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Ana Villarrubia
Aprende a escucharte
Y entenderás las sabias señales que tus
emociones
y tu mente te envían
Primera edición: abril de 2021
Ejercicio práctico.
Aprende a reconocer, identificar y nombrar tus emociones
1. Empieza por reconocer la emoción basándote en sus manifestaciones
fisiológicas, es decir, en los cambios que acontecen en tu organismo y que
acompañan a la experimentación de todas y cada una de las emociones que ya
has vivido: sudoración, taquicardia, nudo en el estómago, frío o calor, mareos,
embotamiento mental, tensión cervical, sensación de boca seca, hormigueo en
las extremidades… ¿Cuáles son los cambios más palpables que acompañan a la
vivencia de las distintas emociones? ¿Qué cambios asocias a qué situaciones,
sensaciones y sentimientos?
2. Céntrate luego, ya a nivel cognitivo, en lo que pasa por tu cabeza: ¿qué
corriente de pensamiento te asalta en cada una de esas escenas? ¿Cuáles son
las ideas, más o menos racionales, que atribuyes a cada situación de esas en la
que tu cuerpo acusa la aparición de alguna emoción intensa?
3. Fíjate después en los cambios comportamentales que siguen a la
experimentación de la emoción: la expresión de tu rostro, las posiciones de tu
cuerpo, lo que sueles decir, cómo lo dices, qué comunicas con palabras y qué
comunicas en la dimensión no verbal, si aparece algún impulso, cuáles tienden a
ser tus reacciones…
4. Haz, por último, el etiquetado verbal de cada emoción. Recopila todos los
datos anteriores y dale nombre a lo que sientes. Recuerda que lo que no puedes
nombrar, no existe, permanece oculto; y ten por seguro que todo lo que nos
afecta desde la oscuridad o desde la más absoluta clandestinidad termina por
atormentarnos. Te recomiendo que, diccionario en mano, te adentres en la
inmensa riqueza de vocabulario de la que disponemos: ¡todo un abanico de
matices para sentir! Y todos ellos necesarios para distinguir tanto el origen
como la función de todas y cada una de nuestras emociones. Veamos una
pequeña constelación de todas ellas para tomar conciencia de la inmensa
diversidad de matices a la que no podemos renunciar:
a. ¿Cuáles son las emociones que típicamente asociamos a experiencias
positivas? Te invito a que hagas una lista y cuentes cuántas te vienen a la
mente. Compara después con el siguiente listado, y dime si no te has
quedado corto. ¡Ni siquiera aquí están todas! Pero esta aproximación a
tantos matices nos sirve para ilustrar cuán lejos estamos de un óptimo
manejo del lenguaje emocional.
• Ampliemos nuestro vocabulario emocional y enriquezcamos nuestra
habilidad para poder experimentar, reconocer, identificar, etiquetar y
nombrar emociones. Amplía tu abanico de experiencias emocionales
agradables para intensificar tus experiencias vitales.
Soy capaz de sentir…
b. ¿Cuáles son las emociones que típicamente asociamos a experiencias
negativas?
• Sigamos ampliando ese abanico experiencial también con las
emociones que no nos son tan gratas. Porque su escala de grises es
importante tanto para atender al origen y la funcionalidad de esas
emociones como para poderlas gestionar con solvencia y concederles su
justa trascendencia.
Soy capaz de sentir…
La función didáctica
Además de todas las anteriores, las emociones cumplen
también otra función relacionada con el sistema de
aprendizaje. Pero, para que esa función sea eficiente, es
imprescindible que sepamos regular nuestra activación
emocional y gestionar el impacto de las emociones en
nuestro estado de ánimo y en nuestra conducta. Es decir,
que todo el trabajo que con este libro estás haciendo
contribuirá a que le saques el máximo partido a la vida, en
todos los sentidos, porque aprendiendo a gestionar tus
emociones también conseguirás ser una persona más
permeable y flexible frente a la adquisición de nuevos
aprendizajes. Esto es así porque sabemos que determinados
tipos de estados emocionales pueden favorecen el proceso
de aprendizaje (la expectación, la ilusión, la curiosidad, el
estrés en grado moderado, etc.), pero se ha comprobado
también que otros niveles más extremos o elevados de
activación, en cambio, vienen a entorpecerlo e impiden que
las personas puedan adquirir nuevas destrezas o
conocimientos. Estaríamos hablando de bloqueos,
sensaciones de indefensión, la tristeza desbordante, la
desesperanza, la ansiedad descontrolada, etc. ¡Qué
importante es disponer de herramientas que nos permitan
salir de estos atolladeros anímicos tan limitantes!
1. La sorpresa
Favorece las conductas de exploración, alimenta la
fascinación por descubrir el mundo que te rodea. La
sorpresa barre nuestro sistema cognitivo, nos deja la mente
en blanco, dirige toda nuestra atención hacia el elemento
sorpresivo. Es la emoción más intensamente breve de todas
cuantas podemos experimentar, ya que con rapidez, una
vez se ha procesado la naturaleza del objeto que provoca la
sorpresa, se transforma necesariamente en otra reacción
emocional.
Las personas que arrastran problemas depresivos han
perdido la capacidad de sorprenderse, muestran poca o
ninguna curiosidad por lo que tienen a su alrededor, el
mundo se les antoja un lugar inhóspito, entienden que hay
personas a las que pueden ocurrirles cosas apasionantes,
pero al mismo tiempo la desesperanza los ha llevado al
convencimiento de que eso es cosa de otros, de que eso no
está hecho para ellos. La inacción llama a más inacción por
lo que, si te reconoces en alguno de estos síntomas, sal ahí
fuera y disponte a explorar, también hay sorpresas para ti.
Igualmente, por su carácter desconcertante e incierto,
muchas personas procuran blindarse frente a la sorpresa, la
evitan a toda costa, practican conscientemente el
escepticismo o el pragmatismo antes que dejarse
sorprender. Puede que con ello se protejan frente a la
incertidumbre, pero también atentan indirectamente contra
su capacidad para explorar, descubrir e ilusionarse.
2. El asco
Cumple una utilísima función adaptativa, pues conduce al
rechazo de todo cuanto lo suscita. Es una emoción
tremendamente visceral y nos protege frente a aquello que,
de forma innata, puede perjudicarnos. Gracias al asco, por
ejemplo, jamás comeríamos un alimento putrefacto o
beberíamos aguas contaminadas, por mucha hambre o
mucha sed que tuviéramos.
El asco no se encuentra con demasiada frecuencia en la
base de las dificultades psicológicas más comunes, pero sí
puede convertirse en un problema cuando lo hemos
generalizado a estímulos que no deberían elicitarlo o
despertarlo de manera natural, y pasa a restringir nuestra
alimentación o a limitar nuestros movimientos en
determinados contextos, pues nos impide realizar
actividades cotidianas necesarias tales como comer fuera
de casa, ir al baño, tocar el pomo de una puerta… Cuando
esto ha ocurrido, cuando estímulos inocuos han empezado a
despertarnos improcedentes sensaciones de asco, se activa
otra señal de alarma: se hace imprescindible que
racionalicemos las ideas distorsionadas que se encuentran
tras esos comportamientos limitados y vayamos, poco a
poco, enfrentándonos a ellos de nuevo.
3. La alegría
Ay… ¡La alegría! ¡Cuánto nos gusta y cuánto nos cuesta
vivirla! Nos empuja a sonreír, invita a compartir y celebrar
con los demás y facilita la liberación de endorfinas. Nos da
vida, así de simple. Desde el punto de vista adaptativo, es
todavía más interesante, pues cumple una función de
afiliación. ¿Te has dado cuenta de que cuando estás más
alegre también te vuelves más extrovertido y comunicativo?
Así es, estando alegres nos apetece más acercarnos a los
demás, salir de casa, hablar y proclamar los motivos que
nos causan furor. Ya tienes un motivo más para tratar de
encontrarle el lado amable y optimista a cada una de tus
experiencias (siempre que se pueda, por supuesto).
Una vida monótona, a menudo, carece de alegrías, o nos
convierte en espectadores pasivos de las alegrías ajenas; lo
que acaba sumiéndonos en la frustración. Por eso, cuando la
echamos en falta, a la alegría podemos buscarla, y es
seguro que la encontraremos. Si la alegría nos empuja a
hacer y a compartir, podemos también nosotros forzarnos a
ocupar una posición de acción en la que, necesariamente,
terminamos por encontrárnosla. Esto se traduce en un
esfuerzo por combatir el aislamiento y activar nuestro
comportamiento. ¿El riesgo? Poco. Eso es lo que nos frena,
pero realmente es poco. En el peor de los casos lo habremos
intentado, y solo con ello habremos movilizado recursos
que, tarde o temprano, terminarán por dar frutos. Muévete,
haz cosas distintas, relaciónate, y propicia por ti mismo
todos los momentos de alegría que quepan a lo largo de un
día o, por lo menos, procura no perderte ninguno.
4. El miedo
El miedo cumple una función adaptativa y obvia de
protección. Cuando sentimos miedo tardamos muy poquito
en protegernos tanto física (con comportamientos visibles
de resguardo y protección) como psíquicamente (lo temido
puede evitarse mentalmente de muchísimas formas
posibles, la más sencilla de todas es mirar para otro lado).
Lo que nos pasa a las personas con el miedo
incapacitante y limitante es que lo percibimos allí donde no
debemos o donde no está justificado que lo encontremos,
por eso acaba por paralizarnos y es uno de los componentes
sobre los que se asientan la ansiedad y los
comportamientos evitativos que tan restrictivos acaban
siendo. Para no dejarnos arrastrar por la generalización del
miedo es imprescindible sacar la cabeza de debajo de la
tierra y ponerlo a prueba, mirar a nuestro alrededor y
comprobar de la mano de otras personas si efectivamente
ese miedo está o no justificado, después podremos pedir
ayuda para ir afrontándolo y ganarle terreno sin asustarnos
en exceso, poco a poco. Nos detendremos en este punto a
lo largo de nuestro recorrido, merece la pena hacerlo solo
por lo mucho que el miedo puede llegar a determinar
nuestras decisiones, limitarnos y condicionarnos hasta
llegar al extremo en el que solo nos queda resignarnos por
ello.
5. La ira
Esa emoción que despierta lo peor de nosotros mismos.
Su función adaptativa es la de la autodefensa. No en vano,
manifestando nuestra ira, conseguimos que aquello que la
provoca se aleje de nosotros. Desde el punto de vista de la
regulación de las relaciones interpersonales, la ira es la
emoción que nos incita a poner límites a los demás, la que
marca la frontera de aquello que no consentimos y la que
permite manifestar los agravios en los que otras personas
puedan incurrir. Pero claro, poner límites no significa
ponernos el disfraz de ogro…
Los problemas que la ira nos causa son obvios: cuando no
sabemos manejarla puede acabar siendo destructiva, tanto
hacia los demás como hacia uno mismo. Mal expresada, no
solo no consigue determinar los límites que les ponemos a
los demás, sino que nos lleva a nosotros a transgredir los
que ellos nos quieren poner. La manifestación de ira
desproporcionada daña tanto a quien la ejerce como a quien
la recibe, y provoca el distanciamiento de aquellos a los que
en realidad queríamos tener cerca, pero cuya influencia solo
pretendíamos regular.
El antídoto contra la ira mal gobernada reside en la
asertividad, que no es otra cosa que el equilibrio perfecto
entre la expresión de nuestros pensamientos y de nuestros
sentimientos y el respeto por los de los demás, haciendo
prevalecer nuestra voluntad sin herirlos ni dañarlos.
¿Quieres saber cómo construir un estilo de comunicación
menos agresivo y más asertivo? Sigue leyendo, más
adelante encontrarás las pautas más útiles para lograrlo.
6. La tristeza
Reivindico fervientemente el derecho a estar triste. Me
opongo a esta sociedad basada en la tiranía de la felicidad
que nos obliga a mostrar siempre nuestra cara más amable,
y hasta a sonreírle a la vida sin importar que lo merezca o
no. No me refiero a instalarnos patológicamente en la
tristeza y condenarnos a la destrucción, sino más bien a
permitirnos la posibilidad de ahondar en la tristeza para
poder atenderla y expresarla. Porque, de vez en cuando, es
necesario hacerlo. Me refiero a sentarnos delante de la
pantalla del televisor con una caja de pañuelos, a recurrir al
poder introspectivo y sanador de la escritura o a la
hipérbole curativa y expresiva de una canción, una saeta o
una poesía. Hoy más que nunca se hace necesario
reivindicar el derecho a padecer frente a la obligación de
exhibir una falsa vida modélica basada en consignas vacías
con las que nadie puede predicar. Sentir para sanar en lugar
de huir para acabar penando después.
Aunque a veces no consigamos encontrarle sentido, lo
cierto es que la tristeza también cumple una relevante
función para permitir que nos adaptemos al mundo y
podamos desenvolvernos en él de forma equilibrada y
sosegada, con una buena salud mental. La tristeza cumple
una función de reintegración: estando solos y recogidos,
encerrándonos transitoriamente en nosotros mismos,
mirando bien hacia dentro y conectando con el dolor del
vacío, de la pérdida y de algunos otros abismos personales,
acabamos por hacer examen de conciencia hasta encontrar
respuestas a nuestro estado de ánimo, explicaciones a
nuestra desgracia y sosiego a nuestro dolor.
En definitiva, estando tristes nos protegemos de un
mundo que funciona a un ritmo frenético y del que
temporalmente hemos de bajarnos (sí, como la brillante
Mafalda: «Para mundo, que me bajo aquí», pero solo por
unos instantes) para poder sanar nuestras heridas y aceptar
nuestras pérdidas. Hay pérdidas que nos afligen de por vida,
esto es innegable, pero la pena puede vivirse con más
sosiego que desconsuelo, y para ello se hace necesario
transitar a través de la tristeza, y entender que si es común
a todos los duelos será porque cumple una importante
función.
La posibilidad de quedarnos pillados en la tristeza,
estancados, instalados en ella, aislados de todo y de todos,
convalecientes y sin hallar un solo camino viable, es el
principal riesgo al que nos enfrentamos cuando el efecto de
esta emoción se nos va de las manos. Por eso, y para
protegernos del círculo viciado al que las conductas
derivadas de la tristeza nos pueden condenar, para mejorar
ese ánimo que nos puede acabar lastrando de manera casi
irremediable, hay unas cuantas cosas que jamás debemos
perder de vista, sin importar la situación ante la que nos
encontremos:
• Permítete estar triste, es legítimo, no te prives de su
expresión, ventila tu tristeza y exprésala, y deja también
que otros se hagan eco de ella.
• No consientas que nadie asocie tu tristeza con debilidad,
identifica su origen y busca tanto explicaciones como
soluciones. A veces es mejor pensar en el futuro que
empeñarse en buscar los porqués.
• No trates de canalizar la tristeza a través de la ira; la
tristeza duele, pero no ha de ser destructiva, estarás
poniéndote piedras en el camino y condenando a tu yo del
futuro a seguir inmerso en la tristeza.
• Apártate del camino, dile no a los demás en alguna
ocasión si no puedes seguirles el ritmo, pero no lo hagas en
exceso, no hasta el punto de aislarte, no pierdas nunca el
contacto con el exterior.
• Termina siempre, en última instancia, por recurrir al
apoyo de otros, especialmente cuando más te cueste, pues
será cuando más lo necesites.
• Identifica la desesperanza, pero no la generalices, no
permitas que la tristeza te desborde, te incapacite,
secuestre tu voluntad y limite tu margen de maniobra. Por
muy grande o pequeña que sea, circunscribe la tristeza al
área que le corresponde, ni más ni menos.
• Haz un esfuerzo por seguir caminando y por aprender a
vivir con las pérdidas: resitúa aquello que dejaste atrás o a
aquellos que ya no están, constrúyeles un nuevo lugar en tu
interior, dale a todo una segunda lectura y aprende a
caminar con el legado de esas ausencias.
• Mantén un mínimo de actividad física porque, de lo
contrario, el abandono de uno mismo llamará a más apatía
y más pasividad. La indefensión extrema generada por la
tristeza patológica en el plano emocional acaba
traduciéndose en autoabandono a todos los ni-veles.
• No rumies tu tristeza, cambia de tema, aunque solo sea
de vez en cuando, deja el bucle de lo que lamentas y trata
de crear un pensamiento más constructivo.
• Sonríe a pesar de la tristeza. No discuto que tu tristeza
no esté justificada, seguro que lo está, pero lo que es
imposible es que no haya, a lo largo de todo un día, nada en
lo que mínimamente puedas cobijarte con cierto confort.
• Comprométete con nuevos proyectos, busca de forma
creativa algo con lo que puedas ilusionarte de nuevo, y dota
a tu vida de nuevos significados. Nadie te devolverá los que
has perdido, pero te alegrarás de haber redirigido tus
objetivos, te alegrarás de engancharte a la vida.
¿CÓMO AFECTAN LAS EMOCIONES A MI ESTADO DE ÁNIMO?
La emoción brota como respuesta a un estímulo concreto,
ya provenga del exterior (cualquier elemento de cualquier
tipo de situación que percibimos o de la que formamos
parte) o también del interior de nuestro organismo, de
nuestro cuerpecito o de nuestra cabecita (una sensación,
una percepción corporal, un pensamiento que aparece,
etc.). Hablamos de reacción emocional porque desde el
primer momento adopta la forma de una respuesta
automática y primitiva, de la que tomamos conciencia y que
no nos suele dejar indiferentes. Puede variar a nivel
cualitativo, es decir, su naturaleza puede ser de distinta
índole o valencia afectiva; como también se manifiesta a
distintos niveles cuantitativos, es decir, que puede
presentar diversas intensidades y variar también a nivel
temporal, en función de lo que se prolongue su vivencia.
Sin embargo, en un segundo momento, como seres
inteligentes y racionales que somos, disponemos de
recursos para procesar con más detenimiento ese estímulo
desencadenante de la emoción y, por lo tanto, podemos
analizar y reinterpretar tal estímulo en el contexto de tal
situación, dando lugar a un segundo escenario en el
procesamiento emocional, que puede ser el final del
recorrido (nos percatamos de la reacción, la atendemos, y
resulta que no apreciamos en ella ninguna trascendencia) o
también puede ser el punto de partida de otra serie de
interpretaciones y razonamientos concatenados que
generen la aparición secuenciada de otro abanico diferente
de emociones.
De aquí la premisa que mencionaba al principio, de ahí
que afirmemos que lo que nos afecta de manera más
duradera no es lo que nos sucede, sino lo que pensamos o
deducimos acerca de lo que nos sucede, es decir, cómo
interpretamos la realidad en la que nos encontramos, y
cómo nos la contamos a nosotros mismos y a los demás. Es
por esto que «emoción» y «estado de ánimo» no son
exactamente sinónimos; y esa es la llave para abrir el
valiosísimo cofre de esa habilidad tan apreciada: la
autorregulación emocional.
Si la emoción es una reacción intensa, que nos afecta en
un momento dado, y de duración eminentemente breve, el
estado de ánimo, en cambio, puede definirse como un
estado global, que se mantiene de manera más prolongada
y que acompaña a la persona en todas las dimensiones de
su vida. Es también el resultado de un análisis más
pormenorizado de lo que nos ha sucedido, y representa por
ello una experiencia emocional más compleja. Hasta aquí
todo es sencillo. Pero el universo de nuestras emociones es
mucho más complejo y contempla más variables que es
necesario reconocer.
Veamos todas las dimensiones que componen nuestro
mundo emocional, desde las reacciones más inmediatas
hasta los sentimientos más consolidados, desde el
desencadenante de la emoción hasta la composición de
lugar que después nos permite reelaborar, desde la vivencia
más desagradable hasta la más gratificante, desde un leve
pálpito hasta la experiencia de la más pura intensidad. Solo
comprendiendo las distintas escalas en las que nuestras
reacciones, sensaciones y sentimientos se ordenan,
podremos disponer de todas las herramientas necesarias
para analizar y gestionar los volubles escenarios
emocionales en los que la vida nos sitúa.
En el mapa de nuestras vivencias emocionales caben
todas estas dimensiones, y para aprender a escucharte
hasta el punto de conseguir regular tus emociones —eso
que llamamos autorregulación emocional, a lo que los
psicólogos tanto aluden, que tanta gente demanda en
consulta y que tan terapéutico resulta, pero que nadie te ha
enseñado verdaderamente a dominar— es importante que
aprendas a identificarlas y diferenciarlas todas:
Aprende a identificar tu NIVEL DE ACTIVACIÓN
Es el nivel de intensidad con el que respondes a un
determinado estímulo o a una determinada situación.
Digamos que es una especie de termómetro emocional. Se
nos olvida, a veces, que las cosas no son maravillosas o
desastrosas y que, por lo tanto, no es procedente ni está
justificado que nuestras reacciones emocionales sean
siempre extremas. Puedes enfadarte sin que te salga humo
de la cabeza, puedes entristecerte sin que todo a tu
alrededor pierda sentido, y puedes alegrarte sin que te vaya
la vida en ello. No hace falta revisitar los extremos
polarizados de la activación; la intensidad de nuestras
vivencias emocionales suele ser mucho más moderada de lo
que muchas veces manifestamos hacia el exterior. Cuidado
con instalarse en los polos, cuidado con expresarnos en
términos exagerados, porque de tanto hacerlo nos
acabamos creyendo que verdaderamente ahí es donde
hemos de situarnos.
Así es, reaccionamos a lo que nos sucede con pensamientos, con emociones
y con acciones. Que alguno de estos niveles de respuesta no sea siempre visible
desde el exterior no significa que no exista. El pensamiento, la emoción y la
conducta son los que nos permiten hacernos cargo de la realidad, son nuestros
vehículos de gestión. Nuestro bienestar y también, en gran medida, nuestra
autoestima estarán supeditados a cómo vayamos resolviendo una situación tras
otra. De ese balance final y de esa concatenación de respuestas depende que
nos sintamos tranquilos y orgullosos o, por el contrario, fastidiados y sumidos en
la desesperación.
Y esta es la base de nuestra fórmula para el cambio, la señal de alarma nos la
da la emoción, esa en la que tanto nos hemos detenido, pero desde ahí
emprendemos un maravilloso recorrido que nos llevará a modificar, de manera
integral, todo cuanto sea necesario para sentirnos mejor: cambiemos la forma
de pensar y nuestra forma de actuar para propiciar la aparición de ese bendito
equilibrio que tanto deseamos. En aquello que el sufrimiento nos indica está
precisamente el camino hacia la solución.
Ejercicio práctico.
Libérate de la tiranía de tus frustraciones
1. Identifica y reconoce, en voz alta, esa frustración. Sí, sí, parece muy obvio,
pero dime, con el corazón en la mano, ¿cuántas veces has sido absolutamente
transparente al poner en palabras eso que tanto te frustra? Reconocer una
frustración implica reconocer, ante todo, una expectativa no alcanzada, un logro
no conseguido. Y eso nos deja muy desnudos porque habla muy íntimamente de
nosotros mismos. Eso que yo querría haber conseguido representa mi identidad
proyectada al exterior.
2. Distingue entre deseos y necesidades. ¿Realmente eso que no pudiste lograr
era una necesidad sin cuya satisfacción ya no puedes continuar? ¿No habría sido
algo deseable y punto, algo de lo que ojalá hubiera podido disponer, pero sin lo
cual no me voy a morir?
3. Concédete algo de tiempo en estas reflexiones y busca objetividad. No tengas
prisa, no te pidas demasiado. Hay heridas que llevan abiertas hace mucho
tiempo, y es normal que requieran de un poco de sosiego para cerrar. Acércate a
alguien de confianza con quien puedas compartir estas consideraciones y sé
permeable a una visión sensata y objetiva.
4. Acéptate. Este eres tú ahora. Con aquello o sin ello. Con tal mérito o con tal
otro. Este eres tú ahora a pesar de lo que no alcanzaste, o quizá incluso gracias
a ello. Eres el resultado de una intensa concatenación de eventos y
aprendizajes, y por muchas frustraciones que acumules, recuerda que has
llegado hasta aquí. Todo fracaso te ha enriquecido y todo fracaso no fue más
que una parada técnica antes del siguiente fracaso. Por eso el fracaso nunca es
tal.
5. Permítete plantearte otras opciones. Fíjate nuevas metas, date alternativas.
Aquello que lamentas es un pesado lastre que te impide sacar la cabeza fuera
del agua. En tus circunstancias de vida actuales, ¿hay algo por lo que siga
mereciendo la pena esforzarse, por mínimo que sea?
6. No pierdas la perspectiva. Acepta tus limitaciones. No vuelvas a caer en el
mismo error. La experiencia es un grado. No te pidas demasiado, no te pidas un
imposible, no te condenes de nuevo.
7. Entiende este proceso como un proceso en forma de picos de sierra. Todo
logro que conlleva esfuerzo es el resultado de un proceso complejo,
generalmente ascendente, enfocado hacia el objetivo, pero que no está exento
de sufrir unos cuantos altibajos. No todo van a ser alegrías, encuentra la
motivación para seguir adelante.
8. Ajusta tu estrategia, en función de los obstáculos y contratiempos que se te
vayan cruzando por delante. Sé flexible y contempla siempre ajustes, cambios,
renuncias y alternativas.
9. Valora el esfuerzo de lo que has conseguido. Porque quizá no has alcanzado
todo lo que en un primer momento planificaste, no se cumplieron tus mejores
vaticinios, pero te has esforzado y ello, en sí mismo, merece ser puesto en valor.
No llegar a superar las frustraciones pasadas y no ser capaces de iniciar este
proceso de autorregulación para tolerar y gestionar la frustración en tiempo real
supone un obstáculo impracticable en numerosísimas situaciones vitales. La
frustración, como le ocurre también a la culpa, es una de esas emociones que
hemos de saber gestionar a modo de transición entre la toma de conciencia de
lo que nos desagrada y la construcción de un plan de acción que nos conduzca
hacia un escenario más halagüeño, en el que sí sea posible realizarse, cosechar
logros y acumular satisfacciones. La falta de gestión de la frustración nos sume
en un estado de absoluto descontrol, carentes de toda guía y con sensación de
estar eternamente perdidos, en tierra de nadie.
APRENDE A DOMINAR TU IRA
Hablando de esto me viene a la mente un anuncio de
televisión muy sonado, de hace quizá más de veinticinco
años, que decía: «La potencia sin control no sirve de nada».
¿Lo recuerdas? Pues bien, como si de una alegoría se
tratase, esta misma premisa es aplicable al enfado
transformado en ira. Enfadarse es necesario: apuntábamos
ya antes que es nuestro modo de mostrarle a los demás
nuestra disconformidad con sus actuaciones ya sea porque
han hecho tal cosa que nos ha molestado u ofendido
o porque han dejado de hacer otra cosa que nos venía bien
o con la que se habían comprometido. El enfado nos permite
decirle al mundo que no todo vale y, desde él, hacemos
valer nuestros límites.
Pero ¿qué sucede cuando la ira nos supera? ¿Qué es lo
que nos espera cuando ofrecemos una respuesta
encolerizada y desproporcionada? La ira, en estos casos,
deja de ser adaptativa y de proporcionarnos la fuerza y el
vigor necesario para imponernos ante una situación que
requería de nuestra actuación para protegernos. Lejos de
ello, la ira genera rechazo, nos deja expuestos y acarrea
más problemas de los que teóricamente estaba llamada a
resolver. Es tal la activación adrenérgica que experimenta
nuestro organismo cuando actuamos bajo los efectos de la
ira, que es ella quien acaba por controlarnos a nosotros, y
nosotros los que acabamos diciendo cosas de las que más
tarde nos arrepentiremos.
De hecho, salvo una situación extrema, la vivencia de un
agravio máximo o de una amenaza real —situaciones que,
por otro lado, son tan infrecuentes que no tendríamos por
qué encontrárnoslas ni una sola vez en toda nuestra larga
vida—, la furia descontrolada nunca es la reacción más
indicada para resolver ningún tipo de situación de conflicto.
Solo si de verdad tuviésemos que hacernos muy, muy
fuertes ante un brutal ataque de alguien que nos obliga a
luchar para salvaguardar nuestra integridad física estaría
justificada tal agitación y la bestia en la que la ira nos
convierte. De no ser así, enfurecer hasta el extremo no tiene
cabida en el contexto de las relaciones interpersonales que
mantenemos en el día a día, y tal comportamiento solo
puede ser entendido como el fracaso de nuestras
estrategias de afrontamiento y el florecimiento más
exhibicionista de nuestras debilidades.
¿Qué pasa por la mente de alguien que estalla sin control
y a quien le salen sapos y culebras por la boca en medio de
un mar de aspavientos? Esa persona ha interpretado como
un profundo agravio algo que no lo era, se ha ofendido
sobremanera por algo que no lo merecía, ha razonado en
términos tremendistas, y eso solo puede ser debido a su
baja autoestima, su extrema rigidez, su nula tolerancia a la
frustración, el complejo con el cual se compara con los
demás o su pobre repertorio de conductas para el manejo
del conflicto, para el autocontrol y para la regulación de la
interacción con otras personas. Dicho de otro modo: tener la
piel muy fina nos delata. Por eso tiene tanto sentido esa
famosa frase que se atribuye a Benjamin Franklin: «Lo que
empieza en cólera acaba en vergüenza».
Las personas iracundas generan rechazo, son incómodas,
coartan la libertad de quienes las rodean y, lejos de
despertar el respeto de los demás, se alimentan de su
temor. Van arrasando por la vida y destruyendo relaciones,
dejan cadáveres emocionales tras de sí, pero, tristemente,
eso no es lo peor, porque los principales perjudicados son
ellos mismos: rechazados, aislados y repudiados hasta por
las personas que, en teoría, más los han querido.
Quizá tú no has llegado hasta este extremo, pero sí has
atravesado momentos de tu vida en los que te has sentido
más desquiciado, a punto de saltar a la primera de cambio;
y te has dicho que eso no podía ser y te has dado cuenta de
que la forma más adulta de responder ante las
circunstancias de la vida que te perturbaban no era la
agresividad desmedida. Si te encuentras precisamente en
este proceso de toma de conciencia, si ya te has dado
cuenta de que no existe justificación alguna para que te
impongas con violencia ante los demás y te planteas que
tiene que haber formas de resolver los conflictos que te
dejen en mejor lugar y, sobre todo, que te permitan
gestionar con éxito esas situaciones en las que antes
perdías el control, entonces quizá te reconozcas con la
siguiente historia.
La ira sin control.
El caso de Ángel
El desencadenante no fue otro que una situación tonta en un peaje: un señor
que se acerca torpemente a la caseta de peaje, que se ve que no se maneja
demasiado bien, que tarda en pagar y luego arranca a trompicones… Cómo
sería la reacción de Ángel que su hijo se quedó en silencio, atemorizado y
avergonzado a partes iguales, y hasta que no llegaron a su destino no le espetó
aquello que llevaba casi tres horas barruntando en su cabeza: «Papá, no puedes
seguir así, es la última vez que voy contigo a ningún sitio». Sin embargo, esto no
fue más que la punta del iceberg, una mera anécdota que sirve para ilustrar las
devastadoras consecuencias que la iracunda agresividad de Ángel estaba
teniendo en su vida. Sus tres hijos le temían y su mujer, que fue quien contactó
con nuestro centro, no aguantaba más.
Tan al límite se encontraba que le planteó un ultimátum y había llegado
incluso a hablar con su propia suegra, la madre de Ángel, en un intento
desesperado por hacerle cambiar. No soportaba su día a día y temía cada tarde
el momento en el que él entrase por la puerta: la casa desordenada, los deberes
sin terminar o un poco de jaleo en la cena desencadenaban su furia. Gritos a los
pocos segundos de cruzar la puerta de la calle, regañinas desmedidas, niños
castigados, portazos y hasta platos rotos. Cuando se ofuscaba, Ángel perdía el
control.
Marta no temía que Ángel llegase a pegarle, sabía que él, en el fondo, no era
un hombre violento, pero también era consciente de que algo estaba pasando.
La relación de pareja llevaba meses deteriorándose, raro era el fin de semana
que no pasaban enfadados después de alguna explosión, él encerrado,
«descansando», y ella encargándose de todo en la casa, sin hacer planes juntos
ni vida en familia, y rara era la noche que ella no se fuese a dormir a otra
habitación.
Me llamó mucho la atención esa calma tensa que se vivía en la casa los fines
de semana. ¿No es demasiada casualidad que la mayor parte
de los estallidos de Ángel tuvieran lugar al llegar a casa después del trabajo? En
efecto, según me contó en las primeras sesiones aquel hombre, alto y fuerte, de
grandes dimensiones, pero también de inmenso corazón, se sentía totalmente
superado por las circunstancias. Arquitecto de profesión, desde la crisis no había
levantado cabeza. Se había visto obligado a cerrar su estudio de arquitectura y
trabajo no le había faltado, pero los números no daban, cada día era una lucha,
trabajaba doce horas al día para no ganar ni la mitad de lo que ganaba antes, y
la presión en la multinacional para la que trabajaba era mayúscula. Se sentía
explotado e impotente, haciendo un trabajo que ni siquiera le gustaba, y
teniendo que decir a todo que sí para mantener un puesto de trabajo en el que
su experiencia estaba absolutamente infravalorada.
¿Quería a su familia? Por supuesto que sí, pero al llegar a casa tenía la
conciencia nublada por la frustración y la desesperación. Y allí, al encontrarse en
territorio seguro, solo quería meter la cabeza debajo de la tierra, como un
avestruz, y desquitarse de tanta frustración.
Ejercicio práctico.
Domina a la bestia antes de que ella te domine a ti
Por suerte o por desgracia, proyectar en un determinado entorno la rabia que
no se ha sabido canalizar y gestionar en otro no solo no es eficaz, sino que
contribuye a crear nuevos problemas. Por eso, lo primero que tenemos que
analizar, cuando nos enfrentamos a una dificultad de estas características, es el
origen del problema: ¿de dónde proviene tanta insatisfacción? ¿De dónde vengo
yo «tan quemado» que no puedo hacer más que vengarme del mundo? Ese será
el problema de fondo, lo que hayamos de analizar y tratar de manera rigurosa.
Pero, en paralelo, necesitamos una terapia de choque, algo a lo que agarrarnos
para poder acabar con la ira y con la tortura que infligimos a todos los que nos
rodean. ¿Cómo aprendió Ángel y cómo puedes aprender tú a gestionar la ira?
6. La proyección
Este tipo de distorsión me encanta, porque es muy sutil,
revela mucho de nuestros fantasmas interiores y es muy
bonito descubrirla. Eso sí, mejor hacerlo en la intimidad más
absoluta o en el contexto de una relación de mucha
confianza, pues su descubrimiento nos deja muy desnudos.
Y desprotegidos. La proyección consiste en colocar en el
otro un pensamiento o un sentimiento que, en el fondo, es
nuestro, pero que nos cuesta mucho aceptar como propio
porque genera mucha angustia, vergüenza, culpa o
ansiedad.
Por ejemplo, cuando criticas a una amiga y hablas, con
cierta crueldad incluso, de que es muy guapa, lista y
exitosa, pero afirmas que «seguro que es una superficial» o
que «se lo han dado todo hecho», lo que en el fondo estás
desvelando es tu propia superficialidad, así como la envidia
y los celos que no has sido capaz de gestionar. ¿No sería
mejor aceptar que nos suscita cierta envidia y poder
expresar un halago con admiración y sin segundas lecturas
innecesarias? Eso sería lo más sano.
7. La magnificación y la minimización
Ambos extremos tienen que ver con subestimar o
sobreestimar la posibilidad de que sucedan algunos eventos
o incluso la presencia de ciertas características de
personalidad en quienes nos rodean. Ejemplos de
magnificaciones y minimizaciones son:
1. El pensamiento catastrofista. Único en su especie. Muy
fácilmente reconocible. Supone pensar que lo que está por
llegar es necesariamente malo, colocarse en el peor
escenario posible cada vez que anticipamos cualquier
evento futuro, imaginar el peor resultado posible ante una
situación aún no resuelta… También encajan dentro de la
distorsión catastrofista todos los pensamientos y las quejas
acerca de lo «terrible», «horroroso», «imposible»,
«insoportable» o «intolerable» que es lo que estamos
viviendo. Si te fijas, lo que suele venir después del
catastrofismo es puro victimismo…
2. La negación de la realidad. Es la otra cara de la misma
moneda, la opuesta al catastrofismo, pero verás que con
consecuencias muy similares. Supone negar un problema a
pesar de que lo tenemos delante y nos están afectando sus
consecuencias, implica no reconocer dificultades o errores y
seguir hacia delante como si nada hubiese pasado. No hay
victimismo como tal, pero «tanto monta, monta tanto»,
pues el resultado es primo hermano: no existe ningún tipo
de responsabilidad sobre aquello que deberíamos estar
esforzándonos por cambiar.
Ejercicio práctico.
Aprende a reestructurar los pensamientos distorsionados
e irracionales que más te atormentan
Esos que se han ido interponiendo de manera reiterada en tu recorrido de vida,
esos que te han distraído de la consecución de tus metas y que son la fuente
principal de todo ese sufrimiento inútil e innecesario que con este
entrenamiento pretendemos erradicar.
1. ¿Qué pensamiento ha venido a tu cabeza (y ya sospechas que es irracional
y que te hace sufrir)? Escríbelo de forma literal, tal y como te lo has dicho a ti
mismo.
2. ¿A qué te refieres con eso que has escrito? Detalla esa idea un poco más,
aunque te salgas ya de la literalidad inicial del pensamiento.
3. ¿Qué significa para ti esto que has escrito? ¿Qué implicaciones tiene, qué
deducciones extraes de ahí, hasta dónde lo haces extensible, qué consecuencias
le presumes…?
4. ¿Cuánta credibilidad le das a ese pensamiento? Sé concreto y cuantifica.
Puntúa de 0 a 10 cuánto te crees eso que has pensado.
5. ¿De qué pruebas dispones para creer tal cosa o para interpretar de ese
modo? ¿Qué datos objetivos apoyan tu pensamiento? Recuerda que no valen
aquí sensaciones o presunciones, tienes que aportar elementos y pruebas
tangibles que apoyen tu idea. Evidencias. Pruebas de realidad objetivas.
6. ¿Y qué pasa al revés? ¿Existe alguna prueba o hecho en contra del
pensamiento? ¿Algún elemento que refute esa idea inicial?
7. Pensar de ese modo, ¿a qué te conduce? ¿Te es de alguna utilidad?
a. ¿Te ayuda a lograr algún objetivo?
b. ¿Te hace sentir mejor?
c. ¿Soluciona algún problema?
d. ¿Te hace sentir, por el contrario, peor o empeora tu situación o tu estado
emocional de algún modo?
8. ¿Puede haber explicaciones distintas para ese mismo suceso? ¿Puedes
concebir otras formas de verlo? ¿Son posibles otras interpretaciones? ¿Qué otras
cosas puedes pensar ante esa misma situación? Intenta escribir el mayor
número posible de opciones, piensa también en otras personas y escribe cómo
ellas podrían analizar esta situación, desde su propio punto de vista.
9. ¿Podrías asumir, aunque fuera parcialmente, una o varias de las
explicaciones alternativas que acabas de generar?
10. ¿Qué consecuencias positivas podrías experimentar si modificases ese
pensamiento por otro más realista, más adaptativo y menos absoluto?
11. ¿A qué consecuencias negativas te enfrentas si cambias ese pensamiento
inicial por otro más realista, más adaptativo y menos absoluto?
12. ¿Qué datos a favor encuentras para defender estas nuevas
interpretaciones?
13. ¿Cuánto llegas a creerte esta nueva forma de pensar? Puntúa de 0 a 10, y
compara esta puntuación con la puntuación que le concediste al pensamiento
inicial. ¡Observa la diferencia!
Ejercicio práctico.
Cuestionario imprescindible para discriminar y gestionar
adecuadamente tus preocupaciones
1. Define tu preocupación. De manera muy descriptiva y objetiva, explica con
detalle qué es eso que te preocupa que suceda
2. Diferencia entre la probabilidad de que suceda y la posibilidad de que
suceda. ¡Posible y probable no son sinónimos! Posible es casi todo, hasta la
ciencia ficción si así lo quieres considerar, pero de 0 a 100 no todo tiene las
mismas probabilidades de suceder… Eso que tanto te preocupa, ¿cómo es de
verdaderamente probable que acontezca?
3. Bucea en los esquemas asociados. Ya sabes identificar pensamientos
distorsionados e ideas irracionales, mira a ver si no hay ningún pensamiento en
la base de esa preocupación que te ancle a ella, que te lleve a mantenerla,
aunque tú conscientemente querrías quitártela de la cabeza. ¿Identificas algún
esquema o pensamiento que contribuya a mantenerte enfrascado en tal
preocupación?
4. Disminuye la intensidad y flexibiliza tu modo de preocuparte: ¿crees que
puede haber diferentes maneras de preocuparse por los mismos sucesos? ¿Se te
ocurre que podrías hacerlo de otra manera? ¿Quizá hay algún modo más
productivo y menos pasivo de encargarte de eso que te preocupa?
5. Distingue entre preocupación adaptativa y desadaptativa. La preocupación
adaptativa es aquella que te ayuda a prever pragmática y objetivamente las
dificultades para ofrecer soluciones reales. La preocupación desadaptativa
sencillamente te mantiene atorado en la angustia en un círculo de
especulaciones sin solución real, te bloquea y te condena a la pasividad de
afrontar todo lo que temes solo a través de un bucle mental irresoluble. ¿Tú
forma de preocuparte por las cosas reúne estas condiciones?
6. Facilítate una corriente de pensamiento alternativa, que te permita
también un mayor margen de maniobra frente a eso que inicialmente era un
callejón sin salida. ¿Existe entonces otra forma de ver las cosas? ¿Otras
personas podrían encarar esta situación de otra manera?
7. Ocúpate, en lugar de preocuparte. En relación con eso que ocupa tu
mente, haz activamente cualquier cosa que:
a. Te ayude a disminuir la probabilidad de que se presente el problema
temido.
b. Te sea útil para resolver efectivamente el problema en caso de que este se
presente.
c. Te posibilite sentirte más tranquilo y preparado de cara a afrontar la
situación.
d. Te guíe hacia la búsqueda de soluciones, te proporcione herramientas o te
permita beneficiarte de la ayuda de otras personas.
La constante distorsión.
El caso de Vicky
Sirvámonos del ejemplo de Vicky, una de mis pacientes, que acudió a
consulta con un fuerte sentimiento de agravio frente al mundo, sintiéndose
«explotada» tanto en su familia como en el trabajo, en un momento de su vida
de absoluta desmotivación y de sensación de pérdida de control. Ya desde la
primera sesión evalué en ella un marcado estilo pasivo-agresivo para la gestión
de los conflictos o, de hecho, para la gestión de cualquier situación cotidiana.
Razonaba desde la distorsión constante, no peleaba nada de lo que quería, no
desplegaba ninguna estrategia a su alrededor para obtener nada de lo que
deseaba, hasta que, en algún momento, de pura frustración, explotaba. Su
motivo de consulta era el siguiente: «Yo no sé por qué, pero a mí las cosas no
me salen nunca bien, me siento una pringada y la verdad es que nunca consigo
nada de lo que quiero». Frente a cada pequeña o gran situación a la que tuviera
que enfrentarse en el día a día, se sentía indefensa. Se había creído ese discurso
construido acerca de sí misma y estaba atrapada en él. Había llenado toda su
identidad a base del contenido del discurso de su radio mental.
Cuando le pregunté por una situación concreta que
ejemplificase todas esas sensaciones que me estaba
narrando, me dijo que tenía decenas de ejemplos y me
contó la situación más reciente que podía identificar, algo
que le había sucedido el día anterior. Esta fue la escena que
me narró en primera persona:
Situación Pensamiento Emoción Conducta Consecuencia
Estoy en el trabajo Es increíble, Siento rabia, Apenas la Me quedo todo el día
(clínica dental), mi jefa siempre me pasa frustración, dejo pensando que soy el último
viene a hablar conmigo igual, abusan de mí indignación… hablar, le mono. Llego a casa y le digo a
para saber si puedo como quieren, Me siento digo que mi chico que estoy agotada y
trabajar el sábado (a como si yo no incluso me que cancelo los planes del
pesar de que este no me tuviera vida, soy humillada y organizaré sábado porque tengo que
tocaba). una pringada… ninguneada. para ello. trabajar.
Evita la evitación
Tendrás aquí la sensación de estar lidiando con los
mismísimos pecados capitales. La pereza, la inercia y la
dificultad para renunciar a determinados placeres
inmediatos son los protagonistas que alimentan el
autosabotaje. Muchas de las cosas que deseamos conllevan
un gran esfuerzo a lo largo de un periodo de tiempo nada
desdeñable, y quizá impliquen también un esfuerzo
posterior, tanto para la obtención de los resultados
deseados como para el mantenimiento de esos logros.
Hay muchas formas de evitación, pero, a grandes rasgos,
podemos diferenciar entre dos principales: la evitación por
anticipación o la huida despavorida. O bien anticipamos el
coste de una tarea o lo desagradable o poco apetecible de
determinado esfuerzo y nos vamos «haciendo la cama»
para alejarnos de ello, o bien nos encontramos en una
situación difícil o dolorosa y hacemos mutis por el foro.
Hablamos, a fin de cuentas, de un mecanismo de defensa
automático que, en determinadas circunstancias puede
tener cierta utilidad (sí, hay ciertas situaciones a evitar y
ciertas otras de las que huir), pero que, aplicado de manera
generalizada, nos conduce a tal punto de inseguridad que
acabamos presos del miedo, viviendo de espaldas a
nosotros mismos.
La evitación es adictiva porque produce alivio. Nos
referimos a ella en terapia, simple y llanamente, como «el
efecto pernicioso del alivio a corto plazo que genera una
ansiedad que, enseguida y de forma desprevenida, te
muerde el culo». Es decir, que origina alivio, pero es la
antesala de una mala gestión asegurada y supone la crónica
de un sufrimiento anunciado. Nos conduce, en el mejor de
los casos, a la negación, la culpa, el conformismo o la
resignación y, en el peor escenario posible que no es otro
que el mismo pero sostenido en el tiempo, genera
reacciones depresivas, una profunda inseguridad y un
bloqueo que se vive como insalvable. Estoy segura de que,
según vas leyendo estas líneas o después de haberlas
madurado, aflorarán ante tu conciencia un montón de
trapos sucios. Tus responsabilidades pospuestas y
posteriormente evitadas. Lo que te cuesta afrontar y tratas
de olvidar, pero de un modo u otro nunca puedes dejar a un
lado por completo. Ese conflicto sin resolver, ese trabajo por
terminar, esa conversación por iniciar, esa decisión por
tomar o ese proyecto por emprender.
Piensa en todas aquellas tareas por hacer o
responsabilidades evitadas que sabes que te asaltan cuando
más vulnerable te sientes, haz un listado de todas y cada
una de ellas y piensa en qué tipo de argucias o
autoconvencimientos has utilizado últimamente para no
coger el toro por los cuernos. Es posible que el listado sea
largo, no te inquietes, nos pasa a todos. Y no es que seamos
masoquistas, es que realmente hay muchas cosas que
hemos ido evitando porque no nos sentíamos capaces de
resolverlas. No sabíamos cómo y se nos hacía muy cuesta
arriba. ¿Cómo escapar de la evitación? ¿Cómo resolver
ahora lo que no he sabido solucionar en mucho tiempo?
Existen alternativas a la evitación, estrategias de
afrontamiento que desconocías, que son adaptativas y a las
que podemos recurrir tanto para resolver una situación
como para empezar a vislumbrar el camino y transitar hacia
su resolución. Veamos cuáles son esas herramientas y elige
cualquiera de ellas como alternativa para gestionar lo que
hasta el momento se te ha hecho bola.
Ejercicio práctico.
Practica la psicología inversa con garantías y con todas las
medidas de seguridad
¿Qué es eso que anticipas que tan desagradable será y que tantas veces te
ha frenado a la hora a de emprender determinadas acciones? Descríbemelo con
todo lujo de detalles. Esa sensación de pulso acelerado, esa mirada que se
nubla, esas manos que empiezan a sudar, etc. Son muchas las reacciones
fisiológicas asociadas a la ansiedad, además de la presión en el pecho y la
sensación de cabeza atormentada por el miedo y los pensamientos
anticipatorios. Las personas odiamos sentirnos ansiosas. Nuestra mente nos
dice algo así como: «Has de estar relajado», y el instinto nos lleva a no hacer
nada hasta no conseguir sosiego y desactivación fisiológica. Pero, cuanto más
relajado quieres estar, más nervioso te pones. ¿Cuál es el resultado? Que no
logramos hacer eso que desearíamos porque los mensajes de tranquilidad son
infructuosos y las ansias van por libre. Pero ¿qué pasaría si dejásemos de luchar
contra la zozobra? ¿Qué sucede cuando dejamos de exigirnos serenidad? ¿Y
cuándo dejas de esforzarte por reducir o controlar la ansiedad y te mentalizas
para sentirla?
Haz la prueba. Mentalízate y no distorsiones la realidad, no anticipes un
escenario más halagüeño del que has experimentado nunca. Hazte a la idea de
que la ansiedad va a acompañarte inexorablemente. Es más: búscala,
poténciala, llámala e invítala a que te invada. Conciénciate para vivir una
experiencia desagradable, como quien se prepara para un pinchazo que sabe
que va a llegar. Y dispón también tus pensamientos: te presentas a ese examen
para suspenderlo y vas a esa cita para conocer y experimentar de primera mano
el rechazo.
Te parecerán ideas muy locas, pero te aseguro que cuando aceptas la
ansiedad, cuando la llamas y la invitas a merendar contigo, cuando dejas de
luchar contra las fuerzas de la naturaleza, es cuando, paradójicamente, empieza
a no afectarte, dejas de consumir recursos de manera innecesaria y recuperas el
control de tu propio cuerpo.
Ejercicio práctico.
¿Cuáles son tus áreas de vida significativas
y cómo las estás cuidando?
Como si de un gran quesito de Trivial se tratara, plasma gráficamente en este
rosco cuál es el nivel de dedicación cotidiana a estas parcelas de tu vida. Mi
propuesta es que contemples y evalúes cuantitativamente tu tiempo de
dedicación a las siguientes esferas vitales: cuidado personal, espacios de ocio,
dedicación a la pareja, actividades y atenciones familiares, actividades con
amigos y, por supuesto, tareas y responsabilidades asociadas al trabajo (o, en
su lugar, a la formación académica o la búsqueda de trabajo, si es esa la fase en
la que te encuentras). Sé riguroso y sincero y, si dudas de tu capacidad para
valorar con honestidad esos tiempos, busca criterios externos que maticen tus
impresiones. Esta es la propuesta que te hago porque es la que se ajusta a un
mayor porcentaje de personas, pero no dudes en eliminar o ampliar categorías
si así lo estimas necesario. Por ejemplo, si el deporte es mucho más que una
actividad de autocuidado y representa una parcela de tu vida con entidad
propia, añádela. Lo mismo puede ocurrir con una afición que te apasione o con
la espiritualidad, por poner algunos ejemplos. Y, del mismo modo, si consideras
que en tu vida no cabe una pareja, si no la buscas, ni la esperas, ni la deseas,
también puedes reducir su parcela y adaptar el ejercicio a lo que te sea
identitario.
Ahora, una vez has analizado minuciosamente cuáles son los porcentajes
reales de dedicación de recursos a cada una de esas áreas, deja ese gráfico a un
lado, aléjalo de tu vista, y repite la operación con otro planteamiento bien
diferente: ¿cuál sería para ti el porcentaje de dedicación ideal para cada una de
esas porciones de la tarta? Es decir, ¿de cuánto tiempo de ocio querrías
disponer? ¿Cuánto te gustaría poder dedicarles a tus amigos? ¿Y a la familia?
¿Cuánto tiempo dedicas a tu propio cuidado? ¿Y cuánto tiempo querrías que el
trabajo ocupara en tu vida?
Junta después ambas creaciones y encuentra las diferencias. En aquellos
porcentajes que más difieran hallarás tus principales fuentes de insatisfacción. A
partir de esa representación ideal (eso sí, te pido que sea ideal, pero
realistamente ideal) podrás empezar a elaborar tu jerarquía de prioridades, y en
la comparativa con el estado actual de la dedicación de tus recursos,
identificarás a la perfección los escenarios en los que tu participación y tu ajuste
son más que necesarios.
1. La motivación extrínseca
Es aquella que centra nuestro interés en factores ajenos a
la tarea, distintos de las actividades que hemos de
desempeñar. Son factores externos los que regulan nuestra
perseverancia y nuestro nivel de rendimiento. La actividad
no nos motiva tanto por lo que nos aporta en sí misma, sino
por aquello que nos permite conseguir.
En un extremo, el ejemplo más prototípico de ello es el
trabajo que se hace por dinero, ese que no nos atrae
especialmente, que incluso nos desagrada, pero que
desempeñamos con ahínco porque nos permite, entre otras
cosas, cobrar la nómina a fin de mes. Puede tratarse de una
actividad repetitiva, poco interesante o rutinaria, pero que
nos da de comer. Este es el caso de muchas personas que
trabajan para vivir y no viven para trabajar. Quizá su trabajo
no es el más estimulante del mundo, pero está justamente
remunerado, les permite vivir como desean y, tenga o no
que ver con lo que han estudiado o con aquello que querían
ser de mayores, lo cierto es que se les da muy bien o
relativamente bien. ¿Hay algo malo en esta opción vital? ¡En
absoluto! Tan solo habrá que plantearse un cambio de
dirección cuando se rompa esta armonía: cuando el
contenido de la tarea en sí misma, el tiempo de dedicación,
la remuneración del trabajo u otros elementos periféricos
dejen de estar en equilibrio.
En el otro extremo de la motivación extrínseca podríamos
estar hablando de una actividad que no es que nos deje
indiferentes, es que nos produce rechazo, incluso atenta
contra alguno de nuestros valores, conlleva acciones
cotidianas que nos desagradan, pero nos conducen a una
serie de refuerzos externos que hacen que el día a día sea
tolerable: un muy buen salario, incentivos, promociones
jerárquicas, complementos extraordinarios, etc. ¡Tampoco
esta opción de vida es censurable! Cada uno elige
libremente cuáles son las motivaciones que le mueven. Lo
que sí es cierto es que, llegado el caso, si afloran con fuerza
algunas contradicciones, si aparece sensación de culpa, si la
dedicación es extrema o si llega el momento en el que el
malestar que generan las ocupaciones diarias no se paga ni
con todo el oro del mundo, tocará atender a todas esas
señales de alarma y obrar para resolver la disonancia.
Pensará el lector que son dos casos bastante radicales, y
es cierto. Son solo dos ejemplos simplificados para entender
bien qué es eso de la motivación guiada por factores
extrínsecos, pero raro es el caso que se analiza con tanta
sencillez. En la práctica confluyen muchos matices, y suele
haber un punto en el que los distintos tipos de motivación
se entrelazan entre sí. Veamos qué otro tipo de
motivaciones pueden movilizarnos.
2. La motivación intrínseca
Nos referimos a ella cuando nos dedicamos a ciertas
tareas que, en sí mismas, captan toda nuestra atención y
despiertan nuestro interés. La autorrealización, la sensación
de crecimiento personal y el disfrute regulan los procesos
mentales y los niveles de rendimiento con los que nos
encargamos de esa tarea.
A menudo decimos que estas cosas son las que no nos
dan de comer, las que hacemos cuando todo lo demás nos
deja tiempo para nosotros mismos: la música, la pintura o
cualquier otra faceta artística, estudiar sin que nadie vaya a
evaluarnos, aprender un idioma porque sí, colaborar con un
proyecto solidario, ser activo en una determinada causa,
cuidar altruistamente de otras personas o incluso ocuparnos
de una mascota o de nuestras plantas, etc. Son acciones
que llevan tiempo, pero ese tipo de tiempo que no pesa
sobre nuestras espaldas. Son tareas en las que podríamos
estar inmersos durante horas y sentir que el día ha pasado
en un suspiro. Para después, eso sí, sentir una sensación de
bienestar, orgullo y realización personal que no tiene
parangón.
Como su propio nombre indica, la motivación intrínseca
nace de nosotros, de un lugar directamente vinculado a
nuestra identidad, intangible y cuasi espiritual; nos
involucra en tareas que nos hacen sentir bien por el mero
hecho de dedicarnos a ellas, y nos asemeja un poco más a
esa proyección de nosotros mismos con la que soñamos y
con la que desearíamos poder presentarnos ante el mundo.
Por suerte, una vez más, la vida está llena de matices, y
las ocasiones para despertar este tipo de motivación no
tienen por qué ser aisladas o estar relegadas a un ámbito
tan exclusivo. Podemos buscar este tipo de motivación
también entre las distintas tareas que conforman nuestras
rutinas y ocupaciones diarias.
ACTÍVATE… Y DISFRUTA
Aprende a reforzarte con los pequeños placeres de la
vida
En los años ochenta, un equipo de psicólogos elaboró una
interesante herramienta que brilla tanto por su eficacia
como por su sencillez. Desarrollaron un listado de
trescientas actividades que resultaban ser potencialmente
gratificantes para el ser humano, de modo que el psicólogo
dispusiera de una herramienta muy concreta tanto para
evaluar los niveles de actividad de sus pacientes (con
síntomas de naturaleza eminentemente depresiva) como
para hacer propuestas tangibles de tareas para estimular el
día a día de esas mismas personas o de cualquier paciente.
En terapia, con personas que se han sentido tristes,
apáticas y desmotivadas, y que, por consiguiente, han
dejado de hacer algunas de las muchas cosas que antes les
reconfortaban o que han ido reduciendo sus intereses y
restringiendo sus movimientos en la vida, una vez ya se ha
realizado un trabajo más exhaustivo a nivel de sistemas de
creencias, interpretaciones y emociones (exactamente igual
que el proceso por el que juntos ya hemos transitado), es
siempre útil hacer la transición hacia una fase en la que la
persona al fin toma conciencia de las limitaciones cotidianas
que tenía en sus diferentes áreas de vida, y se pasa a
proponer la introducción de determinadas actividades
agradables en el día a día. La finalidad es motivadora pero
no solo: la activación conductual también nos reconcilia con
la vida.
Como muchas otras herramientas terapéuticas de fácil
aplicación, el resultado se nos hace más obvio en tanto en
cuanto se nos sirve ya en bandeja de plata; pero lo cierto es
que detrás de toda esta propuesta de actividades se
esconden años de investigaciones y análisis estadísticos. Se
sabe que todas ellas son potencialmente reforzantes para el
ser humano por el mero hecho de serlo, y se han estudiado
y comprobado los efectos satisfactorios de esas actividades
en la salud mental de las personas.
Veamos, de entre todas esas actividades que
comúnmente pueden sernos gratificantes y pueden
contribuir a que la valoración que hacemos de nuestra vida
sea mejor, cuáles puedes introducir en tu día a día. Para
actualizar y modernizar esta herramienta a los tiempos que
corren, y enriqueciéndola con todas las observaciones que
he podido hacer en consulta con mis pacientes a lo largo de
los años, he adaptado el contenido de la herramienta
original y estas son algunas de las propuestas que me
permito hacerte. Fíjate en cuáles son los momentos en los
que más necesitas un pequeño empujón anímico, y busca la
forma de cuidarte en función de las actividades que mejor
se adapten a tus intereses:
¿Qué me dices? ¿De verdad no hay nada al alcance de tu
mano para poder sentirte un poquito mejor? Ni siquiera hay
que gastar dinero en la mayor parte de las propuestas que
te he hecho. ¡Adelante! Comprométete con un día a día
¡Adelante! Comprométete con un día a día en el que
siempre puedas ser dueño de un mínimo de tiempo para ti,
una pequeña parcela invertida en ti en exclusiva o
compartida, una ocasión dedicada a la conexión con tus
emociones o al desarrollo de una actividad de esas que, al
final del día, te alegras de haber realizado.
NO RENUNCIES AL AMOR
El amor es, sin lugar a duda, el mejor broche final con el
que considero que podemos despedirnos de este profundo
viaje. No conozco mejor sensación que la de amar y sentirse
amado. El amor es seguridad, es confort, es antídoto, es
inspiración y es felicidad. Sentimos amor hacia otros, hacia
nosotros mismos, hacia quienes se marcharon, y ante todo
lo que nos ancla a la vida y nos reconcilia con el mundo. El
amor también es pasión y, como tal, puede esconder
muchas formas de perversión. Pero me refiero aquí al amor
más puro y desinteresado, ese que es AMOR con
mayúsculas, que no es caprichoso y volátil como lo es, por
ejemplo, el enamoramiento. Por lo tanto, en su sentido más
amplio, también cabe el amor por la vida, por nuestras
mascotas, por la naturaleza, por el trabajo, por nuestras
aficiones, por nuestros ideales y por nuestros recuerdos.
El amor es el más sólido de los pegamentos y garantiza
uniones íntimas y vínculos seguros. Vivimos empeñados en
encontrar la fórmula de la felicidad, sin llegar a estar muy
seguros de lo que significa ni de lo que perseguimos de
verdad, y resulta que la fórmula está delante de nuestras
narices. Lo que pasa es que no es mágica, no se prescribe
en píldoras y conlleva numerosos esfuerzos y renuncias. El
amor también se trabaja, pues desde una autoestima herida
se denomina amor a lo que realmente es necesidad. El amor
pasa por trabajarse a uno mismo, como tú acabas de hacer,
y después pasa por buscar la reciprocidad y el cuidado
mutuo, por lo que mantenerlo vivo supone no dejar de
esforzarse ni un solo día. Ya lo hemos visto, todo lo que
merece la pena conlleva un recorrido y una gran inversión.
Terminamos este viaje con el amor porque queremos
desterrar el miedo a amar. El miedo a amar por ser dañado,
engañado o traicionado. El riesgo cero no existe, tampoco
en el terreno de las pasiones. Un amigo puede
decepcionarnos, una pareja puede ser desleal y hasta un
conjunto de ideas puede generar un dolorosísimo desánimo.
Pero blindarse ante las emociones no es la solución. Ya lo
hemos visto antes: si esa no es la solución para los
problemas, ni para las emociones incómodas, no tiene
sentido que tampoco lo sea para las experiencias
gratificantes que hacen que todo valga la pena. Se sabe
mucho del poder sanador del amor, y se ha demostrado
incluso a nivel científico que los vínculos afectivos sanos y
seguros nos protegen del desarrollo de determinadas
enfermedades y hasta retrasan el inicio del envejecimiento
cerebral, como se sabe también que la calidad de nuestras
relaciones íntimas (es decir, la calidad de nuestros vínculos
de amor) correlaciona directamente con nuestros niveles de
satisfacción con la vida. Si el aislamiento y, por ende, la
soledad, representaban uno de los mayores factores de
riesgo a nivel psiquiátrico y psicológico, no es extraño
considerar que, en contraposición, el amor representa uno
de los mejores factores de protección y base imprescindible
para cultivar la resiliencia.
Es difícil leer estas palabras y sentir un mínimo de
motivación cuando la vida te ha sacudido con más de un
desengaño. Te digo que nunca es tarde para el amor, para
recuperarlo y forjarlo, y me puedes responder que sí, que la
frase es muy bonita, pero que por un oído te entra y por el
otro te sale. Por eso no quiero convencerte de nada, te
propongo en cambio que te persuadas por ti mismo, que
incluyas algunos pequeños cambios en tus actitudes ante la
vida, y reflexiones después acerca de sus consecuencias.
Porque no son consejos lo que voy a darte, sino elementos
específicos que han demostrado ser eficaces en cualquier
proceso de sanación y de reconciliación con la vida.
Hasta sentir amor depende de nosotros, porque no es
cierto que el amor nos encuentre, lo que sucede es que
podemos aprender a aprovechar las ocasiones idóneas para
cultivarlo. Y esas ocasiones se presentan cuando nosotros
mostramos las siguientes actitudes.