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Dío Bleichmar, E. (1985) Histeria y género. El feminismo espontáneo de la histeria.

En Dío Bleichmar, E. El Feminismo Espontáneo de la Histeria (pp. 201 - 212).

HISTERIA Y GÉNERO

El feminismo espontáneo de la histeria

«La mujer se define como un ser humano en busca de valores en el seno de un mundo de valores... vacilante
entre el papel de objeto, de otro que le es propuesto ​y ​la reivindicación de su libertad.»
SIMONE DE BEAUVOIR

¿Cómo componer el rompecabezas? Por de pronto, resulta imposible seguir denominando en


singular la histeria, es decir, mantener una categoría unitaria para englobar configuraciones que se
​ isterias-, ​conservando la
diferencian marcadamente entre sí. Queda la alternativa de pluralizar- ​las h
denominación prefreudiana y añadiendo la especificidad que le corresponda. Pero, ¿cuál sería
entonces el denominador común entre una borderline-histérica y una mujer con frigidez, entre un
carácter fálico-narcisista y un síntoma conversivo en una mujer obsesiva? ¿El conflicto sexual
subyacente, la estructura del deseo o el hecho de tratarse de la psicopatología de la mujer? ¿Es que
la histeria tiene un carácter universal del que la ciencia da cuenta, o ésta no escapa a la imprecisión
del saber popular, ya que cuando describe el sobre compromiso emocional de la personalidad
histérica se acota que «observadores no sofisticados consideran este rasgo típicamente feminino»?
(Kernberg, 1975, pág. 14). Y los observadores calificados, ¿cómo lo consideran? Un dato significativo
son las estadísicas sobre las que se confeccionó la DSM-III. Tanto la personalidad borderline, la
dependiente (lo que correspondería a la personalidad infantil de la ICD-9), la personalidad histriónica
(histérica en clasificaciones anteriores), como los síntomas somatoformes (que incluyen conversiones
y somatizaciones) y los del área sexual muestran una clara prevalencia en la población femenina.
¿Podríamos sostener que esta serie de cuadros constituyen un eje por el que transita la mujer,
avatares del género femenino?

La ​personalidad dependiente es descripta en los siguientes términos en la DSM-III: «El sujeto


pasivamente permite que otro asuma la responsabilidad en áreas mayores de su vida a causa de un
déficit de confianza y de inhabilidad para funcionar independiente; se subordinan las propias
necesidades a la de los otros, de los cuales ella o él dependen. Generalmente los que sufren de esta
condición tienen serios problemas en hacer manifiestos sus deseos y demandas, por temor a poner
en riesgo la relación de la cual dependen y verse forzados a hacerse cargo de ellos mismos.
Por ejemplo, una esposa puede tolerar abusos físicos de su marido por temor a ser abandonada.
Invariablemente existe un déficit de autoestima y minimizan sus habilidades y poder, sintiéndose im-
potentes y desamparados. La ansiedad y la depresión son los rasgos aso- ciados, y, a menos que el
sujeto se halle seguro sobre Ja relación que satisface su necesidad de dependencia, la preocupación
invariable y permanente es la posibilidad de ser abandonada» (págs. 324-25). ¿No constituye esta
descripción un colosal mural de la ​mujer en nuestra sociedad?

Krohn (1978) se dispone a pulverizar el tan mentado mito ​de ​la inocencia y la pasividad en este
cuadro. Sostiene que no sólo es la expresión de una fijación o regresión libidinal, sino una fantasía
defensiva para reforzar la negación de la erotización y de la agresividad. Proclamando el deseo de
una estrecha, cálida y honesta relación con un hombre dulce, suave y sensitivo la histérica evitaría el
reconocimiento de su excitación sexual. «Si tal fantasía es evaluada como teniendo una real base
oral, y las interpretaciones son guiadas hacia los presumibles conflictos orales, la estructura
defensiva de la histérica será a menudo reforzada por la fantasía de una pequeña chiquilina con
conflictos acerca de la alimentación y el cuidado, evitando poner de manifiesto el potencial agresivo y
autodestructivo» (pág. 224).
No hay ninguna duda de que la inocencia y la pasividad constituyen un mito en la histérica, y
coincidimos con Krohn en desechar la tesis de la fijación oral, pero en este mito no se halla incluido
sólo un peculiar método de enfrentar el conflicto edípico. Si la histérica es dependiente y pasiva,
ejemplificando la condición esencial de la mujer en nuestra cultura, esta defensa es la expresión de
una ​condición de estructura. ¿​ Acaso en «la dote» psicológica que debe aportar una joven para ser
elevada a la categoría de mujer digna, o sea, casarse, no constituyen la virginidad y la sumisión uno
de los rasgos más preciados?
Este mito es cuidadosamente construido en la formación de la joven para esperar y conquistar por
medios pasivos ​-​su belleza y gracia​- ​un hombre que la conducirá a su destino. ¿No resulta lógico
suponer que la histérica encuentre facilitada la vía para adjudicar al hombre, ser la fuente de deseos
sexuales y agresivos que no puede reconocer en sí misma? ¿Por qué se ha jerarquizado, con tanto
énfasis, que la histérica tie- ne siempre el sentimiento de que es el otro el provocador de sus deseos
sexuales y agresivos, y no se ha reconocido que el mandato de la pasividad secularmente mantenido
por la cultura también compromete la mente, la acción y la representación que ella elabora sobre su
capacidad para producir efectos en la realidad, aspectos de la personalidad que exceden el campo
de los impulsos? ¿Por qué se ha reducido la problemática de la histérica a la sexualidad? Pero junto
a esta histérica pasiva y dependiente que se especializa en desembarazarse de toda responsabilidad
por sus deseos y acciones, encontramos la silueta opuesta, la fálico-narcisista, empeñada en la
decisión activa, exquisitamente sensible a cualquier mención descalificadora. ¿Una es más oral y la
otra más fálica? ¿O debemos inclinarnos a pensar las diferencias entre un cuadro y otro como
diferentes potenciales del Yo y del Ideal del Yo, no de los impulsos? ¿Es en este punto donde, al
decir de Granoff y Perrier, «todo transcurre como si la mujer, desde su origen, estuviera en una
relación privilegiada con lo real, que habría que tener en cuenta para no reducirla a las modalidades
o caracteres del Edipo»? (pág. 49).

El psicoanálisis significó una revolución en el conocimiento, al permitir el salto de la psicofisiología del


cuerpo - del cuerpo objeto al cuerpo vivido por el sujeto- ​a la cabal comprensión de un cuerpo
humano. La histeria dejó de ser un útero que afectaba la psique, una especie de maldición de la
naturaleza biológica femenina para convertirse en un efecto del fantasma sexual, de la sexualidad en
tanto actividad humana, psíquica, vivencia!.
El deseo sexual ocupó el centro del sistema y la demostración de su surgimiento y organización en el
seno de la relación parental del triángulo edípico, subjetivizó el deseo arrancándolo de su base
animal, demostrando que la gente se enferma no por ignorancia de las leyes biológicas, sino porque
el deseo sexual debe ser reprimido, tal como la ley de la cultura lo exige. Freud comprendió a la
histérica, pero ésta habría permanecido insatisfecha a causa de su subterránea e irreductible
masculinidad.
Cuando Lacan propone el retorno a Freud -para rescatar el psico- análisis de las desviaciones tanto
de la psicología del Yo americana como del enfoque kleiniano de las relaciones de objeto sin
mediación- Y sostiene el imperativo de contemplar el orden simbólico en el cual el sujeto se inscribe,
la histérica ve renovada sus esperanzas de ser comprendida, sobre todo si la propuesta incluye la
explicación de por qué la histérica siempre abriga esperanzas.

En el seminario de 1969-70 Lacan ubica la histeria como uno de los cuatro discursos -junto al del
amo, al de la Universidad y al del analista​- , ​es decir, como un total efecto de la cadena significante.
El del amo sería aquel en el cual existiría una supuesta identidad entre el sujeto y el significante, es
decir, el que se cree dueño de la verdad, siendo el de la Universidad su versión moderna: la
burocracia. Por el contrario, el del analista consistiría en el que renuncia a todo intento de gobernar o
educar, como lo soñaba Freud. ¿Y el discurso histérico? Significativamente este discurso no es
universal, sino que está singularizado, es «el de la histérica». Sin embargo es considerado un modelo
ejemplar del discurso del analizando, que buscaría al otro: amo, Universidad o analista para que le
descubra la Clave de su destino. Si obtiene una respuesta cualquiera, irreductiblemente queda
cosificada, definida por otro, reducida a objeto del deseo del otro y entonces la rechazará. Por eso,
según Lacan, ante ella todo amo perderá su máscara y se reconocerá castrado, castración que no
involucraría la más mínima intencionalidad, sino que sería un puro efecto de la estructura que
determina la demanda.
Pero a pesar de estas buenas intenciones y del intento de comprenderla tan castrada como al
hombre -que también viviría engañado en la máscara de su completud fálica (imaginarizada como
posesión del pene)-, ​la histérica sigue interrogándose si en la estructura del lenguaje, o en las leyes
de la cultura, o en las convenciones sociales, o en los mitos sobre la mujer, esa categoría de objeto a
la cual se halla condenada no podría revisarse, ya que Lacan ha logrado arrancarla de la
psicopatología, pero ha fracasado en narcisizarla. ¿Por qué la impotencia del saber que la histérica
engendraría provoca «...que su discurso se anime del deseo...» (Lacan, 1970, pág. 74). ¿Por qué esa
tendencia distintiva a la erotización? Cada vez que la mujer oye hablar de ella, lee sobre lo que es
ella, estudia su tema, fantasea su destino, sueña sus​-.​deseos, irremediablemente aparece el deseo
sexual, la meta del orgasmo vaginal, el hombre como objetivo de su vida... ¿Es esto cierto, o el
malestar histérico reside justamente en la reducción de su condición humana a su sexualidad, en la
superposición y confusión entre feminidad y sexualidad, entre su ser social y su erotismo?
Si se establece claramente la diferencia conceptual entre feminidad y sexualidad femenina pensamos
que es posible una mejor comprensión de la histeria, ya que la feminidad constituye un continente
negro, un enigma quizá mucho más ignorado tanto para la mujer como para el hombre que el
constituido por la sexualidad femenina. La feminidad no tiene que ver con el deseo sexual, ni con
ningún conjunto de pulsiones, aunque éstas pudieran quedar por fuera del ámbito de la represión
(Montrelay, 1970), sino con el conjunto de convenciones que cada sociedad sostiene como
tipificadores de lo femenino y lo masculino. La conducta sexual de un hombre, su relación con la
mujer, hablarán de su virilidad, pero la masculinidad de un hombre incluye valores como el coraje, la
fuerza, la capacidad de decisión que podrán hacerlo más preciado a los ojos de una mujer, pero
hasta ahora estos ragos no parecen provenir de ningún substrato sexual, a menos que le otorguemos
al pene estos atributos. Si no lo son del pene, sino del falo, ¿no es entonces el falo un significante de
los valores e ideales masculinos de nuestra cultura y es esta instancia en tanto orden simbólico,
Coment
cadena significante pero con significados bien abrochados, los que definen y tipifican qué es una
mujer y qué es un hombre? Si es justamente la histérica la que se interroga sobre esta cuestión, es
por una vaga e incipiente conciencia de su insatisfacción en cuanto a una imposición que no surge
precisamente de su «naturaleza», sino de un orden ajeno que la tipifica como objeto, tipificación a la
que se resiste.

Al naturalismo de lo biológico en que éste generaría obligatoriamente un efecto, Lacan agrega otro
naturalismo -en el sentido de aquello que no puede ser de otra manera-, ​el del significante: la
histérica es histérica pues está marcada por el lenguaje como ser de una «falta» no solucionable.
Obviamente esta histérica lacaniana ya no es la de la psicopatología, sólo se ha mantenido la
denominación para referirse a una categoría que adquiere sentido en el interior de las coordenadas
laca- nianas.

Pero en este juego de la polisemia, tan peculiar a su estilo, mientras por un lado enriquece, pues se
amplía la problemática, por el otro se pierde por lo que se sustrae, con el agravante de que el
abandono queda disimulado en la suposición que la nueva categoría explicita y contiene también a la
antigua, sin reparar que se hallan ubicadas en dos órdenes diferentes. En el caso de la histeria de la
psicopatología el interrogante pendiente es sobre la muy distinta incidencia en el hombre y​ ​en la
mujer.
Aunque la histérica llegue a aceptar la aparente simetría que se le propone -tanto el hombre como la
mujer son sujetos de la carencia, ambos se dan lo que no tienen-, s​ eguirá en la búsqueda del falo,
por- que éste simboliza una soberanía que se ejerce en otros dominios más allá del amor y la
sexualidad. Y son esos otros dominios en los que la mujer constata también su sujeción, su
inferioridad, su falta de deci- sión, su ausencia de deseo. Si para saber cómo es una mujer en la
cama, la histérica tiene que averiguarlo a través del hombre que le hable o la dirija hacia otra mujer
en calidad de modelo, ¿a quién puede dirigirse para saber de trabajo o negocios que le permitan su
material, para saber de la historia del mundo que la ubiquen en un contexto social, para saber de
derechos y poderes que le descubran el arte de gobernar? Si su feminidad secundaria debidamente
asumida le demuestra la supremacía masculina, ¿cómo hará la mujer para no desear ese destino
para sí? ¿Cómo puede existir como ser humano valorización narcisista?

Cada vez que se siente humillada apelará a su única arma para restablecer su narcisismo herido, el
control de su deseo y su goce, e invertirá los términos, el amo quedará castrado. Es común que la
reacción prevalente de la mujer en la pareja, cuando surge un desacuerdo, sea la indiferencia sexual
o la negativa a tener relaciones sexuales (Singer Kaplan). De esta peculiar manera la mujer se hace
oír en tanto sujeto, reivindicando su deseo de reconocimiento, de valorización en tanto género
femenino, lo que equivale considerar su feminidad como equivalente de su ser humano, no sólo a su
ser sexuado. ​En su no puede dejar de permanecer prisionera de los paradigmas y sistemas de
representación masculina, ​y su feminismo espontáneo se pondrá en juego en el mismo
terreno en que ha quedado circunscripta, el sexo.
En el síntoma histérico el conflicto entre sexualidad y valoración narcisista alcanza su máxima
complejidad, y es este conflicto, en su carácter genérico y constante para la feminidad, el que se
instituye como un síntoma de la estructura cultural. Es esta identidad estructural entre la feminidad y
la histeria la que «universaliza» a la histeria, así como simultáneamente le otorga a la feminidad su
carácter sintomal. ​Siempre que se cree una oposición entre narcisismo y sexualidad o entre
narcisismo y​ feminidad, y tal feminidad quede reducida a la sexualidad, estaremos ante una
estructura histérica.

EL FEMINISMO ESPONTANEO

La sexualidad es el instrumento ​y/​o la actividad narcisista que la histérica privilegia para el


mantenimiento de su balance narcisista. Pero en tanto actividad narcisista la sexualidad está sujeta
-lo hemos visto- a una muy distinta y desigual valoración social para el hombre y la mujer, lo que
determinará que de acuerdo a como se ubique la histérica frente a esta distinta valoración, la
sexualidad en tanto actividad se ponga en acto o se sustraiga de la escena. Si en la experiencia
singular, la actividad sexual se opone o entra en contradicción con la valoración narcisista, dicha
puesta en acto se verá comprometida, perturbada o bloqueada en algún nivel. La mujer siempre va a
requerir que la propuesta sexual tome el carácter de un romance, de un hecho trascendente en la
vida del hombre. Si, por el contrario, el despliegue de la actividad sexual refuerza o satisface el
narcisismo, la puesta en acto se verá favorecida y tenderá a repetirse, lo que ocurre habitualmente
en la histeria masculina, de ahí su casi sinónimo de Donjuanismo, y que llamativamente no encuentra
su paralelo para la actividad similar en la mujer, sino que en ella se la describe como promiscuidad o
ninfomanía.

La transformación de los modelos de feminidad de generación en generación, la liberación sexual


que impera actualmente, conduce a la adolescente, a la mujer, a multiplicar crecientemente sus
experiencias sexuales. Pero aún en los años 80 el goce sexual de la mujer, en tanto goce puro, el
ejercicio de la sexualidad como testimonio de un ser que desea el placer y lo realiza en forma
absoluta - por fuera de cualquier contexto legal o moral convencional- se constituye en una
transgresión a una ley de la cultura de similar jerarquía a la ley del incesto.
Las relaciones sexuales con los hijos son tan antinaturales como el derecho al puro placer sexual de
la mujer. «Ella no lo necesita», dicen las madres y los padres de las adolescentes mujeres, mientras
proporcionan una prostituta al varón. ​Los padres debidamente normativizados transmiten la prohi-
bición del incesto sin necesidad de amenazas, a través de su propia represión. De la misma manera
está inscripto en ellos y​ e
​ fectúan la transmisión de la estructura desigual del deseo del hombre y la
mujer. ​Para el hombre: el derecho y la valorización del deseo autónomo, en estado puro, con mujeres
como objetos intercambiables; para la mujer: el amor de un hombre que otorgue legitimidad a su
goce. Desde esta perspectiva ¿es difícil entender por qué la excitación sexual puede despertar en la
mujer angustia o rechazo, o por qué el deseo en la histérica consiste en que el deseo del otro se
mantenga insatisfecho? ¿No es acaso éste el momento de mayor correspondencia entre sexualidad
y valoración narcisista a la que puede aspirar?

Hemos visto que la histeria de los 80 raramente hace crisis, pero siempre podemos reconocer un
escenario, un guión, alguna acción que tiene o no tiene lugar, como claramente sostiene Laplanche,
una comunicación que se hace en el área privilegiada del cuerpo y que implica un mensaje dirigido a
otro. Un deseo que no se expresa, un orgasmo que no tiene lugar, una presencia que se ausenta,
ella debiera venir y se va, como lo hizo Dora; o seduce, o hace el amor pero no se compromete, o
pareció estar convencida pero hizo lo que quiso. Laplanche sostiene que invariablemente cualquiera
de estas «puestas en escena» nos remitirá a una escena sexual del complejo de Edipo. Y aquí radica
el punto problemático, que la sexualidad sea la actividad que la histérica privilegia para balancear su
narcisismo no implica que su narcisismo se reduzca a la sexualidad, sino que obviamente lo excede.
Sustrayendo del escenario aquello por lo único que es tenida en cuenta -el sexo-, ​¿será reconocida
como algo más? ​En esta sustracción, en este rechazo se cuela su anhelo de valorización, su
enigmático reclamo feminista. ​Existe un fenimismo espontáneo en fa histérica que consiste en
la p​ rotesta des- esperada, aberrante, actuada, que no /lega a articularse en palabras, una
reivindicación de una feminidad que no quiere ser reducida a fa sexualidad, de un narcisismo
que clama por poder privilegiar la mente, la acción en la realidad, la moral, los principios y no
quedar atrapado sólo en la belleza del cuerpo (cuando en el hombre la valoración narcisista se
plantea exclusivamente en el ámbito de la sexualidad surge la histeria masculina).

Pero esta dimensión ha permanecido y permanece confundida para la cultura, el teórico, el terapeuta
y para la propia mujer. Cuando la mujer accede a cualquier otro ámbito se considera que invade el
territorio masculino, que castra al hombre o que se identifica con él (y eso está mal), o que abandona
la feminidad si no lo es de la manera convencional ​-​hembra-madre-ama de casa-, feminidad que
como hemos subrayado queda adscripta a dependencia, sobrecompromiso emocional, inferioridad, y
atrapada en este narcisismo devaluado, sólo atina al autoengaño.

EL SÍNTOMA HISTÉRICO: TESTIMONIO DE IMPOTENCIA

«La aparente estupidez de la histeria» «...los síntomas van en contra del interés de la enferma y entorpecen
gravemente su liber- tad.»
CHARCOT

El antecedente de Charcot nos ilumina para emitir un juicio sobre la histeria. Sus manifestaciones
pueden agruparse en ​síntomas de exclusión de la conciencia y de evitación del conflicto: ​amnesia,
desmayos, crisis letárgicas y catalépticas, ceguera, parálisis, anestesias, actitud de «bella
indiferencia» y toda la gama de rechazos de la sexualidad. Es decir, ante el conflicto, la histérica se
sustrae, se escapa, no sabe, no siente, no puede. O si no tenemos el otro sector, ​los síntomas de
expresión del conflicto: l​ as conversiones, las escenas, la teatralidad, el sobrecom- promiso afectivo,
expresión enmascarada, sólo un mensaje enigmático del que ella misma no se entera y, finalmente,
los síntomas compensatorios, ​¿qué hace la histérica, además de recurrir a la elemental defensa de
sustraerse de la escena? Crea disfraces: la ensoñación diurna, la alucinación, la ecmenesia,
ficciones placenteras pero tan efímeras que se desvanecen en pocas horas o en pocos días, pues no
tiene el sólido mon- taje de una buena argumentación que justifique o racionalice la realidad o alguna
creencia para renegarla, sólo algunas imágenes que no se sostienen y se esfuman por sí solas. La
ausencia de combate, cuando dominan los síntomas de exclusión y de evitación, fue interpretada
como el éxito de las defensas en la histeria, o lo ventajoso de esta estrategia fren te a la neurosis
obsesiva, la paranoia o la depresión, en las cuales el tormento consciente y el sufrimiento es tan
invalidente, sin penetrar en el carácter profundamente patético, infantil e impotente que traslucen los
mecanismos histéricos. ​Si la histeria constituye el síntoma de fa estructura profundamente conflictiva
de fa feminidad en nuestra cultura, esta apreciación de la debilidad de sus métodos, de lo
inconsistente de sus defensas, de lo sordo del grito con que se hace oír, no hace más que testimoniar
el carácter devaluado de su identidad de género.
Pero la condición social del género femenino se halla en una lenta pero creciente metamorfosis: de la
doncella al cuidado, de religiosas que le enseñaban el arte del bordado y el recato, a la adolescente
de los ​colleges americanos hay un mundo de por medio. De ahí que sea ​necesario revisar
cuidadosamente ciertas formulaciones que sostienen que la niña abandona el Edipo provista
de un Ideal que tipifica su feminidad, salvo que lo tomemos estrictamente como un punto de
partida. ​Lo que se observa es que la niña se identifica a su madre, pero cada día más frecuen-
temente, luego se desidentifica de ella, en un largo y laborioso proceso para erigir en modelo a
alguna otra mujer -​ r​ eal o de ficción- a través de la cual su deseo de identificación con su género no
implique el sordo sentimiento de sentirse inferior. De manera que podemos constatar la variedad y la
variación a lo largo de la historia de los modelos de feminidad, y lo que queremos subrayar es que
este cambio en la tipificación social de /​ (1 i​ dentidad femenina no es ajeno a lo que vemos como su
consecuencia: la fisonomía variable que el cuadro de la histeria presenta en las diferentes épocas.
No nos resulta enigmático que los síntomas de impotencia y desesperación, los desmayos o las crisis
catalépticas sean una reliquia y que en cambio: «el lado ofensivo de la histeria», como la lla- ma
Perrier, la militante del sexo y el amor tome la palabra. Cuanto mayor sea el conflicto intrínseco a su
género, es decir, .cuanto mayor sea su deseo de trascendencia por fuera de los roles
convencionalmente asig- nados a la feminidad, el feminismo espontáneo de la mujer no sólo
involucrará a la sexualidad, sino que reivindicará el derecho a los roles sociales tipificados como
masculinos. De ahí que la histérica deje de ser neurótica, de ocultar a su conciencia y luego soñar
con lo que no puede conseguir o acceder, y se caracteropatice tratando de desarrollar tanto
ambiciones como capacidades yoicas, que le permitan un protagonismo en el mundo, y de esa
manera lograr vencer la oposición entre feminidad y narcisismo. Para el éxito de esta estrategia el
carácter fálico-narcisista se presenta más apropiado.
El espectro de perfiles psicológicos y cuadros psicopatológicos des- criptos bajo la denominación de
personalidad infantil-dependiente, personalidad histérica y carácter fálica-narcisista aparecen mucho
más frecuentemente en el sexo femenino, porque tienen en común el trastorno narcisista del género
que toda mujer padece en mayor o menor medida. Este trastorno narcisista inherente al género
femenino es lo que se ha dado en llamar la «normalidad» de la histeria, entendiendo p ​ or ​tal nor-
malidad un paso obligado en su evolución psicosexual. Pero que, «con buena suerta», algunas
mujeres lograrían superar, adoptando la confi- guración de una feminidad convencional que
adormece sus deseos de trascendencia, pero les aporta el placer de estar satis!aciendo el deseo de
los otros.

Sin embargo, a pesar de que existe un denominador común - el trastorno narcisista inherente al
género-, l​ os diferentes cuadros de la histe- ria se pueden distinguir de acuerdo al grado de
desarrollo alcanzado por el Yo, a la amplitud de metas del Ideal del Yo y en relación a cuáles son las
localizaciones de su sistema narcisista. De estas variaciones depende- rá en qué medida la mujer
acepte o rechace las convenciones vigentes que tipifican una feminidad devaluad0ra de su
narcisismo. Si las acepta, puede erigir como Ideal del Yo femenino a la mujer-niña, en todas sus
versiones, desde la ama de casa que cuida ​as​ us hijos y esposo como ni- ños, y colecciona peluches,
hasta la «vamp-niña», cuyo modelo estelar de los años 50 estuvo personificado en Marilyn Monroe.
Pero en ambas la restitución de un narcisismo infantil ligado al género ha consistido en la sustitución
de los padres por un hombre al que han erigido como ideal y proveedor. Cada vez que este equilibrio
se vea amenazado, la mujer- niña ​-más o ​ menos borderline, más o menos i​ nfantil- ​sólo sabrá «ha-
cer una escena», alterar la vida sexual o atormentarse por la amenaza de perder al objeto. Tanto
Kernberg como Martín (1971) subrayan que los motivos desencadenantes de las
descompensaciones psicóticas en las personalidades borderlin.e como en las psicosis histéricas por
ellos estu- diadas son las relacionadas con la amenaza de abandono por el objeto. Después de haber
consagrado la vida a la construcción de una feminidad cuyas leyes morales exigen el cuidado del
objeto, ¿quién retribuirá estos cuidados ​- n o ​sólo el amor, sino el aseguramiento de la
supervivencia- si aquél cambia de planes? Ante tal desenlace ¿qué puede hacer la mujer-niña sino
llorar de rabia y desesperación? Este estereotipo consti- tuye un polo de lo que se ha teorizado como
la pasividad de la histérica, estructura de fondo que da lugar a los cuadros de personalidad infantil,
dependiente, o la histérica en su forma clásica.

El otro polo está constituido por la fálico-narcisista, en que el carác- ter central del cuadro ​- l a
pasividad- ​se ha metamorfoseado. Llamati- vamente las amnesias, los desmayos, las conversiones,
así como los en- sueños compensadores, es decir, las expresiones de impotencia no hacen su
aparición. En su lugar, la franca y abierta rivalidad con el hombre, el espíritu combativo evidenciado,
justifica la denominación de «muje- res fálicas», ya que la supuesta envidia al pene no se disfraza
bajo nin- guna máscara de feminidad. Cuanto mayor sea su ambición de erigirse en sujeto de su
destino, mayor será su identificación al padre, al maes- tro, al médico, al hombre como modelo
-ilusorio p​ ero legitimado-,pues la soberanía de éste como hacedor de su destino es un hecho social.
​ osición de
Esta identificación es esencialmente al tipo de estructura del deseo y a la p
determinación de los hechos de que goza el hombre en nuestra sociedad, no al objeto al
que se dirige este deseo. ​No consiste en homosexualidad de ningún tipo, y es en este donde no
vemos la conveniencia de seguir hablando de homosexualidad, al mismo tiem- po que se sostiene
que «la homosexualidad de l​ a '​ histérica debe distin- guirse de la homosexualidad anal, perversa y
psicótica» (Rosolato), ya que no se trata ni de deseo sexual, ni de elección de objeto femenino, ni de
ningún complejo de Edipo invertido -​ como b ​ ien lo señala Maldavsky ​(1982)- l​ o que hace la histérica,
sino de la apropiación para el género femenino de los derechos y de los modos de acción tipificados
como masculinos. Si en lo imaginario, supuestamente la histérica se interrogaría sobre si es hombre
o mujer, no es con respecto a los roles sexuales, sino al poder, a la valoración, a las formas de
obtener reconocimiento; no es a la diferencia de sexos a lo que reacciona, sino a la desigualdad
imperante entre ellos. En todo caso si tuviéramos que concebir un interrogante en torno al cual
situarla, podríamos escucharla preguntándose sobre cómo acceder a poder identificarse con su
género sin que esto implique ser inferior.

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