You are on page 1of 8

“Yours are the sweetest eyes I´ve ever seen”.

“Your Song”, Al Jarreau.


Los ojos de Ana son los ojos más suaves que yo he conocido. Son verdes, exóticos, y sonríen
lascivos cuando su dueña los mezcla con naranja y mezcal. Su cuerpo desnudo, decorado con
lunares invisibles, tiene la cintura a la medida de mi mano izquierda, y unas piernas muy fuertes y
hermosas que la elevan a la estatura media de un ángel hembra. Los ingredientes de su sabor,
creo que son cinco tazas de ambrosía fresca y suficiente candela ultramarina. Porque su genio no
es el de los mil diablos, sino el de los tres mil.

Ana vino a este mundo – el mismo que habito yo- pero ella vive en otra dimensión, viene de la
otra orilla de la curva del espacio tiempo. Magia poética sería si ella pensara lo mismo de mí,
aunque por otras razones. Razones que mejor yo debería olvidar y hacerle caso a Ana y ya no
escribir a mano ni ir contándole a los cuatro vientos mis cuentos de policías y ladrones, diciendo
que esta boca es mía.

Le dije que la estuve esperando durante treinta y seis años, y no me creyó. Se le hizo como cosa
del azar que nos hubiéramos encontrado, precisamente, ella y yo por pura casualidad en la misma
vida.

La segunda noche después del plenilunio de marzo, la encontré dormida de pie. Estaba
dormida, de pie en el aire, sonriendo perfectamente, girando y moviendo sus caderas y sus manos
al compás de unos timbales sintéticos que tañía un fabuloso aliado de Baco con orejas grandes en
forma de omegas. Al verla así, supe, de inmediato, que era ella a quien yo esperaba. De uno de los
mil triángulos del reino donde ella se encontraba, la tomé, de entre todos sus extraños
habitantes, casi de la mano, porque para mí ella era irrepetible, tanto como la voz melosa del
fuego fatuo que me guiaba a tientas por esos rumbos. Le pedí un consejo a la Serpiente, y me
consiguió copias facsímiles del texto original que uso en su “Discurso para engañar a Eva”, y
usando su mismo tono y cadencia, le canté en Nuevo Español Mestizo, completo y sin pausas, “El
Cantar de los Cantares” muy al oído a Ana. Fue una hazaña muy larga que llevé a cabo en menos
de media hora. Después la acompañe a su casa caminando. Antes de que ella misma me lo dijera,
yo ya sabía que le habían puesto por nombre Ana, y que provenía de un lugar llamado Suiza. Lo
supe porque el oído de un amigo de la Serpiente, siempre tiene un alcance mayor a los diez
metros de diámetro. Lo que no sabía es que también era de ascendencia española y sabía decir
muchas palabrotas en español que yo no conocía, ni nunca me las habían dicho como ella me las
dijo a la cara. Tampoco sabía que su espíritu era más joven de lo que aparentaba, y todavía no
sabía que la iba a extrañar muchos días sin que a ella le importara. -¿Crees que es una buena idea?
–me preguntó varias veces. Hasta ese momento, ya llevaba consumido su cuarto vaso de báquica
plasma, sin mí. Eso la hacía que estuviera de acuerdo conmigo en todo. Se me frotaba inadvertida
como una gata cariñosa a su dueño. Me ofreció de su plasma ambarino que paladeaba y libaba
con sus labios de hada, pero recordó que yo le había dicho, muy serio, que era un hombre
mentiroso y que no tomaba alcohol porque era nazareno advenedizo. Pidió, entonces, a una de las
bestias de negro que cuidaban el lugar, más naranja, un quinto mezcal y agua de lluvia para mí. –Si
no bebes, no lo hagas por mí. –dijo cuando le insinué que esta noche podía hacer una excepción
por tratarse de ella-. Sacó de su bolso de piel de cocodrilo una matrioshka mediana, la cual en su
último compartimiento tenía en su interior una cajita blanca con bordes plateados de la que sacó
una especie de artefacto metálico iluminado por sí mismo con luz led parecido a un bolígrafo
pequeño, que puso en mi boca, inoculándome un vapor que me sublimaba desde la punta de los
dedos de mis pies hasta mi cabello largo de nazareno, como explotando todas las burbujas de aire
que había en mi sangre y en mis células todas. –Te tocó la más mala –me dijo sosteniendo el
artefacto. -¿Por qué dices eso? –le pregunté sonriendo con curiosidad, mirando un poco
extrañado sus ojos que en ese momento me parecieron azules y difusos. –Porque soy la más
buena –me contestó divertida, meneando sus hombros con sensual ritmo. Desde la terraza donde
estábamos dentro del reino, alcancé a escuchar el bramido del mar; miré hacia la luna para ver si
me pronosticaba algo, pero no me reveló ningún arcano, en lugar de ello posó sus rayos sobre la
piel de Ana. –Quiero dormirme abrazado contigo desnudo está noche –le susurré en cien formas al
oído. Trajo la bestia de negro el agua en un vaso de lapislázuli, la naranja en un plato de marfil con
oro en las orillas y el mezcal en un barril de madera tan pequeño que cabía dos veces en la mano
de Ana, y todo lo puso, sin tocarlo, en la mesa baja cuya acta de posesión obtuve en el mismo
instante en que con mi mano derecha hice venir a Ana desde donde giraba hasta mi vera
izquierda. Hacía un minuto exacto que una pareja de seres peludos y albinos acababa de dejarnos
libre el agradable sofá de falso cuero mullido donde sentados, Ana me dijo: -Tú eres como yo. Lo
había tomado por asalto junto con la mesa baja cuando el hada venía hacia mí intrigada pos mis
ojos y las señas de mi mano, pues, en realidad, yo había estado observándola desde otro lugar,
sentado en un recoveco del reino sensualísimo del que me moví al mismo tiempo en que ella
empezó a flotar en dirección a mi encuentro. Cuando la saludé y le pedí que se sentara a mi lado,
muy cerca de mí, en el sofá junto a la mesa baja, ella no tenía ni idea de que nos estaba
sucediendo nuestra vida como sucede la vida en la” Teoría de la Generación Espontánea”.
Platicamos poco, de nuestras casas, de nuestros mundos, de sus padres, de gustos y de cosas
corrientes y comunes. Me contó que su madre había fallecido el noviembre pasado y que para ella
era un gran dolor que todavía estaba vivo en sus emociones; dijo que su pareja había roto su
relación de siete años con ella en el mismo mes, que su padre le había negado su parte de la
herencia por motivos de mantenimiento de la casa que le tocaba en España, que lo había
mandado a paseo. En esa corta plática nos desconocimos y nos inventamos otras personalidades
que queríamos ser el uno para el otro, condescendientes desde el principio para agradarnos, para
no asustarnos antes de tiempo. Yo le dije, tímidamente y casi con un poco de vergüenza, que me
dedicaba a escribir; todo lo demás que le hablé se lo dije con aplomo de mentiroso, con orgullo de
gilipuertas, fue por eso que me pudo creer algo de lo que le conté. Le dije mi nombre pero,
obviamente, se le olvido a la media hora, y se le olvido porque ella no ve a la gente como
personajes, sino como burbujas de aire, vacías o llenas. Yo era para ella una burbuja de aire, vacía:
sin nombre. Ella dijo que era mala para los nombres, y yo sí le creí. Le conté que vivía al pie de las
montañas, cerca de un aeropuerto, en un cuarto pequeño de una pieza con baño, aire
acondicionado, biblioteca y una máquina de escribir nuevecita, en la casa de mi mamá. Le dio risa,
y me preguntó sarcástica -¿cuáles montañas, si aquí no hay? Y se puso a interrogarme: -¿Por qué
a tu edad vives todavía en la casa de tu madre? Fui sumamente sincero y me puse a contarle bien
mi cuento más perfecto de policías y ladrones que me creyó hasta en el más mínimo de sus
detalles. Yo, ahora, flotaba en una alfombra de sopor delicado y terso, y a mi lado, Aladino
encendía su lámpara-artefacto-mágico, soñando que me veía platicando con Ana.

-¿Nos vamos? –me pregunto Ana, contenta y triunfante-.


-Nos vamos –le aseguré, más contento que triunfante, sintiendo cómo me temblaban las
piernas-.

Con pasos de astronautas nos vi salir de la terraza, ella por levante, yo ganándole el barlovento,
para reunirnos en la cima de las escaleras de entrada que conducían a una calle de piedras
artificiales, muy iluminada y con más reinos cercanos. Creo que era un túnel por donde bajamos y
salimos, porque recuerdo que en su privada oscuridad le di a morder a Ana su naranja que yo
había tomado del plato de marfil segundos antes de irnos; y me la terminé comiendo yo, agarrado
de su mano, mirándola a los ojos, embriagado de la vida y de la noche. Por esa calle de piedras
artificiales, atestada de reinos, hoteles y restaurantes, cantinas y bares, yendo nosotros tomados
de la mano hacia su casa, me advirtió el hada que estaba muy lejos, y que necesitábamos subir no
recuerdo cuantas escaleras de tabique rojo y otras tantas de cemento, doblar a la derecha y volver
a subir; y yo, caminando despacio, sin hacerle mucho caso, sintiendo la ternura de la palma de su
mano, porque estaba feliz de ir con ella a donde quisiera llevarme. Llegados al umbral de su casa,
alcé mi vista -que es muy buena de noche- y vi todas esas escaleras que me llevarían al Paraíso. El
instinto de mi mano derecha buscó su cadera y acarició su piel debajo de su blusa mientras
subíamos sus escaleras con el corazón palpitando fuerte. Traía en sus manos sus llaves pero no las
encontraba, Ana. Le pedí las llaves tomándola de las manos con suavidad, le di una sonrisa y abrí
todas las puertas por donde entramos y las volví a cerrar porque deseábamos privacidad. Ya hasta
dentro de su mundo, nos sentamos en las sillas de madera de su balcón azul al que no le faltaba su
palapa y su hamaca de colores; prendimos fuegos de luciérnaga y ella me dio vino. Yo sentía en mi
garganta ese sabor del líquido rojo que Ana me dio; de repente sentí, por primera vez, el sabor
dulzón de sus labios pintados de rojo también en mi boca. Sentí que éramos seres de otro mundo.
Mis brazos se alargaron para encontrarse con sus manos ávidas de tocar, y con las mías recorrí,
por encima de su ropa de filigrana azul, los suaves pliegues de Ana entre sus piernas húmedas. Y la
besé detrás de su cuello, y las yemas de mis dedos besaron sus aureolas. Y así nos besamos largo
como la larga noche del Universo; y prendimos más fuego y tomamos más vino. Pensando en
todo, la cogí de las manos y la lleve conmigo a su cama llena de libros y de sus cosas que yo puse
donde quise. En su propia cama, sentada en el borde, le pedí su blusa, quitándosela despacio para
poder oler su aroma nocturno. Ana llevaba puesto un sostén negro, y yo blandía con mi mente una
espada poderosa de acero y de fuego. La miré con deseo.

-Tú quítame la playera –le ordené. Y ella obedeció a mis palabras cual esclava obedece a su
amo. Su pantalón azul no llevaba cinturón, se lo quité a prisa y con cuidado, y lo dejé en el suelo
con todo lo que yo traía puesto encima, que era casi nada. Y después, fue algo entre ella y yo,
entre los dos. Solos, Ana y yo, creando el mundo y destruyéndolo, simultáneamente.

Ingenuo fui al creer que una luz brillaba en sus ojos verdes. Su voz se convirtió en trueno
cuando explotó el fuego de la espada poderosa de acero. Tembló todo su cuerpo por varios
segundos después de los cuales la invadió una calma de sueño liviano. Yo la miraba pensando que
estaba solo. Cuando estábamos siendo felices le dije que estaría con ella para siempre, hasta que
ella quisiera. –No digas tonterías –le dijo al aire y le quitó su alma a mi sueño. Y yo quería
dormirme en la alcoba de sus deseos más blancos toda la larga noche del Universo.

Juntos, nos dormimos minutos de después de horas de caminar en su cama. En esos minutos soñé
un cuento que decía:
Érase una vez una mañana de domingo esplendido con fogatas de luciérnagas rojas con humo
de risa y pensamiento, y bocados de melón fresco que mordíamos y saboreábamos con nuestros
dientes, triturando granola, cacahuate y yogur blanco; tú y yo muy lejos, sentados uno al lado del
otro, donde todo empezó a un tiempo, frente al mar angustiados por nuestra negligencia, en
dimensiones distintas cada uno de nuestros cuerpos, en lo más alto de un falso y fugaz sueño.

Cuando desperté el hada todavía estaba ahí, a mi lado, desnuda, con su cuerpo adornado con
lunares invisibles, como si fueran gotas de sudor que le brotaran de los poros de su piel
reverberante. Acostada me llamó hacia sí con los ojos, me acaricio el cabello largo, empezó a
imnotizarme, y la escuché decir: -¿No te da miedo dormirte en la cama de una extraña? -¿Por qué
habría de darme miedo? –le conteste. –No sé, podría robarte el alma, o en último caso,
convertirte en perro –me dijo con una voz sacada de ultratumba. Sentí miedo. Se rio como mujer y
me dijo: -No te asustes, no te hare nada que no te merezcas. Yo, gradualmente, deje de sentir
miedo y me invadió una tranquilidad que me hizo dormir profundamente. Cuando volví a
despertar lo primero que vi fue una taza de porcelana china que Ana sostenía en su mano derecha
y de la cual sorbía un líquido humeante. -¿Quieres? -me preguntó. Dije que sí moviendo la cabeza.
Entonces ella se levantó de la cama flotando hacia atrás y aterrizo en el suelo. Ya de pie, giro sobre
su propio eje y puso su taza encima de un buró que no vi cuando entramos a su recámara. Sobre el
buró vi una jarra humeante y a su lado otra taza que supuse preparada para mí, ambas hacían
juego con la taza de Ana, porque tenían los mismos motivos de dragones y leones chinos
peleando entre sí. Ana rebozó mi taza con el líquido humeante cuyo color pude ver que era entre
ámbar y negro. Regresó a la cama igual que se había levantado, y se sentó con la pierna izquierda
doblada y la derecha colgándole casi tocando el suelo. Me alcanzo mi taza y me sorprendí de que
en lugar de caliente estuviera totalmente fría, helada. Me asusté. Ella sonrió y dijo: -Bebe, no
tengas miedo, no es veneno, es una mezcla de tés que preparé especialmente para ti. Yo bebí todo
el contenido de mi taza y comencé a sentirme muy hidratado y muy despierto. Mientras yo bebía,
Ana se incorporó y se puso enfrente de la cama; llamó mi atención con un aplauso y me dijo:

-Ven, ahora, bailaras conmigo en el aire. Me agradó la idea y me levanté de la cama rápido y puse
mi taza vacía en el buró. –Por favor, maestro –dijo el hada dirigiéndose a nadie. De las paredes
empezó a salir una melodía lejana que se fue acercando conforme yo me acercaba a ella. El hada
se abrazó a mi cuello y me susurró al oído: -Te has portado muy mal, te dije que no terminaras
dentro de mí, y no has hecho caso, por eso haré que te enamores de mí y no volverás a verme
jamás, me buscarás como alimento busca el hambriento, y no me hallarás, querrás decirme algo y
yo ya no te podré escuchar, sólo esta noche me tendrás como tuya y cuando el sol alcance su
cenit, desapareceré de tu vida.

Cuando terminó de hablar me di cuenta de que mis manos estaban sobre su cintura y dábamos
vueltas en el aire como en un carrusel. Me dio vértigo el metro de altura al que estábamos
elevados. Yo quise decirle que no era necesario que me hechizara, que ya vivía en mi corazón, que
ya extrañaba sus besos, que la necesitaba, pero me di cuenta de que eso yo nunca se lo diría a
nadie. Volví a asustarme. Lo entendí. El hechizo estaba hecho. Agradecí, en secreto, que no me
hubiera convertido en perro.

Desde la altura mire hacia el exterior a través de la ventana de cuerpo entero de la habitación de
Ana y logre ver un ser alado que cruzado de brazos observaba todo lo que estábamos haciendo.
Me sentí como en un sueño. –Sí, -me dije-, estoy seguro de que esto es un sueño. –Bajemos, –dijo
el hada-, y no, no estás soñando, estás dentro de un cuento de hadas- terminó por decir.
Descendimos todavía girando hasta aterrizar. Lo que dijo me causo un poco de risa pero la supe
ocultar muy bien. Seguimos bailando en el suelo un rato más y después ella misma me llevó a su
cama y caminamos otras horas. Encendimos otra fogata de luciérnagas y nos acabamos el vino. El
sol no se dignaba a salir y ya eran más de las seis. Aprovechamos esa oscuridad gratuita para ser
felices un poco más. Cuando el sol llegó, nosotros parecíamos dos personas normales en su
habitación haciendo lo que cualquier gente hace cuando amanece. -¿Recuerdas a dónde tenemos
que ir hoy? -me preguntó Ana. -¿A la playa? –le contesté. -No, tonto, a la playa no, a la farmacia.

Entonces recordé lo que me había dicho en el aire. Ella ya se había puesto ropa ligera y yo seguía
igual. En lo que yo estuve buscando mi ropa que estaba tirada en el suelo, ella se fue a una cocina
que estaba fuera junto al balcón en una esquina. Ya vestido, fui a ver qué estaba haciendo; la
encontré partiendo melón. Le ayude a buscar dos platos y se los puse encima de la barra donde
ahora batía yogúr. Preparó un desayuno sencillo. –Tenemos que comer algo antes de irnos –dijo.

-Hoy, tengo muchas cosas que hacer –dijo Ana. –Los domingos yo no hago nada – le hice saber.

-Claro, se te nota que nunca haces nada. El ambiente se iba poniendo un poco tenso y yo no
entendía por qué. –No me has dicho si me vas a acompañar a la farmacia. –me soltó sin previo
aviso. –Si no quieres ir, yo puedo ir sola –siguió diciendo -¿O es que acaso te da corte? – me
preguntó. -¿Corte? –pregunté. –Sí, corte, vergüenza. –Claro que no –le respondí con el orgullo
ofendido. –Es más yo mismo voy a pedir en la farmacia que me vendan el levorgestrenol.

-Si me hubieras hecho caso no tendrías que hacer ese sacrificio –me dijo casi enojándose.

-Perdóname, Ana, perdóname. –dije con la cabeza baja. –¿Así de fácil se te hace, sin vergüenza?

–¿Pides perdón y ya está, gilipollas? –dijo casi llorando. –Y los cinco días de hormonas alteradas
qué, homarrache, hijo de mala madre –me escupió buscándome la cara. Me dio tanta risa el tono
andaluz con que pronunció esos insultos incomprensibles para mí, que no pude evitar que se me
dibujara una mueca. -¿Te da risa lo que me has hecho hijo … No la dejé terminar la frase, porque
la abracé y le empecé a enjugar sus lágrimas con mis labios. -¡Déjame! –dijo y se soltó a llorar
como una niña. –Debes saber que te robe del infierno para casarme contigo –dije. –No entiendes
nada, eres un estúpido ¿no puedes darte cuenta? -dijo entre llanto. –No podemos casarnos ni ser
felices ni nada que tú puedas imaginarte, porque nosotros no somos reales, no existimos –siguió
diciendo. Yo me asusté otra vez. -¿De qué diablos estás hablando? Le pregunté todavía asustado.

-¿No te has dado cuenta que yo soy un hada que tiene dos nacionalidades y que me transformo en
mujer cuando quiero? ¿No te das cuenta que tú estás soñando el futuro? Abre los ojos, despierta.
–dijo.

-Cálmate, -le dije-, hay que bañarnos y nos vamos a la farmacia –le propuse. Nos bañamos,
separados, yo primero, porque ella estaba todavía en trance. Tardó poco en reponerse y cuando
me vio salir mojado del baño me ofreció su toalla. Le dije que no. Ella alzó los hombros, se metió
en la ducha y cerró la puerta corrediza de cristal transparente. La vi bañándose y se me vino a la
mente la idea de bañarme con ella. Corrí la puerta y la mire desnuda y mojada; vi que sus piernas
eran perfectas. Ella me miro, queriendo yo hiciera lo que no debía de hacer. Me sentí un intruso
en su mundo, y no tuve valor estar con ella debajo de la misma regadera. Terminó de bañarse. Yo
la seguía mirando. Nos cambiamos. Nos peinamos juntos en el espejo de su tocador que estaba
contiguo a la puerta del baño. Se untó crema. Yo seguía pensando en lo último que ella había
dicho. –Si esto es un sueño –dije- no quiero despertar, pero si es otra cosa estoy perdido. Bien
guapos y recién bañados bajamos a la calle y esperamos un taxi que no llegaba. –Yo voy a la tienda
por algo de tomar y una caja de cigarros, ¿tú quieres algo? –Sí –dije- agua, por favor. -¿Está bien
mineral? –Sí, está bien. –Dominguito, día de tomar cerveza –dijo un hombre moreno de mediana
edad que estaba sentado en la cueva del Mago Merlín, antes de que Ana se dirjiera a la tienda.

–Dominguito, día de tomar cerveza –le dije cómico Ana. Sentíamos la cabeza punzarnos y eso nos
hizo carcajearnos juntos de todo lo que habíamos hecho en la noche. El hombre moreno, pensó
que nos burlábamos de él y se nos quedó mirando, pero se dio cuenta al vernos que estábamos en
otro mundo. El taxi que esperábamos llegó y se volvió a ir. Cuando Ana volvió de la tienda con los
cigarros y el agua mineral, le dije que el taxi ya se había ido. –No importa –dijo- eso solo sucede en
este mundo. –Pero no te preocupes, ahí viene otro. Tuvimos suerte, el taxi que tomamos tenía
aire acondicionado y el chofer, joven y bien vestido, venía escuchando música de reggae de un
cantante muy famoso. Sin que ella se diera cuenta le pedí al chofer que nos llevara a la farmacia
más cercana y que nos esperara para traernos de vuelta. Muy amable contesto que sí. Ana subió
primero al taxi y cuando estuvimos los dos en el interior y yo le puse seguro a las dos puertas -para
que no nos fuera a pasar algo más extraño de lo que ya nos había pasado- ella quiso decirle al
chofer adónde tendría que llevarnos, pero yo le dije que él ya sabía, Ana no me creyó. El chofer le
confirmo con un movimiento de cabeza. –No me gusta el reggae –dijo Ana. Llegamos a la farmacia
y yo me baje del taxi sólo y compre las pastillas que ya habían subido de precio desde la última vez
que yo había comprado una caja. Me las dieron, y pagué y pedí un comprobante. Me volví al taxi y
le di a Ana la caja de la misma forma furtiva que entrega un traficante una dosis de sustancias
prohibidas a un consumidor desesperado. Las examinó. Preguntó por el precio. Le mostré el
tiquete. El chofer hacia lo suyo y nosotros lo nuestro. Nos dirigimos de vuelta a su casa. En el
umbral de la puerta, la detuve y le pedí que se tomara enfrente de mí el contenido de la caja. Ella
las tomo en frente de mí. Caminamos hasta el principio de las escaleras y ahí ella se detuvo, yo iba
detrás de ella. Volvió a mirarme y me dio un abrazo y un beso fingidos. Me sentí muy triste de
saber acabada nuestra maravilla. Nos dijimos hasta luego. Pero yo quería quedarme a beber sus
lágrimas enojadas de la madrugada y confesarle que me había enamorado de ella. Pero el hada no
me dio esa oportunidad. Usó su magia y con gran maestría construyo una barrera de dimensiones
infinitas que no pude derribar, pues estaba hecha con toda su dignidad y la sostenía la fuerza
entera de su voluntad. Miserable, alcancé a ver un ángel sobre nuestras cabezas con las manos
cruzadas, y en lo más alto vi al sol en su cenit; me di la vuelta y no la quise ver cuando subía
flotando, sola y acongojada, su escalera de cuento de hadas, pues un tsunami de vidrios rotos se
gestaba en aquel rincón donde arrumbé lo más bueno de mi ser. Reconocí que era Janis, el ángel
que nos tutelaba, y me acordé de el oráculo de mi nacimiento: “Y después de seis tiempos, pasada
la luna llena, verás un hada flotando en el aire, y te sonreirá, y tú iras con ella, y mi ángel estará
sobre ustedes” Entonces pensé, imaginé, inventé palabras para imnotizarla por la eternidad de
varias horas. Le pedí a Janis, mi ángel tutelar que le llevara esta carta acompañada de una canción
cósmica, y a punto de llorar, cerró los ojos para empezarle a cantar desde este mundo: “Maybe”. Y
lo logré.

You might also like