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LA CATEQUESIS DE LOS PRINCIPIANTES

(Los primeros 15 parágrafos.)


Traducción: José Oroz Reta, OAR

OCASIÓN DEL LIBRO

1 1. Las tres dificultades de Deogracias. — (1) Me pediste, hermano Deogracias, que te


escribiera algo que pudiera serte útil acerca de la catequesis de los principiantes. Me decías,
en efecto, que en Cartago, donde eres diácono, a menudo te presentan algunos que van a
recibir su primera formación en la fe cristiana, porque creen que tienes abundantes dotes de
catequista, por tus conocimientos de la fe y la persuasión de tus palabras. Tú, en cambio,
según confiesas, casi siempre te encuentras en dificultad cuando tienes que exponer
adecuadamente aquellas verdades que debemos creer para ser cristianos. No sabes cómo ha
de comenzar y terminar la exposición; si, terminada ésta, debes añadir alguna exhortación o
más bien los preceptos, mediante la observancia de los cuales el oyente debe aprender a
mantenerse cristiano de profesión y en la realidad. (2) Me confesaste además y te quejabas
de que a menudo, durante un discurso largo y desgarbado, tú mismo te sentías insatisfecho y
aburrido, y más aún las personas que instruías con tus palabras y los que te escuchaban. Y
ante estos hechos te sentías obligado a pedirme, por la caridad que te debo, te escribiera algo
sobre este tema, si ello no me era muy gravoso en medio de mis ocupaciones.

2. (3) Por lo que a mí toca, ya que nuestro Señor me manda ayudar a cuantos me ha dado
como hermanos por medio del trabajo que pueda realizar gracias a la generosidad del mismo
Señor, me veo obligado a aceptar muy gustoso tu invitación e incluso a dedicarme a ese
trabajo con una voluntad pronta y servicial, en virtud de la caridad y el servicio que te debo,
no sólo a ti personalmente, sino también de modo general a nuestra madre la Iglesia. (4) En
efecto, en cuanto me doy cuenta de que algunos de mis hermanos se encuentran en
dificultades1 para ese menester, cuanto más deseo que los tesoros divinos sean distribuidos
con largueza2 tanto más debo yo tratar, en la medida de mis fuerzas, de que puedan llevar a
cabo con facilidad y sin obstáculo lo que ellos persiguen con diligencia e interés.

EXPERIENCIA PERSONAL DE AGUSTÍN

2 3. Las ideas y su expresión verbal. — (1) Por lo que se refiere a tu propia experiencia, no
quisiera te preocuparas de que con frecuencia tu discurso te parezca pobre y aburrido, pues
muy bien puede suceder que, mientras a ti te parece indigno de los oyentes lo que les estás
diciendo, porque deseabas que escucharan una cosa mejor, la opinión de aquellos que estás
instruyendo sea muy diferente. (2) Tampoco a mí me agradan casi nunca mis discursos. En
efecto, estoy deseando un discurso mejor, del que con frecuencia me estoy gozando en mi
interior, antes de comenzar a expresarlo con palabras sonantes; y cuando me parece inferior
al que yo había imaginado, me entristezco porque mis palabras no han podido reflejar
fielmente mis sentimientos. (3) Estoy deseando que el que me escucha entienda todo como
yo lo entiendo, y me doy cuenta de que no me expreso del modo más apto para conseguirlo.
Esto es debido, sobre todo, a que lo que yo comprendo inunda mi alma con la rapidez de un
rayo; en cambio, la locución es lenta, larga y muy diferente, y mientras van apareciendo las
palabras, lo que yo había entendido se ha ya retirado a su escondrijo. Pero, dado que dejó
algunas huellas impresas de modo admirable en la memoria, dichas huellas permanecen en
las cantidades de las sílabas. (4) Y de esas huellas nosotros derivamos los signos o símbolos
sonoros que constituyen la lengua latina, la griega o la hebrea, o cualquiera otra, tanto si esos
signos quedan en nuestra mente como si los expresamos oralmente. Sin embargo, aquellas
huellas no son ni latinas, ni hebreas, ni propias de ningún pueblo, sino que se forman en la
mente, como la expresión en el cuerpo.

(5) En efecto, la palabra ira se dice de modo diverso en latín, en griego y de modos diversos
en las demás lenguas; pero la expresión de la persona airada no es ni latina ni griega. Por eso,
cuando uno dice iratus sum no lo entienden todos, sino solamente los latinos. Pero si la pasión
del ánimo airado asoma al rostro y muda éste de expresión, todos los que lo ven se dan cuenta
de que aquella persona está irritada.
(6) Con todo, no es posible exteriorizar y, por así decir, grabar en los sentidos de los oyentes,
mediante el sonido de la voz, las huellas que la intuición ha dejado en la memoria con la misma
claridad y evidencia que la expresión de nuestro rostro: aquellas huellas están dentro de la
mente, mientras que la expresión del rostro está fuera, en el cuerpo. Por lo mismo, podemos
darnos cuenta de cuán diferentes son el sonido de nuestras voces y la claridad penetrante de
la intuición, cuando ni siquiera ésta es semejante a la impresión misma de la memoria.

(7) Nosotros, en cambio, deseando con ansia la mayoría de las veces el provecho de nuestros
oyentes, queremos hablar tal como entonces pensamos, cuando en realidad, y a causa de
nuestro esfuerzo, no podemos hablar. Y como no lo conseguimos, nos atormentamos y nos
vemos invadidos por el tedio, como si estuviéramos realizando una obra inútil; y a causa del
tedio, nuestro discurso se va haciendo más lánguido y menos vivo de lo que era en el momento
inicial de nuestro desánimo.

4. La tarea del catequista. Plan general del libro.— (8) Pero la atención de los que desean
escucharse me convence con frecuencia de que mis palabras no son tan frías como a mí me
parece, y al través de su satisfacción descubro que están sacando algún provecho de mi
discurso; así, pues, pongo gran interés en desempeñar con atención este servicio en el que
veo que mis oyentes reciben con agrado lo que yo les expongo. (9) De la misma manera,
puesto que con mucha frecuencia se te encomiendan los que han de ser instruidos en la fe,
también tú debes pensar que tus palabras no desagradan a los demás como te desagradan a
ti, ni debes considerarte inútil cuando no llegas a explicar tus propias ideas según tus deseos,
pues a veces ni siquiera intuyes las cosas como desearías. (10) Porque, efectivamente, ¿quién
no ve en esta vida sino mediante enigmas y como en un espejo? 3 Ni siquiera el amor es tan
grande que pueda penetrar, rota la oscuridad de la carne, en la serena eternidad, de donde
de alguna manera reciben su luz hasta las cosas perecederas. (11) Pero ya que los buenos
avanzan de día en día4 hacia la visión del día eterno, que no conoce las revoluciones del sol ni
las sucesiones de la noche, que ni ojo vio, ni oído oyó, ni jamás subió al corazón del hombre 5,
la razón principal por la que nosotros despreciamos nuestros discursos a los que instruimos es
ésta: que nos agrada la originalidad en nuestra exposición y nos disgusta hablar de cosas ya
conocidas.

(12) Y, sin duda alguna, se nos escucha con mayor agrado cuando también nosotros nos
recreamos en nuestro propio trabajo, porque el hilo de nuestro discurso vibra con nuestra
propia alegría y fluye con más facilidad y persuasión. (13) Por lo mismo, no es difícil tarea
establecer las cosas objeto de la fe que debemos exponer, desde dónde y hasta dónde deben
ser tratadas; ni cómo hemos de variar la exposición para que unas veces sea más breve y otra
más extensa, con tal que siempre sea plena y perfecta; o cuándo debemos servirnos de una
fórmula breve y cuándo de otra más extensa. En todo caso, lo que siempre hemos de cuidar
sobre todo es ver qué medios se han de emplear para que el catequista lo haga siempre con
alegría, pues cuanto más alegre esté más agradable resultará. (14) La razón de esta
recomendación es bien clara: si Dios ama al que reparte con alegría las cosas materiales, ¿con
cuánta más razón amará al que distribuye las espirituales? 6 Pero el que esta alegría aparezca
en el momento oportuno corresponde a la misericordia de aquel que nos ordena la
generosidad.

(15) Así, pues, de acuerdo con tus deseos, trataremos primero del modo de la exposición,
luego del arte de enseñar y exhortar y, finalmente, de la manera de conseguir esta alegría,
según lo que Dios nos vaya sugiriendo.

PARTE PRIMERA

Del método y teoría de la catequesis

NORMAS PARA LA EXPOSICIÓN DE LA FE

3 5. La base son los hechos más importantes de la historia religiosa.— (1) Tenemos una
exposición completa cuando la catequesis comienza por la frase: Al principio creó Dios el cielo
y la tierra7, y termina en el período actual de la historia de la Iglesia. (2) Pero no por eso
debemos recitar de memoria, aunque lo hayamos aprendido palabra por palabra, todo el
Pentateuco, y todos los libros de los Jueces, de los Reyes y de Esdras, y todo el Evangelio y
los Hechos de los Apóstoles, y tampoco hemos de explicar y comentar en nuestra exposición
todo lo que se nos cuenta en esos libros, pues ni hay tiempo ni a ello nos vemos obligados
necesariamente. Más bien hay que compendiar de forma resumida y general todas las cosas,
de modo que escojamos los hechos más admirables que se escuchan con más agrado y que
constituyen los pasajes mismos del relato. Y no conviene mostrar tales hechos como entre
velos para quitarlos inmediatamente de la vista; antes, al contrario, deteniéndonos en ellos
algún tiempo, debemos exponerlos y desentrañarlos y ofrecerlos a la admiración de los oyentes
para que los examinen y contemplen con atención. En cuanto al resto, podemos insertarlo
dentro del contexto mediante una rápida exposición. (3) De esta forma, lo que deseamos
poner más de relieve resaltará más frente al papel secundario de lo demás; y aquel a quien
deseamos estimular con nuestra exposición no llegará cansado a la narración, y no se
encontrará confundida la mente del que debemos instruir con nuestras enseñanzas.

6. La explicación de todo radica en la caridad. — (4) Por supuesto que en todas las cosas
conviene no sólo tener presente la finalidad del precepto, es decir, de la caridad, fruto de un
corazón puro, de una conciencia recta y de una fe sincera 8, para dirigir a ella todo cuanto
decimos, sino también mover y orientar hacia esa misma finalidad la atención del que
instruimos con nuestras palabras. (5) Pues, en efecto, todo lo que leemos en las Sagradas
Escrituras fue escrito exclusivamente para poner de relieve, antes de su llegada, la venida del
Señor y prefigurar la Iglesia futura, es decir, el pueblo de Dios, formado de entre todas las
razas, que es su cuerpo9. Y en éste se incluyen y se cuentan todos los santos que vivieron en
este mundo, incluso antes de la venida del Señor, y cuantos creyeron que había de venir, con
la misma fe con que nosotros sabemos que ha venido ya.

(6) Así como al nacer Jacob sacó fuera del seno materno, en primer lugar, la mano con que
agarraba el pie de su hermano, nacido antes, y luego asomó la cabeza, e inmediatamente,
como es lógico, los demás miembros 10; y así como la cabeza precede en poder y dignidad no
sólo a los miembros que salieron después, sino incluso a la misma mano que le precedió al
nacer, y aunque la cabeza no fue la primera en aparecer, pero sí lo es en el orden de la
naturaleza, (7) así también nuestro Señor Jesucristo, antes de manifestarse en la carne y, en
cierto modo, antes de salir del seno de su misterio y de presentarse a los ojos de los hombres
como mediador ante Dios y los hombres, Dios que está sobre todos los seres 11 y es bendito
por los siglos12, envió previamente, entre los santos patriarcas y profetas, una parte de su
cuerpo, anunciando con ella, como con la mano, su futuro nacimiento. E incluso aherrojó al
pueblo que le había precedido orgullosamente con los vínculos de la ley, como con cinco
dedos, (8) porque al través de los cinco períodos de la historia no cesó de anunciar y profetizar
su venida, y de acuerdo con esto escribió el Pentateuco por medio de aquel que estableció la
ley13. Y los soberbios, de sentimientos carnales14, deseosos de instaurar su propia justicia 15, no
fueron colmados de bendiciones por la mano abierta de Cristo, sino que se vieron retenidos
por la mano cerrada y apretada. Y, en consecuencia, les fueron atados los pies y cayeron por
tierra16; nosotros, en cambio, nos levantamos y fuimos encumbrados.

(9) Así, pues, aunque, como he dicho, Cristo el Señor había enviado por delante una parte de
su cuerpo, entre los justos que le precedieron en cuanto al tiempo de su nacimiento, sin
embargo, él es la cabeza de la Iglesia 17, y todos aquellos justos se unieron al mismo cuerpo,
cuya cabeza es Cristo, mediante la fe en aquel que anunciaba. Y no se apartaron de él por
haber nacido antes, sino que fueron incorporados por haberse sometido a su voluntad. Pues
aunque la mano pueda salir antes que la cabeza, su articulación está dependiendo de la
cabeza. (10) Por eso, todo lo que fue escrito antes lo fue para nuestra enseñanza 18 y fue figura
de nuestra realidad, y como símbolo aparecía en ellos; pero, en realidad, fue escrito para
nosotros19, para quienes llega el final de los tiempos20.

EL AMOR DE DIOS Y SU VENIDA

4 7. Correspondencia al amor de Dios. — (1) Ahora bien, ¿cuál ha sido en realidad la razón
más grande para la venida del Señor si no es el deseo de Dios de mostrarnos su amor,
recomendándolo tan vivamente? Porque, cuando todavía éramos enemigos, Cristo murió por
nosotros21. Y esto porque el fin del precepto 22 y la plenitud de la ley es la caridad23, a fin de
que nosotros también nos amemos unos a otros24, y así como él dio su vida por nosotros,
también nosotros demos la nuestra por los hermanos 25. Y porque Dios nos amó primero y no
perdonó la vida de su Hijo único, sino que lo entregó por todos nosotros 26, si antes nos costaba
amarle, ahora al menos no nos cueste corresponder a su amor.
(2) No hay ninguna invitación al amor mayor que adelantarse en ese mismo amor; y
excesivamente duro es el corazón que, si antes no quería ofrecer su amor, no quiera luego
corresponder al amor. (3) Bien advertimos esto en los mismos amores ilícitos y vergonzosos:
los que buscan ser correspondidos en sus amores no hacen sino manifestar ostentosamente,
por los medios a su alcance, cuánto aman, y tratan de poner por delante la imagen de la
justicia para poder exigir, en cierto modo, la correspondencia de aquellos corazones que tratan
de seducir. Y se abrasan todavía más, con una pasión más ardiente, cuando ven que las almas
que desean conquistar se van encendiendo en su misma pasión. Por tanto, si hasta un corazón
encendido se abrasa más todavía al sentir que es correspondido en su amor, es evidente que
no hay causa mayor para iniciar o aumentar el amor como el darse cuenta de que es amado
quien todavía no ama, o que es correspondido el que ya amaba, o que espera ser amado o
comprueba que ya lo es.

(4) Y si esto sucede hasta en los amores ilícitos, ¿cuán más plenamente en la amistad? Pues
¿qué otra cosa tememos más en las faltas contra la amistad sino que nuestro amigo piense o
que no le amamos o que le amamos menos de lo que él nos ama? Porque si llegase a creer
esto, sería más frío en su amor, gracias al cual los hombres gozan de la mutua amistad. Y si
ese amigo no es tan débil que se deje enfriar completamente en su amor ante esa ofensa, se
mantendrá en un amor de conveniencia, pero no de gozo.

(5) Realmente merece la pena observar que, si los superiores desean ser amados por sus
inferiores y se alegran de su obsequiosa obediencia, y cuanto más obedientes los ven tanto
más los aprecian, con mucho más amor se inflama el inferior cuando se da cuenta de que el
superior le ama. (6) En efecto, el amor es tanto más grato cuanto menos se agosta por la
sequedad de la indigencia, y más profusamente fluye de la benevolencia: el primer amor
procede de la miseria; el segundo, de la misericordia. Y si acaso el inferior no esperaba la
posibilidad de ser amado por el superior, se sentirá movido de modo inefable al amor si aquel
espontáneamente se digna manifestarle cuánto le ama a él, que nunca habría osado esperar
un bien tan grande.

(7) ¿Y qué hay más excelso que un Dios que juzga y más desesperado que un hombre pecador?
Éste tanto más se había entregado al yugo y al dominio de las soberbias potestades, que no
pueden hacerlo feliz, cuanto más había desesperado de poder ser considerado por aquella
autoridad, que no desea distinguirse por la malicia, sino que es sublime en su bondad.

8. La venida de Cristo, prueba del amor de Dios. — (8) Por tanto, si Cristo vino a este mundo
para que el hombre supiera cuánto le ama Dios y aprendiera a encenderse inflamado en el
amor del que le amó primero27, y en el amor del prójimo, de acuerdo con la voluntad y el
ejemplo de quien se hizo prójimo al amar previamente no al que estaba cerca, sino al que
vagaba muy lejos de él; y si toda la Escritura divina, que ha sido escrita antes de su venida,
ha sido escrita para preanunciar la llegada del Señor28, y si todo cuanto más tarde fue recogido
en las Escrituras y confirmado por la autoridad divina, nos habla de Cristo y nos invita al amor,
es evidente que no sólo toda la Ley y los Profetas29 —que hasta entonces, cuando el Señor
predicaba, constituían la única Escritura Santa—, sino también todos los libros divinos que más
tarde han sido reconocidos para nuestra salvación y conservados para nuestra memoria, se
apoyan en estos dos preceptos del amor de Dios y del amor del prójimo. (9) Por esta razón,
en el Antiguo Testamento está velado el Nuevo, y en el Nuevo está la revelación del Antiguo.
Según aquella velación, los hombres materiales, que sólo entienden carnalmente 30, están
sometidos, tanto entonces como ahora, al temor del castigo. En cambio, con esta revelación
los hombres espirituales que entienden las cosas espiritualmente se ven libres gracias al regalo
del amor: los de entonces, a los que fueron reveladas incluso las cosas ocultas porque las
buscaban en su piedad, y los de ahora, que buscan sin soberbia para que no se les oculten las
cosas reveladas.

(10) Como quiera que nada se opone más a la caridad que la envidia, y la madre de la envidia
es la soberbia, el Señor Jesucristo, Dios y hombre, es al mismo tiempo una prueba del amor
divino hacia nosotros y un ejemplo entre nosotros de humildad humana, para que nuestra más
grave enfermedad sea curada por la medicina contraria. Gran miseria es, en efecto, el hombre
soberbio, pero más grande misericordia es un Dios humilde.
(11) Por consiguiente, teniendo presente que la caridad debe ser el fin de todo cuanto digas,
explica cuanto expliques de modo que la persona a la que te diriges, al escucharte crea,
creyendo espere y esperando ame31.

DISPOSICIONES DEL CATEQUIZANDO

5 9. Disposiciones para la eficacia de la catequesis. — (1) Añadamos que la caridad se puede


edificar partiendo de la misma severidad de Dios, que sacude con terror salubérrimo los
corazones de los hombres, de forma que el hombre, que se alegra de ser amado por aquel a
quien teme, se atreva a corresponder a su amor, y aunque pudiera hacerlo impunemente, se
avergüence de ofenderlo por un sentimiento de pundonor. (2) En verdad, muy raras veces,
por no decir nunca, sucede que el que se presenta para hacerse cristiano no esté movido por
un cierto temor de Dios. Si en realidad quiere hacerse cristiano porque espera lograr algún
beneficio humano de parte de personas, a las que, de otra manera, no podría agradar, o para
evitar la enemistad de otros cuya hostilidad y malos tratos teme, ese tal no quiere serlo
realmente, sino simularlo. Sabemos que la fe no es objeto del cuerpo reverente, sino del alma
creyente. (3) Con todo, casi siempre interviene la misericordia de Dios, por medio del
ministerio del catequista, de modo que aquel hombre, conmovido por el discurso, desee de
verdad hacerse lo que antes pensaba simular: cuando comience a desear esto, pensemos que
ya ha venido hasta nosotros.

(4) Nosotros, ciertamente, desconocemos el momento en que un hombre, que está presente
ante nosotros, ha venido en realidad; por eso debemos obrar con él de modo que llegue a esa
decisión, si es que no la tiene ya. Porque si ya está decidido, nada se pierde, pues nuestro
modo de proceder le anima, aunque no sepamos en qué momento o en qué circunstancia se
ha producido su decisión. (5) Ciertamente es útil, siempre que esto sea posible, que nos
enteremos a tiempo de parte de los que le han conocido acerca de su estado de ánimo y de
los motivos que le han empujado a abrazar nuestra religión. Y si no hubiera ninguno que
pudiese informarnos sobre esto, debemos preguntárselo a él mismo directamente, para
comenzar nuestra instrucción de acuerdo con lo que él hubiera respondido. (6) Si con fingidas
intenciones se acercó, buscando ventajas o evitando incomodidades, seguirá mintiendo con
seguridad. No obstante, podemos comenzar nuestra explicación partiendo de su misma
respuesta mentirosa, pero no para refutar sus mentiras, como si de ellas nos hubiéramos dado
cuenta, sino para que suponiendo que ha venido con buenas intenciones —lo cual siempre
acepta, sea verdad o no lo sea— y alabando y aceptando sus palabras, consigamos que se
complazca en ser tal cual él desea parecer a nuestros ojos.

(7) Pero si, por el contrario, hubiere respondido algo diferente de lo que debe animar los
sentimientos de quien va a ser educado en la religión cristiana, reprendiéndolo con mucha
dulzura y suavidad, como hombre rudo e ignorante, y demostrando y alabando el fin justísimo
de la doctrina cristiana, con seriedad y brevedad, para no robar tiempo a la futura exposición
y para evitar imponerle cosas para las que todavía no está preparado, hay que obrar de modo
que desee lo que todavía no quería por error o por falsedad.

MOTIVOS DE LA BÚSQUEDA DE DIOS Y PRIMERA INSTRUCCIÓN

6 10. Primeros pasos de la instrucción. — (1) Si tal vez hubiera respondido que ha sido una
inspiración divina la que le ha amonestado y amedrentado para hacerse cristiano, nos ofrece
una ocasión verdaderamente feliz para comenzar nuestra instrucción acerca del gran cuidado
que Dios tiene para con nosotros. (2) Sin duda alguna, su atención debe pasar del mundo de
los milagros y de las fantasías a ese otro más sólido de las Escrituras y de las profecías más
ciertas, a fin de que se dé cuenta de la gran misericordia que Dios ha empleado con él al
enviarle aquella advertencia antes de acercarse a las Santas Escrituras. (3) Incluso debe
hacérsele notar que el mismo Señor no le amonestaría o urgiría a hacerse cristiano e
incorporarse a la Iglesia, ni le habría iluminado con tales signos y revelaciones si no hubiera
querido que él recorriera con mayor tranquilidad y garantía el camino ya preparado en las
Escrituras Santas, en las que no debe buscar prodigios visibles, sino que deberá acostumbrarse
a poner su esperanza en las cosas invisibles: las Escrituras le comunicarán sus avisos no
mientras duerme, sino cuando está despierto.

(4) A partir de aquí debe iniciarse ya la explicación del hecho que Dios creó todas las cosas
muy buenas32, y se debe continuar, como dijimos, hasta los tiempos actuales de la Iglesia, de
manera que expongamos cada una de las realidades y hechos o acontecimientos que narramos
en sus causas y razones, por medio de las cuales refiramos todo a aquel fin del amor 33, del
que no debe apartarse un momento la intención del que habla ni del que escucha. (5) Si en
realidad los que son considerados y llamados buenos gramáticos intentan sacar alguna utilidad
de las fábulas de los poetas, que son ficticias y formadas al gusto de mentes superficiales,
aunque todo esto no sirva más que para la búsqueda de una vana satisfacción temporal, cuánto
más debemos nosotros estar en guardia para que todo aquello que exponemos, sin la
explicación de sus causas, no sea aceptado por unos motivos frívolos o por una malsana
ansiedad. (6) No por eso debemos detenernos en estas cosas de manera que, perdido el hilo
de nuestro discurso, nuestro corazón y nuestras palabras se enreden en recovecos de
explicaciones complicadas; antes al contrario, que sea la verdad misma de nuestros
razonamientos como el oro que engasta una serie de piedras preciosas, sin que con ello se
altere de modo desproporcionado el conjunto ornamental.

DEL CAMINO QUE HAY QUE SEGUIR

7 11. Exposición de la fe y de la moral. — (1) Una vez terminada la narración, debemos insistir
en la esperanza de la resurrección, y según la capacidad y facultades del oyente, y en función
del tiempo disponible, debemos ocuparnos, frente a las vanas burlas de los infieles, de la
resurrección del cuerpo y de la bondad del juicio final para los buenos, y de la severidad del
mismo para los malos, y de la justicia para todos. Una vez recordadas con horror y desprecio
las penas de los impíos, debemos predicar con ardor del reino de los justos y de los fieles y de
aquella ciudad celeste y de su gozo. (2) Este es el momento oportuno para instruir y estimular
la debilidad de los hombres frente a las tentaciones y los escándalos, de fuera o de dentro de
la Iglesia: fuera, contra los paganos, los judíos y los herejes; dentro, contra la paja de la era
del Señor34. Pero no hemos de enfrentarnos contra cada uno de los tipos de perversidad, ni
hemos de refutar cada uno de sus errores con argumentos propios, sino que, de acuerdo con
el poco tiempo de que disponemos, hemos de demostrar que todo esto ya estaba predicho, al
tiempo que mostramos la utilidad de las tentaciones para la instrucción de los fieles, y la
oportunidad de la medicina en el ejemplo de la paciencia de Dios, que permitió que estas cosas
permanecieran hasta el final 35.

(3) Cuando, en cambio, se trata de aquellos cuyos grupos malintencionados llenan


materialmente las iglesias, se le deben recordar de modo breve y conveniente, al mismo
tiempo, los preceptos de la convivencia cristiana y social, para que no se dejen seducir
fácilmente por los borrachos, los avaros, los tramposos, los jugadores, los adúlteros, los
fornicadores, los amantes de espectáculos, los vendedores de remedios sacrílegos, los
hechiceros, matemáticos o adivinos, los astrólogos o charlatanes, y otros de la misma calaña.
De esta forma no podrá pensar que ha de quedar impune al ver que muchos que se llaman
cristianos son partidarios de tales artimañas, y las practican y las defienden y las aconsejan y
las justifican. (4) Se le debe mostrar efectivamente con el testimonio de los libros sagrados
cuál es el fin que tienen garantizado los que perseveran en ese género de vida, y cómo deben
ser tolerados en la Iglesia, de la que al final de los tiempos serán separados. Al mismo tiempo
se le debe prevenir de que en la Iglesia también encontrará muchos buenos cristianos,
ciudadanos auténticos de la Jerusalén celestial36, si él mismo comienza a serlo.

(5) Por último, debemos advertirle cuidadosamente que no ponga su esperanza en el


hombre37: en realidad, no podemos juzgar fácilmente quién es justo, y aunque esto fuera
posible, el ejemplo de los justos no sirve para justificarnos a nosotros, sino que nos enseñan
los justos que, cuando los imitamos, también nosotros somos justificados por su propio
juez. (6) Y aquí llegamos al punto que debemos destacar especialmente, a fin de que el que
nos escucha, o mejor dicho, el que escucha a Dios por medio de nosotros, comience a
progresar en su modo de vida y en su doctrina, y avance con brío por el camino de Cristo, y
no se atreva a atribuirnos ni a nosotros ni a sí mismo esta realidad, sino que se ame a sí
mismo y a nosotros y a todos sus amigos en aquel y por aquel que le amó cuando era enemigo
y, justificándolo, quiso hacerlo amigo suyo 38. (7) En este punto me parece que no te hacen
falta maestros que te indiquen que, cuando tú o los que te escuchan, disponéis de poco tiempo,
debes ser breve, y si disponéis de más tiempo puedes extenderte más en la explicación: ésta
es, efectivamente, una regla que se aprende sin necesidad de que nadie nos dé normas para
ello.

CONDICIONES DEL CATEQUIZANDO


8 12. Catequesis de los hombres cultos. — (1) Ahora bien, hay algo que debes tener en
cuenta: cuando se te presenta para recibir la catequesis una persona muy culta en las artes
liberales, y que ha tomado la decisión de hacerse cristiano y viene precisamente para ello, es
casi seguro que posee un cierto conocimiento de nuestras Escrituras y de nuestros escritores,
y que, instruido en nuestras cosas, viene solamente para participar de nuestros sacramentos.
Estas personas, efectivamente, ya desde antes de hacerse cristianos, suelen investigar
diligentemente todo, comunicando y discutiendo sus inquietudes con quienes les
rodean. (2) Así, pues, con éstos hay que ser breve, sin enseñarles con pedantería lo que ya
conocen, sino resumiendo discretamente y haciéndoles ver que creemos que ya conocen esta
o aquella verdad, y en consecuencia enumeremos como de pasada lo que debe ser inculcado
a los ignorantes e incultos, de modo que, si la persona instruida ya lo conoce en parte, no nos
escuche como a un maestro, y si es que lo ignora todavía, lo vaya aprendiendo a medida que
vamos enumerando lo que creíamos ya conocido para él.

(3) Y ciertamente no será inútil que le preguntemos acerca de lo que le impulsó a hacerse
cristiano. Si resulta que ha sido persuadido por los libros canónicos o por otros libros valiosos,
explícale algo sobre ellos desde el principio, alabándolos por los diferentes méritos de la
autoridad canónica y por la diligencia y competencia de los autores, y poniendo de relieve,
sobre todo en las Escrituras canónicas, la salubérrima humildad de su admirable profundidad,
al tiempo que destacarás en los otros, según los valores de cada uno, el estilo de un lenguaje
más sonoro y pulido, adaptado a los espíritus más soberbios y al mismo tiempo a los más
humildes.

(4) Sin duda convendrá que te enteres, por lo que él te diga, acerca de sus lecturas preferidas,
y sobre qué otros autores ha leído con más frecuencia y que han influido en su decisión de
hacerse cristiano. (5) Según lo que nos haya dicho, si conocemos esos libros o si al menos
sabemos, por medio de otras iglesias, que han sido escritos por algún autor católico notable,
manifestémosle nuestra aprobación y alegría.

(6) Si, por el contrario, cayó en las obras de algún hereje y, sin saber tal vez que la verdadera
fe las rechaza, creyó en ellas por considerarlas escritas por un cristiano, debemos educarlo
con cuidado, presentándole la autoridad de la Iglesia universal y de los escritores más
brillantes sobre el caso particular.

(7) No olvidemos, sin embargo, que incluso algunos católicos que pasaron de esta vida y
legaron a la posteridad algunos escritos, bien porque algunos pasajes de sus obras no fueron
bien interpretados, bien porque ellos mismos, a causa de la debilidad humana, no fueron
capaces de penetrar en algunos puntos más difíciles con la agudeza de su mente, dieron pie,
al alejarse de la verdad por semejanza con lo verdadero, a que algunos intérpretes más
presuntuosos y audaces concibieran y dieran a luz alguna herejía. (8) Esto no es de extrañar,
ya que, partiendo de los mismos escritos canónicos, donde cada cosa ha sido dicha
justísimamente, aun interpretando el pasaje tal como el escritor lo expresó o lo exige la misma
verdad (pues si sólo hubiera sido esto, ¿quién no perdonaría con benevolencia la debilidad
humana, pronta a corregirse?), y defendiendo a toda costa animosa y obstinadamente lo que,
por malicia o por error, creyeron, muchos alumbraron diversos dogmas perniciosos, rompiendo
la unidad de nuestra comunión.

(9) Todo esto debe ser tratado, exponiéndolo discretamente, frente al que se acerca a la
comunidad del pueblo de Dios, no como ignorante o idiota, como ahora dicen, sino como
conocedor y erudito en los libros de los sabios, añadiendo solamente la autoridad del precepto,
para que se guarde de los errores de la presunción, en la medida en que lo permita la humildad
que lo condujo hasta nosotros. (10) Todo lo demás que debe ser narrado o expuesto, según
las reglas de la doctrina de la salvación39, ya sea sobre la fe, o sobre las costumbres o sobre
las tentaciones, debe referirse todo a aquel camino más excelente 40, según el orden que ya
indiqué antes.

DISPOSICIÓN INTERIOR Y EXPRESIÓN VERBAL

9 13. Catequesis de los gramáticos y oradores. — (1) Hay también algunos que se presentan
después de haber seguido los estudios más corrientes en las escuelas de gramática y oratoria,
que no podrás contar ni entre los idiotas o ignorantes, ni entre los más sabios, cuya mente se
ha dedicado a cuestiones de gran importancia. (2) A éstos, pues, que según se cree superan
a los demás en el arte de la palabra, cuando vengan para hacerse cristianos debemos
dedicarnos más ampliamente que a los otros iletrados, pues deben ser diligentemente
amonestados a que, revestidos de la humildad cristiana, aprendan a no despreciar a los que,
según saben muy bien, evitan con más diligencia los defectos de las costumbres que los del
lenguaje, y no se atrevan a comparar un corazón puro con la habilidad de la palabra, aun
cuando antes estuvieran acostumbrados a preferir aquella habilidad.

(3) A estos tales debemos enseñar sobre todo a que escuchen las divinas Escrituras para que
su lenguaje sólido no les resulte despreciable por no ser altisonante, y no piensen que las
palabras y las acciones de los hombres, que se leen en aquellos libros, envueltos o encubiertos
por expresiones carnales, hayan de ser tomadas a la letra, sino que deben ser explicados e
interpretados para su justa comprensión. Y por lo que se refiere a la utilidad misma del sentido
secreto, de donde también toman su nombre los misterios, hay que mostrarles mediante la
experiencia cuánto valen las tinieblas del enigma para avivar el amor de la verdad y para alejar
el aburrimiento tedioso, cuando la explicación alegórica de una cosa les descubre algo que
antes, tal como se presentaba a su mente, no les movía. (4) En efecto, a éstos les es utilísimo
saber que los conceptos deben ser preferidos a las palabras, como el alma al cuerpo. De donde
se sigue que, así como deben preferir escuchar discursos verdaderos que bien elaborados, del
mismo modo deben preferir los amigos prudentes a los hermosos.

(5) Deberán saber también que no hay otra voz para los oídos de Dios que el afecto del
corazón. De esta manera no se reirán cuando se den cuenta de que algunos obispos y ministros
de la Iglesia invocan a Dios con barbarismos o solecismos, o no entienden o pronuncian de
mala manera las palabras que emplean. (6) Y no es que todo esto no deba corregirse, de modo
que el pueblo responda «amén» a lo que entienda perfectamente, sino que incluso deben saber
tolerarlo los que han aprendido que en la Iglesia lo que cuenta es la plegaria del corazón, como
en el foro cuenta el sonido de las palabras. Y así la oratoria forense puede algunas veces
calificarse de buena dicción, pero nunca de bendición. (7) En cuanto al sacramento que van a
recibir, basta que los más inteligentes escuchen qué es lo que significa; con los más torpes,
en cambio, deberemos servirnos a veces de una explicación más detallada y de más ejemplos,
para que no desprecien lo que están viendo.

SEIS CAUSAS DEL ABURRIMIENTO DEL CATEQUISTA

10 14. Remedio contra la primera causa. — (1) Llegados a este punto, tal vez estás deseando
el ejemplo de un discurso que te muestre en la práctica cómo se debe hacer lo que te he
aconsejado. Lo haré ciertamente, con la ayuda de Dios, lo mejor que pueda. Pero antes, como
te prometí, debo hablarte de cómo adquirir la alegría en la exposición. (2) Ya he cumplido, en
la medida que me ha parecido suficiente, lo que había prometido acerca de las reglas del
discurso explicativo en la catequesis de quien se presenta para hacerse cristiano. Pero parece
fuera de lugar que yo mismo escriba en este libro lo que he expuesto que debes tú hacer. Si
lo hago, será como por añadidura; pero ¿cómo puedo pensar en aditamentos cuando todavía
no he llegado a la medida de lo debido?

(3) Oí que te quejabas sobre todo de que, cuando instruías a alguno en la fe cristiana, tus
palabras te parecían viles y despreciables. Pero se me antoja que esto te sucede no tanto por
lo que debes exponer, acerca de lo cual sé que estás bien preparado e instruido, ni a causa de
la pobreza de las mismas palabras, sino por el hastío interior. (4) La causa de esto, como ya
he dicho antes, puede ser el hecho que nos agrada e interesa más lo que contemplamos en
silencio con nuestra mente, y no queremos alejarnos de allí hasta la diversidad estrepitosa de
las palabras; o porque también, cuando el discurso es agradable, nos gusta más escuchar o
leer lo que ha sido dicho mejor o ha sido expuesto sin esfuerzo ni preocupación por nuestra
parte que improvisar palabras adaptables a la comprensión de los demás, con la duda de si
son necesarias para la comprensión o si serán entendidas provechosamente; o porque nos
molesta volver tantísimas veces sobre lo que enseñamos a los principiantes, que nosotros
conocemos muy bien y que de nada sirve para nuestro adelantamiento interior, y es que una
mente ya madura no siente placer alguno en tratar de cosas tan conocidas y, en cierto modo,
infantiles. (5) Además, un oyente impasible produce hastío al que habla [o porque su
sensibilidad no se inmuta, o porque no indica con ningún gesto exterior que ha comprendido
o que le agrada lo que se le dice], y esto no porque debamos ser ávidos de la gloria humana,
sino porque lo que estamos exponiendo son asuntos que se refieren a Dios. Y cuanto más
amamos a las personas a las que hablamos, tanto más deseamos que a ellas agrade lo que
les exponemos para su salvación; y si esto no sucede así, nos disgustamos y durante nuestra
exposición perdemos el gusto y nos desanimamos, como si nuestro trabajo resultara inútil.

(6) En muchas ocasiones, además, cuando nos vemos interrumpidos en algún trabajo que
deseamos terminar o cuya realización nos agradaba o nos parecía más necesaria, y nos vemos
obligados por indicación de alguien a quien no queremos ofender, o por la insistencia inevitable
de alguien que debe ser instruido, nos acercamos a nuestro trabajo, para el que hace falta una
gran tranquilidad, entristecidos o molestos porque no se nos concede disfrutar del orden
deseado para nuestras cosas y porque no podemos llegar a todo. Y así la exposición, que nace
precisamente de esta tristeza, resulta menos agradable porque brota con menos lozanía de la
aridez de nuestra tristeza.

(7) Igualmente sucede algunas veces que el dolor por algún escándalo nos oprime el alma y,
en aquella situación, alguien nos dice: «Ven a hablar con éste, pues quiere hacerse cristiano».
Los que nos dicen esto desconocen qué es lo que nos atormenta el interior, y como no es
oportuno revelarles nuestro secreto, aceptamos con menos gusto lo que nos piden; y con toda
seguridad nuestro discurso, filtrado al través de la vena ardiente y humeante de nuestro
corazón, ha de resultar lánguido y poco agradable. (8) Por esto, sea cual fuere entre éstas la
causa real de la turbación de nuestra tranquilidad, según el consejo de Dios, hemos de buscar
el remedio para disminuir nuestra tensión interior y alegrarnos con fervor de espíritu y
gozarnos en la tranquilidad de una buena obra, pues Dios ama al que da con alegría 41.

15. Remedios frente a la cortedad del oyente. — (9) Si nos entristece el hecho que el oyente
no capta nuestro pensamiento, y nos vemos obligados a descender, de algún modo, desde la
altura de las ideas hasta la simplicidad de las sílabas que distan muchísimo de nuestro
pensamiento, y nos preocupamos de que proceda de nuestra boca carnal, al través de largos
y enrevesados giros, lo que penetró en nosotros con toda rapidez por la boca de nuestra
mente, y nos entristecemos porque no resulta como deseábamos, y en consecuencia nos
cansamos de hablar y preferimos callar, pensemos que nos lo exige aquel que nos mostró su
ejemplo para que sigamos sus pasos 42.

(10) Por más grande que sea la diferencia entre nuestra voz articulada y la vivacidad de
nuestra inteligencia, mucho mayor es la que existe entre la mortalidad de la carne y la
inmutabilidad de Dios. Y con todo, a pesar de permanecer en su forma, se despojó a sí mismo,
tomando forma de siervo... hasta la muerte de cruz43. Y esto, ¿por qué causa sino porque se
hizo débil con los débiles a fin de ganar a los débiles? 44 (11) Escucha a su imitador, que nos
dice en otro lugar: Si estoy fuera de mí, es por Dios; si me mantengo en mi sano juicio, lo es
por vosotros. La caridad de Cristo, en efecto, nos empuja a pensar que uno solo murió por
todos45. ¿Cómo, pues, habría estado dispuesto a sacrificarse por la vida de aquéllos46 si hubiera
tenido vergüenza de rebajarse hasta sus mismos oídos?

(12) Por esto se hizo niño en medio de nosotros, como la madre que vela por sus hijos47. ¿Es
que resulta agradable balbucir palabras infantiles y entrecortadas si a ello no invita el amor?
Y, con todo, los hombres desean tener hijos para hablarles de esa manera. Y la madre se
complace más en dar a su pequeñito trocitos diminutos que en comer ella misma manjares
más sólidos. (13) Por tanto, no se aparte de tu mente la imagen de la gallina que cubre con
sus plumas delicadas los tiernos polluelos y llama con su voz quebrada a sus crías 48 que pían,
mientras los otros, huyendo en su soberbia de sus blandas alas, resultan presa de las aves
rapaces. Si a nuestra mente agrada penetrar en las verdades más recónditas, que no le
desagrade comprender que la caridad, cuanto más obsequiosa se rebaja hasta las cosas más
humildes, tanto más vigorosamente asciende hacia las realidades íntimas mediante la buena
conciencia de no buscar entre aquellos a que se abajó ninguna otra cosa sino su salvación
eterna.

DEL DISGUSTO ANTE EL RESULTADO INCIERTO

11 16. Remedio contra ese disgusto. — (1) Si, en cambio, preferimos leer o escuchar lo que
antes ha sido preparado y expresado mejor, y, ante la duda del éxito, no nos animamos a
improvisar lo que queremos exponer, con tal que la atención no se aparte de la verdad es fácil
que, si alguna de nuestras palabras chocó a nuestros oyentes, aprendan éstos en aquel mismo
detalle cuánto se debe despreciar, si es que se ha comprendido toda la verdad, el que haya
podido sonar menos íntegra o apropiadamente aquello que sonaba con la única finalidad de
comprender el argumento de nuestra exposición. (2) Pero incluso cuando la intención de la
débil mente humana se apartó de la verdad misma de los argumentos —aunque es difícil que
esto suceda en la catequesis de los principiantes, donde debemos seguir unos métodos ya muy
trillados— si acaso no conseguimos que nuestros oyentes se vean sorprendidos, debemos
pensar que esto ha sucedido porque Dios ha querido que comprobemos si nos corregimos con
un espíritu tranquilo para no precipitarnos, en defensa de nuestro error, en otro todavía mayor.
Y si nadie nos indica nada y todo queda oculto para nosotros y para los oyentes, no nos
preocupemos con tal que no se repita de nuevo.

(3) Pero la mayoría de las veces, volviendo nosotros solos sobre lo que hemos dicho,
encontramos algo reprobable y desconocemos cómo ha sido escuchado cuando lo expusimos;
y, cuando nos vemos movidos por la caridad, sentimos todavía más si ha sido recibido de buen
grado, a pesar de que era falso. Por eso, llegado el momento, así como nos reprendemos a
nosotros mismos en nuestra intimidad, así también debemos preocuparnos de corregir también
a los que cayeron en el error no por las palabras de Dios, sino, bien al contrario, por las
nuestras. (4) Pero si hubiere alguno, obcecado por la envidia, chismoso, detractor, odioso a
los ojos de Dios, que se alegra de nuestra equivocación 49, se nos ofrece la oportunidad de
ejercitar la paciencia y la misericordia, ya que la paciencia de Dios también los conduce a la
penitencia. Porque, ¿qué cosa hay más detestable, qué cosa amontona más méritos para la
ira en el día de la ira50, como el alegrarse del mal ajeno, imitando y siguiendo en ello la mala
voluntad del diablo?

(5) Incluso, no pocas veces, pese a que hayamos dicho todo recta y acertadamente, hay algo
que, por no haber sido bien entendido o porque va en contra de la opinión y la costumbre de
un viejo error, ofende y perturba al oyente por la aspereza de su misma novedad. Si esto
sucediere y el oyente se presenta dócil al remedio, hemos de subsanar inmediatamente el
error mediante la abundancia de razones de autoridad. (6) Si, por el contrario, la ofensa
permanece escondida en el silencio, queda siempre el recurso a los remedios divinos. Pero si
se cierra en su silencio y rechaza el remedio, consolémonos con aquel ejemplo del Señor que,
ante el escándalo de algunos por unas palabras suyas y ante la retirada por lo duro del consejo,
les dijo a los que se habían quedado: ¿También vosotros queréis marcharos? 51 (7) Debe
quedar bien fijo y asentado en la mente que Jerusalén, prisionera de la Babilonia de este
mundo, con el transcurso del tiempo, será liberada y no morirá ninguno de los suyos, porque
los que mueran no pertenecían a aquella Jerusalén. Pues el fundamento de Dios permanece
estable y lleva esta señal: el Señor conoce a los que son suyos, y todo el que pronuncia el
nombre del Señor se aleja de la iniquidad52.

(8) Pensando en estas cosas e invocando al Señor en nuestro corazón, temeremos mucho
menos los éxitos inciertos de nuestros discursos ante las reacciones imprevisibles de nuestros
oyentes y nos resultará agradable el mismo sufrimiento de nuestro tedio en favor de una obra
de misericordia, con tal de que no pongamos en ello nuestra gloria 53. Pues una obra es
verdaderamente buena cuando la intención del que la realiza se ve movida y estimulada por
la caridad, y de nuevo se refugia en la caridad, como volviendo a su puesto.

(9) Por otra parte, la lectura o la audición de un discurso mejor que nos agrada hasta el punto
de preferirla al discurso que nosotros debemos pronunciar, cuando hablemos con pereza o
desmayo, nos hará más alegres y se presentará más agradable después de nuestro trabajo.
Incluso rogaremos a Dios con más confianza para que nos hable como deseamos, si aceptamos
con alegría que él hable por medio de nosotros como podamos. Y así resulta que para los que
aman a Dios todas las cosas concurren para su bien 54.

PELIGRO DE REPETIRSE EN LAS EXPLICACIONES

12 17. Remedio contra el peligro. — (1) Ahora bien: si nos aburre repetir muchas veces las
mismas cosas, sabidas e infantiles, unámonos a nuestros oyentes con amor fraterno, paterno
o materno, y fundidos a sus corazones, esas cosas nos parecerán nuevas también a nosotros.
En efecto, tanto puede el sentimiento de un espíritu solidario, que cuando aquéllos se dejan
impresionar por nosotros que hablamos, y nosotros por los que están aprendiendo, habitamos
los unos con los otros: es como si los que nos escuchan hablaran por nosotros, y nosotros, en
cierto modo, aprendiéramos en ellos lo que les estamos enseñando. (2) ¿Pues no suele ocurrir
que, cuando mostramos a los que nunca los habían visto lugares hermosos y amenos, de
ciudades o de paisajes, que nosotros, por haberlos ya visto, atravesamos sin ningún interés,
se renueva nuestro placer ante su placer por la novedad? Y esto tanto más cuanto más amigos
son, porque al través de los lazos del amor, cuanto más vivimos en ellos tanto más nuevas
resultan para nosotros las cosas viejas.

(3) Pero cuando ya hemos hecho algún progreso en la contemplación de las cosas, deseamos
que las personas amadas nuestras se gocen y se maravillen apreciando las obras de los
hombres; pero no sólo eso, sino que deseamos llevarlos hasta la contemplación artística del
autor, y que desde allí se eleven hasta la admiración y alabanza de Dios, creador de todas las
cosas, donde reside el fin del amor más fecundo.

(4) ¡Con cuánta más razón es oportuno que nos alegremos cuando los hombres aprenden a
acercarse a Dios mismo, por el que debe aprenderse todo lo que merece la pena de ser
aprendido; y que nos renovemos en su novedad, a fin de que, si nuestra predicación resulta
de ordinario más fría, se enfervorice precisamente ante la novedad del
auditorio! (5) Contribuirá a nuestra alegría interior el pensar y considerar cómo de la muerte
del pecado pasa el hombre a la vida de la fe. Si para mostrar el camino a una persona
extraviada y cansada recorremos con benéfica alegría los caminos que nos son más
desconocidos, ¡con cuánta más alegría y gozo debemos caminar por la doctrina salvífica 55,
incluso aquella que no es necesaria para nosotros, cuando conducimos por los caminos de la
paz a las almas desgraciadas y fatigadas por los pecados del mundo bajo las órdenes de quien
nos la encomendó!

PELIGRO DE HASTÍO POR LA ACTITUD DEL OYENTE

13 18. Cómo debemos actuar. — (1) Pero, en realidad, cuesta mucho continuar hablando
hasta el final que nos hemos fijado cuando vemos que el oyente no se conmueve, ya sea
porque, vencido por el temor de la religión, no se atreve a manifestar su aprobación con
palabras o con gestos cualesquiera del cuerpo, o porque se siente reprimido por un respeto
humano, o porque no entiende lo que hemos dicho, o porque lo desprecia. Así, pues, cuando
su estado de ánimo permanece oscuro a nuestros ojos, debemos intentar con las palabras
todo cuanto pueda servir para despertarlo y, como si dijéramos, para sacarlo de sus
escondrijos. (2) Incluso el excesivo temor que le impide expresar su propia opinión debe ser
suprimido por una cariñosa exhortación, e insinuándole la participación fraterna debemos
desterrar su vergüenza preguntándole si comprende, y se le debe inspirar plena confianza, a
fin de que exprese libremente lo que tenga que exponer.

(3) También le hemos de preguntar si es que ya había oído antes estas cosas y quizá no le
mueven por ser conocidas y muy corrientes. Y habremos de obrar de acuerdo con su respuesta,
de modo que hablemos más clara y explícitamente, o bien refutemos las opiniones contrarias,
y no expliquemos más al detalle lo que ya le es conocido, sino que lo resumamos brevemente
y escojamos alguna cosa de las que en forma simbólica se hallan expuestas en las Sagradas
Escrituras, y sobre todo en la narración, que nuestro discurso puede hacer más agradable
mediante la explicación y la revelación. (4) Pero si el oyente es demasiado obtuso, insensible
y refractario a esta clase de delicadezas, debemos soportarlo con misericordia, y aludiendo
brevemente al resto de la explicación, debemos inculcarle con severidad todo cuanto es más
necesario acerca de la unidad católica, las tentaciones, la vida cristiana, por lo que se refiere
al juicio futuro; y deberemos decir muchas cosas, pero más a Dios sobre él que a él acerca de
Dios.

19. La postura del cuerpo para aprender mejor. — (5) Con frecuencia sucede también que el
que al principio escuchaba con agrado, luego, cansado de escuchar o de estar tanto tiempo de
pie, abre los labios no para alabar nuestras palabras, sino para bostezar, e incluso nos dice
que, aun muy a pesar suyo, debe marcharse. (6) En cuanto nos demos cuenta de esto,
conviene despertar su atención diciéndole algo adornado con una sana alegría y adaptado al
argumento que estamos exponiendo, o también algo realmente maravilloso y deslumbrador,
o algo que suscite su conmiseración y sus lágrimas. O mejor todavía, expongamos algo que le
toque directamente a él, de modo que, tocado en su propio interés, preste atención, pero que
no ofenda su pudor con alguna indelicadeza, sino que se vea conquistado por la familiaridad.

También le podemos ayudar, ofreciéndole un asiento, aunque sería mejor sin duda alguna,
donde esto sea posible fácilmente, que ya desde el principio escuche sentado, como muy
acertadamente sucede en algunas iglesias de ultramar, donde no sólo los sacerdotes hablan
sentados al pueblo, sino que también el pueblo dispone de sillas, de modo que cuantos se
sienten débiles y fatigados por estar de pie, no se vean distraídos en su salubérrima atención,
o tengan que marcharse.

(7) Sin embargo, es muy importante saber si el que se marcha de una gran asamblea, para
recuperar las fuerzas, es uno que ya está unido por la frecuencia de los sacramentos, o si el
que se retira —la mayoría de las veces no puede por menos de hacerlo, para no caer víctima
de un malestar físico— es uno que debe recibir por primera vez los sacramentos: por
vergüenza no dice por qué se va, y por debilidad no puede permanecer de pie. Te digo esto
por experiencia, pues así me sucedió con un campesino, mientras yo le instruía. Y de ahí
aprendí a ser muy atento en ese punto. (8) Pues ¿quién puede soportar nuestra arrogancia,
cuando no hacemos sentar a nuestro rededor a los que son hermanos nuestros o, lo que hemos
de procurar con mayor cuidado todavía, a los que deben ser hermanos nuestros, si hasta una
mujer escuchaba, sentada, a nuestro Señor al que asisten los ángeles? 56 (9) Ciertamente, si
nuestro discurso va a ser breve y el lugar de la reunión no lo permite, que escuchen de pie,
pero esto cuando son muchos los oyentes y no de los que deben ser iniciados. (10) Pues si
son uno o dos o unos pocos, que han venido precisamente a hacerse cristianos, es peligroso
hablarles mientras están de pie. Pero, si ya hemos comenzado así, en cuanto nos demos cuenta
del aburrimiento del oyente le hemos de ofrecer un asiento, e incluso le hemos de obligar a
que se siente, y le hemos de decir algo que le reanime y haga desaparecer de su ánimo la
inquietud si es que, por casualidad, ya se había apoderado de él y había comenzado a
distraerle.

(11) Si no conocemos las causas de por qué, encerrado en su silencio, no quiere escucharnos,
digámosle, después que se ha sentado, algo alegre o triste, según he dicho antes, contra las
preocupaciones de los negocios mundanos, con el fin de que, si son tales preocupaciones las
que han invadido su mente, desaparezcan al verse desenmascaradas. Pero si no son ésas las
causas y se siente cansado del discurso, hablando de ellas como si fueran la verdadera causa,
pues ciertamente las ignoramos, expongamos algo realmente inesperado y como fuera de lo
previsto, según ya dije antes, y la atención se verá libre del cansancio. (12) Pero que todo
esto sea breve, sobre todo porque viene fuera de programa, para evitar que la medicina no
acabe aumentando la causa del fastidio que pretendemos curar. El resto se ha de exponer con
más rapidez, prometiendo y dejando ver que estamos ya muy cerca del final.

CÓMO ACTUAR EN CASOS CONCRETOS DE TEDIO

14 20. Remedio contra la distracción de la mente.— (1) Pero si te angustias por haber tenido
que suspender un trabajo al que estabas dedicado como más necesario, y por eso cumples el
oficio de catequista con tristeza y desagrado, debes pensar que —aparte que sabemos nuestra
obligación de obrar siempre, al tratar con los hombres, con misericordia y como deber de la
más sincera caridad; aparte de esto— no sabemos qué cosa hacemos más útilmente y qué
otra interrumpimos u omitimos de plano con más oportunidad. (2) Y como quiera que no
sabemos cuáles son ante Dios los méritos de los hombres por los que trabajamos, a lo sumo
sospechamos, pero no comprendemos, mediante una hipótesis muy vaga y débil, y a veces
sin fundamento alguno, qué les conviene más en aquel momento.

(3) Por eso debemos ordenar las cosas que hemos de hacer según nuestro criterio. Si logramos
realizarlas según el orden que establecimos, no por eso nos alegramos de que las cosas se
han hecho según nuestra voluntad, sino según los decretos de Dios. Si, en cambio,
sobreviniere alguna necesidad que altere nuestro orden, sometámonos fácilmente, y no nos
desanimemos, de modo que el orden que Dios prefirió al nuestro sea también el nuestro. (4) Es
más justo, efectivamente, que nosotros sigamos la voluntad de Dios que no Dios siga la
nuestra. Pues el orden de nuestras acciones, que deseamos mantener según nuestro criterio,
debe ser aprobado, por supuesto, cuando en él lo más importante ocupa el primer lugar.

(5) ¿Por qué, pues, nos dolemos de que los hombres vayan precedidos de nuestro Señor, un
Dios tan poderoso, de modo que, por el hecho mismo de amar nuestro orden, deseemos
carecer nosotros de orden? Nadie, en efecto, dispone mejor el orden de lo que va a hacer sino
el que se siente más dispuesto a evitar lo que le prohíbe la autoridad divina que deseoso de
llevar a cabo lo que ha meditado en su mente humana. (6) Es cierto que muchos son los
pensamientos que hay en el corazón del hombre, pero el plan de Dios permanece para
siempre57.
21. Remedio contra los escándalos de los impíos. — (7) Pero si nuestra mente, turbada por
algún escándalo, no se siente en forma para pronunciar un discurso sereno y agradable, es
preciso que la caridad hacia aquellos por los que murió Cristo, queriendo redimirlos con el
precio de su sangre de la muerte de los pecados del mundo 58, sea tan grande que el hecho
mismo de comunicarnos a nosotros, que nos sentimos afligidos, que hay alguien deseoso de
hacerse cristiano, debe servir de consuelo y solución de aquella nuestra tristeza, como las
alegrías de las ganancias suelen aliviar el dolor de las pérdidas. En realidad, el escándalo no
debe entristecernos sino cuando creemos o vemos morir al autor del escándalo o cuando por
él cae alguno que andaba vacilante. (8) En consecuencia, el que se ha presentado para ser
instruido suavizará el dolor por el que cayó con la esperanza de poder progresar en la doctrina.
Y si incluso, al ver ante tus ojos a muchos por quienes se producen los escándalos que nos
afligen, se vislumbra el temor de que el prosélito se convierta más tarde en hijo de la
gehenna59, eso no debe llevarnos al desánimo en nuestra exposición, sino más bien debe
estimularnos e incitarnos más y más. (9) Aconsejemos, pues, al que estamos adoctrinando a
que se cuide de imitar a los que son cristianos no en la realidad, sino sólo de nombre, no sea
que, convencido por el gran número de éstos, pretenda alistarse entre ellos o rechazar a Cristo
por su causa, y no quiera estar en la Iglesia de Dios donde están aquéllos o intente portarse
en ella como se portan aquéllos.

(10) Y no sé cómo, pero en esas circunstancias el discurso, al que el dolor le presta un


estímulo, es más ardiente, hasta el punto que no sólo no seamos más perezosos, sino que,
precisamente por eso, hablemos con más fervor y más vehemencia de lo que, estando más
seguros, habríamos tratado con más frialdad e indiferencia, y nos alegremos de que se nos
haya dado la oportunidad de que el sentimiento de nuestro espíritu no deje de producir sus
frutos.

22. Nuestros defectos y errores. — (11) Si, en cambio, nos hallamos entristecidos por algún
error o pecado nuestro, recordemos no sólo que el espíritu atormentado es un sacrificio para
Dios60, sino también aquella frase: Como el agua apaga el fuego, así la limosna extingue el
pecado61. Y también: Quiero más misericordia que sacrificio 62. (12) Así como, en peligro de
incendio, acudiríamos presurosos en busca de agua para poder apagarlo, y nos alegraríamos
de que algún vecino pudiera proporcionárnosla, del mismo modo, si de nuestra paja surgiera
la llama del pecado63 y por eso nos turbamos, una vez que se nos ofrece la ocasión de una
obra llena de misericordia, alegrémonos de ello como si fuera una fuente que se nos ofrece en
la que podemos sofocar el incendio que se había declarado. A menos que seamos tan necios
de pensar que hay que acudir con mayor rapidez a llenar el vientre del que siente hambre que
a saciar con la palabra de Dios la mente del que estamos instruyendo64. (13) Además, si el
obrar así fue apenas útil, y el dejar de obrar no presentó daño alguno, despreciaríamos
estúpidamente, en peligro de salvación no sólo de nuestro prójimo sino de nosotros mismos,
el remedio ofrecido. (14) Mas cuando de la boca del Señor resuena amenazadora esta
frase: Siervo inicuo y perezoso, deberías haber dado mi dinero a los prestamistas 65, ¿qué
locura cometeríamos si, por sentirnos afligidos por nuestro pecado, cayéramos de nuevo en
pecado por no dar a quien lo pide y lo desea el tesoro de Dios?

(15) Una vez disipada la tiniebla de nuestros tedios con pensamientos y consideraciones de
este tipo, el espíritu aparece preparado para la catequesis, a fin de que pueda ser inculcado
con suavidad lo que brota alegre y gozosamente de la fuente abundosa de la caridad. (16) Y
estas cosas no soy yo el que te las dice, sino que es el mismo amor que ha sido difundido en
nuestros corazones, por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado 66.

OBSERVACIONES PRELIMINARES

15 23. Adaptación del discurso a los oyentes. — (1) Pero ahora tal vez me estés exigiendo la
deuda de lo que, antes de habértelo prometido, no te debía, y es que no tarde en exponer y
proponer a tu consideración algún ejemplo de sermón, en el que yo aparezco como
catequista. (2) Pero, antes de eso, quiero que pienses que una es la intención del que dicta
algo, pensando en un lector futuro, y otra la del que habla en presencia directa de un oyente;
y, en este caso, una es la intención del que aconseja en secreto, cuando no hay ningún otro
que pueda juzgar de nuestras palabras, y otra la del que expone alguna cosa en público,
cuando nos rodea una multitud con diversas opiniones; y, en este caso, es diferente la
intención del que instruye a uno solo, y los demás asisten como para juzgar o confirmar lo que
ya conocían, y otra cuando todos están igualmente atentos a lo que les exponemos; y, todavía
en este caso, una es cuando nos reunimos como en privado para intercambiar algunas
palabras, y otra cuando el pueblo, en silencio, está escuchando en suspenso a una persona
que les habla desde un lugar elevado. Y también importa mucho, cuando hablamos, si son
muchos o pocos los que escuchan, si doctos o ignorantes, o entremezclados; si son habitantes
de la ciudad o campesinos, o si ambos están mezclados; o si se trata de una asamblea formada
por todo tipo de hombres. (3) Es inevitable, en verdad, que unos de una manera y otros de
otra influyan en el que va a hablar y enseñar, y que el discurso proferido lleve como la
expresión del sentimiento interior del que lo pronuncia, y que por la misma diversidad
impresione de una manera u otra a los oyentes, ya que éstos se ven influidos, cada uno a su
modo, por su presencia.

(4) Pero ya que ahora estamos tratando de los principiantes que debemos instruir, yo mismo
te puedo asegurar, por lo que a mí respecta, que me siento condicionado, ya de una manera,
ya de otra, cuando ante mí veo a un catequizando erudito o ignorante, a un ciudadano o a un
peregrino, a un rico o a un pobre, a una persona normal o a otro digno de respeto por el cargo
que ocupa, o a uno de esta o aquella familia, de esta o aquella edad, sexo o condición, de esta
o aquella escuela, formado en una u otra creencia popular; y así, según la diversidad de mis
sentimientos, el discurso comienza, avanza y llega a su fin, de una manera o de otra. (5) Y
como quiera que, a pesar de que a todos se debe la misma caridad, no a todos se ha de ofrecer
la misma medicina: la misma caridad a unos da a luz 67 y con otros sufre68, a unos trata de
edificar69 y a otros teme ofender, se humilla hacia unos y se eleva hasta otros, con unos se
muestra tierna y con otros severa, de nadie es enemiga y de todos es madre. (6) Y el que no
ha tenido la experiencia de lo que estoy exponiendo, por ese espíritu de caridad, cuando se da
cuenta de que estamos en los labios de todos a causa de ese poco talento que Dios nos ha
dado, nos considera felices; Dios, en cambio, a cuya presencia llegan los gemidos de los
esclavos70, verá nuestra humildad y nuestro esfuerzo, y así perdonará nuestros pecados 71.

(7) Por eso, si nuestra manera de hablar te ha gustado hasta el punto de pedirme que te
señale algunos consejos sobre tus discursos, creo que más aprenderías viendo y
escuchándonos cuando desempeñamos nuestra función que leyendo lo que estamos dictando.

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