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Capítulo IV

Literatura y sociedad

La literatura y sus públicos

De los dos ejemplos que anteceden es fácil inferir el cú¬


mulo de campos de trabajo en los que puede afianzarse la re¬
lación «literatura y sociedad», cuando la sustenta una previa
declaración de confianza en la historia de la literatura. Un
«sistema» tiende, por naturaleza, a prevalecer inmutable y a
sobrevivir más allá de la ruina de su entorno: la forma de epís¬
tola ya no es imprescindible cuando Jovellanos y sus amigos
salmantinos canalizan hacia ella sus reflexiones de ilustrados.
Más bien, tenemos la impresión de que celebran un home¬
naje a algo que ya estaba yerto. El valor de la solidaridad ilus¬
trada, el culto a la amistad intelectual, el entusiasmo ante un
naturalismo definitivamente laico o ante la igualdad de los
hombres, necesitaban, sin duda, el molde clásico de unos en¬
decasílabos sueltos o el empaque formal del estilo elevado,
pero un problema de mentalidad había dejado seco el cauce
de la epístola horaciana: no el de la sátira ni el de la oda, que
fueron legítimos cursos de la poesía dieciochesca, o el de la
epístola jocosa que cultivó Iriarte. Lo propio sucede con la no¬
vela de artistas o de corte autobiográfico: cuando leemos Po-

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niente solar o Los nietos de Danton de Manuel Bueno, o Las


noches del Buen Retiro de Baroja, sabemos que solamente la
inquina atrasada en el primer caso o la nostalgia incurable en
el segundo apuntalaban el modelo. La continuidad del testi¬
monio pequeñoburgués sobre la revolución y la impotencia
viene mejor en las novelas —tan barojianas, empero— de
Andrés Carranque de Ríos (pienso en La vida difícil o en Ci¬
nematógrafo) y en los relatos del primer Sender (pienso en
Siete domingos rojos).
Un «sistema» incluye, en fin, su gestación intertextual, su
pelea por la inercia y su inevitable transformación en otro: es,
ya lo dijimos, como una zona cálida que hallamos en el curso
de nuestra exploración y cuya fiebre comporta una concen¬
tración significativa de tensiones. Lo que concita la asocia¬
ción de los términos literatura y sociedad no puede remitirse
solamente a una indagación ideológica en el origen de las
obras o, por contra, a la estadística de los consumos literarios.
Hace algún tiempo, Robert Escarpit —autor de aquella So-
ciologie de la littérature de 1958 que dio la vuelta al mundo
de la mano de las Presess Universitaires de France— me con¬
fesaba que la elección de título tan rotundo había sido más
fruto de la casualidad que de la voluntad de romper una lanza
por ciencia tan novedosa. Como doce años después escribió
en el prólogo a una interesante obra colectiva, «se puede abor¬
dar una sociología del libro (sea como medio del proceso o
como instrumento del aparato de organización cultural), una
psicosociología de la lectura y una sociología de la obra literaria,
pudiendo ser concebidas cada una de las tres ya sea como teo¬
ría, ya sea como praxis»1.
No conviene, efectivamente, perder de vista esta multi¬
plicidad de campos que convergen, sin embargo, en una rea¬
lidad a menudo olvidada: la literatura es una institución so-

1 En Robert Escarpit y cois., Le Littéraire et le social. Eléments pour


une sociologie de la littérature, París, Flammarion, 1970, pág. 40.
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cial que requiere sus sacerdotes, sus administradores o mer¬


cachifles y sus clientes; que exige a todos un grado de cuali-
ficación e iniciación (la alfabetización en el caso de la litera¬
tura escrita, el dominio de unas convenciones mínimas en
todos los casos); que segrega socialmente con la misma efica¬
cia que el estatus económico (compárense, sin ir más lejos, el
«donoso escrutinio» de la biblioteca quijotesca, donde los
buenos libros de caballerías conviven con los poemas épicos,
y el «pequeño escrutinio» de la biblioteca caballeresca del ven¬
tero, donde algún libro barato de aventuras compare el ana¬
quel con historias en pliegos de cordel); que sirve, muy a me¬
nudo, a los poderes constituidos, ya sea por la vía de las
censuras oficiales u oficiosas, ya por la que Althusser definiera
como AIE (aparatos ideológicos de Estado). Y aún se podría
añadir más, porque si el más conocido objeto de la literatura
es el libro, a su órbita pertenece también la revista literaria,
el periódico, el índice inquisitorial, el variado concepto —pri¬
vado o público— de biblioteca, el scriptorium antiguo y la im¬
prenta moderna, el lugar de venta de los libros, y, en el caso
tan fronterizo de la literatura dramática, una espesa trama de
realidades intermedias que se interponen entre el texto y su
plasmación escénica. Lo que no es, por supuesto, un acceso¬
rio desdeñable de nuestro conocimiento de la obra artística.
Que el teatro de Cervantes se imprima supone -—y el autor
del Quijote era el primero en saberlo— un reconocimiento
paladino de su derrota ante las audacias lopescas que, por lo
que hace a las letras de molde, no habrían de pasar de las ba¬
ratas partes de comedias que divulgaban los éxitos previos del
corral. Que los libros de caballerías fueran caros —como ha
señalado Daniel Eisenberg— nos invita a revisar su presunta
popularidad y quizá nos lleve a ver con más detalle sus afa¬
nes moralizantes2. Y, en orden parecido de cosas, la existen-

2 El tema de la lectura real de los libros de caballerías ha suscitado


elevado interés por su vinculación a la génesis del Quijote. Los trabajos
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cia de Academias y un determinado concepto del mecenazgo


(y de la relevante función del componedor de versos) aseguró
—como ha visto Rodríguez Moniño— la difusión de los po¬
etas del xvi y del xvii, tan reacios a la imprenta como saque¬
ados por autores de antología y compiladores de cancione¬
ros* * 3. Sin las revistas y los periódicos del momento, hubiera

clásicos son los de Máxime Chevalier «El público de las novelas de caba¬
llerías» en Lectura y lectores en la España del siglo XVIy XVII, Madrid, Tur-
ner, 1976, págs. 65-103, y Daniel Eisenberg, «Who Read the Romances
of Chivarly?», en Romances of Chivarly in the Spanish Golden Age, Juan de
la Cuesta, Newark, 1982, págs. 89-118, a los que deben añadirse las ob¬
servaciones y referencias de la introducción de Juan Manuel Cacho Ble-
cua en su edición del Amadis de Gaula, Madrid, 1987, I, págs. 197-206,
y de María del Carmen Marín Pina, «La mujer y los libros de caballerías.
Notas para el estudio de la recepción del género caballeresco entre el pú¬
blico femenino», Revista de Literatura Medieval, III (1991), págs. 129-148.
Una sugerente visión de conjunto —con notable repaso de la bibliogra¬
fía— en Framjois López, «Las malas lecturas. Apuntes para una historia
de lo novelesco», Bulletin Hispanique, 100 (1998), págs. 475-514.
3 Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los si¬
glos XVI y XVII, Madrid, 1968, donde señala Moñino que «el libro, el vo¬
lumen impreso con la obra lírica de un autor, es excepción entre los gran¬
des poetas del Siglo de Oro», para indicar a continuación el décalage entre
las fechas de muerte e impresión de las obras (Garcilaso, 1536 y 1543,
respectivamente; Castillejo, 1550 y 1573; Herrera, 1589 y 1619, para la
discutida edición de Francisco Pacheco). En algunos casos, está garanti¬
zada la abundante circulación de manuscritos: los de fray Luis de León y
Juan de la Cruz por los desvelos de sus compañeros de orden religiosa; los
de Quevedo por su carácter satírico, tan gustoso; los de Góngora porque
consta que fueron auténtico negocio. La realidad de la lectura en la his¬
toria ha merecido algún trabajo estimable en fechas recientes: así, el vo¬
lumen conjunto Livre et lecture en Espagne et en France sous l Anden Ré-
gime, París, 1981, con excelentes contribuciones de M. Díaz y Díaz,
Jaume Molí, Philippe Berger y Franqois López; la monografía del citado
Berger, Libro y lectura en la Valencia del Renacimiento, Valencia, Institu-
ció Alfons el Magnánim, 1987, 2 vols.; Trevor J. Dadson, Libros, lectores.
Estudios sobre bibliotecas particulares españolas del Siglo de Oro, Madrid,
Arco, 1998, o las agudas apreciaciones de Keith Winnom, «The Problem
of Best-Seller in the Spain Golden Age Literature, en Bulletin ofHispanic
Studies, LVIII (1980), págs. 189-198, y Sara T. Nalle, «Literacy and Cul-
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sido imposible establecer muchos aspectos de la lucha por


conseguir un público propio y afianzar un nuevo credo esté¬
tico en las promociones españoles de finales del siglo xix: la
presencia asidua de los jóvenes escritores en sus planas, la cre¬
ación de formas de difusión —pienso en las colecciones de
novelas breves que sucedieron a la pionera El Cuento Sema¬
nal (1907)—, el afán de editores como el desastrado Grego¬
rio Pueyo o el exquisito Gregorio Martínez Sierra al frente de
la Biblioteca Renacimiento, establecieron el pacto entre el pú¬
blico de 1900 y las fórmulas modernistas en términos tales
que iluminan el sentido y alcance mismos de ese movimiento
entre nosotros4.

ture in Early Modern Casóle», Past and Present, 125 (1989), págs. 65-96,
además de las notas sobre formas orales y sobre lecturas públicas hechas
por Margit Frenk, Entre la voz y el silencio, Alcalá de Henares, Centro de
Estudios Cervantinos, 1997. Para el siglo xvm hay trabajos importan¬
tes del citado F. López, de Lucienne Domergue y el reciente volumen de
Iris M. Zavala Lecturas y lectores del discurso narrativo dieciochesco, Ams-
terdam, 1987, que, más allá de lo estadístico, intenta una exploración so¬
bre la relación autor-lector. Para la primera mitad del xix cabe señalar un
librito de Lee Fontanella, La imprenta y las letras en la España romántica,
Berna-Fráncfort, 1982, que no agota lo amplio del tema. Para la segunda
mitad, Jesús A. Martínez Martín, Lectura y lectores en el Madrid del si¬
glo XIX, Madrid, CSIC, 1991. Como observó Pierre Bourdieu en su li¬
bro clásico Les régles de l’art. Génése et structure du champ littéraire (París,
Seuil, 1992), los años posteriores a 1848 registraron la constitución y au¬
tonomía de la literatura como profesión y como mediación social; tam¬
bién en España, por supuesto: la futura monografía que aborde este pro¬
blema habrá de contar con los sustanciales subsidios de los trabajos de
Jean Frainjois Botrel incluidos en sus libros Pour une histoire littéraire de
PEspagne 1864-1914, Atelier Nationale de Reproduction des Théses, Uni-
versité de Lille III, 1985, 2 vols., y Libros, prensa y lectura en la España
del siglo XIX, Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1993.
4 Las líneas precedentes abrevian algo de las opiniones que he ver¬
tido en algunos trabajos: mi prólogo a la edición facsímil del catálogo
de Biblioteca Renacimento, 1915, Madrid, 1984, págs. 11-19; el artículo
«El Cuento Semanal (1907-1912); texto y contexto», en Formas Breves
del relato, ed. Aurora Egido e Yves R. Fonquerne, Zaragoza, 1986,
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La época más reciente suministra todavía ejemplos más


preclaros de cómo la industria cultural, el consumo que esti¬
mula y las mismas necesidades históricas —divulgadas por los
profetas de la prensa cultural— componen un panorama de
aparente incoherencia pero, en el fondo, de férrea homoge¬
neidad. Y no tanto me refiero a las novelas de éxito que se
contruyen sobre encuestas de lectores y en obediencia de los
lectores que piden recuerdos de la guerra del Vietnam, refe¬
rencias al peligro del fanatismo en el mundo árabe o apolo¬
gías del sionismo disfrazadas de retórica antinazi. Me refiero
a fenómenos menos escandalosamente mercantiles pero que
señalan para 1970 y en España la urgencia de tratar la Guerra
Civil desde los presupuestos de una reconciliación, cuando
San Camilo 1936 de Cela, Cinco horas con Mario de Miguel
Delibes o El tragaluz de Buero Vallejo han abierto brecha en¬
tre los lectores de novelas encuadernadas en tela editorial o
en las plateas pretenciosas de la clase media alta. En este caso,
resulta evidente que la evolución de las mentalidades se alió
con la oportunidad de unos testimonios de elevada calidad
media y con las expectativas de un mercado librero en acu¬
sada evolución. Otras veces, hechos que son a primera vista
paradójicos encuentran su interna coherencia en una mayor
distancia histórica y en una interna dialéctica que pudo pa¬
sar desapercibida al observador: ¿cómo explicar, si no, el éxito
de la cursilería rosácea de aquel Love Story de Erich Segal en¬
tre un público que parecía captado por el subversivo cinismo
de The Beatles y que se encandilaba con Bob Dylan y Joan
Baez? Un decenio después la invasión de la sentimentalidad,
el flou relamido de los tonos pastel en la decoración posmo¬
derna, el retorno al melodrama que aprecian los entusiastas
de Pedro Almodóvar, indican que el regreso a la puerilidad

pags. 207-220, y el capítulo «1900-1910: la nueva literatura, nuevos pú¬


blicos», en La doma de la Quimera. Ensayos sobre nacionalismo y cultura en
España, Barcelona, 1988, págs. 135-170.
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emotiva, el reencuentro con el paraíso terrenal de la afectivi¬


dad, se venía larvando en un ciclo mucho más dilatado y uni¬
tario de lo que quieren las imposiciones de las modas. Pero,
por ejemplo, el recurso al amour fou —en su liturgia tradi¬
cional— no parece privativo de la estética de la homosexua¬
lidad militante: una novela como El río de la luna de José Ma¬
ría Guelbenzu apela a esa metáfora para intensificar un
atractivo testimonio de crisis espiritual típicamente posterior
al olvido de 1968.

El precario lugar de la literariedad

Puede aturdir, en efecto, la heterogeneidad de lo mencio¬


nado, cuando parecía que andábamos con pie seguro por los
caminos de la especificidad literaria, de «sistemas» que se or¬
ganizaban como permeables al mundo exterior (y a las órbi¬
tas paralelas de otros «sistemas») pero siempre sobre el presu¬
puesto de ser transfiguraciones rigurosamente estéticas.
Ocurre, sin embargo, que, a despecho de un concepto muy
restrictivo de lo que los formalistas rusos llamaron literatur-
nost(y que traducimos habitualmente «literariedad»), una de¬
finición del concepto de literatura que satisfaga a la historia
de sus usos no parece cosa fácil5. Pero tampoco parece que sea

5 Siguiendo a Jean Cohén (La structure du langage poétique, 1966),


Mircea Marghescou señala la diferencia del régimen referencial de un texto
y el régimen poético que puede convertirlo, sin cambiar una sílaba, en li¬
terario: en el ejemplo, la nuda enumeración de los hechos de un accidente
de automóvil, al ser dispuesta en líneas de verso libre, se trueca en una
evocación llena de patetismo en su misma lacónica pobreza. «Alrededor
del texto literario —escribe Marghescou— el régimen literario teje círcu¬
los de expresión semántica cada vez mayores (...). La obra afecta hablar
de un solo individuo, pero se aprecian informaciones sobre la especie. La
palabra constituye su sentido estableciendo una relación directa con el ar¬
quetipo. En los actos concretos se ve el acto, en un individuo el grupo, la
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impertinente a la hora de completar aquella otra que puede


establecerse sobre su dimensión de lenguaje: lengua en fun¬
ción poética y no comunicativa, o mensaje cuya literalidad
no puede ser cambiada o sustituida sin pérdida de su valor
entitativo. Quien tome una laboriosa bibliografía de obras
publicadas en el siglo xviii encontrará con dificultad lo que
conoce ventajosamente —pongamos el Teatro Crítico Uni¬
versal, la Vida, de Torres, La comedia nueva, de Moratín—,
pues lo ha de ver anegado en devocionarios, ediciones de las
obras ascéticas del capuchino Antonio Ajrbiol, novenarios de
los más exóticos santos, discursos en favor o en contra de ob¬
servaciones seudocientíficas, relaciones de milagros y funda¬
ciones y, en el más cercano de los casos, rimeros de poéticas
y retóricas para uso de escolares. No es eso la literatura, por
supuesto, pero sin la credulidad popular de esa Bibliotheque
Bleue española no hubiera existido Feijoo y sin tanta hagio¬
grafía ridicula no se explicaría el sarcasmo moratiniano en El
sí de las niñas sobre los innúmeros tomos —uno por año de
vida— del cuento de los días de fray Serapión de la Madre
de Dios, como sin el Pedro Vayalarde o Marta la Romorantina
llenando los coliseos de Madrid no cabría La comedia nueva.
Pero hay más. Quien hojee la cumplida Biblioteca de los
mejores escritores del reinado de Carlos III, del benemérito ilus¬
trado Juan Sempere y Guarinos, quedará muy asombrado
cuando observe que el marbete de «escritor» lo mismo alcanza
a Tomás de Iriarte que al periodista Francisco Mariano
Nipho, a la Real Academia Española y sus tareas de defensa
del idioma que a las Sociedades Económicas de Amigos del
País y sus meticulosos informes sobre la reforma de la bene¬
ficencia y la cría de los gusanos de seda, a la naciente prensa
periódica y al impresor Joaquín Ibarra. Es evidente que esto
enuncia promiscuidades más significativas aunque no sean las

clase, la esencia: el destino de la humanidad en los avatares de los imbé¬


ciles de Beckett» (Le concept de littérarité. La Haya-París, 1974, pág. 52).
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que hoy reconoce como corrientes el lector de hoy. Pero en¬


tre nosotros tuvieron larga duración. Cuando en 1846 el im¬
presor Manuel Rivadeneyra sacaba el primer volumen —las
obras no dramáticas de Cervantes— de su Biblioteca de Au¬
tores Españoles, la situación persistía y ese panteón nacional
de nuestra literatura, signado por la estimativa romántica y
por el sentido reverencial de lo antiguo, incluiría todavía nu¬
merosas reminiscencias del concepto mixto de lo literario: así
se explica el reconocimiento de la tradición dieciochesca (la
obra de los Moratines ocupa la segunda entrega, se imprime
una copiosa selección de Floridablanca y otra de Feijoo, y
Manuel José Quintana es el único autor vivo que accede a tan
respetable parnaso) o se entiende el peso que la historiogra¬
fía medieval tiene frente a los exiguos y desaliñados volúme¬
nes de prosa y poesía coetáneas. ¿Quién sostendría hoy como
clásica la prosa del conde de Toreno en su reciente Historia
de la guerra y Revolución de España o preferiría la acreditada
Historia de España del padre Mariana a la Silva de varia lec¬
ción de Mexía? ¿Cómo justificar los cuatro volúmenes de fray
Luis de Granada, donde no se recoge tanto libro de místicos
y el propio Juan de la Cruz aparece en el heteróclito tomo de
Romancero Sagrado? ¿Quién incluiría la Agudeza y arte de in¬
genio gracianesca entre las obras de filósofos, al lado de la Vi¬
sión delectable de Alfonso de la Torre? Apenas la sistemática
recogida del teatro áureo nos indica que estamos en la época
que descubrió el romancero o la fascinación por la comedia
de enredo o por la lectura filosófica y no satírica del Quijote.
Como a menudo se ha señalado, ni siquiera el concepto de
«Siglo de Oro» comparece en un status quaestionis que, al res¬
pecto, no podía ocultar su inquina liberal al siglo de la In¬
quisición6. Quizá la huella de ese concepto mixto del canon

6 Sobre el canon de la Biblioteca de Autores Españoles he escrito en


mi artículo «De historiografía literaria española: el fundamento liberal»,
que se citó en la nota 10 al capítulo III, especialmente páginas 446-449;
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literario no ha desaparecido del todo entre nosotros y por eso


nuestros manuales hallan para Jovellanos tantos timbres de
gloria en haber escrito el Informe sobre la ley agraria, cuanto
por haberlo hecho con las «Sátiras a Ernesto» y El delincuente
honrado. Y cuando tratamos del siglo xix otorgamos tanto lu¬
gar a Espronceda cuanto a Larra y hasta a Menéndez Pelayo
cuanto a Campoamor... Lo que, a veces, no es parva ventaja
cuando el repaso de lo más reciente nos trae a Maeztu y a Or¬
tega y Gasset o tanto aprecia En torno al casticismo como San
Manuel Bueno, mártir en el caso de Unamuno, y Clásicos y
modernos o El caballero inactual en el caso de Azorín.
Pero vayamos algo más lejos para preguntarnos qué crite¬
rios (que no sean muy especiosos) autorizan otorgar la misma
«literariedad» de principio a la Vida que Teresa de Jesús es¬
cribió a instancias de su confesor, que a los sonetos que el ca¬
nónigo Herrera construyó a la eterna memoria de la de Gel-
ves, o quién concede al filólogo aislar poemas de Juan de la
Cruz de su función genética de la exégesis en prosa. Y claro
está que, en ambos casos, algún lector privilegiado, la traición
de la imprenta, o las lecciones que nos dan las transmisiones
manuscritas de aquellas obras, certifican que su implícita li-
teraturnost tuvo un reconocimiento muy temprano, aunque
sea muy difícil atribuirlo en el mismo grado a los autores.
Cuando menos, la institución literaria tuvo para ellos unas di¬
mensiones muy distintas de las que podía tenerla para el Lope
de Vega de las comedias, para el altivo fray Luis de León, que

sobre el alcance e historia del concepto de «Siglo de Oro» apuntó refle¬


xiones de mucho interés Nicolás Marín, Meditación del Siglo de Oro, Uni¬
versidad de Granada, 1982. El dieciochesco conde de Torrepalma se re¬
fería al xvn como «siglo áureo» y Cadalso y Mayans utilizaron la misma
referencia para aludir su xvi (cfr. el importante trabajo «El redescubri¬
miento de fray Luis de León en el siglo XVIII», en el volumen de Anto¬
nio Mestre, Influjo europeo y herencia hispánica. Mayans y la Ilustración va¬
lenciana, Valencia, 1987, págs. 237-299, antes aparecido en el Bulletin
Hispanique, LXXXVIII (1981), págs. 5-64).
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desdeñaba sus poemas como «obreciellas que se me cayeron


de las manos», para el Fernando de Herrera, que consagraba
buena parte de sus Anotaciones garcilasistas a la ilustración y
defensa de la poética de su grupo.
Ocurre que el concepto mismo de «literatura» no siempre
ha significado lo mismo ni ha abarcado las realidades que
contempla hoy. Como explica Raymond Williams, origina¬
riamente fue «una diferenciación del área caracterizada como
retórica y gramática: una especialización en la lectura (...)
[que] no fue jamás en su origen la composición activa —la
producción— que la poesía había descrito». Más tarde, en el
siglo xviii, fue «un concepto social generalizado que expre¬
saba cierto nivel (minoritario) de realización educacional (...):
una categoría aparentemente objetiva de libros impresos de
cierta calidad». Y sólo más tarde, «el desplazamiento desde el
concepto de saber a los de gusto o sensibilidad constituyó de
modo efectivo el estadio final del desplazamiento iniciado a
partir de una profesión ilustrada paranacional», donde «la crí¬
tica es un concepto fundamentalmente asociado a este mismo
desarrollo»7. No me resisto a dejar de apostillar las dos últi¬
mas fases con sendos obiter dicta españoles: el designio del
Diario de los Literatos de 1737 es, precisamente, sancionar
desde las proximidades de la administración reformista de

7 Raymond Williams, Marxismo y literatura, Barcelona, Península,


1980, pág. 61. Con más extensión, Claude Cristin («Definitions et déli-
mitations de l'histoire littéraire fran^aise de 1770 a 1850», en Aux origi¬
nes de l'histoire littéraire, Université de Grenoble, 1973, págs. 85-109) ob¬
servó las aparentemente paradójicas definiciones de los diccionarios de
Trevoux y de la Academia, ambos de finales del xvn; «Lettres: se dit aussi
des Sciences» y «Lettres: au pluriel, se dit de toute sorte de Science et de
doctrine.» También en España el Diccionario de Autoridades define «Lite¬
rario» como «lo que pertenece a las letras, ciencias o estudios» y «letras»
por «ciencias, artes y erudición». Contempla esta labilidad conceptual el
trabajo de Robert Escarpit, «La definición du terme líttérature», en Pro-
ceedings of the Illrd Congress of the International Comparative Literature As-
sociation. La Haya, 1962.
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Fernando VI lo más útil y pedagógico de entre los nuevos,


con lo que se introduce entre nosotros la alianza de oficiali¬
dad, pedagogía y crítica; casi cien años después, la obra crí¬
tica de Mariano José de Larra subordina todavía la especifi¬
cidad de lo literario a consideraciones «nacionales» y
«morales» que, sin embargo, apuntan más a una obsesión de
pedagogía social que a una política de Estado (quizá fue Juan
Valera el primer crítico español que sintió, aunque en modos
más tradicionales que modernos, la autonomía de la literatura
con respecto a la pedagogía).
Dos importantes consecuencias se infieren de ese estatus
tan cambiante. A la primera —diferenciar qué es literatura de
lo que, bajo el mismo nombre, no lo es— hemos dedicado
arriba algunas consideraciones, cuya valoración puede ser
trascendental a la hora de ponderar las actitudes del escritor
respecto a su obra y la del público en lo que concierne a su
uso; la segunda —establecer la frontera entre la literatura y lo
que se ha llamado subliteratura— ha merecido, sin duda, mu¬
cha bibliografía y hasta particular atención por parte de los
sociólogos de la literatura. La delimitación es muy compleja.
Obsérvese que, en el primero de los casos señalados, es la con¬
cepción —mejor que el contenido— lo que distingue la lite¬
ratura y la no-literatura porque el público de ambas es idén¬
tico en principio; en el segundo caso, sin embargo, sucede a
la inversa: mutatis mutandis, existe la misma voluntad de li-
teraturnost en un poema de Antonio Machado y en una letra
para cantar de Rafael de León, en una novela de Galdós y en
otra de Carlos de Santander, pero es el público —además de
la calidad— el que sustancialmente las diferencia. Y quizá
más, no tanto la cualificación estética del público como su
actitud: ante la literatura adopta una sumisión expectativa
que, en el caso de la subliteratura, se trueca en esperanza con¬
creta de un cliché argumenta! o sentimental y, en definitiva,
una cierta dictadura sobre la condición del producto que se
le sirve. Y a ello sirve, naturalmente, una literariedad avulga-
rada y de receta.
Literatura y sociedad 113

Conviene, sin embargo, andarse con ojo a la hora de for¬


mular categorizaciones tajantes. «Al tratar de definir en qué
consiste el término de literatura —escribe Francisco Yndu-
ráin en un sensatísimo trabajo sobre las posibilidades abiertas
por la sociología—, se ofrecen no pocos problemas, empe¬
zando por el de sus límites. Es ya terminología de curso nor¬
mal la de subliteratura, infraliteratura, trivialroman, literatu¬
ra kitsch, literatura de masas, etc. La verdad es que la historia
de la literatura se ha venido haciendo, desde que existe, con
criterios de muy reducido alcance: más o menos, era literatura
lo que leían o consumían círculos selectos o sedicentes; y la
inclusión o exclusión, resultados de unos gustos y principios,
digamos de escuela. La separación por motivos de calidad
—y de calidad según criterios de grupo— ha tenido curiosas
rectificaciones con el tiempo. El Decamerón fue considerado
como subliteratura aunque no se emplease el término; y el
Quijote no parece que tuviera muchas facilidades de acceso al
Parnaso, en su tiempo. En el siglo xv el marqués de Santillana
se refiere a los romances como obras con las que se conten¬
tan gentes de baja o servil condición»8. Y a la lista aún se po-

8 «Sociología y literatura», en De lector a lector, Madrid, Escelicer,


1973, págs. 281-282. Las primeras aproximaciones a la «sociología de la
literatura» en España estuvieron marcadas, efectivamente, por una acu¬
sada proclividad hacia las formas avulgaradas y más difundidas: así lo se¬
ñalé en un artículo muy ingenuo, «Sociología de la literatura en España»,
en Sistema, 1 (1973), págs. 69-80, y lo confirmó la divertida compilación
de Andrés Amorós, Subliteraturas, Barcelona, Ariel, 1974. Pero aquella
tentación por la sociología recreativa (o por lo que Michel Potet llamaría
«literatura temática») se fue haciendo más compleja. Así lo vio Jean Ri-
cardou en una luminosa reflexión, «Penser la littérature autrement», en
Colloque sur la situation de la littérature, le livre et les écrivains, París, 1977,
págs. 84-92 y 92-127, para el debate de su intervención. En ese orden de
cosas, Joaquín Marco ha realizado una nómina muy sugestiva de la lite¬
ratura de cordel tardía en Literatura popular en España en los siglos XVIII
y XIX, Madrid, Taurus, 1977, 2 vols., y, por su lado, Fernando García
Lara ha hecho una importante pesquisa en la significación y el mercado
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dían añadir casos más claros. Alguno tan llamativo como el


que ofrece la difusión de Las mil y una noches: obra conside¬
rada intrascendente por la bibliografía árabe (hasta el punto
de carecer a la fecha de una satisfactoria edición crítica), el
mundo occidental la incorporó muy pronto al acervo de la
cuentística universal y, al menos desde la traducción francesa
de Galland, constituye el único clásico árabe de referencia
obligada.
En todos los casos citados, la condición subliteraria viene
determinada por la intolerancia del canon vigente hacia al¬
gunos géneros o formas. La misma Divina Comedia pechó
con el nombre del más ínfimo de los estilos porque estaba es¬
crita en volgare, mezclaba rangos diferentes en sus personajes
y concluía con la celeste visión que la remata. Bastó que un
librero avispado, como el anturpiense Martín Nudo, reco¬
giera romances en un cancionero para abrir un largo proceso
editorial y colocar el romancismo en el centro de la estima¬
tiva poética culta de dos o tres generaciones de escritores, en¬

de Felipe Trigo en su libro El lugar de la novela erótica, Granada, 1986, a


la vez que ya pueden censarse las actas de interesantes reuniones científi¬
cas sobre el tema: citare la dedicada a L infralittérature en Espagne aux
XlXe et XXe siecles, Université de Grenoble, 1977, y la titulada Les pro-
ductionspopulaires en Espagne 1850-1920, París, 1986, que recoge los tra¬
bajos presentados en la Universidad de Pau la primavera de 1985. La base
fundamental de tales estudios en un conocimiento cabal de los mecanis¬
mos de la producción y venta de libros. Sobre los límites de una «histo¬
ria literaria popular» pueden ser útiles los libros de Geneviéve Bólleme,
Le peuple par écrit, París, 1986, y Claude Grignon y Jean Claude Passe-
ron, Lo culto y lo popular. Miserabilismo y populismo en sociología y litera¬
tura (1989), Barcelona, Ediciones de la Piqueta, 1992. Y referencia obli¬
gada son los conceptos alumbrados por el británico Peter Burke, La
cultura popular en la Edad Moderna (1978), Madrid, Alianza, 1991, y Ro-
ger Chartier, El mundo como representación. Estudios sobre historia cultu¬
ral, Barcelona, Gedisa, 1992, y Libros, lectura y lectores en la Edad Mo¬
derna, Madrid, Alianza, 1993 (Chartier, en colaboración con Guglielmo
Cavallo, es autor de una Elistoire de la lecture dans le monde occidental Pa¬
rís, Seuil, 1995).
Literatura y sociedad 115

tre ellos Lope o Góngora de forma destacada. Es fácil conve¬


nir, sin embargo, que existe una subliteratura que no alberga
el más mínimo propósito de salir de tal situación y que, con¬
trariamente a lo que creen los entusiastas de la creatividad po¬
pular, remeda a distancia los modelos cultos. O incluso colo¬
niza con efectividad algunos sectores de la propia gran
literatura. La «Canción del pirata» esproncediana y muchas
de las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer han vivido ese des¬
tino dual de ser, a la vez que piezas a las que se rinde el res¬
peto reverencial condigno, víctimas de recitaciones escolares
de final de curso o de secuestros por parte de novios cursis.
La canción popular de hoy ha proporcionado la misma au¬
diencia a composiciones de Antonio Machado y, como ha se¬
ñalado oportunamente Andrés Amorós, no pocas letras de las
que canta Manolo Escobar utilizan numerosos estereotipos
formales de la poesía de Lederico García Lorca (por supuesto,
de un Romancero gitano cuya larga historia subliteraria está
por hacer). Algo parecido ha sucedido con la sobrevivencia
del modernismo americano, en el que el tango argentino o el
bolero han sido el último refugio de los nocturnos rubenda-
rianos y hasta del erotismo místico de Amado Ñervo. En éste
como en otros casos, la impensada posteridad popular andaba
implícita en algunos de los puntos de partida. El crédito de
Pío Baroja como lectura proletaria se debe tanto a la accesi¬
bilidad de su estilo artístico y a la variedad de sus temas, como
a la índole de su arbitrariedad ideológica que más de uno
identificó con las contradicciones inherentes a un pensa¬
miento revolucionario. Por las mismas fechas, un desatado
modernista colombiano como José María Vargas Vila se con¬
vertía en el escritor predilecto de los anarquistas militantes de
las dos orillas del Atlántico, por más que su estilo rebuscado
y tormentoso se parezca bien poco a la expresiva diafanidad
del de Baroja9.

9 El mundo de la lectura popular es un campo de trabajo muy su¬


gestivo que empieza a recibir aportaciones: señalo el volumen de conjunto
116 José-Carlos Mainer

La caducidad de la literatura

Sucede a menudo que la norma a la que antes se aludía


no es única ni sus fundamentos tan reflexivos como puede
parecer. Quizá conviene distinguir entre sistemas de índole
general con cierta duración temporal y sus plasmaciones
prácticas que, frecuentemente, responden a soluciones de
compromiso más o menos afortunadas con géneros afines
o anticuados, o a trivializaciones del modelo originario. Los
libros sentimentales de finales del xv, primeras obras hispá¬
nicas que se benefician ampliamente de la difusión im¬
presa, pertenecen en buena medida a la galaxia o sistema
expresivo del amor cortesano que llevaba un par de centurias
de actividad artística. Pero también combinan hábilmente
la reminiscencia de otros subsistemas vigentes —la retórica
peculiar de la epistolografía, el gusto por las alegorías y
divisas, la curiosidad «científico-médica» por la pasión amo¬
rosa...— y que todo se resume en un género mixto y acce¬
sible que, no por casualidad, parece especialmente ade¬
cuado a aquellas damas de la reina Isabel a las que Diego
de San Pedro dedicó el más conocido de sus tratados. Algo
similar sucede con los libros de pastores, género que pagó
con su definitiva caducidad su condición originaria de
mezcolanza de moldes ajenos; el esquema pastoril clásico,
algún préstamo paladino de los propios libros de caballe¬
rías, la presencia de elementos aventureros de signo urbano
(que más tarde se emanciparon en la comedia de capa y es¬
pada o en la novela corta del xvn), el uso y abuso de los

Culturas populares, Diferencias, divergencias, conflictos, Madrid, Casa de


Velázquez, 1986 (que recoge textos leídos en un coloquio convocado por
la Casa de Velázquez en Madrid) y Literatura popular y proletaria, Uni¬
versidad de Sevilla, 1986 (que hace lo propio con lo discutido en la Uni¬
versidad hispalense por iniciativa de Jorge Urrutia).
Literatura y sociedad 117

intermedios líricos de acusado rebuscamiento métrico, la


facilidad con que dio paso franco a los personajes de clave
más o menos transparente10.
Naturalmente que el genio supera las limitaciones y que
la Diana de Montemayor flota con su melancólica sencillez
en el piélago donde naufragó Antonio de Lofraso y, en buena
medida, Cervantes con todo y serlo al escribir La Galatea. Es
difícil explicarse el éxito de los poemas épicos del Siglo de
Oro —y es urgente preguntarse a qué obedecía su lectura—,
aunque no quepa dudar de la vigencia que cuatrocientos años
después tienen Camoens y Ercilla. Ni siquiera puede hablarse
de caducidad en términos absolutos cuando lo hacemos en
un tiempo en que las «recuperaciones» parecen ser una moda
generalizada.
Pero la caducidad afecta a veces a otros aspectos de la obra
artística que ya no son las convenciones formales y sus solu¬
ciones. Puede hacerlo, por ejemplo, al referente de unas me¬
táforas —y es el caso del uso de la mitología clásica, compi¬
lada en las Metamorfosis ovidianas— y en casos quizá más
numerosos a aquel ingrediente de «heterogeneidad» del que
hablaba por boca de Theodor Adorno páginas atrás. Es ob¬
vio que lo que subsiste de Macbeth o de Electra no son las re¬
soluciones violentas de sus personajes, ni menos aún el con¬
texto jurídico que las hacía posibles. También es cierto que
mentimos un poco cuando decimos que perduran los senti¬
mientos de sus protagonistas en la medida en que encarnan
universales de la conciencia humana y que en sus voces en¬
cuentran eco las de todos los hombres y mujeres. Estaremos

10 Un fino análisis sobre los motivos que labran el final de una moda
viene en el estudio de María Rosa Lida de Malkiel «Argenis o de la cadu¬
cidad en el arte», en Estudio de literatura española y comparada, Buenos
Aires, 1966, págs. 221-237, a propósito de la obra de Barclay tan leída
en el siglo xvn. Un marco teórico del problema, en el trabajo de Robert
Escarpit «Succés et survie littéraires», en Le littéraire et le social, ed. cit.,
págs. 129-163.
118 José-Carlos Mainer

más cerca de la realidad si decimos que con Macbeth o con


Electravibra un segmento de nuestra sensibilidad que es, muy
a menudo, inseparable de la arqueología, de la admiración
por el pasado hermoso en tanto que hermoso y en tanto que
pasado. Y que la admiración estética —y eso lo supo muy
bien Aristóteles— no se produce tanto por compenetración,
como por una entrega apasionada a las convenciones artísti¬
cas, por un modo de enajenación que no tiene que ver con
la pedagogía o con la fotografía, sino con la libertad de la ima¬
ginación.
No son pocos los temas que han caducado también como
realidades sociológicas efectivas sin que en su obsolescencia
les acompañara el prestigio cultural que se otorga a los gran¬
des hechos históricos del pasado, a las civilizaciones exóticas,
o a determinadas etapas universales de la cultura (y aun así
sería curioso comprobar la escasa antigüedad que tiene la sen¬
sibilidad ante lo exótico o el sentimiento arqueológico de
nuestro propio pasado; o, para entendernos con ejemplos
concretos, la apreciación entusiasta de la escultura africana o
la estima por los monumentos románicos). Pero no hace falta
ir tan lejos en el tiempo y en el espacio. Adorno ha señalado
que «la literatura sobre el adulterio que llena el período Vic¬
toriano del siglo xix y de los comienzos del xx es hoy apenas
inmediatamente imitable tras la disolución de la pequeña fa¬
milia de la alta burguesía y el relajamiento de la monogamia;
sólo en la literatura vulgar de las revistas ilustradas sigue arras¬
trando una vida débil y vuelve de cuando en cuando»11. Todo
lo cual no autoriza a que el lector de hoy resuelva a su modo
los problemas que plantea, por ejemplo, La regenta de Leo¬
poldo Alas: ni cabe decir que Fermín de Pas tendría que ha¬
ber colgado los hábitos, ni que Ana Ozores debió haber aban¬
donado a su marido al día siguiente de su coyunda (o acudir

11 Teoría estética, ed. cit., pág. 13. Sobre la «autarquía artística», cfr. el
interesante excurso que se recoge en págs. 403-419.
Literatura y sociedad 119

a un juzgado de familia), ni siquiera que a Víctor Quintanar


tocaría haber satisfecho con más denuedo las muchas necesi¬
dades de su esposa. La sensación del lector ante esta novela
no solamente le invita a aceptar los condicionantes históricos
o sociales que vedan tan peregrinas soluciones, sino que la in¬
duce artísticamente a dar por literariamente válidos los su¬
puestos de partida. Quintanar no es sólo «la impotencia» sino
también la dignidad bien ganada, la capacidad de compren¬
sión y cariño (aunque sean dolorosamente erróneos), el egoísmo
venial y algo senil que no excluye la lucidez. Fermín de Pas
no es, a su vez, la nuda ambición de poder y la pasión eró¬
tica, sino la víctima de un designio materno (que tiene mu¬
cho de patético), la tragedia de la soberbia intelectual, la ca¬
pacidad de sublimar su propio erotismo. La sugestión de la
novela de Clarín no radica en ser una novela de adulterio (ése
es su pretexto material y todo cuanto concierne a la caída de
la Regenta se pinta por ello con rasgos de aguafuerte, empe¬
zando por Alvaro Messía), sino en ser una angustiosa refle¬
xión sobre la posibilidad de comunicar y convivir ciertos
sentimientos, sobre la miseria y la grandeza de ciertas trans¬
ferencias psicológicas entre la biología y la espiritualidad.
Ciertamente, como novela de adulterio femenino es un esco¬
lio más al trabajoso proceso de constitución de la sociedad
burguesa española y de su célula familiar, escrito en sugestiva
proximidad con la aprobación del Código Civil español aún
vigente. Y hablar de esto es hacerlo de una profunda reflexión
liberal sobre el destino de aquellas uniones que el romanti¬
cismo había cantado como libres y felices, pero, treinta años
después, se veían como difíciles, equilibrios de la convenien¬
cia crematística, la realización individual, la pasión física y la
necesidad de garantizar continuidad respetable a los negocios
y a los bufetes. El mérito de Clarín —que es también el de
Galdós— es haber escrito mucho más que la crónica de un
problema sociomoral del siglo xix; sobre el cañamazo de esa
realidad han hecho llegar hasta nosotros la conciencia angus¬
tiada de un dilema de base, que también es —o que es mu-
120 José-Carlos Mainer

cho más profundamente— el siglo xix: la dificultad de vivir


lo individual en un proceso determinado de socialización, la
impotencia para conciliar la espontaneidad con la norma ju¬
rídica, la nostalgia de la libertad en un tiempo de organiza¬
ción. No les diferencia de los demás cronistas del adulterio
femenino el anticipar problemas posteriores en el tiempo,
sino el grado de profundización en los que tenían a la vista.
Y este largo alcance de concepción no solamente afecta a
las intenciones. Modifica a menudo el mismo instrumental
narrativo convencional —el estilo familiar y minucioso de la
novela de la Restauración— que comparten con tantos otros.
Cuando Galdós confía la introspección de Rosalía Pipaón, la
de Bringas, a una forma embrionaria de monólogo interior,
o cuando Clarín nos muestra la escena más patéticamente
atrevida de todos los relatos de su tiempo (Bonis haciendo el
amor con su mujer, en Su único hijo), estamos viendo cómo
una búsqueda formal en el punto de vista del narrador o una
ruptura del pacto tácito con la moral iluminan los derroteros
de la obra maestra, a expensas del camino trillado de sus con¬
temporáneas.

La función de la ideología

Es evidente que esa conciencia individual que un día se


decide a recorrer el camino que separa su visión de la reali¬
dad y la hoja en blanco pertenece también a ese mismo
mundo que intenta transcribir —o ayudarse a entender—,
como pertenece al suyo propio quien como historiador, unos
años o unos siglos más allá, quiere reconducirla a la trama de
vivencias y esperanzas de la que quiso salir. Y, como tal con¬
ciencia, no se forma por sí sola por amor de la inspiración o
de la reflexión. Hace ya mucho tiempo que Hegel condensó
en una frase el límite de la filosofía idealista cuando habló de
«la identidad del sujeto y del objeto del pensamiento» (nos¬
otros diríamos del escritor y de su escritura, del estadio de sub-
Literatura y sociedad 121

jetividad de partida y de la objetividad que pretendía alcan¬


zar), pero Karl Marx dio a la fórmula un giro copernicano
cuando enunció que «la existencia social precede a la con¬
ciencia».
En cualquier caso, la mera introducción del término «con¬
ciencia» ha supuesto un interesante elemento de mediación
en la bipolaridad individuo-realidad. Y las tesis de Lucien
Goldmann, al respecto, parecen un buen punto de partida, si
no para definir con caracteres inmutables la «sociología es-
tructuralista genética» que postulaba, sí cuando menos para
disponer de un esquema certero en la dilucidación del tér¬
mino que nos ocupa. El investigador francés se apoyó origi¬
nariamente en la distinción de Lukács entre conciencia real (la
comprensión que un individuo o grupo dados tienen en mo¬
mento determinado de las circunstancias sociales imperantes)
y conciencia posible (el grado hipotético de mayor conciencia
que cabría adquirir de una realidad específica por parte de un
individuo o grupo concreto). Ambos elementos podrían fun¬
cionar dialécticamente —piensa Goldmann— como un ter¬
mómetro crítico de apreciación que, aplicado a los conteni¬
dos de la literatura, sería muy útil en el estudio de períodos
donde el conflicto social y el protagonismo de los escritores
apareciera formulado bajo las especies de grupo disidente. La
mejor ilustración del concepto se dio a conocer en uno de los
libros capitales de la historia de la ciencia literaria francesa:
Le Dieu caché (1955), significativamente subtitulado «Etude
sur la visión tragique dans les Pensées de Pascal et dans le théá-
tre de Racine». Aquí el método se desplegaba en todo su ri¬
gor: se discernía un grupo social —la nobleza de toga— y se
indicaba la razón profunda de su conflicto —la conciencia de
su poderío intelectual agudamente incongruente con su de¬
pendencia de la monarquía absoluta y la presencia de la no¬
bleza tradicional. A partir de ahí, la rigurosidad autoexigente
del pensamiento jansenista aparecía como la modalidad reli¬
giosa adecuada a la frustración de un grupo que ni era bur¬
gués por su forma de vida ni aristócrata por razones de san-
122 José-Carlos Mainer

gre. Y de la patética conciencia jansenista (opuesta a la aco¬


modaticia moral imbuida por los jesuitas a sus discípulos del
«primer Estado») se podía pasar a configurar la «visión trá¬
gica» como elemento formalizador de los Pensamientos de
Blaise Pascal y de las tragedias finales de Jean Racine (Esther
y Athalie, particularmente).
Goldmann no llegó a realizar otro proyecto de tamaña en¬
vergadura y sus investigadores sobre Malraux y Jean Genet no
sobrepasaron las dimensiones del artículo extenso. En 1967,
sin embargo, y poco antes de su muerte, formuló nuevas pre¬
cisiones sobre el concepto de «conciencia literaria». Lo fun¬
damental de tales ideas me excusará lo largo de la cita textual:

1. La relación esencial entre la vida social y la creación


literaria no incumbre al contenido de estos dos sec¬
tores de la realidad humana, sino tan sólo a las es¬
tructuras elementales, lo que podríamos llamar las ca¬
tegorías que organizan a la vez la conciencia empírica
de cierto grupo social y el universo imaginario creado
por el escritor.
2. La experiencia de un solo individuo es demasiado
breve y limitada para poder crear una estructura men¬
tal como ésa, que sólo puede ser el resultado de la ac¬
tividad conjunta de un importante número de indi¬
viduos que se encuentran en una situación análoga,
es decir, de individuos que constituyen un grupo so¬
cial privilegiado (...). Vale decir que las estructuras
mentales, o por emplear un término más abstracto las
estructuras categoriales significativas, no son fenó¬
menos individuales, sino fenómenos sociales.
3. La ya mencionada relación entre la estructura de la con¬
ciencia de un gmpo social y la del universo de la obra cons¬
tituye en los casos más favorables al investigador una
homología más o menos rigurosa, pero a menudo,
también, una simple relación significativa. Dentro de
esta perspectiva puede, pues, ocurrir —y hasta ocu-
Literatura y sociedad 123

rre con suma frecuencia— que contenidos completa¬


mente heterogéneos y hasta opuestos sean estructu¬
ralmente homólogos, o bien que se encuentren en
una relación comprensiva en el plano de las estructu¬
ras categoriales. Un universo imaginario, en aparien¬
cia completamente extraño a la experiencia concreta
—el de un cuento de hadas, por ejemplo—, puede ser
en su estructura rigurosamente homólogo a la expe¬
riencia de un grupo social particular, o al menos vin¬
cularse a ésta de una manera significativa (...)•
4. Dentro de una perspectiva como ésta, las cumbres de
la creación literaria pueden estudiarse tan bien como
las obras mediocres, y hasta revelan ser particular¬
mente accesibles a la investigación positiva (...).
5. Las estructuras categoriales que rigen la conciencia
colectiva y que son traspuestas al universo imagina¬
rio creado por el artista no son conscientes ni in¬
conscientes en el sentido freudiano de la palabra, que
supone una represión; son procesos no conscientes
que en ciertos aspectos se emparentan con los que
rigen el funcionamiento de las estructuras muscula¬
res o nerviosas y determinan el carácter particular
de nuestros movimientos y gestos. Pero en la mayo¬
ría de los casos la puesta en claro de tales estructuras
e, implícitamente, la comprensión de la obra no son
accesibles a un estudio literario inmanente ni a un es¬
tudio orientado hacia las intenciones conscientes del
escritor o hacia la psicología profunda, sino tan sólo
a una investigación de tipo estructural y socioló-
gico 12 .

12 «La sociologie de la littérature: statut et problémes de méthode»,


en Marxisme et Sciences humaines, París, Gallimard, 1970, págs. 57-59. So¬
bre el concepto capital de «conciencia posible», deben verse Sciences hu¬
maines etphilosophie, París, Gonthier, 1966, pags. 118-129, y «L impor-
124 José-Carlos Mainer

Puede apreciarse que las tesis de Lucien Goldmann en¬


cierran algún punto de escasa precisión —el final, discutible
intento de lograr una dimensión psicocrítica para la ciencia
literaria— pero también dos conclusiones de primera magni¬
tud: la que concierne a la imposibilidad individual de con¬
formar una «conciencia» que impulse a su vez una determi¬
nada «visión del mundo» y aquella que se refiere a la aparente
falta de homología entre la realidad social y su reflejo artís¬
tico y, por descontado, a la ausencia de univocidad en dicho
reflejo. Si venimos a un ejemplo español, las consideraciones
goldmannianas ratificarían, en un plano literario, las conoci¬
das hipótesis de Américo Castro sobre la importancia inte¬
lectual de la casta de conversos en el Siglo de Oro. Basta sus¬
tituir el peculiar vocabulario neoorteguiano del gran filólogo
español por la nomenclatura kantianomarxista de Goldmann,
o los casos hispánicos por los homólogos franceses: decir ju-
deoconversos donde se dijo jansenistas, hablar de visión del
mundo donde Castro pone «morada vital», precisar más las
intuiciones de éste sobre la común pertenencia de los con-

tance du concept de conscience possible pour la communication», en La


création culturelle dans la société modeme, París, Gallimard, 1971, págs. 7-24.
Una fiel aplicación de la metodología goldmaniana en el tratadito teórico
de Juan Ignacio Ferreras, Fundamentos de sociología de la literatura, Ma¬
drid, Cátedra, 1980. Y una actualización crítica de algunos aspectos del
estructuralismo genético goldmaniano en Pierre V. Zima, Pour une socio-
logie du texte littéraire, París, Hachette, 1978, especialmente págs. 169-218.
La necesidad de partir de un análisis del texto —que Goldmann recono¬
cía y que Zima reclama— es lo que alienta en el interesante ejercicio de
«sociocrítica» que Edmond Cros ha expuesto muy bien en su Théorie et
pratique sociocritiques, Université de Montpellier, s.a. (1984), ilustrando
además su exposición con análisis cinematográficos (Scarface, de
H. Hawks) y literarios (Mateo Alemán, Carlos Fuentes, etc.) (versión es¬
pañola como Literatura, ideología y sociedad, Madrid, Gredos, 1986). Una
colección de escritos de esa cuerda es la presentada por Marie Pierrette
Malcuzynski, Sociocríticas. Prácticas textuales/cultura de fronteras, Amster-
dam-Atlanta, Rodopi, 1991.
Literatura y sociedad 125

versos a una preburguesía de funcionarios y negociantes, sus¬


tituir el término de «angustia» por el de «visión trágica».
Y hete aquí una argumentación coherente que quizá pueda
explicar de forma satisfactoria el denominador común que
enlaza a Teresa de Jesús, Jorge de Montemayor y Mateo Ale¬
mán, además de candidatos tan discutibles como Juan del En¬
cina y Luis de Góngora, por ejemplo.
Pero quizá el método de Goldmann sea más adecuado a
segmentos ideológicos menores en el tiempo y más precisos
en la definición y, por lo mismo, correspondientes a sistemas
expresivos más concretables. Por ejemplo, en un análisis de
contenidos y moldes formales del Romancero viejo, surgido
en el momento de las pugnas sucesorias entre el Cruel y su
hermanastro Trastámara. La aparición de un personaje trágico
de plural encarnación (Gerineldo o Tristán de Leonis, Meli¬
senda o el Conde Alarcos), destinado a la muerte o al castigo
tras una experiencia de clandestinidad, traición o equívoco,
víctima de una pasión que le personaliza, parece evidente en
muchos de ellos. Semeja —y en ello anduvo un trabajo de
Julio Rodríguez Puértolas13— la correspondencia precisa de
un estado de conciencia colectiva de incertidumbre y desam¬
paro, nacido al filo de la consigna de los nuevos tiempos —el
individualismo— en una coyuntura histórica de refeudaliza-
ción y algaradas antiseñoriales. Cómo y por qué una forma
de literatura individualista halla su refugio —o quizá se ca¬
mufla— en una expresión popular y ánonima, es el interro¬
gante al que cabría responder ahora, no sin haber compro¬
bado antes que Diego de San Pedro, Garci Sánchez de
Badajoz o Lernando de Rojas recogen no poco del mismo es¬
píritu. Y no faltaría quien, llevado de la mano por la ejem¬
plar y veterana monografía de Johan Huizinga sobre El otoño
de la Edad Media, buscara los mismos reflejos sentimentales

13 «El Romancero, historia de una frustración», en Literatura, histo¬


ria, alineación, Barcelona, 1976, págs. 105-146.
126 José-Carlos Mainer

en la popularidad que los temas troyanos alcanzan e las ma¬


nufacturas de tapices flamencos (y sus entusiastas comprado¬
res castellanos), o en el patetismo con que la escultura fune¬
raria de finales del xv reproduce la desolación de los deudos
y convierte en destino trágico cada muerte personal.

La literatura y las otras artes

Este camino que habla de conciencias estéticas generales


y que apela a vastas visiones complejas de la realidad quizá
fuera el adecuado para introducir un modo de ponderación
comparatista —la que coteja literatura y artes no literarias—
que no por conocida y practicada deja de levantar legítimas
suspicacias y de andar menguada de clarificaciones. Su peor
enemigo es la vaguedad retórica y bienintencionada; su me¬
jor rendimiento, lo didáctico, donde nadie negará la utili¬
dad de las aproximaciones cronológicas y mucho más
cuando conciernen a su vinculación a los públicos. ¿Cabe,
sin embargo, inferir más cosas? Tomás de Iriarte ya lo pre¬
venía cuando en el canto V de su poema La Música («Uso
de la Música en la sociedad privada, y en la soledad») se re¬
fiere, y como objeto de sus preferencias, a la música instru¬
mental «que auxilios de la letra no mendiga» y que es uni¬
versal en tanto que «las dicciones / de los idiomas varios /
solamente unos signos arbitrarios / son de nuestras ideas y
pasiones». Frente a esto, «el compás y acentos musicales»
son «signos naturales»: no dijera más Igor Stravinski al de¬
fender la autonomía de la música respecto a la descripción
de la realidad o de los sentimientos y, por ende, al separar
el mundo literario de la significación del mundo musical de
la armonía gratuita. Pero esa misma y sutil apreciación de To¬
más de Iriarte, y al poco sus alabanzas de Haydén (como
transcribe), ¡cuánto no nos ilustran sobre la configuración
de su mundo poético —una larga y ordenada artesanía, una
optimista capacidad de asombro y curiosidad, esperando
Literatura y sociedad 127

siempre el toque del genio— e incluso, si se me apura, so¬


bre el ideal de lectura de la poesía clasicista, en grata sole¬
dad bien acompañada y afilada la inteligencia receptiva! ¿No
es revelador que, por esos mismos años, Christian Schubart
definiera la «sonata» como «una conversación musical o una
imitación del habla humana con instrumentos»? Muchos
años después, también Pío Baroja —por lo común poco
asociado a los fervores filarmónicos— gustaba de definir su
literatura por referencia a lo musical: y así hablaría de no¬
velas de «melodía larga» o de disposiciones de «ritmo soste¬
nido», a la vez que reconocía —en Juventud, egolatría o en
El Nocturno del hermano Beltrán— una admiración por Mo-
zart y Beethoven que nos dice mucho de sus íntimas con¬
cepciones del arte.
Lo difícil es poner palabras a sensaciones o intuiciones
que actúan por mera superposición simpatética. Hay quien
ha dedicado bastantes páginas a comparar —tras las huellas
de Heinrich Wolfflin— el estilo románico y el poema del
Cid, o a Ginés Pérez de Hita y las estructuras manieristas, o
quien ha hablado de la formalización según los usos del «gó¬
tico ascensional» de El conde Lucanor, sin obtener ningún re¬
sultado relevante. O, como es el último caso, incurriendo en
notable impropiedad, cuando una de las cosas que sabemos
de don Juan Manuel es que mandó edificar el convento de
Peñafiel a unos consumados alarifes mudéjares, de concep¬
ciones arquitectónicas muy poco «ascensionales». O que la fe¬
cha de composición más viable en el Cantar del Cid lo hace
coetáneo del gótico ya evolucionado. ¡Y qué decir cuando la
convivencia e interpenetración de las artes se hace más explí¬
cita! La presencia de la écfrasis como horizonte estético de las
artes del xvi y del xvn, y la vigencia de aquel lema utpictura
poesis ha auspiciado demasiadas visiones impresionistas de las
presuntas características del barroco o del manierismo, que
hubieran estado mejor enderezadas a explicarse una concep¬
ción del arte como espectáculo en el que las diversas apela¬
ciones a los sentidos se combinan: lo que importa no es tanto
128 José-Carlos Mainer

la imposible pugna de la poesía descriptiva por ser pintura, o


de la pintura alegórica por ser «leída» en términos de simbo-
logía, o del teatro por sustentar una fantasía engañosa que, a
su vez, invade los dominios y las superficies de la arquitec¬
tura, sino explicar el porqué de tales mutaciones14. Y algo si¬
milar sucede en la época romántica, cuando el paisaje pictó¬
rico se torna literario y parasita sensaciones previamente
librescas (así, sin ir más lejos, en las grandes composiciones
de historia o en las interpretaciones que Delacroix y Girodet
hacen de Chateaubriand), y cuando la música de Férenc Liszt
se obstina en parafrasear sonetos de Petrarca, armonías de La¬
martine o las sensaciones tras una lectura de Dante. Esto, o
la obsesión shakespeareana de Giuseppe Verdi, no ilustran so¬
bre los autores de referencia, sino, más bien, sobre las formas
de lectura y recepción de la literatura en los salones donde el
húngaro exhibió su virtuosismo o los teatros que fascinó el
gran músico lombardo15. Pocas veces cabe hablar con una mí¬
nima exactitud de una estética general que pueda aplicarse sin
mucha mengua a un arte y otro: el término cubismo, por
ejemplo, se ha traído a colación (y siempre con ingenio), a
propósito de Valle-Inclán (aquí avalado por la «visión cubista
del Circo Harris» en Tirano Banderas), de Gabriel Miró (por
Joaquín Casalduero) y de Jorge Guillén (por Eugenio Frutos).
Resulta muy difícil formular un estatuto adecuado para
el comparatismo interartístico. Unas veces, la identidad se

14 Los trabajos básicos sobre el tema son el de Mario Praz Mnemosyné,


El paralelismo entre la pintura y las artes visuales, Madrid, 1979 —sobre
todo—, y ahora el de Rensselaer W. Lee, Ut pictura poesis. La teoría hu¬
manística de la pintura, Madrid, 1982.
15 Sobre los poemas sinfónicos de Liszt y las limitaciones de la «mú¬
sica programática» («siguiendo sin mucho esfuerzo, el rumbo de la ober¬
tura beethoveniana o el de la obertura de conciento de Mendelssohn»),
pueden verse las observaciones de Adolfo Salazar La música en la sociedad
europea, Madrid, 1985, III, págs. 67-71. En el mismo volumen se habla
de una sociología del piano romántico en las págs. 159-163.
Literatura y sociedad 129

limitará al dato curioso que puede oscilar entre lo significa¬


tivo y lo irrelevante: si Grieg pone música al Peer Gynt de
Ibsen, la colaboración nos proporciona un buen punto de
mira para considerar el afianzamiento de un arte nacional
noruego en el siglo xix; pero si Gregorio Martínez Sierra co¬
labora con Manuel de Falla en un empeño parecido, el dato
no autoriza a reconocer el primero como un impulsor des¬
tacado del realismo nacionalista español en la segunda dé¬
cada de este siglo. El paralelo de El amor brujo, del Retablo
de Maese Pedro o de El sombrero de tres picos sería, más bien,
el Pérez de Ayala de las «novelas poemáticas» de 1916 y el
Azorín de Castilla, Tomás Rueda o Doña InéslG. Otro podría
ser el caso de la confesada preferencia de un literato por un
pintor, o, incluso, el de poseer un mismo y raro grado de
excelencia con el pincel y la pluma (William Blake, Dante
Gabrielle Rossetti, William Morris, Santiago Rusiñol). O el
hallarnos ante una época cuyo canon estético se basa en la
aspiración a la unión de las artes, como pudo ser la presi¬
dida por el simbolismo y que se refleja en el «arte absoluto»
que quisieron encarnar Mahler u Odilon Redon, la musica¬
lidad verbal, y que quiso profesar Verlaine y trivializaron
tantos otros, o que soñó el joven Juan Ramón al contem-

16 Podrían añadirse a la lista de las páginas pianísticas del Albéniz de


Iberia o la totalidad de Enrique Granados. O recordar que Azorín dedicó
Castilla al pintor Aureliano de Beruete, casi a la vez que Maeztu y Ortega
terciaban en la discusión del llamado «caso Zuloaga». Algo apunta María
del Carmen Pena en Pintura de paisaje e ideología, La generación del 98,
Madrid, Taurus, 1982, libro un poco corto de información y conceptos,
a la vista de lo recogido por Francisco Calvo Serraller de su cosecha
de 1997-1998. Sobre las limitaciones connaturales al comparatismo inter¬
artístico, debe verse el volumen Literatura and Otber Arts que recoge las
actas del IX Congreso de la AILC (Innsbruck, 1979); respecto a la mú¬
sica, es excelente la entrega monográfica «Litterature et musique» de la
Revue de Littérature Comparée, LXI, 3 (1987), pero el libro capital sigue
siendo el de Calvin S. Brown, Music and Literature. A Comparison ofthe
Arts (1948).
130 José-Carlos Mainer

piar la pintura de Arnold Bócklin... Pero si Michel Butor ha


podido escribir un inolvidable ensayo sobre «Les oeuvres
d'art imaginaires chez Marcel Proust»17 y Aldous Huxley
nos ha hecho inolvidables los cuartetos de Beethoven, como
Alejo Carpentier La consagración de la primavera, hay que
reconocer que no siempre el historiador de la literatura
puede jugar con cartas marcadas.
El lugar de reunión de las diferentes «historias» de las ar¬
tes no está en mezclar arbitrariamente sus pesquisas, a la caza
de similitudes o anécdotas. Está, por un lado, en su textura
común de historias específicas que organizan materiales muy
resistentes a las cronologías implacables. Y está, al final de
sus tareas particulares, en un concepto generoso de historia
global de la cultura: es una sociedad concreta —especifican
en públicos determinados, condiciones de vida y formación
de sus artistas, horizontes creativos que se proponen— lo
que, a fin de cuentas, permite entender con rigor un hecho
cotidiano pero aparentemente impermeable al análisis. Que
es el de saber cómo Rossini era compatible con Larra y De-
lacroix; cómo Courbet, Flaubert y Darwin pertenecían al
mismo hueco histórico que albergaba, a su vez, el Segundo
Imperio francés, los inicios de la era victoriana, la guerra de
Crimea y los primeros trabajos de Karl Marx y Friedrich En-
gels. Y si Galdós, fiel a la realidad moral que le alimentaba,
hace cantar ópera y adquirir horribles objetos kitsch a sus
personajes de Lo prohibido, cuando como autor quiere real¬
zar la utopía social que cierra su obra teatral Amor y ciencia,
exige en la correspondiente acotación que suenen los com¬
pases del último movimiento de la Novena Sinfonía de Beet¬
hoven: en el primer caso, el «arte» contribuye a ilustrar un
comportamiento sociológico propio de una clase media am¬
biciosa; en el segundo, el arte es una apelación que dignifica

17 «Les oeuvres d’art imaginaires chez Marcel Proust», en Essais sur


les modernes, París, Gallimard, 1964, págs. 129-197.
Literatura y sociedad 131

y acompaña la nostalgia de redención a la que se disparan


autor y personajes18.

Una antropología literaria

Esta última consideración —la de construir la historia de


la literatura como un elemento que lleva hacia una historia
global— nos lleva ya a reconocer la fecundidad del binomio
literatura-sociedad, cuando realmente ponemos en juego y en
reciprocidad la íntegra significación de sus dos términos. Re¬
cientemente, el gran humanista inglés Eric J. Hobsbawn afir¬
maba, a propósito de la contribución de Marx a la historio¬
grafía moderna, que buena parte de los esquematismos de su
época polémica han venido prevaleciendo en los historiado¬
res que dicen profesar de marxistas y que la aceleración de los
estímulos estructuralistas había agudizado los males. Para re¬
mediarlos, Hobsbawn proponía una recuperación del Marx
juvenil, pesquisidor implacable de datos sociales, irónico y
elegante en la dicción tan a menudo: el resultado sería la re¬
cuperación para la historiografía marxista de aspectos cultu¬
rales, antropológicos, psicológicos, biográfos..., tan distantes
de cierta hirsuta tradición dialéctica pero capaces de desple¬
gar todas sus posibilidades inéditas en el ámbito de la histo¬
ria total19. Y no es mala recomendación esta del humanista
británico para establecer el último de los enlaces que nos que-

18 Sobre la relación Galdós-Beethoven, trata Federico Sopeña, Arte y


sociedad en Galdós, Madrid, Gredos, 1970, con pericia y sensibilidad. El
libro de Vernon Chamberlain Galdós and Beethoven, «Fortunata y Jacinta»
a Symphonic Novel, Londres, Támesis, 1977, intenta un acercamiento es¬
tructural entre la Tercera Sinfonía (Heroica) y la novela galdosiana, muy
discutible, por supuesto.
19 «La contribución de Karl Marx a la historiografía», en Robín
Blackburn (ed.), Ideología y ciencias sociales, Barcelona, Grijalbo, 1975,
págs. 298-321.
132 José-Carlos Mainer

dan por engarzar: la iluminación de los hechos literarios


desde los resultados de la antropología cultural. Lo que vale
decir más allá de la cuantificación estadística de públicos y de
la incidencia de sus expectativas en la corrección de los pro¬
yectos artísticos. Tratando, en fin, de buscar el reflejo real de
la creación literaria en la vida cotidiana; viendo cómo se vive
por parte del ciudadano de a pie y del gran hombre, ya sean
las ideas recogidas en un tratado, ya las ilusiones vividas por
la delegación en una novela, ya las que puedan llegar a través
del periódico o de la lectura colectiva, ya las que impregnan
sutilmente el aire de una época.
Las fuentes de este tipo de estudios son numerosas y muy
a menudo las propias obras literarias nos proporcionan res¬
quicios de claridad en este empeño. A un lector de La Doro¬
tea lopesca tan atento y entusiasta como Karl Vossler no le
pasó inadvertido lo que aquella fascinante «acción en prosa»
tenía de instantánea preciosa sobre una forma de vivir y apre¬
ciar la literatura o el arte: lo mismo cuando Julio admira el
desmayo de Dorotea bajo la forma de «lienzo del famoso Ti-
ziano», como cuando unos y otros se burlan donosamente de
los extremos culteranos, cuando Gerarda trae un refrán o Fer¬
nando toma una guitarra, estamos palpando la realidad vivida
de un tiempo en que los hidalgüelos y las demi-mondaines po¬
dían combinar la seguidilla y el soneto, la consulta de una Po¬
liantea y la asistencia a un ruidoso corral de comedias, la cho¬
carrería más procaz y el alambicamiento más exquisito. Del
mismo modo, las innumerables historietas con que el positi¬
vismo literario quiso explicar la génesis del Quijote nos dicen
mucho menos sobre la creación de la novela de 1605 que so¬
bre una época en la que Teresa de Jesús e Iñigo de Loyola
confiesan leer caballerías, un hidalgo llora a moco tendido
porque «háse muerto Amadis» y, por ir al libro del mismo Cer¬
vantes, tanto Sansón Carrasco, como el desventurado Cárde¬
nlo, como el ventero revelan no menor erudición que el hi¬
dalgo avellanado en tales lecturas (y, cuando, por otro lado,
comparece el caballerete del capítulo XXII de la Segunda
Literatura y sociedad 133

Parte, hijo del Caballero del Verde Gabán, cuya incipiente lo¬
cura por la literatura enciclopédica poshumanista parece tan
grave como la del ingenioso hidalgo: es obvio que la relación
entre vida y literatura, entre armonía libresca y discordancia
real, es uno de los temas centrales de Cervantes, por de con¬
tado). Más cerca de nosotros en el tiempo, un impresionante
fragmento de El juguete rabioso (1926), la espléndida novela
del argentino Roberto Artl, en que sus jóvenes héroes roban
la biblioteca de un colegio y seleccionan los libros que han
de guardar para su uso, nos proporciona una multiplicidad de
claves: la condición intelectual de aquellos outsiders porteños,
la fidelidad estilística de su autor a Baroja, la realidad de la
lectura formativa en medios desclasados e inquietos, y por
añadidura, la función genética del mimetismo literario en el
mundo personal de Roberto Artl20.
Pero las fuentes reales, por lo que toca a la experiencia viva
de la cultura, se hallarán en lugares mucho menos frecuenta¬
dos por los estudiosos: en correspondencias privadas, en pro¬
cesos inquisitoriales o en los alegatos de abogados de nuestro
tiempo, en el registro de bibliotecas particulares o de testa¬
mentarías, en la perduración (y hace bien poco lo comprobé
por partida triple) de la costumbre de compilar en autógra¬
fos poemas y pensamientos ajenos, fruto de lecturas, por
parte de un aficionado a las bellas letras. En la difusión so¬
cial de un modismo acreditado por la literatura (pensemos en
el Don Juan zorrillesco, en La venganza de Don Mendo, etc.)
o, en un marco más amplio, en la influencia de los héroes li¬
terarios en la onomástica. Paul Aebischer contabilizó los Rol-
dán y Oliveros que en el siglo xi atestiguaban en los registros
parroquiales el inexorable avance europeo de las leyendas de
los ilustres pares de Carlomagno; puede que hoy día hubiera
que censar las Vanessas y Sandras, los Óscar y los Sergio, que

20 Noé Jitrik, «Entre el dinero y el ser: lectura de El juguete rabioso


de Roberto Artl», en Escritura, 1 (1976), págs. 3-39.
134 José-Carlos Mainer

tanto abundan (y cuyos padres se llamarán a menudo José


Antonio y quizá Fabiola), procedentes, a buen seguro, de la
prensa del corazón o de alguna perversa fotonovela.
Algunos de los ejemplos citados nos permiten tocar la
plasmación más segura de ese aserto tan repetido de que «la
literatura es vida»: espacio imaginario donde se hacen reali¬
dad precaria los sueños y las aspiraciones. ¡Cuántos niños no
nos hemos visto en aquel barril de manzanas desde el que Jim,
el protagonista de La isla del tesoro de R. L. Stevenson, oyó
la conversación del pirata John Silver el Largo y los demás
conjurados, que había de cruzar su destino con la sombra del
capitán Flint y modificarlo así para siempre! Pío y Ricardo
Baroja —recuerda el primero en Juventud, egolatría— leían
de niños Robinson Crusoe y La isla misteriosa, de Julio Verne,
y el futuro pintor dibujaba croquis y planos de las casas que
habían de habitar como futuros náufragos, al modo de la
«casa de granito» que cobijó a Ciro Smith, Gedeon Spilett,
Pencroff, Herbert y Nab. «Mucho tiempo me resistí a creer
que tendría que vivir como todo el mundo —apostilla Ba¬
roja—; al último no hubo más remedio que transigir»21: ¿no
cabe hallar ahí el núcleo inspirador de esa incomodidad que
Baroja paseó por sus novelas de mar y aventuras, por el me¬
lancólico friso decimonónico de Aviraneta, por el hirviente
suburbio madrileño donde también se sueña con rápidas for¬
tunas a lo Roberto Fiastings? ¿No es el sueño de Baroja una
secularización de los de martirios en tierras de infieles que en¬
cendieron la imaginación de Teresa de Jesús y sus hermanos,
y que seguramente venían también de libros o predicaciones?
¿No cabe suponer que Baroja escribió para remediar aquel
hiato de incomodidad que se abrió a sus pies cuando com-

21 Juventud, egolatría, Madrid, Caro Raggio, 1917, págs. 197-198.


La cita de Baroja falta en el precioso libro de otro donostiarra, Fernando
Savater, La infancia recuperada, Madrid, Taurus, 1976, que habla de La
isla del tesoro en las páginas 41-48.
Literatura y sociedad 135

probó que no sería Ciro Smith en la isla Lincoln y que no


quedaba más que «transigir»?
La literatura es vida y puede incluso valer por ella. Cario
Ginzburg, en un libro notabilísimo, ha contado cómo era la
visión del mundo de un mulinaio del valle del Po que con¬
cibe una cosmología de tosca imagen pero que tiene algo que
ver con la misteriosa difusión de las ideas averroístas del
grupo de Padua22. Y es que la imaginación de los hombres se
abre a todos los vientos y gusta de absorberlo todo: los re¬
cientemente publicados Sueños de Lucrecia de León —que
transcribió un paciente y siniestro servidor de la Inquisición
que la juzgaba— reflejan una fantasía poblada de reminis¬
cencias iconológicas de retablo renacentista y de audición del
Apocalipsis de sermón visionario y representación plástica de
las postrimerías. Durante siglos y siglos, el pulpito y la ima¬
ginería eclesial han alimentado muchas almas23: ¿habría de
extrañarnos cuando cualquier alevín de filólogo sabe que la
palabra siglo se ha mantenido por la proximidad de su étimo
latino saeculum (y no ha abocado en el vulgarismo sejo), a
fuerza de oír per omniam saeculam saeculorum?
No hablamos ya de literatura... Hablamos de esa fuerza
que liga a los hombres a sus ensoñaciones y éstas a la fasci¬
nación de una lectura casi iniciática o de la audición de una
historia que les conmovió para siempre. Su estructura podrá
estar seguramente disecada en una ficha del Motif-Index of
Folk-Literature, de S. Thompson, pero su virtualidad es in¬
asible: hay resortes narrativos o imágenes poéticas que viven
incluso al margen de la mera escritura, del necesario soporte
gráfico, y que la imaginación capta con la emoción de un re-

22 El queso y los gusanos. El cosmos, según un molinero del siglo XVI,


Barcelona, Mario Muchnik, 1981.
23 Sueños y procesos de Lucrecia de León, prólogo de María Zambrano,
comentarios de Edison Simons y estudio histórico de Juan Blázquez Mi¬
guel, Madrid, Editora Nacional, 1987.
136 José-Carlos Mainer

encuentro. La posible antropología de la literatura habrá de


hablar un día —al lado de lo subliterario, de estimación tan
ardua— de lo protoliterario como forma de designar ese sus¬
trato de imaginación, esa primera articulación de la emoción
donde se verifica la función básica de la literatura: proponer
otro mundo ante el que somos libres e impunes. Todo lo que
la literatura más adrede tiene de transgresión de la norma, de
propuesta de utopía, de ratificación de las convicciones, re¬
sulta ser un simple desarrollo de ese privilegio inicial: vivir en
la imaginación la libertad que nos niega la vida común; to¬
mar la opinión de un proscrito, vivir la vida de un asesino,
amar los amores de un adúltero, sin posible castigo24.

24 Sugieren estas líneas una aproximación cauta de los estudios lite¬


rarios a lo que se viene llamando «historia de las mentalidades» y que ha
definido muy bien uno de sus cultivadores, el medievalista Jacques Le
Goff: «El nivel de la historia de las mentalidades es el de lo cotidiano y
automático, lo que se escapa a los sujetos individuales de la historia por¬
que es revelador del contenido impersonal de su pensamiento; es lo que
César y el último de sus soldados, San Luis y los campesinos de sus tie¬
rras, Cristóbal Colón y el marino de sus carabelas, tienen en común. La
historia de las mentalidades es a la historia de las ideas lo que la historia
de la cultura material es a la historia económica. La reacción de los hom¬
bres del siglo xiv frente a la peste, castigo divino, se nutre de la lección
secular e inconsciente de los pensadores cristianos, de San Agustín a Santo
Tomás de Aquino, se explica por el sistema de ecuación enfermedad = pe¬
cado establecida por los clérigos de la Alta Edad Media, pero olvida to¬
das las articulaciones lógicas, todas las sutilidades del raciocinio para no
preservar más que el molde grosero de las idea» («Las mentalidades, una
historia ambigua», en Jacques Le Goff y Pierre Nora [eds.], Hacer la his¬
toria, Barcelona, Laia, 1980, III, págs. 95-96). Tal orientación hacia lo
antropológico no quiere suponer una aceptación incondicional de las con¬
secuencias de la crisis de la historia tradicional, tal como proclama la
«nueva historia». Comentando a Paul Veyne, Antonio Morales Moya ha
señalado la disgregación de aquel horizonte de conjunto que parecía tan
firme en el grupo de Armales o en la historiografía social anglosajona; «A
la historia clásica, nacional y de instituciones, mentalidades o aconteci¬
mientos, se opone una historia de la que han desaparecido las grandes lí¬
neas. Historia de Ítems, de hechos y problemas, frente a una historia ge-
Literatura y sociedad 137

Un programa de sociología de la literatura

Por este camino, es conveniente volver a llamar la aten¬


ción sobre aquellos trabajos que Robert Escarpit reclamaba
en términos que hemos citado más arriba: la sociología del
autor y de la obra, la psicosociología de la lectura o la socio¬
logía del libro, entendido éste como precipitado de la comu¬
nicación literaria. Lo que vale decir sobre todo aquello que
hace transitar la antropología de la literatura a su vulnerabi¬
lidad de institución de cultura, de objeto de legislación y de
comercio, de éxito o de fracaso. Habrá quien diga, y no le fal¬
tará parte de razón, que nada de esto altera lo que toda obra
es en sí —un hecho de lenguaje en el que importa, como nos
recuerda Jakobson, precisamente el cómo y no qué se dice—,
pero ¿negará alguien que la libertad del discurso dramático
en el teatro de Valle-Inclán tuvo algo, y mucho, que ver con
su destierro de los escenarios reales, ocupados por obras más
convencionales? ¿Dudará alguno de que el estilo familiar que
adopta la novela realista —desde Fernán Caballero hasta Gal-
dós— tiene algo que ver con un potencial lector de mesa ca¬
milla al que se explica con minucia y se le razona con cierta
extensión? ¿Podrá concebirse un género entero —lo que lla¬
mamos ensayo— sin el referente de algo científico que divul¬
gar o discutir y sin la activa presencia implícita de un lector

neral que, en rigor, no existe por cuanto se limita a reunir historias espe¬
ciales bajo el mismo rótulo y a dosificar el número de páginas que según
sus teorías personales o los gustos del público hay que dedicar a cada una»
(«Algunas consideraciones sobre la situación actual de los estudios histó¬
ricos», en La[s] otra[sJ historiáis], 1 [1987], pág. 29, con amplia biblio¬
grafía sobre la nueva historia). Por lo que toca a lo literario, el alemán He-
mult Pfotenhauer ha trazado un excelente panorama de la dimensión
antropológica de la autobiografía (entre Rousseau y Proust) en Literaris-
che Anthropologie. Selbsbiographien und ihre geschichte-am leitfaden des lei-
bes, Stuttgart, 1987.
138 José-Cajrlos Mainer

interesado y cómplice de nuestro mismo proceso reflexivo?


De un modo u otro, el sustentáculo material —o su ausen¬
cia, en el caso de Valle-Inclán— reaparece como factor expli¬
cativo en el seno mismo de la textualidad y requiere que algo
se diga sobre esa pérdida de la inocencia que es la conversión
de la literatura en libro, pergamino, papiro o hasta hoja vo¬
landera.
Reparemos con algún detalle en lo mucho que cabe infe¬
rir de cuanto concita un texto escrito. Sobre su autor caben
preguntas elementales pero necesarias: cuál es su situación so¬
cial, su relación económica con el producto de su trabajo li¬
terario, su grado de profesionalidad artística, su encuadra-
miento en un grupo reconocible o su independencia, y todo
teniendo en cuenta que —en lo que hace a la respuesta a es¬
tos interrogantes— importa tanto el dato real como la valo¬
ración subjetiva del mismo que pueda tener el interesado o la
que le adjudique su auditorio más leal. Porque, detrás de da¬
tos seguramente elementales, andarán reflexiones de más alto
bordo: se recordará, por ejemplo, cómo el desdén por la im¬
prenta —que es tan obvio en el prefacio de Pedro Manuel Xi-
ménez de Urrea a su Cancionero de 1513, cuando se precave
de que «por la emprenta ande yo en bodegones y cozinas, y
en poder de rapaces»25— refleja un criterio aristocrático y el
gusto por una difusión amistosa que reaparece en muchos poe¬
tas del Siglo de Oro y que quizá no sea ajena a la prodigali¬
dad de Federico García Lorca, tan amigo de regalar manus¬
critos y dibujos y tan poco afanado por la más segura difusión
de las prensas. Claro está que si Ximénez de Urrea no hubiera
sido un noble con amplias propiedades y tan encariñado con
su madre, destinataria de sus versos, o si Lorca no hubiera es¬
crito para que le adorasen los amigos que acaba de conocer,
sin prematuras crematísticas, otro hubiera sido quizá el plan-

25 Comenta el caso José Manuel Blecua, «Un poeta ante la imprenta»,


en La vida como discurso, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1980, págs. 48-50.
Literatura y sociedad 139

teamiento. Para Juan Ramón Jiménez, sin embargo, obra e


imprenta son inseparables y no hay escritor más cicatero en
la transmisión de sus textos y en las recomendaciones al pa¬
ciente León Sánchez Cuesta: su relación con «la inmensa mi¬
noría» es una curiosa mezcla de asedio posesivo —renuncia a
figurar en antologías ajenas, proscripción de los libros que ya
no le placían— y de obstinada continuidad de servicio —así,
cuando establece el contacto con el lector a través de los Cua¬
dernos misceláneos de 1925 a 1935, o cuando diseña innú¬
meros proyectos de distribución de sus futuras obras com¬
pletas, precisamente porque no reconoce otra autoría, ni otro
lectorado, que el de la totalidad. Pío Baroja, hombre de ruti¬
nas que tendió a convertir su literatura en una renta fija,
agrupa sus novelas en trilogías y dilata las Memorias de un
hombre de acción como palmario resultado de una concepción
unitaria de lo que alguna vez había denominado una «auto¬
biografía larga», pero esas agrupaciones internas, ¿no son
también un modo de implicar al lector en una familiaridad
con el total y no solamente con las partes? Y no es que esto
sean cosas de ayer mismo: cuando don Juan Manuel deposita
un códice de sus obras en el Monasterio de Peñafiel, por él
fundado, y lo recomienda como única guía autorizada de su
texto, tal proceder no solamente ilustra una mentalidad de
orgullo profesional, sino la práctica de una difusión por pe-
tiae (piezas) sacadas de un solo exemplar, como era común en
el mundo universitario de la época26. Y que debió tener al¬
gún éxito, por mucho que hoy haya desaparecido aquel ori¬
ginal, ya que años después su descendiente, doña María de
Portugal, podía reclamar a su corresponsal castellano Ferrán
López de Stúñiga el envío de una Florenga, una Historia de

26 Sigo la hipótesis de Francisco Rico, «Crítica del texto y modelos


de cultura en el prólogo general de don Juan Manuel», en Studia in ho-
norem profesor díavt¡h de l\itjiíct, Barcelona, Quarderns Crema, 1986, I,
págs. 409-423.
140 José-Carlos Mainer

España y un Lucanor: lo que nos dice bastante sobre los gus¬


tos lectores de una noble dama del xiv (una prosa de imagi¬
nación, una crónica nacional y una colección de cuentos en¬
derezada a la instrucción moral) y sobre la difusión de la pieza
más conocida del nieto de Fernando el Santo27.
Pero acerquémonos ahora al lugar donde el libro impreso
consigna otros datos y nos reserva nuevas preguntas. Si es un
libro antiguo, la lectura de su tasa comenzará por hablarnos
de la intervención del poder en la circulación de la letra im¬
presa, lo mismo que las eventuales licencias o privilegios lo ha¬
rán de las diferentes legislaciones en los dominios de la Co¬
rona. Ver la aprobación o aprobaciones hará pensar en la
importancia del refrendo religioso, pues son clérigos la in¬
mensa mayoría de quienes declaran haber leído el volumen
con agrado y no poco provecho y recomendarlo a las pren¬
sas; en más de una ocasión, esa aprobación es de autor cono¬
cido y, a la vez que revela lazos de amistad profesional, puede
incluir alguna discreta apreciación que estimará en lo que vale
el historiador de la literatura28. La dedicatoria, por último, es
habitualmente un rimero de convenciones que nos dicen
algo, empero, de la significación del mecenazo, o de cierto cí¬
nico hastío de escribir y difundir que puede ser eco directo
—o coincidencia feliz— de sentimientos que ya en el siglo n
de nuestra era había expresado Marcial en muchos de sus Epi¬
gramas. No será infrecuente que, burla burlando, el propio
autor nos proponga otra lectura secreta al hilo de un prólogo
más o menos ahormado al uso, en apariencia.

27 Andrés Giménez Soler, Don Juan Manuel. Biografía y estudio crí¬


tico, Madrid, Academia Española, 1932, pág. 676.
28 El trabajo clásico sobre la librería en la Edad Moderna es el dis¬
curso de Agustín González de Amezúa, «Cómo se hacía un libro en nues¬
tro Siglo de Oro», en Opúsculos histórico-literarios, Madrid, CSIC, 1951,
I, págs. 331-373, al que ha de añadirse ahora el volumen de José Simón
Díaz El Libro español antiguo. Análisis de su estructura, Reichensberger,
Kassel, 1983.
Literatura y sociedad 141

No resulta menos elocuente el libro moderno. Cuando nos


hable de su editor responsable, el investigador anotará al res¬
pecto el lento proceso de diferenciación de impresores, libreros
y editores cuya identidad puede resultar tan reveladora de las di¬
mensiones de un negocio: ¿quién no recuerda que Gregorio
Pueyo o Fernando Fe, los grandes editores de principios de si¬
glo, eran fundamentalmente acreditados libreros con sede de
tertulias? ¿O que Biblioteca Renacimiento fue la primera casa
que impuso, con la igualdad de las cubiertas de sus volúmenes
y su política de contratos dirigida por Gregorio Martínez Sie¬
rra, las nuevas pautas del negocio editorial moderno, como más
adelante siguieron Biblioteca Nueva o la Compañía Iberoame¬
ricana de Publicaciones del financiero Ignacio Bauer? La histo¬
ria de la edición tiene una dimensión jurídica —propiedad in¬
telectual, percepción de devengos, registros de tiradas...—, pero,
además, una historia interna que habla de decisiones intelec¬
tuales y mercantiles: ya fuera mucho que dispusiéramos de las
cifras contables de gastos y ventas, pero ¿qué decir si, por aña¬
didura, se nos otorgara la documentación imprescindible para
elaborar un pergeño de la ejecutoria artística de una casa co¬
mercial? Cuando el alemán Siegfred Unseld ha podido trabajar
sobre los archivos de la editora Surkhamp, han revivido ante nos¬
otros aspectos muy sugestivos de Thomas Mann o Hermann
Hesse, al igual que los fondos de Gallimard han revelado mu¬
cho de cuanto significó en vida Albert Camus o los de Einaudi
serán fecundísimos en lo que toque a Cesare Pavese29.
No sé si el investigador español tendrá tanta fortuna. Una
guerra civil y mucha desidia previa han hecho desaparecer
—en lo que me consta— archivos que pudieron ser próvidas
fuentes de información: citaré, por ejemplo, el del valenciano
Sempere. Otros se han explorado parcialmente: pienso en el del

29 Cfr. Pierre Assouline, Gastón Gallinard, Un demi siecle d’edition


francaise, París, Balland, 1984, y Giulio Einaudi en diálogo con Severino
Cesari, Barcelona, Mario Muchnik, 1994.
142 José-Carlos Mainer

catalán Santiago Valentí Camp, que, en diferentes avatares


como editor, fue director de las publicaciones de Henrich y
Compañía (y, por ende, intermediario con Unamuno, Baroja,
Azorín, Azcárate...) y, más tarde, de la Biblioteca Minerva de
ensayos. En buenas manos han quedado los testimonios es¬
critos de lo que fue la vasta empresa de promoción cultural
realizada por José Lázaro Galdiano. Todo cuanto concierne a
la confección de la revista La España Moderna y a su edito¬
rial aneja es de singular relevancia: ha de haber —y hay—
allí cartas y documentos de Emilia Pardo Bazán (ánima de la
publicación), Clarín (y los testimonios de su ruptura con Lá¬
zaro), Valera, Galdós, Menéndez Pelayo, Unamuno (que allí
publicó En torno al casticismo y Del sentimiento trágico de la
vida, entre otras), etc. En lo más cercano, cabe soñar que al¬
gún día podamos recontar lo que ha significado desde 1956
la Biblioteca Breve de Editorial Seix-Barral, su participación
en las reuniones editoriales de Formentor, su actuación en la
difusión de la nueva novela francesa o la política de los pre¬
mios Biblioteca Breve. Algo nos han dicho las memorias de
Carlos Barral, pero, claro está, no era su objetivo una histo¬
ria de la editorial como nuestra curiosidad la quisiera: con la
nómina de sus traductores fijos, de sus «lectores» y orienta¬
dores, de sus andanzas administrativas y hasta de sus formas
de burlar la censura con ediciones mexicanas, de sus libros
que nunca vieron la luz (así la Colección particular de Jaime
Gil de Biedma), de aquellos otros volúmenes que tuvieron una
particular trascendencia como soterraños manifiestos literarios
(y pienso en el prólogo del citado Jaime Gil de Biedma a The
Use ofthe Poetry, de Eliot, o en los tomitos críticos de Juan Fe-
rraté, tanto como en los más obvios La hora del lector, de Cas-
tellet, o Problemas de la novela, de Juan Goytisolo). Quien
quiera precisar más el alcance de algunas traducciones signifi¬
cativas de la editorial barcelonesa, deberá ponderar al mismo
tiempo el significado de alguna valiosa coetánea madrileña: y
tendrá a mano la orientación primera —católica y progresista—
de Ediciones Taurus, con sus traducciones de Teilhard de
Literatura y sociedad 143

Chardin y de Kad Rahner, sus Aranguren, Álvarez de Miranda


o Tierno Galván, y consultará lo que fue el más corto empeño
de Guadarrama, como ejemplos ambas de una notable dife¬
renciación de gustos y funciones entre Barcelona y Madrid.
Tema este último que, sólo en lo que toca a la vida de la cul¬
tura, daría de sí para varias tesis doctorales de buen tamaño...
Ya tenemos nuestros libros en venta y al estudioso le im¬
portará saber un buen montón de cosas al propósito. Recor¬
dará, sin duda, lo mucho que ya se ha escrito sobre la llegada
de tal mercancía a la América colonial, donde si no arribaban
las novelas (por ser peligrosa la literatura de ficción para cate¬
cúmenos que también podían pensar que los Evangelios eran
cosa de fábula), llegaban sus mitos en forma de furtivas Ama¬
zonas a la orilla de un río, de altísimos Patagones, de caballe¬
rescas Californias o de remotas ciudades de oro o fuentes de la
eterna juventud30. Y le interesará la red de distribución de li¬
brerías en la topografía urbana, el grado de especialización de
los puntos de venta, la demanda de novedades y los ritmos de venta
en cada emplazamiento, para ver cómo llegan a los nuevos so¬
ñadores las metáforas de sus poetas o los ademanes de sus hé¬
roes y heroínas. Y anotará que una papelería de barriada, una
estación de ferrocarril o de «metro», un estanco-bazar en un
pueblo de mediano tamaño también pueden ser un centro de
difusión de nuestros productos. Por lo mismo, tendrá condigna
importancia el aspecto exterior del libro, lo que se selecciona
de su interior para ilustrar la cubierta (inevitablemente, el éxito

30 Sobre la importancia de la fantasía literaria en la conformación de


la conciencia del Nuevo Mundo, hay abundante bibliografía; citaré el li¬
bro clásico de Irving A. Leonard, Los libros del Conquistador, México,
Fondo de Cultura Económica, 1953; el más reciente de Enrique Pupo-
Walker, La vocación literaria del pensamiento histórico en América, Madrid,
Gredos, 1982, y las notas postumas de María Rosa Lida de Malkiel, «Fan¬
tasía y realidad en la conquista de América», en Homenaje al Instituto de
Filología y Literaturas Hispánicas «Amado Alonso» en su cincuentenario,
Universidad de Buenos Aires, 1975, págs 210-220.
144 José-Carlos Mainer

de una adaptación cinematográfica o televisiva elevará a ese


rango un fotograma con los actores más caracterizados y quizá
incluso el subrayado de una fajilla que llamará la atención del
comprador sobre tal garantía), el talante de una colección, los
modos de su abaratamiento, etc. Observemos cómo, dentro de
idénticas series de libros de bolsillo, las concepciones y las pro¬
porciones pueden ser muy variables: la colección francesa «Le
Livre de Poche» es, en rigor, una selección de novelas, con un
fondo predominantemente francés y con creciente aceptación
de best-sellers (lo que motivó la escisión de Gallimard para fun¬
dar «Folio», nueva colección de más exigente catálogo); los Pen-
guin Book anglosajones difunden, en cambio, todos los aspec¬
tos de la literatura, desde el ensayo a la novela, de la antología
poética al libro escolar; la Colección Austral española es —como
heredera de la inolvidable Colección Universal, de Calpe—
una pequeña biblioteca universal que se concibe, en cierto
modo, como autosuficiente y que responde a concepciones
algo arcaicas y no sólo por su presentación; la más reciente «El
libro de Bolsillo» es, por su aspecto y sus títulos, una colección
de divulgación universitaria, con ciertos visos de orientación
hacia ese mercado y un alto índice de selección en sus textos
creativos. Cada una de las citadas se incardina en una época es¬
pecífica, supone un concepto de la tradición cultural, se dirige
a sectores distintos del público, plantea incluso modos dife¬
rentes de entender la educación nacional.
En el libro que consideremos nos será lo mismo una edi¬
ción de objetivos minoritarios, una de novedades de circula¬
ción asegurada y de imagen propia, una de libros de bolsillo
o una colección de obras completas encuadernada en piel.
Los sociólogos del ILTAM han distinguido con sagacidad las
«ediciones de consumo» y las «ediciones de conservación», y,
a nuestro modo de ver, sería interesante disponer subvarieda¬
des de aquéllas y catalogar autores vivos y del pasado según
su difusión en unas u otras. Y toca ver también la repercu¬
sión de nuestro volumen en la crítica, la influencia y condi¬
ción de ésta, su presencia y número de consultas en las muy
Literatura y sociedad 145

dispares bibliotecas públicas... Muy a menudo, el éxito de un


libro vendrá implícito en rasgos de composición u oportuni¬
dad inherentes a la misma obra. Una novela como Los cipre-
ses creen en Dios, de José María Gironella, debe mucho, por
supuesto, a la habilidad mercantil de su editor, pero su éxito
se explica mejor por un modo de narración relativamente
nuevo en nuestros pagos, por haber hecho de Gerona un
atractivo microcosmos de la historia de la España republicana
(que aún era familiar al lector de los años 50) y por una pe¬
culiar manera de presentar los hechos que condujeron a la
Guerra Civil a un público de vencedores que ya empezaban
a sentir el hastío de serlo, o a un público de vencidos a los
que no había ido tan mal con la victoria ajena31. De diferen¬
tes formas, Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez,
explicaría su fulminante éxito de ventas por lo que tenía de
apuesta a favor de una literatura de imaginación y de trepi¬
dante variedad, además de por haber surgido en un momento
en que el mimetismo culturalista impregnaba las sociedades
española y americanas. Y por otras razones específicas, habría
que considerar cómo Miguel Delibes ha encontrado el cré¬
dito de un público muy amplio: lo que en este caso depende
seguramente de la accesibilidad de una ideología inconfor¬
mista pero elemental, que ha venido a suponer en fechas re¬
cientes la imagen de honestidad insobornable y escepticismo
afectuoso que, en parte, pudo representar en los 20 y 30 la
imagen de Baroja, el «hombre malo de Itzea». Supuestos a los
que no es ajena, naturalmente, la difusión de afortunados fil¬
mes sobre la trama de sus obras. El disputado voto del señor
Cayo o, sobre todo, Los santos inocentes.

31 He tratado la configuración y significado de la trilogía de Girone¬


lla sobre la Guerra Civil en mi artículo «Histología y patología de un best-
¡dler. la trilogía de J. M. Gironella», en Serta Gratulatoria en honorem,
Juan Régulo, Universidad de La Laguna, 1985, I, págs. 425-442 (ahora
algo ampliado en el libro La corona hecha trizas (1930-1960), Barcelona,
PPU, 1989, págs. 203-238).
146 José-Carlos Mainer

No hace mucho, una pared blanca en el centro de la ciu¬


dad de Logroño exhibía como insólita «pintada» la frase «Mi-
lana bonita», que tan bien sabía decir Francisco Rabal en su
creación del personaje Azarías. ¿Qué edición de bolsillo de
Los santos inocentes y dónde la habían comprado los sin duda
jovencísimos logroñeses? ¿O solamente habían visto el filme
e ignoraban que tras él había un libro? Todo nos remite a lo
que arriba calificaba como antropología de la literatura. El
análisis de las bibliotecas de autores —y desde la del marqués
de Santillana a la de Unamuno tenemos datos y estudios—
es un capítulo inagotable y fecundo que añadir al programa
de una posible sociología de las artes32. Una biblioteca, unas
notas de lectura, el diálogo abierto de una correspondencia
literaria, la confección de esa «biblioteca menor», que es una
antología o un cancionero (de uso personal a veces), son in¬
gredientes básicos de este apartado.
Por supuesto, son muchos más los caminos que abre la con¬
sideración de reciprocidad en el binomio «literatura-sociedad».
El error de casi todas las «sociologías de la literatura» ha sido
otorgarse a sí mismas la exclusividad en la exploración de tales
relaciones, con lo cual sus simplificaciones, sus apriorismos, su
olvido de que la literatura es una modalidad muy peculiar de
las superestructuras (por usar del término marxista), han revelado
con presteza sus insuficiencias. De hecho, el binomio «litera-

32 Me refiero al trabajo clásico de Mario Schiff, La bibliothéque du


Marquis de Santillane, París, Bouillon, 1905, y al de Mario J. Valdés y
María Elena de Valdés An Unamuno Source Book. A Catalogue of Readings
and Acquisitions with an Introductory Essay on Unamuno 's Dialectical En-
quiry, University of Toronto Press, 1973, que, como indica su subtítulo,
es un índice de las citas ajenas usadas por Unamuno con remisión a su
lugar en la obra del autor. Otros completos catálogos con minucioso es¬
tudio son los de Ian Macdonald Gabriel Miró: His Prívate Library and His
literary Background, Londres, Támesis, 1975; Roberta Johnson, Las bi¬
bliotecas de Azorín, Alicante, Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1996, y
Francisco Chica, El poeta lector. La biblioteca de Emilio Prados, Fife, La Si¬
rena, 1999.
Literatura y sociedad 147

tura-sociedad» apela a algo más que una técnica de investiga¬


ción: es, como antes recordábamos, un horizonte o un reto de
las ciencias de la literatura, llamado a integrar en un objetivo
coherente el acervo de las técnicas de análisis de las que hoy dis¬
pone el investigador. Y para saberlo así no hace falta más que
alzar la vista del ámbito de nuestras clases o nuestros trabajos
académicos, y ver, siquiera por una vez, el lugar que ocupan las
«literaturas» en la vida de los hombres. Cuando un funcionario
de la administración «cultural» franquista acuñó aquel polémico
slogan para el «Año Internacional del Libro» —«un libro ayuda
a triunfar», decía—, enunciaba un principio que, de maneras
menos simples, ha venido rigiendo la actividad creadora y lec¬
tora de los hombres. Las revoluciones no las hacen los libros,
pero se han soñado en ellos; la notoriedad no se conquista con
la pluma en ristre, pero sí algunas formas de victoria sobre la in¬
coherencia y la marginación; por leer un libro ajeno nadie
aprende a vivir (ni siquiera a escribir buen castellano), pero sí
ejercita la libertad de la imaginación. Y ésos son, al fin, los te-
más básicos de cualquier reflexión sobre la literatura en su rela¬
ción con la sociedad. Ahí apuntan los supuestos de una «defensa
de la literatura», si es que la amenazan ahora las hermenéuticas
que la reducen a un mecanismo bien lubrificado de efectos es¬
téticos, al soporte de una copiosa anotación erudita, o al pre¬
texto de una renuncia previa a toda interpretación... Lo ha di¬
cho con insuperada precisión el admirable George Steiner:

Los hombres que queman libros saben lo que hacen. El


artista es la fuerza incontrolable; ningún ojo occidental,
después de Van Gogh, puede mirar un ciprés sin advertir
en él el comienzo de la llamarada (...). Quien haya leído La
metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo
puede ser capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero
es un analfabeto en el único sentido que cuenta33.

33 George Steiner, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el len¬


guaje y lo inhumano, Barcelona, Gedisa, 1982, pag. 32.

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