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Exponga los argumentos centrales del debate sobre robots sexuales y prostitución de

RICHARDSON.

Kathleen Richardson, en su artículo acerca de los paralelismos entre la prostitución y los robots
sexuales, propone emprender una campaña contra los robots sexuales, de manera que se
puedan abordar y discutir a fondo en el campo de la robótica las cuestiones relativas a la
prostitución y a las relaciones de género. Richardson se apoya en los estudios de la
antropología de la tecnología para argumentar que la imaginación y la manera en que se
utilizan los robots refleja las relaciones humanas, pues los seres humanos tienen una tendencia
animista innata, es decir, una tendencia a otorgar “alma” a la naturaleza o las cosas, como los
robots, y, por tanto la producción de artefactos tecnológicos incorpora los valores humanos
acerca de el sexo, la clase, la sexualidad o la raza. Una circunstancia que muestra, por ejemplo,
la imaginería que los laboratorios de robótica utilizan para producir robots con apariencia de
chicas jóvenes y “atractivas”, que muestran que la visión masculina de lo que es una mujer
adulta atractiva se reduce a ser una cosa con tres orificios: boca, ano y vagina, como señala
Wattercutter.

Esta es una de las razones que Richardson alude para oponerse a la producción de robots
sexuales. Siguiendo a David Levy, Richardson establece que el modelo que guía las relaciones
entre los humanos y los robots sexuales son las mismas que se establecen en la relación de
prostitución entre el comprador y la mujer, en una posición subalterna. En contra de lo que
sostiene Levy, Richardson defiende que la incorporación de robots sexuales no supone una
reducción de la prostitución, pues de hecho ya existen numerosos sustitutos artificiales del
sexo, como vibradores y muñecas, y las cifras de la prostitución continúan aumentando. Dado
que los hombres son más propensos a pagar por sexo que las mujeres (que son más dadas a
comprar sustitutos artificiales), la introducción de nuevas tecnologías, como los robots, sólo
contribuirá a expandir esa industria del sexo y estas tecnologías reproducirán y reforzarán los
esquemas relacionales vigentes, como se ha visto con la producción de realidad virtual
degradante o la violencia racial y sexual de algunos videojuegos.

En el caso de la prostitución, estas relaciones son asimétricas, como señala Coy, y en ellas sólo
el comprador (generalmente hombre) tiene la categoría de sujeto, mientras que la vendedora
queda reducida a un mero objeto de consumo. La falta de autonomía del robot en la relación
sexual reproduce la realidad de la prostitución, en la que la subjetividad de la prostituida se ve
mermada y sólo la del comprador se privilegia y se tiene en cuenta. Richardson destaca la
opinión de Simon Baron-Cohen, para quien la empatía como categoría normativa, en tanto que
elemento de cohesión social, tiene una base ligada al género. Lo que explica que la prevalencia
desproporcionadamente más elevada en los hombres en lo referente a la violencia sexual y el
consumo de prostitución es una mayor falta de empatía en ellos en comparación con las
mujeres.

En definitiva, para Richardson, el problema con los robots sexuales es que reproducen los
valores sociales vigentes en lo referente al género, la raza y el sexo y por eso su utilización
refuerza y replica las relaciones sociales vigentes, que en el caso de la prostitución (modelo de
las relaciones con robots sexuales) es una relación asimétrica basada en la objetualización de
la mujer prostituida y carente de empatía hacia su realidad de sumisión por parte del hombre
comprador, único con una subjetividad tenida en cuenta. La falta de autonomía de los robots
durante la relación sexual refuerza la cosificación de la mujer y ayuda a expandir la industria
del sexo.

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