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CAPÍTULO SEXTO POSIDÓN [NEPTUNO] Y LOS DIOSES

DEL MAR
Según una teoría enunciada en el siglo xx, Posidón pudo ser, en origen, el
turbulento dios de los caballos que recorrían las estepas haciendo retumbar la tierra bajo
sus cascos. Los indoeuropeos, cuando llegaron con su culto a la Hélade, se encontraron
con una situación insólita para ellos: allí no había más territorio plano que el mar, y su
ruido era la fuerza del oleaje. Decidieron entonces convertir al dios en señor de las
aguas y siguieron ofreciéndole sacrificios de caballos. Además, para que no perdiese por
completo su montura, inventaron un afortunado híbrido de caballo y pez: el hipocampo.
Aceptemos o no tan sugestiva hipótesis –hay quien dice que Posidón fue más
bien un dios subterráneo preindoeuropeo–, lo cierto es que el hermano de Zeus [Júpiter],
cuando se hizo cargo de las aguas marinas tras la caída de los Titanes, se encontró entre
las olas una serie de deidades más antiguas: orilló a unas, aceptó a otras como
compañeras y, de forma rápida, se convirtió en un dios del mar perfectamente fundido
con su elemento. Si, para el griego antiguo, el ponto era temible por sus oleajes y
borrascas, nuestro dios supo encarnar esa imagen en su propia persona, y hasta logró
engendrar violentos gigantes; si el marinero se asombraba ante los grandes mamíferos
acuáticos y peces –focas, delfines, atunes–, Posidón supo dominarlos; si el pescador
descubría en sus redes los seres vivos más extraños y monstruosos –peces, anguilas,
calamares, pulpos, medusas, crustáceos y moluscos–, nuestro dios se convirtió en señor
y padre de todo tipo de seres híbridos, ya que, para los hombres de la Antigüedad,
monstruosidad e hibridación solían ser sinónimos.
1. Nereo y Proteo, los “Viejos del Mar”
Estiman hoy los mitógrafos que el dueño primitivo de los mares, el que sería
desplazado por Posidón, fue Nereo: hijo de Gea [Tellus, la Tierra] y de Ponto
(personificación del mar), era más antiguo que los dioses olímpicos y se unió a Dóride,
una hija de Océano. De este modo, se crearon dos familias paralelas: por el exterior del
mundo giraban Océano, Tethys y sus hijas, las numerosas oceánidas; en los mares
interiores se movían Nereo, Dóride y su prole de cincuenta nereidas. Sin embargo, una
vez perdido su poder soberano, Nereo quedó reducido a un papel subalterno: los griegos
lo imaginaron como el “Viejo del Mar” por excelencia,
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y lo figuraron en sus vasos con barba blanca, armado a veces con tridente o cetro y
acompañado por sus hijas y por otros genios marinos; en época arcaica, le colocaron
incluso a menudo, como remate de su cuerpo bajo el vientre, una cola de pez o de
anguila: era el símbolo primitivo de los dioses del mar, como vimos al hablar de Océano
y como tendremos ocasión de repetir. Sin embargo, más tarde perdió Nereo esta cola
para acentuar su imagen de anciano bondadoso, porque lo más importante de su
personalidad era su infinita sabiduría –había recorrido todas las costas– y su afán de dar
consejos a los marinos. Lo único que no aceptaba era que le reclamasen sus saberes:
cuando Heracles [Hércules] lo buscó para obtener noticias sobre el Jardín de las
Hespérides, él recurrió a su capacidad –que sólo detentan los señores del fluido mundo
acuático– de transformarse sucesivamente en múltiples seres y rehuir así preguntas
inoportunas. El héroe hubo de emplear toda su fuerza y astucia para apresarlo –tema que
vemos en ciertos vasos griegos–, pero, una vez cautivo, Nereo se mostró sincero y dijo
cuanto sabía.
Proteo es un ser muy semejante: la Odisea (IV, 349-575) lo presenta como un
viejo dios marino que, convertido en pastor de las focas de Posidón, habita en la isla de
Faro, junto a la desembocadura del Nilo. Allí lo descubre Menelao cuando intenta
volver de Troya a Esparta, y allí puede comprobar que tiene las mismas mañas que
Nereo: “Llegó el mediodía, el anciano surgió de las aguas, encontró las robustas focas,
las miró y las fue contando. Entonces nosotros, con grandes gritos, sobre él nos
lanzamos; pero el viejo acudió a sus ardides: convirtióse primero en león de abundantes
melenas, después en serpiente, en pantera, en enorme jabalí e incluso en agua que corre
y en árbol florido. Nosotros los agarrábamos con ánimo esforzado, y al final el anciano
se cansó de sus enredos…”. Por desgracia, no hay ninguna representación antigua
segura de este mito, aunque se haya propuesto, para éste o para el de Nereo, la parte
izquierda del conocido frontón arcaico de la Acrópolis donde aparece el monstruo de
tres cabezas que ya mencionamos al hablar de Tifón en el capítulo tercero.
En época moderna, Nereo y Proteo apenas han sido representados, por la propia
dificultad que supone su imagen cambiante o “proteica”. Sin embargo, no faltan sus
figuras de viejos barbados en ciertas imágenes generales del mar, en grandes ciclos de
dioses (en los jardines de Versalles hay hasta dos esculturas de Proteo, por F. Girardon
y E. Bouchardon), en conjuntos de grabados sobre temas marinos, como el de Ph. Galle
(h. 1600), o en libros ilustrados de mitología (el Proteo de A. Diepenbeeck aparece en
El Templo de las Musas de M. de Marolles, 1655).
2. Posidón [Neptuno] y Anfitrite en la Antigüedad
Hermano de Zeus y de Hades, Posidón es un dios bien conocido en Grecia desde
el II Milenio a.C., puesto que aparece su nombre en tablillas micénicas. Sin embargo,
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apenas sabemos cómo fue perfilando su radio de acción: desde luego, fue el dios del
mar ante todo, pero, dado que ese elemento resulta omnipresente en Grecia, donde
pocos puntos se encuentran a más de dos jornadas de la costa, se comprende que su
zona de influencia se ampliase: no sólo se le atribuían las tormentas y tempestades que
estallaban sobre las olas, sino que –al haberse observado la relación entre éstas y
algunos fenómenos sísmicos–, también se le temía como desencadenante de terremotos.
Además, los campesinos recelaban de su cólera en las llanuras costeras, puesto que
podía anegarlas en algún momento: por ello solicitaban su benevolencia –hay textos que
mencionan entre los atributos de Posidón el arado–, y era común poner bajo su
advocación las fuentes próximas a la costa, aunque fuesen de agua dulce.
Pese a los antiguos orígenes de este dios, su iconografía nos es conocida tan sólo
desde principios del siglo vi a.C., porque es entonces cuando empieza a mostrarse con
su atributo esencial: el tridente, arma por excelencia de los antiguos pescadores de
atunes. A través de vasos y, sobre todo, de una colección de cuadros en terracotta o
pínakes hallados en Corinto (Fig. 41), vemos su imagen arcaica, que denota oscilaciones
importantes: a veces aparece imberbe (imagen juvenil que apenas llega al siglo v a.C.),
pero lo normal es que sea un hombre fuerte, bien peinado y con barba negra, cubierto,
como un monarca o noble de la época, con túnica larga y manto terciado: sólo en
contadas ocasiones lleva túnica corta o va totalmente desnudo. Como atributos, porta
tridente o cetro en una mano y, ocasionalmente, un atún o un delfín en la otra. En cuanto
a actitudes, puede ir a pie, o montado en un toro (uno de sus animales favoritos) o
cabalgando sobre las más variadas criaturas marinas: su hijo Tritón, un hipocampo
(animal con prótomo –es decir, parte delantera, incluidas las patas– de caballo y parte
trasera de pez o anguila) o un hipalectrio (monstruo con prótomo de caballo y parte
trasera de ave, alas incluidas). Finalmente, es común que asista a las reuniones de los
dioses con su esposa, Anfitrite, y que en esas ocasiones, así como en las escenas de
Gigantomaquia, aparezca en un carro tirado por caballos (otro de sus animales
predilectos, como ya hemos dicho).
A fines del Arcaísmo y principios del siglo v a.C. cobra importancia una
iconografía concreta: la que muestra al dios, en la misma actitud del Zeus Keraunios,
lanzando el tridente a lo lejos. Se comprende que el Posidón de Artemision (h. 460
a.C.), acaso la mejor de estas imágenes –e identificada gracias a un relieve romano
donde aparece el tridente– haya sido tomada en ocasiones por un Zeus. Por lo demás,
esta iconografía tiene una importancia fundamental: para llevar a cabo su acción, el dios
debe tener gran libertad de movimientos, y esto impone figurarlo desnudo.
En efecto, en el siglo v a.C. se quita Posidón su túnica, e incluso a menudo su
manto. Empieza la evolución del Periodo Clásico y Helenístico, en la que nuestro dios
va cobrando una impresionante musculatura, curtida por la mar, y se evidencia su
creciente desaliño en cabellera y barba, fruto de la brisa y de los baños constantes.
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Sus atributos se simplifican, reduciéndose al tridente y al delfín, y se ensayan
distintas actitudes: ocasionalmente puede aparecer montado sobre su caballo –para
evidenciar su carácter de Posidón Hippios– o sentado en un trono, pero se prefiere verle
erguido, apoyado en su tridente (Posidón de Milo, siglo ii a.C.), o inclinado hacia
delante, con un pie asentado en una roca o en un espolón de nave (rostrum) y con el
brazo sobre la rodilla: una feliz imagen que se suele atribuir a Lisipo (siglo iv a.C.).
Si el Posidón arcaico aún pudo conocerse en Etruria, donde fue identificado con
el dios local Nethuns, la iconografía que llegó a Roma, y que sirvió desde el principio
para figurar a Neptuno, fue la clásica y helenística. Tanto Nethuns como Neptuno tienen
orígenes mal conocidos, pero debieron de ser primitivos protectores de las aguas dulces
(ríos, lagos) en una época en que la navegación apenas interesaba a los itálicos. De ahí
que, al cambiar sus cometidos, se aceptase sin más la imaginería importada (Fig. 23). En
una de sus primeras figuraciones romanas conocidas –la de su cortejo en el Ara de
Domicio Ahenobarbo (h. 100 a.C.)–, Neptuno es una deidad totalmente helenística:
semidesnudo y acompañado por Anfitrite velada, monta en un carro tirado por dos
tritones músicos.
Esta imagen nos anuncia lo que Roma preferirá en los siglos siguientes: junto a
las imágenes erguidas del dios, que se mantendrán sin duda, Neptuno surgirá entre las
olas, cada vez más a menudo, en su carro de dos ruedas, del que pueden tirar tritones,
caballos, hipocampos o ictiocentauros (o centauros marinos, es decir, con cuerpos
rematados en colas de pez). Nos hallamos en un mundo estético donde, a raíz de la
evolución pictórica en el campo de la ambientación, se llegan a componer verdaderos
“paisajes marítimos” poblados por dioses, peces y monstruos imaginarios que nadan
entre el oleaje rodeando a Posidón y a Anfitrite, tal como comprobamos en sarcófagos y
mosaicos de Época Imperial, donde los dioses principales pueden llevar nimbo para
resaltar su figura (Figs. 6 y 100).
Las alusiones que hemos hecho a Anfitrite nos invitan a presentarla. Esta diosa
“de azules pupilas”, según Homero, es una nereida –es decir, una hija de Nereo y
Dóride– que enamoró a Posidón cuando bailaba en Naxos con sus hermanas, por lo que
el dios la raptó (escena que ya aparece en vasos del siglo v a.C.). Ella quiso huir de su
turbulento amante y llegó en su fuga hasta el Océano, pero, descubierta por un delfín y
convencida de que su destino era ser reina del mar, aceptó volver junto al señor de las
aguas: en este retorno triunfal la acompañaron múltiples criaturas y deidades marinas.
Pese a su dignidad como esposa de Posidón, Anfitrite es, a todas luces, una
deidad menor desde el punto de vista iconográfico: carece de atributos y casi de mitos
propios, por lo que su presencia depende de la de su marido. Casi siempre a su lado,
tanto en el mar como en el Olimpo, puede llevar una diadema regia o una simple
vestimenta nupcial, con velo, como vemos en una copa de Onésimo (h. 500 a.C.)
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donde recibe a Teseo y Atenea. Sin embargo, a partir del siglo iv a.C. compite con esta
imagen digna y oficial otra que recuerda su carácter de nereida: va despojándose de su
velo y de su túnica hasta quedar totalmente desnuda, a veces con el manto agitado como
una vela sobre sus hombros. Cuando aparece sola con esta imagen en una escena
marina, su interpretación suele ser problemática, pues cabe la confusión con Afrodita
[Venus] o con otras nereidas importantes: volveremos sobre este punto cuando
hablemos de esta misma iconografía en la Edad Moderna.
A fines de la Antigüedad, la pareja formada por Neptuno y Anfitrite vio
seriamente comprometida su pervivencia: el hecho de que, en ciertos mosaicos
romanos, veamos que ella toma la iconografía de Tethys o Thálassa (recuérdese nuestro
capítulo primero), convirtiéndose en un mascarón con pinzas de cangrejo, alas y
delfines sobre la frente y con una serpiente marina en torno al cuello, nos muestra que el
problema no era sólo el triunfo del cristianismo, sino el avance iconográfico de Océano
y su entorno, seres carentes de culto y, por tanto, más aceptables para la nueva religión
(Fig. 4). Habrá que esperar al Renacimiento para contemplar de nuevo al magnífico dios
del tridente y a su compañera.
3. Los señores del mar desde el Renacimiento
En efecto, es a fines del siglo xv cuando se dan los primeros intentos serios para
recuperar la iconografía de Neptuno, copiando, entre otros modelos, un sarcófago
conservado hoy en el Vaticano, en el que Leonardo se inspira para un dibujo (1504).
Después, muy pronto, se desea reconstruir la pareja de los señores del mar (B. Peruzzi,
en la Villa Farnesina, 1511): al principio se advierten ciertas dudas –J. Gossaert,
“Mabuse”, piensa en un Neptuno imberbe (1516)–, pero pronto se generaliza la
iconografía helenístico-romana, común en relieves y monedas. Además, el dios se
convierte enseguida en un símbolo muy preciado: el del dominio de los mares (Andrea
Doria como Neptuno, por A. Bronzino, h. 1533), con todo lo que este fenómeno
significa en el plano político, económico e incluso cotidiano: baste citar, como una obra
temprana que ilustra este último sentido, el Salero de Francisco I realizado por B.
Cellini (1540).
A ello se añade, además, el obvio descubrimiento de que Neptuno puede ser un
motivo ideal para fuentes, ya que simboliza el elemento acuático: recordemos cuántas
obras de esta índole adornan plazas y jardines desde mediados del siglo xvi: B.
Ammannati en Florencia (h. 1565) y Giambologna en Bolonia (1566) ilustran los
primeros ejemplos de esta costumbre, que tiene una doble virtud: la de conjuntar el tema
con la función de la escultura y la de incidir en una idea halagadora: el comitente es,
como Neptuno, un señor del mar: en el Paseo del Prado madrileño, el rey de España
(Apolo) domina las tierras (Cibeles) y el océano (Neptuno). Alegorías tan
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fáciles de comprender como ésta no faltan entre los siglos xvi y xix: basten como
ejemplos la Venecia entre Hércules y Neptuno de P. Veronés (1575), obvia alusión al
ejército y a la flota de la Serenísima República, el Neptuno entrando al servicio del
Almirantazgo de Amsterdam, por F. Bol (1661) o el relieve de A. Canova titulado
Minerva, Neptuno y Marte entregando a Inglaterra un héroe (el héroe es Horacio
Nelson).
Por fortuna, estas alegorías sencillas no son las únicas figuraciones de Neptuno a
partir del Renacimiento: el dios puede aparecer en distintos pasajes de su mitología,
como pronto vamos a ver, y, ya desde fines del siglo xix, renueva su imagen y sentido
en obras como Los corceles de Neptuno de W. Crane (1892), donde las olas se
convierten en hileras de caballos al galope, o el Neptuno oscuro y el Neptuno brillante
en cerámica de P. Picasso (1968).
Cobra además particular importancia desde el Barroco la figura de Anfitrite, que
se convierte en símbolo del mar en sus aspectos más agradables, cuando el oleaje se
calma. Es, de alguna manera, el reverso de su temible esposo (Fig. 42) y la única
persona capaz de calmar su cólera: no es casual que, en los jardines palaciegos del siglo
xviii, se multipliquen las fuentes de Anfitrite y su cortejo, a veces sin la presencia de
Neptuno, y que sean numerosas las obras que reflejan la armonía entre los dos dioses
del mar: tras el rapto de la nereida por su futuro esposo (J. Jordaens, h. 1640), ambos
suelen recorrer juntos sus dominios acuáticos, como en las antiguas escenas romanas
(N. Poussin, h. 1635; Ch. Le Brun, h. 1685). En ocasiones, se ha dado a estas obras el
título de Neptuno y Tetis, pero hemos de pensar en un error del artista o del intérprete,
arrastrados sin duda por la fama de la madre de Aquiles y por la leyenda –a la que
aludiremos más adelante– de que Posidón la cortejó.
Como ya anunciamos en el apartado anterior, en este campo iconográfico cabe
advertir la presencia de un tema particularmente resbaladizo: el “Triunfo de Anfitrite”,
es decir, la escena de su retorno desde el Océano para casarse con Posidón. Dado que
Anfitrite, en la Edad Moderna, aparece siempre desnuda o semidesnuda –siguiendo la
tradición helenístico-romana– y este pasaje exige la presencia de abundantes dioses,
monstruos marinos y Erotes [Cupidos] alusivos al matrimonio, se crea una escena
idéntica a la del cortejo de Galatea, otra nereida que veremos muy pronto, o a la del que,
según ciertos autores, acompañó a Afrodita [Venus], recién nacida de la espuma del
mar, para llevarla hasta la playa. Realmente, si carecemos de datos sobre la voluntad del
artista, es imposible decidir ante qué diosa nos encontramos: sólo nos pueden ayudar
detalles mínimos, como la presencia de Posidón o de un carro semejante al suyo (en el
caso de Anfitrite); la de Acis, Polifemo o una barca en forma de concha tirada por
delfines (en el de Galatea), o la de la concha sola, la costa, un espejo o unas palomas (en
el de Afrodita).
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4. La mitología de Posidón
Como todos los dioses importantes, Posidón asiste a múltiples mitos, que sólo en
parte merece la pena mencionar: tras repartirse con sus hermanos el mundo, lo vemos en
las reuniones olímpicas –a las que sube con facilidad abandonando su reino–, interviene
en la Gigantomaquia con su esposa y con otros miembros de su entorno, ayuda a Hera
cuando ésta trama sublevarse contra Zeus y, en una palabra, se deja ver en todos los
acontecimientos de cierta entidad. Sin embargo, lo que aquí nos interesa son los mitos
que lo tienen por protagonista, y éstos se circunscriben a unos apartados concretos.
El primero es, desde luego, el de sus múltiples amoríos, que le hacen padre de un
buen conjunto de gigantes y de monstruos: baste decir que, de distintas diosas o
heroínas, tuvo al cíclope Polifemo, a los gigantescos Alóadas (a los que ya vimos
sublevarse contra los dioses en el capítulo tercero), a Cerción y Escirón (dos de los
malvados enemigos de Teseo) y al bello gigante Orión (que acabaría muerto por
Ártemis, como veremos en el capítulo noveno).
Sin embargo, muy pocas de estas relaciones amorosas han inspirado a los
artistas: en algunas pinturas vasculares del siglo v a.C. se aludió a la unión de nuestro
dios con Medusa, que tuvo como frutos al gigante Crisaor y al caballo Pegaso, y en la
Edad moderna se han analizado mitos aún más extraños: en la Arcadia –ya lo dijimos en
el capítulo anterior–, Posidón, transformado en caballo, se unió a Deméter [Ceres]
metamorfoseada en yegua (S. Vouet, h. 1645); en otra ocasión, persiguió a una heroína
llamada Corónide hasta que Atenea [Minerva], apiadada de de ella, la transformó en
corneja (G. Carpioni, h. 1665), y en otra, al fin, accedió a los deseos de Cenis
transformándola en un hombre llamado Ceneo, que más tarde perecería luchando contra
los centauros (B. Spranger, 1580).
Pero el amor más representado de nuestro dios –después del de su esposa
Anfitrite– es el de la Danaide Amimone, que ya aparece en vasos áticos desde mediados
del siglo v a.C. Dice la leyenda que, irritado por haber tenido que ceder ante Hera
[Juno] en sus pretensiones al patronazgo de Argos, el terrible monarca del mar hizo que
las fuentes de la llanura de la Argólida se secasen. Esto obligó a las Danaides –hijas del
rey Dánao, que entonces gobernaba la región– a ir con sus grandes jarras o hidrias en
busca de agua. Amimone, que era una de ellas, se vio asaltada por un sátiro, tema que
dio lugar al drama satírico Amimone, de Esquilo, y a varias pinturas sobre vasos áticos a
fines del siglo v a.C.. Pero la heroína tuvo la fortuna de que por entonces la viese
Posidón y se prendara de ella: el dios hizo huir al genio campestre (C. van Loo, 1757; F.
Boucher, 1764), y la Danaide, aunque sorprendida al principio (momento preferido en el
arte antiguo (Fig. 43) y descrito por Filóstrato en sus Imágenes, I, 8), se entregó al dios.
Fruto de este amor sería Nauplio, el héroe
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epónimo del puerto de Argos. Quizá durante un tiempo siguió Amimone acompañando
a su amado –aparece, en un mosaico sirio del siglo iii d.C., presidiendo con él un
concurso de belleza entre nereidas–, pero después seguiría la triste suerte de las demás
Danaides, que veremos en el próximo capítulo.
Si Posidón perdió Argos frente a Hera, otro tanto le ocurrió en diversas ciudades
frente a otros dioses, ya que sólo la isla legendaria de la Atlántida lo admitió como
patrono. Pero la competencia más sonada, objeto de un verdadero concurso, fue la que
le enfrentó con Atenea por el control del Ática. La leyenda es muy conocida, pues
afecta a la más importante de la ciudades griegas: en presencia de los dioses y los héroes
locales de Atenas, el dios del mar hizo surgir en la roca de la Acrópolis una fuente de
agua salada (según otros, un caballo), y Atenea, como respuesta, hizo crecer un olivo,
logrando así la preferencia de los jueces. No hace falta decir que la representación más
señera de este acontecimiento, entre las realizadas en la propia Atenas, fue el frontón
occidental del Partenón (h. 430 a.C.), pero el tema mantuvo su éxito durante la
Antigüedad –un famoso camafeo romano que la representa fue interpretado en la Edad
Media como Adán y Eva– e incluso ha sido recuperado en ocasiones desde el
Renacimiento (A. Lombardo, 1508; D. Beccafumi, h. 1520; N. Hallé, 1748). Aún cabría
señalar, en el contexto de las leyendas atenienses, la feliz relación que mantuvo el dios
del mar con Teseo, al que se considera a menudo su hijo: como veremos con más
detenimiento en el capítulo vigésimo, esta relación tuvo como fruto el viaje submarino
del héroe para buscar una joya, y bastará señalar por ahora que las obras realizadas en la
Atenas clásica para imaginar este pasaje nos dan una imagen sencilla de los fondos
marinos, reflejándolos como la tranquila residencia de sus dioses (Fig. 133).
Finalmente, cabe hacer una referencia a las acciones de Posidón en el amplio
contexto de la saga troyana. En cierto modo, los conflictos entre la Hélade y Troya
tienen como remoto origen el enfrentamiento de Apolo, Posidón y Éaco con el rey
troyano Laomedonte, pues éste les encargó que construyesen la muralla de la ciudad y
después se negó a pagarles: tal es el tema representaado en una pintura pompeyana de la
Casa del Citarista. Esto acarreó sucesivamente la venganza del dios del mar –quien
envió una serpiente marina a Troya–, la llegada de Heracles [Hércules] para dar muerte
al monstruo, la llamada “Primera Guerra de Troya”, que este mismo héroe dirigió (ver
capítulo decimoctavo), y, por fin, la Guerra de Troya propiamente dicha, en la que,
como es lógico, Posidón aparece siempre del lado de los griegos.
Sin embargo, cuando regresan a casa los aqueos después de tomar la ciudad de
Príamo, diversas circunstancias fortuitas hacen que cambie de actitud del dios del mar:
bien lo comprobará el pobre Ulises, que sufrirá su acoso por haber humillado y herido a
Polifemo. Y ese cambio de actitud se extenderá al viaje del principal de los troyanos
supervivientes: Eneas. En un momento cumbre de la Eneida, Virgilio
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relata que, incitados por Hera [Juno], los Vientos desencadenan una terrible tormenta
sobre los barcos de los troyanos fugitivos. Esto hace que Posidón [Neptuno] se irrite y
les dirija las siguientes palabras: “¿Vientos, cómo osáis, sin contar conmigo, mezclar
cielo y tierra y levantar tamañas moles de agua? ¡Ya veréis lo que hago yo con vosotros!
(Quos ego!)” (I, 132-133). Estos versos han tenido, en la Edad Moderna, gran éxito en
el arte, hasta el punto de configurar un tema iconográfico concreto, al que llamamos
precisamente “Quos ego! ”, que representa la escena con Neptuno en primer plano (Fig.
44), un enorme oleaje y las naves de Eneas al fondo (dibujo de Rafael, pinturas de P. di
Cortona y de P.P. Rubens).
5. Nereidas, tritones y monstruos marinos antiguos
Hasta finales de la Época Clásica, la imagen que tenían los griegos de las
profundidades marinas era, como ya hemos señalado, bastante sencilla: Posidón y
Afrodita vivían en su palacio amueblado y, junto a ellos, se hallaba acaso un “Viejo del
Mar”, Tritón, un conjunto de nereidas bien vestidas y, de cuando en cuando, algún
monstruo marino. Será a mediados del siglo iv a.C., y sobre todo en época helenística,
cuando todo este mundo empiece a agitarse, se anime al compás de las olas y se
convierta en ese confuso bullir de vida que nos han legado las pinturas pompeyanas y
los sarcófagos y mosaicos del Periodo Imperial.
Desde el principio, constituyeron el núcleo básico de esta animación las
cincuenta nereidas, alegres hermanas a las que diversos mitógrafos se empeñaron en dar
nombres concretos (Galene, Glauce, etc.), alusivos todos a la belleza, el sosiego, el
movimiento, la armonía y la agilidad. En efecto, parece que sus formas evocaban el
juego de las olas cuando la mar está en calma, y que se pensaba en ellas como en unas
jóvenes que, cuando no danzaban entre las olas, iban a hilar y a coser junto a su padre,
Nereo, o en las moradas de Posidón. En época clásica portaban túnicas y mantos, a
menudo sacudidos por la brisa, y ya desde entonces se las evocaba en contextos
funerarios para que acompañasen al difunto, considerado un héroe, en su largo viaje
hasta las Islas de los Bienaventurados (Monumento de las Nereidas de Jantos, h. 390
a.C.).
Las nereidas no cambiarían nunca de carácter y funciones: salvo tres de ellas –
Anfitrite, Galatea y Tetis–, carecerían de vida mítica personalizada, y sólo su imagen
evolucionaría con el tiempo en el sentido esperable: a partir del siglo iv a.C. empiezan a
desnudarse, quitándose la túnica para nadar mejor, y lo normal es que el manto se
descoloque, vuele sobre ellas o, sencillamente, desaparezca con el ejercicio: cabalgan
sobre monstruos marinos, juegan con los tritones –unos juegos que, por lo común, se
mantienen en los límites de la natación, porque las nereidas son consideradas doncellas–
y se convierten en figuras decorativas, ideales para evocar la inmortalidad en los
sarcófagos.
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Frente a estas gráciles diosas, el aspecto masculino del mar se limitó al principio
a Posidón y a los “Viejos del Mar”, entre los que se contó durante siglos a Tritón, un
dios primitivo que, como sus compañeros, remataba su torso con una cola flexible de
pez o anguila. Así lo vemos en el siglo vi, y así permanece en el v a.C., cuando ya
Nereo se había convertido en un simple anciano. Parece incluso que, durante el
Arcaísmo, ambos dioses fueron en cierto modo intercambiables, ya que sólo se
distinguían por la barba negra de Tritón y la blanca de Nereo: en los vasos, los carteles
explicativos muestran que Heracles pasó de apresar a Nereo a hacer lo mismo con
Tritón, en un cambio que ningún texto literario nos explica. La razón de fondo es lógica:
a Tritón se le atribuía, como a Nereo y a Proteo, la sabiduría de un profeta.
Pero Tritón había ido cambiando en el campo mitológico: se había convertido en
hijo de Posidón y Anfitrite (a la que, paradójicamente, habría dado su nombre), y ello
obligaba a una puesta al día iconográfica: pudo mantener su cola pisciforme –que
alternó desde el siglo iv a.C., siguiendo una tendencia propia de la época, con dos
piernas independientes con forma de pez–, pero hubo de rejuvenecerse, recortándose o
quitándose la barba (Fig. 29): al fin y al cabo, su carácter alegre y juvenil coincidía con
su afición más recordada: la de hacer sonar la caracola marina: “Tomó [Tritón] su hueca
bocina, que crece en espiral desde su fina base y que, al impulso del soplo en medio de
la mar, llena con su sonido las costas más apartadas” (Ovidio, Metamorfosis, I, 335-
338).
Es posible que, ya para los griegos más antiguos, los Viejos del Mar, dioses
masculinos rematados en cola de pez, existiesen en un número indeterminado: en el
Arcaísmo pueden aparecer dos seres idénticos con estas características pintados en un
mismo vaso. Pero, a fines del Clasicismo, esta tendencia se acentuó: quizá se imaginó
que en los mares existía algo parecido al cortejo dionisíaco, y se pensó en crear, con el
modelo de Tritón y con una o dos colas de pez, un conjunto de genios: así fue como
surgió el colectivo de los tritones, con sus faldellines de aletas y algunos atributos –
tridente, remo, caracola marina, ancla– en las manos. Éstos, no contentos con tener
junto a sí a las nereidas, se vieron inmediatamente acompañados –tanto en el arte griego
y etrusco como, más tarde, en el romano– por un buen número de “tritonas” (Fig. 100),
y hasta por “tritones niños”. Sin embargo, estos seres se mantuvieron sin una mitología
precisa: su función fue meramente decorativa.
Junto a estos seres total o parcialmente antropomorfos, el mar se fue poblando, a
lo largo de la Antigüedad, de monstruos híbridos: ya hemos mencionado a los
hipalectrios (que sólo se ven en el siglo vi a.C.), a los hipocampos (los más duraderos
de todos, pues existen en el arte minoico, recorren toda la Antigüedad –véase Fig. 6– y
aún se ven en Bizancio hacia el año 1000 d.C.) y a los ictiocentauros, o centauros
marinos, que surgen en el siglo iii a.C. (Fig. 100) y que admiten muchas variantes
posteriores: pueden tener patas delanteras en forma de aletas, llevar sobre
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sus frentes cuernos o pinzas de cangrejo, e incluso verse acompañados por
ictiocentauras. Pero la nómina de seres acuáticos es mucho mayor: podemos seguirla
con el curioso “chivo marino” –parte anterior de chivo con cola de pez–, que aparece en
el siglo vii a.C., acaso inspirado en el dios mesopotámico Ea (el mismo que dará forma
al signo zodiacal de Capricornio), pero que después desaparece y no resurge hasta el
Helenismo. Además, sobre su misma idea se elaboran por entonces el “toro marino”
(recuerdo del animal sagrado de Posidón), la “pantera marina” (alusión al paralelismo
con el cortejo dionisíaco), el “grifo marino”, el “carnero marino” y el “ciervo marino”.
Un lugar aparte merece, desde luego, el ceto, serpiente o dragón de mar que
envía Posidón cada vez que quiere castigar a alguien, y al que han de enfrentarse
Heracles (Hércules) y Perseo para salvar de sus fauces a princesas indefensas (Fig. 123).
Surgió a mediados del siglo vii a.C. con esquemas muy variados: una simple cabeza de
animal rugiente sin cuerpo visible, un pez con tres cabezas de fieras, o una serpiente con
cresta sobre el lomo y cabeza de perro. Sin embargo, pronto se vió que la última
solución era la más adecuada: durante el clasicismo se le colocaron unos cuartos
delanteros (patas o aletas), que le ensancharon la parte central del tronco; después, se le
fue alargando el cuello y se le colocaron uno o dos cuernos sobre el morro: así llegó a la
época romana, y así lo recogerían los artistas paleocristianos cuando tuvieron la idea de
convertirlo en la ballena o “cetáceo” que se tragó a Jonás.
6. Los seres acuáticos a partir de la Edad Media
Tomados como colectivo, los dioses menores del mar fueron muy afortunados a
la hora de afrontar la Edad Media. Las nereidas, cabalgando en hipocampos u otros
seres híbridos, surgen en los lugares más insospechados: evocan el arte antiguo en algún
marfil bizantino del Renacimiento Macedónico, simbolizan acaso algún pecado en un
portal románico de la catedral de Módena y, como ya dijimos en el capítulo primero,
prestan su imagen a Thálassa. Algo parecido podríamos decir de los tritones, los
ictiocentauros y otros monstruos, que cambian su sentido para adaptarse a la moralidad
cristiana. En cuanto a las “tritonas”, fueron reinterpretadas de una forma muy peculiar:
en el siglo vi d.C., el Liber monstrorum de diversis generibus (42-43) decidió darles su
forma a las sirenas, “doncellas marinas, que seducen a los navegantes con su espléndida
figura y con la dulzura de su canto. Desde la cabeza hasta el ombligo tienen cuerpo de
mujer, pero tienen las colas escamosas de los peces, con las que siempre se mueven en
las profundidades”; desde entonces, las sirenas clásicas, con su cuerpo de ave, irían
cediendo su puesto –con algún sobresalto erudito– a esta nueva imagen, que ha llegado
hasta hoy (véanse más detalles en el capítulo vigésimo tercero).
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Pasado el tiempo, el animado bullicio de los monstruos marinos en su versión


romana volvió a asombrar a los artistas del Quattrocento, que los descubrieron en
sarcófagos, se inspiraron en ellos y se dejaron fascinar por sus formas: basta recordar la
inspirada Batalla de los dioses del mar que dibujó A. Mantegna h. 1475. Sin embargo,
la creatividad cedió pronto al análisis erudito, que dio lugar a grandes composiciones –
por ejemplo, el paisaje marítimo poblado de seres mitológicos que elaboró G. Vasari en
la Sala de los Cuatro Elementos del Palazzo Vecchio florentino (h. 1570)–, recobrando
pronto el decorativismo cultivado en la propia Antigüedad. Desde entonces, tritones,
tritonas y nereidas han poblado el arte moderno y contemporáneo protagonizando en
solitario alguna obra –por ejemplo, la Fuente del Tritón de G.L. Bernini (h. 1642)–,
formando en otras pequeños grupos –Tritón y nereida, por A. Rodin (h. 1886) y por A.
Böcklin (1895); Familia de Tritón, por el propio A. Böcklin (1880)– y quedando en la
mayor parte de los casos subordinados a Neptuno, a Anfitrite o al simple contexto
compositivo de una fuente o una escenografía.
No vamos, desde luego, a plantear un panorama de estas profusas figuraciones,
de su ocasional relación con el mundo funerario –heredada de los sarcófagos antiguos–
y de las mínimas variantes que pueden observarse en sus formas, incluidas las piernas
pisciformes para las nereidas. Sin embargo, sí debemos hacer alguna advertencia léxica,
que sirve ya para el Renacimiento, pero que afecta mucho más a los siglos xix y xx: a
raíz de lecturas superficiales, la palabra “nereida” se ha confundido a menudo con
“oceánida” y, sobre todo, ha ido sufriendo un cierto desgaste, siendo substituida por la
impropia “ninfa marina”, inexistente en el mundo clásico, o por la inexacta “náyade”,
que se aplicaba en la Antigüedad a las ninfas de las fuentes y arroyos, pero no a diosas
del mar. De este modo, lord Leighton puede representar a la nereida Acteea llamando a
su obra Acteea, la ninfa de la costa (h. 1868); E. Burne-Jones u O. Kokoschka pueden
pintar sendas Ninfas marinas (1880 y 1936, respectivamente), y R. Dufy, unas Náyades
sobre hipocampos (h. 1925). Por lo demás, apenas merece la pena reseñar que, haciendo
caso omiso de la tradición, los artistas modernos suelen figurar amores entre tritones y
nereidas.
7. Glauco, Escila y dos nereidas famosas
Entre los múltiples seres que pueblan los mares, no podemos dejar de resaltar
algunos que, por su actividad mítica, se han ganado un cierto papel en la iconografía. Y
entre ellos debemos citar, en primer término, a un personaje extraño: Glauco, también
llamado Glauco Póntico. Por su forma –largas barbas, piernas de pez o anguila–, parece
evidente que fue, en sus inicios, un Viejo del Mar, pero los poetas le forjaron una
historia muy curiosa: habría nacido mortal, hijo del rey Sísifo de Corinto, pero
descubrió una hierba que confería la inmortalidad: “La arranqué y la mordí con mis
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dientes. Apenas había mi garganta acabado de tragar aquel jugo misterioso, cuando noté
que mis entrañas se agitaban y que mi corazón era atraído hacia otra naturaleza. No
pude permanecer allí, sino que dije: «Adiós, tierra, a la que nunca volveré», sumergí mi
cuerpo bajo las aguas, y los dioses del mar me recibieron como a uno de los suyos”
(Ovidio, Metamorfosis, XIII, 943-949). Su presencia es ambigua, como su propio ser:
por una parte, es buen consejero, y así se muestra cuando se acerca a la nave Argo (tema
descrito por Filóstrato, Imágenes, II, 15, y reproducido en grabados modernos); por otra,
los marinos temen verle, porque creen que su visión acarrea la desgracia.
El arte romano prefirió mostrar a Glauco como un ictiocentauro junto a Ino
(véase capítulo decimonoveno), convertida en la nereida Leucótea al caer al mar. En
cambio, el arte moderno se ha interesado más por su relación con Escila (B. Spranger,
A. Carracci, L. de La Hyre (Fig. 45), J.M.W. Turner): esta diosa, hija de Forcis (un
hermano de Nereo), fue pretendida por Glauco, mas no le correspondió y, al obrar de
ese modo, labró su propio infortunio: Glauco pidió auxilio, según Ovidio
(Metamorfosis, XIV, 8-74), a la maga Circe, quien le ofreció su propio amor y, al verse
rechazada, decidió vengarse: dio a Escila un brebaje (J.W. Waterhouse, 1892) que la
convirtió en un ser de aspecto repulsivo: su cuerpo quedó totalmente deformado bajo el
vientre, pues recibió como remate una serpenteante cola (o dos colas) de pez, y unos
prótomos de perro en los costados: en el siglo v a.C., parece –salvo por este último
detalle– una prefiguración de las tritonas.
A mediados del siglo iv a.C., Escila acaba convirtiéndose en una figura única e
irrepetible: bajo un faldellín de aletas presenta toda una hilera de cabezas de perro
aullantes y, por debajo, dos largas colas agitadas: la diosa se ha convertido en un
monstruo furioso y aterrador, que enarbola un remo o un tridente con sus brazos
poderosos (Fig. 29): viéndola esculpida en el conjunto de Sperlonga (siglo i. d.C.) se
comprende el pánico de Ulises al avistarla en el Estrecho de Mesina –justo enfrente del
remolino llamado Caribdis–, y no deja de ser una sorpresa descubrir de nuevo al héroe y
al monstruo, sin ninguna variación iconográfica, en una pintura mural carolingia (siglo
ix) situada en la abadía alemana de Höxter.
Acabaremos nuestra exposición hablando de las dos únicas nereidas que
consiguieron, junto a Anfitrite, una mitología personal. La primera es Tetis, que
acarreaba sobre sí una maldición: el hijo que tuviese sería más importante que su padre.
Al enterarse de ello, tanto Zeus [Júpiter] como Posidón [Neptuno], que la pretendían y
la habían perseguido, olvidaron sus intenciones: había que buscarle un marido mortal,
para que su hijo no fuese un dios peligroso. El joven elegido fue Peleo, quien tuvo que
ingeniárselas para atrapar a la novia, porque ésta, sintiéndose desairada y humillada por
los olímpicos, acudió a un recurso propio de su estirpe: el de transformarse
sucesivamente en todo tipo de seres. Tal es la escena más representada del mito, que
aparece ya en una vasija de h. 600 a C. y, más tarde, en cerámicas de
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h. 500 a.C., donde se indican las transformaciones dibujando un león y una serpiente en
los brazos de la nereida; incluso J. Flaxman haría dos dibujos sobre este tema,
imaginando a Tetis transformada en serpiente (h. 1824). Dejemos aquí el mito: la vida
ulterior de Tetis y Peleo, a partir de sus bodas, se encuadra en la Guerra de Troya –su
hijo fue Aquiles–, y por tanto nos ocupará en el capítulo vigésimo segundo.
Finalmente, queda ante nosotros una figura femenina ideal: Galatea, la “blanca
como la lechosa espuma del mar”, tan asociada en ocasiones a la propia Afrodita
[Venus]. Al parecer, su mito es bastante reciente, puesto que fue formulado hacia 400
a.C. por Filoxeno de Citera, poeta cortesano de Siracusa. Fue él quien imaginó cómo, en
las costas sicilianas, esta nereida fue avistada por el terrible cíclope Polifemo, quien,
enamorado de su belleza, empezó a dirigirle toscos poemas de amor. La idea entusiasmó
a los poetas helenísticos, encabezados por Teócrito, Calímaco y Bión, pues vieron en
este Polifemo una figura más digna de conmiseración que de burla y pusieron en su
boca versos bucólicos: tal es la escena que aparece representada, una y otra vez, en
pinturas y mosaicos romanos (Fig. 46). Parece que, al menos en alguna versión, el
Cíclope acabó por conmover a Galatea, ya que ambos se abrazan en una pintura
pompeyana.
Pero Ovidio prefirió un planteamiento mucho más dramático: según él
(Metamorfosis, XIII, 750-897), Galatea estaba enamorada del joven Acis, que la
correspondía. Cuando Polifemo, tras cantar su amor, descubrió juntos a los amantes,
enloqueció de celos y aplastó a Acis bajo una roca; lo único que pudo hacer Galatea fue
convertirlo en un río para salvar su inmortalidad. Esta versión parece haber sido
ignorada por el arte antiguo, pero, al haber sido la mejor conocida desde el
Renacimiento (ya la relatan Dante, A. Poliziano y Lorenzo de Medici), fue la destinada
a dominar en Europa, tanto en el campo literario como en el artístico: tras el Triunfo de
Galatea pintado en la Farnesina por Rafael (1511), los pintores se entusiamaron con el
mito: en el Renacimiento y el Barroco podemos ver varias de sus escenas, desde la
presentación triunfal de Galatea hasta la tranformación de Acis en río (G. Lanfranco, N.
Poussin, L. Giordano), e incluso ciclos completos (A. Carracci, en la galería del Palazzo
Farnese, 1597).
En el siglo xviii se mantiene la misma pasión, que ni siquiera decae con la
llegada del Neoclasicismo (P. Batoni, C. Giaquinto, J.-B- Greuze; J. Flaxman, A.-J.
Gros); sin embargo, habrá que esperar al Simbolismo para que se renueve la visión del
tema, dándole un sentido más inquietante: Acis desaparece y Galatea, que personifica la
fragilidad de la belleza, es inconsciente de la amenaza que supone el inmenso Cíclope,
que no sabe qué hacer con ella desde su tosca brutalidad (G. Moreau, O. Redon, A.
Rodin). En cuanto al siglo xx, parece devolvernos la paz cósmica y la armonía marina
de Rafael en la Galatea de las esferas de S. Dalí (1952).
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