

más constante: conseguir un espacio de autonomía para la literatura (y para las artes en

general) dentro del campo de la izquierda, que permita hacer de la “calidad artística” —que

“es una urgencia”— una prioridad (El Grillo de Papel 1 2). Porque “la belleza, la única, la

auténtica, siempre es revolucionaria” (1 2); y “una verdadera obra de arte influye más,

infinitamente más sobre las estructuras económicas de lo que puede influir, sobre ellas o

sobre nadie, un desconocido mamarracho” (3 10).

En un comentario bibliográfico de 1953, Ismael Viñas había opinado que “la función de

traducir al público ‘lo que pasa’, lleva con sí, casi ineludiblemente, una carga filistea”, que se

suele manifestar en “la ausencia de ironía para juzgar las cosas” (Centro 6 39). El humor

polémico de El Grillo, inversamente, debe ser entendido como una asunción total de la lógica

hegemónica del campo —“esa postergación folletinesca que imponía el sistema de réplicas y

contrarréplicas de la polémica” (Rivera Periodismo cultural 137)— y a la vez como un dispositivo

de complicidad radical con el lector, muy inusual en la cualidad orgánica que tiene en la

revista. Los desaires se prodigan ahora en reseñas o artículos, pero más habitualmente en

290
Para un análisis de la pedagogía como nota común de Sur y de Contorno, véase Panesi.

303

breves notas misceláneas —las famosas “Grillerías” con que la revista, según el lema de la

sección, “castiga el mal”— que despachan en siete líneas prohombres de la izquierda o la

derecha291, o incluso en el epígrafe de una foto. Ostentar sus admiraciones les requiere todavía

menos esfuerzo argumentativo: la revista desarrolla una cantidad notable de lo que

podríamos llamar dispositivos de imantación (véanse algunos en [FIGURA 4.2]). Todo se hace

con displicencia, sin rastros de insomnio; a lo cual Gaceta Literaria replica enseguida que estos

no son tonos de izquierda. Esa es otra distancia entre la “denuncia” (lo que quería hacer

Contorno) y el “castigo” de El Grillo, que es un acto performativo: apenas dicho ya queda hecho,

no precisa movilizar cualesquiera fuerzas sociales para cumplirse en un movimiento ulterior,

es decir pedagogía. A diferencia de lo que ocurría en Letra y Línea, acá entre función y difusión

parece haber continuidad total:

Las revistas literarias (dos ediciones agotadas nos autorizan la sospecha)

pueden, asimismo, llegar a ser algo más que áridos mamotretos de cultura

política —mal llamada política de la cultura— en dónde, a fuerza de de hacer la

exégesis del arte, no se da al lector una sola prueba válida de que ese arte exista.

Ocurrencia que, no por ser contradictoria, deja de ser aburrida. (El Grillo de

Papel 3 10)

291
Sobre la importancia polémica de las “Grillerías”, Stapich.

304
FIGURA 4.1. Lin Yutang y Eduardo Mallea, best sellers. Publicidad de El portón rojo, de Lin Yutang (Sudamericana)
en La Prensa (18/4/54). Publicidad de Simbad, de Eduardo Mallea (Sudamericana) en La Nación (31-3-57).

305
FIGURA 4.2. Dispositivos de imantación de El Grillo de Papel. En el sentido de las agujas del reloj: “Grillómetro” (2 6);
nota sobre número aniversario donde se lee informa quiénes “desfilarán por sus páginas” (4 22); “Dodecálogo” donde
El Grillo sugiere, con la persuasividad de todo decálogo, “ver, leer, u oír” una serie de cosas (6 35); “Acercarse bien
vale un grillo” (6 34).

306

Abelardo Castillo —voz principal de la revista— recurre incansablemente a pequeños

giros retóricos como el de esta última frase, pequeñas máquinas de ambigüedad sintáctica,

símbolos de la actitud anti-pedagógica de la publicación, que marcan un tono calmo, cómodo,

juguetón, complementario de un diseño repleto de grillos caricaturescos que miran al lector,

amplios blancos entre las cajas de texto y cantidades de ilustraciones variadas. Según se

informa en el número aniversario, en el transcurso del año la revista ha publicado 6 números

y 2 cuadernillos, y ha realizado 5 “Revistas Orales” (lecturas públicas), 3 “Festivales

Cinematográficos” y 108 “reuniones” —“97 en el Café de los Angelitos y el resto en el Bar

Chambery”— en las cuales “se organiza número a número la revista, se leen poemas y

cuentos, y se trata de arreglar alegremente el mundo” (6 34). En el segundo lanzan un

concurso de cuento —que recibe 153 participaciones y gana un colaborador, Humberto

Constantini— y a través de los primeros seis transcriben las bases de varios otros;

oportunamente se da a conocer cuáles han ganado aquí y allá sus colaboradores. A través de

Prensa Latina —la agencia de noticias que fundó meses antes el gobierno de Cuba—

consiguen entrevistas exclusivas con figuras del parnaso “progresista” internacional: Sartre,

Bergman, Simone de Beauvoir, directores del Este como Andrzej Munk o Mijail Kalatozov, a

la vez que reseñas de películas que todavía no han llegado al país, como Sin aliento de Jean-Luc

Godard. Abundan las menciones a debates orales o mesas redondas, que recalan brevemente

en la página —se intuye— para multiplicase luego por otros medios.

Todo señala una inserción fuerte pero muy selectiva, una comodidad apenas

disimulada, una abundancia de estímulos adquiribles —nacionales tanto como extranjeros—

que la revista escoge con entusiasmo para sus ávidos lectores, muy poco interés por chocar

contra algo así como el “establishment” de la cultura (que sus páginas apenas permiten intuir),

307

cero intención de encolumnarse con una tradición argentina292, ningún rencor (ni mucho

menos sorpresa) por la disparidad entre los 5.000 ejemplares que (dicen que) imprimen y los

18 millones de habitantes que tiene el país, una conciencia de “comunidad de lectores” (según

el término de época) cuya imagen se intuye bastante definida y muy similar a la de los propios

hacedores: señal de que esos lectores existían y se reconocían. En este marco aparecen

cuentos (también poemas) de diversos autores argentinos, algunos de los cuales harán

verdaderos best sellers en los años por venir: Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Beatriz Guido, el

propio Castillo.

En 1983, desde su exilio norteamericano, Adolfo Prieto revisaba, con la mezcla de

perplejidad y amargura que tiñe igualmente el artículo de 1972, los signos de la transformación

que se estaba operando en la primera mitad de los años sesenta. Atento al fenómeno —que se

suele decir que también protagonizó—, el semanario Primera Plana293 (1962-69) consultaba en

1965 a una serie de escritores favorecidos entonces por el público:

Sabato, con el respaldo de los cincuenta mil ejemplares impresos de Sobre

héroes y tumbas, reflexionaba: “En el público argentino se ha despertado un

interés casi ansioso por develar lo que podríamos llamar secreto de nuestra

realidad. Se espera, y no siempre con razón, que sean los escritores quienes

desenmascaren ese secreto”. Para Marta Lynch, “el éxito empezó cuando los

escritores argentinos resolvieron mirar dentro del país”. Juan Jose Sebreli

atribuía esa resonancia a la crisis politico-social en que se debatía el país, y el

292
A diferencia de Gaceta Literaria, fiel a la actitud del Partido Comunista de imaginarse culminación del legado

“emancipador” de 1810.
293
Sobre Primera Plana y el boom, pueden verse, entre otros: el propio artículo de Prieto, “Los años sesenta” y la

tesis de Gregory Moreland, Literature in an Argentine mass-circulation newsmagazine: "Primera Plana," 1962-1969

(1996)

308

más joven de los entrevistados, Abelardo Castillo, después de algunas reservas,

admitía: “Ya se ve, sí, que algo pasa. Y si bien el fenómeno no es nuevo

(referencia a los tiempos de Boedo y Claridad), parece que, por lo menos, hemos

redescubierto los argentinos al escritor argentino”. (Prieto “Los años 60” 894)

Estas razones de 1965 eran en buena medida las que él hubiera querido escuchar en

1956. En 1983, en la estela de los debates sobre las implicaciones mercantiles del Boom de

literatura latinoamericana que se venían dando sobre el trasfondo de múltiples gobiernos

dictatoriales294 , parece más dispuesto a adjudicarle buena parte del mérito a “la sociedad de

consumo” (890).

Como vimos, José Luis de Diego ha verificado un desfasaje temporal entre una “época

de oro” de la industria del libro en Argentina (que declina hacia en 1953) y un período de

verdadero “impacto cultural” de la literatura de autor argentino (y latinoamericano), que se

suele identificar con la década siguiente, pero ya sería reconocible a fines de los años 50.

A medida que la industria editorial argentina iniciaba su decadencia por la

pérdida de mercados externos, encontraba en el mercado interno y, en especial,

en autores argentinos y latinoamericanos, las vías de supervivencia y de su

momentánea recuperación. (Editores 114)

Pero si hemos visto que los autores locales habían capitalizado en pequeña medida el

crecimiento del público lector, que consumía sin embargo libros de autor extranjero en

cantidad, y que el coro de protestas por el desinterés de los lectores y la falta de confianza de

editores, libreros y hasta de los propios autores en la literatura argentina era casi unánime

294
El testimonio fundamental es Más allá del Boom: literatura y mercado (1981), que reúne algunas de las ponencias

de un coloquio realizado en Washington donde participaron Ángel Rama, David Viñas, Jean Franco, Antonio

Candido y Saúl Sosnowski, entre varios otros.

309

hasta bien entrados los años 50, la estrategia de editar nombres locales para seducir al público

local resulta contraintuitiva. Entremedio, en muy pocos años, han debido pasar muchas cosas,

tanto en el desarrollo de los modos de apropiación de la literatura local como en los modos

sugeridos de consumirla que proponía el aparato de producción y difusión. Si vimos que la

dicotomía literatura nacional/literatura extranjera perdía peso en los 50 frente a la distinción

entre literatura “de creación” y literatura “comercial”, el modo de apropiación que promueve

El Grillo de Papel nos sugiere la erosión de otra dicotomía que aparecía en la Sociología de Prieto

en 1956: la que parecía separar una literatura de la responsabilidad —cargada de

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310

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Apéndice. Características de las principales revistas citadas.

La Biblioteca (c)

Director: Paul Groussac.

Periodicidad: Mensual.

No 1: junio 1896 // No 23-24: abril-mayo 1898.

Principales colaboradores: Martín García Mérou, Clemente L. Fregeiro, Alberto Williams,

Ulric Courtois, Matías Calandrelli, Luis María Drago, Enrique Rodríguez Larreta, Juan

Antonio Argerich, Ernesto Quesada, Carlos A. Aldao, Pedro B. Palacios, Leopoldo Lugones.

Babel (b)

Director: Samuel Glusberg.

No 1: abril 1921 // No 31: 1929.

Principales colaboradores: Roberto Gache, Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones, Pedro

Henríquez Ureña, Ezequiel Martínez Estrada, Cancela, Alfonsina Storni, Enrique Banchs,

Rafael Alberto Arrieta, Baldomero Fernández Moreno, Alberto Gerchunoff, Arturo Marasso,

Benito Lynch, Luis Franco, Mario Bravo, José Ingenieros.

Los Pensadores

Director: Antonio Zamora.

Periodicidad: Variable.

Primera época. No 1: 22 febrero 1922 // No 100: noviembre 1924.

Segunda época. No 101: 1o de diciembre 1924 // No 122: junio 1926.

328

Principales colaboradores: Elías Castelnuovo, José Ingenieros, Abel Rodríguez, Juan Lazarte,

Leónidas Barletta, Nicolás Olivari, Pascual Storino Raimondi, Marcos Fingerit, Juan A. Solari,

Roberto Mariani, César Tiempo, Luis Emilio Soto.

Claridad (b)

Director: Antonio Zamora.

Periodicidad: Variable.

No 1: julio 1926 // No 347: diciembre 1941.

Principales colaboradores: Leónidas Barletta, C. Delgado Fito, Antonio A. Gil, Carlos Vega,

Alvaro Yunque, José Sebastián Tallón, César Tiempo, J. Salas Subirat, Ernesto L. Castro,

Gustavo Riccio, Nydia Lamarque, Carlos Mastronardi, Raquel Adler, Aristóbulo Echegaray,

Pablo Suero, Leonardo Estaricco, Juan Lazarte, Roberto Mariani, Alberto J. Diehl, Segundo B.

Gauna, Marcos Fingerit, Herminia C. Brumana, C. Villalobos Domínguez, Haydée María

Ghío, Rodolfo del Plata (Rodolfo Puiggrós), Luis Emilio Soto, Saúl N. Bagú, Antonio A. Gil,

José Luis Lanuza.

La vida literaria (b)

Director: Samuel Glusberg.

Periodicidad: Mensual.

No 1: julio 1928 // No 6 (año IV): diciembre 1931.

Principales colaboradores: Arturo Cancela, Luis Franco, Ezequiel Martínez Estrada, Lugones,

Horacio Quiroga, Marcos Victoria, Mario Bravo, Nalé Roxlo, Lisardo Zía, Jorge Luis Borges,

Francisco Romero, Luis Emilio Soto, Sigfrido Radaelli.

329

La literatura argentina

Director: Lorenzo J. Rosso.

Periodicidad: Mensual/Bimestral.

No 1: setiembre de 1928 // Nos. 103-105: julio-setiembre 1937.

Sur (c)

Directora: Victoria Ocampo.

Periodicidad: Irregular (1931-1935); Mensual (1936-52); Bimestral (1953-70); Esporádica (1971-92)

No 1: enero 1931 // No 364 (ene-dic 1989-92)

Principales colaboradores: Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges, Guillermo de Torre, Adolfo

Bioy Casares, José Bianco, Carlos Alberto Erro, Roger Callois, Alberto Girri, Eduardo

González Lanuza, Raimundo Lida, Fryda Schultz de Mantovani, Ernesto Sábato, Silvina

Ocampo, María Rosa Oliver, Enrique Pezzoni.

Señales

Director: Eugenio Guasta, María Esther de Miguel, María Iris Demartini, Amy Domínguez

Murray, Nora Lili Prevedello (distintas épocas)

No 1: 1949 // No 177: 1977

Subítulos: “En la ruta de nuestra cultura”; desde el No 90, “Revista de orientación

bibliográfica”; luego: “Notas, reportajes, libros”.

Principales colaboradores: Delia E. Alonzo, María Angélica Andia, Roberto A. Banchio,

Blanca Barroso, Teresa Ñores de Cafferata, Eugenio Castelli, Servino Crovato, Violeta Díaz,

Graciela de Sola, Ernesto R. Sonnet, Jorge Ramos, Cesar Magrini, Aldo Pagano, Leonardo

330

Castellani, Helen Ferro, Nélida Salvador, Ernesto Sábato, Tomas Eloy Martínez, Horacio

Salas.

Espiga

Director: Amílcar Taborda.

No 1: marzo 1947 // Nos. 20-21: 1955. (Hasta el No 12 inclusive se publicó en Rosario; desde el 13

hasta su desaparición, en Buenos Aires)

Periodicidad: Mensual/Bimestral.

Principales colaboradores: Angélica de Arcal, Elías Díaz Molano, Irma Peirano, Fernando

Chao, Hugo Padeletti, Rafael Serón, Beatriz Guido, Horacio Armani, Horacio Correas, Daniel

Devoto, Rodolfo Vinocur, Luis Gudiño Krámer, Atilio Dabini, Leónidas Gambartes, Ricardo

Warecki, Amílcar Taborda, Pedro Orgambide, David Viñas, F.J. Solero.

Libros de hoy

Directores: José Rovira Armengol y Rodolfo Simón.

No 1: 1951 // No 41-42: 1955

Periodicidad: Variable.

Francisco Romero, Demetrio Plot.

A partir de cero (b)

Primera época. No 1: 1952 // No 2: 1953. Director: Enrique Molina. Principales colaboradores:

Carlos Latorre, Aldo Pellegrini, Julio Llinás.

331

Segunda época. No 1: setiembre 1956 (número único). Redacción: Carlos Latorre, Julio Llinás,

Francisco Madariaga, Enrique Molina, Juan Antonio Vasco, Aldo Pellegrini. Principales

colaboradores: Olga Orozco, Leonora Carrington, Blanca Varela.

Buenos Aires Literaria

Director: Andrés Ramón Vázquez.

No 1: octubre 1952 // No 18: marzo 1954.

Enrique Anderson Imbert, Ana María Barrenechea, Julio Cortázar, Daniel Devoto, Amado

Alonso, Raimundo Lida, Bernardo Canal Feijóo, Jorge Luis Borges, Roberto Di Pasquale, José

Luis Romero, Pepita Sabor, María Hortensia Lacau, Vicente Fatone, Rafael Alberto Arrieta,

Francisco Romero.

Bibliograma

(Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino hasta el No 14)

Director: Aristóbulo Echegaray.

Periodicidad: Bimestral.

No 1: junio-julio 1953 // No 15: julio-agosto 1956.

Principales colaboradores: Germán Berdiales, Gaspar Benavento, Fermín Estrella Gutiérrez,

Carlos Carlino, Pedro Inchauspe, Antonio Pagés Larraya, Rober Plá, Augusto Mario Delfino,

Conrado Nalé Roxlo, José Portogalo, César Tiempo, Roberto Ledesma, Vicente Barbieri,

Leónidas Barletta, Rafael Alberto Arrieta, Carlos Mastronardi, Bernardo Verbitsky, Mario

Briglia, Germán García, Luis Ricardo Furlán, Luis Franco, Angel Mazzei, Martín Alberto

Boneo, Marco Denevi.

332

Las ciento y una (b)

Director: H. A. Murena.

No 1: junio 1953 (número único).

Principales colaboradores: F. J. Solero, H. A. Murena, David Viñas, Luis Justo, Carlos Correas,

J. C. Onetti, Carlos Peralta, Héctor M. Angeli, Javier Fernández, Juan José Sebreli, Adelaida

Gigli.

Letra y Línea (a) (b)

Director: Aldo Pellegrini.

No 1: octubre 1953 / No 2: noviembre 1953 / No 3: diciembre-enero 1953-4 / No 4: julio 1954.

Periodicidad: Mensual.

Principales colaboradores: Aldo Pellegrini, Alberto Vanasco, Carlos Latorre, Osvaldo

Svanascini, Mario Trejo, Enrique Molina, Edgard Bayley, Miguel Brascó, Juan Carlos Onetti,

Oliverio Girondo, Tomás Maldonado, Juan Carlos Paz, Norah Lange, Eduardo A. Jonquières.

Contorno (a) (b) (c)

(Además: Contorno, cuadernos. No 1: julio 1957 / No 2: febrero de 1958)

Directores: Ismael Viñas y David Viñas.

Periodicidad: Irregular.

No 1: noviembre 1953 // Nos. 9-10: abril 1959.

Principales colaboradores: David e Ismael Viñas, Juan José Sebreli, León Rozitchner, Adelaida

Gigli, Oscar Masotta, Carlos Correas, Rodolfo A. Borello, Adolfo Prieto, Noé Jitrik, Ramón

Alcalde.

333

Ciudad

Director: Carlos Manuel Muñiz.

Periodicidad: Irregular (Aspiración trimestral).

No 1: primer trimestre 1955 / No 2-3: segundo y tercer trimestre 1955 / Nos. 4-5: segundo y tercer

trimestre 1956.

Principales colaboradores: Adolfo Prieto, Eduardo Dessein, Norberto Rodríguez Bustamante,

Hugo Ezequiel Lezama, Magdalena Harriague, Julio Alvarez, Ludovico Ivanissevich Machado,

Ismael Viñas, Héctor Grossi, Héctor Bianciotti, Víctor Massuh, Alicia Jurado, Eduardo

Jonquières, Ramiro de Casasbellas, Rubén A. Benítez.

Gaceta Literaria (b) (c)

Directores: Pedro G. Orgambide y Roberto Hosne.

Periodicidad: Mensual (de febrero a julio 1956); cada dos, tres o cuatro meses (de septiembre

1956 hasta 1960)

No 1: febrero 1956 // No 21: setiembre 1960.

Principales colaboradores: Gregorio Weinberg, Patricio Canto, Mario Jorge de Lellis,

Bernardo Canal Feijóo, Osvaldo Seiguerman, Ernesto Sábato, Bernardo Kordon, Pablo

Neruda, Leónidas Barletta, Luis Emilio Soto, Luis Gudiño Krámer, Bernardo Verbitsky,

Eduardo Dessein, Estela Canto, Juan Carlos Ghiano, F. J. Solero, David Viñas, Emir Rodríguez

Monegal, Pablo Palant, José Portogalo.

El Grillo de Papel (a)

(Continuada por El Escarabajo de Oro hasta 1974)

334

Directores originales: Abelardo Luis Castillo, Arnoldo Liberman, Oscar Castelo y Víctor E.

García.

Periodicidad: Bimestral.

No 1: octubre 1959 // No 6: octubre-noviembre 1960.

Principales colaboradores: Ana T. Weyland, Humberto Costantini, Adelaida Gigli, Julio C.

Silvain, Rubén Natale, Ernesto Sábato, Héctor Negro, Beatriz Guido, Emma de Cartosio,

Rodolfo Alonso, Julio Cortázar.

Hoy en la cultura (b)

Periodicidad: Sale cada uno, dos o tres meses.

No 1: noviembre 1961 // No 29: julio 1966.

Consejo de redacción (en distintos períodos): Pedro G. Orgambide, Raúl Larra, David Viñas,

Rubén Benítez, María Fux, Francisco J. Herrera, Luis Ordaz, Fernando Birri, Juan José

Manauta, Javier Villafañe.

a. Hay reproducción facsimilar.

b. Incluida en los microfilms del CEDINCI.

c. Disponible en Internet.

Fuentes: Microfilms del CEDINCI; Bibliotecas diversas; Lafleur et al., Las revistas literarias

argentinas (1893-1967); Pereyra, La prensa literaria argentina (1890-1974).

335

Preface

Two phenomena occurred in the middle of the twentieth century, each of which is

recognized as being of great significance for the practices and dynamics of the Argentine

literary space, but whose interdependence has received scant scholarly attention until now.

Thus the “eruption of criticism,” a phenomenon that literary history tends to associate with

the emergence of the magazine Contorno in 1953, seems to have taken place as if by sheer

coincidence in the same year as that which historians have identified as the end of the “golden

era of the Argentine book.” The latter refers to the brief period during which the local book

industry experienced a six-fold increase in the titles it published, and a seventeen-fold

increase in the number of copies printed.

The purpose of this dissertation is to demonstrate how these two well-documented

phenomena belong to a single historical transformation, and to develop an appropriate

framework to theorize these as such. This understanding, in turn, will shed new light on each

of these phenomena individually, as well as on the relationship between the two. On the one

hand, the rapid expansion of the publishing industry in the 15 years after the outbreak of the

Spanish Civil War (1938-1953) turned Buenos Aires into the world’s most important producer

and exporter of Spanish-language books. During the 1950s, on the other hand, Argentine

literary criticism experienced a significant renewal, one that is often described with such

metaphors of abruptness as “eruption,” “rupture,” and “turning point.” This latter

transformation is usually described in ethical and social terms, as propelled by the

proliferation of a number of small, independent literary magazines headed by young, middle-

class writers and critics. Their publications represented a critical challenge to the Argentine

literary establishment, which was hitherto almost exclusively comprised of intellectuals

336

belonging to the nation’s elite. This occurred, furthermore, in a historical moment marked by

the military coup of 1955, which interrupted the first decade of populist rule in Argentina, and

accelerated the country’s incorporation into a capitalistic process of economic and cultural

modernization and internationalization.

Why was literary criticism such a privileged space of intervention in these years, as it

never had been before, and perhaps never would be again? How to account for the sudden

visibility of these small magazines, which even such a measured commentator as the

Uruguayan critic Emir Rodríguez Monegal said (1955) promised to renovate Argentine

literature?

The magazines which most studies of this renewal of criticism have focused on—

Centro (1951-59), Las ciento y una (1953), Contorno (1953-59)—are but the tip of a growing iceberg

of critical activity, to which a broad range of publications dedicated space with growing

regularity. I use the term critical infrastructure to refer not to the quantity of such publications

or the amount of space they devote to literary criticism, though this is, of course, also relevant.

Rather, it refers to the fact that the critical discourse produced by these magazines, in the

context of a series of transformations that we can refer to as the massification of publishing,

experienced a qualitative change, as they began to fulfill a function never so necessary for the

circulation and appropriation of books and texts.

I use the term “infrastructure” in its most quotidian sense. As the sale of printed

materials became more anonymized, they required an infrastructure such as visible and

strategically located retail spaces, or door to door sales and an efficient postal system, as well

as bookshelves, stands, and vendors well-versed in their wares. As the printed materials which

co-existed in the same “spaces”—including retail spaces, collections, formats, genres,

publishers etc.—became more heterogeneous, there was a growing need for a discursive

337

infrastructure. This infrastructure allowed not only for the spread of information, but also for

the development and dissemination of modes of appropriation without which books are, in

the strict sense, useless.

The emergent function of critical discourse, which I describe in the introduction, is

thus the counterpart of the process of material indifferentiation which occurred through the

development of publishing practices in the first half of the twentieth century (chapter 1). In the

first decades of the twentieth century, there was still a relatively clear material separation

between what we can call the “lettered circuit” (which included exclusive bookstores, highly

expert booksellers, European prints in their original languages, and select Argentine

publications), and the “popular circuit,” (which included cheap prints of cult classics and

popular texts, popular poetry, and pulp fiction in low-quality print, usually sold in kiosks and

more miscellaneous stores). Beginning shortly after World War I, a variety of small publishing

hourses began to intervene in the struggle over the social status of the book. Certain

“cultured” projects tried to promote the value of the literary work as a singular object and

autonomous experience. Others, with an eye towards mass culture, embraced the creation of

books collections which followed diverse criteria, thereby recognizing and affirming the

generic and reproducible nature of the readers’ interests.

The book industry soon underwent a rapid shift, as the large editorial houses founded

during those years expanded to include heterogeneous markets. In doing so, they brought

formats and points of sale together in the same catalogues which were hitherto imagined to be

incompatible. In addition, through their advertising investments, they supported the

construction, expansion, and regularization of bibliographic sections and specialized

magazines. In prior decades, a variety of publishing houses had sought to strategically

complement their serial and unique publications, with the intention of increasing overall

338

output, consolidating a reading public, and creating steady demand for their unique

publications. The modern “synergy” of reviews and advertising fulfilled this same function,

with an additional benefit: the existence of a diversity of publications allowed for and

maximized a growing variety of modes of appropriation, which would be re-elaborated and

disseminated in the form of “abstract” values and criteria to determine, on the one hand, what

types of interactions through literature were legitimate. They also aimed at establishing what

types of texts were appropriate reading material for different publics, purposes, and contexts.

Unified markets—like the modern city itself, from which they are inseparable—

increased the mutual visibility of objects of consumption and heterogeneous, necessarily

stratified practices. The relative uniformity and growing accessibility of cultural goods, which

are characteristic of what we can call massification—points which I will elaborate in the first

section of the Introduction—rendered modes of appropriation more heterogeneous and

differentiated. This accounted, as well, for the importance and visibility of critical discourses.

The expansion of publics, and the flagrant commodification of the book—whose concurrence,

of course, is not at all unexpected—produced a proliferation of modes of appropriation of

literature. In the latter sections of the Introduction and in chapters 2 and 3, I analyze some of

the positions and strategies adopted by intellectuals belonging to the rising middle class, from

whom the renovation of literary criticism is said to have arisen. These groups—who aspired

and needed to render literature at once a livelihood, a prestigious activity, and a platform for

public intervention—were also obliged to develop complex strategies to condemn both the

exclusionary model of the literary elites, and the multiplicity of “recreational” uses of texts.

Such “recreational” uses revealed a rapidly growing public readership, which appeared to

these educated middle class critics alternately as a great historical opportunity for literature

(and by the same token, for the country), or as simply another cog in the industrial and

339

commercial machinations of the new publishing houses. The “modernity” usually attributed

to this renovation of criticism is not foreign to this two-fold challenge they established and

experienced with irreproducible intensity. It is to this, also, that the urge of successive

generations of Argentine critics to define themselves through engagement with some of the

most emblematic texts of this period can be attributed. This was, after all, a time when the

middle classes grew and purchasing power increased, when higher education was extended,

and the commercial circulation of cultural goods expanded (including books, theater, cinema,

fashion). In this context of rapid transformations, the renewal of criticism expanded

literature’s capacity for interpellation—that of Argentine literature in particular—, and

offered reasons and resources to the emergent publics to be part of its myths and practices.

But it also developed and disseminated new exclusionary standards appropriate for this

transformed space, thereby granting, together with the widening of the room to discuss the

legitimacy of literary practices, new forms of “elitism”—which hitherto seemed under

exclusive control of a small cultural elite.

In this sense, the massified public presented both possibilities and dangers, as some of

the young critics recognized, with the common mix of “memory and desire” that such

moments of transformation proffer: anachronistic fantasies, counterfactual readings, and a

dose (important in this case) of bittersweet lucidity. This is what chapter 2 explores, first and

foremost by briefly contextualizing this “generation” of critics in the historical moment of the

1950s. By analyzing a series of heterogeneous texts—the most emblematic example of which is

the Sociologia del público argentino, published by the 28-year-old Adolfo Prieto in 1956—I

attempt to understand the way in which the public has become a problem. The critical

elaborations of the enigmatic figure of the reader appeared indeed as a synecdoche of more

general concerns; some of these are the reformulation of literary culture in the age of its

340

massified circulation; the role of literary magazines in the “organization” of the public; the

destiny of the traditional pedagogical function of intellectual labor faced with the burgeoning

legitimacy of heterogeneous uses of texts, and, finally, the “myth of the writer-public

intellectual”, a figure which Prieto himself, years later, claimed had disappeared with his

generation.

Thus, the transformations of the 1950s were conditions of possibility on two planes for

the renovation of criticism. Epistemologically they allowed for a reassessment of Argentine

literature’s foundering liberal and aristocratic tradition. Materially they provided an

infrastructure that required an increased circulation of critical discourses, necessary to ease

both the (general) disorienting effects of book indifferentiation, and the distressing sensation,

for those entering the realm of “culture” without genealogy or family library, of sudden

immersion in “the massive Being of capital”, to quote Fredric Jameson. These latter two

concerns are evidenced in on of the most vicious and at times humorous magazines of the

decade: the short-lived Letra y Línea (1953-54), published by an array of poets and writers

associated with the avant-guarde movements, including both “historical” strains such as

surrealism, and those which had spread in the previous decade, especially in poetry and visual

art, including constructivism, concretism, and abstractionism. Quite foreign to the liberal

tradition and “mythology” which still predominated among the more emblematic innovators

of criticism (Héctor A. Murena, David and Ismael Viñas, Prieto himself), the analysis and

trajectory of the Letra y Línea group and its novel publication reveal the extent of the

transformations I describe. It also speaks to the increased visibility and relevance criticism

offered to such relatively marginal actors in the literary field. This last fact is perhaps most

visible in the arrogant and incriminatory tone of many of the magazine’s texts, which

341

prompted a satirical and no less hostile reprimand from Jorge Luis Borges and Adolfo Bioy

Casares.

In a recent dossier on Argentine criticism published by the magazine La Biblioteca, an

anonymous blurb reads: “Literary criticism in Argentina allowed for personal styles. In fact,

one could say that criticism begins to exist only when it appears as a personal style” (La

Biblioteca 4-5 10). This dissertation does not attempt to solve that old and persistent of

sociological debates—structure or agency? Like much of the literature about Argentine

criticism, the dossier chooses to focus on individuality, influences, and detours. For the sheer

sake of originality (the only academic motivation which is beyond reproach), I have focused

instead on tracing the conditions which rendered criticism in those years a conflictive

discourse and a privileged space for intervention. Such an approach, additionally, allows for

an adequate rendering of the collective character of this period, during which the

construction of communities and of spaces of collective articulation—such as magazines—

was particularly pronounced and powerful.

342

Conclusion

In 1960, the small literary magazine El Grillo de Papel, today considered an emblematic

publication, celebrated a year of rapid visibility and abundant controversy. The anniversary

issue included a short, self-centered vignette. There, it was revealed that

[l]a revista, con una falta total de originalidad, estuvo a punto de llamarse

“Encuentro” (nombre que, más tarde, demostró tener una falta total de visión

profética). (El Grillo de Papel 6 34)

Such inflammatory discourse became El Grillo de Papel’s distinctive rhetorical style

right from the outset. In each issue, the staff would record and multiply the effects of its

sarcasm with undeniable pride—as seen in the preceding quote. It was probably not the most

ruthless magazine of the decade, given how competitive that particular niche had become;

that much we said in the Introduction. It was, however, probably the one that most lightly

acknowledged the extent to which rhetorical violence had become widespread throughout the

burgeoning, highly interconnected scene of small literary magazines. And by lightly I mean

with the greatest sense of humor.

Surprisingly enough, this magazine was going to be called “Encuentro”. Since catalogs

of Argentine literary magazines do not include a single publication with this name before 1959,

we may conclude that the lack of originality referred not to the name but to the underlying

idea. And, as we said, this was indeed a common discourse at the time, according to which

magazines were expected to function as devices of cohesion—be it among “intellectual

groups” (as demanded by some of Ciudad magazine [1954-55]’s contributors) or within the

reading public itself, as advocated by Adolfo Prieto in his Sociología del público argentino (1956).

343

As for the reading public, the very need for a “sociology” to render it intelligible was

indicative of the demise of a previously assumed transparency in relation to the most basic

constituents of literary culture: books and reading. Such was indeed the point of departure for

both Prieto’s claim in is “failed” Sociología and for philosopher Francisco Romero’s, who

demanded two years later a sociological study of the reader as a necessary step towards a

“política del libro”. Although similarly-looking books were still being bought and sold in

similarly-looking retail spaces, they were acquired following ostensively heterogeneous

“desires” and “motives” (Sociología 79). The most visible of them, entertainment, was

undergoing increasing legitimization both through the growing prestige of genres which were

supposed to vindicate it —chief among them, detective fiction—and through the rise of book

advertising. It was clear, as Prieto did not fail to note, that a good deal of the book market’s

expansion was triggered by what De Sagastizábal more recently called in passing “pleasant

literature” (90).

Prieto, however, posited that the readers of Argentine literature (both the “good” and

the “mediocre”, he said) coincided with the readers of works of “high culture” (110). Simply

put, that readers of “pleasant literature” in translation did not read local authors. Even if the

vagueness of all these terms makes any verification extremely difficult, his opinion seems to

coincide with more recent research on one point: until the end of the 1950s, local authors seem

to have capitalized only modestly on the ongoing expansion of the reading public.

Towards the end of the 1960s, by contrast, critic Rodolfo Borello could claim that the

observations about the public made in Sociología del público argentino were no longer valid.

Argentine writers had been producing best sellers regularly for several years, and had been

advertised as such since even before that. The percentage of national authors in the catalogs

of the main publishing houses, said Borello, was already higher than that of foreign ones—in

344

a context where the market for foreign copyrights was becoming more competitive due to the

growing presence of Mexico and Spain.

As we saw, it was during the 1950s that an increasingly virulent literary language

proliferated, particularly in the growing scene of small independent magazines. This language

was often perceived as a break in the “pact of civility” ruling over the literary space. It spread

rapidly through the enlarged and ever more interconnected platforms for criticism, mainly

devoted to a reviewing activity aimed at making distinctions among an increasing and

increasingly undifferentiated variety of books. Most of these entered circulation already

discourse-heavy—bearing a book flap, back cover, press release, and advertising—but their

only way of circulating was to keep accumulating discourse as they moved. The small literary

magazines I have looked at took careful note of this need for “cultural information” (Letra y

Línea 1 1), which I rephrased more specifically as a need to develop and reinvent effective

modes of appropriation in the face of a “discursive reorganization”295 of the distribution of

books and literature. Thus, these magazines took it upon themselves to produce inequality—

that is, hierarchized differences—and advocated, as an ethical duty, to have it also enforced by

the national newspapers, which struggled at first to redefine their role.

The dominant characteristics of the criticism exercised in the small magazines of the

new generation were established in view a two-fold challenge: literary experience was to be

expropriated from the hands of both the cultural elite and market logic. But it was precisely

the new conditions of the literary market—the complex set of quantitative and qualitative

transformations we have referred to with the term massification—which granted these critics

and their emerging magazines an unprecedented position from which to dispute the

legitimacy of modes of appropriation of literature. In a period where the value of literary

295
I borrow this term from Terry Eagleton (12).
345

practices and their social boundaries were highly contested and seemed to be of public

relevance, the volume of the literary space was louder than ever before.

El Grillo de Papel constitutes both a culmination and a turning point in the trajectory we

have succinctly described. Released only a few months after the Cuban Revolution, in its

pages the revolutionary horizon is the valve that oxygenates the “congested air” of the

“enclosed spaces” from which literature, according to small magazine directors Aldo

Pellegrini and Ismael Viñas (from Letra y Línea and Contorno), had to be rescued. No traces of

acrimony or pedagogy296 can be found in El Grillo de Papel. Its contributors identify as leftist,

committed to the cause of man, and supporters of the social revolution, but the argumentative

efforts they invest to convince the reader of such goals are surprisingly scarce. These identity

traits, regularly evoked, are but the coordinates within which their main battle takes place: to

find some space of autonomy for literature (and for art in general) within the Left. This space

would allow for “artistic quality”—which “is a matter of urgency”—to be prioritized (El Grillo

de Papel 1 2). Because “una verdadera obra de arte influye más, infinitamente más sobre las

estructuras económicas de lo que puede influir, sobre ellas o sobre nadie, un desconocido

mamarracho” (3 10). During that first year they featured short stories and poems by a variety

of Argentine authors, some of which were to become true best sellers in the years to come,

such as Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Beatriz Guido, and the magazine director himself,

Abelardo Castillo.

José Luis de Diego, as we said, identified a temporal discrepancy between the “Golden

Age” of the Argentine book industry—declining around 1953—and a period of real “cultural

impact” for Argentine (and Latin American) authors. The latter, which is usually associated

296
For an understanding of pedagogy as a common note in both élite magazine Sur and new generation magazine
Contorno, see Panesi.
346

with the Boom of the Novel of the following decade, may already be discernible toward the

end of the 1950s.

A medida que la industria editorial argentina iniciaba su decadencia por la

pérdida de mercados externos, encontraba en el mercado interno y, en especial,

en autores argentinos y latinoamericanos, las vías de supervivencia y de su

momentánea recuperación. (Editores 114)

However, as we already said, local authors had capitalized to a smaller degree on the

expansion of the reading public, which according to contemporary commentators consumed

foreign books abundantly. Given this fact, and since protests about the lack of interest among

readers and of confidence among publishers, bookkeepers, and authors themselves in

Argentine literature were almost unanimous until well into the 1950s, it seems

counterintuitive to posit that local authors were prioritized in view of the increased

importance of local readers.

In the meantime, in just a few years, many things need to have changed, both in the

development of the modes of appropriation of local literature and in the modes of

consumption encouraged by the publishing industry. While the national/foreign dichotomy

was losing strength during 1950s in relation to a distinction between “authentic” and

“commercial” literature, the mode of appropriation embraced by El Grillo de Papel suggests

that another dichotomy was also being eroded, one that was still central for Sociología del public

argentino in 1956: that which seemed to divide the practice and appropriation of literature

between the mutually exclusive realms of responsibility—of commitment—and that of

pleasure.

347

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