You are on page 1of 241

APRENDE A ESCUCHARTE

Ana Villarrubia

Aprende a escucharte
Y entenderás las sabias señales que tus
emociones
y tu mente te envían
Primera edición: abril de 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o


transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus
titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español
de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento
de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 /93 272 04 47).
© Ana Villarrubia Mendiola, 2021
© La Esfera de los Libros, S. L., 2021
Avenida de San Luis, 25
28033 Madrid
Tel. 91 296 02 00
www.esferalibros.com
ISBN: 978-84-1384-052-9
Depósito legal: M. 2.102-2021
Fotocomposición: Creative XML, S.L.
Impresión y encuadernación: CPI Blackprint
Impreso en España-Printed in Spain
ÍNDICE
Agradecimientos
Introducción. Aprende a escucharte, aprende a entenderte:
descubre por qué comprender es empezar a aliviarse
1. EL CAMBIO EMPIEZA POR TI
SÍ, CAMBIAR ES POSIBLE, Y EN GRAN MEDIDA DEPENDE DE TI
CLAVES NECESARIAS: LA FLEXIBILIDAD DE TUS IDEAS E
INTERPRETACIONES
LA RIGIDEZ, ESA GRAN ENEMIGA DE LA FELICIDAD
CAMBIA TU FORMA DE PENSAR PARA CAMBIAR TU FORMA DE SENTIR
PREPÁRATE, ESTÁS A PUNTO DE PSICOLOGIZARTE CON BUENA SALUD
ADÉNTRATE EN TU MENTE. DESCODIFICA CUÁL ES Y CÓMO SE CONFIGURA
TU MODELO MENTAL DEL MUNDO
2. TU MUNDO EMOCIONAL O CÓMO EMPEZAR A
IDENTIFICAR LAS SABIAS SEÑALES QUE LAS
EMOCIONESNOS ENVÍAN
LA VIDA ES PURA EMOCIÓN, PERO… ¿QUÉ ES UNA EMOCIÓN?
¿CÓMO APRENDER A RECONOCER, IDENTIFICAR Y NOMBRAR MIS
EMOCIONES?
NO TENGAS MIEDO A SENTIR. LAS DIFERENTES FUNCIONES DE LAS
EMOCIONES
LO QUE NOS VINCULA A LOS DEMÁS ES PURA EMOCIÓN
¿CÓMO AFECTAN LAS EMOCIONES A MI ESTADO DE ÁNIMO?
SIENTES, LUEGO EXISTES… Y NO, NO ERES BIPOLAR (NADA MÁS LEJOS DE
LA REALIDAD)
APRENDE DEL SUFRIMIENTO… TANTO COMO DE LA FELICIDAD
APRENDE A CONVIVIR CON LA TRISTEZA
¿CANALIZAS EL ESTRÉS O VIVES SIN VIVIR EN TI?
HACIÉNDOLE FRENTE A NUESTRA PRINCIPAL AMENAZA: EL MIEDO
APRENDE A TOLERAR TU FRUSTRACIÓN
APRENDE A DOMINAR TU IRA
APRENDE A SUPERAR LOS DUELOS, PERMÍTETE AVANZAR (A PESAR DEL
INMENSO DOLOR)
3. EL MUNDO COGNITIVO, INSONDABLE SOLO EN
APARIENCIA
CÓMO GOBERNAR TU MENTE Y TUS PENSAMIENTOS
¿CÓMO ESTÁ ESTRUCTURADA TU MENTE?
¿QUÉ PUEDES APRENDER DE LO QUE TE DICE TU MENTE?
APRENDE A LIBERARTE DE LAS DISTORSIONES DE TU MENTE
APRENDE A GESTIONAR ADECUADAMENTE TODAS TUS PREOCUPACIONES
APRENDE A AJUSTAR TU AUTOESTIMA: ¿CÓMO TE PIENSAS?
4. ACTÚA, MUÉVETE HACIATUS DIRECCIONES VALIOSAS
CONVIÉRTETE EN EL DUEÑO DE TUS ACTOS
DEJA DE MIRAR PARA OTRO LADO Y ASUME TUS RESPONSABILIDADES
LAS ESTRATEGIAS DE AFRONTAMIENTO: HERRAMIENTAS PARA LA VIDA
AJUSTA TU SENSIBILIDAD A LA CRÍTICA QUE VIENE DE FUERA
LA PARADOJA DE LA PSICOLOGÍA INVERSA O CÓMO PUEDES ENFRENTARTE
FÍSICAMENTE A TU ANSIEDAD, RETARLA Y VENCERLA
PREDICA CON EL EJEMPLO: UTILIZA LA PROFECÍA AUTOCUMPLIDA EN TU
PROPIO BENEFICIO
ORDENA TU VIDA: LA MOTIVACIÓN Y TU JERARQUÍA DE PRIORIDADES
EN BUSCA DEL SENTIDO DE LAS COSAS
EL UNIVERSO DE LAS RELACIONES SOCIALES, FUENTE DE VIDA, PERO
TAMBIÉN DE TORMENTO: APRENDE A RELACIONARTE MÁS Y MEJOR
APRENDE A TOMAR DECISIONES
LA ÓPTIMA GESTIÓN DE UNA CRISIS O CÓMO VISLUMBRAR UNA MÍNIMA
OPORTUNIDAD
ACTÍVATE… Y DISFRUTA
NO RENUNCIES AL AMOR
5. PRÓXIMA ESTACIÓN: ESPERANZA, FINAL DEL
TRAYECTO
¿CON QUÉ RECUERDOS Y APRENDIZAJES TE QUEDAS DE TODO ESTE
VIAJE?
EL PLANO DEL CAMBIO PSICOLÓGICO: SÉ FLEXIBLE Y APRENDE A
ESCUCHARTE
A mi familia y todos los míos, sinónimos
de equilibrio y vida.
A los tres sabios e incondicionales hombres
de mi vida.
A mamá, de insondable psicología, por tu elegante
y constante apoyo, je t’aime.
Agradecimientos

Gracias, con orgullo, a las psicólogas más leales, honestas


y profesionales que he conocido, Nuria, Alba, Gloria y
Marga, por tantas ideas, horas de análisis y disertaciones; y
a todos los que conformáis el equipo Aprende a Escucharte:
precisamente porque nunca os olvidáis de cuidarme, puedo
involucrarme en aventuras como esta.
Y gracias, también, a mi editora, Mónica Liberman, porque
este proyecto es casi más tuyo que mío.
Introducción.
Aprende a escucharte, aprende a
entenderte:
descubre por qué comprender es empezar
a aliviarse

Nos pasamos la vida entera echando la vista atrás,


maldiciendo lo que ya no podemos cambiar o añorando lo
que jamás podremos revivir; o proyectándonos hacia el
futuro, anticipando dificultades y temiéndonos lo peor.
Nuestra mente divaga, muchas veces, sin rumbo, y se atora
a la hora de hacerse cargo de lo que verdaderamente es
importante, de lo que sí que está en nuestra mano
gestionar, de aquello de lo que podríamos ocuparnos con
eficacia y en tiempo real.
Se da la paradoja de que encontramos, tanto en la
nostalgia por el pasado como en la ansiedad por el futuro,
una especie de falso cobijo: como si al repasar una y otra
vez la historia de nuestros anhelos pudiésemos cambiar el
curso de los acontecimientos; como si colocándonos en la
incertidumbre del futuro nos preparásemos para afrontarlo.
Nada más lejos de la realidad: instalados en el pasado no
hacemos más que lamernos peligrosa y lastimosamente las
heridas, del mismo modo que la intranquilidad acerca de lo
que está por llegar nos preocupa hasta el bloqueo y la
extenuación. Y todo ello en lugar de mantenernos activos y
resolutivos. Una verdadera lástima y una pérdida de tiempo
porque, además, suele ocurrir que, cuando tomamos
conciencia de ello, ha transcurrido ya un trecho de nuestra
vida, y el lamento por haber perdido el tiempo se nos hace
ingobernable.
Nos ocurre que, mientras divagamos en una dimensión de
tiempo imaginaria, nos perdemos el presente. No somos
tontos, ni vagos, ni irresponsables, pero sí temerosos (por
aprendizaje, aunque casi creemos que es por naturaleza).
Tendemos a ser autoprotectores y autodefensivos, nos
preocupa lo que nos pueda pasar y tratamos de ponernos la
tirita antes de que se aviste la herida. Las personas
buscamos la autoprotección inmediata, incluso cuando esta
supone una condena de futuro. Pero, claro está, la
inmediatez parece que siempre proporciona mayor
seguridad, aunque sea solo a través de la ilusión.
Y, asimismo, por qué no decirlo, las personas somos
excesivamente cortoplacistas. Existe un cierto alivio,
frívolamente superfluo, en ese mecanismo de desconexión
del presente: sufrimos, cierto, pero al mismo tiempo nos
olvidamos de lo que aquí y ahora nos debería ocupar,
evitamos el mal trago de mirar de frente a los problemas y
encarar los conflictos que —con mucho esfuerzo y coste
personal— aún podríamos estar resolviendo; nos
desprendemos de la dura responsabilidad que todo proceso
de toma de decisiones implica. Nos olvidamos, en definitiva,
de hacernos cargo de lo que verdaderamente podemos
gestionar y, lo que es mejor, nos desviamos de aquello que
podríamos resolver de una manera o de otra, aun con
mucho esfuerzo por nuestra parte. Lamentarse es duro,
pero más duro es ponerse a trabajar y exponerse a cometer
esos posibles errores que asociamos al fracaso. Más duro es
hacernos cargo de lo que no funciona; y comprometernos
con un cambio que, aunque sabemos que es necesario, no
garantiza que no nos volvamos a equivocar de nuevo.
Cuesta mucho asumir algunos riesgos y algunas
responsabilidades, y llega un momento en el que, sin saber
muy bien cómo ni por qué, resulta que nos hemos alejado
demasiado de nosotros mismos. Nos damos cuenta de
repente, aunque no ha sucedido abruptamente. Mucho de lo
que proviene de nuestra mente y de nuestras emociones
provoca confusión o susto, y tendemos a evitarlo. Sin
embargo, has de saber que perseverar en esta huida hacia
adelante solo puede empeorar aún más las cosas.
La gestión útil y adaptativa de nuestra vida y de nuestras
emociones y la consecución de nuestros logros no puede
quedar a expensas del azar o de elementos externos, sino
que debe depender de nosotros al máximo nivel posible. Por
eso, en lugar de seguir mirando en otras direcciones, ¿no
merece mucho más la pena detenernos para cambiar de
rumbo de una vez por todas y caminar, al fin, en el sentido
deseado?
Te propongo parar, sí, para que puedas aprender a
escucharte, sin miedo a airear los trapos sucios. Parar para
resolver, para hacernos cargo de todo, para ser eficaces y
obtener con ello la mejor contrapartida que pueda
concebirse: la certeza auténtica y genuina de haber tomado
las riendas de nuestro propio devenir, la sensación de estar
«yo mismo» en la sala de control de «mi propia vida». Parar
para mirar hacia dentro, para aprender a descifrar las
señales que nuestras emociones nos proporcionan pero que,
hasta el momento, no hemos sabido identificar o hemos
entendido de forma equivocada. Parar para no huir, para
aprender a escucharnos, para aprender a interpretarnos, y
poder así llegar a gestionar nuestra vida de modo que se
nos haga un poco más cómoda y llevadera. Como poco, que
se nos haga menos cuesta arriba. Este libro, como la
música, no pretende otra cosa que guiarte en el
descubrimiento de tu psiquismo y de tu mundo emocional,
para que puedas ponerte delante de tus emociones y
atenderlas convenientemente y como se merecen.
1.
EL CAMBIO EMPIEZA POR TI

No es verdad que todo esté en nuestra mano, y no todo es


susceptible de cambio; pero lo que sí es cierto es que
cualquier tipo de transformación que anheles forma parte
de ti, de tu toma de conciencia, de tu proceso de análisis e
identificación y de tu firme decisión.
El sufrimiento es parte intrínseca de nuestra existencia,
pero el sufrimiento fútil e innecesario nos consume y nos
deja descolocados, noqueados o desnortados. Los
padecimientos superfluos exprimen nuestros recursos hasta
que, llegado el momento en el que deberíamos poder
desplegar esos recursos, o bien no tenemos fuerzas para
hacerlo o bien no recordamos siquiera cómo se hacía.
Todo —o casi todo, ya lo veremos— lo que necesitas para
coger el timón de tu vida y dirigirte hacia donde más te
conviene está en ti: las indicaciones que más seguridad te
proporcionan, esa guía que a veces ansías y todos los
elementos que te indican qué camino seguir cuando las
cosas se tuercen o se te atascan. Soy bien consciente de
que hay limitaciones, consciente de que muchas veces eso
que se tuerce es algo que no tenemos más remedio que
aceptar, por muy tremendo que sea. Pero, incluso en tales
circunstancias, casi siempre dispones de cierto margen de
acción, por mínimo que sea. Hasta la aceptación conlleva un
proceso activo por nuestra parte, de lo contrario
hablaríamos simplemente de resignación.
Por todo ello, vamos a partir de la siguiente premisa:
tienes mucha más capacidad de gestión de la que crees.
Gestionar es un gran verbo, apúntatelo. Hay muchos
recursos a tu alcance, muchas herramientas para gestionar
la vida dependen de ti para ser utilizadas con éxito, pero
has de poder identificarlas, entrenarlas y escoger
debidamente cada una de ellas. Porque, en el fondo, todas
tus necesidades (seas consciente o no de todas ellas) se
expresan, de un modo u otro, a través de tus pensamientos,
de tus emociones y sensaciones, y del conjunto de tus
percepciones. Fuera puedes encontrar desde consuelo y
desahogo hasta distracción y diversión, pasando por el
apoyo y la compañía que solo otras personas pueden
brindarnos. Fuera puedes (y, a veces, hasta debes)
compartirlo todo. Pero no confundas la búsqueda de apoyo
con la dependencia o la falta de autonomía: no necesitas de
ningún gurú que guíe tu vida, no te hace falta más que
permitirte un alto en el camino, detenerte para mirar hacia
dentro y aprender por ti mismo lo que antes no te han
enseñado, aprender a identificar lo que ves, lo que sientes y
lo que deseas, para después manejarlo como mejor te
convenga o como más sano resulte. Pese a lo fundamental
que es, no nos han enseñado a hacer esto desde pequeños,
en el colegio incluso; por desgracia, nadie se ha detenido a
darnos las pautas para saber cómo podemos o debemos
escucharnos a nosotros mismos. Por esto recurrimos a la
psicología, que es la ciencia que nos proporciona las
herramientas adecuadas para analizar y comprender
nuestro comportamiento y el de los demás, para analizar y
gestionar todos nuestros procesos mentales y el resonar de
nuestras emociones, para escuchar lo que somos y lo que
significamos. La psicología nos brinda el marco explicativo y
nos descifra las claves para que, después, nosotros
asumamos el protagonismo.

SÍ, CAMBIAR ES POSIBLE, Y EN GRAN MEDIDA DEPENDE DE TI


En gran medida depende de ti, aunque no
completamente, como ya apuntábamos antes. Tampoco nos
engañemos ingenuamente ni pequemos de exceso de
ambición en el dominio de todo lo que nos acontece, hay
variables que escapan a nuestro control y factores que
están supeditados a otros. Cuidado con caer en la cantinela
de la mal llamada o mal entendida «psicología positiva».
Cambiar es posible, sentirse mejor es posible, estar a gusto
con uno mismo es posible, y conseguir que nos pasen cosas
buenas —de esas que tanto deseamos— es posible. Pero no
estamos en disposición de gestionarlo todo y hay muchas
variables ambientales con las que es necesario lidiar.
Lo complicado de asumir en este complejo puzle de
variables es que, en no pocas ocasiones, el cambio pasa por
la aceptación. De hecho, en algunas circunstancias el
cambio en sí mismo pasa exclusivamente por ahí: basta con
comprender y aceptar, porque ya con ello disponemos de un
nuevo enfoque interpretativo más adaptativo, reconociendo
que no podemos ir más allá, especialmente en esas
ocasiones en las que tratar de hacerlo supone una eterna
condena a la insatisfacción y la frustración. Hay veces en la
vida en las que no importa la fuerza o la actitud que se le
ponga a las cosas, parece que no hay manera, algunas
variables objetivas nos limitan. Sin embargo, no es menos
cierto que, incluso en esas circunstancias, no estamos
exentos de hacer nuestro trabajo personal o interior, no
estamos exentos de hacer, al menos, nuestra parte; y por
ello, aun en condiciones muy desfavorables, podemos
trabajar en la aceptación antes que en la resignación —que
no son exactamente sinónimos, pues mientras que el
primero es un proceso activo, el segundo es más bien
pasivo—, sabiendo que eso suele conllevar la proyección y
el logro de objetivos menos ambiciosos.
Puedes sentirte mejor, puedes tenerte en mejor estima,
puedes gestionar mejor tus relaciones con los demás y
puedes sobrellevar mejor el estrés y administrar mejor las
cargas de trabajo y de responsabilidades que te asaltan
cada día. Todo eso es posible, no te hago una promesa
vacía. Es, en general, la respuesta que le doy a mis
pacientes cuando me preguntan si lo suyo tiene solución, si
pueden cambiar, y si alguna vez podrán funcionar de
manera distinta a como lo han venido haciendo a lo largo de
los últimos años. No existe tal garantía de solución al cien
por cien, pero sí tenemos por delante un recorrido de
mejora, de sanación y de reaprendizaje.
Y todo ello es factible si te lo propones activamente, si
asumes un papel de responsabilidad en ello, si te esfuerzas
por conseguirlo, si escuchas lo que tus emociones te indican
—en lugar de huir de ellas—, si procuras adoptar una visión
alternativa acerca de lo que te sucede, si pones atención a
la forma en la que te comportas cada día en distintas
situaciones y circunstancias. Resolver lo que nos lastra es,
por lo tanto, un objetivo que solo se consigue con humildad
y perseverancia.
Si yo no te estoy engañando, no lo hagas tú tampoco: las
cosas no pasan solas. El tiempo sí pasa, eso es verdad, y lo
hace además de manera inexorable, pero, por sí solo, no
cura nada, y los éxitos no llueven del cielo. No es el tiempo
el que cura las heridas, sino lo que tú haces para iniciar,
facilitar y potenciar ese objetivo, mientras el tiempo sigue
pasando. Como tampoco una medicación, por sí sola,
resuelve todos tus problemas. Llegado el caso, los
psicofármacos pueden ser necesarios, pero su impacto es y
debe ser transitorio, una mera válvula de oxígeno para
aliviar la angustia aquí y ahora, una ventana abierta hoy,
para ganarle al tiempo algo de margen, para inhalar algo de
aire mientras, en paralelo, tú te sigues encargando de
trabajarte y protegerte mañana.

CLAVES NECESARIAS: LA FLEXIBILIDAD DE TUS IDEAS E INTERPRETACIONES


Es necesario tomar perspectiva y flexibilizar tu punto de
vista para entender de manera distinta y actuar también de
manera diferente. Sí, ya sé, puedes estar pensando que, en
el plano racional, todos somos capaces de entender esta
premisa básica, pero luego hay que saber cómo remangarse
y aplicarlo de verdad. «Si la teoría me la sé —me dicen
algunos pacientes—, pero luego no me la aplico». ¿Cómo es
esto posible?
Pues, reconozcámoslo, a la hora de la verdad, nos fastidia
tener que hacer esfuerzos y tener que modificar el modo en
el que reaccionamos ante determinadas situaciones o nos
parece injusto tener que dedicar nuestra energía a tratar de
comprender a los demás cuando estamos convencidos de
que son ellos quienes se equivocan. Nos fastidia asimismo
tener que cambiar nuestra forma de proceder y, sobre todo,
nos resistimos a asumir un punto de vista distinto del que
hasta el momento hemos considerado único, válido y
adecuado. Ya sabes, lo malo conocido. Asusta desprenderse
de esas certezas que, honestamente, no nos venían bien;
pero de un modo u otro nos hacían sentir seguros,
instalados en nuestra parcela de convencimiento.
La falsa protección de nuestras rigideces.
El caso de Bea
Hablando con Bea, una paciente que había perdido a uno de sus abuelos de
forma totalmente inesperada, la insté a que compartiera con su propia familia
todas las emociones que albergaba. El fallecimiento se había producido en plena
crisis sanitaria por la COVID-19 y no había podido participar en una despedida ni
organizar los ritos funerarios. Un verdadero fastidio por cuanto sabemos acerca
de cómo el ser humano elabora la pérdida… Eso sí, por suerte, Bea pertenecía a
una familia pequeña pero muy bien avenida, y en ese momento estaban
pasando el confinamiento todos juntos, al menos, se tenían los unos a los otros.
La relación con el abuelo fallecido no había sido precisamente estrecha en los
últimos años, y esto le hacía tener que enfrentarse al desasosiego, al reproche,
a la culpa y al tremendo poder persecutorio que tiene, tras la muerte, todo lo
que no se resolvió en vida. Demasiadas heridas abiertas en la familia,
demasiadas interpretaciones sesgadas a lo largo de demasiados años, y
demasiado dolor como para abordar esta cuestión con sus padres, a pesar de lo
mucho que ella parecía necesitar ese acto de compartir, esa puesta en orden de
sus ideas. En su familia no se hablaba de los problemas de familia: todos
lidiaban con el dolor en silencio, y Bea estaba segura de que iba a tener que
convivir con todo ello de por vida, como si de un tabú insalvable se tratase.
Me acordé de sus hermanos, un chico dos años menor que ella y una chica a
la que le llevaba cuatro años. Con ellos sí podía ser factible hacer ese ejercicio
terapéutico sin dañar a un tercero: afrontar lo que no se resolvió en vida, hablar
de ello, elaborarlo y acabar integrándolo sin culpas ni reproches. Ellos podían
necesitarlo también y un hermano es siempre un igual a estos efectos. Le
pareció una buena idea y se decidió a compartir con ellos todos esos
pensamientos, esos reproches al aire, esos conflictos no resueltos y todo el dolor
atropellado que tantas emociones encontradas despertaban en ella. Le costó
mucho, pero confió en la propuesta que le hice, pensó que, sobre el papel, tenía
todo el sentido del mundo; me dio ese voto de confianza, aunque estaba segura
de que sus hermanos no iban a acompañarla y pensaba que se iba a dar de
bruces contra una pared. Por otro lado, siendo Bea también psicóloga de
profesión, excelentemente formada, no tuve que darle excesivas pautas para
hacerlo.
¿Cuál fue el resultado? Vivió en primera persona el devastador efecto de la
rigidez, de esa visión en bucle que no te deja contemplar otra realidad que la
que ya has configurado previamente. Para empezar, se encontró a dos
hermanos extraordinariamente abiertos a ese ejercicio compartido de expresión
emocional, cuando no era esto en absoluto previsible desde su punto de vista. Y,
para terminar, descubrió en ellos una visión radicalmente opuesta a la suya.
Ninguno de los dos había percibido tanta tirantez en la relación con el abuelo, ni
había sentido las cosas del mismo modo, ellos no se habían sentido ni
ofendidos, ni descuidados… Ella, en cambio, como hermana mayor y a modo de
agravio comparativo, había pasado muchos años muy dolida con él. Es como si
sus hermanos hubiesen tenido un abuelo diferente al de Bea, si bien, de manera
objetiva, los términos de la relación no habían diferido en nada entre unos
hermanos y otros: las visitas del abuelo a Madrid habían sido las mismas, las
llamadas también, los contactos prácticamente idénticos.
«Menuda cura de humildad», me dijo. Experimentó en sus propias carnes,
sorprendida, cómo le nacía enfadarse con sus hermanos, cómo sentía incluso
que estaban equivocados y que o la tomaban por loca o los locos eran ellos.
Ninguno de sus dos hermanos trató de atacarla en ningún momento, más bien
al contrario; pero ella no podía procesar aquella información: «El abuelo nos
quería, era un poco aventurero y pasota, pero eso era parte de su forma de ser,
no significaba que pasara de nosotros».
Bea cayó en la cuenta y supo contenerse, supo identificar lo que pasaba: era
ella misma enfrentándose a sus propias rigideces, a sus estereotipos, a sus
distorsiones, a sus inseguridades, a los mensajes que había interiorizado desde
el discurso de otros. Había hecho suyos, desde muy pequeña, los problemas de
su padre con su abuelo, a raíz de escuchar cientos de veces las mismas historias
cargadas de resentimiento. En definitiva: era Bea sufriendo y enfrentándose a la
realidad que había construido y que, si bien no le era grata, era la suya, aquella
en la que había creído y que le había dotado de razones a lo largo de toda su
existencia.
LA RIGIDEZ, ESA GRAN ENEMIGA DE LA FELICIDAD
Nos proporciona una falsa sensación de seguridad porque
nos hace creer que controlamos todo cuanto sucede a
nuestro alrededor y, en un primer momento —pero ojo, solo
en apariencia—, es cierto que la rigidez amortigua el
impacto desestabilizador de la incertidumbre. La
flexibilidad, sin embargo, es la clave del cambio, de la
autosuperación y de la transformación personal.
Pero, claro, para ser flexible en nuestros juicios hace falta
alcanzar un óptimo grado de equilibrio psicológico. La
flexibilidad requiere de seguridad en uno mismo, de cierto
grado de bienestar emocional, de una ajustada autoestima,
de empatía, de autenticidad, de habilidades de
comunicación sanas, de cierta capacidad para resolver
conflictos de manera eficaz, un buen manejo de estrategias
de afrontamiento adaptativas, de disponer de herramientas
para identificar, canalizar y vehiculizar emociones y
sentimientos, de habilidades para resolver problemas, de la
construcción de un proyecto de vida con horizontes
esperanzadores, etc. ¡La de recursos personales que es
necesario movilizar para cultivar la flexibilidad!
Y, también, por qué no decirlo, la flexibilidad precisa de
una buena dosis de humildad.

CAMBIA TU FORMA DE PENSAR PARA CAMBIAR TU FORMA DE SENTIR


No puedo por menos que mencionar esta premisa básica
en psicología. Es posible que sea una cantinela que ya te
resulte algo familiar y, si es así, me alegro. A poco que
hayas tenido contacto con un psicólogo o que te hayas
interesado por la comprensión de tu comportamiento o del
de los demás, seguro que no te es ajena la premisa de
Epicteto, el gran filósofo estoico que predicaba la no
preocupación y el comportamiento ético como mejor
medicina frente al malestar emocional. Su máxima basada
en que no son los acontecimientos en sí mismos los que nos
alteran, sino que lo que nos perturba es nuestra particular
forma de interpretarlos es, a mi modo de entender la vida y
mi profesión, el punto de partida de todo trabajo interno, de
todo recorrido terapéutico. Es el principio del cambio y el
fundamento de cualquier proceso de construcción o de
crecimiento personal. Pero no caigamos sin querer en el
simplismo.
La realidad impacta en tu psiquismo, pero no lo hace de
forma directa, sino a través de la enorme multitud de filtros
de los que tu mente y tu organismo —en constante
dinamismo— disponen, a modo de mediación con el
exterior. Esos filtros actúan como un tamiz: reciben todo
cuanto sucede a tu alrededor y modulan la forma en la que
tú percibes e interpretas. Te repetirás más adelante este
mantra, cuando sea necesario: no nos afecta lo que nos
sucede, sino lo que nos contamos a nosotros mismos acerca
de lo que nos sucede. Es decir, que no somos seres pasivos
a merced de lo que el destino nos quiera deparar, sino que
podemos (y debemos) ejercer un rol activo en la gestión de
todo cuanto nos sucede y podemos, de algún modo,
moldear el curso de los acontecimientos y las huellas
emocionales que nos van dejando.
¿Y quién construye ese relato? Lo construyes tú, pero con
limitaciones, pues no es el resultado directo ni de tu
voluntad ni de tu actividad mental consciente. Una vez
aprendes a escuchar todo lo que te llegaba silenciado,
también estás mucho más preparado para reescribir ese
relato. En un sinfín de ocasiones la narrativa de tu vida
viene influida por multitud de factores que desconoces o
cuyo mecanismo de funcionamiento se ha activado en modo
automático. En ese desconocimiento residen tu falta de
control sobre parte del contenido de tu mente y tu dificultad
para alejarte de algunas emociones dolorosas o incómodas
en las que has quedado anclado o tu incapacidad para
adaptarte a determinadas situaciones o cambios. En el caso
de Bea, ella no había conocido libremente a su abuelo, lo
había hecho a través de los ojos de su padre. La pizarra en
blanco pronto hizo suyo el relato de otro, y ese relato se
convirtió en filtro interpretativo de todo lo que, más
adelante y a lo largo de toda una vida, recibiría
directamente de parte de su abuelo.
Merece la pena, y mucho, gestionar adaptativamente esas
interpretaciones, desvelar esos automatismos, identificar y
canalizar constructivamente esas emociones y ampliar ese
abanico de recursos con los cuales respondemos ante todo
lo que nos depara el mundo. Para ello necesitamos nada
más y nada menos que lo siguiente: algo de tiempo, una
mirada comprensiva y cuidadosa hacia el interior y algún
que otro entrenamiento sobre el terreno.
En definitiva, aprender a escucharte: entender el modo en
el que sientes y piensas, entender el porqué de tus
actitudes y desde qué esquemas más o menos
inconscientes estás filtrando la realidad, y comprender
también cómo esos esquemas a menudo te dañan
inútilmente. Pongámonos a ello.

PREPÁRATE, ESTÁS A PUNTO DE PSICOLOGIZARTE CON BUENA SALUD


Psicologízate. Permíteme el palabro, y veamos por qué es
tan pertinente. Según la RAE, psicologizar es el acto de
explicar o tratar algo o a alguien en términos psicológicos.
Pese a lo técnico de su significado, parece que en la vida
real eso de psicologizar es sinónimo de cotillear, criticar y
chismorrear morbosamente acerca del vecino como deporte
nacional. Nos fijamos en el comportamiento de los demás
antes que en el nuestro, y lo hacemos con vistas a
catalogarle, encasillarle o, cuando menos, evaluarle
juiciosamente. Basta que alguien haga algo que llame
nuestra atención o que sea digno de mención para que nos
pongamos todos la bata blanca de médico y analicemos su
comportamiento —sin escatimar en calificativos— como si
fuésemos los mismísimos presidentes de la asociación de
psicología y psiquiatría más prestigiosa del universo. Nos
puede costar llegar a gestionar algunas de nuestras
emociones más básicas, como la tristeza o el enfado, pero
cuando se trata de elucubrar acerca del comportamiento de
los demás, evaluar la personalidad de otros y etiquetarles
resulta que todos somos discípulos de Freud y tenemos un
máster en psicología clínica.
Pues bien, el viaje que yo te propongo empieza por uno
mismo. Vamos a dejarnos de tildar al vecino del quinto de
narcisista cuando presume de coche nuevo, a nuestro jefe
de psicópata cuando nos reprueba sin compasión y a
nuestra amiga de la infancia como bipolar porque resulta
que tiene el ánimo cambiante. No sé si tienes razón o no,
quizá en alguna de ellas aciertes (ya sabes, efecto del azar),
pero no hay nada más errado que utilizar términos clínicos
en el lenguaje coloquial, nada más feo que juzgar la
personalidad de los demás basándose en hechos o
reacciones aislados y nada más peligroso que un prejuicio
camuflado.
Psicologicémonos y hagamos el esfuerzo riguroso de mirar
hacia dentro, de identificar nuestros esquemas, de
reconocer nuestros propios filtros, de entender cómo,
cuándo y por qué los hemos construido y, sobre todo,
procuremos modificarlos o ajustarlos cuando resulta que no
nos estén permitiendo comportarnos de manera adaptativa
o cuando nos demos cuenta de que solo nos empujan a
hacernos mala sangre.
Veamos: ¿cuáles son las premisas que guían tu
comportamiento? ¿Cuáles son los dogmas familiares que
marcan tus estándares de excelencia? ¿Cuál es el origen de
tus frustraciones y de tus complejos? ¿Qué experiencias de
vida han dejado una huella imborrable en tu psiquismo y
aún hoy en día determinan muchas de las decisiones que
tomas? ¿Qué ideas están en la base y en la antesala de tus
pensamientos e interpretaciones más automáticas? ¿Qué
cosas son las que das por sentadas sin darte siquiera
cuenta de ello? ¿Qué se esconde detrás de tus emociones?
Te garantizo que este proceso no te va a dejar indiferente
y va a modificar —confío en que para siempre— la forma en
la que te miras, el modo en que te percibes, así como la
forma en la que te conduces por el mundo y la mirada con
la que juzgas a los demás.

ADÉNTRATE EN TU MENTE. DESCODIFICA CUÁL ES Y CÓMO SE CONFIGURA TU


MODELO MENTAL DEL MUNDO

Familiarízate con el itinerario básico de este viaje que


estás a punto de emprender, veamos cuál es el hilo
conductor en este proceso de autoconocimiento y
transformación personal y tengamos clara la potencia
transversal de la autoescucha activa. Este es el punto de
partida: descifrar cómo se configura el modelo que sobre el
mundo hemos construido, ese que damos por sentado y con
el que cada día salimos a la calle y nos relacionamos con los
demás, esas premisas mentales con las que interpretamos
todo cuanto sucede a nuestro alrededor, las bases de
nuestro entendimiento.
Veamos, desde lo más profundo de tu mente hasta su
capa más superficial, cómo se ha ido construyendo tu
concepto del mundo.
La estación fantasma o nuestro viaje al centro de tu
personalidad: tus esquemas más nucleares y rígidos
Todos disponemos de estructuras de pensamiento
relativamente estables, eso a lo que los psicólogos
cognitivos, con Aaron Temkin Beck a la cabeza, se referían
como «esquemas cognitivos». Los esquemas están en la
misma base de nuestra forma de ser y estar en el mundo,
orientan nuestras interpretaciones sobre todo lo que nos
rodea, así como los procesos afectivos que resultan de ellas.
Son el núcleo fundamental de nuestra forma de entender el
mundo, la base sobre la que se asientan nuestras actitudes
ante la vida. Pese a su tremenda importancia, lo cierto es
que su influencia suele permanecer inconsciente, por lo que
desvelarlos se convierte en un reto psicológico apasionante.
Desvelarlos ayuda mucho entender cómo son y cómo nos
influyen esas premisas básicas que siempre llevamos
encima; unos filtros que se han instalado cómodamente en
lo más recóndito de nuestra conciencia y sin los cuales
nunca salimos de casa. Lo más interesante de todo es que
esos esquemas son tan viejos como nosotros mismos,
además de que también llevan impregnadas muchas de las
ideas, de los mensajes o de los dogmas que han reinado
sobre nuestros ancestros, nuestros padres y en todas
aquellas figuras de referencia que han formado parte de
nuestra educación.
Los esquemas nucleares de nuestra personalidad cumplen
la contradictoria dualidad de ser herencias aprendidas. Lo
de «hereditario» por cuanta información contienen acerca
de nuestro pasado genealógico y de las experiencias de
nuestros padres y demás familiares ascendentes, y lo de
«aprendido» por el modo en el que adquirimos esos
esquemas y los hacemos nuestros. No nacemos con ellos,
sino que los construimos en constante interacción con el
mundo. Empezamos a construir estas corrientes de
pensamiento básicas desde nuestra más tierna infancia,
casi desde el mismo momento en que llegamos a este
mundo, y son el resultado de una curiosa y compleja
combinación de elementos: una base de disposición innata,
una constante relación con el ambiente en el que nos toca
vivir y mucha influencia de las experiencias significativas
que nos van marcando desde las etapas más tempranas de
nuestro desarrollo.
Si tuviéramos que dar forma a estos esquemas, si
tuviéramos que ponerlos en voz alta, es posible que hasta
nos costara reconocerlos como propios.
Por ejemplo, para poder ilustrar estos conceptos estoy
pensando en Javier, un paciente que acudió a consulta por
problemas de relación en casa, tanto con su mujer como
con sus hijas. Ellas le describían como un machista
empedernido y él no se identificaba con esa etiqueta en
absoluto. Le parecía insultante y denigrante, ser machista
era algo inconcebible en el siglo XXI y predicaba
abiertamente que consideraba a mujeres y hombres por
igual. Sin embargo, sus actitudes y sus gestos molestaban
—y mucho— a su alrededor, y no parecían bailar al son de
esa proclamada igualdad. Racionalmente no se daba cuenta
de ello, no se guiaba por ningún prejuicio consciente, pero sí
que nos dimos cuenta, buceando en su historia de vida, en
sus figuras de apego y en sus primeros modelos de relación
social, que había aprendido que «la mujer es más débil que
el hombre», que «hay tareas de las que es mejor que se
encargue el hombre», y que «es necesario protegerla a ella
de los peligros de los que él sí puede protegerse por sí
solo». De nada de esto era consciente, nada de esto querría
haberlo defendido en público, pero era lo que había
aprendido y era también aquello que, en no pocas
ocasiones, había determinado sus actitudes, sus
comportamientos y sus decisiones.

Siguiente estación, el intercambiador: tus creencias,


suposiciones y actitudes intermedias… ¿Cómo se
expresa esa personalidad?
¿Cómo puede ser que Javier se guiase por una serie de
esquemas de los que no era consciente y que no tenía
intención de hacer explícitamente suyos? Para entenderlo
hemos de seguir mirando hacia dentro, analizándonos y
escuchándonos. Esas ideas nucleares son tan inconscientes
como rígidas. Precisamente porque no accedemos a ellas,
sino que las damos por sentadas, y con el paso del tiempo
casi parece que han dejado de ser moldeables. Además,
guían muchas de nuestras decisiones y de nuestros
comportamientos, lo que significa que también las vamos
reforzando a cada paso. Para poder luchar contra una
actitud anclada en esquemas profundos hemos de poder
determinar de dónde proviene, tenemos que poder aislarla y
extraerla para discutirla, desmontarla, reconstruirla. Aquello
que damos por sentado simplemente nos guía sin que nos
planteemos siquiera que un cambio es posible.
Por eso fueron las actitudes que la mujer y las hijas de
Javier habían detectado en él las que dieron la voz de
alarma. Él no se concebía a sí mismo de ninguna manera
peyorativa, es más, se consideraba un hombre abierto,
tolerante y perfectamente defensor de la igualdad. Pero sí
que se reconocía en las siguientes escenas: recordaba
haber defendido que tenía más sentido que fuera su mujer
(arquitecta de profesión, al igual que él, por cierto) quien se
quedara en casa a criar a los niños cuando nació su tercer
hijo, recordaba haber impuesto normas y horarios diferentes
de salidas y llegadas a casa a sus hijas en relación con su
hijo, rememoró haber compartido más actividades con su
hijo varón que con sus hijas y haber enseñado a conducir a
uno y no haberse planteado siquiera hacer lo mismo con
ellas, sí era consciente de haber depositado más
expectativas en cuanto a carrera académica y aspiraciones
económicas en su hijo que en sus hijas, fue capaz de
reconocer que nunca había exigido a su hijo hacer tareas en
casa mientras que a ellas sí… Y un largo etcétera de
agravios comparativos que se habían ido sucediendo con
naturalidad, sin reconocerlos como tales. Todas estas
realidades fueron desveladas y evidenciadas en el momento
de acudir a terapia, desde el trabajo terapéutico realizado,
pero Javier no se había percatado hasta el momento. Javier,
de hecho, no era un mal tipo, ni mucho menos, quería a sus
tres hijos por igual y no se había dado cuenta de centenares
de pequeñas actitudes que, en su conjunto, resultaban
ofensivas pero que, sin la debida perspectiva, pasan
desapercibidas y hasta justificadas de forma aislada.
El proceso que acabamos de describir es el resultado de
toda una serie de supuestos que se derivan de los
esquemas nucleares, que muchas veces también
permanecen implícitos, aunque son más fácilmente
reconocibles, y a los que, si tuviésemos que dar forma
dialéctica, adoptarían la siguiente estructura: «Si tal…
Entonces cual…». Por ejemplo: «Si María sale esta noche
puede pasarle algo, si una chica va sola por la calle está
más desprotegida que un chico, si es chico sabrá
desenvolverse mejor, si es chico entonces deberá tener un
buen trabajo y ganar suficiente dinero para cuidar de su
familia, etc.». Tal es el efecto pernicioso de esos esquemas
básicos que nos conducen a distintos planteamientos de
vida que quizá atentan contra nuestros valores pero que no
encierran maldad alguna, ni siquiera tienen por qué reflejar
nuestras intenciones racionales porque, sencillamente, los
hemos asumido sin darnos cuenta y sin rechistar.

Salida de la estación: tus comportamientos y


reacciones más automáticas… ¿Cómo se expresa ese
modelo mental en tu día a día?
Desde aquí, la contradicción está servida. Javier no quería
darles un trato diferente a sus hijas con respecto a su hijo,
pero de facto lo hacía. Al final, las decisiones que tomamos
vienen determinadas por nuestra forma de interpretar el
mundo tanto a nivel profundo (profundo sí, pero ya no
insondable) como a nivel más básico y automático.
Cualquier situación que se nos ponga delante puede activar
todos esos supuestos de los que hemos hablado, y derivar
en pensamientos, comportamientos y actitudes
aparentemente contradictorios con nuestra identidad o,
mejor dicho, con nuestra identidad ideal, con la identidad
que conscientemente queremos que nos caracterice, con
aquella de la que querríamos presumir y que querríamos
proyectar con cierto orgullo hacia el exterior. Pero, como en
el caso de Javier, todos presentamos disonancias en este
sentido.
Nuestro cerebro tiene demasiadas cosas que hacer,
demasiada información que atender y demasiados
estímulos que filtrar como para detenerse a hacer una
disertación profunda ante cada situación cotidiana. Se
nutre, por lo tanto, de esos esquemas para ir tomando
decisiones con rapidez y agilidad. Por eso Javier no se
consideraba machista, pero, en un momento dado, podía
haber pensado (e incluso dicho) a su mujer cosas como:
«Tengo cosas más importantes que hacer como para estar
de niñera» o podía haber llegado a darle a una de sus hijas
el siguiente consejo: «Esa carrera no es para ti, mejor
dedícate a algo menos técnico».
De esta manera, aquellas creencias que eran arcaicas van
subiendo hacia la superficie, se transforman en supuestos
esenciales y se manifiestan en el día a día de manera
fascinantemente automática. Van guiando nuestra conducta
interpersonal, es decir, van marcando la forma en la que
nos relacionamos con los demás y con el mundo y, por
consiguiente, también van conformando nuestro mundo
interpretativo y emocional.
El modo en el que nos sentimos depende de cómo
interpretemos lo que sucede a nuestro alrededor, pero
también de cómo vayamos valorando nuestro propio
comportamiento en interacción con el mundo. ¡Y ahí es
donde se detectan las inconsistencias entre lo que creemos
o queremos ser y cómo verdaderamente nos comportamos!
La desazón está servida.
De ahí la tremenda importancia de aprender a
escucharse, porque solo desde este ejercicio de trabajo
personal podemos descubrir las incoherencias que nos
frustran sin que fuésemos conscientes de dónde provenía
esa frustración, y las conductas que nos lastraban sin que
supiésemos siquiera que nos habíamos comportado de
manera errática. Por supuesto que, en muchas ocasiones, lo
que nos afecta viene del exterior y escapa a nuestro control,
pero la mayor parte de los problemas que arrastramos sin
remedio a lo largo del tiempo tienen más que ver con
nosotros mismos, con cómo gestionamos las cosas, con
cómo estamos o no de orgullosos acerca de esa gestión y
con cómo nuestros actos nos van acercando o alejando de
nuestros objetivos de vida. Sin pararse a escuchar con
cierta humildad y ganas de asumir el protagonismo de
nuestra propia existencia, las propias incoherencias pasan
desapercibidas ante nuestros ojos. En lugar de detectar las
disonancias, nos lamentaremos porque las cosas no nos
salen del todo bien.

Tu billete de ida y vuelta, los accesorios


imprescindibles de tu maleta y la mejora del
recorrido: ¿cómo es eso de aprender a escucharse
para ser mejores?
Para ser mejores o para ser más parecidos a quienes
queremos ser, pues de eso se trata, ¿no es así? Si nuestra
conducta y nuestras emociones son el resultado de muchas
creencias preexistentes que van asomando las orejas a cada
paso que damos, entonces no podemos darles la espalda,
pues implicaría vivir de espaldas a nosotros mismos. Todos
deseamos sentirnos mejor, experimentar más calma y
tranquilidad, ser más atractivos, tomar las decisiones
correctas, que nuestra pareja nos sea más satisfactoria, que
los demás nos traten con más atención, que se nos valore y
respete más en el trabajo o disponer a nuestro alrededor de
un entorno social agradable y reconfortante. En lo más
esencial de nuestras aspiraciones, todas las personas
tenemos mucho en común.
De lo que se trata ahora es de que todos esos deseos
dejen de ser anhelos, quejas o lamentos y podamos
materializar nuestros objetivos de manera realista. Verás
que todo cambio a nivel conductual y emocional pasa por la
autoescucha activa, por la identificación, elaboración y
adaptación de todas esas creencias existentes y el posterior
desarrollo de otras alternativas más flexibles, que casen
mejor con las demandas del entorno en el que te
encuentras y con todo lo que nos toca vivir.
Pues bien, aquí tienes ya un avance de todo lo que te
espera en este libro, en este viaje hacia la comprensión de
tu psiquismo y del intrigante mundo de los sentimientos, un
entrenamiento para la escucha de tus emociones y la
adquisición de esa sana sensación de control que todos
necesitamos para poder transitar en esta vida con
seguridad y sosiego. Todo ello con una doble vertiente o una
doble finalidad: mejorar nuestra capacidad para hacernos
cargo de aquello que pensamos y mejorar nuestra
capacidad para gobernar nuestros actos, es decir, para
elegir en cada caso la mejor estrategia de afrontamiento
posible y no alejarnos de nuestras metas.
Esta era solo la carta de presentación, un pequeño
aperitivo para ir abriendo boca. Prepárate ahora para
manejar con rigor y con la profundidad necesaria todos los
conceptos imprescindibles para poder comprender y
gestionar todo lo que hasta hace bien poco se te hacía
incontrolable.
2.
TU MUNDO EMOCIONAL O CÓMO
EMPEZAR A IDENTIFICAR LAS SABIAS
SEÑALES QUE LAS EMOCIONES
NOS ENVÍAN

LA VIDA ES PURA EMOCIÓN, PERO… ¿QUÉ ES UNA EMOCIÓN?


Así es, la vida es pura emoción. Y si tienes este libro entre
tus manos es porque tienes ganas de sentir cosas
diferentes, ganas de transformar algunas de las emociones
que habitualmente te acompañan, ganas de acumular
experiencias cotidianas más agradables y satisfactorias.
Porque tienes ganas de que las cosas sean un poquito más
fáciles. Porque te apetece protagonizar una historia de vida
más sosegada y atractiva, una historia más apetecible. Una
historia no exenta de problemas —porque eres una persona
realista, dicho sea de paso—, pero en la que las dificultades
se resuelven y, de vez en cuando, además, te llueve alguna
que otra pildorita de felicidad. ¿No es así?
Pues bien, para ello debemos empezar por comprender
qué son exactamente las emociones, pues nos acompañan
a cada instante, pero no siempre sabemos identificarlas,
definirlas y describirlas. Y esta es la base de gran parte de
nuestro sufrimiento vital.
Una emoción es, en lo más básico, una alteración
fisiológica palpable: ya sea por cómo se manifiesta en tu
cuerpo o por cómo se hace visible a través de tus lágrimas,
tus sonrisas o una infinidad de expresiones faciales y
corporales. Pero la emoción no se queda en el plano físico,
sino que atraviesa todos los niveles de nuestra conciencia:
se convierte en un estado afectivo y cognitivo, adopta una
etiqueta en función de cómo es interpretada por cada uno
de nosotros y, después, tenemos la suerte o la desgracia de
que transforma nuestro estado psicológico.
Por otro lado, y como ya veremos más adelante, las
emociones también cumplen distintas funciones en diversas
circunstancias. Cumplen una función social porque sirven
para regular tanto nuestro propio comportamiento como el
que tienen los demás hacia nosotros; y cumplen asimismo
una función adaptativa porque nos permiten adaptarnos a la
realidad que tenemos ante nosotros, siempre cambiante.
Nos permiten ajustarnos al entorno en el que nos
encontramos y a elegir la mejor respuesta posible ante los
miles de estímulos con los que hemos de lidiar cada día.
Lamentablemente, esto solemos aprenderlo ya de
adultos, de ahí que la mala gestión de las emociones, la
elección errónea de la forma en la que respondemos ante
ellas o la interpretación desacertada acerca de lo que nos
están indicando sea, en gran medida, el origen de gran
parte del sufrimiento que cada día experimentamos las
personas. Es la base de ese sufrimiento que puede
considerarse innecesario, el que padecemos personas a las
que podemos denominar como «psicológicamente
normalizadas», es decir, personas como tú y como yo, que
no tenemos o que probablemente no lleguemos a
desarrollar nunca, por suerte, ningún tipo de patología
psiquiátrica o trastorno psicológico, pero que, a veces, nos
enfrentamos a situaciones vitales complejas para las cuales
no estamos preparados, que nos desbordan, o que,
sencillamente, nadie antes nos enseñó a resolver.
Si las emociones tienen un fuerte componente funcional,
significa que cumplen un rol, que su experimentación tiene
sentido —aunque, a veces, duela— y que por lo tanto
debemos reconocerles un valor adaptativo: una de esas
funciones que las emociones cumplen es, precisamente, la
de ayudarnos para que podamos adaptarnos a la realidad y
para que podamos reaccionar debidamente ante el contexto
en el que nos encontramos. Para lograr todo esto, como
veremos más en detalle, cada emoción fomenta en nosotros
un tipo u otro de respuesta. Cuando la vivencia de la
emoción es agradable, lo más normal es que no tengamos
casi ningún problema a la hora de actuar ante ella:
podemos dejarnos llevar por la seguridad y el bienestar que
nos proporciona. Por el contrario, cuando la forma en la que
experimentamos la emoción tiende al desagrado o al
sufrimiento, es ahí cuando más nos cuesta elegir la
respuesta adecuada, y comprender que todo ese proceso es
necesario.
Por poner solo un sencillo ejemplo, centrémonos en el
miedo: nadie puede decir que su vivencia sea placentera y,
de hecho, fomenta en nosotros una respuesta de lucha, de
huida o de bloqueo. Pero… ¿cómo saber cuál de esas
respuestas procede en cada situación o qué combinación de
elementos ha de contener nuestra respuesta? ¿Cómo
reaccionar ante el miedo? Y, más difícil aún, ¿cómo
reconducir nuestra respuesta más inmediata para que
resulte verdaderamente adaptativa y no acabe por atentar
contra nuestros propios intereses? A todas estas cuestiones
daremos respuesta más adelante.

¿CÓMO APRENDER A RECONOCER, IDENTIFICAR Y NOMBRAR MIS EMOCIONES?


Si uno de los grandes males del mundo moderno es el
sufrimiento innecesario, imaginemos cómo de inútil y
sobrante puede llegar a ser el malestar derivado de una
nula inteligencia emocional. Los hombres, en esta sociedad,
permitidme que sea franca, pueden llegar a sufrir más que
las mujeres las consecuencias del analfabetismo emocional.
Y no es una cuestión ni psicológica de base ni neurológica,
sino el resultado de nuestra historia de aprendizaje. Esa
cuestión educacional de que a las mujeres se les enseña a
expresar mientras que a los hombres se les educa para
resolver genera desde la infancia una pesada fuente de
conflictos internos, derivada del mal manejo del mundo
emocional.
El mayor perjudicado del machismo de a pie, ese que
reside, implícito, en nuestros actos cotidianos sin que
lleguemos a percatarnos siquiera de ello, es precisa y
paradójicamente, el propio hombre. Porque desde bien
pequeñito se le ha enseñado que llorar es de débiles, que la
fortaleza se expresa mediante la negación de la emoción,
que uno no puede permitirse dudar o tener miedo, y que
todo cuanto tenga que ver con expresar una emoción o un
sentimiento es una auténtica bobada. En el caso de las
mujeres, en cambio, la comunicación y la ventilación
emocional están más aceptadas y mejor vistas desde el
punto de vista social, aunque solo sea en el plano dialéctico.
A las mujeres, desde que llegamos al mundo, se nos enseña
que, aunque solo sea para cuidar de los demás, una mirada
empática es necesaria y útil en la vida.
Pues bien, ni tanto ni tan calvo, porque ni a ellos se les
deberían negar los recursos para una adecuada expresión y
comunicación emocional, ni a nosotras se nos debería
asignar en exclusiva el copyright de estas herramientas y
prácticas; como si no sirviésemos para nada más que para
atender a los demás. Eso sí, a fin de cuentas, nosotras, al
menos, contamos con un mínimo aprendizaje de base en
eso de reconocer, etiquetar, nombrar y sacar afuera
nuestras emociones.
Ellos o, mejor dicho, vosotros, lectores hombres —que
también estáis ahí, por supuesto—, en cambio, padecéis de
una especie de autocensura preestablecida que hace que
psicológicamente estéis, en ocasiones, más desprotegidos,
y que vuestro organismo experimente, con mayor
frecuencia, elevados niveles de ansiedad cuando se
enfrenta a situaciones emocionales que requieren de
estrategias de expresión y de una óptima lectura para ser
adecuadamente gestionadas.
Afortunadamente, estas tendencias culturales o
educacionales están, hoy en día, empezando ya a cambiar.
O eso quiero yo creer. Por otra parte, la mejor noticia es que
nunca es tarde para aprender a gestionar nuestra vida en
general y nuestro mundo emocional en particular. Ni para
madurar, ni para sentir y dejar sentir. Si, como ya
tendremos ocasión de comentar y concluir, nunca es tarde
para el amor, entonces podemos afirmar en paralelo que
tampoco lo es para iniciar con éxito un entrenamiento
emocional. Bienvenido sea un cambio en este sentido,
venga cuando venga.
Decíamos que la emoción es una construcción en la que
tienen cabida múltiples dimensiones. Aprendamos a
distinguir las distintas emociones para tratar de identificar,
en tiempo real, las que experimentamos en nuestras
propias carnes, y tomar nota de qué es lo que nos están
indicando, en lugar de intentar vivir de espaldas a ellas.

Ejercicio práctico.
Aprende a reconocer, identificar y nombrar tus emociones
1. Empieza por reconocer la emoción basándote en sus manifestaciones
fisiológicas, es decir, en los cambios que acontecen en tu organismo y que
acompañan a la experimentación de todas y cada una de las emociones que ya
has vivido: sudoración, taquicardia, nudo en el estómago, frío o calor, mareos,
embotamiento mental, tensión cervical, sensación de boca seca, hormigueo en
las extremidades… ¿Cuáles son los cambios más palpables que acompañan a la
vivencia de las distintas emociones? ¿Qué cambios asocias a qué situaciones,
sensaciones y sentimientos?
2. Céntrate luego, ya a nivel cognitivo, en lo que pasa por tu cabeza: ¿qué
corriente de pensamiento te asalta en cada una de esas escenas? ¿Cuáles son
las ideas, más o menos racionales, que atribuyes a cada situación de esas en la
que tu cuerpo acusa la aparición de alguna emoción intensa?
3. Fíjate después en los cambios comportamentales que siguen a la
experimentación de la emoción: la expresión de tu rostro, las posiciones de tu
cuerpo, lo que sueles decir, cómo lo dices, qué comunicas con palabras y qué
comunicas en la dimensión no verbal, si aparece algún impulso, cuáles tienden a
ser tus reacciones…
4. Haz, por último, el etiquetado verbal de cada emoción. Recopila todos los
datos anteriores y dale nombre a lo que sientes. Recuerda que lo que no puedes
nombrar, no existe, permanece oculto; y ten por seguro que todo lo que nos
afecta desde la oscuridad o desde la más absoluta clandestinidad termina por
atormentarnos. Te recomiendo que, diccionario en mano, te adentres en la
inmensa riqueza de vocabulario de la que disponemos: ¡todo un abanico de
matices para sentir! Y todos ellos necesarios para distinguir tanto el origen
como la función de todas y cada una de nuestras emociones. Veamos una
pequeña constelación de todas ellas para tomar conciencia de la inmensa
diversidad de matices a la que no podemos renunciar:
a. ¿Cuáles son las emociones que típicamente asociamos a experiencias
positivas? Te invito a que hagas una lista y cuentes cuántas te vienen a la
mente. Compara después con el siguiente listado, y dime si no te has
quedado corto. ¡Ni siquiera aquí están todas! Pero esta aproximación a
tantos matices nos sirve para ilustrar cuán lejos estamos de un óptimo
manejo del lenguaje emocional.
• Ampliemos nuestro vocabulario emocional y enriquezcamos nuestra
habilidad para poder experimentar, reconocer, identificar, etiquetar y
nombrar emociones. Amplía tu abanico de experiencias emocionales
agradables para intensificar tus experiencias vitales.
Soy capaz de sentir…
b. ¿Cuáles son las emociones que típicamente asociamos a experiencias
negativas?
• Sigamos ampliando ese abanico experiencial también con las
emociones que no nos son tan gratas. Porque su escala de grises es
importante tanto para atender al origen y la funcionalidad de esas
emociones como para poderlas gestionar con solvencia y concederles su
justa trascendencia.
Soy capaz de sentir…

c. ¿Qué otros estados emocionales puedes identificar ahora que hemos


abonado el terreno para llenar tus vivencias de colores y de matices?
¿Quieres discutir alguna de las emociones que hemos incluido en esos
listados, hay alguna que tú situarías en otro lugar? En línea con esa
flexibilidad que queremos entrenar, la subjetividad ocasional de esos tintes
emocionales con los que experimentas todo lo que te sucede también
resulta muy interesante.

NO TENGAS MIEDO A SENTIR. LAS DIFERENTES FUNCIONES DE LAS EMOCIONES


Una vez reconocida la emoción… Escuchemos qué es
lo que verdaderamente tiene que decirte
Acabamos de ver qué es lo que «típicamente» asociamos
a un tipo de experiencia u otra. Pero esto no es más que
una sencilla forma de empezar a etiquetar aquello que
sentimos. En realidad, ninguna emoción es positiva o
negativa, mala o buena. Todas ellas cumplen una
determinada función en un determinado contexto, y esta es
la siguiente diferenciación que te invito a hacer para perder
el miedo a sentir.
¿Cuáles son las funciones que las emociones cumplen en
tu día a día? Si, en muchas ocasiones, las emociones son un
auténtico fastidio, pero resulta que no podemos librarnos de
ellas, ¿no será que están ahí por algo? ¿No será que es
importante saber qué es lo que significan y lo que tienen
que decirnos? Efectivamente, las emociones tienen un claro
significado funcional. Es más, cumplen diversos papeles, a
distintos niveles, y solo conociendo estas funcionalidades
podrás hacer una escucha activa y acertada de lo que tus
queridas o no tan queridas emociones te indican en cada
momento.
Ser más eficaz en el manejo de las emociones y sufrir
menos (o sufrir lo justo) con su vivencia es un reto que
todos desearíamos alcanzar. La base de todo ese
entrenamiento pasa por tener bien claro cuál es el papel de
las emociones en los distintos contextos de nuestra vida, y
de qué modo cumplen todas esas funciones que les
corresponden. ¿Acaso cada empleado de una empresa o de
un equipo no cumple un papel, pequeño o grande, relevante
para que el negocio pueda seguir funcionando? Pues en el
mundo de las emociones, ocurre lo mismo.

¿Sabías que las emociones cumplen distintos roles


a lo largo de toda nuestra vida?
• La función evolutiva: para subsistir como especie.
• La función adaptativa: para aclimatarnos a cada situación
en un mundo cambiante.
• La función motivacional: en el sentido de las cosas
residen nuestras ganas.
• La función didáctica: crecer es estar en constante proceso
de aprendizaje.
• La función social: la más maravillosa de las interacciones
con el mundo.

La función evolutiva de las emociones


No lo digo yo, lo dijo Darwin en el año 1872. Desde el
punto de vista evolutivo, las emociones tienen un
significado filogenético, es decir, una función que contribuye
al desarrollo de la especie y a su mantenimiento de
generación en generación. O lo que es lo mismo, que
gracias a que sentimos emociones, los seres humanos
hemos podido evolucionar con éxito a lo largo de tantos y
tantos millones de años de desarrollo. Y esto debido a que
son precisamente las emociones las que rigen las normas
más básicas de interacción social, las mismas que nos
ayudan a adaptarnos al entorno físico en el que nos
encontramos, ya que nos permiten regular nuestra conducta
y también influir en la regulación de la conducta de los
demás. Un claro ejemplo de ello es el miedo, sin cuya
función no habríamos podido sobrevivir protegiéndonos de
tantísimos peligros...

La función adaptativa de las emociones


Es la que nos prepara para la acción, la que prepara a tu
organismo para poder ofrecer la mejor respuesta posible en
una situación dada. La emoción guía nuestra conducta y nos
empuja a actuar, en un sentido o en otro. Cuando hablamos
de reaccionar convenientemente al contexto en el que nos
encontramos nos referimos a reacciones rápidas en las que
la razón apenas ha tenido tiempo de intervenir. Por lo tanto,
es la emoción la que nos dispone a actuar, respondiendo
con la mayor agilidad posible a la información que hemos
captado a través de nuestros cinco sentidos. En algunas
situaciones —pocas—, esas en las que todo sucede en un
abrir y cerrar de ojos, está más que justificado que sea la
emoción la que nos guíe, porque no hay tiempo para nada
más. Hablamos normalmente de reacciones defensivas en
las que cada segundo cuenta cuando se trata de saber oler
el peligro y ponerse a cobijo. Por suerte, este tipo de
situaciones no suceden cada día, y, por regla general,
disponemos de un tiempo de reflexión para no caer en la
impulsividad y permitir que impere la razón, o que le gane
la razón al corazón, como decía la canción.

La función motivacional de las emociones


La motivación nos mueve desde que llegamos al mundo,
así que la siguiente afirmación es cierta, sin ningún género
de dudas: sin emoción no hay motivación. Las emociones
son iniciadoras y mantenedoras de la conducta. Desde las
tareas más sencillas hasta las más complejas y
largoplacistas. Desde el nivel más esencial de la conducta
motivada por la emoción (por ejemplo, el mundo de las
pulsiones más elementales) hasta la compleja
concatenación de factores que dan lugar a esos procesos
motivacionales que orquestan las grandes hazañas de la
vida; detrás de todo ello se esconden desde mínimos
alicientes emocionales hasta potentes constelaciones de
estimulaciones.
¿Qué motiva la conducta de un bebé? Pues única y
exclusivamente lo que podemos considerar como la
clasificación más primitiva y básica de nuestro mundo
emocional: el placer y el displacer. Así de simple: lo que le
gusta y lo que no le gusta, lo que le agrada y lo que le
desagrada. El mundo emocional de un recién nacido
obedece a dos polos opuestos. Nos referimos a estos dos
elementos como protomotivos, y son los que hacen posible
que, a media que vamos creciendo y que nos vamos
enfrentando a realidades cada vez más complejas, podamos
ir construyendo también unas dinámicas motivacionales
más sofisticadas que son las que nos permiten alcanzar las
metas que nos vamos proponiendo y que también van
glorificando nuestro camino y engrandeciendo nuestra
existencia.
Una alta carga motivacional facilita lo que llamamos las
conductas motivadas, es decir, todos aquellos
comportamientos que llevamos a cabo porque nos importa
alcanzar el resultado al que potencialmente nos conducen,
aunque todo ese proceso conlleve costes o renuncias
personales, dándole sentido al esfuerzo. En última instancia,
hablaríamos de eso que perseguimos cueste lo que cueste.
Bien es cierto que aquí la razón, muchas veces, interviene
para anticipar ese premio que ansiamos a medio y largo
plazo. Acercándonos cognitivamente al resultado deseado
nos ayudamos a nosotros mismos a vencer a algunos de
esos enemigos emocionales que nos ponen más de un palo
en las ruedas, como la pereza, la desidia, el miedo o la ira,
por ejemplo. Por eso la emoción, unida a ese otro factor más
reflexivo, es el fundamento de nuestras motivaciones: la
construcción anticipada o vislumbrada de una experiencia
potencialmente positiva que surge como consecuencia de la
consecución de una meta. Y esa meta, a su vez, es la que
impulsa a cualquier individuo a hacer lo necesario para
perseguir y culminar las siguientes metas. La experiencia de
gratificación que nos proporciona la emoción es tan potente
que nos impulsa a seguir luchando para seguir acumulando
experiencias de ese tipo, aunque nuestro itinerario se haya
visto interrumpido por más de un traspiés.

La función didáctica
Además de todas las anteriores, las emociones cumplen
también otra función relacionada con el sistema de
aprendizaje. Pero, para que esa función sea eficiente, es
imprescindible que sepamos regular nuestra activación
emocional y gestionar el impacto de las emociones en
nuestro estado de ánimo y en nuestra conducta. Es decir,
que todo el trabajo que con este libro estás haciendo
contribuirá a que le saques el máximo partido a la vida, en
todos los sentidos, porque aprendiendo a gestionar tus
emociones también conseguirás ser una persona más
permeable y flexible frente a la adquisición de nuevos
aprendizajes. Esto es así porque sabemos que determinados
tipos de estados emocionales pueden favorecen el proceso
de aprendizaje (la expectación, la ilusión, la curiosidad, el
estrés en grado moderado, etc.), pero se ha comprobado
también que otros niveles más extremos o elevados de
activación, en cambio, vienen a entorpecerlo e impiden que
las personas puedan adquirir nuevas destrezas o
conocimientos. Estaríamos hablando de bloqueos,
sensaciones de indefensión, la tristeza desbordante, la
desesperanza, la ansiedad descontrolada, etc. ¡Qué
importante es disponer de herramientas que nos permitan
salir de estos atolladeros anímicos tan limitantes!

Y… la más importante de todas: la función social


Está claro que todas las funciones son relevantes, y es
necesario que las conozcas para hacerte a la idea de la
profunda importancia que tiene este viaje de escucha activa
directo al centro neurálgico de las emociones. Pero, si tengo
que quedarme con una de las funciones emocionales por
excelencia, ¡esta es la reina! Somos seres gregarios por
naturaleza. Desde que llegamos al mundo necesitamos de
los demás, de un modo u otro, para poder funcionar. La
emoción está en la base de las conductas sociales y, a su
vez, la buena salud de nuestras relaciones sociales, sean del
tipo que sean, es una de nuestras principales fuentes de
bienestar emocional. Piensa en aquellos problemas que te
hayan perturbado últimamente, ¿acaso no están, muchos
de ellos, relacionados con los conflictos o desavenencias
que hayas podido tener con otras personas? Lo mismo, sin
duda, ocurrirá con los últimos episodios de alegría, suerte o
felicidad que recuerdes porque, viniera de donde vinera esa
satisfacción, ¿acaso no se intensificó al compartirla con los
demás? ¿Acaso no es la mirada del otro la que precisamente
nos permite sentir plenamente la emoción? Y ¿qué hay del
afecto y del contacto humano, ya sea en relación con los
amigos, a la familia o a la pareja? ¿No es eso algo de lo que
más disfrutas y de lo que mejor y más importante te hace
sentir?
Solo desde la vivencia de algún tipo de experiencia
emocional podemos comunicar al resto del mundo cuál es
nuestro estado de ánimo y permitir que todos a nuestro
alrededor puedan obrar en consecuencia. Y no solo a modo
informativo es interesante que los demás conozcan cómo
nos sentimos, también nos es de gran ayuda poder
compartir esas vivencias emocionales con los demás, para
potenciarlas en positivo, cuando se trata de compartir
alegrías y éxitos, para ser contenidos cuando la vida nos
desborda, o para protegernos de modo preventivo, desde el
recogimiento introspectivo, apelando a la compasión y al
respeto de los demás, eso que solo el poder de la empatía
humana es capaz de lograr. Profundicemos un poco más en
la complejidad de esta función social.

LO QUE NOS VINCULA A LOS DEMÁS ES PURA EMOCIÓN


En el sentido más poético, trágico o dramático, diría
Calderón de la Barca que «la vida es sueño». Lo cierto es,
en el sentido más prosaico, que la vida es emoción.
Decimos que sin emoción no hay vida porque sin emoción
no hay motivación, no hay gratificación, no hay aprendizaje
y no hay establecimiento posible de relaciones
interpersonales. La emoción nos vincula al mundo del
mismo modo que el bebé indefenso se vincula a su figura de
apego. Lo que nos vincula a los demás, empezando por el
amor y terminando por el odio, es pura emoción.
Las emociones nos permiten comunicar a los demás cómo
nos sentimos. A través de señales comunicativas
transmitimos todo aquello que nos pasa por la cabeza.
Desde que somos bebés, estamos en disposición de
comunicar nuestro estado emocional. Los bebés son
capaces de transmitir, a través de expresiones faciales,
estados relacionados con el agrado o el desagrado.
Ya desde que nacemos o muy poquito tiempo después
estamos en condiciones de manifestar expresiones que
advierten del dolor, o del disconfort, o también del asco,
justo antes de que entren en escena la expresión de la
alegría o el interés. Y parece que entre los dos y los cuatro
meses de vida ya empezamos a expresar con bastante
claridad la tristeza y el miedo. Nos pasamos la vida
identificando expresiones en los demás y respondiendo ante
ellas, al tiempo que no paramos de explorar y sentir cómo
esas emociones resuenan en nosotros mismos. Así, la
emoción hace aparición también en los procesos más
primitivos de comunicación social, antes incluso de que nos
dé tiempo a desarrollar el lenguaje.
Las emociones nos permiten regular las reacciones que
los demás tienen hacia nosotros y, del mismo modo,
facilitan también nuestra autorregulación. De una forma u
otra, las emociones provocan reacciones conductuales
específicas en los demás, y eso a nivel individual me ayuda
a determinar lo que recibo de mi entorno, determina el
modo en el que permito que los demás me traten, o cómo
no permito que se acerquen a mí. Los efectos que mi
expresividad emocional tiene en los demás pueden
conllevar efectos positivos o negativos, pero la buena
noticia es que la interacción es constante y,
manteniéndonos activos, siempre podemos regular y ajustar
ese impacto para satisfacer nuestros intereses.
Las emociones facilitan la interacción y la paz social, y son
la base sobre la que mejorar tus habilidades sociales. Está
feo decirlo, pero lo cierto es que podemos mostrar
externamente la manifestación de determinadas emociones,
aunque no las sintamos, solo con el objetivo de provocar
una reacción en los demás, en un constante proceso de
interacción social. ¡Y esto no es necesariamente
manipulación! Por ejemplo, podemos sonreír sin sentir
alegría, solo por educación o cortesía. Sabemos —porque lo
hemos aprendido a base de muchos ensayos— dibujar
expresiones faciales que habitualmente se asocian a
determinadas emociones, y con ello tenemos el poder de
facilitar la interacción cordial y la colaboración con los
demás en determinadas situaciones sociales.
Parece muy obvio, pero… ¡cuántas personas no son
conscientes de ello! Y, o bien por timidez o bien por torpeza,
se sienten frustrados porque se descalabran una y otra vez
en el intento por establecer nuevas relaciones sociales. No
importa lo mucho que desees hacer amigos o relacionarte
con los demás, puedes no tener éxito en ello solo por no
saber manejar adecuadamente la expresión verbal y
corporal de tus emociones.
Una cosa muy curiosa de nuestros casi compañeros de
ADN, los primates, es que a través de la sonrisa no
espontánea (en este caso fingida o puesta al servicio de sus
intereses) consiguen evitar la conducta hostil de los machos
dominantes, y logran irse de rositas en situaciones
amenazantes. ¡Para que veas hasta qué punto el manejo
corporal de la emoción es útil también en otras especies
animales! Por observaciones como esta y cientos de ellas
más, podemos decir que determinadas expresiones faciales
no están tan relacionadas como parece con la canalización
implícita y directa de una emoción, sino más bien con el
manejo habilidoso de determinadas situaciones sociales, en
beneficio de su protagonista más mañoso.
Otro ejemplo interesante: ¿sabías que es más probable
que sonrías cuando estás interactuando con otras personas
que cuando te sientes feliz? Así es, sonreír por el mero
hecho de tener a alguien delante, no por sentirte
especialmente alegre. La función social de la sonrisa prima
incluso por encima de la vehiculización hacia el exterior de
la felicidad. Además, tardamos milésimas de segundo en
reconocer las expresiones faciales de otras personas y en
responder a ellas. Y, para terminar de rizar el rizo, en
retorno, ese acto mismo de sonreír, aunque sea sin ganas,
no solo provoca una reacción recíproca, sino que envía
asimismo una indicación a nuestro cerebro que le obliga a
funcionar en esa dirección, potenciando la segregación de
sustancias, a nivel neurológico y neuroendocrino, que
reducen el estrés y facilitan
la mejora del estado de ánimo. Hasta la sonrisa fingida,
como la de los primates, activa la maquinaria.
Las emociones promueven la conducta pro social. Es
decir, la conducta orientada a contribuir con los demás y
ayudar a otras personas o al conjunto de una comunidad.
Bajo los efectos de emociones cuya vivencia es considerada
como agradable o positiva (por ejemplo, desde la gratitud),
tendemos a tener conductas más prosociales, es decir, más
sociables, más cooperativas, más amables y que nos
conducen a ayudar de forma explícita a los demás. La
sonrisa es la perfecta gratificación para la solidaridad y el
altruismo. Y ya tendremos ocasión más delante de
profundizar en el enorme poder de la gratitud. En
contraposición a este fenómeno, resulta que bajo los efectos
de vivencias emocionales desagradables o negativas (el
más claro ejemplo de ello es la experimentación, sostenida
en el tiempo, de un cuadro sintomático depresivo) solemos
ser más independientes, más huraños y egoístas; nos
aislamos con más facilidad y nos desvinculamos del mundo.
¿De qué te sirve saber esto? Pues, como mínimo, para
seguir recopilando señales de alarma en este proceso de
escucha emocional. Si la tristeza es la consecuencia de un
estado emocional adverso, toma nota de lo siguiente:
resulta que instalarnos en ella nos ancla aún más a él.
Del mismo modo, si partimos de la base de ese gran
potencial de contagio social que tienen las emociones,
concluimos entonces que es posible inducir activamente un
estado emocional en la persona que tenemos enfrente. He
aquí una habilidad más para que puedas sacarle el máximo
beneficio —en el mejor de los sentidos— a tus relaciones
sociales: si quieres que los demás se porten bien contigo,
¡ve mejor por las buenas que por las malas! A más de un
jefe le vendría bien tener esto en cuenta, ¿verdad?
En este sentido, se me ocurren también cientos de
escenas de pareja en las que nos vendría de perlas cambiar
la forma en la que nos acercamos al otro: mejor como
compañeros de equipo que como enemigos, mejor desde la
colaboración y el buen ejemplo que desde la crítica
destructiva o el reproche. ¿No te vienen a la mente ya unas
cuantas situaciones en las que empezar a entrenar un mejor
manejo de tu expresividad emocional?

Las seis emociones primarias, un básico


imprescindible para aprender a gobernar tu mundo
emocional
Si de lo que se trata es de aprender a identificar
adecuadamente nuestras emociones, y reconocer en ellas el
mensaje que nos quieren transmitir, entonces conviene que
tengas en cuenta cuáles son las emociones básicas que
todo ser humano experimenta. Después toca, además,
aprender a expresarlas de manera equilibrada y
proporcionada, precisamente para permitir que cumplan su
función.
Son seis las emociones básicas, y son ellas la base de los
cientos de constelaciones emocionales que protagonizan
nuestras vivencias. Plagado de matices, nuestro abanico
emocional es inmenso, y las combinaciones más o menos
complejas que se deducen de unas pocas emociones
básicas son verdaderamente increíbles. Ya lo has visto hace
un ratito en nuestro intento de elaborar un listado completo
de emociones.
La alegría, la ira, la tristeza, el asco, la sorpresa y el miedo
son las seis emociones universales. Claramente observables
en todos los seres humanos, con independencia de su
origen o de su cultura. Sabemos —gracias a los
interesantísimos trabajos del psicólogo Paul Ekman, uno de
los más destacados estudiosos de las emociones de toda la
Historia— que estas emociones básicas no son aprendidas,
sino que se manifiestan de manera primitiva, en todos los
niveles de expresión corporal, con independencia de la
educación recibida, y tanto filogenéticamente (de
generación en generación, a lo largo del desarrollo de la
especie) como ontogenéticamente (a lo largo del desarrollo
madurativo de un único individuo). Por ello cumplen
principalmente una función adaptativa, desde el punto de
vista evolucionista. Conllevan expresiones faciales y
corporales específicas, típicas y muy reconocibles, pues de
ese modo pueden ser comunicadas con claridad a todos
nuestros compañeros de especie.
Es el mismo tipo de estímulo, bien específico y distintivo,
el que desencadena esa misma emoción en cada ocasión.
Cada una de ellas lleva aparejados una vivencia y patrón
expresivo bien determinado, tanto por la activación
fisiológica que suscita como por su procesamiento cognitivo.
Recuerda nuestro objetivo último en esta escucha
emocional y por qué es muy importante que sepas
reconocer y canalizar estas manifestaciones básicas: en
última instancia, de lo que se trata es de hacerte dueño y
señor de tus emociones, para conseguir una mejor gestión
de todas tus áreas de vida, para experimentar mayores
niveles de bienestar y de satisfacción. Desde tus relaciones
sociales y sentimentales hasta tus relaciones laborales,
todas ellas pueden proporcionarte maravillosas alegrías o
profundas decepciones, en función de cómo manejes y
afrontes las emociones que despiertan en ti, tanto en
tiempo real como a la hora de evaluar tu conducta y hacer
un balance de lo que has vivido.

1. La sorpresa
Favorece las conductas de exploración, alimenta la
fascinación por descubrir el mundo que te rodea. La
sorpresa barre nuestro sistema cognitivo, nos deja la mente
en blanco, dirige toda nuestra atención hacia el elemento
sorpresivo. Es la emoción más intensamente breve de todas
cuantas podemos experimentar, ya que con rapidez, una
vez se ha procesado la naturaleza del objeto que provoca la
sorpresa, se transforma necesariamente en otra reacción
emocional.
Las personas que arrastran problemas depresivos han
perdido la capacidad de sorprenderse, muestran poca o
ninguna curiosidad por lo que tienen a su alrededor, el
mundo se les antoja un lugar inhóspito, entienden que hay
personas a las que pueden ocurrirles cosas apasionantes,
pero al mismo tiempo la desesperanza los ha llevado al
convencimiento de que eso es cosa de otros, de que eso no
está hecho para ellos. La inacción llama a más inacción por
lo que, si te reconoces en alguno de estos síntomas, sal ahí
fuera y disponte a explorar, también hay sorpresas para ti.
Igualmente, por su carácter desconcertante e incierto,
muchas personas procuran blindarse frente a la sorpresa, la
evitan a toda costa, practican conscientemente el
escepticismo o el pragmatismo antes que dejarse
sorprender. Puede que con ello se protejan frente a la
incertidumbre, pero también atentan indirectamente contra
su capacidad para explorar, descubrir e ilusionarse.
2. El asco
Cumple una utilísima función adaptativa, pues conduce al
rechazo de todo cuanto lo suscita. Es una emoción
tremendamente visceral y nos protege frente a aquello que,
de forma innata, puede perjudicarnos. Gracias al asco, por
ejemplo, jamás comeríamos un alimento putrefacto o
beberíamos aguas contaminadas, por mucha hambre o
mucha sed que tuviéramos.
El asco no se encuentra con demasiada frecuencia en la
base de las dificultades psicológicas más comunes, pero sí
puede convertirse en un problema cuando lo hemos
generalizado a estímulos que no deberían elicitarlo o
despertarlo de manera natural, y pasa a restringir nuestra
alimentación o a limitar nuestros movimientos en
determinados contextos, pues nos impide realizar
actividades cotidianas necesarias tales como comer fuera
de casa, ir al baño, tocar el pomo de una puerta… Cuando
esto ha ocurrido, cuando estímulos inocuos han empezado a
despertarnos improcedentes sensaciones de asco, se activa
otra señal de alarma: se hace imprescindible que
racionalicemos las ideas distorsionadas que se encuentran
tras esos comportamientos limitados y vayamos, poco a
poco, enfrentándonos a ellos de nuevo.

3. La alegría
Ay… ¡La alegría! ¡Cuánto nos gusta y cuánto nos cuesta
vivirla! Nos empuja a sonreír, invita a compartir y celebrar
con los demás y facilita la liberación de endorfinas. Nos da
vida, así de simple. Desde el punto de vista adaptativo, es
todavía más interesante, pues cumple una función de
afiliación. ¿Te has dado cuenta de que cuando estás más
alegre también te vuelves más extrovertido y comunicativo?
Así es, estando alegres nos apetece más acercarnos a los
demás, salir de casa, hablar y proclamar los motivos que
nos causan furor. Ya tienes un motivo más para tratar de
encontrarle el lado amable y optimista a cada una de tus
experiencias (siempre que se pueda, por supuesto).
Una vida monótona, a menudo, carece de alegrías, o nos
convierte en espectadores pasivos de las alegrías ajenas; lo
que acaba sumiéndonos en la frustración. Por eso, cuando la
echamos en falta, a la alegría podemos buscarla, y es
seguro que la encontraremos. Si la alegría nos empuja a
hacer y a compartir, podemos también nosotros forzarnos a
ocupar una posición de acción en la que, necesariamente,
terminamos por encontrárnosla. Esto se traduce en un
esfuerzo por combatir el aislamiento y activar nuestro
comportamiento. ¿El riesgo? Poco. Eso es lo que nos frena,
pero realmente es poco. En el peor de los casos lo habremos
intentado, y solo con ello habremos movilizado recursos
que, tarde o temprano, terminarán por dar frutos. Muévete,
haz cosas distintas, relaciónate, y propicia por ti mismo
todos los momentos de alegría que quepan a lo largo de un
día o, por lo menos, procura no perderte ninguno.

4. El miedo
El miedo cumple una función adaptativa y obvia de
protección. Cuando sentimos miedo tardamos muy poquito
en protegernos tanto física (con comportamientos visibles
de resguardo y protección) como psíquicamente (lo temido
puede evitarse mentalmente de muchísimas formas
posibles, la más sencilla de todas es mirar para otro lado).
Lo que nos pasa a las personas con el miedo
incapacitante y limitante es que lo percibimos allí donde no
debemos o donde no está justificado que lo encontremos,
por eso acaba por paralizarnos y es uno de los componentes
sobre los que se asientan la ansiedad y los
comportamientos evitativos que tan restrictivos acaban
siendo. Para no dejarnos arrastrar por la generalización del
miedo es imprescindible sacar la cabeza de debajo de la
tierra y ponerlo a prueba, mirar a nuestro alrededor y
comprobar de la mano de otras personas si efectivamente
ese miedo está o no justificado, después podremos pedir
ayuda para ir afrontándolo y ganarle terreno sin asustarnos
en exceso, poco a poco. Nos detendremos en este punto a
lo largo de nuestro recorrido, merece la pena hacerlo solo
por lo mucho que el miedo puede llegar a determinar
nuestras decisiones, limitarnos y condicionarnos hasta
llegar al extremo en el que solo nos queda resignarnos por
ello.

5. La ira
Esa emoción que despierta lo peor de nosotros mismos.
Su función adaptativa es la de la autodefensa. No en vano,
manifestando nuestra ira, conseguimos que aquello que la
provoca se aleje de nosotros. Desde el punto de vista de la
regulación de las relaciones interpersonales, la ira es la
emoción que nos incita a poner límites a los demás, la que
marca la frontera de aquello que no consentimos y la que
permite manifestar los agravios en los que otras personas
puedan incurrir. Pero claro, poner límites no significa
ponernos el disfraz de ogro…
Los problemas que la ira nos causa son obvios: cuando no
sabemos manejarla puede acabar siendo destructiva, tanto
hacia los demás como hacia uno mismo. Mal expresada, no
solo no consigue determinar los límites que les ponemos a
los demás, sino que nos lleva a nosotros a transgredir los
que ellos nos quieren poner. La manifestación de ira
desproporcionada daña tanto a quien la ejerce como a quien
la recibe, y provoca el distanciamiento de aquellos a los que
en realidad queríamos tener cerca, pero cuya influencia solo
pretendíamos regular.
El antídoto contra la ira mal gobernada reside en la
asertividad, que no es otra cosa que el equilibrio perfecto
entre la expresión de nuestros pensamientos y de nuestros
sentimientos y el respeto por los de los demás, haciendo
prevalecer nuestra voluntad sin herirlos ni dañarlos.
¿Quieres saber cómo construir un estilo de comunicación
menos agresivo y más asertivo? Sigue leyendo, más
adelante encontrarás las pautas más útiles para lograrlo.
6. La tristeza
Reivindico fervientemente el derecho a estar triste. Me
opongo a esta sociedad basada en la tiranía de la felicidad
que nos obliga a mostrar siempre nuestra cara más amable,
y hasta a sonreírle a la vida sin importar que lo merezca o
no. No me refiero a instalarnos patológicamente en la
tristeza y condenarnos a la destrucción, sino más bien a
permitirnos la posibilidad de ahondar en la tristeza para
poder atenderla y expresarla. Porque, de vez en cuando, es
necesario hacerlo. Me refiero a sentarnos delante de la
pantalla del televisor con una caja de pañuelos, a recurrir al
poder introspectivo y sanador de la escritura o a la
hipérbole curativa y expresiva de una canción, una saeta o
una poesía. Hoy más que nunca se hace necesario
reivindicar el derecho a padecer frente a la obligación de
exhibir una falsa vida modélica basada en consignas vacías
con las que nadie puede predicar. Sentir para sanar en lugar
de huir para acabar penando después.
Aunque a veces no consigamos encontrarle sentido, lo
cierto es que la tristeza también cumple una relevante
función para permitir que nos adaptemos al mundo y
podamos desenvolvernos en él de forma equilibrada y
sosegada, con una buena salud mental. La tristeza cumple
una función de reintegración: estando solos y recogidos,
encerrándonos transitoriamente en nosotros mismos,
mirando bien hacia dentro y conectando con el dolor del
vacío, de la pérdida y de algunos otros abismos personales,
acabamos por hacer examen de conciencia hasta encontrar
respuestas a nuestro estado de ánimo, explicaciones a
nuestra desgracia y sosiego a nuestro dolor.
En definitiva, estando tristes nos protegemos de un
mundo que funciona a un ritmo frenético y del que
temporalmente hemos de bajarnos (sí, como la brillante
Mafalda: «Para mundo, que me bajo aquí», pero solo por
unos instantes) para poder sanar nuestras heridas y aceptar
nuestras pérdidas. Hay pérdidas que nos afligen de por vida,
esto es innegable, pero la pena puede vivirse con más
sosiego que desconsuelo, y para ello se hace necesario
transitar a través de la tristeza, y entender que si es común
a todos los duelos será porque cumple una importante
función.
La posibilidad de quedarnos pillados en la tristeza,
estancados, instalados en ella, aislados de todo y de todos,
convalecientes y sin hallar un solo camino viable, es el
principal riesgo al que nos enfrentamos cuando el efecto de
esta emoción se nos va de las manos. Por eso, y para
protegernos del círculo viciado al que las conductas
derivadas de la tristeza nos pueden condenar, para mejorar
ese ánimo que nos puede acabar lastrando de manera casi
irremediable, hay unas cuantas cosas que jamás debemos
perder de vista, sin importar la situación ante la que nos
encontremos:
• Permítete estar triste, es legítimo, no te prives de su
expresión, ventila tu tristeza y exprésala, y deja también
que otros se hagan eco de ella.
• No consientas que nadie asocie tu tristeza con debilidad,
identifica su origen y busca tanto explicaciones como
soluciones. A veces es mejor pensar en el futuro que
empeñarse en buscar los porqués.
• No trates de canalizar la tristeza a través de la ira; la
tristeza duele, pero no ha de ser destructiva, estarás
poniéndote piedras en el camino y condenando a tu yo del
futuro a seguir inmerso en la tristeza.
• Apártate del camino, dile no a los demás en alguna
ocasión si no puedes seguirles el ritmo, pero no lo hagas en
exceso, no hasta el punto de aislarte, no pierdas nunca el
contacto con el exterior.
• Termina siempre, en última instancia, por recurrir al
apoyo de otros, especialmente cuando más te cueste, pues
será cuando más lo necesites.
• Identifica la desesperanza, pero no la generalices, no
permitas que la tristeza te desborde, te incapacite,
secuestre tu voluntad y limite tu margen de maniobra. Por
muy grande o pequeña que sea, circunscribe la tristeza al
área que le corresponde, ni más ni menos.
• Haz un esfuerzo por seguir caminando y por aprender a
vivir con las pérdidas: resitúa aquello que dejaste atrás o a
aquellos que ya no están, constrúyeles un nuevo lugar en tu
interior, dale a todo una segunda lectura y aprende a
caminar con el legado de esas ausencias.
• Mantén un mínimo de actividad física porque, de lo
contrario, el abandono de uno mismo llamará a más apatía
y más pasividad. La indefensión extrema generada por la
tristeza patológica en el plano emocional acaba
traduciéndose en autoabandono a todos los ni-veles.
• No rumies tu tristeza, cambia de tema, aunque solo sea
de vez en cuando, deja el bucle de lo que lamentas y trata
de crear un pensamiento más constructivo.
• Sonríe a pesar de la tristeza. No discuto que tu tristeza
no esté justificada, seguro que lo está, pero lo que es
imposible es que no haya, a lo largo de todo un día, nada en
lo que mínimamente puedas cobijarte con cierto confort.
• Comprométete con nuevos proyectos, busca de forma
creativa algo con lo que puedas ilusionarte de nuevo, y dota
a tu vida de nuevos significados. Nadie te devolverá los que
has perdido, pero te alegrarás de haber redirigido tus
objetivos, te alegrarás de engancharte a la vida.
¿CÓMO AFECTAN LAS EMOCIONES A MI ESTADO DE ÁNIMO?
La emoción brota como respuesta a un estímulo concreto,
ya provenga del exterior (cualquier elemento de cualquier
tipo de situación que percibimos o de la que formamos
parte) o también del interior de nuestro organismo, de
nuestro cuerpecito o de nuestra cabecita (una sensación,
una percepción corporal, un pensamiento que aparece,
etc.). Hablamos de reacción emocional porque desde el
primer momento adopta la forma de una respuesta
automática y primitiva, de la que tomamos conciencia y que
no nos suele dejar indiferentes. Puede variar a nivel
cualitativo, es decir, su naturaleza puede ser de distinta
índole o valencia afectiva; como también se manifiesta a
distintos niveles cuantitativos, es decir, que puede
presentar diversas intensidades y variar también a nivel
temporal, en función de lo que se prolongue su vivencia.
Sin embargo, en un segundo momento, como seres
inteligentes y racionales que somos, disponemos de
recursos para procesar con más detenimiento ese estímulo
desencadenante de la emoción y, por lo tanto, podemos
analizar y reinterpretar tal estímulo en el contexto de tal
situación, dando lugar a un segundo escenario en el
procesamiento emocional, que puede ser el final del
recorrido (nos percatamos de la reacción, la atendemos, y
resulta que no apreciamos en ella ninguna trascendencia) o
también puede ser el punto de partida de otra serie de
interpretaciones y razonamientos concatenados que
generen la aparición secuenciada de otro abanico diferente
de emociones.
De aquí la premisa que mencionaba al principio, de ahí
que afirmemos que lo que nos afecta de manera más
duradera no es lo que nos sucede, sino lo que pensamos o
deducimos acerca de lo que nos sucede, es decir, cómo
interpretamos la realidad en la que nos encontramos, y
cómo nos la contamos a nosotros mismos y a los demás. Es
por esto que «emoción» y «estado de ánimo» no son
exactamente sinónimos; y esa es la llave para abrir el
valiosísimo cofre de esa habilidad tan apreciada: la
autorregulación emocional.
Si la emoción es una reacción intensa, que nos afecta en
un momento dado, y de duración eminentemente breve, el
estado de ánimo, en cambio, puede definirse como un
estado global, que se mantiene de manera más prolongada
y que acompaña a la persona en todas las dimensiones de
su vida. Es también el resultado de un análisis más
pormenorizado de lo que nos ha sucedido, y representa por
ello una experiencia emocional más compleja. Hasta aquí
todo es sencillo. Pero el universo de nuestras emociones es
mucho más complejo y contempla más variables que es
necesario reconocer.
Veamos todas las dimensiones que componen nuestro
mundo emocional, desde las reacciones más inmediatas
hasta los sentimientos más consolidados, desde el
desencadenante de la emoción hasta la composición de
lugar que después nos permite reelaborar, desde la vivencia
más desagradable hasta la más gratificante, desde un leve
pálpito hasta la experiencia de la más pura intensidad. Solo
comprendiendo las distintas escalas en las que nuestras
reacciones, sensaciones y sentimientos se ordenan,
podremos disponer de todas las herramientas necesarias
para analizar y gestionar los volubles escenarios
emocionales en los que la vida nos sitúa.
En el mapa de nuestras vivencias emocionales caben
todas estas dimensiones, y para aprender a escucharte
hasta el punto de conseguir regular tus emociones —eso
que llamamos autorregulación emocional, a lo que los
psicólogos tanto aluden, que tanta gente demanda en
consulta y que tan terapéutico resulta, pero que nadie te ha
enseñado verdaderamente a dominar— es importante que
aprendas a identificarlas y diferenciarlas todas:
Aprende a identificar tu NIVEL DE ACTIVACIÓN
Es el nivel de intensidad con el que respondes a un
determinado estímulo o a una determinada situación.
Digamos que es una especie de termómetro emocional. Se
nos olvida, a veces, que las cosas no son maravillosas o
desastrosas y que, por lo tanto, no es procedente ni está
justificado que nuestras reacciones emocionales sean
siempre extremas. Puedes enfadarte sin que te salga humo
de la cabeza, puedes entristecerte sin que todo a tu
alrededor pierda sentido, y puedes alegrarte sin que te vaya
la vida en ello. No hace falta revisitar los extremos
polarizados de la activación; la intensidad de nuestras
vivencias emocionales suele ser mucho más moderada de lo
que muchas veces manifestamos hacia el exterior. Cuidado
con instalarse en los polos, cuidado con expresarnos en
términos exagerados, porque de tanto hacerlo nos
acabamos creyendo que verdaderamente ahí es donde
hemos de situarnos.

Aprende a identificar la VALENCIA de tus emociones


Hablar de valencia emocional es apelar a eso que mal
llamamos sentir emociones positivas o emociones
negativas. Digo que no deberíamos llamarlo así porque,
como ya hemos visto antes, todas las emociones son
relevantes en tanto en cuanto funcionan como señales de
alarma y nos proporcionan imprescindibles piezas de
información. Es innegable que las emociones pueden
experimentarse de manera más o menos agradable (es
decir, más o menos positiva, como solemos decir) y por eso
nos detenemos aquí en la dimensión de la valencia afectiva,
porque es una de la que más nos afecta, la que más
quisiéramos poder moldear a nuestro antojo. Una misma
situación puede despertar emociones de distinta valencia
en diferentes personas, del mismo modo que, en la historia
de vida de una misma persona, la valencia afectiva ante
una situación equis en un momento dado puede ser distinta
de la valencia afectiva ante esa misma situación, también
equis, pero experimentada en otro momento y en otras
circunstancias personales. Es fundamental tener esto en
cuenta antes de prejuzgar las emociones propias y las de
los demás, o antes de culparnos porque «deberíamos
habernos sentido de otro modo». También es muy útil tener
esto presente para aprender a relativizar la positividad o la
negatividad de algunas experiencias. A veces damos por
sentado lo mucho que algo debe dañarnos, y nos olvidamos
de tomar perspectiva en esta dimensión, pues solo en ese
ejercicio de tomar perspectiva nos damos cuenta de la
enorme gradación y de las muchas tonalidades que
caracterizan la vivencia de cada emoción.
Ajusta el CONTROL que experimentas acerca de esas
emociones
Es la capacidad que percibimos las personas para poder
controlar la situación que ha provocado una determinada
reacción emocional, y modificar con ello la valencia de
nuestras emociones o el resto de las dimensiones. Es
especialmente importante que esta dimensión esté ajustada
a la realidad, pues atribuirnos más o menos control del
debido puede conducirnos a adoptar actitudes
disfuncionales como la negación. Considerar que tenemos
un excesivo control sobre la emoción experimentada (y, por
consiguiente, también sobre aquello que la ha generado)
nos lleva a hacer esfuerzos infructuosos por ejercer ese
control inabarcable, incurriendo incluso en comportamientos
obsesivos y nada provechosos. En el polo opuesto,
atribuyéndonos menos control del que nos corresponde,
corremos el riesgo de sumergirnos en el mundo de la
indefensión, de la apatía, de la desmotivación, de la
desesperanza o de la depresión; nos arriesgamos a
considerar que somos víctimas de las circunstancias o
presas del destino, y ello anularía preocupantemente
nuestras capacidades de afrontamiento.

Valora la DIMENSIÓN TEMPORAL de tus respuestas


emocionales
A modo esquemático, cuando hablamos de «lo que
estamos sintiendo» podemos referirnos a varias cosas:
desde esas simples reacciones emocionales que hemos
empezado por analizar, relativamente breves (una
sensación de nervios en el estómago que llamamos
impaciencia o un latido en el corazón que identificamos
como ansiedad), hasta auténticos sentimientos que nos
acompañan de manera estable y duradera (como sucede
con los afectos, por ejemplo cuando nos damos cuenta de
que amamos a otra persona y la amamos sanamente, con
compromiso y estabilidad). Entre ambos extremos, podemos
describir toda una escala de dimensiones intermedias, me
refiero a eso que llamamos «estados emocionales» y que se
encuentra a una distancia no siempre equitativa entre un
polo y otro, entre la emoción más pura y básica y el
sentimiento más hondo y constante. Esos estados
emocionales son el resultado de la acumulación o sucesión
de distintas reacciones emocionales que se suceden en el
tiempo y dan lugar a una composición que describe de
manera más completa la actitud emocional con la que nos
encontramos en un día o una semana determinada, o «el
tono emocional» o «el humor» que hoy caracteriza mi
predisposición general hacia lo que ese día me toca
afrontar. Tomar conciencia de esta dimensión temporal es
útil para que podamos comprender mejor el porqué de
cómo nos sentimos, así como la proveniencia de nuestro
resonar emocional, ubicándonos en una secuencia de
vivencias e identificando su influencia anímica.

SIENTES, LUEGO EXISTES… Y NO, NO ERES BIPOLAR (NADA MÁS LEJOS DE LA


REALIDAD)

Las personas estamos expuestas a una constante —y


también compleja— interacción entre una enorme multitud
de reacciones y estados emocionales. Con más o menos
coherencia, vivimos inmersos en una incesante y eterna
avalancha emocional. No es raro que esta obviedad que
experimentamos cada día llegue a dar lugar a estados de
ánimo que pueden resultar muy contradictorios,
desenfrenados, arrebatadores, incluso frenéticos; y hay
etapas vitales en las que estas sensaciones llegan a
intensificarse hasta el punto de alarmarnos. Pero no, eso no
significa que seamos «bipolares», como mucha gente se
atreve a decir de sí misma o de otros, nada más lejos de la
realidad. Esa variabilidad en nuestros afectos refleja la
inmensa profusión
de nuestro mundo emocional y la enorme riqueza de la
cantidad de experiencias a las que podemos llegar a estar
expuestos cada día.
Otra cosa bien distinta sería manifestar una labilidad
emocional extrema, que modifica también abruptamente
nuestro comportamiento, sin justificación alguna y sin
consonancia con ningún desencadenante identificable. En
estos casos tampoco es motivo para que nos tildemos de
bipolares (que es un diagnóstico clínico grave cuyo nombre
ha pasado al lenguaje común con excesiva frivolidad), pero
sí podemos sospechar que nos encontramos en un
momento delicado y puede ser recomendable acudir en
busca de ayuda psicológica especializada. Las oscilaciones
emocionales muy radicalmente cambiantes pueden llegar a
ser muy difíciles de comprender y, por lo tanto, también de
gestionar.
Pero, volviendo a la normalidad estadística, a esa
variabilidad emocional lógica y esperable en cada uno de
nosotros, resulta que su mera constatación nos permite
aprender una sabia lección para llegar a dominar el arte de
regular nuestros afectos y nuestras inquietudes: parte de
ese ajuste está en nuestras manos, por lo que ese margen
de cambio también pasa a depender, en buena medida, de
nosotros. Esa variabilidad nos informa del vastísimo mapa
de matices y posibilidades por el que podemos desplazarnos
para gestionar las emociones y nos invita a utilizar todas las
herramientas que están a nuestro alcance para conseguirlo.
Hasta ahora nos hemos centrado en la escucha de las
propias emociones para responder de manera equilibrada
ante el mundo, pero sigue leyendo para descubrir que la
regulación emocional no solo proviene del ajuste de los
propios afectos, sino que también nace de nuestra forma de
pensar y de nuestra forma de actuar. Pero no nos
adelantemos, aún hay mucho por hacer en el plano
estrictamente emocional.

APRENDE DEL SUFRIMIENTO… TANTO COMO DE LA FELICIDAD


Ahora que ya tenemos bien asentados los pilares de lo
que significa sentir, y que sabemos reconocer y nombrar
nuestras emociones, adentrémonos en el dominio de
nuestros estados emocionales y maximicemos nuestro
rendimiento en este campo. A fin de cuentas, ¿acaso la vida
no va de eso, de cómo nos sentimos y del balance global
que podemos concluir a partir de todas esas emociones?
La felicidad se explica mejor por la repercusión que su
ausencia tiene sobre nosotros que por lo que realmente
significa. La falta de felicidad causa estragos y nos alerta de
que las cosas no están funcionando de la mejor manera
posible. Nos priva de refuerzos y, por ello, genera
desmotivación. Son, precisamente, los momentos en los que
has sentido que no eras feliz (o no lo suficientemente feliz,
no tanto como pensabas que podrías serlo) los que te han
llevado a tener este libro entre las manos, aparte de tu
peculiar curiosidad por entender los mecanismos implícitos
de nuestro psiquismo.
El motivo por el cual, muy a menudo, necesitamos una
guía para entender qué nos sucede y dilucidar por dónde
podemos tirar es que el análisis que hacemos acerca de los
motivos que causan la ausencia de emociones y
sensaciones asociadas al bienestar y a la felicidad no es el
acertado. Esa ausencia de emociones placenteras o esa
dificultad para experimentarlas suele obedecer a análisis
complejos. De hecho, rara vez coincide exactamente el
motivo de consulta de un paciente con el «diagnóstico» que
la evaluación de su caso nos lleva a esclarecer. Lo más
frecuente es que, cuando padecemos de cualquier tipo de
dolencia emocional y acudimos a buscar ayuda, pongamos
el foco sobre el objetivo equivocado. Así que ya podíamos
estar esforzándonos por resolver lo que pensábamos que
nos pasaba, que lo único que íbamos a conseguir, en la
dirección errónea, era dejarnos la piel infructuosamente, y
de paso también las fuerzas y la motivación. El cansancio se
hace máximo cuando estamos esforzándonos por conseguir
algo que nunca llega. Terminamos extenuados, frustrados y
perdidos.
Por eso, y sabiendo que nuestro destino es, obviamente,
conquistar unas cuantas dosis de felicidad —o, cuando
menos, para no ser tan ambiciosos, unos cuantos ratos de
tranquilidad—, conviene que nos detengamos en el
sufrimiento en lugar de huir de él. Es preciso que
escuchemos qué es lo que nos está indicando y qué
radiografía nos permite visualizar acerca de cómo estamos
funcionando, para así poder identificar con eficacia y
precisión nuestros obstáculos, y poner exactamente sobre
ellos, y no en otro lugar, la diana hacia la que dirigir todos
nuestros esfuerzos por cambiar y por sentirnos mejor.
Por otro lado, la mayor parte de las veces nos empeñamos
en sentirnos mejor sin saber siquiera qué es lo que eso
significa, sin estar seguros de hacia dónde queremos
caminar y de cuáles son, en concreto, las dificultades a las
que nos enfrentamos en el día a día. Por eso, ahora que ya
sabemos que las emociones cumplen numerosas funciones,
nos centraremos en el botón de alarma que nos permiten
presionar. Partiendo de la base de que las emociones nos
indican que hay algo a lo que debemos prestar atención,
vamos a entender este camino hacia el bienestar desde el
importante mensaje que el sufrimiento nos quiere
transmitir. ¿Empezamos?

Ejercicio práctico. Identifica las distintas


fuentes de tus distintos padecimientos
Haz una lista de todas y cada una de las manifestaciones de insatisfacción,
ansiedad o sufrimiento con las que convives cada día. Concreta y detalla con
precisión cuáles son las situaciones que vives con malestar, cómo las
interpretas, qué piensas que va a suceder en cada una de ellas, cómo esperas
que reaccionen los demás, qué emociones experimentas, cómo esas emociones
se manifiestan a través de tu cuerpo, cómo tiendes a comportarte y qué es lo
que suele ocurrir, es decir, cómo suelen resolverse esas situaciones.
Muy probablemente estés pensando en situaciones prototípicas, como las que
le ocurren al 90 por ciento de las personas que, como tú y como yo, no tenemos
ningún problema psicológico grave pero no siempre sabemos desenvolvernos de
la manera más resolutiva y, a veces, nos sentimos desbordados. Mira a ver si te
reconoces en alguna de estas, pero no dejes de hacer el esfuerzo de elaborar y
concretar tu particular listado de las situaciones que te resultan problemáticas:

• En la esfera personal: siento que soy un fracaso y que no he logrado nada


de lo que quería… Me siento inseguro en muchas situaciones que a estas alturas
ya debería saber gestionar… No me gusto y no soy capaz de encontrar en mí
nada que tenga valor, ni siquiera me gusto físicamente y procuro no mirarme al
espejo...
• En la esfera de la pareja: me gustaría poder decirle a mi marido que me
siento sola, que entiendo que esté cansado pero que me da la sensación de que
no le importo. Quisiera decírselo, pero me da miedo, me da miedo su respuesta,
me da miedo su reacción, me da miedo que no tenga solución… Temo que
acabemos peleando, igual que temo que algún día esto se acabe y me vea
sola…
• En la esfera social, cuando me veo desde la mirada del otro: creo que no
gusto a los demás y anticipo que voy a ser rechazado… Me siento nervioso y
angustiado cuando pienso en el plan de este fin de semana porque no voy a
saber relacionarme como los demás… Habrá gente nueva y me da miedo no
caer bien o no poder hablar con nadie… Me siento muy inseguro en este ámbito
y no seré capaz de hacerlo…
• En la esfera social, cuando me cuesta regular el poder que los demás
tienen sobre mí: esta amiga tiende a hacerme feos y desplantes delante de los
demás, me trata con arrogancia y cree que es gracioso, pero no lo es en
absoluto; me siento menospreciada y me cuesta mucho planteárselo porque
seguro que le va a dar la vuelta a la tortilla, como siempre hace… Hace tiempo
que me estoy callando por esto y me empiezo a sentir la tonta del grupo...
• En la esfera profesional: me enfrento a una situación novedosa, va a haber
gente fijándose en mi trabajo y evaluándolo, estoy convencida de que la voy a
fastidiar, me veo incapaz de estar a la altura y de hacerlo bien, y sé que los
demás van a pensar mal de mí a raíz de ello; quizá incluso me cierre puertas…
Estoy pensando en proponer que sea otra persona la que lo haga, aunque me
perjudique en mi ascenso profesional.
• En la esfera familiar: mi madre está demasiado presente en mi vida.
Entiendo que no tiene demasiadas distracciones, pero creo que tampoco hace el
esfuerzo de buscarlas. Sé que se acerca a mí desde el cariño, pero me agota
tener que llamarla cada día cuando salgo cansada del trabajo, y detesto que se
enfade si un fin de semana no podemos ir a su casa a comer. No es justo. Pero
no sé cómo decírselo, me da pena decepcionarla o disgustarla. Prefiero
sacrificarme yo y seguir igual…
Ya tenemos un denominador común. Como puedes comprobar, todas y cada
una de estas descripciones contienen los mismos elementos: una situación
temida, un pensamiento que es el que informa acerca de cómo anticipamos que
se desarrollará esa situación, las emociones que todo ello nos despierta
(incluyendo las manifestaciones fisiológicas que esas emociones provocan en
nuestro cuerpo) y, por último, la forma en la que actuamos y gestionamos la
situación, es decir, lo que hacemos o lo que dejamos de hacer o cómo creemos
que vamos a desenvolvernos. La guinda del pastel la ponen un balance final
subjetivo o una conclusión anticipada que, como no podía ser de otra manera,
solo contienen pesimismo y fracaso. Tendemos a ser mucho más agoreros de lo
que queremos reconocer. Y no nos damos cuenta de que muchas de las
situaciones que creemos que nos van a resultar problemáticas solo lo son en la
imaginación y en la anticipación. Que veamos las cosas muy negras no significa
que lo sean de verdad.
Si analizas cada uno de esos escenarios temidos de manera más metódica,
verás que todas las situaciones que nos generan malestar pueden fragmentarse
con claridad en el siguiente esquema. Veamos la concatenación de elementos,
desde la situación que desencadena el miedo hasta esa conclusión perniciosa
que, en última instancia, creemos que nos acarreará, pasando por la interesante
distinción entre los tres niveles de respuesta de los que los seres humanos
disponemos, y que de manera disfuncional tendemos a fusionar: el
pensamiento, la emoción y la conducta.

Situación Pensamiento Emoción Conducta Consecuencia


¿Qué está pasando? ¿Cómo ¿Cómo me hace ¿Qué hago? ¿Cómo ¿Qué pasa después?
¿En qué escena o en interpreto eso sentir todo esto? reacciono? ¿Cómo ¿En qué lugar me
qué contexto se que está ¿Qué nombre tiene gestiono? ¿O qué es deja lo sucedido? ¿Se
desencadena todo? O sucediendo a esa emoción y lo que no hago ha resuelto mi
bien, ¿cuál es la mi alrededor? cómo se hace porque huyo o problema? ¿Cómo han
situación que ¿Qué me viene notar en el porque me quedado las cosas?
anticipo? a la mente? cuerpo? bloqueo?

Así es, reaccionamos a lo que nos sucede con pensamientos, con emociones
y con acciones. Que alguno de estos niveles de respuesta no sea siempre visible
desde el exterior no significa que no exista. El pensamiento, la emoción y la
conducta son los que nos permiten hacernos cargo de la realidad, son nuestros
vehículos de gestión. Nuestro bienestar y también, en gran medida, nuestra
autoestima estarán supeditados a cómo vayamos resolviendo una situación tras
otra. De ese balance final y de esa concatenación de respuestas depende que
nos sintamos tranquilos y orgullosos o, por el contrario, fastidiados y sumidos en
la desesperación.
Y esta es la base de nuestra fórmula para el cambio, la señal de alarma nos la
da la emoción, esa en la que tanto nos hemos detenido, pero desde ahí
emprendemos un maravilloso recorrido que nos llevará a modificar, de manera
integral, todo cuanto sea necesario para sentirnos mejor: cambiemos la forma
de pensar y nuestra forma de actuar para propiciar la aparición de ese bendito
equilibrio que tanto deseamos. En aquello que el sufrimiento nos indica está
precisamente el camino hacia la solución.

APRENDE A CONVIVIR CON LA TRISTEZA


¿Por qué no existe una vida sin ella?
Decíamos que la tristeza cumple una función de
reintegración, nos ayuda a recomponernos y, por lo tanto,
es la emoción asociada a la pérdida. Nos empuja al
recogimiento y se experimenta de forma desgarradora.
Duele, y mucho, tanto en el plano emocional como en el
físico. Son muchas y muy variadas las situaciones que
típicamente despiertan la tristeza, pero todas tienen algo en
común: la pérdida o el vacío, junto con todas las añoranzas
que estos conllevan. A veces, la tristeza se vive con tanta
intensidad que parece imposible que pueda existir nada
más allá de ella. La vida se hace, como decía la canción,
eterna en cinco minutos.
La tristeza ralentiza nuestra forma de funcionar y nos
aparta de todo y de todos, va aparejada a la gran
desesperanza y nos traslada al polo opuesto a la
motivación. La tristeza no nos empuja a la acción, sino que
nos bloquea y supone un obligado alto en el camino. A
causa de ello, muchas veces, la abordamos desde la más
exclusiva soledad. Craso error.
Las consecuencias de experimentar elevados niveles de
tristeza pueden ser devastadoras a medio y largo plazo, y
por ello es muy importante no dejarnos atrapar por
completo por esta emoción y tener unas mínimas directrices
muy claras acerca de cómo gestionarla o también de cómo
ayudar a quien tenemos al lado para que la gestione.
Podemos enlentecer nuestro ritmo de vida, sí, desde luego
que nos podemos permitir eso, y mucho más; pero sin llegar
a abandonar por completo el conjunto de nuestras
actividades cotidianas. Y sin caer, por supuesto, en el
autoabandono. Podemos tender a la soledad, sí, pero sin
aislarnos. Podemos sentirnos desmotivados y
desesperanzados, sí, pero sin dejar de estar mínimamente
en movimiento.
Mantener una toma a tierra, un anclaje a la vida y a los
demás, es imprescindible para que la tristeza no
desencadene una depresión.
¿Qué es realmente la depresión?
Hablamos muy alegremente de depresión en el lenguaje
cotidiano. Rara es la persona que no ha dicho alguna vez en
su vida aquello de: «Creo que tal persona está deprimida» o
esto otro de: «Hoy estoy un poco depre», pero no nos
hacemos a la idea de lo que un trastorno depresivo puede
llegar a suponer en nuestras vidas. El deprimido, el que lo
está de verdad a nivel clínico, ha dejado de funcionar en la
vida, tiene dificultades hasta para levantarse de la cama, se
mueve con lentitud y dificultad, razona como si estuviera
inmerso en una nebulosa de confusión, se siente incapaz de
tomar ninguna decisión, vive bloqueado por el miedo, no
encuentra salida e involuntariamente se ha instalado en la
queja porque no ve otra forma de manifestarse ni de
enfrentarse al mundo. La vida del depresivo ha quedado en
suspensión. Me viene a la mente el relato que María Belón
hizo de su propio proceso depresivo en una entrevista. Su
historia de vida como superviviente de un tsunami es más
que conocida
y dio lugar incluso al argumento de una conocidísima
película de Hollywood. En una entrevista periodística
contaba, tiempo después de haber superado su vivencia de
estrés postraumático, el momento en el que se dio cuenta
de que algo grave le pasaba, de que verdaderamente sus
niveles de funcionamiento se estaban viendo muy alterados
por lo que luego sabría que era efectivamente una
depresión: «Poner una lavadora se me hacía más difícil que
subir el Everest», dijo, y en muy pocas palabras ilustró a la
perfección el enorme poder incapacitante de la depresión.
Si hemos llegado hasta ese extremo no significa que nos
encontremos en un punto de no retorno, pero lo que sin
duda es cierto es que necesitamos ayuda profesional, que
debemos atender con cierta constancia a una terapia
psicológica e implicarnos en ella activamente. En algunos
casos, además, puede que un profesional determine que
esa terapia deba acompañarse de un tratamiento
farmacológico que ayude, al inicio, a aliviar algo de nuestro
sufrimiento y haga que podamos sobrellevar, ya en sí
mismo, el esfuerzo que supone la propia terapia. Los
psicofármacos no son la solución definitiva, pero en algunos
casos (no en todos ni mucho menos, quizá en un 30 por
ciento aproximadamente) pueden ser útiles para darnos un
empujón, para abrirnos los poros del alma y aumentar
nuestros umbrales de permeabilidad a la influencia
terapéutica.

¿Cómo gestionar la tristeza adaptativa, esa que


forma parte de la vida y no tiene por qué ser
patológica?
Por suerte, la mayor parte de nosotros no estamos en esa
situación depresiva, y lo que nos ocurre es que, a veces,
pero solo a veces, la tristeza se nos hace ingobernable,
decimos que «Me vengo abajo», «me hundo», y es que
realmente lo sentimos de ese modo. En esos momentos en
los que todo cuesta un triunfo y tenemos la sensación de
que la vida nos ha dado la espalda, es imprescindible que
recordemos que no estamos solos y que, aun estándolo
puntualmente, disponemos de múltiples herramientas
psicológicas y de recursos de los que todos podemos hacer
uso.
Siempre tenemos opciones, aunque a veces no las
veamos. La primera parte de la fórmula para sobrellevar la
tristeza es relativamente sencilla: echársela a la espalda y
hacer que no nos detenga por completo, que no nos aleje
de los demás y que no nos impida funcionar del todo.
Podemos ir a trabajar tristes, claro que sí, y también
podemos expresar esa tristeza, pedir que se nos permita un
poco de margen, sacarla fuera a base de llantos (o lo que
sea que a cada uno le sirva) y apoyar la cabeza en el
hombro de una persona íntima. Creemos que nadie va a
poder comprendernos y ayudarnos en esto, pero ¿acaso hay
algo más comprensiblemente humano o un sentimiento que
genere más compasión que la sensación de sentirse triste?
Gestionar la tristeza de forma activa es fundamental para
no dejarnos caer. Tanto es así que las propias estrategias de
afrontamiento de la tristeza que acabamos de describir son,
en sí mismas, ya terapéuticas. La búsqueda de apoyo es
una de las formas de actuación más maduras y
constructivas a las que las personas podemos recurrir,
identificar y contar estas emociones es el primer paso para
poder afrontarlas, y el llanto es una de las herramientas de
las que disponemos los seres humanos no solo para
expresar la tristeza o la angustia, sino también para
liberarnos de ella y combatir emocional y fisiológicamente el
desasosiego. Por eso, cuando los psicólogos hablamos de
hacer psicoeducación útil en etapas infantiles, ponemos
tanto empeño en la importancia de que los niños se sientan
seguros como para acudir en busca de ayuda ante sus
figuras de referencia, así como en la enorme trascendencia
que tiene eso de aprender a identificar y expresar las
emociones desde edades bien tempranas.
Y también por ello, la fórmula de gestión de la tristeza que
empezábamos a esbozar pasa por reconocer que esta
puede acompañaros sin anularnos por completo, y necesita
de la expresión y de la ventilación adecuadas para llegar a
su resolución. No habremos dejado de transitar a través de
la tristeza hasta que no tengamos claro qué respuestas le
damos: cuál es el origen de la sensación de pérdida que
experimentamos, qué hemos de gestionar a nuestro
alrededor para acallar ese desgarrador vacío, qué es lo que
nos estaba conmoviendo y qué podemos hacer para
acercarnos a ello de manera más resolutiva, qué necesidad
no conseguimos cubrir, qué hemos de aceptar que ha
quedado atrás y cómo podemos recomponer el hueco que
deja, qué hemos de afrontar o cambiar en nosotros, a quién
hemos de cuidar o a qué hemos de prestar atención.
Sentamos así las bases para que el adulto disponga de un
abanico de recursos más amplio, y para que desde ahí
podamos identificar el origen de nuestra tristeza, aprender
a vivir con ella cuando es necesario y proseguir nuestro
camino después, restableciendo nuestro equilibrio anímico a
base de resolver las fuentes de nuestro malestar.

¿CANALIZAS EL ESTRÉS O VIVES SIN VIVIR EN TI?


¿Expresar tus emociones o enfermar? El cuerpo
vehiculiza a través del dolor toda emoción no
expresada
Entre enfermar o expresar, por supuesto, yo elijo expresar.
Sin duda alguna. Aunque pueda llegar a doler un poco. Y me
propongo conseguir que esta sea también tu preferencia a
medida que sigas leyendo este libro. No porque a mí se me
antoje, sino porque una enorme cantidad de sufrimiento
cotidiano tiene que ver con nuestra falta de habilidades a la
hora de canalizar nuestras emociones y darles salida para
poderlas transformar. Tal es la base de la inmadurez
emocional que afecta a muchos adultos, y tal es el origen
de muchas dificultades personales y también relacionales.
Especialmente en la pareja, por poner un ejemplo muy
habitual, es importante poder expresar lo que uno siente.
Tú, como pareja, puedes quererme mucho, pero si nunca me
lo dices, si nunca lo manifiestas, si nunca le pones
palabras… ¿Cómo me llega? De ninguna manera. Sí, ya sé
que el amor se demuestra con actos, pero eso no significa
que no sea también necesario reivindicarlo de forma
explícita. Aquello que no somos capaces de imaginar no
existe y aquello que no nombramos es algo con lo que no
nos comprometemos. El amor se queda cojo si nunca es
declarado. Y, más allá del amor, de vuelta a las emociones
más incómodas, ¿qué pasa si ni siquiera en pareja (terreno
teóricamente seguro) soy capaz de expresar lo que siento?
Transmito desconfianza e inseguridad, obstaculizo el
desarrollo de la intimidad y no solo sufro yo, sino que hago
sufrir a quien tengo a mi lado.
Aparte de tales evidencias, a través de mi experiencia en
la consulta, también he podido comprobar otra realidad
alarmante: detrás de esas personas que se regodean de no
comunicar nada de lo que sienten, lo que hay es una
verdadera laguna de aprendizaje y grandes carencias a la
hora de enfrentarse a situaciones difíciles. Así es, de
manera descriptiva y en absoluto crítica, pues quien no
sabe expresar sus emociones tampoco ha tenido nunca a
nadie que le enseñase cómo hacerlo o que le explicase la
importancia de la ventilación emocional y la valiosísima
ayuda que representa el apoyo social.
Tirón de orejas inmediato a quienes suelen afirmar cosas
como: «Es que yo soy así, de guardarme las cosas para mí,
yo soy para adentro», y pregonan que: «Las cosas es mejor
guardárselas porque a los demás o bien no les interesan o
bien pueden utilizarlas en nuestra contra». En el fondo, lo
que les ocurre, no es que no quieran, es que no saben
expresar sus emociones o vehiculizarlas de manera
alternativa, no se han planteado siquiera que cuenten con
esa posibilidad. No es culpa suya, quizá nadie les enseñó a
hacerlo o quizá la experiencia no fue del todo sanadora en
alguna ocasión, quizá se encontraron con un mal receptor y
caparon de inmediato esa vía de expresión. Error.
Colocar la nula expresividad emocional en el lado de la
enfermedad no es exagerar. La emoción no mencionada, no
expresada y no canalizada necesita encontrar, de un modo
u otro, una forma de liberación, una vía de escape.
Recuerda que la emoción es, también y ante todo, una
reacción fisiológica que cuando no es atendida se expresa a
través del cuerpo, es decir, a través de la somatización. La
represión de todo lo que crees controlar por «guardarlo para
ti mismo», la acumulación reiterada de emociones negadas
produce alteraciones hormonales que correlacionan
directamente con un perjuicio para la salud física, no solo
para la salud emocional, y ese perjuicio puede llegar a ser
grave, de ahí la asociación entre la inhabilidad para la
expresión emocional y la enfermedad.

El cortisol y la potente relación entre lo físico y lo


emocional
Una de las relaciones más estudiadas y directas entre lo
físico y lo emocional tiene su base en una hormona llamada
cortisol, también conocida como «la hormona del estrés».
Cuando te cuente qué es el cortisol querrás pedirme la
fórmula mágica para poder vivir sin él, para erradicarlo de
tu organismo. Y entonces te daré la misma respuesta que le
doy a todos mis pacientes cuando me piden tal cosa: no, no
quieres vivir sin cortisol y no, no quieres vivir sin estrés. En
primer lugar, porque la incómoda reacción de tu organismo
ante un elemento alarmante es una reacción de
autoprotección muy básica que garantiza tu supervivencia,
que te permite actuar antes incluso de que tu cerebro haya
tomado conciencia plena de lo que sucede a tu alrededor. Y,
en segundo lugar, porque una vida sin estrés es una vida
plana y aburrida, nada estimulante, una vida insulsa a la
que tú mismo querrías dar animación.
Empecemos por lo más básico. Como te decía, el cortisol
cumple un importante rol en algunas de las funciones más
básicas de tu organismo, relacionadas con tu propia
supervivencia. Te será fácil reconocerte en una situación de
pánico, por desgracia habrás pasado por alguna que otra a
lo largo de tu vida. Unos ejemplos sencillos al azar: estar de
pronto cerca de un incendio; escuchar que alguien grita
«¡peligro!» o «¡socorro!» con voz desgarrada en un lugar
cerrado en el que ambos os encontráis; un encuentro frontal
con tu animal más temido; un coche que se te abalanza y
un frenazo en seco en un paso de peatones… Recuerda
alguna de esas situaciones críticas que hayas vivido en
primera persona e identifica, ¿qué sucede en tu cuerpo? El
corazón palpita más deprisa, notas que te invade un intenso
calor y la tensión se apodera de todos tus músculos. Puede
que rompas a sudar de pronto y, para cuando quieres
pensar acerca de lo que te está sucediendo, toda tu mente
se ha hecho nebulosa, no percibes que puedas pensar con
claridad porque, hasta pasados unos instantes, toda tu
atención se ha concentrado en un único estímulo, en eso
que podía suponer una amenaza para ti.
¿De qué forma es esto positivo? Pues bien, se trata de tu
cuerpo reaccionando para ponerte a salvo, es tu organismo
respondiendo antes incluso de que tu cerebro haya podido
procesar a conciencia toda la información proveniente de
tus sentidos. Y eso no puede ser malo. ¡Lo preocupante
sería que no dispusiésemos de ese tipo de mecanismos de
autorregulación y de ese instinto de protección! Tu
organismo se activa de manera automática y se dispone a
protegerse.
El estímulo inicial (el humo o el olor a fuego, la voz de
alarma, el coche que se te echa encima o el calambre que
sacude tu cuerpo ante la cercana presencia de un animal
peligroso) ha desencadenado toda una serie de procesos
nerviosos y hormonales. Tu cuerpo, en inmediato estado de
alerta, ha enviado una señal directa a una estructura
cerebral llamada hipotálamo, que no por pequeña es poco
relevante. Juega un papel importante tanto en el sistema
nervioso como en el sistema endocrino e interviene en
funciones tan imprescindibles para el mantenimiento de la
vida como la regulación del apetito, de la tensión arterial,
de la temperatura corporal, de los ciclos de sueño o de las
emociones.
Es esa primera señal enviada al hipotálamo la que
provoca la activación en cadena de muchas otras áreas
cerebrales que, una tras otra, van originando o induciendo
desde las respuestas más básicas —esas de activación
fisiológica que acabamos de describir ante un sobresalto—
hasta las más complejas, como el procesamiento cognitivo
posterior de la información que estamos recibiendo a través
de todos nuestros sentidos para hacer una interpretación lo
más ajustada posible a la realidad y así, posteriormente,
tomar las decisiones más adecuadas para responder ante el
peligro (ya sí, de manera más concienzuda) y gestionar la
situación de la forma más eficaz.
En definitiva, la liberación abrupta de cortisol (y también
de adrenalina y de otras hormonas, porque el cortisol no
actúa solo) a través de las manifestaciones fisiológicas que
induce, supone la necesaria activación de nuestro cuerpo
ante una situación que por fuerza ha de alarmarnos, ante la
cual hemos de reaccionar. La punzada en el corazón que
sentimos cuando nos alertamos es incómoda, cierto, pero es
tremendamente necesaria para garantizar que no nos
quedamos pasmados y entregados a la vida contemplativa
mientras a nuestro alrededor algo amenaza de gravedad
nuestra supervivencia. Pero ¿te imaginas lo que sucede
cuando esa acción del cortisol se mantiene a lo largo del
tiempo y que esa punzada en el corazón te acompañe más
allá de un intervalo corto de tiempo? Las consecuencias
pueden llegar a ser destructivas, ¡sigue leyendo!

Las causas de un organismo estresado y sus


devastadoras consecuencias
¿Puedes suponer lo que significa vivir todos y cada uno de
los momentos de tu vida bajo los efectos de una amenaza o
de un peligro que te empujan a actuar? Agotador. Pero, si lo
analizamos de otro modo radicalmente distinto: ¿te
imaginas vivir toda la vida enamorado? Enamorado en el
sentido literal de la palabra, es decir, bajo los efectos del
enamoramiento más bioquímico, con los nervios a flor de
piel, la emoción al borde de la desestabilización, el
estómago permanentemente encogido y el corazón a mil.
Pues bien, igualmente agotador e insoportable, eso también
resultaría ser una fuente insufrible de estrés. Los efectos del
estrés sostenidos en el tiempo son siempre devastadores.
Es importante que sepas que el estrés puede provenir
tanto de factores aparentemente positivos (que conllevan
mucha actividad por nuestra parte, pero también una
teórica y real ilusión en la gestión o preparación de un
evento, como organizar una boda, estudiar para aprobar
una oposición o trabajar en una tesis doctoral) como
negativos (de esos que objetivamente alteran nuestro día a
día y quisiéramos poder evitar, como un trabajo en exceso
demandante en un contexto de crisis, sobrevivir con la
angustia constante de no llegar a fin de mes o vivir
sometido ante determinados miedos).
En cualquiera de los casos, las hormonas implicadas en la
activación de nuestro organismo, como el cortisol o la
adrenalina, necesitan de un ciclo de acción equilibrado y su
constante activación es tan nefasta como lo sería su
inexistencia. Ambos extremos nos sumergen en igual estado
de vulnerabilidad y desprotección, y nos desproveen de las
herramientas que necesitamos para poder vivir una vida de
la que poder sentirnos dueños.
Todas y cada una de las funciones gobernadas por cada
estructura cerebral implicada en la activación de nuestro
organismo ante un estresor se ven desestabilizadas si esa
activación se mantiene más allá del tiempo que sea
prudencial y necesario. Por eso, cuando estamos sometidos
a elevados niveles de estrés durante largos periodos de
tiempo, enfermamos. Si sufren todos y cada uno de los
circuitos implicados en los principales sistemas de
regulación de nuestro organismo, no es de extrañar que lo
haga igualmente nuestra salud física, y no solo la dimensión
psicológica.
De ahí que el estrés crónico provoque enfermedades
inmunológicas, neurológicas, endocrinas e incluso
cardiovasculares, además de decenas de otras molestias de
diversa naturaleza. ¿Cuántas veces has oído que alguien
cercano a ti ha sido derivado al psicólogo o al psiquiatra
después de haber acudido al médico por problemas que en
apariencia nada tenían que ver con su gestión emocional
como migrañas, vértigos, hipertensión, vasculitis, problemas
digestivos, etc.? Por no mencionar contracturas musculares
que los fisioterapeutas tratan y cuya proveniencia es la
tensión muscular asociada al estrés, o el envejecimiento
prematuro o incluso el desarrollo de algunos problemas más
graves como procesos cancerígenos derivados
indirectamente de esa acción del cortisol que mantiene el
cuerpo sobreactivado y con elevados niveles de glucosa en
sangre, cuando debería poder estar en reposo.
En consulta, uno de los ejemplos más representativos de
la toxicidad que el estrés sostenido en el tiempo supone
para nuestro organismo es, a mi juicio, el síndrome del
cuidador quemado. Personas que durante años de su vida
han tenido que vivir constante e intensamente pendientes
de alguien, por regla general
de un familiar a quien quieren, con el objetivo de atender a
su dependencia e incluso de detectar señales de alarma que
avisen de un riesgo inminente de muerte. La tensión
biológica y psíquica bajo la que viven es máxima, con el
agravante de la preocupación por esa persona a la que
aman, de la destrucción de otras áreas de su vida que por
fuerza desatienden, y todo ello acompañado del impacto
traumático de una identidad transformada… El listado de las
patologías psicológicas y médicas que estas personas
arrastran es demoledor, empezando por la ansiedad y la
depresión.
En fin, esto del estrés y de la desregulación corporal que
causa no parece ya ninguna broma, ¿verdad? Hace ya
mucho tiempo que psiquiatras y psicólogos, en consenso
con muchísimos otros profesionales de la salud, lo venimos
anunciando. Pero, desde que sabemos más desde el punto
de vista médico acerca de la interacción entre lo biológico y
lo psicológico, esta cuestión ya no deja indiferente a nadie y
nos hemos empezado a tomar muy en serio esto de
gestionar mejor nuestras emociones para estar más sanos,
vivir mejor e incluso vivir más tiempo.

Aprende a gestionar el estrés


Como decíamos, que nuestro cuerpo se active cuando es
preciso, supone una importante ventaja adaptativa y nos
ayuda a poner todo de nuestra parte cuando esto es
necesario. Pero vivir constantemente sometido a la
activación química del estrés convierte al cortisol en un
agente tóxico y a nuestro cuerpo le hace enfermar.
Veamos ahora mismo cómo gestionar el estrés desde el
punto de vista más conductual y práctico, es decir, cómo
gestionar el día a día con todas las exigencias y tareas que
ello nos plantea y a las que hemos de dar solución. Más
adelante, nos centraremos también en aprender a gestionar
otra importante fuente de estrés: esa que proviene de
demandas que no son necesariamente reales, pero que no
por ello dejan de afectarnos. ¿Te imaginas a qué me refiero?
Te lo adelanto para ir abriendo boca: estoy hablando de las
malditas preocupaciones constantes e innecesarias que nos
persiguen a todas horas, atormentándonos y
condenándonos a vivir en un estado permanente de estrés.
Pero eso será más adelante. Centrémonos ahora en resolver
nuestro día a día de forma eficaz para no enfermar, para no
sufrir los tremendos estragos de los que ya somos
conscientes

Por qué estrés y ansiedad no son sinónimos, y por lo


tanto hay luz al final del túnel (incluso en esta vida
estresante que te ha tocado vivir)
¿Sabías que estrés y ansiedad no son la misma cosa? Son
conceptos que habitualmente empleamos como sinónimos,
y en cierta medida parecen primos hermanos, pero lo cierto
es que no son intercambiables. Mientras que el estrés es
parte imprescindible de la vida —e incluso nos la hace más
interesante—, la ansiedad, en cambio, es más prescindible y
aparece como indicador de que ese estrés nos ha
sobrepasado por exceso de cantidad o por falta de
habilidad, porque no lo hemos sabido manejar bien.
El estrés viene desencadenado por toda demanda que
tengamos que atender o tarea que hayamos de resolver.
Cuanto más compleja sea la situación a la que nos
enfrentamos o cuantas más cuestio-nes hayamos de
abordar en un mismo periodo de tiempo, más estresores
estarán llamando a nuestra puerta.
Factores de estrés y momentos estresantes en la vida hay
muchos, ¡y no todos ellos son desagradables! ¡Ni mucho
menos! Desde la compra de una casa o de un coche, una
mudanza —esta situación sí tiende a ser algo más
angustiosa para muchas personas, entre las que me incluyo,
aunque sea para trasladarse a un hogar mejor—, hasta la
organización de una boda o de un viaje soñado. Todas estas
situaciones contienen una enorme cantidad de estresores:
responsabilidades que asumir, decisiones por tomar,
trámites que hacer, citas a las que asistir, distintas acciones
que coordinar, plazos que respetar… Pero no hace falta
pasar por un proceso ansioso para poder hacerles frente. Si
disponemos de la capacidad de gestión y de organización
suficientes, transitaremos a través de esas experiencias
vitales con elevados niveles de activación, pero no
necesariamente con ansiedad. Iremos con la lengua fuera,
puntualmente nos podrá costar un poco más dormir o
concentrarnos, tendremos la sensación de estar viviendo
muy deprisa y con poco descanso, pero la situación no tiene
por qué desbordarnos.
Solo cuando se introducen una serie de componentes
fundamentales, el estrés se torna en ansiedad. A nivel
emocional ese componente es el miedo. El aderezo del
miedo es el rey en el cóctel de ingredientes que compone la
ansiedad. Y a nivel cognitivo ese componente es el de las
anticipaciones de futuro, siempre negativas y
descorazonadoras; representan la guinda del pastel. En un
cuadro ansioso no solo tengo muchos frentes abiertos,
muchas demandas que atender y muchas cuestiones que
resolver —es decir, mucho estrés—, sino que, además,
siento que no puedo abarcarlo todo, que, literalmente, no
me da la vida, me siento tan desbordado que me percibo
incapaz; y es entonces cuando temo fracasar, me angustia
no llegar y el malestar se apodera de mí. Sumo, aparte de lo
que ya tenía, numerosísimas cargas mentales. En definitiva,
mis capacidades de afrontamiento se han visto claramente
desbordadas por la cantidad o la envergadura de los retos
que una o varias situaciones me planteaban. He entrado en
bucle y en lugar de resolver parece que voy perdiendo
eficacia por momentos.
Aquí reside la gran diferencia entre el estrés y la
ansiedad: mientras que el primero me mantiene en
movimiento, con los niveles de atención y activación justos
como para preservar mi capacidad para ejecutar y resolver,
y con todos mis recursos orientados hacia la acción, la
segunda me bloquea, me paraliza, y supone un notable
obstáculo para la vida que hace que no pueda seguir
funcionando de manera eficaz. Lejos de mantenernos
atentos y resolutivos, la ansiedad es un obstáculo
incapacitante.

¿Qué hacer, entonces, para gestionar adecuadamente


el estrés y protegernos frente a los devastadores
síntomas de la ansiedad?
En la propia explicación reside la clave, de ahí que nos
hayamos detenido en ella para tratar de entender. Todos los
procedimientos fundamentales que hemos de activar para
gestionar los factores de estrés que puedan asaltarnos, sin
enfermar física y emocionalmente a causa de una mala
deriva del estrés hacia la ansiedad, se desprenden de los
mecanismos que acabamos de analizar, y se materializan a
través de las siguientes pautas. Prueba a ponerlas todas en
práctica.
• Identifica con precisión todas y cada una de las
demandas a las que tengas que dar respuesta. Elabora un
listado objetivo, detallado y preciso, muy concreto, que
contenga la descripción de las demandas y tareas reales, no
interpretaciones tuyas.
• Organiza cada reto en función de una jerarquía de
prioridades, ya sea por nivel de importancia o porque
ciertos plazos marquen tu ritmo y tu agenda.
• Deja fuera de tu ranking lo más superfluo. Acepta que
hay cuestiones que, sencillamente, no dependen de ti o que
en este momento no son relevantes, y que por ello no tiene
ningún sentido que te sigas esforzando por darles salida.
Pídete solo lo que esté justificado que te pidas.
• Coge cada uno de esos retos y subdivídelo en todas las
tareas que es necesario que ejecutes hasta su consecución.
De nuevo describe tareas y procedimientos de manera
objetiva, que tus miedos no se entrometan.
• Acota tus tiempos y comprométete. Decide cuándo y
cómo vas a hacer según qué cosas. Elabora una
planificación ajustada a la realidad.
• Pon límites: manifiéstate hacia el exterior. Niégate a lo
que quede humanamente fuera de tus posibilidades. La
exigencia, tanto en cantidad como en calidad, por encima
de tus posibilidades, te asegura el padecimiento de
problemas de ansiedad. Esto conlleva tanto decir «no» a lo
que resulte inviable como delegar o pedir ayuda para todo
lo que puedas solventar con una red de apoyo.
• Ejecuta tu plan. Disponte a cumplir cada tarea con la
que te hayas comprometido, sin prisa, pero sin demasiada
pausa tampoco, paso a paso, partido a partido. Cada cosa y
por su orden.
• Olvídate de pensar. O piensa solo en términos
pragmáticos. Si hoy has podido, si de facto las cosas salen
adelante, ¿para qué bombardearte con la idea de que
mañana no podrás o que no serás capaz o no llegarás a
tiempo? Deja de darle vueltas a cosas fútiles y fíjate en lo
que la obviedad te señala: ¿has podido? Pues mañana
también podrás sacar algo adelante, por poco que sea.
• Admite tus limitaciones, con una mirada siempre fijada
hacia el interior. Tú sigue ejecutando, sigue en movimiento,
y si llega ese momento en el que no puedes rendir más o no
llegas a tiempo… ¡Dilo! ¡No pasa nada! De peor o de mejor
manera, todo tiene una posible solución, y tanto tú como los
demás podéis flexibilizar vuestros estándares.
• Acepta el resultado. ¿Las cosas no han salido tan bien
como esperabas? No hay problema, nada es definitivo, salvo
la muerte. Hasta aquí has podido llegar hoy, si deseas otro
resultado, puedes empezar de nuevo otro plan.
• Aprende de tus errores. Identifica si se trató de un error
de cálculo o si te pasaste de frenada a la hora de medir tus
fuerzas. En función de ello, en sucesivas ocasiones, podrás
ajustar con más precisión cuáles son las cosas a las que te
puedes comprometer y las que no puedes asumir.
• Ajusta tus expectativas de cara a sucesivas ocasiones.
Es decir, demuestra que has aprendido y que eso
efectivamente se traduce en nuevas formas de proceder.
Toda la energía que consumes generándote una ansiedad
innecesaria no es más que un recurso perdido que podrías
estar dedicando a otras cuestiones.
• Vive en paz. Es posible que de experiencias como estas
se desprenda un duro aprendizaje: hay cosas que no se te
dan bien, ritmos que no puedes mantener. Pues vale, ¿y
qué? Céntrate en aquello que sí puedes abarcar y hazte
fuerte en lo tuyo. De lo demás, que se encarguen otros.

HACIÉNDOLE FRENTE A NUESTRA PRINCIPAL AMENAZA: EL MIEDO


¿Hasta qué punto el miedo puede llegar a ser
limitante?
El miedo, como ya hemos visto, es una respuesta de
supervivencia básica. Situaciones o estímulos que
potencialmente pueden atentar contra nuestra
supervivencia se procesan con rapidez a través de una
interesantísima e importantísima estructura cerebral, la
amígdala, que forma parte del llamado sistema límbico y
que es clave en el procesamiento de las emociones en
general y del miedo en particular. La amígdala es
ultrarrápida a la hora de detectar y procesar posibles
amenazas presentes en la información que recibe del
entorno (especialmente en el canal visual) porque está
situada en un lugar privilegiado en la parte interna del
cerebro, desde donde está interconectada con muchas otras
áreas cerebrales, y desde donde puede generar, con
pasmosa agilidad, cambios neuronales y respuestas
nerviosas a distintos niveles.
Todos poseemos las mismas estructuras cerebrales, pero
no todos somos igual de miedosos. De forma innata, es
posible que algunos cerebros vengan ya de serie
preconfigurados con una tendencia a una mayor o menor
actividad en la región amigdalina y, por lo tanto, tengan una
mayor o menor sensibilidad frente al miedo y una mayor o
menor predisposición para conformar personalidades más o
menos temerosas. Esa es la parte innata que escapa a
nuestro control y que determina algunas cuestiones básicas
como las tendencias de acción más automáticas e
inconscientes o nuestro carácter o predisposiciones según
llegamos al mundo.
Sin embargo, la ciencia no ofrece una respuesta estática
al aspecto de si esto es en verdad una cuestión plenamente
innata o si es la experiencia la que ejerce una impronta
cerebral, potencia la estimulación y el aumento del nivel de
actividad en determinadas regiones cerebrales, y modula
así nuestras conexiones neuronales. Lo que sí existe en la
comunidad científica es un pleno consenso en considerar el
dinamismo en este sentido, es decir, que la interacción
entre lo físico y lo psicológico es bidireccional. Eso tanto los
profesionales de la medicina como los profesionales de la
psicología lo tenemos ya más que claro.
Y, como psicóloga, desde luego, lo que puedo afirmar con
total rotundidad es que, además y por encima de ciertas
tenencias o caracteres innatos, en gran medida, las
personalidades temerosas lo son porque han aprendido a
serlo. ¿Cómo lo han hecho? Pues, en primer lugar, a fuerza
de observar el comportamiento de las personas de su
entorno (aprendizaje observacional, vicario, por imitación o
modelado); en segundo lugar, por haberse encontrado a lo
largo de su historia de vida en determinadas situaciones
que han codificado como «situaciones que han de ser
temidas» (una combinación entre el aprendizaje
experiencial y el aprendizaje asociativo) y, en tercer lugar, a
través de la información que la propia persona ha ido a
consultar directamente ante personas de referencia
(aprendizaje explícito). Veamos varios ejemplos, y ve
pensando si te reconoces en alguno de ellos.

Cuando hacemos nuestro el miedo que era de otros


El aprendizaje vicario.
El caso de Conchi
Conocí a Conchi cuando acababa de perder a su madre, ya mayor y algo
enferma, pero fallecida abruptamente a causa de un fatal atragantamiento.
Conchi rondaba la cincuentena, tenía un entorno de vecinas y compañeras de
trabajo maravillosas y en su familia estaban todos muy unidos. Sin embargo, su
vida era muy limitada: no tenía ninguna afición ni conservaba amigas más allá
de su vecindario. Desde pequeñita había oído decir a su madre que había que
tener cuidado con los demás porque nos la podían jugar, que era mejor no
confiar, que Madrid era muy peligroso, que había mucha gente mala y muchos
atracos, y que era mejor no salir mucho de casa.
Por ello, había dejado pasar muchos planes y había participado poco o casi
nada en salidas con amigas primero, y en reuniones de compañeros o en cenas
de empresa después. Bien pensado, la mayor parte de las actividades sociales
en las que participamos a lo largo de la vida implican estar fuera de casa, ya sea
de día o, peor aún, cuando ya es de noche. Ay, la noche… La noche, le había
dicho su madre, esa sí que era peligrosa. Tampoco había tenido pareja nunca,
porque su madre (viuda desde muy joven, por cierto), solía repetir: «Todos los
hombres son iguales», «hacen sufrir mucho» y «el matrimonio no merece la
pena, es mucho mejor ahorrárselo».
Así las cosas, guiada ella por todas estas premisas, había desconfiado de todo
el que se le había acercado y a todo el mundo había rechazado. Conchi no
conducía porque: «Hay muchos accidentes y mucho loco ahí fuera», no salía
mucho de casa ni conocía a gente nueva porque: «Hay gente muy mala, se
pueden aprovechar de ti, y nunca sabes con quién te vas a encontrar», y no
practicaba ninguna afición o deporte porque: «Es una tontería arriesgarse, en
casa es donde uno más protegido está». Como puede deducirse, a partir de esta
vida plagada de peligros se habían desencadenado un sinfín de dificultades
añadidas y problemas colaterales que hicieron que, al fallecer su madre, Conchi
se encontrase en una situación de especial vulnerabilidad, absoluta soledad,
desvalimiento y devastadora desesperanza: sus miedos aprendidos habían ido
condicionando su vida hasta límites exagerados, hasta el punto de no tener
vida, como su propio hermano me llegó a decir con mucho pesar. Conchi era
presa de su propio miedo, incapaz de salirse ni un pelo de una rutina rígida, ni
de atreverse a hacer nada nuevo.
Cierto es que esta historia, por su intensidad y su gravedad, es una de las
representaciones más extremas, claras y contundentes de cómo los miedos
adquiridos pueden llegar a limitar una vida. Por suerte, estos casos los
conocemos solo en las consultas y normalmente no llega a ser tan devastador el
impacto del miedo. Pero, a otros niveles, ¿no crees que tú también puedes
encontrar una historia de crianza en la que te han inculcado como peligrosas
toda una serie de situaciones que, en realidad, deberíamos poder afrontar con
cierta naturalidad o solvencia en el día a día? En estos casos, más que nunca, se
hace necesario identificar la procedencia del miedo, de cada uno de esos
miedos que nos incapacitan, desmenuzar el origen de esos esquemas
interiorizados, y volcarlos todos fuera de nuestra mente para analizarlos,
rebatirlos y buscar alternativas. Este, de hecho, fue el coste y el esfuerzo de la
lenta —pero muy eficaz— línea terapéutica que se siguió con Conchi. Todo un
recorrido de autodescubrimiento y autoconocimiento, una ardua batalla contras
la inercia y los automatismos, un aprendizaje constante de nuevas habilidades,
una completa reestructuración de ideas disfuncionales; todo ello hasta llegar a
las últimas etapas de su proceso psicológico, hasta esos mágicos momentos en
los que se empezó a enfrentar progresiva y directamente a la realidad. Es decir,
hasta que se empezó a enfrentar a la vida. Y le gustó, vaya que si le gustó vivir.

El miedo experimentado y condicionado en primera


persona
En el caso del aprendizaje experiencial y asociativo el azar
o la mala suerte pueden haber hecho de las suyas.
El miedo en primera persona.
El caso de Tino
Tino es un peque adorable, inteligentísimo y precioso de solo cuatro añitos
que llegó a la consulta porque un perro, atado a una farola y sin bozal, enfrente
de un supermercado, le había atacado y mordido. El niño no había hecho nada.
De hecho, él mismo tenía perro en casa y sabía tratar con estos animales con
prudencia y respeto: se acercaba a ellos despacio y sin asustarles, preguntaba a
sus dueños antes de tomarse la libertad de acariciarlos… Tino era un niño
educado y prudente.
Pero un perro violento y mal adiestrado se cruzó por su camino y sin que el
niño hiciera nada ni tratara siquiera de acercarse a él, este se abalanzó sobre él
y no dejó de morderle en la cara y en el cuello hasta que el pobre pequeño,
forcejeando, pudo zafarse de su brutal agresor. Por suerte, no quedaron
secuelas graves en un ojo de milagro, por centímetros, aunque sí que eran
visibles las cicatrices físicas y psicológicas del tremendo episodio. A la espera de
una intervención de cirugía estética, recomendada por todos los médicos que le
habían atendido, también lógica y esperable fue la posterior respuesta de Tino:
tenía miedo, y mucho, a cualquier perro. Se sobrecogía cada vez que veía a uno,
se había vuelto hipersensible a los ladridos… Y eso, en una ciudad como Madrid
en la que residen más perros que menores de cinco años, ¡imaginemos hasta
qué punto supone una limitación importante!
En este contexto, dejar de hacer cosas por evitar encontrarte con aquello que
temes puede derivar en otras muchas consecuencias perniciosas que, poco a
poco, van incapacitándote para más y más situaciones cotidianas. Máxime
cuando hablamos de un niño tan pequeño, en pleno desarrollo de
numerosísimas habilidades imprescindibles a nivel personal, social y psicológico.
No siempre nos damos cuenta a tiempo del poder traumático de algunas
experiencias, y por eso no siempre actuamos. De hecho, nuestro instinto nos
dice que es mejor alejarnos de aquello que nos amedrenta. Pues bien, en estos
casos es más necesario que nunca apelar a ese papel activo y protagonista de
tu vida que estamos proclamando a lo largo de todas estas páginas. Sucumbir
ante la evitación nos atrapa en el largo plazo. Identifica estos miedos
condicionados y planifica un acercamiento progresivo y seguro hacia ellos.

El miedo más objetivo


Más delicado en nuestro entorno es el miedo aprendido de
manera racional, consciente y explícita. Es decir, el miedo
«objetivo» a aquello que parece «objetivamente» temible.
Es delicado porque, ¿qué consideramos justificada y
objetivamente temible y qué no?
Es cierto que hay datos y estadísticas que indican que
ciertas situaciones, actividades o lugares son o pueden ser
objetivamente peligrosos y amenazantes, y por lo tanto
conviene evitarlos. El problema es que, muchas veces, esos
datos no son tan objetivos como pretenden o se exponen de
manera sesgada.
Por ejemplo, ciertas ciudades, en determinados momentos
y por determinadas circunstancias, pueden ser más
conflictivas y tener índices de delincuencia más elevados;
pero ello no quiere decir que toda la ciudad sea insegura,
que sus ciudadanos sean por fuerza personas agresivas que
convenga evitar o que frecuentarla suponga exponerse a
sufrir un robo o un asalto. También algunos deportes o
actividades conllevan riesgos, y ahí el miedo debería
empujarnos a ser reflexivos y no cometer imprudencias,
pero tampoco podemos generalizar el miedo hasta el punto
de privarnos de todo o de casi todo.
Sin ir más lejos, si nos atuviésemos a la probabilidad
objetiva de sufrir una lesión, ¡nunca jamás jugaríamos al
fútbol ni practicaríamos casi ningún deporte! Por eso, y para
no caer en ningún prejuicio limitante, es importante que
dispongamos de muchas fuentes de información, que
tratemos de analizar las cosas de manera realista, y que si
decidimos que hay algunas de ellas a las que sí
renunciamos porque las consideramos objetivamente
amenazantes, pues que no sean las que interfieran en
nuestro normal funcionamiento, las que se interpongan en
la consecución de nuestros deseos y objetivos; y que el
balance global de limitaciones autoimpuestas sea lógico y
equilibrado.

El miedo más íntimo, más subjetivo y disfrazado


El miedo camuflado bajo un manto de aparente verdad.
Uno de los más sibilinos. El más íntimo y personal, también
el más subjetivo. Implícito y aparentemente inexistente. Ese
que pasa desapercibido, ese que se camufla tras elementos
del entorno aparentemente objetivos, excusas
supuestamente justificadas: un examen que se nos
atraganta y hace que no podamos finalizar la carrera o
aprobar una oposición (y me instalo en el eterno rol de
estudiante que no acaba de dar el salto al ejercicio
profesional), ese trabajo que no termina de proporcionarnos
la economía o la estabilidad suficiente como para poder
emanciparnos (y la casa de nuestros padres se presenta
como el único cobijo posible, incluso pasados los treinta y
cinco), o ese compromiso con la pareja que no terminamos
de asumir porque hasta que no tenga todo en orden y todo
resuelto no puedo casarme, o irme a vivir con ella, o tener
hijos (y es como si, sin asumir todas esas responsabilidades,
pudiéramos detener el tiempo)…
En el fondo de todos y cada uno de estos ejemplos reside
el miedo más inconfesado, tanto que hasta puede ser que ni
siquiera lo hayamos identificado como tal. Miedo al futuro,
miedo al compromiso… Miedo, en definitiva, a la vida, a la
vida tal y como la hemos concebido hasta el momento.
Miedo al fracaso o miedo a equivocarnos. Miedo a ser
ADULTOS, con mayúsculas. Una condena que nos impide
vivir hasta que ya hemos perdido demasiado tiempo como
para poder asumirlo con la suficiente madurez.
Identifica y analiza este tipo de decisiones que no acabas
de tomar, este tipo de situaciones que no acabas de
resolver. Analiza todas las demandas que te formulas o que
te formulan y sabes que deberías atender, pero a las que no
das respuesta, y que arrastras sin horizonte concreto.
Plantéate si no tienes un pequeño Peter Pan en tu interior,
tirando del cordón umbilical más tierno, pero también más
pueril, que te ata a una etapa vital ya exprimida y
consumida. Tranquiliza después a ese niño interior, dile que
no se preocupe, que has avanzado en la vida y estás más
preparado de lo que cree, más de lo que has estado nunca.
Dile que te lo llevas contigo, pero que, por favor, no te
limite más, que lo que está por venir, aun con errores, será
siempre más ilusionante y sorprendente que lo que ya
hemos dejado atrás. ¿Acaso alguna vez te has arrepentido
de avanzar o de vivir?

El miedo, el arrepentimiento y la culpa: una mezcla


explosiva
¿Cuál es la particular interferencia que esta combinación
de elementos emocionales ejerce sobre tu vida? El miedo y
el arrepentimiento. El arrepentimiento y la culpa. ¡Ay, qué
cóctel de infelicidad tan restrictivo! Cuántas cosas nos
perdemos a causa del miedo, y cuánto nos arrepentimos
después. Que si tenía que haber estudiado esto otro, que si
no tenía que haber dicho que no a aquel proyecto, que si en
su momento hubiese aceptado aquella oferta y me hubiese
ido a vivir fuera… ¿Cuál es el anhelo que aún de vez en
cuando te atormenta? ¿Qué episodio de tu corta o larga
biografía revives todavía con cierto enfado por no haber
sido «suficientemente valiente»? ¿Cuál es ese momento en
el que sentiste miedo y optaste por la vía más
conservadora? ¿Cuál es esa escena a la que ahora desearías
poder regresar? ¿Cuál es el punto de inflexión en el que
crees que tu vida podría haber seguido otro curso, pero
reconoces que no te atreviste a un cambio que
considerabas demasiado radical?
Es un tema que habitualmente tratamos en muchas
sesiones y que a muchas personas atormenta hasta el
punto de generar auténticos sentimientos de ira y odio
hacia sí mismas. Sin embargo, no parece que tenga mucho
sentido mirar atrás y arrepentirse de las decisiones que, en
su debido momento, uno tomó como buenamente pudo.
HICISTE LO QUE PUDISTE CON LO QUE TENÍAS: ese es mi
gran mantra, y más de un paciente en la consulta lo ha
hecho suyo. Hiciste lo que pudiste hacer con los elementos,
conocimientos, destrezas y experiencias de los que
disponías. Una vez comprendas e interiorices por completo
este mensaje, te garantizo que te será útil en muchísimas
ocasiones, y te ayudará a liberarte de pesadísimas cargas.
Hiciste lo que pudiste en el contexto personal y
circunstancial en el que te encontrabas, sí, y que no venga
nunca tu yo del futuro a juzgarte por las decisiones que
prudentemente tomaste en el pasado, porque entonces eras
otra persona y te encontrabas en otra coyuntura. Hazte las
siguientes preguntas:
• ¿Tenías mala intención? Si es que no, conciencia
tranquila.
• ¿Eras más inmaduro de lo que eres ahora? ¡Sin duda!
Hasta los errores —o principalmente los errores— nos hacen
madurar.
• ¿Sabías lo que ahora sabes? No, imposible, así que no
introduzcas elementos nuevos en tu razonamiento, pues
entonces no los tenías a tu alcance, y ahora solo sirven
como instrumento de tortura.
• Y… lo más importante…. ¿Quién te dice que
efectivamente ese camino que crees que podías haber
tomado, y que no tomaste por miedo, era mejor opción que
la que en realidad seguiste? Imposible saberlo, la bola de
cristal que nos podría permitir hacer tal aseveración no
existe, la concatenación de hechos que se hubiesen
desencadenado entonces, en el caso de haber tomado otra
decisión, es absolutamente insondable.

Aprende a convivir con el miedo: ¿cómo puedo


gestionarlo para que se entrometa en mi camino lo
menos posible?
¿Acaso es posible vivir desprovisto por completo de esta
incómoda emoción, el miedo? Rotundamente, no. A estas
alturas esta no debería ser una de tus aspiraciones. Ya
hemos visto que, pese a las enormes incomodidades que
nos causa, el miedo nos protege, en muchos sentidos. Ahora
bien, cuando el miedo te paraliza y obstaculiza el normal
desempeño de tus actividades cotidianas, es decir, cuando
se da la combinación de que el miedo es a la vez excesivo o
desproporcionado, irracional y limitante, entonces hemos de
aprender a superarlo. No nos encontramos frente a una
situación amenazante de la que hayas de protegerte, sino
ante una que mentalmente has calificado como amenazante
cuando en realidad no lo era. Te has llenado la cabeza de
inseguridades, te has planteado un montón de situaciones
hipotéticas en torno a determinados estímulos que, si bien
en algún momento de tu vida han podido asustarte, no
representan verdaderos peligros para ti.
Lo que sí es altamente peligroso para tu bienestar
emocional es el miedo indiscriminado, generalizado y mal
dirigido. Porque el mecanismo de protección que utilizamos
para aliviarnos del miedo es la evitación. No vas como
acompañante a la excursión del cole de tu hijo porque van a
hacer barranquismo y eso te aterra; tampoco te subes con
tus hijos en las montañas rusas del parque de atracciones
porque solo de pensarlo se te da la vuelta el estómago;
delegas en un compañero de trabajo la presentación del
nuevo proyecto porque implica hablar delante de muchas
personas y temes trabarte, quedarte en blanco o hacerlo
mal; convences a tu pareja para no ir de vacaciones a Cuba
una semana porque Valladolid te seduce mucho más,
cuando en realidad lo que pasa es que meterte en un vuelo
transoceánico te da pavor y en ese tren te sientes más
seguro… ¿Qué tienen en común todas estas típicas
reacciones ante aquello que interpretamos como algo
peligroso? Sí, en efecto: la evitación.
Y la evitación es la mayor enemiga de tu libertad. Hace
los miedos más grandes porque les da pábulo, porque les
concede una inmensa parcela de poder y de aparente razón,
porque nos impide acercarnos a eso que tanto tememos y
cuyo nivel de peligrosidad nunca llegaremos a testar. Una
vez has evitado, lo más probable en el futuro cuando te
enfrentes a la misma situación o parecida es que hagas una
analogía y repitas exactamente la misma operación. Con
ello, al final, la evitación llama a más evitación. Nunca
llegarás a saber lo que realmente hay detrás de eso que has
proyectado en tu mente como un auténtico fantasma si
jamás te acercas a comprobarlo. Algo así como la paradoja
de Schrödinger, pero sin tanta floritura filosófica, todavía
más sencillo y obvio.

¿Cómo hacer entonces para enfrentarnos a nuestros


miedos?
1. Comprueba su irracionalidad. El mero hecho de que te
dé miedo una actividad, lugar o situación no dice nada
acerca de su peligrosidad, no significa que tu temor esté
justificado. En términos generales, lo que es peligroso de
verdad, lo es para el conjunto de la especie humana
(dejando a un lado salvedades como algunas alergias
específicas graves o situaciones muy determinadas, por
ejemplo). Por eso, lo que te da miedo a ti y a unos pocos
más, y además limita tu vida, no es un miedo racional.
2. Toma conciencia de que el miedo es incómodo pero no
insoportable. No, el propio miedo no te va a matar, por
mucho que anticipes que el corazón se te saldrá por la boca.
Has convivido con dolores físicos y emocionales más
fuertes, y has podido tolerarlos. Por lo tanto, con ayuda y de
forma progresiva, podrás ir enfrentándote a lo que tanto
temes, por mucho que al principio no sea una situación de
lo más confortable.
3. Deja a un lado tanto el pensamiento como el
metapensamiento. No es solo lo que piensas lo que te
impide actuar, sino también, y sobre todo, lo que piensas
acerca de lo que has pensado. Parece un trabalenguas, pero
no lo es. Nos pasamos la vida interpretando aquello que
tenemos delante de nuestros ojos de manera distorsionada
(ya veremos más adelante cómo librarnos de esas pesadas
cargas), creyendo firmemente en nuestras distorsiones y
pensando, además, que el mero hecho de haber pensado de
ese modo es el que le da validez al pensamiento. ¿Pero qué
clase de razonamiento es ese? El metapensamiento debe
servir para la reflexión, la introspección, el
autoconocimiento y el autocontrol, ¡no para ratificar sin
pruebas y sin elaboración alguna una realidad pobremente
interpretada!
4. Colócate en el peor escenario posible… ¡¡¡Pero solo
para descubrir que no es tan terrible y dotarte de
herramientas!!! Ante un miedo irracional, hazte siempre
esta pregunta: ¿qué es lo peor que podría pasar? Sí, lo peor.
Incluso en el caso de que se cumpliesen tus peores
presagios, ¿cómo describes ese escenario? ¿Qué es lo peor
que podría llegar a ocurrir? Te aseguro que la mayor parte
de las veces te vas a encontrar en situaciones como esta:
incluso aunque se cumpliesen tus peores presagios, alguna
opción quedará, alguna posibilidad de cambio estará a tu
alcance y algún aprendizaje útil te marcará y acompañará
de por vida en positivo; algo estará en tu mano hacer para
construir un nuevo escenario vital.
Por ejemplo:
— Aunque suspender ese examen tan importante o esa
oposición te parece un fracaso insoportable, siempre habrá
otra convocatoria, otra opción u otro camino que seguir.
— Aunque te enfrentes a ese novedoso reto profesional
ante el que te sientes incapaz y que verdaderamente
parece abrumador, siempre habrá alguien a quien pedir
ayuda o alguna manera de ganar tiempo.
— Aunque pierdas tu trabajo —y ello suponga una crisis
personal y económica—, puedes contar con tu
perseverancia para encontrar uno nuevo, con tu flexibilidad
para trabajar en lo que sea, con las posibilidades de que ese
cambio te conduzca a un lugar mejor, y con la ayuda de los
demás para no desfallecer en el camino.
— Aunque creas que esa persona «te va a matar» por lo
que has hecho y vayas a decepcionarle de forma
irreversible, siempre habrá una explicación que puedas dar,
un elemento que permita generar empatía o una disculpa
sincera que formular.
— Aunque te quedes en blanco en esa presentación tan
esperada delante de toda esa gente cuyo juicio temes,
siempre puedes pararte a respirar, leer tus notas y
conseguir transmitir al menos un mensaje interesante.
— Aun en el caso en el que tu preocupación englobe
también tu salud física, por ejemplo, no sintiéndote capaz
de conducir un coche, llegado el momento siempre tienes la
posibilidad de parar en el arcén y solicitar ayuda.
Se me ocurren cientos de ejemplos más. Son muchísimos
los escenarios incómodos que podemos llegar a temer,
muchas las situaciones en las que pensamos que tenemos
mucho que perder, pero rara vez esas situaciones son
definitivas. Puedes sentirte incómodo, pero ello no justifica
que dejes de pensar y actuar de un modo práctico y
resolutivo también. Incluso aunque tuvieses que situarte en
el peor escenario posible, ¿acaso no habría nada que
pudieras hacer para hacerte cargo de ello o tratar de
gestionarlo?

APRENDE A TOLERAR TU FRUSTRACIÓN


La baja tolerancia a la frustración es una de esas
dificultades psicológicas que más potencial tiene para
conseguir desestabilizarnos, para dejarnos anclados en
minucias que magnificamos y que consiguen que sigamos
sufriendo cada día, sin límite. Nos infantiliza, nos deja
desprotegidos y desarmados, nos condena a vivir en una
especie de bucle endemoniado de rabia, ansiedad, junto con
deseos de cambio e impotencia frente a todo ello. ¡Y qué
mal se pasa!
Solemos asociar esta dificultad en la gestión de la
frustración a la etapa infantil, porque es efectivamente un
momento crucial en el que nos exponemos a ella de manera
muy frecuente. Es también un momento crucial para
ensayar e integrar las bases de los mecanismos de
afrontamiento de la frustración de los que los adultos
disponemos (o deberíamos disponer). Por desgracia, son
muchos (muchísimos) los adultos que hace tiempo dejaron
de ser niños pero que siguen conviviendo con la falta de
estrategias para superar y reencauzar sus frustraciones, y
malviven día a día con esta carencia emocional. Hablamos
de personas que hasta se han descubierto a sí mismas en
ataques de ira o en comportamientos agresivos,
observándose desde fuera con cierta vergüenza, como si de
una rabieta de un niño se tratase.
Se dice a menudo que vivimos en una sociedad en la que
la madurez brilla por su ausencia, en la que las nuevas
generaciones, esas a las que nos referimos con frases como
«los jóvenes de hoy en día», son cada vez más pueriles y
menos responsables. Se dice igualmente, o yo lo he
escuchado muchas veces, que esas nuevas generaciones
tienen una menor capacidad de esfuerzo y que están
compuestas por personas con una reducida capacidad para
hacer frente a los problemas por sí mismas.
No soy socióloga, no me atrevo yo a hacer tal aseveración
ni tengo la osadía de pronunciarme en términos tan
generales sin estudios o datos que sustenten tales
conclusiones; pero sí que veo, desde la interesante
perspectiva que la consulta me confiere y desde las
experiencias que cada día tantas personas comparten
conmigo y con mis compañeras de trabajo, que muchos de
los problemas que atormentan a la gente corriente tienen
que ver con una enraizada dificultad para adaptarse al
cambio. Es decir, que, directa o indirectamente, esas
dificultades están relacionadas con la imposibilidad de
reponerse de las frustraciones, con la incapacidad de
aceptar que las cosas no siempre salen como habíamos
pensado y entender que, a pesar de ello, nada justifica que
no sigamos intentándolo o que no podamos probar a
intentarlo de otra manera.
Es cierto, y lo vemos muy a menudo en el transcurso de
numerosos procesos terapéuticos, que muchos adultos
jóvenes de los que atendemos cada semana se quejan
mucho, pero hacen poco. Se pueden «permitir» ese lujo
porque se han instalado en el discurso infructuoso —y algo
vacío, por qué no decirlo— de la externalización de la culpa
y de la no asunción de responsabilidades: «La culpa es de
los demás, de cualquiera menos mía, por no haberme dado
tal oportunidad, y me cargo de razones para despotricar del
mundo antes de hacerme cargo de lo poco o lo mucho que
aún puedo sacar adelante yo solo. No me centro en analizar
qué es lo que puede estar dependiendo de mí, porque
señalar con el dedo lo que depende de otros me exime y
resulta mucho más liberador».
Si alguna vez has mantenido ese discurso, no te culpes,
pero deja ya esa vieja y perversa dinámica a un lado, ya
hemos visto que se asienta en un retorcido mecanismo de
mala interpretación, en una serie de falacias y distorsiones
que promueven el autoengaño y te dañan de manera
totalmente gratuita. Encarguémonos directamente de
canalizar nuestras frustraciones hacia lugares en los que no
nos supongan un palo en la rueda. ¡Por supuesto que hay
cosas que querrías que hubiesen salido de otro modo! Pero
la vida sigue, y yo me pregunto: ¿cómo quieres vivirla?
¿Anclado al anhelo o centrado en nuevas metas?
¿Envenenado sin remedio o en pro de nuevas formas de
crecimiento y enriquecimiento personal?

Ejercicio práctico.
Libérate de la tiranía de tus frustraciones
1. Identifica y reconoce, en voz alta, esa frustración. Sí, sí, parece muy obvio,
pero dime, con el corazón en la mano, ¿cuántas veces has sido absolutamente
transparente al poner en palabras eso que tanto te frustra? Reconocer una
frustración implica reconocer, ante todo, una expectativa no alcanzada, un logro
no conseguido. Y eso nos deja muy desnudos porque habla muy íntimamente de
nosotros mismos. Eso que yo querría haber conseguido representa mi identidad
proyectada al exterior.
2. Distingue entre deseos y necesidades. ¿Realmente eso que no pudiste lograr
era una necesidad sin cuya satisfacción ya no puedes continuar? ¿No habría sido
algo deseable y punto, algo de lo que ojalá hubiera podido disponer, pero sin lo
cual no me voy a morir?
3. Concédete algo de tiempo en estas reflexiones y busca objetividad. No tengas
prisa, no te pidas demasiado. Hay heridas que llevan abiertas hace mucho
tiempo, y es normal que requieran de un poco de sosiego para cerrar. Acércate a
alguien de confianza con quien puedas compartir estas consideraciones y sé
permeable a una visión sensata y objetiva.
4. Acéptate. Este eres tú ahora. Con aquello o sin ello. Con tal mérito o con tal
otro. Este eres tú ahora a pesar de lo que no alcanzaste, o quizá incluso gracias
a ello. Eres el resultado de una intensa concatenación de eventos y
aprendizajes, y por muchas frustraciones que acumules, recuerda que has
llegado hasta aquí. Todo fracaso te ha enriquecido y todo fracaso no fue más
que una parada técnica antes del siguiente fracaso. Por eso el fracaso nunca es
tal.
5. Permítete plantearte otras opciones. Fíjate nuevas metas, date alternativas.
Aquello que lamentas es un pesado lastre que te impide sacar la cabeza fuera
del agua. En tus circunstancias de vida actuales, ¿hay algo por lo que siga
mereciendo la pena esforzarse, por mínimo que sea?
6. No pierdas la perspectiva. Acepta tus limitaciones. No vuelvas a caer en el
mismo error. La experiencia es un grado. No te pidas demasiado, no te pidas un
imposible, no te condenes de nuevo.
7. Entiende este proceso como un proceso en forma de picos de sierra. Todo
logro que conlleva esfuerzo es el resultado de un proceso complejo,
generalmente ascendente, enfocado hacia el objetivo, pero que no está exento
de sufrir unos cuantos altibajos. No todo van a ser alegrías, encuentra la
motivación para seguir adelante.
8. Ajusta tu estrategia, en función de los obstáculos y contratiempos que se te
vayan cruzando por delante. Sé flexible y contempla siempre ajustes, cambios,
renuncias y alternativas.
9. Valora el esfuerzo de lo que has conseguido. Porque quizá no has alcanzado
todo lo que en un primer momento planificaste, no se cumplieron tus mejores
vaticinios, pero te has esforzado y ello, en sí mismo, merece ser puesto en valor.
No llegar a superar las frustraciones pasadas y no ser capaces de iniciar este
proceso de autorregulación para tolerar y gestionar la frustración en tiempo real
supone un obstáculo impracticable en numerosísimas situaciones vitales. La
frustración, como le ocurre también a la culpa, es una de esas emociones que
hemos de saber gestionar a modo de transición entre la toma de conciencia de
lo que nos desagrada y la construcción de un plan de acción que nos conduzca
hacia un escenario más halagüeño, en el que sí sea posible realizarse, cosechar
logros y acumular satisfacciones. La falta de gestión de la frustración nos sume
en un estado de absoluto descontrol, carentes de toda guía y con sensación de
estar eternamente perdidos, en tierra de nadie.
APRENDE A DOMINAR TU IRA
Hablando de esto me viene a la mente un anuncio de
televisión muy sonado, de hace quizá más de veinticinco
años, que decía: «La potencia sin control no sirve de nada».
¿Lo recuerdas? Pues bien, como si de una alegoría se
tratase, esta misma premisa es aplicable al enfado
transformado en ira. Enfadarse es necesario: apuntábamos
ya antes que es nuestro modo de mostrarle a los demás
nuestra disconformidad con sus actuaciones ya sea porque
han hecho tal cosa que nos ha molestado u ofendido
o porque han dejado de hacer otra cosa que nos venía bien
o con la que se habían comprometido. El enfado nos permite
decirle al mundo que no todo vale y, desde él, hacemos
valer nuestros límites.
Pero ¿qué sucede cuando la ira nos supera? ¿Qué es lo
que nos espera cuando ofrecemos una respuesta
encolerizada y desproporcionada? La ira, en estos casos,
deja de ser adaptativa y de proporcionarnos la fuerza y el
vigor necesario para imponernos ante una situación que
requería de nuestra actuación para protegernos. Lejos de
ello, la ira genera rechazo, nos deja expuestos y acarrea
más problemas de los que teóricamente estaba llamada a
resolver. Es tal la activación adrenérgica que experimenta
nuestro organismo cuando actuamos bajo los efectos de la
ira, que es ella quien acaba por controlarnos a nosotros, y
nosotros los que acabamos diciendo cosas de las que más
tarde nos arrepentiremos.
De hecho, salvo una situación extrema, la vivencia de un
agravio máximo o de una amenaza real —situaciones que,
por otro lado, son tan infrecuentes que no tendríamos por
qué encontrárnoslas ni una sola vez en toda nuestra larga
vida—, la furia descontrolada nunca es la reacción más
indicada para resolver ningún tipo de situación de conflicto.
Solo si de verdad tuviésemos que hacernos muy, muy
fuertes ante un brutal ataque de alguien que nos obliga a
luchar para salvaguardar nuestra integridad física estaría
justificada tal agitación y la bestia en la que la ira nos
convierte. De no ser así, enfurecer hasta el extremo no tiene
cabida en el contexto de las relaciones interpersonales que
mantenemos en el día a día, y tal comportamiento solo
puede ser entendido como el fracaso de nuestras
estrategias de afrontamiento y el florecimiento más
exhibicionista de nuestras debilidades.
¿Qué pasa por la mente de alguien que estalla sin control
y a quien le salen sapos y culebras por la boca en medio de
un mar de aspavientos? Esa persona ha interpretado como
un profundo agravio algo que no lo era, se ha ofendido
sobremanera por algo que no lo merecía, ha razonado en
términos tremendistas, y eso solo puede ser debido a su
baja autoestima, su extrema rigidez, su nula tolerancia a la
frustración, el complejo con el cual se compara con los
demás o su pobre repertorio de conductas para el manejo
del conflicto, para el autocontrol y para la regulación de la
interacción con otras personas. Dicho de otro modo: tener la
piel muy fina nos delata. Por eso tiene tanto sentido esa
famosa frase que se atribuye a Benjamin Franklin: «Lo que
empieza en cólera acaba en vergüenza».
Las personas iracundas generan rechazo, son incómodas,
coartan la libertad de quienes las rodean y, lejos de
despertar el respeto de los demás, se alimentan de su
temor. Van arrasando por la vida y destruyendo relaciones,
dejan cadáveres emocionales tras de sí, pero, tristemente,
eso no es lo peor, porque los principales perjudicados son
ellos mismos: rechazados, aislados y repudiados hasta por
las personas que, en teoría, más los han querido.
Quizá tú no has llegado hasta este extremo, pero sí has
atravesado momentos de tu vida en los que te has sentido
más desquiciado, a punto de saltar a la primera de cambio;
y te has dicho que eso no podía ser y te has dado cuenta de
que la forma más adulta de responder ante las
circunstancias de la vida que te perturbaban no era la
agresividad desmedida. Si te encuentras precisamente en
este proceso de toma de conciencia, si ya te has dado
cuenta de que no existe justificación alguna para que te
impongas con violencia ante los demás y te planteas que
tiene que haber formas de resolver los conflictos que te
dejen en mejor lugar y, sobre todo, que te permitan
gestionar con éxito esas situaciones en las que antes
perdías el control, entonces quizá te reconozcas con la
siguiente historia.
La ira sin control.
El caso de Ángel
El desencadenante no fue otro que una situación tonta en un peaje: un señor
que se acerca torpemente a la caseta de peaje, que se ve que no se maneja
demasiado bien, que tarda en pagar y luego arranca a trompicones… Cómo
sería la reacción de Ángel que su hijo se quedó en silencio, atemorizado y
avergonzado a partes iguales, y hasta que no llegaron a su destino no le espetó
aquello que llevaba casi tres horas barruntando en su cabeza: «Papá, no puedes
seguir así, es la última vez que voy contigo a ningún sitio». Sin embargo, esto no
fue más que la punta del iceberg, una mera anécdota que sirve para ilustrar las
devastadoras consecuencias que la iracunda agresividad de Ángel estaba
teniendo en su vida. Sus tres hijos le temían y su mujer, que fue quien contactó
con nuestro centro, no aguantaba más.
Tan al límite se encontraba que le planteó un ultimátum y había llegado
incluso a hablar con su propia suegra, la madre de Ángel, en un intento
desesperado por hacerle cambiar. No soportaba su día a día y temía cada tarde
el momento en el que él entrase por la puerta: la casa desordenada, los deberes
sin terminar o un poco de jaleo en la cena desencadenaban su furia. Gritos a los
pocos segundos de cruzar la puerta de la calle, regañinas desmedidas, niños
castigados, portazos y hasta platos rotos. Cuando se ofuscaba, Ángel perdía el
control.
Marta no temía que Ángel llegase a pegarle, sabía que él, en el fondo, no era
un hombre violento, pero también era consciente de que algo estaba pasando.
La relación de pareja llevaba meses deteriorándose, raro era el fin de semana
que no pasaban enfadados después de alguna explosión, él encerrado,
«descansando», y ella encargándose de todo en la casa, sin hacer planes juntos
ni vida en familia, y rara era la noche que ella no se fuese a dormir a otra
habitación.
Me llamó mucho la atención esa calma tensa que se vivía en la casa los fines
de semana. ¿No es demasiada casualidad que la mayor parte
de los estallidos de Ángel tuvieran lugar al llegar a casa después del trabajo? En
efecto, según me contó en las primeras sesiones aquel hombre, alto y fuerte, de
grandes dimensiones, pero también de inmenso corazón, se sentía totalmente
superado por las circunstancias. Arquitecto de profesión, desde la crisis no había
levantado cabeza. Se había visto obligado a cerrar su estudio de arquitectura y
trabajo no le había faltado, pero los números no daban, cada día era una lucha,
trabajaba doce horas al día para no ganar ni la mitad de lo que ganaba antes, y
la presión en la multinacional para la que trabajaba era mayúscula. Se sentía
explotado e impotente, haciendo un trabajo que ni siquiera le gustaba, y
teniendo que decir a todo que sí para mantener un puesto de trabajo en el que
su experiencia estaba absolutamente infravalorada.
¿Quería a su familia? Por supuesto que sí, pero al llegar a casa tenía la
conciencia nublada por la frustración y la desesperación. Y allí, al encontrarse en
territorio seguro, solo quería meter la cabeza debajo de la tierra, como un
avestruz, y desquitarse de tanta frustración.

Ejercicio práctico.
Domina a la bestia antes de que ella te domine a ti
Por suerte o por desgracia, proyectar en un determinado entorno la rabia que
no se ha sabido canalizar y gestionar en otro no solo no es eficaz, sino que
contribuye a crear nuevos problemas. Por eso, lo primero que tenemos que
analizar, cuando nos enfrentamos a una dificultad de estas características, es el
origen del problema: ¿de dónde proviene tanta insatisfacción? ¿De dónde vengo
yo «tan quemado» que no puedo hacer más que vengarme del mundo? Ese será
el problema de fondo, lo que hayamos de analizar y tratar de manera rigurosa.
Pero, en paralelo, necesitamos una terapia de choque, algo a lo que agarrarnos
para poder acabar con la ira y con la tortura que infligimos a todos los que nos
rodean. ¿Cómo aprendió Ángel y cómo puedes aprender tú a gestionar la ira?

1. Aprende a identificar tus sensaciones corporales. La ira es el resultado de


una respuesta cognitiva. Acabamos de verlo: es el resultado del modo
amenazante, indignante o humillante en el que has interpretado una situación.
Pero, muy rápidamente, de manera casi automática, se experimenta como una
potente respuesta fisiológica. Tener bien identificadas las señales corporales que
de-sencadenan la conducta iracunda es la base fundamental para poder
controlarla. ¿Cómo notas la ira en el cuerpo? Se te encoge el estómago, sientes
una presión que sube hasta la garganta, notas que la cabeza te arde, se tensa
todo tu torso, desde las manos hasta la mandíbula… Las respuestas fisiológicas
de la ira son muchas, pero seguro que identificas cuál es el patrón que
predomina en tu caso particular. Esas manifestaciones corporales son tu señal
de alarma, tan pronto como las detectes tienes que actuar.
2. Aprende a relajar la tensión: activa tu sistema nervioso parasimpático. El
sistema nervioso autónomo es el que regula todas tus respuestas automáticas e
involuntarias, está compuesto por el sistema nervioso simpático y por el sistema
nervioso parasimpático. Comprender cómo funciona y cómo se complementan
estos dos sistemas es muy revelador. A grandes rasgos, la división simpática,
muy maja ella, es la encargada de colocarnos en modo tenso y defensivo.
Acciona las respuestas de activación, de lucha o de huida, ante cualquier
estímulo que pueda amenazarnos. Para que veas por dónde van los tiros: sus
principales neurotransmisores son la adrenalina y la noradrenalina. Pero…
¡recuerda que el comentario de tu jefe, los juguetes del niño tirados por el suelo
o el pobre conductor torpe que está delante de ti en el peaje no son una
verdadera amenaza frente a la que tengas que pelear! El sistema nervioso
simpático se ha activado erróneamente, por una mala interpretación de tu
cabecita. Y es aquí donde entra en juego la división parasimpática, ella es la
encargada de todo lo contrario. En este caso, su principal neurotransmisor es la
acetilcolina, calma nuestros órganos después del efecto de la adrenalina, y
conduce, entre otras muchas cosas, a la disminución de la frecuencia cardiaca y
la relajación. Como puedes imaginar, las distintas respuestas que ambos
sistemas provocan son incompatibles entre sí. Y eso nos confiere un gran poder:
podemos potenciar respuestas corporales incompatibles con la ira si activamos
el sistema nervioso parasimpático y neutralizamos la acción del simpático. Si ya
tienes tu señal de alarma, es el momento de actuar: aléjate de la situación que
ha despertado tanta tensión, cuenta hasta cien y regula tu respiración
inspirando por la nariz y espirando suave y lentamente por la boca… El mero
hecho de soplar despacio el aire fuera activa el sistema nervioso parasimpático
que trabaja para restablecer la calma. Pruébalo, funciona a las mil maravillas.
No todos nos relajamos igual de rápido, pero notarás poco a poco cómo tu
corazón se ralentiza y tu cuerpo se apacigua.
3. Activa tu mente cabal. Analiza la situación de manera objetiva y racional.
Ahora que has salido de la ceguera y de la obcecación ya tienes tu mente
despejada para pensar con claridad. Recuerda que esa capacidad de raciocinio
es la que nos distingue de otros animales, y que, en honor a la sofisticación de
tu cerebro en general y de tu corteza prefrontal en particular, no está justificado
que te dejes llevar por los impulsos más primitivos. Así que pon tu mente a
funcionar con criterio, pregúntate y respóndete: ¿es esto realmente una
situación tan extrema? ¿Son todos los que te rodean unos inútiles que merecen
tu castigo? ¿Es cierto que esto es del todo insoportable? Seguro que no. Lo que
sí que es imposible e inconcebible es que puedas responder afirmativamente a
todas estas cuestiones. La forma tremendista con la que estás interpretando
todo cuanto sucede a tu alrededor es la que alimenta tu ansiedad destructiva.
4. Toma conciencia de cómo afecta tu ira a los demás. Y no salgamos con eso
de «Yo soy así», «Luego se me pasa», «Si ya sabes cómo me pongo», etc. ¿Qué
pasa, que la culpa de que te pongas como una hidra, encima, la tienen los
demás? No, no, la responsabilidad es solo tuya. Ese tipo de justificación no es
más que un argumento pueril y desconsiderado. Mientras tú te creces y te subes
hasta explotar como una lata de Coca-Cola agitada, los demás soportan tus
envites. ¿Te has parado a pensar lo violento de la situación en la que colocas a
los otros? ¿Es lícito que vomites todo lo que se te pasa por la cabeza, aun a
riesgo de ofender y dañar a otras personas?
5. Aprende de tu propia experiencia: genera alternativas. La cuestión es muy
sencilla: si llevas tiempo respondiendo con ira ante determinado tipo de
situaciones, y esas situaciones se siguen sucediendo hoy en día…, ¿no será que
la ira no era la respuesta más adaptativa o la más resolutiva? Si el ser humano
aprende, entre otras maneras, por ensayo y error, ¿no crees que ya llevas
suficientes intentos como para darte cuenta de que la ira no es la solución?
¿Cuántas evidencias más necesitas para comprobar que, efectivamente, otro
tipo de actitud y de comportamiento podrían ser más eficaces? Veamos si se nos
ocurren otras alternativas para gestionar esto que tanto se te ha atragantado:
¿quizá no estás de acuerdo con la manera en la que actúan otros, pero puedes
simplemente expresar tu opinión y ofrecer tu visión? ¿Tal vez hay otra forma de
dirigirte a los demás para que te escuchen? ¿Es posible que tengas que decir
que «no» a lo que te están pidiendo y que puedas negociar tus límites?
6. Dótate de nuevas herramientas. Sublima el enfado mediante el sentido del
humor, entrena tus habilidades sociales, comunícate de forma eficaz, entrénate
en la resolución de conflictos o practica el cambio de escenario… Analiza tus
necesidades y responde ante ellas. Si lo haces con ira es porque no dispones de
otras estrategias de afrontamiento más eficaces. Sabes dónde fallas y, por lo
tanto, sabes también de qué hilos has de tirar. Recuerdo una pareja que discutía
cada noche por las mismas cosas, hasta insultarse y casi pegarse. Llegados a
este punto aprendieron ya a regular muchas de sus tensiones, tenían más
empatía el uno con el otro y empezaron a limar asperezas y resolver viejos
reproches con un plan de acción más concienzudo y menos animal. Les faltaba
cambiar de entorno, estaban demasiado condicionados por las experiencias
previas. Les pedí que cada vez que fueran a tener una discusión (ya no tan
agresiva como antes) se metieran ambos en
la ducha y discutieran ahí dentro. No hizo falta más.
7. Sé humilde y comprométete con el cambio. Porque la solución alternativa
se va vislumbrando, pero, si no la has puesto en práctica hasta este momento,
es que quizá no dispones de las habilidades necesarias para ello. Y os hablo aquí
de humildad porque para entrenar esas habilidades que aún no dominas,
primero has de ser honesto y reconocer que así es, y después necesitarás poder
pedir ayuda a otras personas, ya sean familiares, amigos, compañeros o
profesionales. Si estabas reaccionando con ira en lugar de resolver lo que tenías
delante, muy probablemente tendrás que adquirir algunas habilidades sociales,
mejorar tu inteligencia emocional, aprender habilidades para la negociación o la
solución de problemas… De todo ello nos estamos encargando ya en este libro.
8. Practica cada día y evita el efecto «olla exprés». No dejes pasar la
oportunidad de llevar a la práctica todas las posibles soluciones en cada nueva
situación que se tercie. Es cierto eso que comúnmente decimos de que
acumulamos hasta estallar. En lugar de seguir coleccionando enfados y
sensaciones de agravio que después «justificarán» que revientes con ira,
ventílate los problemas desde el momento en el que aparezcan. Todos serán
más asumibles si los abordas de manera aislada que si esperas a que una
inmensa bola ruede sobre tu cabeza.
9. Valora el cambio, valora la tranquilidad. El mejor revulsivo para modificar
cualquier patrón de comportamiento que tuviésemos establecido es la
gratificante sensación de haber podido actuar de forma distinta, aunque solo
haya sucedido una vez o unas pocas veces. Pero tendemos a exigirnos más y
más y se nos olvida de dónde venimos y qué hemos conseguido. Qué increíble
placer el de haberse ahorrado un disgusto o una bronca descomunal. Qué
increíble sensación esa de haber resuelto algo sin haber tenido que recurrir al
enfado.
10. Enriquece tu vida. La ira es una respuesta tan primitiva que da cuenta de
tu pobre abanico de estrategias de afrontamiento y eso, a menudo, es también
la consecuencia de una mentalidad rígida y una vida empobrecida. Modifica tus
rutinas, relaciónate con más gente, practica actividades nuevas y frecuenta
lugares distintos. Todo lo que te permita flexibilizar tu forma de ver el mundo,
diversificar tus experiencias, exponerte a situaciones diversas y observar
reacciones diferentes en personas heterogéneas te ayudará a tomar
perspectiva, generar alternativas a la ira y afrontar los problemas de manera
más adaptativa.

Al final de este recorrido en diez etapas deberías poder


rellenar este gráfico y grabarte a fuego tus nuevas
herramientas, así como tus nuevas y más gratificantes
sensaciones de autocontrol:

APRENDE A SUPERAR LOS DUELOS, PERMÍTETE AVANZAR (A PESAR DEL


INMENSO DOLOR)

Las pérdidas, y sus correspondientes duelos, forman parte


indisociable de la vida. Las personas nos resistimos de
forma natural a aceptar aquello que nos duele, nos cuesta
asumir y admitir las pérdidas. Sabemos, además, que
muchas de ellas pueden llegar a ser tremendamente
desgarradoras. Sin embargo, no aprender a vivir con las
emociones asociadas a la pérdida y al duelo supone
condenarse a una muerte en vida, nos ancla a un pasado
insuperable y nos atrapa en una espiral de profundo dolor e
insaciable nostalgia. Tal es el sinsentido de la muerte
cuando uno no consigue elaborarla que, paradójicamente,
los duelos complicados acaban causando incluso culpa.
Por eso la vida debe ser entendida como una sucesión de
duelos y nuestra propia identidad como una construcción
asentada sobre el encadenamiento de las pérdidas. Las
emociones asociadas al duelo han de ser escuchadas y
atendidas, pues es la única forma de trascender frente al
vacío en lugar de quedar instalados en él. La emoción bien
atendida dirige y focaliza nuestra atención hacia lo que de
verdad importa, y a través de ello el dolor del duelo nos
ayuda, precisamente, a recolocar lo importante, a seguir
adelante con ello y a pesar de ello, a avanzar fortalecidos,
pese al sufrimiento. Así, un duelo sano nos serena para
dejar paso al siguiente, cuando sea que debamos afrontarlo.
Existen tantas formas de hacer un duelo como personas
hay en el mundo, tantas formas de canalizar las emociones
como niveles de sensibilidad y creatividad, pero sabemos
que algunas características sí son comunes a todos los
procesos de duelo saludables, esos que nos permiten seguir
caminando, enriqueciendo nuestra identidad y
reconstruyendo a cada paso el sentido de la vida. A facilitar
todos esos duelos van dedicados los siguientes epígrafes,
sabiendo que cuando la angustia se apodera por completo
de nosotros, cuando nos sentimos incapaces de seguir
avanzando, cuando no vislumbramos el camino adecuado
porque no vislumbramos camino siquiera, y cuando la
soledad se impone a la mínima esperanza, entonces no hay
duda de que necesitamos de ayuda profesional para poder
reengancharnos a la vida. Has de saber que, aunque pueda
parecerte imposible y haya momentos en los que lo veas
todo tormentoso, reengancharte mínimamente a la vida
siempre es posible y siempre merece la pena.
Ya que la vida es un incesante desafío de duelos y
pérdidas, veamos a qué tipo de partidas y ausencias hemos
de poder enfrentarnos.

La pérdida de nuestros seres queridos


Ni que decir tiene que la pérdida de un ser querido es uno
de los golpes más duros con los que la vida puede
sacudirnos, solo agravado si las circunstancias de ese
fallecimiento son flagrantemente injustas, anacrónicas,
impredecibles, abruptas, violentas o incluso crueles. No
mencionar estas circunstancias me parecería una frivolidad.
Tales desgracias deben suscitar nuestra más profunda
empatía y nuestra más honesta compasión, pues todos
somos susceptibles de sufrir una fatalidad, y solo el apoyo
social, la contención humana, así como la obligación de que
se haga justicia tienen el poder de acompañar a quienes
sufren. Hay dolores que nada ni nadie en el mundo puede
mitigar, pero que el calor del acompañamiento humano y el
amor de los demás puede ayudar, al menos, a sobrellevar.
Otras veces no sucede nada de esto, no existe una
pérdida cruenta, pero la persona sufre en silencio un duelo
socialmente estigmatizado, como si no le estuviese
permitido transitar a través de su desconsuelo. Aquí
también tenemos todos, como responsables que somos de
potenciar las conductas prosociales, la obligación de ser
más compasivos. Ante el duelo perinatal, el duelo por una
enfermedad estigmatizada o el duelo por suicidio, entre
otros muchos, nuestros valores deberían llevarnos a mostrar
una mirada más comprensiva y respetuosa frente a los
demás.
Por suerte, estas situaciones no son las más frecuentes en
la sociedad en la que vivimos, y la mayoría de los duelos a
los que la mayor parte de las personas deberemos hacer
frente a lo largo de la vida serán aquellos para los que, no
sin padecimiento, estaremos ya, de un modo u otro,
naturalmente preparados para asumir. Esos duelos que son,
porque, de no ser, significaría que algo no ha marchado
bien. Perdemos a nuestros abuelos, a nuestros padres, a
nuestros tíos, a nuestros mayores en general, y con todo el
dolor del mundo entendemos que, por supuesto, preferimos
atravesar el dolor antes que lo atraviesen ellos a la inversa
o antes de verlos sufrir a ellos.
Decía John Brantner que: «Únicamente aquellos que
evitan el amor pueden evitar el dolor del duelo» y que, por
lo tanto, «lo importante es crecer a través del duelo y seguir
siendo vulnerables al amor». No entiendo una concepción
de la vida más sacrificada y a la vez más reconfortante que
esta. Y, como no podía ser de otra manera, para gestionar el
dolor de tus duelos, también te pido a ti que ocupes un rol
mínimamente activo, pues son muchas las tareas
necesarias para poder afrontar una pérdida de modo
adecuado, después de transitar a través del shock, la
angustia y la desesperanza iniciales, y de haber participado
en todos los rituales de despedida que cada familia
considere necesarios.
Se ha escrito e investigado mucho sobre el duelo y, en mi
experiencia clínica, las cuatro tareas para su elaboración
que menciona J. William Worden son las que mejor
describen el proceso del doliente. En concreto, sabemos que
se hace necesario:
1. Aceptar la realidad de la pérdida sufrida. Supone vencer
a la negación como distorsión de la realidad o como
mecanismo de defensa falsamente protector y asumir la
irreversibilidad de la pérdida. Suele ser un proceso
progresivo en el que se alternan bofetadas de realidad con
mágicos anhelos de irrealidad. El hueco de la ausencia es
tan hondo y doloroso como lo fue el amor que se le profesó
en vida a ese ser tan querido, y en este duro trance
aprendemos a aceptar, no exentos de dolor, que no existen
paliativos ni sustitutivos para tan crucial partida.
2. Experimentar todas las emociones asociadas a la
pérdida, experimentar el dolor. Un dolor que, por desgracia,
es desgarrador y se percibe tanto a nivel físico como a nivel
mental, se materializa y trasciende lo físico al mismo
tiempo. Aunque a primera vista podría parecer que evitar el
suplicio del desconsuelo es una buena opción —y a ello
parece que nos empuja el entorno social en el que
convivimos y en el que aquellos que nos quieren se
esfuerzan con enorme pragmatismo por rescatarnos del
sufrimiento—, sabemos que la evitación solo disfraza y
perpetúa nuestro pesar. Tampoco aquí cabe distracción
posible, más allá de la que el día a día lleva aparejada. Ya
nos advertía de ello el famoso teórico del apego, John
Bowlby, que tanto ha ayudado a la psicología a entender los
mecanismos de vinculación más íntimos y humanos: la
evitación consciente o inconsciente del dolor nos conducirá,
sea por el camino que sea, al colapso psíquico y emocional
más absoluto.
3. Adaptarse progresivamente a un entorno en el que la
persona fallecida está ausente; hay que aprender a convivir
con la pérdida. Aunque es insustituible, no por ello está
justificado que nos detenga. Porque nada justifica que una
pérdida nos haga renunciar a nuestra propia existencia. Aun
malheridos, aun dolientes, vamos adaptándonos
progresivamente a una realidad en la que se hace necesario
modificar viejos hábitos, adquirir otros nuevos y desplegar
unas herramientas diferentes para afrontar el mundo.
4. Recolocar a la persona fallecida en nuestro mapa
emocional y espiritual y permitirte continuar viviendo. La
mente y el corazón aceptan, pero no olvidan. Y por ello nos
enfrentamos a un reto que, desde este momento, no dejará
de acompañarnos ni un solo día de nuestras vidas:
resignificar la propia vida y reubicar la ausencia de modo
que nos acompañe con serenidad, sin obstaculizar la
construcción de nuevas relaciones o la asunción de nuevos
roles vitales.
No te fijes estrictamente en el orden, recuerda que cada
persona sufre y se manifiesta de manera diferente. Tampoco
existe un periodo de tiempo determinado, porque es verdad
que, a partir del segundo año después de la pérdida, la
mayor parte de las personas ya han empezado a
recuperarse, pero esto depende de muchos factores y los
tiempos pueden acortarse o alargarse. Es posible que
necesites más que estas páginas para hacer frente a este
tipo de situaciones, pero no quería dejar de abordar este
tema porque veo cada día el inmenso e innecesario
sufrimiento extra que han experimentado muchas personas
por no hablar de lo que les sucedía, por resguardarse y
sufrir solos y en silencio. Quizá porque a las personas les
cuesta lidiar con el dolor de otros y esta vida nos empuja
con celeridad a pasar página; nos obliga a sonreír y a evitar
el sufrimiento, cuando la clave del equilibrio emocional dista
mucho de la evitación. Expresa tus emociones, busca el
consuelo de los tuyos y permítete sentir.

Los pequeños duelos saludables, asociados a la


madurez
Vivir es una constante sucesión de renuncias. Según
vamos creciendo, también vamos dejando atrás muchas de
nuestras ilusiones, proyectos, ocupaciones, roles… ¿Te has
dado cuenta de que muchas veces nos sentimos tristes ante
un cambio que teóricamente es positivo? Y nos llegamos a
sentir hasta egoístas y culpables porque no entendemos de
qué modo un horizonte esperanzador puede generar
tristeza. Un cambio de ciclo vital, un trabajo nuevo, una
mudanza o una boda a la vista pueden desencadenar un
torrente de emociones contradictorias. Crecemos y nos
enriquecemos siempre con la experiencia, sí, pero también
vamos dejando atrás pequeñas partes de nosotros mismos,
nos vamos desprendiendo de escenarios de vida que nos
fueron gratos, se van quedando por el camino recuerdos,
costumbres, tradiciones, aficiones, roles de vida y hasta
relaciones personales.
Dejamos de ser adolescentes, dejamos de ser mejores
amigos de alguien, dejamos de ser estudiantes, de ser
solteros, de ser trabajadores, dejamos de ser muchas cosas
que durante muchos años han formado parte indisociable
de nuestra identidad. Vamos desprendiéndonos de muchos
roles para poder asumir otros, normalmente más maduros.
Por eso es habitual que surjan episodios de tristeza,
nostalgia y reflexión, pequeños duelos que nosotros mismos
no alcanzamos a comprender, en momentos en los que nos
enfrentamos a cambios vitales significativos, por muy
halagüeños que estos sean.
Qué importante es, de nuevo, saber atenderse y
escucharse, para darnos cuenta del origen de nuestras
emociones y poder elaborarlas, para no sentirnos culpables
y entender que es perfectamente posible estar ilusionados y
nostálgicos al mismo tiempo, sin que haya nada malo o
patológico en ello.

Otros duelos asociados a la madurez, pero menos


cómodos y saludables
Como acabamos de ver, atravesamos a lo largo de los
años muchos más duelos de los que, a priori, identificamos
como tal. Pero no todos nos conducen necesariamente a
una situación vital y hay unas cuantas situaciones de
pérdida en la vida que nos hacen más vulnerables frente al
padecimiento emocional o incluso frente al padecimiento de
una depresión. El nido vacío, los despidos, las jubilaciones
(también y sobre todo las prejubilaciones) o las rupturas
sentimentales desencadenan duelos que a menudo no
sabemos gestionar. No es casualidad que todas estas
situaciones supongan un desencadenante frecuente para
pedir ayuda psicológica. Quizá las cosas no iban del todo
bien antes, pero este tipo de sucesos son los que vienen a
destapar la caja de Pandora. Hablábamos antes de
identidad y es que, en efecto, el rol de madre, el rol de
trabajador o el rol de pareja pueden convertirse en una
grandísima porción de nuestra existencia.
Permíteme un pequeño ejercicio a través de una pregunta
sencilla: ¿cómo te presentarías en pocas palabras si tuvieras
que describirte ante un desconocido? Muy probablemente
empezarías por tu nombre, continuarías con tu edad, tu
profesión, tu procedencia, tu filiación o tu situación familiar
y quizá incluirías opcionalmente alguna de tus aficiones o
alguna curiosidad sobre ti, ¿no crees? Voy a hacer la prueba.
Así, sin pensar demasiado, esto es lo que yo diría: «Me
llamo Ana, soy psicóloga, tengo treinta y tres años, dirijo un
centro de psicología en Madrid, me gusta mucho mi trabajo,
estoy casada con Álvaro y tengo un perrito al que adoro que
va conmigo a todas partes». No es nada difícil resumir
nuestra existencia en unas pocas palabras. Pues bien,
siguiendo con el ejemplo, si esto es lo más destacado de la
vida de esta persona —ahora ya imaginaria—, supongamos
que a esta mujer le van mal las cosas y ha de cerrar su
centro, que su marido le abandona porque ha dejado de
quererla de la misma manera, que fallece su perrito con
quien tanto tiempo pasaba o que un día se despierta con
setenta años sintiéndose mayor y pensando que la vida ha
pasado demasiado deprisa. Todo muy difícil de digerir, todo
son cambios directos a la yugular, dirigidos al centro mismo
de su mundo, tal y como ella lo concibe.
Y sí, así es la vida, los de alrededor pueden dejar de
elegirnos, los seres a los que queremos pueden marcharse,
en nuestro trabajo pueden dejar de considerarnos valiosos,
una lesión puede hacer que tengamos que dejar una afición
importante, nuestro nivel de vida en términos económicos
puede verse afectado por muchos motivos, el paso del
tiempo puede desgastarnos y alejarnos de algunas de
nuestras habilidades o actividades más características, etc.
Y todo ello conlleva un duelo, desde luego, porque de lo
contrario la consecuencia es una depresión. Porque sin la
aceptación de lo que dejamos atrás no es posible construir
nada nuevo, quedaríamos tristemente aferrados a lo que
hemos dejado de ser, en lugar de pensar en qué podemos
convertirnos ahora. Por supuesto que la vida no se acaba
por cumplir años, por dejar de trabajar, porque los hijos se
emancipen o por tener que abandonar actividades; pero sin
duda hemos de permitirnos un proceso de aceptación frente
a algunas pérdidas porque hacen que la vida deje de tener
el mismo enfoque y hasta el mismo sentido que hasta el
momento le habíamos dado.
3.
EL MUNDO COGNITIVO, INSONDABLE
SOLO EN APARIENCIA

CÓMO GOBERNAR TU MENTE Y TUS PENSAMIENTOS


Ya lo sabes: eres un filtro andante, toda percepción que
llega a tu mente ha sido previamente procesada por el
tamiz de tus interpretaciones, todo cuanto parece obvio ha
sido tamizado inconsciente y automáticamente por un
colador. Tiene sentido: interpretamos aquello que nos
sucede en función de nuestra historia de vida, nuestro
sistema de creencias, nuestra personalidad, nuestras
experiencias previas y hasta en función de nuestro estado
de ánimo. Esto no significa que debas dudar de todo, pero sí
te otorga la responsabilidad, como mínimo, de conocer cuál
es la naturaleza de tus membranas filtradoras y de qué
manera te afectan, ¿no crees?
No importa cuántas personas quejosas, manipuladoras o
abusivas tengas a tu alrededor porque, por norma general,
tú eres tu peor enemigo. Tú te pones trabas, te criticas
cruelmente, te exiges por encima de tus posibilidades, te
convences de que no puedes, no llegas, no vales… Así es,
los peores insultos salen de tu mente, nadie te habla peor
de lo que tú te dices a ti mismo y nadie te presenta peor de
lo que tú te cuentas acerca de ti mismo. Es increíble lo
despiadados que podemos llegar a ser cuando se trata de
nosotros mismos.
Por eso vamos a profundizar en nuestro autoconocimiento
y en nuestro autogobierno y vamos a complementar y
perfeccionar nuestro aprendizaje emocional mediante
algunas de las herramientas más útiles con las que jamás
imaginamos que pudiéramos contar: las herramientas para
gobernar nuestros pensamientos, racionalizarlos, ajustarlos
a la realidad, y derribar todas y cada una de las barreras
que innecesariamente hemos construido. Es decir, vamos a
liberarnos de una vez por todas de esa ingente cantidad de
barreras que nos hemos ido poniendo, creyendo que nos
protegían cuando, en el fondo, estaban coartando nuestro
talento y nuestras posibilidades hasta límites
insospechados.

¿CÓMO ESTÁ ESTRUCTURADA TU MENTE?


Ya lo esbozábamos en la introducción que nos sirvió de
aperitivo para todo este viaje de autoexploración. Nuestra
mente puede convertirse en un auténtico Leviatán cuando
escapa a nuestro gobierno y cuando nos lanza mensajes y
pautas limitantes que, a pesar de su dudosa justificación,
seguimos al pie de la letra. Por eso, para dominar al
enemigo, primero hemos de conocerlo por dentro. ¿Te has
parado a analizar de dónde provienen todos y cada uno de
los contenidos de tu mente? ¿Desde qué nivel de
profundidad te hablas? ¿Cuál es el origen de las ideas con
las que cientos de veces al día te bombardeas? ¿Dónde se
construyeron? Y, lo que es aún más importante, ¿cómo de
fiables son esas fuentes? Empecemos buceando por lo más
profundo de la mente humana, hasta llegar a lo más
superficial, a nuestra manera más rápida y automática de
interpretar el mundo y todo cuando nos sucede en él.

Tus esquemas cognitivos básicos


Son las estructuras de pensamiento y de organización de
la información más profundas de las que disponemos. Son
tremendamente arcaicas, nos acompañan desde edades
muy tempranas, y se construyen a través de las
representaciones más básicas que nos proporcionan los
demás, y siempre en conjunto y constante interacción con
la huella que nos dejan nuestras primeras vivencias,
nuestros aprendizajes más significativos. Son tan, tan, tan
básicas que contienen los pilares que nos anclan al mundo.
Por ejemplo, las ideas de seguridad o inseguridad con las
que nos desenvolvemos en el día a día provienen de esos
esquemas tan nucleares. Son el centro de todo y el punto
de partida desde el que nos concebimos a nosotros mismos
y a los demás.
El conjunto de nuestros esquemas cognitivos es una
representación del conjunto de las experiencias previas que
más nos han marcado y han determinado nuestra visión del
mundo y nuestra personalidad, por eso estos esquemas son
los que actúan como modelo o como referencia a la hora de
dirigir el lugar en el que depositamos nuestro foco de
atención en cada situación en la que nos desenvolvemos,
ejercen una notable influencia en la forma en la que
interpretamos lo que nos sucede y facilitan la recuperación
de nuestros recuerdos. Son pensamientos absolutos,
estables y duraderos, y cuando conseguimos ponerlos en
voz alta, adquieren la forma de una verdad universal.
Por ejemplo, una persona que ha crecido en un entorno
familiar muy exigente, con figuras de referencia
especialmente fuertes e influyentes, que ha pasado desde
muy pequeñita y en numerosas ocasiones por la dura
experiencia de ser rechazada por el mero hecho de haber
hecho algo mal, que ha sido fuertemente reprendida por no
haber tenido éxito en una tarea o por no haber sobresalido
entre sus compañeros de clase en una actividad, es muy
posible que haya interiorizado el esquema de «En la vida
hay que ser el mejor para ser querido y aceptado» o «Hay
que hacer las cosas muy bien, incluso perfectas, para que a
uno puedan considerarle valioso». Quizá a esta persona
podría llegar a costarle verbalizar tal afirmación de manera
consciente y tajante, pero, en un entorno terapéutico y de
confianza, se reconocería detrás de estas ideas tan
exigentes y tan generadoras de ansiedad.
Lo importante de estos esquemas es que nos acompañan,
de manera implícita, allá donde vayamos, y representan el
filtro más profundo con el cual, inconscientemente,
sesgamos todas nuestras experiencias.

Tus creencias intermedias


Esos supuestos que se desprenden de las creencias más
nucleares. Median entre los esquemas nucleares que
acabamos de describir, tan profundos e implícitos, y las
reflexiones más explícitas y espontáneas que somos
capaces de hacer en un momento determinado. Son las
normas y las actitudes con las que nos movemos por el
mundo, son muchos y muy variados, y todos ellos se anclan
en nuestras creencias nucleares. Son el lógico desarrollo de
aquellas creencias y determinan la manera en la que nos
movemos por el mundo.
Si los esquemas más básicos estaban formulados bajo la
forma de una aseveración o verdad universal, las creencias
intermedias están construidas a modo de supuestos que, de
manera lógica, se deducen de los anteriores, y por lo tanto
suelen adoptar una forma parecida a «si tal… entonces
cual…».
Siguiendo el ejemplo que acabamos de esbozar, aquella
persona que ha integrado la necesidad de ser exitoso y de
alcanzar la perfección para sentirse querido, valioso y
aceptado, es esperable que haya generado alguna que otra
creencia intermedia del tipo: «Si no hago las cosas bien,
entonces no valgo», «Si no consigo ser el mejor, no merezco
ningún tipo de reconocimiento», «Si no lo entiendo, es que
soy tonto…».
Como ves, se trata de ideas algo menos profundas y, por
consiguiente, también algo más flexibles. Sin embargo,
suele ocurrir que, para cuando nos da por detectarlas y
trabajarlas, ya llevan mucho tiempo acompañándonos, y no
siempre es fácil cambiar las actitudes con las cuales nos
movemos por el mundo.

Tus pensamientos más automáticos


Son pensamientos concretos que a uno se le
desencadenan ante las situaciones que vive o ante todo lo
que acontece a su alrededor. Cada evento cotidiano
despierta o provoca de manera espontánea una
interpretación automática de estas características.
Representan la inmensa mayoría de las cosas que
pensamos a lo largo del día, aquello que nos vamos
diciendo a cada poco. Son difíciles de detectar y controlar
porque de manera automática y natural se mezclan de
forma inadvertida con otro tipo de pensamientos más
elaborados y con el flujo de nuestro diálogo interno.
Si fueran fáciles de identificar de forma aislada,
representarían eso que todo el mundo quiere saber acerca
de cómo interpretamos las cosas que nos van sucediendo
pero que tan difícil son de concretar, es decir, darían
respuesta a la más abrupta, incómoda e imposible pregunta
que tantas veces nos hacen, y que también tantas veces
hacemos: «¿Qué estás pensando?».
Contienen, en su mayoría, mensajes específicos de
análisis con respecto a una situación concreta que vivimos
física o mentalmente en tiempo real. Pueden ser
irracionales, pero eso no importa porque creemos en ellos a
pies juntillas. En la inmensa mayoría de los casos, contienen
distorsiones, por lo que tienden a dramatizar o exagerar la
interpretación que hacemos acerca de una situación
concreta. Por eso, lo más importante de todo a la hora de
gestionarlos de manera eficaz es que, a pesar de ser
automáticos, responden a dinámicas aprendidas, por lo que
también podemos aprender a modificarlos.
Como su propio nombre indica, los pensamientos
automáticos surgen de forma espontánea, y pueden ser
tanto conscientes como inconscientes. Son fruto de la
interacción entre otras creencias más profundas: las
creencias nucleares y las creencias intermedias, en las que
ya nos hemos detenido. Son, en definitiva, el resultado de la
confluencia de toda una serie de procesos cognitivos más o
menos implícitos puestos al servicio del análisis de las
situaciones en las que nos encontramos.
Siguiendo con nuestro ejemplo, los pensamientos
automáticos de esa persona educada en el perfeccionismo
más absoluto que ha aprendido que su valor y su valía
dependen de sus niveles de rendimiento tenderán a ser del
tipo: «Soy un desastre», «Soy un fracasado», «No merezco
nada» o, literalmente, «Soy lo peor», cuando se enfrenta a
aquellas situaciones en
las que no le ha sido humanamente posible mantenerse fiel
a sus estándares de exigencia. Tal es la crueldad de
nuestros automatismos a la hora de interpretar lo que nos
va sucediendo.
Veamos, entonces, cuál es el esquema al que hemos de
recurrir cuando nos resulta difícil entender las paradojas de
nuestra mente o las incoherencias de nuestra forma de
pensar; eso que debemos tener en cuenta para analizar el
porqué de algunos pensamientos automáticos que nos
perjudican pero a los que tanto nos cuesta renunciar:
¿QUÉ PUEDES APRENDER DE LO QUE TE DICE TU MENTE?
¿Has visto cuán interesante y revelador es descubrir cómo
se construye tu forma de pensar? Resulta que aquellas
cosas que dabas por sentadas e inamovibles son, en el
fondo, ideas que puedes modificar y flexibilizar. Pensabas
que estaban ahí y punto, que no podías hacer nada más que
sucumbir ante su poder, pero resulta que son cuestiones
que has aprendido. Es decir, que las ideas que más te
limitan o más sufrimiento te causan son el resultado de tu
historia de aprendizaje y esa historia es tuya, puedes asumir
el mando. Aprender es un proceso dinámico que se extiende
a lo largo de toda la vida y te permite replantearte hasta
aquello que parecía predeterminado.
Por eso en este punto conviene que nos planteemos un
concepto que estoy segura te va a resultar tal útil como
interesante: ¿son tus pensamientos adaptativos o
desadaptativos? En otras palabras: tu forma de pensar,
¿contribuye a tu bienestar?, ¿te ayuda a desenvolverte por
el mundo con soltura?, ¿facilita la consecución de tus
objetivos?, ¿te permite relacionarte mejor?, ¿promueve que
tengas más oportunidades?, ¿te ayuda a mejorar aquello en
lo que puedes hacerlo y a aceptar aquello que queda fuera
de tu control o de tu voluntad?
Adaptativo o desadaptativo. Esa es la cuestión. Porque lo
primero es sinónimo de flexibilidad, de tranquilidad, de
resolución y de felicidad, mientras que lo segundo es amigo
de la rigidez, del sufrimiento, de la frustración y de una
mala salud psicológica. No seré yo quien tire de psicología
barata, no se trata de inducir pensamientos positivos así
porque sí, sin ton ni son, ¡no se trata de autoengañarnos!
De lo que se trata es de reeducar nuestro pensamiento para
ser capaces de adaptarnos al entorno en el que nos ha
tocado vivir, para sacarle el máximo partido a las
situaciones agradables que la vida nos pone delante, y sufrir
lo justo y necesario en todo aquello con lo que, por
desgracia, también nos toque lidiar.
Si hemos sido capaces ya de identificar los pensamientos
disfuncionales y generadores de sufrimiento innecesario
que a veces se despiertan en nuestra mente, entonces
hemos asumido la responsabilidad de hacer algo para
modificarlos, ¿no crees? Cambia tu forma de pensar para
cambiar tu forma de sentir. Para ello, como te decía, no
recurriremos al engaño, pero sí a la racionalización, a la
objetivación, a la aceptación y al compromiso. Nos
centraremos en todo aquello que esté en nuestra mano
flexibilizar, trataremos de corregir las distorsiones en las
que inconscientemente incurrimos a la hora de interpretar
la realidad, y alcanzaremos una forma de pensar más
ajustada a la realidad que nos permita ser más resolutivos,
eficaces y optimistas.
Nos quedaremos, pues, con todas y cada una de las ideas
o preocupaciones que nos resulten adaptativas, y
reformularemos
o incluso llegaremos a desechar aquellas que no lo sean.
Adelante, aprende a separar tus pensamientos adaptativos
de los desadaptativos, y empecemos a trabajar en la
reestructuración de estos últimos.

¡Identifica tus pensamientos desadaptativos!


1. ¿De qué te estás preocupando? Sé claro, concreto y
muy específico separando una preocupación de otra.
2. Esa preocupación o ese pensamiento tuyo:
a. ¿Te ayuda a resolver el problema al que se refiere en
caso de que este se represente?
b. ¿Te impide pensar en otras cosas?
c. ¿Te permite adoptar una perspectiva diferente sobre el
problema o, por el contrario, se ha convertido en una idea
que rumias en bucle?
d. ¿Qué emociones te genera? ¿Te ayudan a sentirte
mejor?
3. Y ese problema que tu pensamiento anticipa, ¿está en
tu mano resolverlo? ¿Hay algo que puedas hacer para
solucionarlo, aunque sea parcialmente?
Imagino que ya has visto por dónde van los tiros. Si tu
pensamiento no te ayuda a resolver nada, si te impide
pensar en otras cosas, si no te deja ser flexible y tener
perspectiva, si te hace sentir más angustiado o si tiene que
ver con una situación que ni siquiera entra dentro de tu
ámbito de actuación… ¡Estás frente a un pensamiento
desadaptativo de manual! Remángate, que vamos a
ponernos a trabajar con ello.

El trampantojo, el Tigretón y la distorsión


Seguro que, al menos en la teoría, tienes muy claro qué
es una distorsión cognitiva; su nombre es, en sí mismo,
bastante intuitivo. El problema con las distorsiones de
nuestros pensamientos es que podemos identificarlas en los
demás con cierta facilidad, pero nos cuesta horrores
diferenciarlas de un pensamiento racional cuando se trata
de nosotros mismos. Su propia naturaleza hace que la
distorsión sea farragosa, que intente pasar desapercibida
ante nuestros ojos, que nos confunda hasta el punto de
perder de vista la racionalidad.
Las distorsiones cognitivas son como trampantojos muy
sutiles y muy bien elaborados: hasta que no los pones a
prueba no desvelan su verdadera identidad.
Recuerdo haber salido de tapas por Valladolid y haber
pedido, en un conocido bar de pinchos, un platito
teóricamente salado, muy suculento cuyo nombre y
fotografía recordaban al Tigretón. Sí, sí, has leído bien, ese
bollito de chocolate y nata que comíamos de niños esos a
los que ahora se han empeñado en llamarnos millennials.
¿Quién se podía resistir a algo que parecía íntegramente un
auténtico Tigretón? ¡Con todo un torrente de recuerdos de
infancia activado de pronto! Pues bien, el no bollito
resultaba ser un creativo trampantojo: un pincho caliente
hecho a base de pan negro, morcilla y cebolla. Muy rico, sí,
pero ni bollo, ni nata, ni chocolate.
Sirva esto de ejemplo para no confiarnos ante las trampas
que nuestra mente nos pone delante con más o menos
sutileza. Tan enrevesadas son las distorsiones cognitivas
como los trampantojos gastronómicos: si no lo pruebo, no lo
creo.

Atiende a los engaños de tu mente: aprende a


identificar las distintas estratagemas que tu mente
ha desarrollado para distorsionar la realidad
¿Cuántas formas posibles puede adoptar una distorsión?
Muchas y muy variadas, por eso conlleva algo de esfuerzo
identificarlas y hacerles frente. En un libro anterior
explicaba esto de las distorsiones como si de una lente se
tratarse, como si te pusieses literalmente unas gafas a
través de las cuales se modificase la percepción de la
realidad, transformándola en tu realidad particular, sesgada
y falsificada. Pues bien, con esa metáfora en mente,
veamos cuáles son las maquiavélicas formas que tiene
nuestro cerebro de tergiversar —casi siempre en nuestra
contra— aquello que recibe del exterior.

1. El pensamiento polarizado o del «todo o nada»


Supone interpretar las cosas (también a las personas) en
términos absolutos, sin tener en cuenta que existen cientos
de matices y grados intermedios. Es una de las distorsiones
que más fácilmente podemos identificar porque contiene, a
menudo, términos como «siempre», «nunca», «todo», sin
darte cuenta del tremendo significado que esos términos
suponen y sin percatarte de que su uso no está justificado.

2. La más absoluta —e injusta e injustificada—


generalización
Lo haces cuando te fijas en un caso aislado y, a partir de
él, extraes una conclusión generalizada que te permites
aplicar a todos los casos posibles, sin pararte a analizar que
se trata de distintas situaciones muy diferentes entre sí.
Una de las más sublimes evoluciones de la generalización
como distorsión de la realidad es el fenómeno del perverso
etiquetado. Desde esa idea absurda e injustamente
generalizada se cataloga una realidad interna o externa —
normalmente se realiza con las personas, pero también con
determinados entornos o situaciones—, colocándole una
etiqueta global, limitante y reduccionistamente definitoria
que, desde la lógica particular de la propia descripción se
supone que la explica a la perfección.
Las etiquetas son la representación verbal de los
prejuicios; se elaboran, por lo general, en términos
absolutos, perdurables e inalterables.
Da vergüenza mencionarlo, pero quién no ha oído nunca
decir a otra persona que «los de allí son todos unos
misóginos, los de más allá unos guarros…». Nos cuesta más
ver las etiquetas que personalmente atribuimos a los demás
que las que un tercero atribuye a otros, porque es duro
mirar hacia dentro y descubrir que nosotros también somos
prejuiciosos. No hay nada por
lo que avergonzarse, pero sí es importante tener la
humildad para identificar los prejuicios propios, pues esta es
la única forma de mantenerlos a raya.
Lo que cuesta algo menos, con lo críticas que la mayor
parte de las personas suelen ser consigo mismas, es
percatarnos de las etiquetas que nos colocamos a nosotros
mismos: «Soy un inútil», «Soy un desastre», «Soy tonto…».
De este tipo de lindezas que tan alegremente dirigen
nuestro diálogo interno, hablaremos en profundidad más
adelante, cuando abordemos la cuestión del ajuste de
nuestra autoestima.
La condena de las etiquetas.
El caso de Concha
El caso de Concha despierta en mí una compleja amalgama de emociones. No
llega a los treinta, está casada con un hombre que la ama, la admira y la cuida.
A Concha no se le dieron bien las cosas en el colegio, ni sus compañeros le
hicieron la vida fácil ni los estudios captaron su atención. Así que lo dejó en
cuanto pudo y se puso a trabajar, hasta que tuvo entre sus manos una cámara
de fotos y ya no la soltó. Ha venido formándose en este campo y hace ya unos
años que trata de forjarse un futuro profesional como fotógrafa. Lo que ocurre
es que la vida del fotógrafo freelance no es precisamente fácil, y hace ya tiempo
que compagina su gran pasión con todo tipo de trabajos temporales:
dependienta y telefonista son sus ocupaciones más frecuentes, enlazando
contratos que no superan nunca los tres meses de duración. Concha es
cariñosa, afable, comprensiva, empática y tremendamente creativa. Basta con
ver algunos de sus trabajos para descubrir que detrás de esa joven
aparentemente inhábil para la lengua y las matemáticas, se escondía una mente
artística que nadie supo explorar. Pintar, esculpir, coser… Todas las
manualidades, todo lo que suponga crear, se le da bien.
Pero todo ese potencial sigue aún en pleno descubrimiento. Es algo que, por
sí sola, ha empezado a explorar en los últimos años. En este proceso de
revelación insólita de su personalidad le acompañan, motivan y alientan tanto
su pareja como su grupo de amigos más reciente y a la vez más afín y leal. Para
sus padres y sus hermanos, para sus tíos y sus primos, sigue siendo una
persona poco atenta, demasiado básica dicen, despreocupada, nada ambiciosa,
algo torpe y bastante vaga. Y ya cuando la comparan con sus hermanos no te
quiero ni contar en qué lugar queda… Tal es el poder de las etiquetas que en un
momento dado nos cuelgan los demás de manera tan fácil como injusta.
Y lo más grave de todo es que es innegable e imborrable que Concha ha
crecido toda su vida con esa idea acerca de sí misma, con la idea que los demás
le han reflejado; siendo esto algo de lo que aún, a día de hoy, le cuesta mucho
deshacerse. ¿Por qué cuando acude ilusionada a una entrevista para un trabajo
que le apetece desempeñar nunca es ella la seleccionada? ¿Por qué, al término
de la campaña de Navidad, nunca es ella la dependienta a la que hacen fija?
Aunque el trabajo no le encante, a veces está a gusto y el dinero no le viene mal
a nadie. ¿Por qué después de trabajar en la promoción telefónica de una tarjeta
de crédito, nunca es ella la que pasa a la plantilla de la empresa para continuar
en otros proyectos más interesantes? E, incluso en lo que más se vuelca, en la
fotografía, ¿por qué acumula tantos trabajos inacabados en el disco duro de su
ordenador?
Todo esto está cambiando desde que Concha está en terapia, desde que está
aprendiendo a aceptar aquello que los demás piensan y que no está en su mano
modificar, al tiempo que construye un nuevo modelo de sí misma: más flexible,
más amable, más compasivo y, sobre todo, más ajustado a la realidad, más
conectado con la persona que ella es a día de hoy. Resulta que, desde que no se
encasilla y se enfrenta a las vicisitudes que la vida le depara, siente por fin que
avanza.
Es muy difícil desprenderse de las ideas y estereotipos con los que uno ha
crecido y ha sido prácticamente adoctrinado, pero es un trabajo necesario. Las
etiquetas nos humillan primero, y nos sabotean después. Cuando bajamos los
brazos y nos acostumbramos a no luchar contra ellas, las etiquetas nos
destruyen: sirven de justificación para no abordar lo que más nos cuesta, para
no superar nuestros miedos, para no crecer.

3. La abstracción selectiva y el sesgo de autoconfirmación


Caes en esta distorsión cuando focalizas toda tu atención,
en exclusiva, en algunos aspectos —usualmente los más
negativos y perturbadores— de una circunstancia o también
de una persona, y dejas de lado muchas otras
características de esa misma persona o situación que son
totalmente contradictorias con la conclusión a la que has
llegado. Las dejas fuera, claro está, porque no apoyan tu
tesis.
Esta distorsión es especialmente peligrosa porque además
de limitar tu forma de interpretar el mundo, también te deja
atado de pies y manos frente a la posibilidad de contrastar
empíricamente tus impresiones. Si la llevas a la práctica te
conviertes en un sesgo andante que encuentra en cada
lugar aquello que estaba preparado para encontrar, a modo
de profecía autocumplida o sesgo confirmatorio. ¡Cuidado
con dejarte llevar por esta peligrosa manera de acercarte al
mundo y a los demás! O te convertirás en un insoportable
cascarrabias, prejuicioso y ofuscado. Y todo lo interpretarás
de forma tendenciosa hasta que tus nuevas percepciones y
valoraciones encajen a la perfección en el molde de tus
ideas preconcebidas.

4. El pensamiento pesimista o la facilidad para descalificar


lo positivo
Fácil de identificar, cuando no eres tú el protagonista. El
sesgo tergiversa nuestra forma de pensar cuando, de
manera constante, tiendes a obviar cualquier tipo de
experiencia agradable o positiva, por razones
absolutamente arbitrarias, y te quedas solo con lo malo. Así,
literal. ¿Te parece un tópico exagerado? Pues nos pasa, y
mucho más de lo que te imaginas.

5. Las inferencias arbitrarias


También arbitrarias, claro, basadas en nuestros propios
prejuicios. Supone asumir algo negativo para uno mismo
incluso cuando no existe prueba de realidad alguna que
justifique tal presagio. Lo haces cuando te atreves a
formular una lectura de pensamiento de quien tienes
enfrente y presupones o adivinas sus intenciones, sus
actitudes, o lo que tú consideras como sus «auténticos»
pensamientos, ¡porque tú sabes más de la otra persona que
ella misma, por supuesto!
Y lo haces también cuando formulas una adivinación de
futuro y, como por arte de magia, crees saber a ciencia
cierta qué es lo que va a pasar, cómo va a pasar y cómo se
van a comportar los demás. Vamos, que tienes la bola de
cristal y sabes lo que sucederá, antes incluso de que suceda
o de que sus protagonistas lo sepan.

6. La proyección
Este tipo de distorsión me encanta, porque es muy sutil,
revela mucho de nuestros fantasmas interiores y es muy
bonito descubrirla. Eso sí, mejor hacerlo en la intimidad más
absoluta o en el contexto de una relación de mucha
confianza, pues su descubrimiento nos deja muy desnudos.
Y desprotegidos. La proyección consiste en colocar en el
otro un pensamiento o un sentimiento que, en el fondo, es
nuestro, pero que nos cuesta mucho aceptar como propio
porque genera mucha angustia, vergüenza, culpa o
ansiedad.
Por ejemplo, cuando criticas a una amiga y hablas, con
cierta crueldad incluso, de que es muy guapa, lista y
exitosa, pero afirmas que «seguro que es una superficial» o
que «se lo han dado todo hecho», lo que en el fondo estás
desvelando es tu propia superficialidad, así como la envidia
y los celos que no has sido capaz de gestionar. ¿No sería
mejor aceptar que nos suscita cierta envidia y poder
expresar un halago con admiración y sin segundas lecturas
innecesarias? Eso sería lo más sano.

7. La magnificación y la minimización
Ambos extremos tienen que ver con subestimar o
sobreestimar la posibilidad de que sucedan algunos eventos
o incluso la presencia de ciertas características de
personalidad en quienes nos rodean. Ejemplos de
magnificaciones y minimizaciones son:
1. El pensamiento catastrofista. Único en su especie. Muy
fácilmente reconocible. Supone pensar que lo que está por
llegar es necesariamente malo, colocarse en el peor
escenario posible cada vez que anticipamos cualquier
evento futuro, imaginar el peor resultado posible ante una
situación aún no resuelta… También encajan dentro de la
distorsión catastrofista todos los pensamientos y las quejas
acerca de lo «terrible», «horroroso», «imposible»,
«insoportable» o «intolerable» que es lo que estamos
viviendo. Si te fijas, lo que suele venir después del
catastrofismo es puro victimismo…
2. La negación de la realidad. Es la otra cara de la misma
moneda, la opuesta al catastrofismo, pero verás que con
consecuencias muy similares. Supone negar un problema a
pesar de que lo tenemos delante y nos están afectando sus
consecuencias, implica no reconocer dificultades o errores y
seguir hacia delante como si nada hubiese pasado. No hay
victimismo como tal, pero «tanto monta, monta tanto»,
pues el resultado es primo hermano: no existe ningún tipo
de responsabilidad sobre aquello que deberíamos estar
esforzándonos por cambiar.

8. El paradójico razonamiento emocional


Las interpretaciones vestidas de reflexión con cuerpo de
emoción. ¡Cuántos quebraderos de cabeza nos da esta
distorsión en terapia! Porque es tan intensa la vivencia que
resulta de ella, que es muy difícil despegarse del contenido
del pensamiento y constatar que, en efecto, no era nada o
casi nada racional.
Consiste en fusionarse de forma integral con tus
emociones y formular argumentos disfrazados de
racionalidad, pero, en el fondo, basados en «cómo te
sientes» en lugar del análisis de «cómo son las cosas, qué
es lo que verdaderamente ha ocurrido o qué se puede hacer
en este momento».

9. La dictadura de los deberías


«Debería pasar más tiempo con mis hijos», «Debería estar
más pendiente de mi madre», «Debería dedicarle más
esfuerzo al trabajo», «Debería hacer más deporte»,
«Debería estar más delgada», «Debería haberlo hecho
perfecto…». Y así hasta el infinito y más allá. La tiranía del
debería no tiene límites y las exigencias que marca se
extienden a uno mismo, a todos los demás y a la vida en
general.
Estoy segura de que te reconoces con cierta facilidad en
esta distorsión que, como es evidente, supone vivir bajo la
presión de lo que uno cree que debería ser o estar haciendo
en lugar de ir tomando decisiones e ir guiando nuestra
conducta en función de cómo nos van surgiendo las cosas
en realidad. El debería lleva implícita una potente y rígida
regla que uno pretende aplicar sin matices y sin importar el
contexto de la situación en la que se encuentra.

10. La personalización (o esas veces en las que tenemos


la piel demasiado fina)
¡Tan fina que todo lo hacemos nuestro! Es un tipo de falsa
atribución y consiste en asumir que uno mismo es el
responsable directo de que haya sucedido algo o el
protagonista de algo a lo que otros se están refiriendo,
cuando muy posiblemente no haya sido ese el caso en
realidad y no existan ni siquiera pruebas de ello. Produce
una elevada vivencia de ansiedad y culpa y, cuando se da
de forma reiterada, su resonancia emocional hasta se
acerca a un cuasi delirio de persecución.
Aunque sea en menor medida, ¿te ha pasado en algún
momento? Avergüenza reconocerlo, pero seguro que sí.
¿Alguna vez alguien ha comentado en la oficina cómo otros
compañeros no hacían bien su trabajo o no con la suficiente
diligencia y tú te has pensado que la película iba contigo
cuando tu nivel de desempeño en el trabajo es impecable?
¿En alguna ocasión te has ofendido con un amigo que
describía una serie de conductas que le parecían
intolerables y tú te fuiste a casa pensando que era una
crítica indirecta a ti? Pues sí, tú también has caído en la
pueril trampa de la personalización.
A veces, las personalizaciones tienen que ver con
nuestros autorreproches, con el sentimiento de culpa o con
nuestra mala conciencia. En esos casos, son un indicador de
que hemos de asumir la responsabilidad de cambiar aquello
que sabemos que no es ético o respetuoso hacia los demás.
Pero decimos que la personalización es pueril porque, a
menudo, no responde a ningún tipo de prueba de realidad,
sino a una autoestima debilitada, un autoconcepto
distorsionado y una preocupante inseguridad.

11. La externa y eterna culpabilidad


Es la otra cara de la falsa atribución y, a diferencia del
caso anterior, no hablamos aquí de personas o bien
autoexigentes o bien con complejo de mártir que se echen a
sí mismas la culpa de todo, sino más bien todo lo contrario:
tiene que ver con un razonamiento autoexculpatorio que de
manera continuada coloca la responsabilidad de todo sobre
los demás. ¿Y qué hay de los problemas propios, de los que
yo he causado o de los que está en mi mano resolver? Pues
esos ¡también son culpa del resto del mundo! Yo como
centro del mundo y yo como víctima de todo y de todos. Y,
si algo se puede hacer para cambiar el curso de los
acontecimientos… ¡que lo hagan los demás!

12. La falacia de la justicia o por qué la vida, a veces,


es como un combate de boxeo
Mi distorsión favorita: la perversión de lo justo y de lo
injusto. Supone enjuiciar, a título personal o como injusto,
aquello que no encaja a la perfección con nuestros deseos,
necesidades, creencias y expectativas. Nos proporciona una
visión de la vida extremadamente estricta, con normas y
criterios gracias a los cuales las opiniones o realidades
alternativas, las de otros, se invalidan, se critican e incluso
se descartan.
Merece la pena que nos detengamos en esta falacia unos
segundos, porque en terapia es uno de los razonamientos
emponzoñados que a los pacientes más les cuesta
identificar y corregir. Nos resulta difícil de entender que,
más allá de la Justicia con mayúsculas, esa que imparten los
jueces en un contexto bien determinado, el concepto
cotidiano de justicia no es más que un mero ideal irracional.
Nos gustaría que fuera de otro modo, pero no lo es. Nos
escudamos en aquello que consideramos que «no es justo»
para justificar lo que no hemos podido o no hemos sabido
hacer, o para aliviarnos con la idea de que «no pudimos
hacer otra cosa». Muchas veces eso no es cierto, en su
momento hicimos lo que quisimos, lo que elegimos hacer,
pero ahora ni nos gusta aquella decisión ni queremos
asumir su responsabilidad.
Además, nos supone mucho esfuerzo integrar la idea de
que, en cierto sentido, la vida es como un combate de
boxeo. Uno puede haber peleado implacablemente con tino,
con técnica y hasta con elegancia, puede haber optimizado
convenientemente sus fuerzas y analizado inteligentemente
a su contrincante, y haber sido el mejor púgil en once
asaltos, pero, en el último de ellos, no está exento de recibir
un KO que haga que, de cara al resultado, todo lo anterior
no haya servido para nada. Un solo segundo de despiste o
de mala suerte, un tropezón o un cambio de viento, y la
vida se nos pone de espaldas, todo se altera, y no nos
queda más remedio que aceptarlo. Todos nuestros esfuerzos
y todos nuestros aciertos caen, al menos
momentáneamente, en saco roto, y toca integrar la
injusticia como parte inexorable de nuestro recorrido vital.
Veamos un ejemplo práctico para que no se nos cuele
esta distorsión de la justicia divina por ninguna rendija de
este autoanálisis.
Un error tremendamente frecuente es partir de la
frustración para acabar considerándose a uno mismo una
víctima del sistema. Si este tipo de pensamientos o
interpretaciones te asaltan alguna vez de forma automática,
no te fustigues. Pero, eso sí, hazte cargo, páralos de
inmediato, o te llevarán por la calle de la amargura.
Desbarrar, maldecir o insultar a otros produce un paradójico
efecto ansiolítico, pero realmente no te facilita nada, no te
lleva a conseguir lo que anhelas y no corrige nada de lo que
detestas de tu vida actual.
Es bastante difícil identificar este discurso victimista:
primero, porque llevamos algo de razón (aunque muy poca)
y no hay nada más resistente que un engaño que se reviste
de elementos de realidad; segundo, porque nos lo creemos
a pies juntillas; y, tercero, porque nos exime de toda
responsabilidad.
La trampa de lo justo y de lo injusto.
El caso de Pilar
Pilar —a la que, por cierto, admiro profundamente por muchos motivos— me
confesó en una de sus últimas sesiones que no cambiaba ahora de trabajo
porque no veía cómo, y que no se había dedicado en su vida laboral a la
abogacía, a pesar de que el derecho era su carrera y su vocación. Y me explicó
sus motivos (atención a lo rocambolesco de su exposición, que para ella tenía
todo el sentido del mundo): decía que «no era justo que muchas personas
hubiesen tenido las cosas tan fáciles» y «hubiesen podido trabajar en el
despacho de papá», mientras que ella, de haber optado por aquella vía que
tanto deseaba, habría tenido que empezar de cero, al no ser hija, ni sobrina, ni
nieta de ningún abogado. Y situaba, en su frustración y en su insatisfacción
laboral, todas o muchas de sus dificultades actuales. ¡Hasta los problemas de
pareja estaban directamente provocados por el hecho de que ella no podía
trabajar en lo que quería! Hombre, es de sobra conocido que nuestro nivel de
funcionamiento en todas las áreas de vida relevantes afecta a nuestro estado de
ánimo y que un foco de malestar tiende a extenderse a otras áreas, pero de ahí
a decir que absolutamente todo lo que no va bien tiene que ver con el hecho de
que no pudiese elegir tal trabajo hace treinta años, y que no haberse dedicado a
lo que uno deseaba está en estrecha relación con que otras personas lo tuvieron
más fácil… ¡Parece un poquito evitativo y rebuscado! ¿No crees? Yo, desde lo
terapéutico, me vi impelida a hacerle una pequeña revelación:
—Me cuesta entenderte, Pilar, lo que me estás diciendo es que elegiste
dedicarte a otra cosa antes que a la abogacía, que decidiste seguir trabajando
de administrativa en la empresa en la que ya lo hacías, porque te daba
estabilidad económica o porque así lo consideraste en aquel momento por los
motivos que fueran, en lugar de dar el salto y empezar de cero una vez
terminaste la carrera de derecho, ¿no es así?
—Claro, ¡porque yo no tenía el despacho de papá en el que ponerme a
trabajar como muchos de mis compañeros de clase! ¡Yo lo tenía más difícil!
—Pilar, desconozco si absolutamente todos tus compañeros de clase eran
hijos de abogados y si todos ellos tenían un puesto garantizado en las empresas
de sus padres, suponiendo que sus padres tuvieran un bufete de abogados ya
en marcha; pero, en cualquier caso, ¿existía la posibili-dad de empezar como
becario? ¿Existía la posibilidad de hacer prácticas?
—Sí, claro, ¡y vete tú a renunciar a un salario fijo con veinticuatro años
cuando lo que más quieres es irte de casa cuanto antes!
—Es decir, que tuviste que elegir, y priorizaste una nómina asegurada para
poder irte de casa, antes que seguir viviendo con tus padres un par de años
más, ¿es eso? ¿O es que había necesidades en casa, o tus padres te urgían a
que te fueras, o se vivía una situación extraordinaria en tu familia?
—No, lo que había es que era un culo inquieto, tenía ganas de volar, y había
hecho planes para irme a compartir piso, primero con una amiga y luego quizá
con mi chico. Por aquel entonces estaba empezando a salir con alguien y tenía
muchas ganas de pasar tiempo con él sin tener que dar explicaciones a nadie…
La autonomía también es importante, ¡no me digas que hice mal!
—Por supuesto que la autonomía es importante, lo fue para ti y solo por eso
ya es importante. Hiciste lo que quisiste hacer y eso, claro está, conllevó alguna
que otra renuncia. En este caso, renunciaste a apostar por una carrera
profesional diferente.
—¿Entonces, hice mal?
—No hiciste ni bien ni mal. Has llegado hasta aquí, veinte años después,
tienes buenos amigos, una pareja y dos hijos maravillosos. Hiciste lo que
quisiste hacer. Lo que no tienes es una experiencia de veinte años como
abogada, eso no; pero no tiene sentido plantearse otra realidad, tu vida es esta
y es muy valiosa.
—Sí… Eso es verdad…
—Pero, entonces, dime, ¿de qué manera aquellos compañeros de clase tan
privilegiados tuvieron la culpa de que tú no te dedicases a la abogacía…?

Frente a esta falacia que nos atrapa sin remedio solo


queda una vía de escape: olvídate de lo que es justo o
injusto y asume tu parte tan pronto como te des cuenta de
que necesitas hacerlo, aunque creas que es tarde.

13. La falacia de control


Nos lleva a presuponer que tenemos que tener el control
sobre todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Asumimos
esta responsabilidad excesiva como si de una pesada losa
se tratase. Nos cuesta reconocerlo, pero comporta cierto
sentimiento de omnipotencia. De un modo u otro,
interpretamos, normalmente a toro pasado, que podíamos
haber hecho más, que ciertas situaciones dependían de
nosotros y que incluso podíamos haber controlado el
comportamiento y las reacciones de otras personas. Esa
falsa omnipotencia hace que constantemente estemos
replanteando en nuestra mente lo que ha pasado o dejado
de pasar, y que nos torturemos con lo que creemos que
podríamos haber hecho mejor.

14. La falacia del cambio externo


Es opuesta a la anterior y representa otra versión de la
externalización de la responsabilidad. Caemos en este
razonamiento falaz cuando lamentamos que nuestra vida no
se parece a lo que querríamos porque esa felicidad que
tanto añoramos no depende de nosotros mismos, sino
exclusivamente de los actos y conductas de los demás o de
las circunstancias externas; implica condicionar la propia
conducta a la de otros; se espera que la actitud de cambio
venga de los demás, en lugar de responsabilizarse de uno
mismo. Tiene consecuencias prácticas muy parecidas a las
que hemos visto con la falacia de lo justo o de lo injusto,
pero con un matiz aún más victimista o necesitado de
condescendencia, puesto que la persona no se dispone a
mover ni un solo dedo, realmente considera que todo
cambio en su vida ha de provenir del exterior. Además, las
dos falacias mencionadas, estas dos tendencias prototípicas
a distorsionar la realidad, tienen una interesante derivada
común, y es que pueden acabar convirtiéndose en una
falacia de recompensa divina, llegando a esperar que en un
futuro todos los problemas propios mejoren por sí solos, sin
adoptar en ningún momento una actitud proactiva al
respecto, confiando mágicamente en ser «recompensado»
de alguna forma que no se ha solicitado ni peleado siquiera.

15. La falacia de la razón (casi divina)


Presupone ser poseedor de la verdad absoluta obviando
opiniones ajenas. Implica creer que las propias opiniones y
acciones son las correctas y válidas y por ello la persona
trata con frecuencia de demostrarlo tanto frente a sí misma
como frente a los demás. Suele provenir de personas que,
en una discusión, parece que te hacen luz de gas en todo
momento, adaptando sus argumentos y elaborándolos a su
conveniencia. Interpretamos el mundo y nos comunicamos
de este modo cuando tenemos cero tolerancia al error,
cuando nuestra autoestima se resiente tanto que no puede
permitirse patinar, no consiente equivocarse; y por ello se
hace lo posible para evitar no llevar razón o aceptar que
hemos podido meter la pata.

APRENDE A LIBERARTE DE LAS DISTORSIONES DE TU MENTE


Hemos podido ir identificando tus distintas y enrevesadas
formas de distorsionar la realidad porque las distorsiones
pueden identificarse hasta en la superficie de los contenidos
más explícitos de tu mente. Una mente, a veces, nublada.
Están presentes en tu forma de expresarte, en la forma en
la que te vas contando lo que piensas acerca de ti mismo,
de los demás y del mundo que te rodea. Desde fuera se
perciben con claridad como un filtro de cribado que uno se
pone a modo de lente con la cual percibir el mundo, o con la
cual garantizarse que uno ve solo lo que quiere ver, pero
desde dentro el trabajo de identificación es bastante más
costoso. Cierto es que no se trata de una tarea
supersencilla, pero sí es abordable con un poco de
autocrítica, de reflexión y de humildad. ¡Aparte de lo
increíblemente liberador que es desprenderse de esos
anteojos tan nefastos! A estas alturas te habrás dado
cuenta de que tus pensamientos automáticos están
plagados de deformaciones de las que hasta hace bien poco
no eras ni consciente. Llegabas ya a este punto de tu vida
con una forma algo viciada de observar y de razonar en
algunas circunstancias y no te habías dado cuenta de que
ese modo de procesar la información podía contener
errores; incluso errores de bulto que, por extensión, te
pueden conducir también a tomar decisiones de manera
increíblemente torpe.
Ahora, como rige una de nuestras premisas básicas para
el cambio, ya no puedes escurrir el bulto, no hay
justificación posible: una vez has tomado conciencia de
aquello que puedes cambiar, tienes prácticamente la
obligación de intentarlo. ¿Nos ponemos a ello? Veamos de
qué forma podemos reestructurar nuestra forma de pensar
para cambiar también nuestra forma de sentir y optimizar el
modo en el que gestionamos todo a lo que le hacemos
frente cada día. Te propongo un entrenamiento sencillo y
eficaz. Es algo metódico, pero es precisamente ese método
el que nos garantiza la reconfiguración de tus viejas inercias
a la hora de contarte las cosas.

Ejercicio práctico.
Aprende a reestructurar los pensamientos distorsionados
e irracionales que más te atormentan
Esos que se han ido interponiendo de manera reiterada en tu recorrido de vida,
esos que te han distraído de la consecución de tus metas y que son la fuente
principal de todo ese sufrimiento inútil e innecesario que con este
entrenamiento pretendemos erradicar.
1. ¿Qué pensamiento ha venido a tu cabeza (y ya sospechas que es irracional
y que te hace sufrir)? Escríbelo de forma literal, tal y como te lo has dicho a ti
mismo.
2. ¿A qué te refieres con eso que has escrito? Detalla esa idea un poco más,
aunque te salgas ya de la literalidad inicial del pensamiento.
3. ¿Qué significa para ti esto que has escrito? ¿Qué implicaciones tiene, qué
deducciones extraes de ahí, hasta dónde lo haces extensible, qué consecuencias
le presumes…?
4. ¿Cuánta credibilidad le das a ese pensamiento? Sé concreto y cuantifica.
Puntúa de 0 a 10 cuánto te crees eso que has pensado.
5. ¿De qué pruebas dispones para creer tal cosa o para interpretar de ese
modo? ¿Qué datos objetivos apoyan tu pensamiento? Recuerda que no valen
aquí sensaciones o presunciones, tienes que aportar elementos y pruebas
tangibles que apoyen tu idea. Evidencias. Pruebas de realidad objetivas.
6. ¿Y qué pasa al revés? ¿Existe alguna prueba o hecho en contra del
pensamiento? ¿Algún elemento que refute esa idea inicial?
7. Pensar de ese modo, ¿a qué te conduce? ¿Te es de alguna utilidad?
a. ¿Te ayuda a lograr algún objetivo?
b. ¿Te hace sentir mejor?
c. ¿Soluciona algún problema?
d. ¿Te hace sentir, por el contrario, peor o empeora tu situación o tu estado
emocional de algún modo?
8. ¿Puede haber explicaciones distintas para ese mismo suceso? ¿Puedes
concebir otras formas de verlo? ¿Son posibles otras interpretaciones? ¿Qué otras
cosas puedes pensar ante esa misma situación? Intenta escribir el mayor
número posible de opciones, piensa también en otras personas y escribe cómo
ellas podrían analizar esta situación, desde su propio punto de vista.
9. ¿Podrías asumir, aunque fuera parcialmente, una o varias de las
explicaciones alternativas que acabas de generar?
10. ¿Qué consecuencias positivas podrías experimentar si modificases ese
pensamiento por otro más realista, más adaptativo y menos absoluto?
11. ¿A qué consecuencias negativas te enfrentas si cambias ese pensamiento
inicial por otro más realista, más adaptativo y menos absoluto?
12. ¿Qué datos a favor encuentras para defender estas nuevas
interpretaciones?
13. ¿Cuánto llegas a creerte esta nueva forma de pensar? Puntúa de 0 a 10, y
compara esta puntuación con la puntuación que le concediste al pensamiento
inicial. ¡Observa la diferencia!

Y, ahora, por último, ya fuera de este guion de


entrenamiento, dime, ¿acaso no merece la pena repetir este
ejercicio con alguna que otra idea disfuncional más? Si nos
guiamos por el principio de: «Muchas veces yo tengo algo
de margen para decidir cómo me siento», ¿no sería
conveniente cambiar algunas tendencias irracionales si sé
que de ello depende mi estado de ánimo y mi capacidad
para gestionar mi vida?

APRENDE A GESTIONAR ADECUADAMENTE TODAS TUS PREOCUPACIONES


Y, con esto, no nos puede quedar ya ningún frente
abierto. Preocuparse es útil sí, por supuesto que lo es, pero
tan solo en la medida en la que te permita operar, decidir,
actuar, gestionar, encargarte de lo que has de resolver y
seguir avanzando. Sucede muy a menudo que las personas
pervertimos la utilidad de la preocupación: como si
preocuparse fuera, en sí mismo, una meta, una acción o una
acción con impacto real. Nos decimos a nosotros mismos
que estamos haciendo las cosas bien, que estamos siendo
suficientemente concienzudos y responsables de aquello
que nos compete, porque «fíjate lo mucho que me
preocupo». Pero ¿tú eres de los que se preocupa o de los
que se ocupa?
La preocupación genera, a corto plazo, una falsa
sensación de control. El mero hecho de preocuparnos por
algo nos conduce a pensar que estamos ya abordándolo,
como si estuviésemos actuando de manera eficiente y
práctica, cuando no es así en absoluto. Rara vez la
preocupación es suficiente per se, por no decir nunca. Y hay
un componente cultural en este autoengaño. No es esta una
constatación científica, sino más bien una observación
personal, pero cuanta más gente conozco más me ratifico
en esta observación: los españoles, como otras sociedades
mediterráneas o en las que la expresividad y las formas de
relación social empujan a compartir, formamos parte de una
sociedad preocupona. Es como si hubiésemos aprendido
que rumiar mentalmente los posibles escenarios de futuro
nos colocase en disposición de abarcarlos, como si ello nos
hiciese más empáticos o humanos, e intercambiar
machaconamente nuestras preocupaciones nos conectase
con los demás y nos liberase. No nos damos cuenta de que
lo que iniciamos con la rueda de la preocupación, reiterativa
e infructuosa, es un viciado círculo que progresivamente se
va apoderando de nosotros.
Colocarnos en el escenario más dramático y desalentador
(ese que damos por imposible) de manera recurrente no
solo no nos prepara para lo que pueda suceder, sino que
nos condena a vivir un sufrimiento irreal, nos sitúa en un rol
que quizá nunca tengamos que asumir, y consume nuestros
recursos de forma que, para cuando nos sean necesarios,
sea del modo que sea, es muy posible que ya los hayamos
dinamitado todos, que estemos exhaustos, que hayamos
llegado incluso a bloquearnos y que la ansiedad nos haya
consumido. Un constante estado de agitación y de espera
acarrea un peligroso recorrido psicológico y emocional a
través del cual dejamos de estar alerta para caer,
sencillamente, en la más absoluta derrota.
Además, confundimos lo que es posible que ocurra con
aquello que es más probable que suceda, de modo que
instalarnos en el peor escenario posible deja de ser un
interesante ejercicio terapéutico (a través de cuya
visualización nos dotamos de las herramientas necesarias
para planificar un abordaje resolutivo) y pasa a ser una
justificación para la inacción. Por ejemplo, plantearme que si
me despiden del trabajo, en el peor de los casos, dispondría
de mi indemnización y de mi subsidio de desempleo durante
un tiempo razonable como para encontrar otro puesto de
trabajo, aparte de tener siempre a mano la posibilidad de
recurrir a mi entorno más cercano en caso de apuro, es una
forma eficaz de combatir la ansiedad e identificar que,
incluso aunque las cosas fueran mal, contaría con asideros y
cierto margen de acción. Sin embargo, boicotearme con la
idea, a la que concedo valor de verdad absoluta, de que si
me despiden del trabajo mi vida estará acabada y no habrá
nada que pueda hacer para reponerme, supone una
condena a la resignación y abocarme al desuso de mis
estrategias de afrontamiento.
Algunos pacientes me han llegado a decir que pagarían
para que su cabeza parase, que no pueden más, que los
interrogantes no cesan y sienten que nada pueden hacer
para controlarlo. Sus sensaciones se corresponden con la
realidad: no recuerdan cuándo fue, pero, es verdad, en
algún momento perdieron el control. Saben que, de un
tiempo a esta parte, su cabeza no cesa en la generación de
mensajes devastadores que les dejan noqueados. Y, lo peor
de todo es que, a pesar de que son conscientes de que este
mecanismo les viene mal, no saben cómo detenerlo. Por
eso, identificar los mecanismos de falso alivio y de falsa
ocupación, que son los principales mantenedores de los
bucles de preocupación, es el primer paso para recuperar el
control perdido.
Ahora, una vez hemos entendido esto, te propongo un
sencillo ejercicio para mantener a raya tus preocupaciones.
Se trata de ordenar tu mente, abordar todas esas
preocupaciones que suelen acompañarte, de una en una y
por su orden, con el fin
de hacerte cargo de ellas de manera definitiva.

Ejercicio práctico.
Cuestionario imprescindible para discriminar y gestionar
adecuadamente tus preocupaciones
1. Define tu preocupación. De manera muy descriptiva y objetiva, explica con
detalle qué es eso que te preocupa que suceda
2. Diferencia entre la probabilidad de que suceda y la posibilidad de que
suceda. ¡Posible y probable no son sinónimos! Posible es casi todo, hasta la
ciencia ficción si así lo quieres considerar, pero de 0 a 100 no todo tiene las
mismas probabilidades de suceder… Eso que tanto te preocupa, ¿cómo es de
verdaderamente probable que acontezca?
3. Bucea en los esquemas asociados. Ya sabes identificar pensamientos
distorsionados e ideas irracionales, mira a ver si no hay ningún pensamiento en
la base de esa preocupación que te ancle a ella, que te lleve a mantenerla,
aunque tú conscientemente querrías quitártela de la cabeza. ¿Identificas algún
esquema o pensamiento que contribuya a mantenerte enfrascado en tal
preocupación?
4. Disminuye la intensidad y flexibiliza tu modo de preocuparte: ¿crees que
puede haber diferentes maneras de preocuparse por los mismos sucesos? ¿Se te
ocurre que podrías hacerlo de otra manera? ¿Quizá hay algún modo más
productivo y menos pasivo de encargarte de eso que te preocupa?
5. Distingue entre preocupación adaptativa y desadaptativa. La preocupación
adaptativa es aquella que te ayuda a prever pragmática y objetivamente las
dificultades para ofrecer soluciones reales. La preocupación desadaptativa
sencillamente te mantiene atorado en la angustia en un círculo de
especulaciones sin solución real, te bloquea y te condena a la pasividad de
afrontar todo lo que temes solo a través de un bucle mental irresoluble. ¿Tú
forma de preocuparte por las cosas reúne estas condiciones?
6. Facilítate una corriente de pensamiento alternativa, que te permita
también un mayor margen de maniobra frente a eso que inicialmente era un
callejón sin salida. ¿Existe entonces otra forma de ver las cosas? ¿Otras
personas podrían encarar esta situación de otra manera?
7. Ocúpate, en lugar de preocuparte. En relación con eso que ocupa tu
mente, haz activamente cualquier cosa que:
a. Te ayude a disminuir la probabilidad de que se presente el problema
temido.
b. Te sea útil para resolver efectivamente el problema en caso de que este se
presente.
c. Te posibilite sentirte más tranquilo y preparado de cara a afrontar la
situación.
d. Te guíe hacia la búsqueda de soluciones, te proporcione herramientas o te
permita beneficiarte de la ayuda de otras personas.

Si quieres sentirte más satisfecho con tu vida,


practica la defusión
Sí, has leído bien, incorporamos un nuevo palabro a este
viaje psicologizante por los recónditos laberintos de las
trampas mentales: defusión. Si quieres ser resolutivo,
productivo y eficaz en el día a día hemos de seguir
profundizando en el trabajo que, sin darte cuenta, ya has
empezado a hacer cuando hemos sustituido la preocupación
pasiva por la ocupación activa. Aquí seguimos avanzando y
damos un paso más: rompamos la fusión entre tus
pensamientos limitantes y tus emociones
contraproducentes.
Veamos qué es esto de practicar la defusión: tu mente no
tiene un interruptor de apagado, es una voz en off que te
habla constantemente. Y te habla, claro está, en función de
lo que ya conoce, de lo que ha ido aprendiendo y de las
ideas que ha ido consolidando. A estas alturas te parecerá
razonable que te recomiende que, si bien tu mente te habla
constantemente, no siempre está justificado que la
escuches. ¡Recuerda el poder de los automatismos!
Estamos haciendo grandes esfuerzos por no sucumbir ante
la potencia viciada de los pensamientos más automáticos. Y
otro de los ejercicios que necesitamos dominar para ello es
el de apagar el soniquete de tu mente. Estás tan
acostumbrado a oírlo que lo has hecho tuyo. De lo que no te
habías dado cuenta, y ahora sí sabes reconocer, es de lo
mucho que esa banda sonora te arrastra constantemente a
cometer los mismos errores o caer en las mismas trampas.
Concibe tu mente como un altavoz que a todas horas te
habla, pero ten en cuenta que ese altavoz dice muchas
cosas que no necesariamente te vienen bien, por lo que ni
puedes hacerle caso a pies juntillas ni deberías tampoco
amoldar tus emociones y tus sentimientos a lo que esa
vocecilla te quiera decir. Tienes en tu mente un discurso
construido, cierto, pero tú no eres ese discurso. Tu mente es
una radio que va alertándote o informándote de lo que ya
conoce, cierto, pero tú no eres esa radio. No defusionarte de
tu mente, no separar sus mensajes automatizados de tu
forma de sentir y actuar —de tus decisiones, al fin y al cabo
— sería sencillamente una condena: equivaldría a reducir tu
vida a un proceso circular, a una especie de túnel del
tiempo, en el que nunca podría llegar a pasar nada
diferente.
Practiquemos, pues, la defusión. ¿Recuerdas de qué
manera habíamos empezado a diferenciar y trabajar con los
distintos niveles de respuesta de los que los seres humanos
disponemos: pensamiento, emoción y conducta? Habíamos
visto que, ante cualquier cosa que pueda ocurrirnos, lo
primero o lo más consciente con lo que respondemos es el
pensamiento: algo sucede y nuestra mente (esa radio) nos
lo cuenta, lo interpreta y nos lo narra. Acabamos de trabajar
con esa dimensión, la dimensión cognitiva, y hemos
aprendido a potenciar el pensamiento racional, pragmático
y realista, por encima de las divagaciones y preocupaciones
que nublan nuestro juicio y obstaculizan nuestros actos.
También hemos aprendido ya a identificar, expresar,
gestionar y canalizar nuestras emociones. Eso que
llamamos «respuesta emocional» parece simultánea,
directamente vinculada a lo que nos pasa, porque muchas
veces se ha automatizado a lo largo de un sinfín de
experiencias previas similares, pero lo cierto es que viene
condicionada por esa interpretación previa de la que
hablábamos antes, por lo que nuestra mente nos dice
acerca de lo que sucede. Las reacciones fisiológicas que
experimentamos, con sus consiguientes formas y
manifestaciones corporales, terminan también por
condicionarse y asociarse al estado emocional en el que nos
encontramos, ese que nosotros mismos hemos inducido.
Pensamiento y emoción o bien nos preparan para la
acción o bien nos inhabilitan para ella, en función de si
estamos ante un tándem adaptativo o desadaptativo,
resolutivo o limitante. A partir de una base ajustada a la
realidad, elegimos cómo queremos actuar en una
determinada situación, es el punto de partida de un plan
más o menos complejo que ha de conducirnos a resolver la
situación que se nos ha presentado. Por el contrario, a partir
de una base distorsionada y desajustada nos quedamos
indefensos ante lo que sea que tengamos delante, y
terminamos por boicotearnos.
En teoría, con todo lo que ya hemos recorrido, nuestra
forma de interpretar está ahora libre de engaños y de
sesgos disfuncionales. Del mismo modo, nuestra forma de
sentir es más libre, fluye y no nos atormenta sin remedio.
Nuestras interpretaciones automáticas son racionales y no
vienen ya, de serie, fusionadas con el malestar, la rabia, el
miedo o la inseguridad, ¿no es así? Por lo tanto, ya solo nos
queda completar este proceso concatenando acciones
coherentes que nos permitan gestionar nuestra vida de
manera útil, y que nos encaminen hacia los objetivos que
nos hayamos fijado. La defusión es la clave para no
sucumbir ante viejas inercias.
Recuperemos ahora el esquema que hemos utilizado de
base, para analizar cómo estabas encargándote de las
cosas hasta el momento, y completémoslo en la dirección
deseada, facilitando la defusión.
Situación Pensamiento Emoción Conducta Consecuencia
Aquí teníamos la Esta es la forma en De esta forma lo Esto es lo que he Y así han quedado
escena: el momento, la que yo he he vivido, así hecho, así he las cosas después,
el acontecimiento, el entendido y me ha resonado respondido. Quizá no a esto me ha
contexto, el telón de procesado lo que a nivel ha sido lo mejor, pero conducido esta
fondo. estaba pasando. emocional. así ha sido. cadena.

La constante distorsión.
El caso de Vicky
Sirvámonos del ejemplo de Vicky, una de mis pacientes, que acudió a
consulta con un fuerte sentimiento de agravio frente al mundo, sintiéndose
«explotada» tanto en su familia como en el trabajo, en un momento de su vida
de absoluta desmotivación y de sensación de pérdida de control. Ya desde la
primera sesión evalué en ella un marcado estilo pasivo-agresivo para la gestión
de los conflictos o, de hecho, para la gestión de cualquier situación cotidiana.
Razonaba desde la distorsión constante, no peleaba nada de lo que quería, no
desplegaba ninguna estrategia a su alrededor para obtener nada de lo que
deseaba, hasta que, en algún momento, de pura frustración, explotaba. Su
motivo de consulta era el siguiente: «Yo no sé por qué, pero a mí las cosas no
me salen nunca bien, me siento una pringada y la verdad es que nunca consigo
nada de lo que quiero». Frente a cada pequeña o gran situación a la que tuviera
que enfrentarse en el día a día, se sentía indefensa. Se había creído ese discurso
construido acerca de sí misma y estaba atrapada en él. Había llenado toda su
identidad a base del contenido del discurso de su radio mental.
Cuando le pregunté por una situación concreta que
ejemplificase todas esas sensaciones que me estaba
narrando, me dijo que tenía decenas de ejemplos y me
contó la situación más reciente que podía identificar, algo
que le había sucedido el día anterior. Esta fue la escena que
me narró en primera persona:
Situación Pensamiento Emoción Conducta Consecuencia
Estoy en el trabajo Es increíble, Siento rabia, Apenas la Me quedo todo el día
(clínica dental), mi jefa siempre me pasa frustración, dejo pensando que soy el último
viene a hablar conmigo igual, abusan de mí indignación… hablar, le mono. Llego a casa y le digo a
para saber si puedo como quieren, Me siento digo que mi chico que estoy agotada y
trabajar el sábado (a como si yo no incluso me que cancelo los planes del
pesar de que este no me tuviera vida, soy humillada y organizaré sábado porque tengo que
tocaba). una pringada… ninguneada. para ello. trabajar.

Acto seguido, mientras la percibo notablemente enfadada, le pregunto lo


siguiente: ¿no crees que esa escena podría haberse desarrollado de otra
manera? ¿Qué habrías querido tú? ¿Cómo te habría gustado que se
desarrollasen los acontecimientos? ¿De qué otra forma podrías haberlo
gestionado? ¿Tenías algún margen de acción o era una imposición? ¿Era
necesario reaccionar tan rápido y cancelarlo todo? ¿Eres capaz de identificar
que te ha asaltado un torrente de pensamientos negativos que no te han dejado
posibilidad de maniobra? ¿Te das cuenta de que te has cargado de razones a
partir de pensamientos dicotómicos y derrotistas? ¿Cómo querrías que esto se
hubiera resuelto? Si al lector estas cuestiones le parecen relevantes, le pido que
siga leyendo, porque esto se pone interesante.
Para poder responder a todo ello tuvimos que empezar por concretar cuál era
su objetivo, qué es lo que ella hubiera querido, a lo que me respondió: «Lo que
yo hubiera querido es que mi jefa no me lo hubiera pedido». ¡Gran error!
Aunque no por ello deja de ser frecuente. Le explico que cuando hablamos de
objetivos ha de tratarse de cuestiones realistas, asequibles (no valen objetivos
mágicos o la frustración está asegurada) y, sobre todo, ¡que dependan de
nosotros! Mi objetivo no puede ser que el de enfrente no venga a molestarme,
mi objetivo ha de ser el de aprender a defenderme cuando lo haga. Mi objetivo
no puede ser que el de enfrente no me pida nada, mi objetivo en este sentido no
puede ser otro que el de dotarme de habilidades para poder gestionar esas
demandas, para poder decir sí a tal cosa o no a tal otra en función de cómo me
afecte, ¿no lo crees así?
Tal es el nivel de fusión el que llegamos a alcanzar con los mensajes que nos
lanza la mente que acabamos por quedar indefensos, fuera de combate. Vicky,
fusionada con todas las ideas de su mente —«Soy una eterna pringada»,
«Siempre que hay algún marrón me toca a mí»—, se había inhabilitado a sí
misma para gestionar un montón de situaciones. Si nos fijamos en la escena que
me narró, y que resultó ser veraz y descriptiva al cien por cien, resulta que su
identidad y su mente habían llegado a tal nivel de fusión que no le permitían
decidir ni actuar: ante una situación determinada, directamente sucumbía,
resignada.
Si ella pudo practicar la defusión, tú no tienes por qué ser menos, cueste lo
que cueste: ¿cómo fue posible guiar a Vicky a través de ese proceso de
defusión?
1. Tomamos conciencia de los automatismos de su mente.
2. Identificamos el poco margen de actuación que esas ideas limitantes le
permitían.
3. Le ayudamos a diferenciar entre la inercia de su torrente de pensamientos
automáticos y su verdadero margen de maniobra en cada caso concreto.
Diferenciamos entre la voz en off que arrastraba las dificultades del pasado, y la
posibilidad de decidir activamente al margen de lo que esa voz tiende a
indicarle.
4. Le ofrecimos alternativas a nivel interpretativo, desde la empatía: a lo
mejor la jefa solo preguntaba para tantear e iba a sondear también al resto de
las compañeras, a lo mejor la jefa ni se había dado cuenta de que Vicky estaba
contrariada y de que el cambio le venía mal porque se limitó a aceptar sin
rechistar, a lo mejor la jefa pensaba que el dinero extra podía incluso venirle
bien porque Vicky solía aceptar este tipo de propuestas, etc.
5. Le ofrecimos alternativas a nivel de conducta, para una gestión diferente
de la situación conflictiva: preguntar si existen opciones, preguntar si puede
coordinarse con sus compañeras, solicitar tiempo para poder pensar o para
organizarse de otro modo puesto que la petición era sobrevenida, explicar con
asertividad que ese fin de semana no le es posible, etc. ¡Había muchísimas
posibilidades!
6. Le ayudamos a identificar los resultados. Primero en la teoría, y luego en la
práctica. Resultó que, partiendo de distintas interpretaciones y manejando las
situaciones de manera distinta, lo más probable era también obtener
consecuencias distintas de aquellas a las que parecía haberse resignado.
7. La guiamos a través de numerosos ensayos de conducta, tanto conmigo en
consulta entrenándonos en distintos juegos de roles, como progresivamente en
su vida cotidiana. Se dio cuenta de que podía actuar al margen de lo que
tradicionalmente había pensado de sí misma, se dio cuenta de que podía
defusionarse de su mente, crecer, enriquecerse, aprender habilidades, e incluso
llegar a construir un discurso interno mucho más seguro y confiable, más
dinámico y pragmático.

Libérate de la dictadura de tus reglas verbales


Otro concepto imprescindible que incorporamos ya mismo
para aprender a modelarlo: el de las reglas verbales que tu
mente ha aprendido (descontroladamente) a construir con
el paso del tiempo y las experiencias. Si queremos proseguir
este entrenamiento liberador y seguir abriéndonos puertas
a una vida más satisfactoria, las reglas verbales funcionan a
modo de lógicas preexistentes que pasan desapercibidas de
forma consciente, pero que ejercen una influencia muy
potente sobre las decisiones que tomas y las cosas que
haces o dejas de hacer. Pueden provenir de nuestra propia
experiencia o de lo que hemos aprendido acerca de lo que
nos han contado o de lo que reiteradamente hemos
escuchado a nuestro alrededor. Tales reglas modulan
nuestro comportamiento y nos limitan, pues nos dejan
quirúrgicamente atrapados en una forma encorsetada de
percibir la realidad. Su naturaleza no consciente hace que
las pautas inadecuadas y las incongruencias que a menudo
contienen estas reglas verbales nos conduzcan a una espiral
de comportamientos y actitudes disfuncionales, es decir,
que repetimos patrones que nos dañan sin llegar a tomar
conciencia de que las cosas pueden ser de otra manera, y
de que nosotros mismos somos los responsables de nuestro
propio deterioro.

Reglas verbales con las que nos justificamos para


seguir haciendo cosas que nos vienen mal
A las personas en terapia les cuesta mucho identificar
este tipo de reglas, y cuando al fin lo consiguen se llenan de
rabia porque se desmonta su chiringuito particular. Si aún
no sabes a qué me estoy refiriendo, mira a ver si reconoces
alguna formulación cuestionable en los siguientes ejemplos.
Pensemos en un hombre con problemas en los pulmones
que justifica haber fumado porque «estaba nervioso y como
estaba nervioso no había forma de que no me fumase un
pitillo»; en un padre de familia que abusa del alcohol que te
dice que «estaba en una boda y no podía no beber»; en una
joven que necesita bajar cuarenta y cinco kilos de peso para
poder acceder a un tratamiento de fertilidad y te dice que
«como era mi único día libre me merecía pedir unas pizzas y
tomarme un helado»; en una persona que se trabaja para
dejar de ser tan agresiva con los que le rodean, pero que se
ha puesto hecho un basilisco con un compañero de trabajo y
te asegura que «en este caso no fui agresivo, es que de
verdad que si no le digo las cosas así, el tío no se entera…»
o, en otra ocasión, se justifica diciendo que «es que me
insultó, así que tuve que ponerme a su nivel». ¿A que ya
identificas un mismo patrón?
A cierto nivel de conciencia, todos sabemos que hay cosas
que deseamos cambiar si queremos cuidar de nuestra
salud, lograr nuestros objetivos, mantener nuestras
relaciones y salvaguardar nuestra propia autoestima. Pero
cambiar no es fácil y las reglas verbales que hemos
construido acerca de cómo deben ser las cosas en función
de las circunstancias en las que nos encontremos, nos
sabotean de manera especialmente sibilina. Es un boicot
complejo porque lo es claramente en el largo plazo, pero en
el corto plazo nos reconforta: nos decimos a nosotros
mismos que actuamos mal sí, pero que no lo hicimos bajo
nuestra responsabilidad sino empujados por una serie de
circunstancias que, pobres de nosotros, no nos dejaron más
remedio… ¡Nada más lejos de la realidad! Ser dueños de
nuestros actos implica decidir lo que queremos y lo que no
queremos hacer, decidir quiénes queremos ser. Y eso pasa
por ejercer cierto autocontrol sobre nuestras conductas,
también en los momentos más delicados. O, mejor dicho,
sobre todo en los momentos más delicados.
El poder destructivo de las reglas verbales.
El caso de Tatiana
Cuando conocí a Tatiana lo primero que me dijo fue que no la estaba
conociendo a ella, sino al monstruo que se la había comido. Así, tal cual. Pocos
minutos después entendería a qué se refería.
Se encontraba triste la mayor parte del tiempo, apática y desganada. Nos
citamos inicialmente a través de una pantalla, pues demandó ayuda en medio
de la crisis originada por la pandemia de la COVID-19, en pleno estado de
alarma y mientras en España las cifras de fallecidos se acercaban
alarmantemente al millar diario. Llevaba algo más de un mes confinada en casa,
sin trabajar, formando parte de un Expediente Temporal de Regulación de
Empleo por parte de la empresa de limpieza a la que pertenecía. En algo más de
cuatro semanas había ganado más de diez kilos, y recurría a mí instigada por su
pareja que, impotente, cada día asistía al mismo ritual: Tatiana vegetando de la
cama al sofá y del sofá a la cama, mal durmiendo y mal comiendo.
Ella le quitaba importancia a todo: «No puedo hacer ejercicio porque estamos
encerrados en casa», «No puedo comer mejor porque la situación es la que es»,
«No voy a la compra porque tengo que mirar el dinero, que me han reducido el
sueldo y vamos muy justos…». ¿Acaso no es posible hacer algo de ejercicio en
casa? ¿Acaso ir a la compra estuvo prohibido en algún momento durante aquel
periodo? ¿No es más barato llenar la cesta del súper con alimentos frescos que
tirar de pizza a domicilio? Tatiana no era tonta, pero había sufrido mucho en el
último año (la pérdida de su abuelo, una crisis grave de pareja que aún seguía
sin resolver) y en el origen de su debacle había un trastorno depresivo, una
distimia que aún no había sido tratada. Ahora bien, todas esas reglas verbales
eran las que mantenían el problema: justificaban la falta de cuidado personal y
le estaban conduciendo a la ruina física y emocional. El monstruo que se la
había comido lo encarnaba ella misma.

En parte por lo que nos viene bien pensar para eximirnos


de responsabilidad —y porque o no sabemos o nos cuesta
mucho hacer frente a los problemas— y en parte por lo que
la sociedad frivoliza con algunas cuestiones, construimos
reglas y asociaciones verbales que nos hacen un flaco favor
y nos condenan a perpetuidad, enraizando los problemas de
manera estructural y con la sensación de vivir en el día de
la marmota:
• ¿Quién dice que por estar nervioso haya que fumar?
Estabas nervioso y, de entre todas las estrategias que
podías haber utilizado para relajar la tensión, elegiste fumar.
• ¿Quién dice que en la celebración de una boda no hay
más remedio que beber? Es cierto que es una costumbre
ampliamente compartida, pero no por ello bodas y alcohol
forman un tándem inseparable. Para empezar, si sabías que
ibas a beber porque no confías en tus mecanismos de
control, podías haberte quedado en casa. Y, para terminar,
acudes a la boda por afinidad y cariño hacia los
protagonistas, quizá también por algo de compromiso, pero
en ningún caso se te obliga a beber y el camarero no te
servirá las copas si le dices que no lo haga.
• ¿Quién dice que tener un día libre suponga tener que
meterse obligatoriamente entre pecho y espalda seis mil
calorías más de las que debías ingerir? La comida no debe
ser un premio, menos aún en un contexto en el que te
enfrentas a un problema grave de salud, y tener solo un día
libre a la semana es difícil de sobrellevar, todos podemos
entender el cansancio y el hartazgo, pero desde luego no
existe relación alguna entre esto y atiborrarse a grasas
insalubres. También se le puede dar la vuelta a la tortilla y
pensar que si tenías algo de tiempo libre al fin se lo podías
dedicar a cocinar algún menú saludable para el resto de la
semana…
• ¿Quién dice que a los empleados o compañeros de
trabajo haya que gritarles o humillarles para que entiendan
las cosas? Sabemos que las personas aprendemos mejor
por refuerzo que por castigo, existen unos principios básicos
de educación (y más en un contexto tan jerarquizado como
el contexto laboral) y, además, permíteme que dude de que
esa fuera la forma más educativa de hacer llegar un
mensaje de forma comprensible.
• ¿Y qué es eso de que como alguien me hace algo yo
tengo que comportarme de idéntica manera? Este ejemplo
proviene de una sesión con un paciente mío, pero el otro día
viendo un programa de televisión aprecié una escena
idéntica: en una mesa de debate, un contertulio se sintió
ofendido por lo que le dijo una compañera y arremetió
contra ella gritando, con desprecio, insultos, en tono
chulesco y señalándola con el dedo; cuando fue reprendido
respondió lo siguiente: «Ha empezado ella, si me provoca
me tengo que poner a su nivel». ¡Y no estaba de broma, así
lo creía firmemente! ¿Es ese el tipo de persona que
queremos ser? ¿Ese que justifica su comportamiento
basándose en el de los demás? Por suerte, disponemos de
principios de educación, de habilidades de comunicación y
de habilidades asertivas como para poder responder a las
ofensas de los demás o incluso contenerlas cuando
transgreden nuestros límites, sin tener que dar un
bochornoso espectáculo pueril.
Estoy siendo extremadamente dura a la hora de analizar
estas realidades, lo sé, y no lo hago por falta de empatía,
sino más bien todo lo contrario. Quiero resaltar la gravedad
de este tipo de mensajes que pasan desapercibidos, pero no
por ello son inofensivos. Al contrario, actúan como
mantenedores de problemas graves que se han perpetuado
en el tiempo y frente a los cuales, en ocasiones, no nos
queda ya demasiado margen de tiempo para poner
solución.
Identificar estos reductos de nuestra conciencia en los
cuales se desdibujan temerosamente la responsabilidad y el
autogobierno es fundamental para tomar el control de
nuestro comportamiento y dejar de actuar en contra de
nuestros propios intereses.

Las reglas verbales que nos bombardean con


demandas y autoimposiciones absurdas
Otro tipo de reglas verbales de las que también somos
esclavos tienen más que ver con lo que los demás nos han
contado acerca del mundo que con lo que verdaderamente
el mundo espera de nosotros. Se trata de las autoexigencias
que desde bien pequeños hemos construido sobre la base
de lo que los demás esperaban de nosotros y a lo mejor
esos otros lo que hacían era compensar sus propias
carencias o frustraciones a través de las expectativas que
depositaban sobre nosotros, pero el caso es que nos
fastidiaron bien fastidiados.
Se nos inoculó el virus del perfeccionismo y de la
omnipotencia. Y con ello llegaron las presiones del tipo:
«Tengo que ser la mejor», «Tengo que saber hacerlo»,
«Tengo que poder», «Tengo que llegar a todo…». Con el
tiempo, esas cargas se hicieron aún más pesadas, pues
dejaron de ser iniciativas falsamente motivadoras para
convertirse en reproches demasiado castigadores: «Debería
haberlo hecho», «Debería haberlo evitado», «Tendría que
haberlo sabido…».
Quitarse el peso de estas exigencias no es nada fácil,
pues algunas veces nos hemos llegado a instalar en ellas a
modo de eterno autorreproche, sin poder avanzar ni en un
sentido ni en otro, es decir, sin margen para actuar de
forma distinta, pero sin ser capaces tampoco de abandonar
esos pensamientos. Tal es el poder del machaque constante
de nuestra conciencia no satisfecha: este tipo de moralina
infructuosa nos atrapa porque nos censura sin alternativa
alguna, nos deja desprovistos de opciones y hasta de
nuestra propia estima.
Desmonta el tinglado de las reglas verbales y conviértete
en un ser más libre y responsable: sé el único dueño de tus
pensamientos y de tus comportamientos.
Una vez más, identificar la presencia y el impacto de este
tipo de reglas verbales es el primer paso, pero después
hemos de ponernos manos a la obra. ¿Cómo?
• Toma conciencia de que tales exigencias serían
inadmisibles para un tercero. ¿Te atreverías a exigirle a
alguien que quieres eso mismo que te pides a ti mismo? ¿No
te parecería injusto y abusivo?
• Cuestiona la universalidad de tales planteamientos.
¿Acaso es posible sostener esa exigencia tal y como la has
formulado? ¿Resulta humanamente asumible?
• Analiza las verdaderas implicaciones de lo que te estás
exigiendo. Aquello con lo que te encuentras es una situación
llevada al extremo del absurdo, planteada de tal modo que
no solo eres incapaz de llevarla a la práctica, sino que
resulta hasta perjudicial para ti que lo intentes siquiera.

Las reglas verbales que asocian conceptos y


realidades de manera equivocada, arbitraria y
juiciosa
Proliferan como las setas porque parecen inocentes y
forman parte de nuestro vocabulario cotidiano y se han
integrado en las descripciones que más rápidamente
hacemos de la realidad. Son de muy diversa naturaleza y
pueden afectarnos a muy distinto nivel, engloban prejuicios
que no solo nos atañen a nosotros mismos, sino que
también afectan a nuestra relación con los demás y a la
vivencia de determinadas situaciones de vida: «Es horrible
no estar casado a los cuarenta», «Si no sabe hacer tal cosa
es que es un completo incompetente» o «Tal lugar es
peligroso y no se puede estar allí». Por lo que vivimos y
oímos, pero sin evidencia apropiada alguna, asociamos
ideas que nada tienen que ver entre sí y les otorgamos la
categoría de verdad absoluta e incontestable.
Como en estas asociaciones no existe objetividad por
ningún lado, y como se han hecho un hueco muy apacible
en nuestra mente, debemos darnos cuenta de que estas
reglas verbales nos perjudican por las cosas que dejamos de
hacer, los lugares a los que dejamos de acudir, las
experiencias que nos perdemos y las personas a las que
rechazamos. Es decir, dándonos cuenta de todo aquello
frente a lo cual creemos que nos estamos protegiendo…
¡Pero que nunca ha supuesto una amenaza!
Después, ninguna de estas afirmaciones pasará la prueba
de una evaluación empírica: anímate a hacer una
comprobación científica de todas esas ideas que asumes
por ciertas sin evidencia, analiza la realidad con un objetivo
de amplio espectro y date cuenta de lo que te estas
perdiendo.

APRENDE A AJUSTAR TU AUTOESTIMA: ¿CÓMO TE PIENSAS?


¿Has pensado alguna vez en cómo te piensas? Los
sentimientos que de una sana autoestima se desprenden
vienen basados en la aceptación de nosotros mismos, como
seres valiosos y merecedores de afecto,
independientemente de los errores y de los defectos de los
que también somos conscientes y de los que nos hacemos
cargo.
Hemos profundizado ya muy ampliamente en el modo en
el que percibes el mundo a tu alrededor, cómo lo interpretas
y de qué manera esa interpretación condiciona todos y cada
uno de los procesos de toma de decisiones en los que te ves
inmerso. Lo que ahora procede es girar sensiblemente el
ángulo de visión, y centrarnos no solo en cómo te explicas y
evalúas todo cuanto sucede fuera, sino también cómo
traduces y juzgas lo que sucede dentro. Coloquémoste a ti
en el centro de tu propio campo de visión. Seguro que has
escuchado ya miles de veces algo así como que «la
autoestima es la clave de la felicidad» y, aunque como
titular me parece algo excesivamente simplista, lo cierto es
que buena parte de tu bienestar sí depende de cómo te
entiendes o te dejas de entender, de cómo te piensas a ti
mismo, de cuán compasivo eres capaz de ser contigo
mismo o de cuán duro puedes llegar a ser cuando se trata
de valorar tu eficacia, tu rendimiento o la idoneidad de tus
actos.
La autoestima se expresa en todos y cada uno de
nuestros movimientos. De hecho, a nivel clínico y no tan
clínico, es relativamente fácil hacer una estimación de los
niveles de ajuste y equilibrio de la autoestima de las
personas: basta con adoptar algo de perspectiva, ser un
poco observador y tener un mínimo de sensibilidad en la
mirada. Muchas veces las personas no nos damos cuenta de
la inmensa cantidad de información que proporcionamos a
los demás acerca de nosotros mismos y de cómo nos
consideramos. Basta con apreciar un abanico de situaciones
que pongan en evidencia el modo en el que expresamos
una opinión (o el modo en el que declinamos hacerlo), la
forma en la que respondemos a una crítica, la manera en la
que justificamos una conducta o la gestión que hacemos de
un conflicto. Nuestra autoestima se desvela por los cuatro
costados.
Y, en este sentido, ¿quién no ha querido hacer algo que
no se atrevió a hacer? ¿Quién no quiere ganar un poco más
de soltura y de seguridad en sí mismo a la hora de manejar
determinadas situaciones? Para eso abrimos este nuevo
capítulo en este viaje al centro de la mente: para querernos
un poco mejor; que no quiere decir que nos vayamos a
querer un poco más necesariamente, pero que sí significa
apreciarse de manera más realista y comprensiva, con
conciencia plena acerca de nuestros fallos, pero también
con motivación para enfrentarnos a ellos, para aceptar
nuestras limitaciones, para saber cuándo hemos de contar
con apoyo externo y también, por qué no decirlo, para
poner en valor nuestras virtudes y nuestros progresos. Todo
ello en su justa medida, con mimo y con cuidado, de modo
que no nos dañemos con la crítica destructiva y seamos
capaces de explotar todo nuestro potencial como es debido.

La fórmula magistral para ajustar tu autoestima:


valorar los éxitos y los fracasos en su justa medida
La autoestima engloba el valor que le concedemos a todo
lo que pensamos acerca de nosotros mismos. Esto, por
supuesto, incluye también aquello que creemos que los
demás piensan sobre nosotros, pero tal interpretación viene
tamizada por nuestros propios filtros. Es muy difícil que
permanezcamos siempre objetivos cuando analizamos tanto
nuestro comportamiento o nuestra valía como los de los
demás. Sin embargo, sí es recomendable partir, de base, de
una autoestima ajustada.
El principal enemigo de la autoestima, ese que hace que
lleguemos a despreciarnos y hasta, en ocasiones, a hablar
de nosotros mismos como jamás nos atreveríamos a hablar
de una tercera persona, es la autocrítica. Su efecto es
devastador porque, como suele contener muchos elementos
de irracionalidad, no tiene límites. Desde el momento en el
que la base de nuestro razonamiento es una emoción y no
una evidencia objetiva, la cosa puede salir por cualquier
lado. Las personas mantenemos abierta de manera
constante una vía de comunicación con nosotros mismos.
Pensamos acerca de lo que vamos haciendo, nos vamos
dando las instrucciones pertinentes, pero nunca dejamos,
en paralelo, de analizar y valorar nuestra ejecución. ¿Eres
consciente de ello?
Desarma la autocrítica inútil e invalidante
Una buena forma de conseguirlo es llevar, a lo largo de
todo un día, un registro de cada uno de los pensamientos
que identifiques que versa acerca de ti mismo. Pregúntate:
¿qué estoy pensado acerca de mí? Y, después, sé sincero a
la hora de ponerlo en palabras. Luego ponlo en una tabla de
razonamiento como la que te presento a continuación, para
que puedas analizar de una manera muy concreta cada una
de esas reflexiones tan aparentemente sesudas que has
hecho acerca de tu pobre personita…
Pero ¡ojo! Que si lo que pasa es que no tenemos una
autoestima devaluada, sino que la hemos inflado, nos sirve
el mismo tipo de análisis, solo que este nos conducirá a
conclusiones radicalmente opuestas…
Hasta tu cerebro te lo pide: aprende a valorar el
esfuerzo y extrae tantas lecciones de tus éxitos como
de tus errores
Decía Antoine de Saint-Exupéry —un autor hacia quien
siento una especial simpatía y cuya corta biografía es tan
intensa como apasionante— que «lo único que importa es el
esfuerzo». Y este dogma, que a priori puede parecer tan
sencillo como obvio, engloba importantísimos procesos
psicológicos y hasta correlatos neurocientíficos que
lamentablemente no solemos tener en cuenta en nuestro
día a día. Lejos de representar un mantra de la autoayuda,
se trata de una postura ante la vida repleta de
responsabilidad, proactividad y realismo, directamente
relacionada con la motivación y el óptimo ajuste de nuestra
autoestima.
Acabamos de centrarnos en esa vocecilla autoexigente
que siempre nos pide más, quizá esa vocecilla se hace
escuchar más alto que ninguna otra porque vivimos en
sociedades tremendamente individualistas y competitivas; o
porque tanto en el seno de la familia como en el ámbito
profesional lo que más cuesta es educar y guiar a los
trabajadores bajo las premisas de un estilo educativo
democrático o de un liderazgo eficaz y reforzante, y desde
ahí se incurre o en el autoritarismo o en la más absoluta
laxitud, ambas enemigas de la autovaloración realista y de
la asunción de compromisos que el ajuste de la autoestima
requieren. Valorar los esfuerzos es la clave de ello.
La vida es movimiento y caminamos hacia una dirección.
No siempre logramos lo que queremos, pero no dejamos de
invertir recursos para ello. De vez en cuando es posible
hacer un balance de resultados, pero la mayor parte del
tiempo lo que procedería es hacer un balance de esfuerzo.
Sin embargo, los juicios que emitimos acerca de nuestros
niveles de desempeño se basan en su mayor parte en el
producto en lugar de centrarse en el proceso; una vida en
constante movimiento para que después todo caiga en saco
roto y se valore en función de lo mucho o lo poco que se ha
podido conseguir, incluso cuando los procesos suelen
depender de nosotros mismos en mucha mayor medida que
los resultados, que dependen de la confluencia de muchos
otros factores externos.
Hasta nuestro cerebro está configurado para enriquecerse
y reforzarse mediante el esfuerzo. Nuestras redes
neuronales se consolidan a base de esfuerzo, la
neuroplasticidad se logra del mismo modo y los circuitos
cerebrales de la recompensa nos permiten experimentar
emociones reconfortantes derivadas del esfuerzo. Es más, el
llamado circuito de la recompensa se considera
imprescindible a nivel evolutivo, ya que es el que nos
permite disponer de la motivación necesaria para realizar
todas las acciones precisas que la preservación del ser
humano requiere, como individuo y como especie. En él
confluyen los componentes de emoción, motivación y
cognición, pues la búsqueda del placer y la evitación del
displacer nos mantienen activos, justifican nuestros
esfuerzos y, finalmente, nos permiten integrar nuevos
aprendizajes que amplían los elementos cognoscitivos con
los que interpretamos el mundo.
Así pues, resulta que esforzarse al máximo no conduce
necesariamente a la consecución del logro deseado, ni nos
protege del fracaso con garantías, pero resulta que
esforzarse pone en marcha toda la maquinaria que
necesitamos engrasar para seguir funcionando, para seguir
teniendo deseos, ilusiones y expectativas. Esfuerzo es
sinónimo de refuerzo, de motivación, de aprendizaje y de
crecimiento personal a todos los niveles. Por ello, valorar el
esfuerzo supone echar hormigón a los cimientos de nuestra
autoestima. Incluso, en casos más extremos en los que la
capacidad para percibir la autovalía se ha visto mermada a
niveles máximos —como, por ejemplo, en el caso del
padecimiento de un trastorno depresivo—, guiar al paciente
hacia la valoración de su propio esfuerzo se convierte en el
trabajo principal del terapeuta que sabe que, de otro modo
y sin mucho esfuerzo también por su parte, despertar del
letargo de la depresión y volver a poner la mente a
funcionar no es posible.
Como puedes comprobar, aprender a ajustar la
autoestima no es sinónimo de «tomarse la píldora de la
felicidad». Se trata más bien de saberse entender, evaluar y
criticar a uno mismo sin caer en la destrucción, obviando
apreciaciones gratuitas y devastadoras que, en un momento
dado, no es que nos indiquen que no estamos haciendo las
cosas del todo bien, es que nos noquean y nos dejan fuera
de combate, incapaces de analizar con precisión qué es lo
que ha sucedido y de qué manera la próxima vez podríamos
hacer las cosas mejor (aunque sea en un terreno que
sepamos que nunca vamos a llegar a dominar por
completo). Si mensajes negativos del tipo «No sirvo para
esto» o «Lo voy a hacer mal» se están entrometiendo en tu
camino, te bloquean y están impidiendo que despliegues
todas tus cualidades en determinadas tareas, está claro que
el mensaje es el problema y tenemos que recabar pruebas
para reestructurarlo. Por el contrario, si lo que piensas de ti
mismo es «No soy suficientemente responsable y no estoy a
la altura de las circunstancias» y resulta que en los últimos
tiempos has estado saliendo demasiado y descuidando tus
cometidos, o «Soy un antipático y no caigo bien a la gente»
y últimamente has estado borde, huraño, irascible, tirano y
poco afectuoso con tus familiares y amigos, pues entonces
lo que procede es pararse a analizar el porqué de esos
comportamientos, para reconducirlos en el sentido que
desees hasta que haya coherencia entre la forma en la que
te percibes y la forma en la que te quieres presentar ante el
mundo.
4.
ACTÚA, MUÉVETE HACIA
TUS DIRECCIONES VALIOSAS

CONVIÉRTETE EN EL DUEÑO DE TUS ACTOS


Si ya eres administrador de tus emociones y gestor de tus
pensamientos, ahora solo nos falta convertirte en dueño de
tus actos, aunque esto último, en teoría, ya lo eres de pleno
derecho. Pero ya hemos tenido ocasión de averiguar los
múltiples y muy sibilinos condicionantes que se esconden
detrás de muchas de las decisiones que tomamos o
dejamos de tomar. Hemos examinado también, y con
mucho detenimiento, las múltiples formas en las que las
personas hemos aprendido a sabotearnos a nosotras
mismas. Ha quedado claro que todas esas formas no son
deliberadas, sino que representan el más puro reflejo de
nuestras dificultades a la hora de llevar a la práctica todos y
cada uno de los sacrificios que son necesarios para alcanzar
nuestros objetivos. Además de que son la evidencia de
pequeños vicios más o menos inconscientes que acaban por
automatizarse y por formar parte de nuestro ADN mental.
Son esas distorsiones las que nos conducen a la
construcción especulativa de un lugar más hostil, más
peligroso y ofensivo que el mundo en el que realmente
vivimos.
Es nuestra mente, la que trata de protegerse falsamente
con tantas trampas, y se produce, por lo tanto, una enorme
distancia entre aquello que deseamos, es decir, aquello que
sabemos que es bueno para nosotros a medio y largo plazo,
y lo que hacemos verdaderamente en cada momento para
lograrlo. No existe un trabajo de introspección, autoanálisis
y autorregulación eficaz si no pasa por detenerse en esos
autoengaños falsamente protectores en los que tantas y
tantas veces incurrimos, dañándonos sin ser siquiera
conscientes de que lo estamos haciendo. Ahora esa
dimensión cognitiva está neutralizada, hemos consolidado
la base del cambio: hemos aprendido a gestionar nuestros
pensamientos automáticos, sabemos detectar distorsiones y
estamos entrenados para sustituirlos por otro tipo de
pensamientos más pragmáticos; aparte de que estamos
trabajando constantemente en la construcción de un
diálogo interno motivador, moldeando y modulando los
mensajes con los que nos hablamos a nosotros mismos,
dirigiéndonos instrucciones realistas, respetuosas y
realmente eficaces.
Por otro lado, a un nivel más visceral, hemos aprendido a
identificar nuestras emociones, sabemos canalizarlas y
gestionarlas de manera eficaz, sin dañarnos, y también
hemos asimilado que, lejos de huir de ellas, tenemos que
convivir con su presencia: adelgazar implica pasar algo de
hambre y resistir algún que otro impulso, el esfuerzo de
dejar de fumar nos obliga a tolerar incómodos niveles de
ansiedad y hacer ejercicio implica cierto nivel de sufrimiento
además de fuerza de voluntad para superar emociones
como la pereza. Por mucho que sepamos que después llega
el bienestar, de entrada, nuestro organismo tiende a
defenderse para protegerse de la incomodidad y, por ello,
sabemos que de nuestras emociones no hay que
desprenderse de manera impulsiva y a cualquier precio,
sino que es importante escucharlas, atenderlas y darles la
respuesta que merecen en función de cada caso. Para ello
hemos entrenado nuestra inteligencia emocional, somos
proactivos en la gestión de nuestras emociones, y sabemos
de la utilidad de disponer de estrategias mentales que
favorezcan la autorregulación y la relajación.
Ahora, que todos esos esfuerzos se materialicen en la
práctica o queden en agua de borrajas depende de que
nuestros repertorios de conductas se vean directamente
revitalizados y enriquecidos por todos los cambios que ya
hemos adquirido en el procesamiento de nuestros
pensamientos y de nuestras emociones. Se trata, en
definitiva, de dar un paso en esta fase de sutil pero
necesaria transformación, de modo que nuestra forma de
ser y estar en el mundo se vea impregnada de todo este
pragmatismo funcional y de esta mirada de autocuidado
que llevamos ya un tiempo cultivando.
Ha llegado el momento de corregir rutinas, te necesito
atento y activo, porque atender a tus emociones y cambiar
tu forma de pensar era necesario tanto para modificar tu
forma de sentir como tu forma de actuar. Ahora toca pasar a
la acción y cosechar resultados tangibles. Por otro lado, a
estas alturas de la película, ya es más que evidente para
todos que la interacción entre nuestras interpretaciones,
nuestras emociones y nuestros comportamientos es
constante, muy dinámica y fluye en cualquier dirección.

DEJA DE MIRAR PARA OTRO LADO Y ASUME TUS RESPONSABILIDADES


Combate la procrastinación
La indefensión, el negativismo y la procrastinación están
en la base de los mensajes que nos lanza nuestro cerebro
para sabotearnos. O bien nos colocamos en el rol de
víctimas («Esto no es para mí»), o bien lo vemos todo muy
negro («Es imposible»), o bien nos autoconvencemos
plácidamente y nos prometemos a nosotros mismos que ya
lo haremos mañana («Un rato más de tele y luego me
pongo a estudiar»). La tendencia hacia un tipo u otro de
mensaje depende de nuestra personalidad de base y de los
vicios que hayamos ido adquiriendo por el camino; pero
todos ellos cumplen una misma función: evitar hacer, evitar
asumir, evitar el coste del esfuerzo.
Para empezar a liberarnos de tan perniciosas tendencias,
hemos de tener en cuenta unas cuantas pautas de
constante aplicación. Dejemos claro cuál es el escenario en
el que nos movemos y cuáles son las premisas grabadas a
fuego en el telón de fondo de la obra de teatro que es
nuestra vida y que le dan sentido a todo. Creo que no es
equivocado afirmar que es deseable:
• Procurar llevar un estilo de vida saludable, con hábitos
beneficiosos que no nos hipotequen, que procuren nuestro
cuidado y nuestro bienestar a largo plazo.
• Propiciar rutinas y disciplina, trabajar la constancia, para
que sea algo en lo que no dejemos de entrenarnos nunca.
• Disponer de herramientas psicológicas eficaces para
hacer frente a las dificultades, para resolver lo que la vida
nos ponga por delante o para tomar las decisiones que sea
pertinente tomar.
• Preservar una autoestima equilibrada y entrenar
nuestras habilidades sociales en el sentido de la asertividad:
para poder pedir ayuda, expresar nuestras necesidades y
poner límites a quienes nos dañen.
• Cuidar de los demás y también de nosotros mismos,
mimar y dejarnos mimar, compartir con los que nos rodean
para intensificar al máximo nuestras experiencias, para
mantenernos vivos y para anclarnos a la vida a través del
refuerzo más potente que existe: el que nos proporcionan
las personas que nos importan, esas a las que queremos y
que nos quieren.
Y, por norma general, nos topamos con un mismo
obstáculo para todos esos honrosos objetivos. ¿Cuál es
nuestra perdición? ¿Por qué nos alejamos de tan básicos y
obvios principios? Por el cortoplacismo, por esas emociones
incómodas que tanto nos cuesta superar y que llegan a
apoderarse de nosotros hasta bloquear nuestras acciones.
En definitiva, hemos de aprender a evitar la evitación. Es
decir, aprender a desprendernos de todas las estrategias de
afrontamiento no adaptativas, evitativas y distractoras que
nos desvían de los problemas, que nos alejan falsamente de
ellos porque no nos conducen de verdad a su resolución.

Evita la evitación
Tendrás aquí la sensación de estar lidiando con los
mismísimos pecados capitales. La pereza, la inercia y la
dificultad para renunciar a determinados placeres
inmediatos son los protagonistas que alimentan el
autosabotaje. Muchas de las cosas que deseamos conllevan
un gran esfuerzo a lo largo de un periodo de tiempo nada
desdeñable, y quizá impliquen también un esfuerzo
posterior, tanto para la obtención de los resultados
deseados como para el mantenimiento de esos logros.
Hay muchas formas de evitación, pero, a grandes rasgos,
podemos diferenciar entre dos principales: la evitación por
anticipación o la huida despavorida. O bien anticipamos el
coste de una tarea o lo desagradable o poco apetecible de
determinado esfuerzo y nos vamos «haciendo la cama»
para alejarnos de ello, o bien nos encontramos en una
situación difícil o dolorosa y hacemos mutis por el foro.
Hablamos, a fin de cuentas, de un mecanismo de defensa
automático que, en determinadas circunstancias puede
tener cierta utilidad (sí, hay ciertas situaciones a evitar y
ciertas otras de las que huir), pero que, aplicado de manera
generalizada, nos conduce a tal punto de inseguridad que
acabamos presos del miedo, viviendo de espaldas a
nosotros mismos.
La evitación es adictiva porque produce alivio. Nos
referimos a ella en terapia, simple y llanamente, como «el
efecto pernicioso del alivio a corto plazo que genera una
ansiedad que, enseguida y de forma desprevenida, te
muerde el culo». Es decir, que origina alivio, pero es la
antesala de una mala gestión asegurada y supone la crónica
de un sufrimiento anunciado. Nos conduce, en el mejor de
los casos, a la negación, la culpa, el conformismo o la
resignación y, en el peor escenario posible que no es otro
que el mismo pero sostenido en el tiempo, genera
reacciones depresivas, una profunda inseguridad y un
bloqueo que se vive como insalvable. Estoy segura de que,
según vas leyendo estas líneas o después de haberlas
madurado, aflorarán ante tu conciencia un montón de
trapos sucios. Tus responsabilidades pospuestas y
posteriormente evitadas. Lo que te cuesta afrontar y tratas
de olvidar, pero de un modo u otro nunca puedes dejar a un
lado por completo. Ese conflicto sin resolver, ese trabajo por
terminar, esa conversación por iniciar, esa decisión por
tomar o ese proyecto por emprender.
Piensa en todas aquellas tareas por hacer o
responsabilidades evitadas que sabes que te asaltan cuando
más vulnerable te sientes, haz un listado de todas y cada
una de ellas y piensa en qué tipo de argucias o
autoconvencimientos has utilizado últimamente para no
coger el toro por los cuernos. Es posible que el listado sea
largo, no te inquietes, nos pasa a todos. Y no es que seamos
masoquistas, es que realmente hay muchas cosas que
hemos ido evitando porque no nos sentíamos capaces de
resolverlas. No sabíamos cómo y se nos hacía muy cuesta
arriba. ¿Cómo escapar de la evitación? ¿Cómo resolver
ahora lo que no he sabido solucionar en mucho tiempo?
Existen alternativas a la evitación, estrategias de
afrontamiento que desconocías, que son adaptativas y a las
que podemos recurrir tanto para resolver una situación
como para empezar a vislumbrar el camino y transitar hacia
su resolución. Veamos cuáles son esas herramientas y elige
cualquiera de ellas como alternativa para gestionar lo que
hasta el momento se te ha hecho bola.

LAS ESTRATEGIAS DE AFRONTAMIENTO: HERRAMIENTAS PARA LA VIDA


¿Cómo dejar de evitar y ser eficaz en el afrontamiento
de los problemas?
Cada estrategia de afrontamiento es un recurso con el
que enfrentarte al día a día, a la vida, a los conflictos y a los
disgustos, a las buenas noticias y a las alegrías también.
Todo lo que acontece a nuestro paso ha de ser abordado, en
el sentido que sea. Por eso, es obvio que estará mejor
preparada para hacerle frente a los acontecimientos
cotidianos aquella persona que disponga de más recursos o
que más estrategias sepa desplegar. Pero no es solo una
cuestión de cantidad, sino también de calidad. No se trata
solo de disponer de una surtida mochila de recursos, sino
que además el éxito depende de que seamos o no capaces
de elegir, en cada momento, cuál de ellos procede utilizar. A
priori, algunas de estas estrategias parecen más sanas o
resolutivas; pero no todos los contextos requieren de la
misma gestión. Estas son las estrategias de afrontamiento
al alcance de cada uno de nosotros, y te las presento en un
orden bien específico, de la más aparentemente pasiva a la
más explícitamente dinámica, contando con que la
pasividad absoluta no existe porque el mero uso deliberado
de una de estas estrategias ya conlleva cierto grado de
actividad por tu parte. Revísalas, entrénalas y combínalas
en una cadena de acciones concatenadas. Te permitirán
disponer de una guía práctica para el afrontamiento
alternativo de todo lo que hasta ahora tendías a evitar.

1. La expresión emocional. Implica ponerle palabras a lo


que sientes, canalizarlo a través de la palabra o de
cualquier otra forma de expresión corporal. Es el primer
paso para ubicarte en el escenario en el que te encuentras y
leer su verdadero impacto.
2. El distanciamiento emocional. Es un distanciamiento
temporal, no estamos huyendo de las emociones sino
simplemente tomando perspectiva para permitir que tu
mente se desembote. Se trata de salir de la situación por un
instante para contemplarla desde fuera, como si de una
tercera persona se tratase, para no actuar desde el
desbordamiento emocional.
3. La búsqueda de apoyo social. Desde un hombro en el
que llorar hasta una clave resolutiva, pasando por la
comprensión, la aportación de ideas o la fuerza de un
empujón o de una mano tendida. Muchas personas
consideran, en un tremendo error de cálculo, que recurrir a
los demás nos hace vulnerables. Al contario: la búsqueda de
apoyo social es una de las estrategias de afrontamiento más
complejas, más elaboradas y eficaces de todas cuantas
tenemos a nuestro alcance. Eso sí, exponernos ante los
demás requiere de madurez y de una autoestima
equilibrada.
4. La reevaluación. Empezamos ya a entrar en materia y
dotamos a la situación de un nuevo significado. Puesto que
suceder ha sucedido y no hay vuelta atrás, veamos qué
lectura constructiva es posible sacar de esto, por mínima
que sea. Extraigamos todo el jugo del escenario que se abre
ante nuestros ojos.
5. La primera confrontación. Salimos ahí fuera, nos
manifestamos y le tomamos el pulso a nuestro margen de
maniobra. Pedimos explicaciones, solicitamos lo que
deseamos o recriminamos lo que nos han hecho. Asumimos
ya un papel visiblemente activo y nos comprometemos con
lo que queremos, reivindicando nuestra posición.
6. La búsqueda masiva de soluciones. Todas son
bienvenidas y todas ellas van a ser evaluadas tanto por el
esfuerzo de su puesta en práctica como por el potencial de
sus consecuencias. Podemos construir también un mapa
analítico de costes-beneficios o de ventajas Se trata de
responder a la siguiente pregunta: ¿qué acciones lógicas y
racionales está en tu mano emprender, de manera directa,
para solucionar total o parcialmente lo que tienes delante?
No se trata de hacer como que no hubiera pasado (eso sería
un lamento pasivo que no haría más que obstaculizarnos),
sino que se trata de reconducir la situación en la medida de
lo posible.
7. La planificación. Movilizo ya todos los recursos
necesarios para llevar las soluciones elegidas a la práctica.
Construyo la secuenciación de pasos y lo hago desde una
aproximación racional y analítica frente a lo que tengo
delante. Ya sé qué voy hacer y cuándo lo voy a hacer, y no
sin flexibilidad puedo prever cómo se van a desarrollar los
acontecimientos y qué es lo que voy a necesitar para
gestionarlos.
8. La vuelta a la confrontación. Ahí estoy yo de nuevo, en
vivo y en directo, llevando a cabo las acciones necesarias
para reorientar ese escenario en la dirección decidida,
deseada y planificada; asumiendo las consecuencias de mis
actos y tratando de lograr lo que quiero yo, al frente del
control de mandos.

¿Cuáles son los obstáculos que hasta ahora te


empujaban a la evitación?
Los mecanismos de la procrastinación, las defensas
basadas en la huida y sus nefastas consecuencias ya no son
ningún misterio para ti. Tenemos elaborado prácticamente
un manual de instrucciones acerca de cómo abordar estas
viejas y malas costumbres de mirar para otro lado o esperar
que las cosas se arreglen solas. No hay nada mejor que
saber cuál es el mecanismo de funcionamiento de cualquier
dispositivo para poder recomponerlo con las herramientas
adecuadas; y con nuestros patrones de comportamiento
sucede lo mismo. Tan solo quiero detenerme un poco más
en este punto para que tu dominio de la materia sea
completo y absoluto. Y es que, además de aprender a
neutralizar los procesos adictivos sobre los que se basan
esas esquivas con las que casi automáticamente rehuimos
de las dificultades, no está de más conocer al enemigo más
de cerca y saber qué forma adopta y de dónde proviene.
Porque, en función del origen y el contenido de los
obstáculos que antes evitabas y a los que te enfrentas, has
de saber que tienes mayor o menor poder a la hora de
neutralizarlos.
Entre tu situación actual y tu situación deseada dispones
de todo un camino en el que poner a funcionar todos tus
recursos. Veamos con qué interferencias podemos toparnos,
pues pueden hacer que malgastes en vano tus energías y
procedimientos tácticos o que no los utilices
convenientemente. Tan importante es saber cuál es la tecla
que hay que tocar, como conocer la que no hay que tocar o
identificar de dónde viene la fuerza que nos impide tocarla.

1. Los obstáculos externos


Son los más objetivos, aquellos que todos o casi todos
estaríamos de acuerdo en considerar. Son fácilmente
cuantificables y su interferencia es más que obvia. Si
quieres reconocerlos no tienes más que ser honesto y
plantearte la siguiente cuestión: si pudiera preguntarle a
una muestra de cien personas, ¿todos o casi todos me dirían
que efectivamente esto es un problema objetivo? En caso
de duda, haz la prueba y formula la pregunta a tu alrededor
ante un amplio abanico de personas. Si la respuesta es sí,
ya lo tienes claro.
Por ejemplo, quieres ampliar tu formación para poder
cambiar de trabajo, sabes que con algo de reciclaje y
formación extra podrás optar a un puesto mucho más
gratificante que ese en el que te encuentras, pero es un
hecho objetivo que las horas del día no dan para más y que
con una jornada de ocho horas y dos niños en casa no cabe
ya un máster que requiere de más de veinte horas de
dedicación a la semana. Algo parecido puede sucederte con
una oposición para la que siempre has albergado
esperanzas. O puede ocurrir que para hacer esa reforma en
casa que ya se ha convertido en necesaria precises una
cantidad de dinero que no tienes.
Los obstáculos externos son tan asquerosamente obvios
que nos tiran para atrás y nos llevan a desistir en ese
objetivo tan jugoso, por muy enriquecedor que sea o por
muy realista que sea el horizonte que nos permitiría
vislumbrar. El problema con estos obstáculos es que nos
conducen a muchos errores de estrategia: representan
barreras infranqueables, cierto, pero en el corto plazo; no en
el medio o largo plazo. Por lo tanto, hemos de recurrir a la
planificación como estrategia reina y darle a la superación
del obstáculo la misma importancia, o más, de la que el
objetivo último tiene para nosotros. Hemos de considerarlo
un paso necesario para lograr el siguiente, y no como una
puerta acorazada.
Siguiendo con dos de los ejemplos anteriores, tendrías
que hacer números en casa, consultar extractos bancarios o
posibilidades de financiación y trazar un plan a un par de
años vista como mínimo: ¿cuánto dinero he de tener
ahorrado para poder pedirme una excedencia y formarme
para ese otro puesto o esa otra oposición? ¿De qué manera
puedo financiar los estudios sin que ello afecte a la
satisfacción de las necesidades de la familia, aunque tenga
que apretarme el cinturón? ¿Cómo podría organizarme en el
día a día y cómo el estudio sustituiría íntegramente a mi
actual jornada laboral? O, en el último ejemplo que hemos
abordado, ¿cómo de necesaria es esa reforma? ¿Cuánto es
razonable que cueste y a quién voy a pedir presupuesto
para cotejar varios? ¿Cuánto he de ahorrar al mes y durante
cuánto tiempo para poder contratarla? ¿O cuánto puedo
pedirle al banco para que me quede una cuota razonable y
no abusiva?
Te parecerá una cuestión muy obvia, si la analizas desde
fuera, pero cuando estos obstáculos le hacen sombra a uno
mismo, no lo es tanto. No te imaginas la cantidad de veces
que las personas nos lamentamos por cosas que querríamos
haber hecho o por problemas que querríamos haber
resuelto, sin darnos cuenta de la siguiente perogrullada: si
hace cinco o seis años, cuando empecé a lamentarme por
no poder hacer tal cosa, me hubiera puesto a ejecutar un
plan, ya lo tendría más que resuelto.

2. Tus obstáculos internos


Estos, en cambio, tienen que ver contigo, solo se
entienden si hablamos de ti en particular, de tu historia de
vida y de la forma en la que has aprendido a comportarte, a
relacionarte con los demás y contigo mismo. Están
conectados a todas las creencias limitantes en las que nos
hemos detenido y estás más que entrenado para poder
enfrentarte a ellos con un pensamiento pragmático y
realista.
Los obstáculos internos adoptan la forma de un
pensamiento limitante, aparentemente coherente si se
analiza de manera aislada, pero absolutamente
distorsionado si lo examinamos junto al conjunto de
características y circunstancias personales que lo rodean.
«Es imposible», «Esto no es para mí», «No me lo puedo
permitir…». ¿Te suenan de algo estas vocecillas internas?
Estoy segura de que cada vez te hacen menos mella.
Dejémonos de pensamientos tan grandilocuentes como
vacíos. Ya sabes que se nutren de distorsiones de todo tipo,
principalmente de generalizaciones, polarizaciones y
etiquetas autoatribuidas que nacieron del miedo. Define
exactamente cuáles son esos obstáculos, es decir, a qué
hacen referencia en concreto esas limitaciones. Materializa,
concreta esos pensamientos. Verás entonces que, de
pronto, esas barreras internas de hormigón empiezan a
diluirse como lo han hecho antes las barreras externas.
Entonces eso de «Es imposible» pasa a significar algo más
específico con lo que ya puedo operar, algo expresado en
un lenguaje más comprensible como lo siguiente: «No tengo
tiempo», «No sé hacerlo» o «No tengo dinero». Esto ya sí
que lo puedo entender. Y ante esto cabe preguntarse:
• Del mismo modo que sucede con los obstáculos
externos, ¿puedo trazar algún plan para superar estos
inconvenientes con algo de tiempo y de esfuerzo?
• ¿Puedo pedir ayuda, de cualquier tipo? ¿Existe alguien
experto en la materia que me pueda asesorar? ¿Puedo
aliarme con otra persona para dotarme de más recursos de
los que yo solo puedo disponer?
• A lo largo de toda mi existencia, ¿no habré superado yo
ya algo similar? ¿Cómo lo hice? ¿Podría volver a hacer algo
parecido en esta ocasión?
Soy consciente de que siempre es más fácil decir las
cosas que hacerlas. Pero resulta que lo que aquí te
propongo es una aproximación realista para la obtención de
esos logros que habías dado por imposibles y en cuya
dificultad te habías apoyado para justificar esa
imposibilidad. Además, también tengo presente que existen
muchos otros obstáculos intermedios que pueden escapar a
nuestro control, como circunstancias ambientales,
limitaciones familiares, percepciones de tu entorno, etc.
Este tipo de limitaciones también pueden ser transformadas
en hechos asumibles, si bien es cierto que a veces nos
obligan a reconsiderar nuestros planes, y hacen que el
camino sea un poco más largo de lo que habíamos previsto.
A pesar de todo, creo que merece la pena intentarlo. Te dejo
unas preguntas tontas y sencillas para reflexionar acerca de
todo este mundo de impedimentos inabordables que
construimos en nuestra mente: ¿cuántas veces te has
lamentado por no saber inglés? ¿Y cuánto inglés habrías
podido aprender si le hubieras dedicado unos minutos a su
estudio durante todos estos años cada vez que te has
quejado de no dominarlo? Haz un listado de todos tus
obstáculos y analízalos con lupa, algunos te sorprenderán y,
sobre todo, te sorprenderá el modo en el que se han
mantenido activos durante todos estos años.

AJUSTA TU SENSIBILIDAD A LA CRÍTICA QUE VIENE DE FUERA


Ajustemos ahora nuestra forma de recibir los juicios
externos, en función de dónde procedan. Quizá es más
fuerte el impacto destructivo de la autocrítica y de la
autoexigencia interna que cualquier opinión censuradora o
perturbadora que pueda proceder del exterior. Pero con tu
voz interna ya hemos tenido ocasión de trabajar a fondo, y
todavía no nos hemos blindado por completo ante las
reprobaciones juiciosas. Porque, ay, ¡cómo de pequeños nos
hacemos a veces! Queremos hacer las cosas bien,
queremos agradar, queremos que nos refuercen y que nos
reconozcan nuestros esfuerzos. Y cómo de sensibles somos
a lo que los demás opinan de nosotros. Como ya hemos
comentado, que la opinión de los demás te importe un
bledo, absolutamente cero, es inverosímil. Otra cosa bien
diferente es conseguir que no te afecten determinadas
opiniones (o que no te afecten tanto) y lograr ajustar la
influencia que algunas personas tienen sobre nosotros.
La crítica es necesaria. No deja de ser un juicio, y por eso
levanta ampollas, pero en teoría y bien formulada debería
(digo bien, «debería») obedecer a un análisis desinteresado.
Ya sea positiva o negativa, la crítica es conveniente en todo
tipo de relación interpersonal, por todo cuanto permite
ajustar en términos de motivación y de cambio. No es
casualidad que nos cueste tanto lidiar con la crítica externa
y que la mayor parte de las personas sean demasiado
sensibles a ella: enjuicia directamente una acción o el
producto de una acción personal, valora nuestro nivel de
desempeño y llega directa al núcleo de la autoestima.
Disponemos ya de muchos elementos para ajustar con
objetividad y de forma constructiva el conjunto de opiniones
que tenemos de nosotros mismos, pero una mala crítica en
un momento de inseguridad puede hacernos sentir muy
chiquititos.
En muchas sesiones de terapia abordamos precisamente
esto, el afrontamiento de diferentes situaciones cotidianas
en las que parece que hay personas que se empeñan en
poner a prueba nuestra autoestima o en hacer tambalear la
seguridad en nosotros mismos. La familia y el trabajo —
también el grupo de amigos, pero en menor medida— son
los dos ambientes en los que más a menudo nos
encontramos con este tipo de personas. Y es normal que así
sea, pues ambos escenarios comparten una pieza
fundamental de su decorado: en los dos entornos se
establecen relaciones jerárquicas. Y es que la crítica que
más nos descoloca es la que viene desde arriba, desde esa
persona ante cuyos ojos queremos o necesitamos ser
competentes, porque nos va mucho en ello: ni más ni
menos que nos va en ello la sensación de ser aceptado en el
seno de la familia o hasta el puesto de trabajo en el ámbito
laboral, con la autoestima siempre como telón de fondo.
Padres, hermanos mayores, abuelos o jefes suelen ser
quienes ocupan el rol de la mayor parte de las figuras de
autoridad con las que nos relacionamos en el día a día. Ya
sea en relaciones sanas o malsanas, existe en ellas cierta
desigualdad, más o menos evidente o más o menos
justificada, que explica el miedo al juicio o a la opinión de
esa figura ascendente. Hablamos de una inferioridad
jerárquica, formal, pero es fácil que se torne en emocional,
porque nos cuesta mucho lidiar con la influencia de aquel a
quien admiramos o de aquel que simplemente se colocó en
una posición superior de la que no hemos conseguido
desplazarle. Le concedemos tanto poder a estas personas
que su reprobación llega directa al corazón y transforma
una buena experiencia en motivo de abatimiento. Pero, al
impacto que la crítica tiene per se y a lo difícil que nos es
encajarla, se le suma otro error de interpretación que es
eminentemente nuestro: se nos olvida considerar que esas
personas también son imperfectas, también tienen sus
propios problemas y también se equivocan. Es más, esas
personas pueden ser incluso malas, por muy jefes o
parientes que sean, y tener intereses espurios que les lleven
a utilizar su influjo ascendente sobre nosotros para hacernos
daño o para manipularnos en su beneficio. Son jueces y
parte, y pueden aprovecharse de ello. Recuerda que la
crítica constructiva obedece a un proceso de análisis
objetivo y no instrumentalizado.
Por eso con mis pacientes utilizo una fórmula que hasta el
momento ha sido infalible para ajustar la permeabilidad
ante este tipo de influencia externa que tanto daño puede
llegar a causarnos. Ha demostrado ser infalible ante esas
figuras que nos quieren de forma ambigua o ante esos jefes
o compañeros de trabajo que nos hacen aborrecerlo porque
proyectan sobre nosotros todas sus inseguridades. Nos
ayuda a colocar a cada uno en su lugar y a no hacer nuestro
lo que no nos corresponde. Analiza cualquiera de las veces
en las que te has sentido devastado por una influencia
externa de ese tipo, y responde a las siguientes preguntas
para darle un enfoque terapéutico a la experiencia:
• Quién me juzga. Quién es esta persona, cuál es su
historia de vida y de dónde proviene la admiración que le
profeso. El quién es muy importante y no se basa solo en el
rol que el otro ocupa, que es de donde saca un partido que
no le corresponde. Puede ser tu jefa y ser una eminencia en
lo suyo, motivo por el cual la admiras en términos
puramente técnicos, pero también puede ser una déspota
manipuladora y eso también juega un papel importante en
todo lo que de ella recibes. Puede ser tu padre y esa figura
es casi sagrada, pero puede haber sido igualmente un padre
negligente o maltratador.
• En qué contexto me juzga. Porque su influencia puede
estar justificada en un escenario y no en otro. Es mi
hermano mayor y le respeto como modelo de aprendizaje y
por los valores que me ha inculcado, pero su opinión no
pinta nada cuando se trata de valorar mi orientación sexual.
• De qué modo formula la crítica. Con o sin asertividad.
Con o sin respeto. Con o sin poner la más mínima atención a
no dañarme. Las formas son importantes, pues son el
vehículo a través del cual se traslada el mensaje, y aunque
el envoltorio no se come, lo cierto es que forma parte del
pack. Si el daño te lo causan las formas y no el fondo,
entonces deja de padecer por ello porque quien se ha
mostrado torpe y ha obrado mal ha sido el otro. Es él quien
ha de hacérselo mirar. Quédate con lo que te sirva y
desecha el resto.
• Desde dónde me habla, desde qué emoción y con qué
interés. No toda crítica tiene valor de verdad en función de
los intereses secundarios con los que se ha expresado. El
lugar desde el que la crítica se formula es fundamental para
poder interpretarla con la suficiente inteligencia emocional.
Es mi jefe, pero ¿me habla desde el rol de jefe o desde su
afán de notoriedad? Crítica neutralizada. Es mi madre y la
quiero, pero ¿me habla desde un rol de cuidado o desde una
frustración personal no resuelta? Crítica neutralizada. Es
una figura a quien admiro académicamente, pero ¿me hace
estas apreciaciones desde la pedagogía o desde ese
narcisismo patológico que busca exhibirse a toda costa?
Crítica neutralizada. Y es mi amigo de toda la vida y le he
admirado siempre, pero ¿este comentario nace del
compañerismo o de la envidia? Crítica neutralizada.
Verás, con esta fórmula, que son muchas las veces en las
que has dudado de ti mismo por la sombra que otros han
querido ejercer sobre ti, y que, en muchas ocasiones, el
hecho de que una persona ocupe un determinado rol
destacado en tu vida no significa que sepa desempeñarlo o
esté siempre a la altura de las cualidades que tú le
atribuyes. Sé humilde para encajar todo lo que te permita
aprender, pero identifica y observa con perspectiva a
quienes no son humildes contigo.

LA PARADOJA DE LA PSICOLOGÍA INVERSA O CÓMO PUEDES ENFRENTARTE


FÍSICAMENTE A TU ANSIEDAD, RETARLA Y VENCERLA

Hemos desentrañado ya los mecanismos del miedo y


también hemos aprendido cómo no sucumbir ante él de
manera gratuita y limitante. Estamos ya dispuestos a
liberarnos de viejos obstáculos, pero lo hacemos con un
incómodo nudo en el estómago que nos pone las cosas muy
difíciles. Son esas ramificaciones fisiológicas de la ansiedad
que aparecen de inmediato con solo pensar en enfrentarnos
a esas situaciones que en el pasado hemos procurado
evitar. Y es que no somos tontos: si las evitamos fue
precisamente porque no queríamos lidiar con esa
descomposición corporal que hace que el corazón se te
salga del pecho, la garganta se te encoja y el estómago se
te cierre. Por eso, ahora mismo, vamos a librarnos del yugo
de la ansiedad y vamos a neutralizar todo el influjo de poder
que hasta el momento ha ejercido sobre nosotros. ¿Cómo?
Exponiéndonos a ella de manera protegida y controlada.
Utilizando una técnica que seguro que te sonará y te
resultará simpática, pero a la que quizá nunca hayas llegado
a encontrarle su verdadera utilidad.
Estoy segura de que en más de una ocasión has dicho u
oído decir el concepto de «psicología inversa» cuando una
persona acude a otra en busca de consejo o de ayuda y lo
que obtiene resulta ser una sugerencia o una directriz
directamente opuesta a lo que pretendía encontrar o a lo
que más lógico le parecía. Por desgracia, esto de la
psicología inversa donde más popular se ha hecho es en el
mundo del marketing y la comunicación, donde se utiliza
como estrategia (o manipulación, que cada uno saque sus
propias conclusiones) para vender más, aunque la verdad es
que esconde tras de sí un interesantísimo campo de
conocimiento cuya puerta nos abrió el famosísimo
neurólogo y psiquiatra Viktor Frankl, autor cuyas obras
recomiendo encarecidamente, y que hizo interesantísimas
aportaciones a la psicología en el ámbito de la logoterapia y
en el análisis y afrontamiento de la adversidad y las
oscilaciones existenciales. Viktor Frankl partió de una
tendencia de comportamiento fundamental, la reactancia
psicológica, para desarrollar después esa técnica de
intervención psicológica que se ha popularizado como
«psicología inversa», pero que engloba mucha más
complejidad de lo que a simple vista puede parecer.
Lo cierto y lo nuclear en todo esto es que las personas
manifestamos reactancia cuando nos sentimos coartados o
muy presionados; reaccionamos con reactancia ante
situaciones en las que percibimos que se nos impone una
norma de manera arbitraria e injusta, revelándonos contra
esa directriz que, además, nos es tan ajena, incómoda,
ilógica o incomprensible y no encaja en absoluto en
nuestros esquemas. En esos casos, adoptamos de manera
casi impulsiva (reactiva, como su propio nombre indica) la
posición exactamente opuesta a aquella que se nos quiere
imponer. Es como si nos sintiéramos desafiados en lo más
íntimo de nuestra libertad y ocupásemos una postura
extrema y rígida para restablecer esa libertad amenazada.
Esto explica, por poner solo un ejemplo, las posturas
diametralmente opuestas que, en ocasiones, los
adolescentes desarrollan ante las actitudes de sus padres,
que consideran injustas y desproporcionadas y ante quienes
se sienten abusivamente limitados o coaccionados. Por otro
lado, no hay mejor incentivo que el de lo prohibido.
Pues bien, sabiendo que esta respuesta emocional y
cognitiva de reactancia se lleva con rapidez a la práctica y
se traduce en un posicionamiento actitudinal contundente,
la psicología inversa ha resultado ser muy útil aplicada en la
modificación de comportamientos en niños y también en la
reestructuración de algunos planteamientos irracionales en
adultos. Aparte de que, como ya te avisaba antes, como
consumidores, es fácil que hayamos sido persuadidos por
expertos en marketing y publicistas para decidirnos a hacer
alguna que otra compra o a la hora de crearnos alguna que
otra necesidad superflua.
En consulta nunca, jamás de los jamases, empleamos la
intención paradójica —que es el nombre técnico de la
psicología inversa convertida en técnica terapéutica— para
manipular a nuestros pacientes, creo que es evidente. Pero
sí les brindamos la oportunidad de descubrir sus efectos, a
modo de experimento. Y esto es lo mismo que te sugiero
que hagas en este instante.

Ejercicio práctico.
Practica la psicología inversa con garantías y con todas las
medidas de seguridad
¿Qué es eso que anticipas que tan desagradable será y que tantas veces te
ha frenado a la hora a de emprender determinadas acciones? Descríbemelo con
todo lujo de detalles. Esa sensación de pulso acelerado, esa mirada que se
nubla, esas manos que empiezan a sudar, etc. Son muchas las reacciones
fisiológicas asociadas a la ansiedad, además de la presión en el pecho y la
sensación de cabeza atormentada por el miedo y los pensamientos
anticipatorios. Las personas odiamos sentirnos ansiosas. Nuestra mente nos
dice algo así como: «Has de estar relajado», y el instinto nos lleva a no hacer
nada hasta no conseguir sosiego y desactivación fisiológica. Pero, cuanto más
relajado quieres estar, más nervioso te pones. ¿Cuál es el resultado? Que no
logramos hacer eso que desearíamos porque los mensajes de tranquilidad son
infructuosos y las ansias van por libre. Pero ¿qué pasaría si dejásemos de luchar
contra la zozobra? ¿Qué sucede cuando dejamos de exigirnos serenidad? ¿Y
cuándo dejas de esforzarte por reducir o controlar la ansiedad y te mentalizas
para sentirla?
Haz la prueba. Mentalízate y no distorsiones la realidad, no anticipes un
escenario más halagüeño del que has experimentado nunca. Hazte a la idea de
que la ansiedad va a acompañarte inexorablemente. Es más: búscala,
poténciala, llámala e invítala a que te invada. Conciénciate para vivir una
experiencia desagradable, como quien se prepara para un pinchazo que sabe
que va a llegar. Y dispón también tus pensamientos: te presentas a ese examen
para suspenderlo y vas a esa cita para conocer y experimentar de primera mano
el rechazo.
Te parecerán ideas muy locas, pero te aseguro que cuando aceptas la
ansiedad, cuando la llamas y la invitas a merendar contigo, cuando dejas de
luchar contra las fuerzas de la naturaleza, es cuando, paradójicamente, empieza
a no afectarte, dejas de consumir recursos de manera innecesaria y recuperas el
control de tu propio cuerpo.

PREDICA CON EL EJEMPLO: UTILIZA LA PROFECÍA AUTOCUMPLIDA EN TU PROPIO


BENEFICIO

Es la otra cara de la misma moneda, y que te recomiendo


que tengas en cuenta en el día a día, y no tanto en
situaciones adversas concretas, como era el caso de la
intención paradójica. Hablamos siempre de la profecía
autocumplida en negativo, como esa distorsión con la que
ya te has familiarizado que hace que vayamos por el mundo
fijándonos solo en lo malo y confirmando con ello nuestros
presagios más agoreros. Por ejemplo: pienso que la reunión
irá mal y cuando la evalúo me fijo solo en ese momento en
el que me trastabillé y en esa pregunta que no supe
responder, en lugar de poner el foco de atención en el resto
del tiempo en el que mi discurso fue absolutamente fluido y
en las treinta y tres preguntas restantes que supe responder
con soltura y eficacia.
Pero la profecía autocumplida no solo es un error de
pensamiento que nos lleva a emitir juicios errados, sino que
también es una potente arma cotidiana. Profecía
autocumplida también es sonreír esperando que nos sonrían
de vuelta, también es agradecer cuando nos sentimos
apoyados y halagar lo que nos ha maravillado. Profecía
autocumplida puede significar desconfiar patológicamente
de nuestra pareja hasta casi provocar que nos engañe o
provocarlo por completo, o puede ser confiar en ella porque
no existen motivos para no hacerlo y, con ello, premiamos
su lealtad y su fidelidad.
Si te fijas en el fondo de todos estos conceptos y en las
pautas que estamos manejando y moldeando a nuestro
antojo para cambiar de forma positiva nuestros patrones de
comportamiento, absolutamente todo lo que te planteo
confluye en un mismo punto: llevar la inteligencia
emocional a la práctica, comportarte guiado por ella; que no
es otra cosa que conocer el modo en el que pensamos,
sentimos y reaccionamos para poder elegir la lectura o la
actitud más adaptativa ante cada situación que se nos
ponga por delante. Y, como para todo en la vida, cuantas
más herramientas tengamos y cuanto mejor sepamos
equilibrar su uso, mejor que mejor.

ORDENA TU VIDA: LA MOTIVACIÓN Y TU JERARQUÍA DE PRIORIDADES


Toma conciencia de la realidad y reconstruye tus
prioridades
Perfecto, ya dispongo de nuevas estrategias de
afrontamiento, más directas y eficaces. Pero ¿por dónde
empiezo?
Estoy segura de que habrás oído hablar en más de una
ocasión de Abraham Maslow y su famosa pirámide de
necesidades. Es la representación más conocida e ilustrativa
de los trabajos de este interesante psicólogo humanista que
basó muchos de sus esfuerzos en entender el
comportamiento humano a partir de las motivaciones que lo
mueven. Llegó a toda una serie de conclusiones que, no sin
interesantes matizaciones, han sido respaldadas con un
amplio consenso. En la base de su pirámide ubica la
satisfacción de las necesidades fisiológicas como aquellas
que primitivamente mueven a las personas a satisfacer sus
necesidades más fundamentales como las de respirar,
alimentarse, hidratarse o buscar abrigo. Como buena
respuesta innata y no condicionada, incluye también el sexo
como una necesidad fisiológica básica a tener en cuenta
para entender los cimientos de su teoría motivacional. En
un segundo peldaño aparecen las necesidades más
relacionadas con la seguridad del individuo y la provisión de
recursos, tanto a nivel físico como económico, laboral,
moral, familiar o sanitario. Hasta el tercer peldaño no están
contempladas las necesidades más sociales o relacionales,
como la intimidad, el afecto, la pertenencia a un grupo de
referencia, el compañerismo o la amistad. Son estas las que
abren el paso hacia el cuarto escalón en el que cobran
protagonismo las necesidades más vinculadas a la
autoestima, como la obtención de reconocimiento, el éxito,
la confianza en uno mismo, la autonomía personal o la
independencia financiera. Y solo en la cúspide de su
pirámide se ubica la más sublime de las necesidades, esa
que solo puede ser satisfecha una vez se han colmado todas
las anteriores, y que no es otra que la autorrealización, una
necesidad que personalmente no contemplo sin pasar por la
construcción de una sana autoestima, sin una adecuada
percepción de autoeficacia, sin la satisfacción de los éxitos
personales y sin cierta sensación de trascendencia. Ese es
nuestro objetivo.

Seguiremos hablando de motivación, para tratar de


encontrar las fuerzas y los significados que nos son
necesarios para echar a andar en las direcciones más
constructivas y deseadas. Pero, antes de profundizar en los
motivos que te mueven y en cómo localizarlos, vamos a ver
en qué terreno nos encontramos. Porque muchas veces nos
sentimos insatisfechos pese a estar seguros de que estamos
dando el máximo de nosotros mismos, y no caemos en la
cuenta de que, en la mayor parte de las ocasiones, la
satisfacción no depende de variables cuantitativas, sino
más bien cualitativas. Profundicemos en esta idea.
¿Cuáles son las cosas que verdaderamente te importan?
Es decir, una vez satisfechas esas necesidades más
primitivas, ¿cuáles son las verdaderas fuentes de
satisfacción en tu vida? ¿Qué es lo que más valoras y lo que
más rédito te genera? En muchas etapas de la vida nos
damos cuenta de que existe una gran distancia entre las
respuestas a esas preguntas y las áreas en las que
verdaderamente estamos centrando nuestro empeño.
Identifiquemos, por lo tanto, cuáles son las áreas de tu vida
que más valoras, esas áreas de vida significativas que más
querrías cuidar, para descubrir si estás atinando tus
esfuerzos o malgastando todo tu empuje.

Ejercicio práctico.
¿Cuáles son tus áreas de vida significativas
y cómo las estás cuidando?
Como si de un gran quesito de Trivial se tratara, plasma gráficamente en este
rosco cuál es el nivel de dedicación cotidiana a estas parcelas de tu vida. Mi
propuesta es que contemples y evalúes cuantitativamente tu tiempo de
dedicación a las siguientes esferas vitales: cuidado personal, espacios de ocio,
dedicación a la pareja, actividades y atenciones familiares, actividades con
amigos y, por supuesto, tareas y responsabilidades asociadas al trabajo (o, en
su lugar, a la formación académica o la búsqueda de trabajo, si es esa la fase en
la que te encuentras). Sé riguroso y sincero y, si dudas de tu capacidad para
valorar con honestidad esos tiempos, busca criterios externos que maticen tus
impresiones. Esta es la propuesta que te hago porque es la que se ajusta a un
mayor porcentaje de personas, pero no dudes en eliminar o ampliar categorías
si así lo estimas necesario. Por ejemplo, si el deporte es mucho más que una
actividad de autocuidado y representa una parcela de tu vida con entidad
propia, añádela. Lo mismo puede ocurrir con una afición que te apasione o con
la espiritualidad, por poner algunos ejemplos. Y, del mismo modo, si consideras
que en tu vida no cabe una pareja, si no la buscas, ni la esperas, ni la deseas,
también puedes reducir su parcela y adaptar el ejercicio a lo que te sea
identitario.

Ahora, una vez has analizado minuciosamente cuáles son los porcentajes
reales de dedicación de recursos a cada una de esas áreas, deja ese gráfico a un
lado, aléjalo de tu vista, y repite la operación con otro planteamiento bien
diferente: ¿cuál sería para ti el porcentaje de dedicación ideal para cada una de
esas porciones de la tarta? Es decir, ¿de cuánto tiempo de ocio querrías
disponer? ¿Cuánto te gustaría poder dedicarles a tus amigos? ¿Y a la familia?
¿Cuánto tiempo dedicas a tu propio cuidado? ¿Y cuánto tiempo querrías que el
trabajo ocupara en tu vida?
Junta después ambas creaciones y encuentra las diferencias. En aquellos
porcentajes que más difieran hallarás tus principales fuentes de insatisfacción. A
partir de esa representación ideal (eso sí, te pido que sea ideal, pero
realistamente ideal) podrás empezar a elaborar tu jerarquía de prioridades, y en
la comparativa con el estado actual de la dedicación de tus recursos,
identificarás a la perfección los escenarios en los que tu participación y tu ajuste
son más que necesarios.

Y ahora, de dónde saco la motivación


Se dice rápido, pero no es fácil… Si no hay motivación no
hay satisfacción. Esta es la conclusión básica a la que llegan
muchas de las personas que acuden a la consulta: «Si no
me gratifica lo que hago me siento insatisfecho, si vivo
insatisfecho acabo desmoralizado y llega un momento en el
que no sé por dónde tirar». Está muy bien resumido, esto es
lo que sucede cuando la desmotivación, la insatisfacción y
el malestar se apoderan de nosotros.
Es difícil que la maquinaria se ponga a funcionar cuando
hemos estado demasiado tiempo torturándonos con ideas
negativas acerca de nosotros mismos, observando el futuro
con excesivo desasosiego o mirando para otro lado para
evitar hacernos cargo de lo que verdaderamente importaba
pero que tanto miedo nos daba. Ahora ha quedado claro
que podemos ajustar nuestra visión del mundo, que
seguimos pensando de un modo personal e intransferible
(resultado de un sinfín de factores que forman parte de
nuestra historia de aprendizaje), pero sin olvidar que existen
métodos racionales para no caer en la trampa del
autoengaño y no perder nunca los parámetros que nos
mantienen conectados con la realidad.
Es posible que lleves un tiempo alicaído, que te sientas
tan insatisfecho en un determinado ámbito que te cueste
ver la salida y hayas pensado en tirar la toalla. Este estado,
casi distímico, nos impide tomar decisiones y nos desanima
para hacer cualquier cosa nueva. Podemos funcionar de
manera robótica, como por efecto de la inercia, pero ese
automatismo no dura eternamente porque nos hacemos
preguntas, porque nos autoevaluamos y porque
necesitamos sentir que hacemos cosas valiosas, que
crecemos en algún sentido y que caminamos en una
dirección relevante. Por eso, ahora que nos hemos liberado
de muchos obstáculos y cargas, solo nos queda actuar. ¡No
me negarás que el alivio que produce dejar atrás lastres
innecesarios es mucho más potente, profundo y duradero
que el de mirar para otro lado por puro cansancio!
Busquemos fuentes de las que beber, busquemos
motivadores que nos proporcionen energía y que le den
sentido a todo.

Bucea en tus distintas fuentes de motivación y


encontrarás oro
Como te decía, cuesta echar a andar, pero no es
imposible. Como en todo lo demás, vamos a lograrlo de
manera gradual. Para ello, diferenciemos entre dos grandes
tipos de motivación y veamos que implican rutas diferentes
que nos deparan también destinos diferentes. Centrémonos
en el trabajo, como área de vida significativa que tantas
alegrías y quebraderos de cabeza nos proporciona, para
abordar y ejemplificar este asunto de la motivación.

1. La motivación extrínseca
Es aquella que centra nuestro interés en factores ajenos a
la tarea, distintos de las actividades que hemos de
desempeñar. Son factores externos los que regulan nuestra
perseverancia y nuestro nivel de rendimiento. La actividad
no nos motiva tanto por lo que nos aporta en sí misma, sino
por aquello que nos permite conseguir.
En un extremo, el ejemplo más prototípico de ello es el
trabajo que se hace por dinero, ese que no nos atrae
especialmente, que incluso nos desagrada, pero que
desempeñamos con ahínco porque nos permite, entre otras
cosas, cobrar la nómina a fin de mes. Puede tratarse de una
actividad repetitiva, poco interesante o rutinaria, pero que
nos da de comer. Este es el caso de muchas personas que
trabajan para vivir y no viven para trabajar. Quizá su trabajo
no es el más estimulante del mundo, pero está justamente
remunerado, les permite vivir como desean y, tenga o no
que ver con lo que han estudiado o con aquello que querían
ser de mayores, lo cierto es que se les da muy bien o
relativamente bien. ¿Hay algo malo en esta opción vital? ¡En
absoluto! Tan solo habrá que plantearse un cambio de
dirección cuando se rompa esta armonía: cuando el
contenido de la tarea en sí misma, el tiempo de dedicación,
la remuneración del trabajo u otros elementos periféricos
dejen de estar en equilibrio.
En el otro extremo de la motivación extrínseca podríamos
estar hablando de una actividad que no es que nos deje
indiferentes, es que nos produce rechazo, incluso atenta
contra alguno de nuestros valores, conlleva acciones
cotidianas que nos desagradan, pero nos conducen a una
serie de refuerzos externos que hacen que el día a día sea
tolerable: un muy buen salario, incentivos, promociones
jerárquicas, complementos extraordinarios, etc. ¡Tampoco
esta opción de vida es censurable! Cada uno elige
libremente cuáles son las motivaciones que le mueven. Lo
que sí es cierto es que, llegado el caso, si afloran con fuerza
algunas contradicciones, si aparece sensación de culpa, si la
dedicación es extrema o si llega el momento en el que el
malestar que generan las ocupaciones diarias no se paga ni
con todo el oro del mundo, tocará atender a todas esas
señales de alarma y obrar para resolver la disonancia.
Pensará el lector que son dos casos bastante radicales, y
es cierto. Son solo dos ejemplos simplificados para entender
bien qué es eso de la motivación guiada por factores
extrínsecos, pero raro es el caso que se analiza con tanta
sencillez. En la práctica confluyen muchos matices, y suele
haber un punto en el que los distintos tipos de motivación
se entrelazan entre sí. Veamos qué otro tipo de
motivaciones pueden movilizarnos.

2. La motivación intrínseca
Nos referimos a ella cuando nos dedicamos a ciertas
tareas que, en sí mismas, captan toda nuestra atención y
despiertan nuestro interés. La autorrealización, la sensación
de crecimiento personal y el disfrute regulan los procesos
mentales y los niveles de rendimiento con los que nos
encargamos de esa tarea.
A menudo decimos que estas cosas son las que no nos
dan de comer, las que hacemos cuando todo lo demás nos
deja tiempo para nosotros mismos: la música, la pintura o
cualquier otra faceta artística, estudiar sin que nadie vaya a
evaluarnos, aprender un idioma porque sí, colaborar con un
proyecto solidario, ser activo en una determinada causa,
cuidar altruistamente de otras personas o incluso ocuparnos
de una mascota o de nuestras plantas, etc. Son acciones
que llevan tiempo, pero ese tipo de tiempo que no pesa
sobre nuestras espaldas. Son tareas en las que podríamos
estar inmersos durante horas y sentir que el día ha pasado
en un suspiro. Para después, eso sí, sentir una sensación de
bienestar, orgullo y realización personal que no tiene
parangón.
Como su propio nombre indica, la motivación intrínseca
nace de nosotros, de un lugar directamente vinculado a
nuestra identidad, intangible y cuasi espiritual; nos
involucra en tareas que nos hacen sentir bien por el mero
hecho de dedicarnos a ellas, y nos asemeja un poco más a
esa proyección de nosotros mismos con la que soñamos y
con la que desearíamos poder presentarnos ante el mundo.
Por suerte, una vez más, la vida está llena de matices, y
las ocasiones para despertar este tipo de motivación no
tienen por qué ser aisladas o estar relegadas a un ámbito
tan exclusivo. Podemos buscar este tipo de motivación
también entre las distintas tareas que conforman nuestras
rutinas y ocupaciones diarias.

3. Entre un polo y otro: la búsqueda del equilibrio


motivacional
Como psicóloga he oído centenares de veces eso de:
«Claro,
es que para ti es muy fácil, tienes mucha suerte y algunas
de las cosas que a mí me hacen sentir insatisfecho cada día
tú no las experimentarás nunca, porque tu trabajo es
vocacional». Pues bien, si el interés por las personas, por los
mecanismos que rigen el comportamiento humano y el
análisis de la conducta y de la personalidad de los
individuos es algo que puede llamarse «vocacional», pues
entonces sí, esa aseveración es parcialmente cierta, y
puede decirse que, en este caso, el área de vida laboral
apunta maneras para ser fuente de refuerzo y resultarme
gratificante. Pero las cosas no son tan sencillas. Siguiendo
esta premisa al pie de la letra debería sentirme a gusto en
la ejecución del cien por cien de las tareas que mi trabajo
conlleva el cien por cien del tiempo, disfrutando cada día y
cada segundo, entregándome a ello en cuerpo y alma,
aunque tuviera que vivir del aire. Como toda generalización,
no parece este un planteamiento verosímil.
Además de la obviedad de que somos humanos y por ello
sentimos y padecemos y no siempre estamos boyantes o
igual de bien predispuestos frente a una misma tarea, lo
cierto es que una ocupación laboral se compone de
múltiples actividades, implica distintas áreas de estudio y
diversos retos de aprendizaje, se desarrolla en diferentes
escenarios y requiere del despliegue de distintas
habilidades y estrategias personales. Por no hablar de que
todo se engloba dentro de un microsistema social y unas
determinadas circunstancias legales y económicas que
hacen que las condiciones de trabajo y las presiones
asociadas puedan ser cambiantes.
Por ello, una vez más, la clave de todo reside en el
equilibrio. Es importante, y muy esperanzador, tomar
conciencia de la proveniencia de todas nuestras fuentes de
motivación para poder beber de ellas en función del
contexto en el que nos encontramos. Sin lamentos, sin
culpas, y sin compararnos con nadie más. Puedes permitirte
ir un día a trabajar sin mucha motivación intrínseca más allá
de tu sentido del deber y pensando que lo haces solo
porque no quieres renunciar a cobrar tu nómina a final de
mes. No significa que seas un fracaso ni una persona
superficial, sino que ese día estás a otras cosas, por las
causas que sean, y a tu cabecita y tu corazoncito no puedes
pedirles mucho más que lo que te están dando. Y eso no es
obstáculo para que, en días sucesivos o ese mismo día, te
permitas conectar con un elemento motivador más interno
que, de pronto, le da sentido a todo y te llena de
satisfacción. Es paradójico, pero resulta que nuestros
problemas de motivación a menudo provienen de una
valoración distorsionada e idealizadora de los propios
procesos motivacionales. Es muy honroso y denota mucha
capacidad introspectiva analizar el origen de aquello que
nos mueve, pero cuidado con juzgar polarizadamente esas
causas, pues nosotros mismos podemos anular su eficacia.
El equilibrio, la flexibilidad y el dinamismo son necesarios
cuando hablamos de la esfera motivacional, tan compleja
ella y siempre en constante interacción con muchos otros
factores.

EN BUSCA DEL SENTIDO DE LAS COSAS


Encuentra el sentido que creías haber perdido: y
descubre de qué depende que te apetezca o no hacer
algo
Hemos aprendido a escucharnos sin interferencias y, en
esta fase embrionaria del cambio, parecería fácil recurrir a
las motivaciones más obvias: si esto va conmigo, si es algo
que deseo para mí, entonces voy a hacerlo. Pero,
paradójicamente, aunque sepamos que algo es muy
importante para nosotros, aunque nos digamos a nosotros
mismos que tenemos que ponernos a ello, sucede que no
termina de llegar el día en el que movemos un dedo. Desde
los típicos propósitos de Año Nuevo («Quiero hacer deporte,
llevar un estilo de vida más saludable, perder peso»…)
hasta otro tipo de pretensiones que normalmente nos
cuesta más confesar o que solemos verbalizar en la
intimidad de una consulta de psicología («Necesito cambiar
de trabajo porque no soporto más esta sensación de
insatisfacción», «Quiero perder el miedo a volar en avión
que me impide viajar con mi pareja», «Voy a empezar a
relacionarme con los demás de manera más amable y
menos agresiva», «Voy a empezar a poner límites y a decir
que no a los que se aprovechan de mí», «Voy a empezar a
verbalizar las cosas que me molestan en lugar de
callármelas siempre para que los otros no se molesten»…),
el caso es que nos cuesta dar el primer paso, percibimos el
objetivo demasiado lejos y se nos hace inabarcable.
Para entender nuestra dificultad debemos comprender
primero que el hecho de que algo sea importante para
nosotros no garantiza nuestra motivación. Así que ya
podemos dejar de insultarnos por ello. Es necesario que
nuestro objetivo tenga valor, que lleve aparejado refuerzos
o sensaciones agradables, pero para conseguir la
motivación necesaria como para hacerle frente a un
objetivo importante también se hace inevitable considerar
otros factores como las expectativas o la probabilidad de
éxito. No olvides que las cosas por las que merece la pena
esforzarse son las que se pueden conseguir, no las
imposibles.
A grandes rasgos, los factores que determinan que nos
sintamos (o no) motivados frente a la ejecución de tareas
que nos acercan a objetivos valiosos son cuatro; y por
consiguiente son cuatro también los elementos en los que
tenemos que centrar nuestra atención a la hora de
encontrar la motivación suficiente como para salir de
nuestra zona de confort y lanzarnos a la piscina: la
relevancia de nuestro objetivo, su valor intrínseco, su
verdadera utilidad y su coste a todos los niveles, pero
especialmente en el terreno personal. Veamos cómo dar
sentido a las cosas:
1. Busca la verdadera RELEVANCIA de aquello que deseas
conseguir. La relevancia de un objetivo es la importancia
que tú le atribuyes a lograrlo y, por lo tanto, tiene que ver,
casi en exclusiva, con los valores personales y actitudes;
aunque también hay que considerar la relevancia que otros
le dan y la trascendencia social que ese objetivo tiene en un
determinado contexto.
2. Dota a tu objetivo de VALOR INTRÍNSECO. Es decir,
explora todas las sensaciones positivas que despierta en ti,
identifica la fuerza que alcanzan las actividades implicadas
en ese objetivo para llegar a atraerte, ensimismarte,
atraparte, entretenerte o divertirte.
3. Encuentra el potencial de su UTILIDAD. Es decir, piensa
en lo práctico que va a ser para ti, en el servicio personal
que te puede suponer el hecho de haber alcanzado ese
objetivo. Puedes empezar por identificar la utilidad a corto
plazo, pero lo que es realmente útil es proyectarte a largo
plazo.
4. Trata de reducir o de relativizar (siempre de manera
realista) el COSTE de la consecución de ese objetivo. El
coste es esa inversión personal que lleva aparejado el
objetivo y que nos tira para atrás: en él se resumen las
posibles consecuencias negativas que anticipamos, los
riesgos, o incluso los niveles de ansiedad o los miedos que
asociemos a esa labor.
También hay que tener en cuenta que, para conseguir una
serie de cosas, es frecuente que tengamos que dejar de
hacer otras, y todo eso a lo que renunciamos para realizar la
tarea en cuestión forma parte también de su coste. Este
conjunto de factores negativos es el responsable de nuestra
falta de persistencia a la hora de luchar por nuestros
propósitos, y es lo que nos lleva a abandonar. Y el coste,
como el resto de los factores de los que acabamos de
hablar, tiene un elevadísimo componente subjetivo, pues tú
eres quien le da más o menos peso a los miedos y a las
renuncias. Todo el trabajo que ya hemos hecho
transformando anticipaciones de futuro distorsionadas te
será de gran ayuda en este sentido.

Ajusta tus expectativas si quieres caminar hacia tus


objetivos
Ya hemos analizado por qué tanto el éxito como el fracaso
son didácticos (de todo se aprende, y ese es el motivo por el
cual me resisto a utilizar el término fracaso en la consulta,
no lo pronuncio nunca, pero es verdad que muchas
personas lo mencionan y hay que poder emplearlo
debidamente), y cómo los aprendizajes se desprenden
verdaderamente de lo que hay detrás: de nuestros
esfuerzos. Ellos sí son los que genuinamente necesitan de
nuestra atención y nuestra valoración. Entender estos
conceptos ya nos ha permitido trabajar en la
reconfiguración emocional y en la reinterpretación cognitiva
de lo que significa de verdad el logro y de cómo podemos
encontrar por el camino muchos más reforzadores de los
que éramos capaces de ver. Pero ahora, en la práctica,
sucede que la frustración se apodera de nosotros cuando
nos hemos dejado la piel, cuando hemos hecho el doble
esfuerzo de poner nuestro trabajo en valor, y aun así
constatamos que el tiempo sigue pasando y que
efectivamente no hemos logrado materializar nada de lo
que nos habíamos propuesto en última instancia. ¿Cómo es
esto posible? La desesperanza te invade y sientes que no
vales para esto y que solo queda resignarse; como si eso de
ir recabando refuerzos paso a paso no fuera contigo o como
si esos circuitos cerebrales tuyos de la recompensa
estuvieran defectuosos u oxidados.
Nada de eso es probable. Ni lo de la condena a la
resignación ni todo lo demás. Sí es factible, en cambio, que
actúes movido por una expectativa errónea, mal formulada.
Inflada, quizá.
Las expectativas son necesarias pues alimentan la ilusión,
ayudan a guiar la ejecución de nuestros planes y nos
mantienen en funcionamiento incluso cuando el sacrificio es
titánico. Necesitamos recordarnos hacia dónde vamos y lo
mucho que lo deseamos, como si nuestra mente funcionara
igual que las publicidades de las clínicas de estética:
partiendo de la foto del antes y con la mirada fija en la foto
del después. En esa configuración mental se produce la
primera deformación de la realidad. Siguiendo con el
paralelismo de las promesas en la estética: embellecemos
la foto del después con tanto Photoshop que nos situamos a
años luz de la realidad. Y esto en cualquier ámbito de la
vida, porque estamos hablando de inflar nuestras propias
metas, pero también generamos expectativas
distorsionadas acerca de lo que deberían lograr los demás o
de cómo deberían comportarse.
Y, del otro lado, ¡cómo duele que los otros depositen
expectativas distorsionadas sobre nosotros! Ejemplo real,
confesión personal: le cuentas a una persona muy cercana,
con toda la ilusión del mundo, lo muchísimo que has
avanzado en la redacción de este libro y lo contenta que
estás por haberle dado ya toda su forma y te responde:
«Con lo que tú eres, podrías haberlo hecho mucho más
rápido». Lo que podía haber sido un halago se convierte en
puñal, y basta un segundo para tener la moral por los
suelos. Seguro que te está viniendo a la mente más de un
ejemplo de este tipo.
¿Cómo hacemos para cambiar esto? ¿Cómo luchamos
contra el poder destructivo de las expectativas
desproporcionadas? ¿Cómo nos enfrentamos a un reto sin
que se convierta en un desafío que nos mina el ánimo?
¿Cómo sabemos si el objetivo es o no es oportuno?
• Evalúa tus fuerzas. Te conoces. Y si ya en el pasado has
detectado algún que otro defectillo que te cuesta doblegar,
no confíes en que por arte de magia esta vez sabrás
gestionarlo. No te exijas nada que ya sabes de antemano
que no puedes cumplir, no te pongas a prueba, pues eso no
supone más que un castigo gratuito. Resuelve primero el
defecto y plantéate el objetivo después.
• Valora la posibilidad de pedir más apoyo externo. Saber
cómo enfrentarnos a una tarea la hace más ligera y
reconfortante, y no siempre dominamos ese saber hacer. Sé
humilde y recurre a un experto, una mano amiga o a quien
sea necesario.
• Recuerda que todo proyecto se planifica contando con
una gran dosis de flexibilidad. Piensa, recurre de un modo
efectivo a la planificación inicial, no olvides que siempre
hemos de comprometernos a actualizarla en función de
todas las dificultades que puedan surgir, pues no podemos
anticiparlo todo (ni tampoco debemos). Ahora, de facto,
esos contratiempos están surgiendo, así que nada de lo que
sucede a tu alrededor debe desalentarte. Todo marcha
según lo previsto.
• Sopesa entre factores internos y factores externos. Es
decir, ajusta tu sistema de atribución. Ante cualquier
dificultad, plantéate si dependía de ti o del contexto, analiza
cómo repartes las proporciones entre responsabilidades
internas y responsabilidades externas. En función de lo
mucho o lo poco que esté en tu mano hacer deberás
reformular los tiempos, las formas o las herramientas a
emplear. Tan pernicioso es ser autocrítico en exceso («Toda
la culpa es siempre mía») como colocarte en una posición
egótica («Yo soy un genio y son los demás los que no saben
verlo y actuar en consecuencia»).
• Reevalúa tus metas a cada paso. Tú supervisas tu
proceso, y si verdaderamente has prescindido de la rigidez y
de la obcecación, entonces raro será que no tengas que
ajustar o moldear también el propio objetivo de manera que
siga siendo realista.
En definitiva, todo pasa por que, en lugar de instalarte
quejosamente en la frustración, la utilices para reajustar tus
expectativas. He aquí una fórmula muy útil para entender
este proceso y no desfallecer en el camino: ante la
sensación de fracaso, la decepción que sientes es igual a la
expectativa que habías depositado sobre el objetivo menos
la dosis de realidad que no hubieras tenido en cuenta.
Partiendo de esta base, escucha constructivamente a tu
decepción y mira a ver en qué momento del proceso debes
incluir un cambio.
La calidad del ajuste de tus expectativas predice también
la productividad de tus esfuerzos y la idoneidad de tus
comportamientos.

EL UNIVERSO DE LAS RELACIONES SOCIALES, FUENTE DE VIDA, PERO TAMBIÉN


DE TORMENTO: APRENDE A RELACIONARTE MÁS Y MEJOR

A nivel psicológico, el aislamiento representa un factor de


riesgo incuestionable. El factor de riesgo por excelencia
fuera del ámbito biológico, me atrevería a decir. El
aislamiento es causa, es mantenedor y es consecuencia de
numerosos problemas y trastornos psicológicos, entre ellos
la depresión de la que muy comúnmente se habla, pero que
a nivel clínico se convierte en una patología incapacitante.
El aislamiento representa una peligrosísima estrategia de
evitación defensiva, derivada del miedo, de la
desesperanza, del rechazo o de la indefensión generada de
un manejo disfuncional de las relaciones sociales. Mucho
antes de llegar a ese extremo, todos hemos tenido contacto
con el padecimiento cotidiano que se deriva de una mala
gestión de nuestras habilidades sociales.
Saberse relacionar o «relacionarse bien» es
tremendamente importante porque, como animales sociales
que somos, necesitamos de los demás a muchos niveles. Es
cierto que las personas nos provocan muchos de los
quebraderos de cabeza cotidianos, que los demás nos
generan algunos de los disgustos más gordos que jamás
habríamos imaginado, pero también son fuente insaciable
de refuerzos, de alegrías y de experiencias gratificantes que
nos devuelven una imagen más positiva del mundo y hasta
de nosotros mismos. Los demás conforman la más sólida
red de apoyo y protección con la que siempre podemos
contar.
Ya hace un siglo se le atribuye a Edward Thorndike,
honorable psicólogo y pedagogo, considerado el padre
antecesor de la psicología conductista, el estudio de las
consecuencias de la incompetencia social, de donde deriva
el concepto de «inteligencia social». La inteligencia social
hace referencia a la habilidad para relacionarse con los
demás desde el respeto, la autenticidad, la claridad, la
ausencia de objetivos espurios, la conciencia del entorno y
la empatía. Si uno quiere ser atendido, deberá saber
atender a los demás; si quiere ser considerado, tendrá que
poder poner en valor a los demás y si quiere no ser
ofendido, habrá de aprender a no ser imprudente o
inoportuno con los demás. El mensaje parece obvio, pero lo
obvio no siempre se aplica. Llevar a la práctica estas
premisas denota inteligencia social y requiere de un buen
manejo de las conductas asertivas. Ahora que hemos
ajustado nuestra autoestima y estamos dispuestos a
relacionarnos con el mundo más sanamente, veamos cómo
adquirir destreza en el empleo diario de la asertividad.

¿Cómo te posicionas frente a los demás? Del niño al


adulto: permítete crecer, moldea los roles que has
aprendido
¿Por qué tantas veces nos arrepentimos del modo en el
que hemos gestionado una situación determinada? ¿Por qué
pasa tan a menudo que te encuentras repasando tu
actuación en tu mente y te preguntas por qué narices no
has podido dar otra respuesta diferente de la que has dado?
Lo que proyectamos ante los demás tiene mucho que ver
con la forma en la que nos concebimos a nosotros mismos.
Por eso hemos buceado con tanta profundidad en tus
esquemas cognitivos en general y en el modo en el que te
piensas a ti mismo en particular. Hemos hablado también de
experiencias tempranas, de modelos de comportamiento y
de cómo aprendemos de ellos algunas formas de pensar
que, con el paso del tiempo, dejan de sernos útiles y nos
entorpecen más que ayudarnos.
También el modo en el que nos vinculamos con los otros
está plagado de reminiscencias del pasado. Sin darnos
cuenta, vamos perpetuando esos modelos porque seguimos
la estela de nuestros aprendizajes previos. Lo más
ilustrativo en este sentido es el modo en el que nos
vinculamos íntimamente a los demás. Tendemos a
reproducir los estilos de apego que un día caracterizaron
nuestro primer nexo con el mundo, desarrollamos patrones
de comportamiento en consonancia con la seguridad o la
inseguridad que las primeras relaciones de nuestra vida nos
proporcionaron, consideramos el mundo como un lugar
seguro u hostil en función de la naturaleza de ese primer
cordón umbilical que nos permitió descubrir el universo
social. Nos maridamos con los demás apoyándonos en esos
estilos, y cuanto más cercana es una relación, más obvia es
esta asociación. Por ello, a base de perpetuar un mismo
modelo de relación, nos instalamos en él. Si es un modelo
adaptativo estamos salvados, nuestra concepción sólida y
positiva del mundo se sigue perpetuando. Pero si
aprendimos a temer, a ser esquivos, a huir o a depender,
entonces con cada nuevo episodio, con cada nuevo vínculo,
aparecen las mismas dificultades y parece que siempre
llueve sobre mojado. Veamos qué podemos hacer para
intervenir sobre estas dinámicas de relación que un día
aprendimos, pero que ahora podemos moldear.
• ¿Cómo aprendiste a relacionarte? Ahora que tenemos
una línea de vida ya construida, desde tus primeras
experiencias más significativas hasta la actualidad,
podemos reconocernos en esos roles aprendidos, y quizá
incluso hasta podemos describir con detalle el modo en el
que los adquirimos. Después es cuando nos damos cuenta
de que, ahora que somos adultos, resulta que consciente o
inconscientemente seguimos rigiéndonos por las mismas
inercias y dinámicas de relación. Es un trabajo tan bonito,
pero también vasto e intenso, y requiere de mucha reflexión
y autoanálisis. Tómate tu tiempo. De momento aquí tienes
las bases para iniciarlo y un pequeño viaje en el tiempo
para concretarlo.
• ¿En qué momentos conectas con tu yo más vulnerable?
El miedo o la angustia son los mejores indicadores de la
aparición en escena de esa parte de ti que más chiquitita se
siente. Es la actuación de ese niño más inmaduro que sigue
apareciendo de manera inesperada para que luego te
enfades con él y le reproches por qué no reaccionó de otro
modo, por qué no supo reivindicarse con solvencia, por qué
no supo responder o por qué se impuso de esa manera que
hoy tanto rechazas.
• ¿Con qué otra parte de ti querrías haber conectado? ¿De
qué otro modo querrías haber podido gestionar? Sabes
cómo querrías haberlo hecho o qué querrías haber
conseguido, pero no te explicas por qué una y otra vez
sigues tropezando con la misma piedra. Te fijas a tu
alrededor y aprecias que otras personas sí saben hacerlo, te
preguntas cómo lo logran porque a ti el miedo te bloquea y
se apodera de tus palabras y de tus reacciones. Ya sea que
tú tengas muy claro lo que querrías que hubiera sucedido o
que tengas que recurrir a una figura externa como modelo,
lo importante es que ya has identificado el lugar hacia el
que dirigirte.
• Y ahora, confía en ti: ¿qué hace que hoy ya estés listo
para desprenderte de tus viejos patrones de vinculación? Ha
pasado mucho tiempo, ya no eres el mismo, ya no eres
pequeño, ya no necesitas las mismas cosas ni dependes de
las mismas personas. Has adquirido madurez y asumido
responsabilidades. Has aprendido por el camino muchísimo.
Ya no eres un niño. Te han pasado mil cosas, has atravesado
muchísimas experiencias y resuelto numerosos conflictos.
Has ensayado, has acertado, también te has equivocado, y
todo ello forma parte de una rica y valiosa historia de
aprendizaje. En lo académico o lo profesional, sabes
respetar las jerarquías y lidiar con quienes ocupan un
puesto de autoridad, pero en lo humano eres consciente de
que las relaciones sanas son de igual a igual. Nada te aleja
de un modelo de comportamiento que deseas, pero que
hasta ahora no has podido llevar a la práctica. Recupera
todas esas sensaciones en las que te has sentido pequeño,
dótate de las herramientas necesarias para gestionarlas de
forma diferente, en la dirección deseada, y deja de
recriminarte los mismos errores. Has adquirido multitud de
herramientas, pero también puedes pedir ayuda si es
necesario, porque los adultos y las personas seguras son las
que mejor saben pedir ayuda y eso sí que les hace más
resilientes. Si un patrón de apego sano con el mundo no
venía contigo «de serie», este recorrido emocional,
cognitivo y comportamental te permite adoptarlo.

Relaciónate de forma más sana: aprende a


comunicarte con asertividad
La asertividad reúne el conjunto de habilidades que son
necesarias para poder expresarse con autenticidad, sin
ofender ni ser ofendido, sin instrumentalizar a los demás ni
ser manipulado. De eso trata todo, ¿no? De poder decir lo
que uno siente o formular lo que uno piensa de modo
liberador pero respetuoso al mismo tiempo, de procurar la
satisfacción de nuestros objetivos sin llevarnos a nadie por
delante. Suena bien, ¿verdad? Cuando escribí mi primer
libro, un buen amigo lo leyó y resulta que descubrió este
concepto que hasta entonces desconocía, y me dio una
definición de la asertividad que es, sin duda, mi preferida, la
definición más ilustrativa: «¡La asertividad es la nueva
quinoa!», me dijo. Me pareció el símil perfecto: ese
superalimento que siempre había estado ahí, pero del que
no habíamos oído nunca hablar, hasta que llegó para
quedarse, tan completo y saludable que es bueno tanto
para personas con colesterol, como para niños o
embarazadas, diabéticos, deportistas, desde personas con
depresiones endógenas hasta aquellos en procesos de
adelgazamiento. Y eso es precisamente la asertividad: esa
habilidad que siempre procede utilizar, con la que nunca te
equivocas y a la que es casi imposible ponerle pegas. Con
todos los aminoácidos necesarios para garantizar la eficacia
de la comunicación y el equilibrio perfecto entre proteínas,
grasas y carbohidratos, que representa a su vez el equilibrio
perfecto entre respeto, posicionamiento y negociación.
Mira a tu alrededor e identifica un referente en esto de la
comunicación asertiva, siempre nos es útil disponer de un
modelo o una referencia. Reconocerás a esa persona por los
siguientes comportamientos: suele pedir lo que desea y, si
no lo obtiene, acepta un «no» por respuesta sin ofenderse;
también sabe decir «no» cuando le es imposible satisfacer
las peticiones de los demás; puede expresarte cómo se ha
sentido en una determinada situación, aunque esas
emociones las hubieras despertado tú mismo; sabe formular
una crítica y, cuando la recibe, la analiza, y en caso de
entender que debe hacerla suya trata de reconducir su
comportamiento; normalmente sabes por dónde viene
porque es claro, auténtico y coherente, y nunca tienes la
sensación de que te esté engañando o manipulando. ¿No
crees que esto te hace más atractivo? Te garantiza, al
menos, dormir con la conciencia tranquila y no entrar en
más disgustos que los necesarios.
Para entrenar la asertividad te propongo que, antes de
todo, tengas bien presente esa premisa de hacer tuyo lo
que es tuyo y dejar en el terreno del otro lo que es del otro.
Ya hemos aprendido a filtrar las respuestas de los demás en
función del lugar de donde procedan y de las formas con las
que hayan sido formuladas. Por eso, cuando tú eres asertivo
y obtienes una respuesta agresiva por parte de quien tienes
enfrente, recuerda que eso no tiene nada que ver contigo y
no es más que la ejemplificación de las dificultades del otro.
No te hagas responsable de la querencia que tienen algunas
personas a culpar al mensajero, cuando el mensajero eres
tú y has articulado tu mensaje de forma impoluta. Y, en
segundo lugar, te pido también que entrenes tus
aproximaciones asertivas antes con personas de confianza,
en la medida de lo posible, pues un entorno seguro te
permitirá integrar un nuevo estilo de comunicación con los
demás sin sentirte apabullado o amenazado.
Descubre los recursos que una comunicación asertiva
engloba y benefíciate de su utilidad. Son habilidades que
todos desearíamos poder manejar con soltura en el día a
día, pero que no siempre afloran de manera natural. Los
roles que hemos ocupado en el pasado, los modelos de los
cuales hemos aprendido, los aprendizajes implícitos que
llevamos en la mochila y las pequeñas o grandes
inseguridades que hasta ahora caracterizaban a nuestra
autoestima son los que nos impiden sacar el máximo
aprovechamiento a estas herramientas. Con todo lo que ya
has trabajado y este poquito más de entrenamiento, estás
ahora mucho más preparado para expresarte en coherencia
con lo que sientes y defender tus derechos siempre que sea
pertinente. Del entrenamiento en un estilo de comunicación
asertivo deducimos que:
• Puedes expresar tus opiniones sin tener que disculparte
por ello. No estás sentenciando como un juez ni ofendiendo
a nadie. Tienes derecho a decir en voz alta tu punto de
vista, aunque los demás no estén de acuerdo. Tan solo has
de tener presente que es «tu» enfoque y no «el» enfoque, y
por lo tanto velarás por que los demás escuchen y respeten
lo que tú crees, del mismo modo que tú les atiendes a ellos.
• Puedes expresar tus emociones y tus críticas. También
aquellas que, quizá, puedan resultar incómodas ante un
tercero. Explicarle a alguien cómo te ha hecho sentir tiene
un carácter reparador. Por muy doloroso que le sea
escucharte, es imprescindible que lo hagas para que no te
vuelva a dañar.
• Puedes formular peticiones o expresar tus deseos. Sin
imponerte ante nadie, simplemente haciendo explícito lo
que querrías, porque los demás no pueden leerte la mente y
si no conocen lo que quieres es absolutamente imposible
que lo satisfagan. Ahora bien, siempre cabe la posibilidad de
llevarte un «no» por respuesta.
• Puedes negarte a lo que los demás te pidan. Del mismo
modo que los demás también están legitimados para
decirte a ti que no. Nos cuesta negarnos a las peticiones de
los demás por miedo a su desaprobación, porque
entendemos que la complacencia nos garantiza su amable
mirada. No es así. Tu identidad, como la mía, se reivindica
tanto a través de los síes como a través de los noes, y estos
últimos son imprescindibles para dar valor a los primeros y
para no convertirnos en marionetas frustradas.
Ahora bien, la asertividad no solo implica libertad de
expresión y puesta de límites. Me he encontrado a más de
una persona que se ha venido arriba con esto de la
asertividad y la ha confundido con autoritarismo o
despotismo. Tan insano es un estilo de comunicación
agresivo, dictatorial e impositivo como una posición pasiva
y sumisa ante la vida. Nada de esto tiene sentido si, en
sintonía con todo lo que demandamos del entorno y con
todas las deferencias que esperamos de los demás,
nosotros no ponemos de nuestra parte de la siguiente
manera:
• Escuchando con atención y permitiendo espacios para la
comunicación emocional abierta.
• Respondiendo con flexibilidad y tolerancia.
• Criticando con respeto y recibiendo con humildad las
apreciaciones de los demás.
• Regulando nuestras emociones para no proyectarlas
sobre el otro de manera desproporcionada.
• Cumpliendo con las responsabilidades que hemos
asumido.
• Adoptando siempre una mirada considerada sobre los
demás, de igual a igual.
• Siendo honorables a la hora de reconocer nuestros
errores, y pidiendo disculpas por ellos.
• Expresando también las críticas positivas y la gratitud
ante el apoyo de los demás.
Seamos ejemplo en esto de darle a los otros lo que
queremos recibir de ellos. Sin caer en la sumisión ni adoptar
una posición vengativa. La asertividad bien ejecutada
contribuye a propiciar el entorno óptimo para que el resto
de las personas también se sientan escuchadas y más
seguras, para que puedan ser sinceras sin tener que recurrir
a estrategias más beligerantes.

Suelta lastres, aprende a perdonar: deshazte de la


culpa y del rencor para poder seguir hacia adelante
El orgullo inflado es uno de nuestros peores enemigos. Es
el que hace que se junte el hambre con las ganas de comer:
basta que nos hagan algo para que lo llevemos a un terreno
personal, con la piel demasiado fina, para encima luego no
ser capaces de pasar página de ninguna de las maneras. La
acumulación de agravios no resueltos o no perdonados
entorpece el mantenimiento de relaciones sociales
reconfortantes (algunas, incluso, las rompe para siempre) y
es una de las principales vías por las que se nos cuelan las
afrentas, las ofensas; esas que se transforman en puro
rencor, que se graban a fuego en el recuerdo, que nos dejan
malheridos y acaban condicionando nuestros pasos. No te
voy a negar que hay cosas que no se perdonan, y que hay
personas que se han aprovechado de nosotros o nos han
dañado de modo que se merecen un límite definitivo. Pero
la inmensa mayoría de los comportamientos que nos
ofenden tienen una segunda lectura desde un punto de
vista diferente del nuestro, y no perdonar no nos facilita
estar en paz con nosotros mismos, sino que nos condena a
revivir, por momentos, el dolor de una herida
permanentemente abierta.
Dejemos claras las bases, antes de nada, para saber de
qué estamos hablando con exactitud. Perdonar no es
olvidar, no es negar y no significa poner la otra mejilla. Lo
único que se olvida es la rabia o la sed de venganza.
Conceder un perdón implica transitar a través de un proceso
complejo, de aceptación, que lleva tiempo y esfuerzo
personal, pero que finalmente merece la pena, pues alivia el
sufrimiento asociado a la experiencia dolorosa. De no
hacerlo, es nuestro bienestar emocional el que está en
juego, no el de la persona que nos dañó. Porque mientras el
rencor sigue vivo le concedemos demasiado poder al otro, y
nos colocamos en una posición extrema y polarizada: la
posición del tú y el yo, la del ellos y el nosotros, la de los
malos y los buenos. De un modo u otro, el agravio no
perdonado deja a una parte de nosotros mismos anclada a
él. Así, cuando perdonamos, no nos reconciliamos
necesariamente con la otra persona —que también es una
posibilidad— sino que nos reconciliamos principalmente con
esa parte de nosotros mismos que había quedado casi
disociada. En el mejor de los casos, conseguimos incluso
que el perpetrador de nuestro dolor ponga en marcha lo que
sea necesario para enmendar su error, recuperar nuestra
confianza y desagraviarnos con gran descanso. Y, en el peor
de los casos, también salimos ganando, pues conseguimos
recomponernos, liberarnos del resentimiento, entender con
empatía y benevolencia qué fue lo que sucedió, dejamos de
sufrir y aprendemos de la experiencia.
Perdonar es difícil porque nos obliga a mirar de cerca
aquello que rechazamos y a revivir una experiencia
lastimosa. Es un proceso muy tremendo porque, aunque fue
otro el que nos hirió, nos expone ante la culpa y la
vergüenza de aquello que consentimos o de aquello que nos
dejamos hacer. Esas emociones tan difíciles de
experimentar son el motor del cambio, actúan como
transición hacia el perdón. Solo después de haber sido
plenamente conscientes de lo que sucedió y de sus
devastadoras consecuencias podemos respaldarnos en
otras relaciones para sentirnos comprendidos
y restablecer la confianza en los vínculos. Cierto es que si
no hay un perdón sincero el proceso se complica, pero
hemos de poder cerrarlo incluso sin la disculpa deseada,
pues a través del perdón conseguimos que eso que no
dejaba de doler sea visto con compasión hacia uno mismo y
podamos reponernos de manera transformadora, aunque
todo pase por poner distancia con respecto a alguien que un
día fue importante para nosotros.
Llegados a este punto, deberíamos ser ya mucho más
flexibles y, por eso, también más propensos a perdonar.
Porque la eliminación de pensamientos polarizados, la
inteligencia emocional y el ajuste de la autoestima son
clave para lograr que el modo en el que nos protegemos
frente al mundo sea saludable y no suponga crear a nuestro
alrededor una coraza de inquina que limita más de lo que
realmente nos escolta. Perdonar también es protegerse a
uno mismo. Si sientes que hay cosas que siguen escociendo
y no puedes perdonar, concédete un tiempo en el que
puedas realizar las siguientes tareas:
1. Identifica el daño y reconócelo. Es uno de los pasos
más difíciles, pero también más necesarios para superar la
barrera de la culpa y la vergüenza. Duele hurgar en la
herida, pero solo lo haces para sanarla: huir de la
experiencia únicamente la convierte en un monstruo que te
perseguirá aún más desafiante.
2. Rememora el pasado, cambiando el prisma, con una
mirada empática hacia ti mismo y hacia tus circunstancias
en el momento en el que todo sucedió. Lo que pasó, pasó. Y
pasó en un determinado contexto y en una determinada
situación, no vale juzgarte ahora desde la barrera.
3. Practica la escucha activa. Tan importante es identificar
y desarrollar los motivos de tu enfado como atender a los
argumentos que el otro tenga que esgrimir. Aunque duelan
o no estemos de acuerdo con ellos.
4. Identifica las implicaciones del resentimiento. Porque es
muy usual decir aquello de: «No lo perdono, pero no me
afecta», y en tu fuero interno sabes que la rabia y el rencor
te asestan, como mínimo, pequeñas puñaladas de vez en
cuando. La propia experiencia de odiar o de desear
venganza es en sí misma desagradable e infructuosa.
Reconoce cómo te limita esa animadversión para poder
evaluar su verdadero impacto.
5. Observa al otro en su totalidad. Con todos sus matices,
con sus defectos y, sobre todo con sus dificultades, que
también las tiene. Nunca sabremos a ciencia cierta si fue
maldad, egoísmo o torpeza lo que le condujo a obrar de
aquel modo, pero lo que sí puedes hacer es depositar sobre
él una mirada comprensiva. No se trata de justificar, sino de
recabar elementos de comprensión, aunque nunca
lleguemos a comprender por completo.
6. Destierra la personalización. «No es solo lo que me
hizo, es que lo que no me puedo creer es que precisamente
él fuera capaz de hacerme esto a mí». En línea con el punto
anterior, los demás se equivocan, son torpes y egoístas, y
no todo forma parte de un plan meditado para hacerte daño
a ti.
7. Recupera la confianza traicionada. A través de esa
persona que te dañó o a través de otras relaciones.
Cualquier vínculo emocional representa una importante
fuente de apoyo. Desde el rencor generalizamos el mal,
como si todo el mundo fuera capaz de hacernos lo mismo,
pero reconciliándonos con los demás y con el mundo
también lo hacemos con nosotros mismos.
8. Sé fiel a tus valores. Tus valores asientan tanto tu
identidad como tu robustez psicológica. ¿Estás orgulloso de
ser humilde, honesto, generoso, comprensivo o amoroso?
Pues es hora de poner en práctica todos esos valores, es
hora de entender que todos somos vulnerables, que todos
(o casi todos) merecemos algo de comprensión,
necesitamos afecto y tenemos derecho a equivocarnos sin
que los demás nos machaquen por ello.
9. No esperes nada a cambio. Del mismo modo que
cuando pedimos perdón no podemos esperar que el otro
acceda, cuando somos nosotros los que iniciamos el proceso
sanador y purificador de perdonar tampoco podemos
esperar que el otro cambie o acepte unas determinadas
condiciones. Recuerda que ese perdón sincero repercute
positivamente sobre tu equilibrio emocional, pero no moldea
la conciencia de quien es perdonado.

Aprende a discutir (que no es sinónimo de pelear)


¿Cuidar de una relación discutiendo? Sí, discutir es
necesario y a discutir también se aprende. Tiemblo cuando
una pareja viene a consulta y en lo único en lo que ambos
están de acuerdo es en que no discuten nunca. En ese
momento, ya tengo clara, al menos, una línea de
intervención. Toda relación interpersonal requiere de
ajustes, peticiones y puestas de límites, pero muy
especialmente en la pareja es donde más relevancia cobra
el manejo de las habilidades necesarias para ello. Todo en
pareja es ajuste, renuncia, negociación y acuerdo.
El problema es que creemos, de un modo erróneo, que
discutir es pelear, dañarse y perder los papeles. Es verdad
que hay gente muy faltona, que enseguida tira del
menosprecio, pero ya hemos aprendido a tomar distancia de
determinados mensajes en función de la intencionalidad con
la que han sido pronunciados.
Discutir es complejo porque requiere de habilidades de
escucha, de flexibilidad cognitiva y de capacidad para la
autocontención. En resumidas cuentas, una buena discusión
entre dos adultos es un intercambio maduro de pareceres,
opiniones y argumentos fundamentados. El objetivo de la
discusión en el ámbito interpersonal, en una relación de
igual a igual, rara vez es el de convencer —este no es más
que otro error típico que tendemos a cometer—, sino que lo
que se persigue es expresar y sentirse escuchado,
compartir puntos de vista, reconducir las dificultades que se
hayan detectado y alcanzar acuerdos equilibrados. Discutir
bien no solo denota una gran calidad humana, por cuanto
tiene de humildad, de respeto y de manejo de un sinfín de
habilidades dialécticas y emocionales, sino que además
supone un ejercicio de plasticidad mental tan enriquecedor
que no tiene parangón. No en vano, en algunos sistemas
académicos, como es el caso del sistema francés o en
algunos modelos anglosajones, se enseña a los alumnos a
discutir desde los ocho o nueve años, acerca de cualquier
asunto de actualidad, con el fin de que adquieran
habilidades sociales, una mejor regulación emocional,
agilidad en los procesos cognitivos, capacidad de
razonamiento, herramientas dialécticas y herramientas
metódicas para la expresión oral y escrita.
En el plano estrictamente afectivo, además, sabemos que
existe una interesantísima relación entre el equilibrio
emocional y la capacidad para gestionar adecuadamente el
conflicto y la negociación. Es obvio que las emociones más
espontáneas e incontroladas afectan al desarrollo de la
discusión —de ahí la importancia de la asertividad y la
autorregulación—, pero, en un segundo momento, una
discusión bien manejada conduce a la resolución de un
conflicto y contribuye a reforzar nuestra autoestima por
diversas vías: en el contexto de la discusión aceptamos
nuestros errores sin sentirnos atacados, asumimos
responsabilidades, y sale reforzada nuestra sensación de
competencia y de autoeficacia. También, y esto no es cosa
menor, consolidamos nuestra confianza en los demás y nos
otorgamos un plus de satisfacción.
Así, una discusión bien resuelta, sin que ello signifique
ganar y sabiendo que en ambos lados existirán renuncias
para promover una ganancia conjunta y compartida más
potente para los dos, sigue un recorrido semejante a este
que te describo a continuación. Algunos pasos pueden
variar, pero la mayor parte de ellos han de ir
secuenciándose y, si es necesario, repitiéndose o
enfatizándose en función de las circunstancias:
1. Recalca aspectos positivos del comportamiento del
otro. Recuerda que se discute en pro de una solución, luego
lo que se persiguen son acuerdos y no dar al traste con la
relación. Algunos pacientes me han preguntado si este
puede ser un intento de manipulación y hemos concluido
juntos que no, al contrario: es más bien una declaración de
buenas intenciones y una forma de poner en valor el vínculo
que tenemos con esa otra persona y todo lo que nos aporta.
De ahí que sea relevante abordar este conflicto concreto.
2. Sé específico (y breve) en la definición del problema.
Hay algo determinado que es lo que quieres explicar que te
molesta, que te perjudica o que te ofende. Y de eso vas a
hablar. Abordamos un problema concreto y no
aprovechamos la ocasión para reprochar también aquello
que esta persona te hizo en 1999. Por eso no vas a
generalizar, juzgar o catalogar al otro en su totalidad. No
vas a hablar de lo que el otro es, sino de lo que el otro ha
hecho y que le pides que haga en modo alternativo. De ahí
que no utilices etiquetas ofensivas ni conviene tampoco que
te extiendas en exceso una vez la idea ha quedado clara. No
se trata de machacar al otro ni quieres hacer leña del árbol
caído.
3. Expresa tus sentimientos al respecto. Porque ese es el
núcleo de todo, lo que justifica tu esfuerzo por abordar este
tema, a pesar de que pueda ser inicialmente dificultoso
para los dos. No le atribuyes intencionalidad en sus actos,
pero sí vienes a explicarle al otro el impacto emocional que
su comportamiento ha tenido sobre ti.
4. Admite una parte de responsabilidad. No tienes la culpa
de que te hieran o de que te fastidien, pero quizá puedes
haber sido excesivamente permisivo, quizá has pecado de
cauto a la hora de dar por sentadas algunas premisas que
no llegaste a verbalizar. O quizá no has jugado ningún papel
en esto, pero, en ese caso, sí puedes formar parte de la
solución y pasar a ocupar un papel más activo a partir de
ahora. De hecho, si te fijas, ya lo estás haciendo: estás
conduciendo esta confrontación.
5. No hagas inferencias a partir de las conductas del otro.
Es decir, sé lo más neutro posible, procura no extraer
conclusiones precipitadas. No infieras lo que no puedes ver,
no formules hipótesis indemostrables acerca de las causas o
las finalidades de lo sucedido. Si estás aquí delante de esta
persona para tratar de enderezar la situación es porque no
consideras que haya actuado con maldad, premeditación y
alevosía. No des por sentado lo que solo parece ser, y
permite que sea el otro quien explique por qué obró de tal
modo.
6. No hagas imitaciones o burlas, no utilices la ironía. Este
no es un buen momento para el dramatismo, el humor o la
puesta en escena. Ese tipo de comentarios o actitudes son
profundamente ofensivos, pueden ser entendidos como una
forma de humillación y tienen el poder de hacer que todo
salte por los aires en un abrir y cerrar de ojos. Si el otro está
mostrando la suficiente humildad como para escuchar, no
se lo pongas más difícil. Puedes permitirte, eso sí, citar
algún comentario específico que recuerdes con literalidad y
que sea relevante, pero solo a modo de paráfrasis
explicativa.
7. Sé proactivo y mira hacia el futuro. Estás procurando
resolver, luego deja el tono negativista a un lado. La actitud
no es la de «Esto es algo imperdonable con lo que tendré
que vivir el resto de mis días», sino más bien algo así como
«Veamos de qué manera podemos sentar las bases
necesarias para que esto no vuelva a ocurrir en estos
términos».
8. Céntrate en buscar soluciones. Y permite que el otro las
genere también. Haz propuestas en términos neutros,
objetivos y descriptivos. Verbaliza tu expectativa y ajústala
a la de la persona que tienes enfrente. Definid el cuándo, el
cómo, el dónde y todos y cada uno de los parámetros que
deban ser concretados. Si se están enmendando errores
pasados aquí no escatimamos en esfuerzos para evitar
malentendidos, y se han de poner sobre la mesa todas las
piezas del puzle.
9. Finaliza con un compromiso mutuo. Ofrece ayuda y
acepta la ayuda que te brinden. Aquí hemos de velar por ser
resolutivos y no sacar nuestro orgullo herido a pasear.
Comprométete y obtén un compromiso de cambio, acabad
con la certeza de que las propuestas de solución
consensuadas serán palpables en la práctica. La forma de
sellar el acuerdo ya corre de vuestra cuenta, pero el abrazo
es preferible antes que el apretón de manos y el apretón de
manos es preferible antes que la nula demostración de
afecto y compromiso.

APRENDE A TOMAR DECISIONES


La dificultad para tomar decisiones es un denominador
común en el padecimiento de una inmensa cantidad de
problemas psicológicos. Es un avisador al comienzo de
experimentar dificultades y malestares, y después también
los mantiene. La capacidad para decidir acerca de las
cuestiones que nos afectan, desde las más pequeñas hasta
las más trascendentales, es el soporte en el que se ancla
nuestra autonomía y, por lo tanto, representa también el
vehículo para la obtención de nuestras recompensas. No
podemos prescindir del poder de decidir, pues estaremos
quedando a la deriva, a expensas de un supuesto destino
incontrolable.
Si te fijas en el recorrido que hemos seguido hasta el
momento, muchas de las herramientas que hemos
entrenado confluyen en este mismo punto, el de la toma de
decisiones. Escuchar lo que nuestras emociones quieren
indicarnos, adoptar una visión racional de todo lo que
acontece a nuestro alrededor y resolver conflictos son
procesos complejos que, una vez dominados, se concretan
en la ejecución, en la adopción de comportamientos y
actitudes orientados a influir directamente en nuestro
propio devenir. Eso significa decidir, avanzar, ponernos en
marcha, rumbo a una nueva dirección.
¡Menuda capacidad de análisis has desarrollado! Hemos
aprendido a pulir muchos de los procesos automáticos con
los que hasta el momento veníamos funcionando. Con ello
hemos hecho aflorar la misma cantidad de dificultades que
a la vez hemos resuelto. Y ahora que seguimos en faena,
qué mejor momento que este para movilizar recursos en el
sentido deseado, para desbloquear posiciones. ¿Cómo se
hace? A estas alturas de la película, para ti no hay nada
nuevo bajo el sol. Verás que para todo esto ya estás
preparado, solo tienes que unificar algunas de las
herramientas que has ido adquiriendo de manera
independiente en un mismo proceso, liderado por ti. En el
proceso de toma de decisiones intervienen la autoestima, la
autoconfianza, las estrategias de afrontamiento, las
habilidades de solución de conflictos, la capacidad para
regular emociones y la flexibilidad de tus estilos de
pensamiento. ¿No te suena todo esto ya muy familiar?
Ahora solo te falta lo siguiente:
1. Explicita el tipo de decisión a tomar, en función de los
problemas a los que te enfrentas y en función también de
cuáles son tus direcciones valiosas, hacia dónde quieres
acercarte. Recuerda que todos los días tomas muchas
decisiones, pero aquí nos centramos en aquellas que
arrastras sin haber alcanzado ningún tipo de claridad o de
compromiso.
2. Haz un listado con todas las alternativas posibles.
Lluvia de ideas sin valoración subjetiva alguna. Dale rienda
suelta a la imaginación y busca en todas las fuentes de
información que tengas disponibles.
3. Valora cada alternativa. Puntúalas en algunas
categorías básicas como viabilidad, repercusión, esfuerzo
requerido, potencial beneficio, pertinencia, etc. Puedes
ajustar estas categorías en función del tipo de decisión al
que te enfrentes.
4. Selecciona las alternativas que salgan mejor paradas,
las que mejor puntuación hayan tenido. No elijas solamente
una, porque los imprevistos están a la orden del día y
porque se aceptan posibles combinaciones entre distintas
alternativas. En última instancia, sí habrás de apostar por
una opción, pero sabiendo que la decisión es revisable.
5. Establece un plan de acción. Con una secuenciación de
acciones, unos plazos estimados, la solicitud de los apoyos
necesarios…
6. Evalúa y revisa el proceso tantas veces como sea
necesario. Eso sí, sin ser impulsivo. Permitiendo un tiempo
prudencial para la supervisión de los resultados y la
valoración de tus niveles de satisfacción. Después de la
intensidad del cambio, es preciso dejar un tiempo de
meseta para ver cómo transcurren las cosas. Y cómo de
adaptativo o desadaptativo nos ha resultado el cambio.
Si la idea de decidir te sigue pesando y el proceso te sigue
asustando ten en cuenta que no decidir también es una
forma de decisión. No decidir implica que escoges lo que
tienes, con todas sus consecuencias, y a pesar de que
pueda no gustarte o no servirte a medio o largo plazo.
Tomar decisiones es sinónimo de independencia y de
oportunidad. Pase lo que pase, incluso si te equivocas,
siempre puedes seguir confiando en ti para seguir
gestionando, para volver a decidir. Lo que hoy te es válido
puede dejar de serlo en el futuro, y no por ello te habrás
equivocado.

LA ÓPTIMA GESTIÓN DE UNA CRISIS O CÓMO VISLUMBRAR UNA MÍNIMA


OPORTUNIDAD

En tiempos de pandemia, cómo aprender a sacar


partido a los cambios
Mira que no me gusta hablar al aire (o «hablar al pedo»,
como dicen los argentinos, que, por cierto, es una expresión
mucho más ilustrativa de lo que quiero plantearte) y por ello
me cuesta mucho pronunciar ese tipo de frases vacías que
sabemos que son ciertas, pero cuyo significado y aplicación
práctica no acabamos de encontrar. Por eso tiendo a
desconfiar de quien se limita a lanzar consignas del tipo:
«No permitas que el mundo te limite» o «Has de convertir la
crisis en oportunidad». Vaya por delante que entiendo que
son mensajes efectivamente deseables, pero después de
decirme eso no te puedes quedar ahí, ¡espero que me
traduzcas tan grandilocuente afirmación de modo que me
des al menos una mínima guía acerca de cómo lograrlo! Si
no lo he conseguido, será porque no he sabido cómo
hacerlo, no porque no tenga claro que la idea, en sí misma,
es más que atractiva.
Por ese motivo, no he querido abordar esta cuestión de la
crisis y la oportunidad hasta casi el final de nuestro
recorrido, hasta que no he tenido claro que había
encontrado el mejor ejemplo posible para esclarecer este
punto. Y creo que lo tengo. Veamos si así es.
¿Qué te evoca el término «pandemia»? Yo lo tengo claro,
creo que todos lo tenemos claro. Incertidumbre, tristeza,
restricciones, hartazgo, desmotivación, miedo al contagio,
miedo a la enfermedad, miedo a la muerte, pérdidas
evitables, duelos complicados, miedo al futuro,
inestabilidad, pérdida de empleo, dificultades económicas,
ansiedad, depresión, desesperanza, frustración,
desmotivación, indefensión, desconcierto… Esto es así, lo
queramos o no, por muchos esfuerzos que hayamos hecho
por tratar de evitarlo, y con independencia de que hayamos
sobrevivido mejor o peor a esta hecatombe mundial. Porque
el sufrimiento propio es innegable, pero el sufrimiento ajeno
tampoco nos deja indiferentes. Coronavirus, pandemia,
2020 y crisis son, por desgracia, términos que quedarán
acuñados a fuego en un mismo recuerdo, para millones de
personas, de muy diversas generaciones, en diferentes
puntos del globo terráqueo, y por muchos años venideros.
Durante los meses de duro confinamiento, durante las
semanas de aislamiento (de las que ya nunca nos
sentiremos definitivamente exentos), y durante el devenir
de acontecimientos dramáticos asociados a la pérdida —en
sentido amplio, pues nos hemos tenido que exponer, a la
fuerza, a todo tipo de pérdidas—, a la incertidumbre y a la
frustración de expectativas, son muchas las personas que
se han sentido desarmadas frente
a esa superficial exigencia de la que antes te hablaba.
Escuchaban eso de: «Aprovecha la crisis para reinventarte y
tómalo como una oportunidad para el cambio», y sentían
una punzada en el corazón porque lo que realmente les
llegaba a las entrañas era más bien esto otro: «Ahora,
cuando más perdido y desconcertado te encuentras, cuando
más ayuda externa necesitas, resulta que tienes que luchar
contra molinos de viento y resolver lo que a nivel mundial
nadie ha sido capaz de atajar; y todo ello, además, sin
reconocer ningún tipo de fragilidad emocional y sin poderte
sentir demasiado apenado porque, a fin de cuentas, siempre
hay alguien a quien esto le ha sacudido de peor manera que
a ti, así que ni te atrevas a quejarte porque eso es hacerse
la víctima y ahí fuera hay personas que sufren más que tú».
¡Toma ya! Así se traduce esto en términos realistas, pues en
determinados contextos personales no es de extrañar que
todas esas consignas buenistas sienten a cuerno quemado.
¿Qué significa, entonces, eso de aprovechar las
oportunidades y aprender de los cambios? A nivel
psicológico, podemos encontrarle un sentido mucho más
humano, más pragmático y, sobre todo, más eficaz y
motivador. Partamos de la base de que la desterramos la
exigencia y la obligatoriedad de ser felices y exitosos. Solo
con eso nos hemos liberado de un buen lastre.
Permitámonos identificar el estado de turbación en el que
nos encontramos y démonos un tiempo de adaptación para
integrar qué es lo que está pasando a nuestro alrededor y
calibrar las adversidades a las que nos enfrentamos. Solo
después estaremos en disposición de aprender.
Continuemos con el ejemplo de la fatal pandemia. ¡Cómo
cuesta hacer una relectura positiva de tan desgraciada
sucesión de reveses! Más aún cuando se nos niega la
posibilidad de padecer, ¡y vaya si hemos padecido! Hemos
lidiado con duelos, pérdidas, renuncias y limitaciones. Nos
hemos sentido hastiados y desesperados mientras nos
privábamos de todo lo que antes nos reconfortaba, sin saber
siquiera si tanta abdicación iba a servir de algo o
simplemente cavábamos nuestro propio sepulcro emocional.
Y, sin embargo, hasta en esta atípica y compleja coyuntura,
y tras el pertinente proceso adaptativo, la resiliencia que
caracteriza al ser humano nos permite hacer lecturas
pedagógicas: a eso sí que podemos llamarle «sacar partido
a los cambios». Hacer del cambio y de la crisis oportunidad
no significa negar el vértigo o el drama que los
cambalaches de la vida llevan asociados; supone atender a
nuestras emociones para poder darles una respuesta
mínimamente tranquilizadora.
¿Qué lectura constructiva cabe hacer de tan
desasosegante experiencia? La realidad es que sí hemos
salido todos fortalecidos. Pero no por el mero hecho de
haber tenido que saltar tantas barreras. Hemos salido
fortalecidos porque todas y cada una de las siguientes
afirmaciones son ciertas y, de un modo u otro, todos
podemos hacerlas nuestras, y porque entonces todas y cada
una de las siguientes lecciones ya forman parte de nuestra
mochila de recursos:
• Hemos testado nuestras estrategias de afrontamiento y
las hemos enriquecido: sin ir más lejos, hemos sido más
capaces que nunca de expresar nuestras emociones, de
buscar el consuelo de los nuestros y de pedir ayuda.
• Nos hemos enfrentado a un duro aislamiento que jamás
habríamos sido capaces de concebir, y al término del mismo
nos hemos sorprendido al ver que hemos sido capaces de
atravesarlo con dignidad.
• Hemos lidiado con multitud de amenazas y miedos de
manera simultánea, y aunque nos lo han puesto difícil
hemos sabido gestionarlos todos.
• Hemos tenido que convivir con la más absoluta
incertidumbre, y hemos sabido focalizar todas nuestras
energías en el hoy, sin saber qué sucedería mañana.
• Nos han obligado a lidiar con los duelos más
complicados e injustos; y aunque aún seguimos recolocando
las ausencias como buenamente podemos, lo cierto es que
continuamos mirando a la vida de frente.
• Nos hemos sentido desprotegidos, y hemos tenido que
aprender a sostenernos a nosotros mismos y a los nuestros
a base de afecto.
• Nos han bombardeado con fuentes de estrés, y hemos
aprendido, a marchas forzadas, a separar unos pro-blemas
de otros y tratar de abordarlos cada uno a su tiempo.
• Nos han privado de los estímulos más básicos, esos a
los que nunca pensamos que tuviéramos que renunciar, y
hemos aguzado el ingenio para mantenernos activos y
acercarnos telemáticamente a todo lo que presencialmente
no estaba permitido.
• ¿Recuerdas cuando reflexionábamos hace unas cuantas
páginas acerca de los miedos condicionados? También los
periodos de confinamiento, las precauciones restrictivas en
relación a numerosas actividades y la intensidad de la
angustia que se ha experimentado han promovido la rápida
asociación de ideas y el veloz condicionamiento de nuevas
situaciones amenazantes. Desde mediados de 2020 no
hacemos más que emplear recursos de afrontamiento para
superarlos.
En fin, no me atrevería yo a decir que de toda crisis o de
todo cambio son extrapolables oportunidades, pero de lo
que sí estoy segura es de que hemos aprendido que el
verdadero reto no es evitar la crisis, sino gestionarla de la
manera más constructiva posible. Si tan solo hemos sacado
esto en claro de ese terrible año 2020, cuando lo imprevisto
nos sacudió y lo cambió todo, entonces ya hemos
demostrado más robustez psicológica y capaz de gestión de
la que jamás pensábamos que pudiéramos llegar a tener.

ACTÍVATE… Y DISFRUTA
Aprende a reforzarte con los pequeños placeres de la
vida
En los años ochenta, un equipo de psicólogos elaboró una
interesante herramienta que brilla tanto por su eficacia
como por su sencillez. Desarrollaron un listado de
trescientas actividades que resultaban ser potencialmente
gratificantes para el ser humano, de modo que el psicólogo
dispusiera de una herramienta muy concreta tanto para
evaluar los niveles de actividad de sus pacientes (con
síntomas de naturaleza eminentemente depresiva) como
para hacer propuestas tangibles de tareas para estimular el
día a día de esas mismas personas o de cualquier paciente.
En terapia, con personas que se han sentido tristes,
apáticas y desmotivadas, y que, por consiguiente, han
dejado de hacer algunas de las muchas cosas que antes les
reconfortaban o que han ido reduciendo sus intereses y
restringiendo sus movimientos en la vida, una vez ya se ha
realizado un trabajo más exhaustivo a nivel de sistemas de
creencias, interpretaciones y emociones (exactamente igual
que el proceso por el que juntos ya hemos transitado), es
siempre útil hacer la transición hacia una fase en la que la
persona al fin toma conciencia de las limitaciones cotidianas
que tenía en sus diferentes áreas de vida, y se pasa a
proponer la introducción de determinadas actividades
agradables en el día a día. La finalidad es motivadora pero
no solo: la activación conductual también nos reconcilia con
la vida.
Como muchas otras herramientas terapéuticas de fácil
aplicación, el resultado se nos hace más obvio en tanto en
cuanto se nos sirve ya en bandeja de plata; pero lo cierto es
que detrás de toda esta propuesta de actividades se
esconden años de investigaciones y análisis estadísticos. Se
sabe que todas ellas son potencialmente reforzantes para el
ser humano por el mero hecho de serlo, y se han estudiado
y comprobado los efectos satisfactorios de esas actividades
en la salud mental de las personas.
Veamos, de entre todas esas actividades que
comúnmente pueden sernos gratificantes y pueden
contribuir a que la valoración que hacemos de nuestra vida
sea mejor, cuáles puedes introducir en tu día a día. Para
actualizar y modernizar esta herramienta a los tiempos que
corren, y enriqueciéndola con todas las observaciones que
he podido hacer en consulta con mis pacientes a lo largo de
los años, he adaptado el contenido de la herramienta
original y estas son algunas de las propuestas que me
permito hacerte. Fíjate en cuáles son los momentos en los
que más necesitas un pequeño empujón anímico, y busca la
forma de cuidarte en función de las actividades que mejor
se adapten a tus intereses:
¿Qué me dices? ¿De verdad no hay nada al alcance de tu
mano para poder sentirte un poquito mejor? Ni siquiera hay
que gastar dinero en la mayor parte de las propuestas que
te he hecho. ¡Adelante! Comprométete con un día a día
¡Adelante! Comprométete con un día a día en el que
siempre puedas ser dueño de un mínimo de tiempo para ti,
una pequeña parcela invertida en ti en exclusiva o
compartida, una ocasión dedicada a la conexión con tus
emociones o al desarrollo de una actividad de esas que, al
final del día, te alegras de haber realizado.

NO RENUNCIES AL AMOR
El amor es, sin lugar a duda, el mejor broche final con el
que considero que podemos despedirnos de este profundo
viaje. No conozco mejor sensación que la de amar y sentirse
amado. El amor es seguridad, es confort, es antídoto, es
inspiración y es felicidad. Sentimos amor hacia otros, hacia
nosotros mismos, hacia quienes se marcharon, y ante todo
lo que nos ancla a la vida y nos reconcilia con el mundo. El
amor también es pasión y, como tal, puede esconder
muchas formas de perversión. Pero me refiero aquí al amor
más puro y desinteresado, ese que es AMOR con
mayúsculas, que no es caprichoso y volátil como lo es, por
ejemplo, el enamoramiento. Por lo tanto, en su sentido más
amplio, también cabe el amor por la vida, por nuestras
mascotas, por la naturaleza, por el trabajo, por nuestras
aficiones, por nuestros ideales y por nuestros recuerdos.
El amor es el más sólido de los pegamentos y garantiza
uniones íntimas y vínculos seguros. Vivimos empeñados en
encontrar la fórmula de la felicidad, sin llegar a estar muy
seguros de lo que significa ni de lo que perseguimos de
verdad, y resulta que la fórmula está delante de nuestras
narices. Lo que pasa es que no es mágica, no se prescribe
en píldoras y conlleva numerosos esfuerzos y renuncias. El
amor también se trabaja, pues desde una autoestima herida
se denomina amor a lo que realmente es necesidad. El amor
pasa por trabajarse a uno mismo, como tú acabas de hacer,
y después pasa por buscar la reciprocidad y el cuidado
mutuo, por lo que mantenerlo vivo supone no dejar de
esforzarse ni un solo día. Ya lo hemos visto, todo lo que
merece la pena conlleva un recorrido y una gran inversión.
Terminamos este viaje con el amor porque queremos
desterrar el miedo a amar. El miedo a amar por ser dañado,
engañado o traicionado. El riesgo cero no existe, tampoco
en el terreno de las pasiones. Un amigo puede
decepcionarnos, una pareja puede ser desleal y hasta un
conjunto de ideas puede generar un dolorosísimo desánimo.
Pero blindarse ante las emociones no es la solución. Ya lo
hemos visto antes: si esa no es la solución para los
problemas, ni para las emociones incómodas, no tiene
sentido que tampoco lo sea para las experiencias
gratificantes que hacen que todo valga la pena. Se sabe
mucho del poder sanador del amor, y se ha demostrado
incluso a nivel científico que los vínculos afectivos sanos y
seguros nos protegen del desarrollo de determinadas
enfermedades y hasta retrasan el inicio del envejecimiento
cerebral, como se sabe también que la calidad de nuestras
relaciones íntimas (es decir, la calidad de nuestros vínculos
de amor) correlaciona directamente con nuestros niveles de
satisfacción con la vida. Si el aislamiento y, por ende, la
soledad, representaban uno de los mayores factores de
riesgo a nivel psiquiátrico y psicológico, no es extraño
considerar que, en contraposición, el amor representa uno
de los mejores factores de protección y base imprescindible
para cultivar la resiliencia.
Es difícil leer estas palabras y sentir un mínimo de
motivación cuando la vida te ha sacudido con más de un
desengaño. Te digo que nunca es tarde para el amor, para
recuperarlo y forjarlo, y me puedes responder que sí, que la
frase es muy bonita, pero que por un oído te entra y por el
otro te sale. Por eso no quiero convencerte de nada, te
propongo en cambio que te persuadas por ti mismo, que
incluyas algunos pequeños cambios en tus actitudes ante la
vida, y reflexiones después acerca de sus consecuencias.
Porque no son consejos lo que voy a darte, sino elementos
específicos que han demostrado ser eficaces en cualquier
proceso de sanación y de reconciliación con la vida.
Hasta sentir amor depende de nosotros, porque no es
cierto que el amor nos encuentre, lo que sucede es que
podemos aprender a aprovechar las ocasiones idóneas para
cultivarlo. Y esas ocasiones se presentan cuando nosotros
mostramos las siguientes actitudes.

• Amabilidad y agradecimiento. Sé amable y agradecido.


Siempre que puedas, procura ser amable. No pierdas la
oportunidad de agradecer. La gratitud nos hace más felices.
Nuevamente no lo digo yo, sino la neurociencia. Hay
evidencias de que la práctica constante de la gratitud
estimula la secreción de hormonas asociadas al bienestar y
hasta contribuye a tener una mejor salud física, y no solo
psicológica. Parece que las personas que integran la
gratitud como filosofía de vida son menos vulnerables frente
al padecimiento de problemas ansioso-depresivos, incluso
duermen mejor y exhiben una autoestima más sana.
Además, tenemos siempre la crítica en la punta de la
lengua, pero ¿qué hay del halago? Prueba a pronunciarlos
más a menudo y notarás rápidamente las consecuencias.
• Generosidad. Procura compartir. Compartir es vivir, que
se suele decir, pero anda que no cuesta ponerlo en práctica.
Hablamos de compartir en todas sus acepciones. Compartir
tus emociones facilita la explosión de las emociones
positivas al tiempo que atenúa el impacto del dolor y de
todas las emociones que no se reciben precisamente con los
brazos abiertos. Del mismo modo que compartir en el
sentido más material, en el sentido de la generosidad o el
altruismo, también correlaciona con una mayor activación
de las áreas cerebrales involucradas en la experimentación
de bienestar. En el polo opuesto, no tienes más que fijarte
en personas egoístas, cicateras y tacañas. ¿Qué sensación
te suscitan? ¿Acaso no viven pendientes de preocupaciones
fútiles? ¿No son esclavos de sus propias limitaciones? Si la
neurociencia no te convence, fíate de tu ojo observador. La
generosidad, en cambio, armoniza tus relaciones, facilita la
empatía y despierta la reciprocidad de los demás.
• Curiosidad e interés. Mostrar interés por los demás, por
lo que nos rodea, por aprender… Muchas personas se
quejan con desidia de sus rutinas y cierto es que muchas de
las cosas que hacemos cada día son tan desagradables
como necesarias; pero no por ello debemos olvidar que hay
un tiempo que es solo nuestro, que somos dueños de
nuestros actos (ahora sí, ¿recuerdas?) y que cómo yo me
dispongo a explorar el mundo que me rodea es lo único que
me aleja de la monotonía y de la pasividad, y me
proporciona una sanadora sensación de trascendencia
frente al paso inexorable del tiempo. Condúcete con
curiosidad, escucha con atención, fascínate con la belleza
del primer pájaro que sobrevuele tu cabeza… Y siempre
habrá algo que descubrir frente a esa desagradable
sensación de que ya lo has visto todo.
• Sociabilidad. Recurre al apoyo externo, comunícate,
relaciónate. No me cansaré de repetirlo. Los demás
representan el cordón umbilical que más nos nutre. Son
nuestra red de apoyo social y el tejido productivo de
nuestras emociones más gratificantes. También recurrir a
ellos implica utilizar una de las estrategias de afrontamiento
más útiles de todas las que existen y hemos tenido ocasión
de repasar juntos. Reconciliarse con el mundo pasa por
compartir nuestra vida con los demás, por cuidar
activamente de nuestras relaciones sociales, para gozar de
su colaboración, de su compañía y también de su ayuda.
5.
PRÓXIMA ESTACIÓN: ESPERANZA, FINAL
DEL TRAYECTO

¿CON QUÉ RECUERDOS Y APRENDIZAJES TE QUEDAS DE TODO ESTE VIAJE?


Todas las experiencias de vida quedan grabadas, de un
modo u otro, en nuestra mente. Y cuantos más accesos
mentales o claves de recuperación seamos capaces de crear
para rememorarlas, más rápido lograremos llegar a ellas y
más útiles nos resultarán todas las lecciones aprendidas. A
mí me ayuda especialmente plasmar todo proceso de
aprendizaje en un papel, de la manera más gráfica o
esquemática posible, darle forma de modo que quede un
diagrama evocador de todo aquello que me puede ser útil,
de todo aquello de lo que no me quiero olvidar o a lo que
quiero poder recurrir con rapidez. Me lo enseñaron en el
cole, en el instituto. Desde muy pequeña aprendí que esa
era una muy buena estrategia para gestionar todo tipo de
situaciones: disponer de claves rápidas de recuperación de
la información, para poder utilizarla convenientemente. Y,
en efecto, ha resultado ser una estrategia tremendamente
útil a lo largo de toda la vida: para aprobar exámenes, para
impartir clases, para tomar decisiones, para preparar mis
sesiones de terapia, para dar un discurso, etc. También lo he
integrado en sesión como técnica final para tomar
conciencia y dejar constancia de todo lo trabajado a lo largo
del proceso terapéutico seguido en la consulta. A mis
pacientes, de hecho, les suele encantar. Supone un
magnífico cierre para una sesión de alta: toda la terapia
resumida en un esquema sugerente. Los pacientes se llevan
una especie de archivo comprimido de su recorrido
terapéutico, como herramienta de consulta fácil. Estos
esquemas adoptan distinta forma, en función de cada caso:
una línea de vida, un listado de las habilidades entrenadas,
una caja llena de post-it simbolizando cada recurso que han
adquirido, o un dibujo o collage que representa todos los
esfuerzos que han depositado a lo largo de la terapia y sus
consecuencias.
Esto que nos traemos nosotros entre manos, este
recorrido exhaustivo a lo largo de las estancias de tu
psiquismo, se merece también un esquema gráfico que nos
permita recordar todas las estaciones en las que nos hemos
detenido a lo largo del viaje. No estás estudiando para un
examen, ni para una oposición, ni estás preparando un
proyecto en el trabajo. Lo que estás haciendo con este libro,
a mi modo de ver las cosas, es mucho más importante que
eso porque es transversal a todos los ámbitos de tu vida, lo
que sigues haciendo en este mismo instante es trasformar
tu actitud ante la vida. Y ello, sin duda, influye también en
la construcción de tu proyecto vital personal. Por eso no me
gustaría nada que olvidases ninguno de los lugares en los
que nos hemos detenido, ninguno de los recovecos de tu
mente que hemos explorado.
Este es el itinerario del trayecto que decidiste que
emprendiésemos juntos hace ya unas cuantas decenas de
páginas. Como si de un plano de metro se tratase, cada
estación simboliza una parada en el camino para evidenciar
un mecanismo psicológico relevante. Recórrelo
mentalmente una vez más y no olvides nunca el sentido de
todos tus esfuerzos: aprender a escucharse para explotar
todo el potencial personal o hasta para poder decidir
libremente no hacerlo, aprender a escucharse para no
condicionarse más de lo necesario, para poderse conducir
por la vida de manera más resolutiva y adaptativa, sin
lastres superfluos.
EL PLANO DEL CAMBIO PSICOLÓGICO: SÉ FLEXIBLE Y APRENDE A ESCUCHARTE

Línea 1: comprendiendo el lugar que la emoción


ocupa en mi vida
1. Sin miedo a sentir, sin asustarnos, entendiendo que
emoción y vida van de la mano.
2. Universo de emociones, todo un repertorio para no
simplificar y darle a cada experiencia su debido matiz.
3. La función de tus emociones, porque hasta ahora no
habíamos escuchado lo que cada una de ellas tenía que
decirnos.
4. Dimensiones de la emoción, cuantificables en distintas
escalas, para poder ajustar el termostato de cada vivencia
con carga emocional.
5. Conviviendo con la tristeza y el sufrimiento, con los
adversarios, porque a veces es importante parar, apartarnos
del camino para recomponernos y sanar las heridas.
6. Expresar o enfermar, gestión de la ansiedad y
ventilación emocional para proteger tu salud física y
psicológica frente a todos los retos diarios.
7. Venciendo miedos y frustraciones, para que no te
detengan más de lo necesario.
8. Adiós culpa, y con ello nos desprendemos del lastre
más infructuoso.
9. La aceptación del pasado, porque eres el resultado de
tu historia de vida y de aprendizaje.
10. Elaborando duelos, pues la vida es un incesante
desafío de duelos y pérdidas.

Línea 2: accediendo a los procesos con los que mi


mente procesa el mundo
1. Tu estructura mental, todo un recorrido vital para
entender tu configuración mental y el origen de tus
pensamientos.
2. La punta del iceberg, para descifrar por qué de manera
automática interpreto las cosas siempre en el mismo
sentido (y no me viene bien).
3. Los engaños de tu mente, porque las cosas no son
siempre como parecen y nos equivocamos más de lo que
nos gustaría.
4. Neutralización de distorsiones, seguirán visitándote,
pero sabrás identificarlas y reestructurarlas.
5. Ocúpate, en lugar de preocuparte, y date cuenta de
que tú estás en la sala de control.
6. Practica la defusión, y date cuenta de que no todo lo
que pasa por tu cabeza es siempre tan importante.
7. Reglas verbales dictatoriales, o como librarnos de unos
cuantos corsés aprendidos o impuestos.
8. ¿Cómo te piensas? Bucea en el contenido de tu
autoconcepto, para acercarte a ti mismo con más
objetividad y ajustar tus juicios.
9. ¿Cómo te exiges? Relativiza la autoexigencia y céntrate
un poquito más en los procesos y un poquito menos en los
resultados.
10. Autoestima: quiérete más, piénsate mejor y ajusta tu
autoestima con equilibrio, sentido y sensibilidad.

Línea 3: haciéndome cargo de mí mismo y tomando


las riendas de mi vida
1. Responsabilízate, coge las riendas de todo lo que esté
en tu mano asumir, sin huir y sin dejar para mañana lo que
puedes hacer hoy.
2. Las estrategias de afrontamiento, esos artilugios de uso
personal para dar con la tecla ante cada nueva situación.
3. Que la crítica no te detenga, ajusta tu permeabilidad a
la crítica, pues la sensibilidad no siempre ha de ser la
misma en función de su proveniencia.
4. La profecía autocumplida, y cómo utilizarla en nuestro
beneficio en lugar de sucumbir ante ella.
5. Ordena tu vida, diseña la jerarquía de prioridades de
cada etapa, y da coherencia a tus pasos.
6. La motivación o la fuerza que todo lo mueve. ¿De
dónde la saco? La motivación se construye y le da sentido a
todo.
7. Los otros: tu red de protección. Yo y el mundo, el
apasionante mundo de las relaciones sociales, la
asertividad, y cómo movernos en ello como pez en el agua.
8. A discutir también se aprende, y a negociar, y a
perdonar, y a tomar decisiones…
9. Encauza las crisis, porque en sí mismas no son el
problema, el problema viene derivado de su mala gestión.
10. Actívate y enamórate de la vida. Camina en la
dirección deseada y, entre fuerza y esfuerzo, detente a
disfrutar un poquito de los pequeños o grandes placeres de
la vida.
Table of Contents
Agradecimientos
Introducción. Aprende a escucharte, aprende a entenderte:
descubre por qué comprender es empezar a aliviarse
1. EL CAMBIO EMPIEZA POR TI
SÍ, CAMBIAR ES POSIBLE, Y EN GRAN
MEDIDA DEPENDE DE TI
CLAVES NECESARIAS: LA
FLEXIBILIDAD DE TUS IDEAS E
INTERPRETACIONES
LA RIGIDEZ, ESA GRAN ENEMIGA DE
LA FELICIDAD
CAMBIA TU FORMA DE PENSAR PARA
CAMBIAR TU FORMA DE SENTIR
PREPÁRATE, ESTÁS A PUNTO DE
PSICOLOGIZARTE CON BUENA
SALUD
ADÉNTRATE EN TU MENTE.
DESCODIFICA CUÁL ES Y CÓMO SE
CONFIGURA TU MODELO MENTAL
DEL MUNDO
2. TU MUNDO EMOCIONAL O CÓMO EMPEZAR A
IDENTIFICAR LAS SABIAS SEÑALES QUE LAS
EMOCIONESNOS ENVÍAN
LA VIDA ES PURA EMOCIÓN, PERO…
¿QUÉ ES UNA EMOCIÓN?
¿CÓMO APRENDER A RECONOCER,
IDENTIFICAR Y NOMBRAR MIS
EMOCIONES?
NO TENGAS MIEDO A SENTIR. LAS
DIFERENTES FUNCIONES DE LAS
EMOCIONES
LO QUE NOS VINCULA A LOS DEMÁS
ES PURA EMOCIÓN
¿CÓMO AFECTAN LAS EMOCIONES A
MI ESTADO DE ÁNIMO?
SIENTES, LUEGO EXISTES… Y NO,
NO ERES BIPOLAR (NADA MÁS LEJOS
DE LA REALIDAD)
APRENDE DEL SUFRIMIENTO…
TANTO COMO DE LA FELICIDAD
APRENDE A CONVIVIR CON LA
TRISTEZA
¿CANALIZAS EL ESTRÉS O VIVES SIN
VIVIR EN TI?
HACIÉNDOLE FRENTE A NUESTRA
PRINCIPAL AMENAZA: EL MIEDO
APRENDE A TOLERAR TU
FRUSTRACIÓN
APRENDE A DOMINAR TU IRA
APRENDE A SUPERAR LOS DUELOS,
PERMÍTETE AVANZAR (A PESAR DEL
INMENSO DOLOR)
3. EL MUNDO COGNITIVO, INSONDABLE SOLO EN
APARIENCIA
CÓMO GOBERNAR TU MENTE Y TUS
PENSAMIENTOS
¿CÓMO ESTÁ ESTRUCTURADA TU
MENTE?
¿QUÉ PUEDES APRENDER DE LO
QUE TE DICE TU MENTE?
APRENDE A LIBERARTE DE LAS
DISTORSIONES DE TU MENTE
APRENDE A GESTIONAR
ADECUADAMENTE TODAS TUS
PREOCUPACIONES
APRENDE A AJUSTAR TU
AUTOESTIMA: ¿CÓMO TE PIENSAS?
4. ACTÚA, MUÉVETE HACIATUS DIRECCIONES
VALIOSAS
CONVIÉRTETE EN EL DUEÑO DE TUS
ACTOS
DEJA DE MIRAR PARA OTRO LADO Y
ASUME TUS RESPONSABILIDADES
LAS ESTRATEGIAS DE
AFRONTAMIENTO: HERRAMIENTAS
PARA LA VIDA
AJUSTA TU SENSIBILIDAD A LA
CRÍTICA QUE VIENE DE FUERA
LA PARADOJA DE LA PSICOLOGÍA
INVERSA O CÓMO PUEDES
ENFRENTARTE FÍSICAMENTE A TU
ANSIEDAD, RETARLA Y VENCERLA
PREDICA CON EL EJEMPLO: UTILIZA
LA PROFECÍA AUTOCUMPLIDA EN TU
PROPIO BENEFICIO
ORDENA TU VIDA: LA MOTIVACIÓN Y
TU JERARQUÍA DE PRIORIDADES
EN BUSCA DEL SENTIDO DE LAS
COSAS
EL UNIVERSO DE LAS RELACIONES
SOCIALES, FUENTE DE VIDA, PERO
TAMBIÉN DE TORMENTO: APRENDE
A RELACIONARTE MÁS Y MEJOR
APRENDE A TOMAR DECISIONES
LA ÓPTIMA GESTIÓN DE UNA CRISIS
O CÓMO VISLUMBRAR UNA MÍNIMA
OPORTUNIDAD
ACTÍVATE… Y DISFRUTA
NO RENUNCIES AL AMOR
5. PRÓXIMA ESTACIÓN: ESPERANZA, FINAL DEL
TRAYECTO
¿CON QUÉ RECUERDOS Y
APRENDIZAJES TE QUEDAS DE TODO
ESTE VIAJE?
EL PLANO DEL CAMBIO
PSICOLÓGICO: SÉ FLEXIBLE Y
APRENDE A ESCUCHARTE

You might also like