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IMPLICACIONES ETICAS Y POLITICAS

DEL CONSUMO

JOSE M. BORRERO NAVIA

CENTRO DE ASISTENCIA LEGAL AMBIENTAL,


CELA

2008
En la encrucijada ante la cual nos enfrenta la crisis ambiental, “la
función principal de la inteligencia no es conocer, ni crear, sino dirigir
el comportamiento humano para salir bien librados de la situación. Es
pues una función ética.” (Marina, 1998:220)

ETICAMENTE IMPLICADO

Nuestra participación cotidiana en el mercado de bienes y servicios, bien como


productores o consumidores para ofrecer, demandar, comprar o vender,
constituye una conducta con múltiples efectos en la sociedad, tanto de orden
cultural como económico y político. Desde nuestra condición de consumidores
cada vez que compramos eligiendo uno u otro producto, de una u otra marca,
afirmamos la presencia instrumental y simbólica del producto elegido en el
mercado. Lo mismo ocurre cuando contratamos un servicio o depositamos
nuestros modestos ahorros en los bancos.

El consumo no es un acto inocente. Ni neutral, es decir, exento de implicaciones


éticas y políticas. Tampoco es la mera adquisición individual de objetos o servicios,
sino “la apropiación colectiva, en relaciones de solidaridad y distinción con otros,
de bienes que dan satisfacciones biológicas y simbólicas, que sirven para enviar y
recibir mensajes, es decir, para comunicarnos con los otros. (G. Canclini, at 53)
“Los hombres intercambiamos objetos para satisfacer necesidades que hemos
fijado culturalmente, para integrarnos con otros y para distinguirnos de ellos, para
realizar deseos y para pensar nuestra situación en el mundo, para controlar el flujo
errático de los deseos y darles constancia o seguridad en instituciones y ritos.” (G.
Canclini, at 53)

El consumo es un acto éticamente implicado porque es una acción humana que


resulta del ejercicio de nuestra voluntad para elegir. Como señala Savater “actuar
es en esencia elegir y elegir consiste en conjugar adecuadamente conocimiento,
imaginación y decisión en el campo de lo posible.” Cuando elegimos en una u otra
dirección, uno u otro producto, la decisión de nuestra voluntad tiene consecuencias
personales y colectivas. Hacemos elecciones cada día para satisfacer deseos o
necesidades y también para orientar nuestras vidas en un cierto sentido.
Nuestras elecciones de consumo, por intrascendente que parezca el objeto de las
mismas, siempre tienen alguna incidencia colectiva en las relaciones entre
productores y consumidores. Cada compra implica más que el simple intercambio
de bienes o servicios por dinero: de una parte reafirma la presencia de un
producto en el mercado así como su significado en un orden simbólico, y por la
otra conduce a legitimar o validar sus condiciones de producción, el origen y
calidad de sus componentes, las relaciones laborales en las cuales fue producido,
o bien su huella ecológica en los sistemas naturales.
Nuestra voluntad para elegir entre diversas opciones, o nuestro valor para hacerlo,
es el fundamento de nuestra capacidad moral. Es así mismo el fundamento de
nuestra responsabilidad en los órdenes ético, jurídico y político. Desplegamos la
voluntad en cada situación inspirándonos en nuestro conocimiento de las cosas y
motivados por la fuerza de nuestros deseos. Si bien nuestra voluntad siempre
deambula asediada por la incertidumbre y el azar, que en ocasiones pueden
anularle con el mismo poder de un determinismo genético, geográfico o histórico,
a la postre conseguimos sortear los factores en contra aprendiendo a reconocer en
cada caso el alcance de nuestras posibilidades y conjugando nuestras habilidades
para cambiar circunstancias adversas y, en algunos casos, inclusive, vencer ciertos
determinismos.

Los seres humanos somos personas de diversa condición, nacidos en uno u otro
continente, en uno u otro siglo, de donde resulta que podemos ser africanos o
europeos, chinos o chicanos, premodernos, modernos o contemporáneos. Sin
embargo, el peso de estos determinismos genéticos, geográficos o históricos no
anula nuestra capacidad moral. Somos en cada época y en cada lugar sujetos
morales en el contexto de nuestras particulares circunstancias geográficas,
históricas o genéticas.

Para precisar el alcance de nuestra capacidad moral y, por ende, de nuestra


voluntad para elegir, lo primero que debemos hacer es reconocer aquellos rasgos
que hacen parte substancial de nuestra identidad, algunos de los cuales son
inalienables, es decir, que no podemos cambiar. Cada uno de nosotros nace en un
contexto social determinado, en una época, perteneciendo a una familia, a una
raza, a cierto tipo de sociedad, con particulares rasgos físicos, y dotado de un
particular capital genético con una mayor o menor propensión a desarrollar ciertas
habilidades y destrezas. No elegimos la época o momento histórico en que
nacemos y nos toca vivir, ni tampoco la raza, ni los rasgos de nuestra fisonomía, o
sea nuestro código genético. Es muy poco o nada lo que podemos hacer para
cambiarlos. La máquina que viaja a través del tiempo es, por lo menos hasta
ahora, solo un ensueño de la ciencia ficción. Tampoco es probable que podamos
mudar de raza como quien cambia de ropa, a pesar de los prodigios que la cirugía
plástica haya operado en personas como Michael Jackson.

De manera que el primer paso de nuestra voluntad es aceptar que algunos de


nuestros atributos y circunstancias son imperativos inalienables de nuestra vida. El
segundo es reconocer el campo o campos donde nuestra voluntad puede ejercer
su capacidad de elección. El sitio donde nacemos y crecemos es una circunstancia
que podemos cambiar a voluntad y, de hecho, la historia humana registra las
continuas migraciones de individuos y pueblos. De otra parte si bien la condición o
clase económica tiene una influencia determinante en nuestras vidas, constituye
un factor susceptible de sortear aunque no siempre con buenos resultados. Como
la pertenencia a determinado grupo o clase social determina las posibilidades de
acceder o no a la educación, a oportunidades económicas y a espacios sociales
privilegiados, solo una voluntad excepcional consigue sortear con éxito las
exclusiones que padecen quienes pertenecen a los estratos bajos de la sociedad.

Para evitar que el acceso a la educación y a las oportunidades sea el privilegio de


minorías, los ciudadanos tenemos a mano instrumentos que nos permiten
consagrar en la ley el derecho de todos a efectivas oportunidades que garanticen
una vida digna. Es cierto que de la solemne consagración de los derechos por la ley
no sigue un ejercicio libre de escollos. Por el contrario, los ciudadanos siempre
estarán expuestos a presiones o situaciones que pueden limitar el ejercicio y legítimo
goce de sus derechos. Porque el reconocimiento de un derecho es siempre una
conquista social precedida de un prolongado proceso de luchas sociales y políticas. Y
cada vez que es ejercido en un espacio de fuerzas en conflicto una nueva conquista
se registra. Estas conquistas sucesivas constituyen los mecanismos más eficientes
para asegurar la coexistencia social.

De la anterior referencia a la función instrumental de la ley debe concluirse que el


despliegue de nuestra capacidad moral siempre estará determinado por la
preexistencia de un mínimo de condiciones sociales, políticas y culturales que
garanticen un ejercicio libre de la voluntad. Esta última logra desplegarse si y solo si
el ciudadano está habilitado para reconocer las opciones, es decir, cuando tiene
capacidad para conocer y dispone de información adecuada. De igual manera un
ejercicio libre de la voluntad requiere que el ciudadano no sea objeto de
manipulaciones, especialmente aquellas propiciadas por la publicidad y los medios de
comunicación sobre productos y bienes de consumo.

Un prerrequisito para ejercer nuestra responsabilidad moral en el consumo es


contar con información confiable sobre los bienes y servicios disponibles de
manera que nuestra voluntad esté habilitada para orientar con propiedad las
elecciones de consumo. Sin información ni conocimiento que le sirvan de
fundamento la voluntad queda al garete expuesta a las trampas de la
manipulación y, en el mejor de los casos, al azar. En consecuencia, en ejercicio de
nuestra responsabilidad moral debemos demandar en cada caso información
confiable sobre los productos o servicios. Este es el sentido del derecho a la
información que nos confiere poder para acceder al conocimiento de las cosas y
para demandarlo cuando por alguna circunstancia se nos niega u oculta.

En situaciones de incertidumbre sobre los riesgos que un producto pueda tener


para el ambiente o la salud humana (derechos humanos fundamentales o
colectivos) es aun mayor el requerimiento de información confiable sobre los
contenidos y naturaleza del producto. Esta es la situación de los productos
transgénicos obtenidos en operaciones de manipulación genética cuya introducción
en el ambiente o consumo por los seres humanos supone la asunción de riesgos
impredecibles.
Al respecto las sociedades democráticas han adoptado políticas públicas de
tolerancia de los riesgos inherentes a algunos productos o situaciones, a fin de
permitir que los ciudadanos asuman libremente los riesgos. En lugar de prohibir
completamente estos productos favorecen la asunción individual de los riesgos. El
ciudadano, por ejemplo, tiene la libertad para elegir si fuma tabaco, a sabiendas
de los riesgos que su elección tiene para su salud. En estos casos la voluntad para
elegir y, por ende, el ejercicio de la responsabilidad moral, depende de información
confiable preexistente a la elección. El ejercicio del derecho a la información es
fundamento de la responsabilidad moral.

El ejercicio responsable del consumo demanda un conocimiento previo sobre las


condiciones de elaboración de los productos, tanto para ponderar en qué medida
resultan de sistemas de producción gravosos o no para el ambiente, como para
identificar el contexto de sus relaciones sociales y, particularmente, el grado en
que los productores propician condiciones de equidad social y justicia laboral. Esta
demanda de información no solo debe interpretarse respecto de los beneficios que
con ella obtiene el consumidor para satisfacer sus necesidades o cuidar su salud y
su bolsillo. Mas allá del interés personal que pueda representar la información
sobre el producto, el acto de requerirla constituye una expresión de la
responsabilidad moral del consumidor. Así el ejercicio del derecho a la información
adquiere el sentido de una conducta éticamente implicada, en tanto materializa el
compromiso del consumidor con los valores de la ética ambiental.

Cuando el consumidor interroga al producto requerido por su necesidad o por su


deseo, cuando pregunta por sus condiciones de producción, por sus orígenes, por
sus componentes, a fin de orientar racionalmente su elección, evitando de paso
que su voluntad sea doblegada por la manipulación, la inconsciencia o el habito
mecánico, convierte al consumo en un acto liberador, tanto como ejercicio de su
derecho fundamental a la información como expresión de su responsabilidad
moral. Entonces la libertad cobra vida en los actos cotidianos de la vida como
fundamento de nuestra capacidad moral.

Capacidad moral para conciliar la conducta humana con un estilo de vida solidario
con la naturaleza. Un estilo que, a la vista de las dimensiones globales de la crisis
ambiental y de los efectos a veces irreversibles de las incursiones tecnológicas,
adopte una “ética de emergencia”, como propone Jonas (1979), que traiga a
primer plano los deberes relativos a la supervivencia de la humanidad y de la
biosfera. Una ética fundada en el conocimiento de nuestros estrechos vínculos con
la biosfera, que lejos de abrumarnos con una pesada carga, nos procure un
sentimiento de perplejidad, maravilla e inocente alegría.

Por cuanto la crisis ambiental a escala planetaria es consecuencia de las decisiones


tecnológicas y estilos de vida adoptados en el curso de la historia humana,
especialmente en los pasados ciento cincuenta años, todas las instituciones
sociales y políticas, lo mismo que las expresiones de la cultura dominante, están
implicadas en esta crisis. También están comprometidos los comportamientos
individuales y colectivos así como los valores asociados a ellos, nuestras creencias,
visiones e ideas. La crisis ambiental es entonces una crisis moral.

Una crisis moral demanda respuestas morales, o sea, comportamientos


individuales y colectivos éticamente implicados. Frente a la crisis estamos
obligados a desplegar toda nuestra capacidad moral para reorientar nuestro
comportamiento en el sentido de una ética ambiental, una ética para la vida. De
los valores de esta ética tenemos algunos referentes. Rigoberta Menchú, por
ejemplo, nos dice (2002) que “los valores sobre los que los pueblos indígenas
hemos construido nuestros complejos sistemas se fundan en la cooperación y la
reciprocidad de la vida comunitaria; en la autoridad de los ancianos y nuestra
relación con los ancestros; en la comunicación y la responsabilidad
intergeneracionales; en el derecho colectivo a la tierra, el territorio y los recursos;
en la austeridad y la autosuficiencia de nuestras formas de producción y consumo;
en la escala local y la prioridad de los recursos naturales locales en nuestro
desarrollo; en la naturaleza ética, espiritual y sagrada del vínculo de nuestros
pueblos con toda la obra de la creación.”

POLITICAMENTE IMPLICADO

El consumo es un acto políticamente implicado porque las elecciones cotidianas


que millones de personas hacen de bienes y servicios conducen a consolidar
sistemas de producción, tecnologías y relaciones sociales ambientalmente
incompatibles, moralmente condenables e injustos. O bien otros sostenibles y
justos. No podemos ignorar el poder que tenemos como consumidores. Nuestras
decisiones cotidianas de consumo tienen una influencia decisiva en el escenario
político del mundo. Buena parte del prestigio de grandes marcas depende de la
decisión anónima de millones de compradores que adquieren sus productos Desde
esta perspectiva el consumo cotidiano de bienes y servicios puede ser un acto
liberador o, por el contrario, una decisión para reafirmar los poderes que envilecen
nuestras vidas

Tampoco podemos ignorar nuestro servilismo cuando elegimos productos sin tener
en cuenta las circunstancias de su manufactura, en especial, la responsabilidad
ética, ambiental y social del productor. Los poderes que arruinan nuestras vidas
(léase gobiernos autoritarios, corporaciones transnacionales u otros) operan en
instituciones, códigos culturales y relaciones sociales encarnadas, no siendo
completamente externos a nosotros porque su poder deriva en buena parte de
nuestra voluntad.
Es cierto que las cadenas están afuera, en el mundo del trabajo, la economía, la
política y la cultura, sujetando los seres humanos a formas particulares de
existencia, conduciéndoles a aceptar jerarquías que en ocasiones les envilecen al
extremo de hacerles desear su propio sojuzgamiento y explotación. Pero también
es cierto que, precisamente porque pervierten nuestra voluntad haciéndonos
desear mal, las cadenas están adentro, en los pisos falsos de nuestro espíritu
donde la servidumbre humana encuentra abrigo.

Sin embargo, no podemos desconocer el poder que en ocasiones pueden tener


fuerzas o factores externos a nuestra voluntad. Este es el caso de sociedades
ancladas en resabios premodernos, donde prosperan las corruptelas, el
clientelismo, el enchufismo y otros vicios antidemocráticos que anulan o limitan la
participación de los ciudadanos en las decisiones de alcance colectivo. En tales
circunstancias las personas no pueden ejercer sus derechos a plenitud,
encontrándose sometidas a poderes ajenos al control de su voluntad.

En estas circunstancias las personas tienen como prioridad política comprometerse


en una batalla cotidiana contra todas las formas de dominación que malogran su
voluntad, particularmente contra el poder de una minoría privilegiada para
sojuzgar a las mayorías excluidas; el poder del Estado sobre las gentes y
comunidades; el poder de las ciudades sobre grandes extensiones rurales
abrumadas por su “huella ecológica”; el poder de la racionalidad instrumental
sobre el pensamiento complejo que también tiene estrechos vínculos con la
sensibilidad humana.

En la sociedad globalizada de nuestro tiempo las acciones libradas por grupos,


tribus y ciudadanos deben encaminarse por sobre todo a neutralizar el control que
grandes concentraciones de poder económico, tecnológico y político ejercen en los
campos de la producción de alimentos, las semillas, las comunicaciones y el
transporte, donde han consolidado monopolios propiciando tecnologías y productos
que, como los transgénicos y los agrocombustiles, ocasionan graves daños al
ambiente y representan serios riesgos para la salud humana.

ABOLIR LA DOMINACION

En perspectiva ética, abolir la dominación es el bien supremo porque significa


desatar los nudos del espíritu que nos someten a distintos dispositivos de
sojuzgamiento activados en ideologías, instituciones y poderes sociales.

La batalla contra la dominación es un proyecto moral cuyo núcleo consiste en


desactivar estos dispositivos cultivando una ética que nos procure la serenidad y
valentía necesarias para comenzar de nuevo desde el principio, renunciando a
buena parte del legado cultural que nos condujo a la encrucijada actual;
es también un proyecto político para predisponer nuestro espíritu al abandono de
los valores, sistemas de organización política y artefactos tecnológicos que han
servido a la dominación;

y es un proyecto cultural para avanzar hacia la reinvención ética y estética de


nuestra mente, de nuestros modelos sociales, de las relaciones naturaleza-cultura,
en fin, del estilo de vida dominante en esta civilización.

Se trata, en síntesis, del proyecto para abolir todas las formas de dominación, y,
desatar los vínculos de sojuzgamiento que nos subyugan hasta hacer posible
nuestra liberación, entendida como el despliegue de nuestra capacidad moral para
tomar decisiones que nos orienten hacia un estilo de vida sostenible.

La agenda de la liberación apunta a consolidar sociedades fundadas en el respeto


a la soberanía y dignidad de la persona humana, la responsabilidad ambiental y el
ejercicio de la democracia directa “cara a cara” para la toma de decisiones en
asuntos de interés colectivo; y establecidas de acuerdo al ideal de “organización
espontánea”: los vínculos personales, las relaciones de trabajo creativo, los grupos
de afinidad, las asambleas comunales y vecinales; y las asociaciones de
productores y consumidores.

UNA VIDA FRUGAL

Hoy como ayer cuanto menos producción y consumo hagan falta para mantener
una vida sana y digna, tanto mejor. En un planeta maltratado por los excesos del
derroche y la opulencia solo un estilo de vida frugal puede encauzarnos hacia una
cultura que haga justicia a millones de seres humanos excluidos y también a la
naturaleza.

El cambio cultural por la frugalidad comprende intervenciones radicales para


alcanzar la reconversión ecológica, entre otras esferas, de los medios motorizados
del transporte, del metabolismo externo o cultural de las ciudades, de las
instituciones políticas de segunda ola, especialmente aquellas ancladas en resabios
premodernos, de los agrosistemas basados en el uso masivo de fertilizantes
sintéticos y agrotóxicos, de las islas del privilegio que siempre provocan oleajes de
miseria y exclusión, así como del pensamiento que prohíja todas las formas del
despilfarro.

Para avanzar hacia un estilo de vida frugal inspirado en el respeto a la naturaleza,


el conocimiento de los procesos ecológicos y la conservación de la diversidad
biológica y cultural, solo tenemos que cambiar algunos hábitos en la rutina diaria.
Caminar más, montar en bicicleta, utilizar el carro menos de lo indispensable – el
mejor sitio para el carro es el garaje -, ver menos televisión y conversar más.
Discutir con los vecinos los acontecimientos, necesidades y problemas de nuestro
barrio o vereda y con habitantes de otros barrios los suyos y los comunes a la
región o al municipio. Debemos tener presente que el alma de una sociedad
democrática está en sus ámbitos directos y locales, donde los ciudadanos
aprenden a cumplir sus responsabilidades cívicas participando en cabildos o
asambleas investidos de autonomía para decidir e implementar las iniciativas
adoptadas por consenso.

Comprar menos basura para no producir tanta. Actuar con responsabilidad


respecto de los bienes y productos que necesitamos eligiendo aquellos de los
cuales tengamos certeza o confianza sobre sus condiciones de producción,
prefiriendo los producidos ecológicamente y en condiciones de justicia y equidad.

EL CONSUMO ES UN ASUNTO DE LOS POBRES

La sociedad de consumo es minoría. En el mundo de nuestros días muy pocos


consumen demasiado y muchos, muchísimos, poco o casi nada. En lupanares de
opulencia esos pocos dilapidan los bienes de la tierra, ahogan los cielos con sus
desperdicios y envilecen las aguas, mientras celebran con guerras sus orgías de
imbecilidad, provocando mayor devastación en el ambiente que las peores
calamidades telúricas. Los muchísimos, empobrecidos por jornadas de trabajo mal
pagado, diezmados por las dietas del hambre, contemplan lelos el carrusel de los
ricos y famosos, garantizando con su magra existencia la poca naturaleza que
todavía nos queda. Por ello, como anota Eduardo Galeano, la injusticia social no
es un error a corregir, ni un defecto a superar: es una necesidad esencial. No hay
naturaleza capaz de alimentar un shopping center del tamaño del planeta.

En este escenario de una impagable deuda ecológica los pobres podrían replicar, y
con razón, que el discurso del consumo responsable es una monserga para ricos,
pues ellos, que a duras penas sobreviven entre carencias y penurias, no pueden
darse el lujo de elegir. Es cierto, con presupuestos exiguos los pobres regatean
hasta el cansancio en las plazas de mercado para comprar los productos más
baratos. Tratándose de alimentos son, por regla general, restos de cultivos
envenenados con agrotóxicos e insumos sintéticos, o de explotaciones pecuarias
donde los animales vegetan confinados en panópticos avícolas, porcícolas o
ganaderos e intoxicados con hormonas y antibióticos.

¿Por que tendrían los pobres que preocuparse por el consumo? Aunque todas las
evidencias parecen decirnos que no es asunto suyo, creo, por el contrario, que si
lo es. Veamos. Los excesos de las minorías opulentas constituyen la causa más
sobresaliente del malestar ambiental del planeta. Si tales excesos no son metidos
en cintura con la mayor urgencia posible, en menos de cincuenta años la tierra
será un planeta sin agua para beber, cada vez con mayores desiertos y bosques
más reducidos, con una atmósfera envilecida, donde la vida será una experiencia
difícil, casi excepcional. Ergo, como quiera que las mayorías empobrecidas han
padecido con mayor rigor los impactos del derroche y el desperdicio, los pobres
tienen más motivos para asumir las tareas por el cambio cultural y la
reconversión ecológica.

El consumo es también un asunto de los pobres. Primero, porque todo ser


humano tiene derecho a acceder al mínimo de bienes materiales y culturales
necesarios para llevar una vida digna. Este derecho parece ahora más amenazado
que nunca. Porque mientras más devastado sea el planeta por los excesos de las
minorías opulentas, - léase monocultivos en los trópicos, agrotóxicos,
transgénicos, agrocombustibles, deforestación, erosión genética, desertificación -,
más difícil será para los pobres acceder a esos bienes. Menos tierras cultivables,
menos agua para el consumo humano, menos recursos disponibles, convertirán la
tierra en un condominio exclusivo solo para quienes puedan pagar el precio cada
vez mas alto del agua, la energía, la salud o los alimentos.

Segundo, porque todos debemos aprender a desear bien. Tengamos en cuenta


que agazapadas en el lado oscuro del espíritu humano nos acechan punzantes
deseos dotados del poder para enajenar nuestra voluntad en busca de
satisfacción, o en su defecto para cebar sentimientos de rencor, envidia y
frustración severa en el caso de no ser satisfechos. En el mundo espectáculo en
que vivimos, todos o casi todos somos seducidos por las imágenes deslumbrantes
de estereotipos de felicidad y satisfacción personal que materializan ciertos
objetos, bienes o situaciones. Los pobres no son menos susceptibles al asedio
mediático de estos estereotipos.

De ello resulta que nuestro desafío ético, o el desafío ético de esta civilización, es
¿cómo lograr el cambio de los valores predicados por estos estereotipos de
manera tal que todos tengamos una vida digna y al mismo tiempo alcancemos un
sentido de autoestima y satisfacción a través de formas no materiales de
realización personal?

EJERCICIOS DE RESISTENCIA CIVIL

ALIANZA DE PRODUCTORES ECOLOGICOS Y CONSUMIDORES


RESPONSABLES

Productores y consumidores tenemos responsabilidades compartidas para


transformar relaciones que siendo económicas deben, sin embargo, fundarse en la
solidaridad y la confianza. En ese sentido debemos reconocer que:

i. Producción agroecológica y consumo agroecológico autogestionado no


son posibles la una sin el otro. Esta relación directa entre productor@s y
consumidor@s es estratégica, sustancial, personalizada y basada en la
confianza.
ii. Productor@s y consumidor@s deben consolidar una alianza desde el
respeto y la autonomía de cada parte propiciando la transparencia y el
diálogo sostenido de manera que se asegure la responsabilidad,
reciprocidad, igualdad de derechos y equidad en el intercambio. Lo
mismo que la libertad de organización interna y coalición con otr@s
para producir y distribuir alimentos sanos, en cantidad y variedad
suficiente y a precios razonables.

La producción agroecológica y el consumo responsable deben fundarse, entre


otros, en los siguientes principios:

1. Seguridad y soberanía alimentarias ;


2. Intercambio o comercio justo con precios pactados toda la
temporada asequibles para consumidor@s de pocos recursos;
3. Participación, desde la autonomía y el respeto a la pluralidad, en
tareas conjuntas con otros colectivos y movimientos sociales en
acciones contra las tendencias que globalmente erosionan la
agroecología, los alimentos sanos y la supervivencia de los pequeños
productores.

En síntesis, se trata de consolidar la solidaridad social entre productores y


consumidores estimulando la credibilidad, la confianza, la relación ética, de
manera que sea posible establecer mecanismos alternativos de certificación,
mediante el rescate de la palabra del agricultor, la cultura de la expresión de la
verdad hasta crear un ambiente social de confianza, de credibilidad entre
productor y consumidor.

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