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Devolviendo la vida a las cosas: Enredos creativos en un mundo de materiales

Tim Ingold

(Trad. A. Auteri)

En sus cuadernos el pintor Paul Klee insistía repetitivamente, y demostraba con


ejemplos, que los procesos de génesis y crecimiento que dan lugar a las formas en el mundo
que habitamos, son más importantes que las formas en sí. “La forma es el fin, la muerte”,
escribió. “Dar forma es movimiento, acción. Dar forma es vida” (Klee, 1973: 269). Esto, por
otro lado, yace en el corazón de su celebrado “Credo Creativo” de 1920: “El arte no
reproduce lo visible sino que hace visible” (Klee 1961: 76). En otras palabras, no busca
replicar formas terminadas que ya están fijas, ya sea como imágenes en la mente o como
objetos en el mundo. Lo que busca, en cambio, es unirse con aquellas mismas fuerzas que
traen la forma a la existencia. Por eso la línea crece desde un punto que ha sido puesto en
movimiento, como la planta crece de su semilla. Tomando el ejemplo de Klee, los filósofos
Gilles Deleuze y Félix Guattari argumentan que la relación esencial, en un mundo de vida, no
es aquella entre materia y forma, o entre sustancia y atributos, sino entre materiales y
fuerzas (Deleuze and Guattari 2004: 377). Se trata de la manera en la que materiales de
todo tipo, con diversas y variables propiedades, y animados por las fuerzas del Cosmos, se
mezclan y funden uno con el otro en la generación de cosas. Y lo que ellos tratan de superar
con su retórica es la persistente influencia de una manera de pensar sobre las cosas, y cómo
estas son hechas y usadas, que ha estado presente en el mundo occidental durante los
últimos dos milenios y más. Se remonta a Aristóteles. Para crear cualquier cosa, razonaba
Aristóteles, hay que juntar forma (morphe) y materia (hyle). En la posterior historia del
pensamiento occidental, este modelo hilemórfico de la creación se integró cada vez más
profundamente. Pero también se volvió cada vez más desbalanceado. La forma llega a ser
vista como impuesta, por un agente con un fin particular o un objetivo en mente, mientras
que la materia - por lo tanto considerada pasiva e inerte - es aquello sobre lo que es
impuesta. El argumento crítico que deseo desarrollar es que las discusiones
contemporáneas en campos que abarcan desde la antropología y arqueología, hasta la
historia del arte y estudios sobre cultura material, continúan reproduciendo los supuestos
subyacentes del modelo hilemórfico incluso cuando buscan restablecer el balance entre sus
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términos. Mi objetivo último, de todas formas, es descartar el modelo en sí y reemplazarlo


con una ontología que asigne primacía a los procesos de formación por sobre sus productos
finales, y a los flujos y transformaciones de materiales por encima de los estados de la
materia. La forma, recordando las palabras de Klee, es muerte; dar forma es vida. Mi
propósito, en breve, es restaurar a la vida un mundo que ha sido efectivamente asesinado
en los pronunciamientos de los teóricos, para los cuales, en las palabras de uno de sus más
prominentes voceros, el camino a la comprensión y la empatía yace en “lo que la gente hace
con los objetos” (Miller 1998: 19).

Mi argumento tiene cinco componentes, cada uno de los cuales corresponde a una
palabra clave en mi título. Primero, quiero insistir en que el mundo habitado está formado
no de objetos sino de cosas. Es por ello que tengo que establecer una distinción muy clara
entre cosas y objetos. Segundo, estableceré qué entiendo por vida, como la capacidad
generativa de ese campo abarcativo de relaciones dentro del cual formas emergen y son
sostenidas en su lugar. Argumentaré que el énfasis actual dado en mucha de la literatura a
la agencia material, es una consecuencia de la reducción de cosas a objetos y de su
consecuente “apartarse” de los procesos de vida. De hecho, mientras más tienen los
teóricos qué decir sobre la agencia, menos pareciera ser que tienen para decir acerca de la
vida; me gustaría poner este énfasis a la inversa. Tercero, entonces, afirmaré que un foco en
los procesos de vida requiere que atendamos no a la materialidad en sí, sino a los flujos y
cambios de los materiales. Estamos obligados, como dicen Deleuze y Guattari, a seguir estos
flujos, trazando los senderos de la generación de formas. En cuarto lugar, trataré de
determinar el sentido específico en el que el movimiento a lo largo de estos senderos es
creativo: esto es leer la creatividad “hacia delante”, como un unirse improvisadoramente a
los procesos formativos, antes que leerla “hacia atrás”, como la abducción de un objeto
terminado desde una intención en la mente de un agente. Finalmente, mostraré que los
caminos o trayectorias a lo largo de las cuales la práctica improvisadora se desenvuelve no
son conexiones, ni describen relaciones entre una cosa y otra. En cambio, ellas son líneas a
lo largo de las cuales las cosas llegan a ser continuamente. Por ello, cuando hablo del
enredo de las cosas quiero decir esto literal y precisamente: no se trata de una red de
conexiones, sino de un embrollo de líneas entretejidas de crecimiento y movimiento.

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Objetos y cosas

Sentado solo en mi estudio mientras escribo, puede parecer obvio que estoy
rodeado de objetos de todo tipo, desde la silla y el escritorio que soportan mi cuerpo y mi
trabajo, al bloc donde escribo, el bolígrafo en mi mano y los lentes balanceados sobre mi
nariz. Imaginemos por un momento que cada objeto en el cuarto desapareciera
mágicamente, dejando solamente el piso desnudo, las paredes y el cielorraso. Aparte de
estar parado o pasear por el tablonado, no podría hacer nada. Un cuarto vacío de objetos,
podríamos concluir, es virtualmente inhabitable. Para dejarlo listo para cualquier actividad,
debe ser equipado1. Como argumentó el psicólogo James Gibson, al introducir su enfoque
ecológico de la percepción visual, el equipamiento del cuarto comprende las oportunidades
ambientales2 que permiten a los residentes llevar a cabo sus actividades rutinarias allí: la
silla permite sentarse, el bolígrafo escribir, los lentes ver, etc. Más controversialmente en
cambio, Gibson extendió su razonamiento del espacio interior del cuarto al ambiente en
general. Él nos pide que imaginemos un ambiente abierto, “un trazado consistente
solamente de la superficie terrestre” (Gibson 1979: 33). En el caso limitado –esto es, en
ausencia de objetos de todo tipo - semejante ambiente sería un desierto perfectamente
plano, con un cielo sin nubes sobre la tierra sólida debajo de él, extendiéndose en todas
direcciones hasta el gran círculo del horizonte. ¡Qué lugar desolado sería! Como el
tablonado del cuarto, la superficie de la tierra permitiría solamente pararse y caminar. Que
podamos hacer cualquier otra cosa depende del hecho que el ambiente abierto, así como el
cuarto interior, está habitualmente atestado de objetos. “El equipamiento de la tierra”,
escribe Gibson, “como el equipamiento de un cuarto, es lo que la hace vivible” (1979: 78).

Dejemos por ahora la reclusión del estudio y demos un paseo afuera, al aire libre.
Nuestro camino nos lleva a través de un bosquecillo de matorrales. Rodeado por todos
lados de troncos y ramas, el ambiente ciertamente parece atestado. ¿Pero está atestado de

1
Se utiliza aquí el verbo equipar (to furnish) en el sentido de poner a disposición elementos que permitan u
otorguen nuevas posibilidades de uso y/u ocupación. También podría usarse amoblar y su correspondiente
sustantivo, amoblamiento.
2
En su libro El Enfoque Ambiental sobre la Percepción Visual, Gibson propone un nuevo término, affordances,
basado en el verbo to afford (permitir, proporcionar). El término es comúnmente traducido como
oportunidades ambientales, ya que las diferencias idiomáticas impiden acuñar una palabra con el mismo
sentido en español.

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objetos? Supongamos que focalizamos nuestra atención en un árbol particular. Allí está,
arraigado a la tierra, el tronco erguido, ramas extendidas, meciéndose en el viento, con o sin
brotes y hojas, dependiendo de la estación. ¿Es el árbol, entonces, un objeto? En tal caso,
¿cómo deberíamos definirlo? ¿Qué es árbol y qué no-árbol? ¿Dónde termina el árbol y
comienza el resto del mundo? Estas preguntas no son contestadas fácilmente –no tan fácil
al menos, como son aparentemente para los ítems de equipamiento de mi estudio. ¿Es la
corteza, por ejemplo, parte del árbol? Si tomo un pedazo en mi mano y lo observo de cerca,
encontraré sin duda que está habitado por muchas pequeñas criaturas que excavaron por
debajo de ella e hicieron sus hogares allí. ¿Son ellos parte del árbol? ¿Y qué sucede con las
algas que crecen en las superficies exteriores del tronco, o los líquenes que cuelgan de las
ramas? Es más, si hemos decidido que los insectos taladra-corteza pertenecen al árbol tanto
como a la corteza, entonces no parece haber razón particular para excluir sus otros
habitantes, incluyendo el pájaro que construye su nido allí, o la ardilla a la cual ofrece un
laberinto de escaleras y trampolines. Si consideramos también que el carácter de este árbol
particular yace tanto en la forma en que responde a las corrientes de viento, como en el
mecerse de sus ramas y en el crujido de sus hojas, entonces podríamos preguntarnos si el
árbol puede ser otra cosa que un árbol-en-el-aire.

Estas consideraciones me llevan a concluir que el árbol no desde ningún modo un


objeto, sino una cierta reunión de los hilos de la vida. Eso es lo que yo entiendo por una
cosa. En esto sigo – aunque con poco rigor- el argumento clásicamente defendido por el
filósofo Martin Heidegger. En su celebrado ensayo sobre La Cosa, Heidegger se esforzó en
descifrar qué es lo que hace a una cosa diferente de un objeto. El objeto se encuentra frente
a nosotros como un fait accompli, presentando sus superficies exteriores cuajadas a nuestra
inspección. Es definido por su mismísima “sobre-contrariedad” en relación al marco en el
que se encuentra (Heidegger 1971: 167). La cosa, en contraste, es un “estar sucediendo”, o
mejor, un lugar donde varios estar sucediendo se entretejen. Observar una cosa no es estar
encerrado afuera, sino ser invitado a la reunión. Nosotros participamos, como Heidegger de
forma un tanto enigmática lo pone, en el “cosear” de la cosa en un mundo “mundeante”3.

3
El autor utiliza en ingles neologismos creados a partir de un sustantivo (thing=cosa; world=mundo),
transformándolos en verbos continuos con el sufijo –ing (Thinging y worlding). De esta manera, intenta
superar las limitaciones lingüísticas del idioma inglés, que son similares a las del español. Es por ello que se
utilizan aquí neologismos de manera similar (ej. cosear= acción de la cosa al “estar sucediendo”)

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Hay un precedente por supuesto para esta mirada de la cosa como una reunión en el
antiguo significado de la palabra como un lugar donde la gente se reunía a resolver sus
asuntos4. Si pensamos que cada participante sigue un modo particular de vida, hilando una
línea a través del mundo, entonces quizás podríamos definir a la cosa, como ya he sugerido
en otro lugar, como un “parlamento de líneas” (Ingold 2007a: 5). Así concebida, la cosa
tiene el carácter no de una entidad delimitada externamente, puesta sobre y contra el
mundo, sino de un nudo cuyos hilos constituyentes, lejos de estar contenidos en ella, se
alejan dejando un rastro, sólo para ser atrapadas junto a otros hilos en otros nudos. En una
palabra, las cosas se derraman, secretando por siempre a través de las superficies que se
forman temporalmente alrededor de ellas.

Regresaré a este punto en conexión con la importancia, que discutiré


posteriormente, de seguir los flujos de los materiales. Por ahora, permitidme continuar con
nuestro paseo al aire libre. Hemos observado el árbol; ¿qué más podría atrapar nuestra
atención? Mi pie tropieza con una piedra que yace en el camino. Seguramente, dirán, la
piedra es un objeto. Pero esto sucede solamente si la extrajésemos de los procesos de
erosión y deposición que la trajeron aquí, y le dieron el tamaño y la forma que tiene en el
presente. Un canto rodado, dice el proverbio, no junta musgo; aunque en el mismo proceso
de juntar musgo, la piedra que está encajada en su lugar se transforma en una cosa,
mientras que por otro lado la piedra que rueda –como un guijarro bañado por un río que
corre- se transforma en una cosa en su mismo rodar. Tal como el árbol, respondiendo en sus
movimientos a las corrientes de viento, es un árbol-en-el-viento, así la piedra, rodando en la
corriente del río, es una piedra-en-el-agua. Supongamos entonces que elevamos nuestros
ojos. Es un bello día, pero hay algunas pocas nubes. ¿Son objetos las nubes? De una manera
curiosa, Gibson piensa que lo son: ellas parecen colgar del cielo para él, mientras que otras
entidades como árboles y piedras yacen sobre la tierra. Por ello todo el ambiente, en
palabras de Gibson, “consiste de la tierra y el cielo con objetos sobre la tierra y en el cielo”
(Gibson 1979: 66). El pintor René Magritte astutamente parodió esta visión del cielo
equipado, pintando la nube como un objeto volador flotando a través de la ventana dentro

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En las culturas germánicas y nórdicas, thing o ding era el nombre de la asamblea en la cual se decidían y se
juzgaban los asuntos comunales. En algunos países y regiones nórdicos y anglosajones, estas asambleas o
parlamentos continúan hoy en día, cumpliendo funciones ejecutivas y legislativas, de allí la referencia del
autor.

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de un cuarto por otro lado vacío. Por supuesto la nube no es realmente un objeto sino una
excrecencia vaporosa que se hincha al ser transportada por las corrientes de aire. Observar
las nubes, yo diría, “no es ver el equipamiento del cielo, sino vislumbrar el cielo-en-
formación, nunca el mismo de un momento al siguiente” (Ingold 2007c: 28). Una vez más, las
nubes no son objetos sino cosas.

Lo que vale para cosas tales como árboles, piedras y nubes, que podrían haber
crecido o formado con poca o ninguna intervención humana, también aplica a estructuras
aparentemente más artificiales. Consideremos un edificio: no la estructura final y fija del
diseño del arquitecto, sino el edificio en sí, descansando sobre sus cimientos en la tierra,
zarandeado por los elementos y susceptible a las visitas de pájaros, roedores y hongos. El
distinguido arquitecto portugués Alvaro Siza ha admitido que él nunca ha sido capaz de
construir una casa real, por lo cual él entiende “una complicada máquina en la cual todos los
días se rompe algo” (Siza 1997: 47). La casa real nunca está terminada. En cambio, requiere
de sus habitantes un esfuerzo incesante para apuntalarla en vista de las idas y venidas de
sus habitantes humanos y no-humanos, ¡sin mencionar el tiempo!5 Agua de lluvia gotea a
través del techo donde el viento se ha llevado una teja, alimentando un crecimiento de
hongos que amenaza con pudrir las maderas, los desagües llenos de hojas podridas, y si eso
no fuera suficiente, se queja Siza, “legiones de hormigas invaden los umbrales de las
puertas, siempre están los cuerpos muertos de pájaros y ratones y gatos”. De hecho, tal
como el árbol, la casa real es una reunión de vidas, y habitarla es unirse a la reunión, o en
términos de Heidegger, participar con las cosas en su cosear. Nuestras experiencias
arquitectónicas más fundamentales, como explica Juhani Pallasmaa, son verbales antes que
nominales en forma. Ellas consisten no de encuentros con objetos –fachada, marco de la
puerta, ventana y hogar- sino de actos de aproximarse y entrar, buscando dentro o fuera, y
empapando el calor del corazón (Pallasmaa 1996: 45). Como habitantes, experimentamos la
casa no como un objeto, sino como una cosa.

Vida y agencia

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En el idioma inglés, el término weather define a los procesos que en español generalmente se describen
como el tiempo, en sentido atmosférico (lluvia, viento, etc.)

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¿Qué hemos aprendido de abrir las ventanas del estudio, salir de la casa y dar un
paseo afuera? ¿Hemos encontrado un ambiente que está atestado de objetos como lo está
mi estudio con muebles, libros y utensilios? Lejos de ello. En realidad parece que no hay
ningún objeto. Para estar seguros, hay protuberancias, brotes, filamentos, rupturas y
cavidades, pero no objetos. A pesar que podríamos ocupar un mundo lleno de objetos, para
el ocupante los contenidos del mundo aparecen ya encerrados dentro de su forma final,
encerrados en sí mismos. Es como si nos hubieran vuelto la espalda. Habitar el mundo, en
contraste, es unirse en el proceso de formación. Y el mundo que se abre entonces a los
habitantes es fundamentalmente un ambiente sin objetos, o en corto, un ASO. Describiendo
el árbol, la piedra, la nube y el edificio, he tratado de relatar la vida en el ASO. Recordemos
que para Gibson, un ambiente vacío de objetos no puede ser otra cosa que un desierto
perfectamente plano y sin detalles. Solo cuando se le añaden objetos, ya sea dispuestos
sobre el suelo o colgados del cielo, un ambiente –en sus términos- se convierte en vivible.
¿Cómo es entonces que hemos arribado a tan arbitraria conclusión, es decir, que un
ambiente poblado de objetos puede ser ocupado pero no habitado? ¿Qué es lo que marca
la diferencia entre la perspectiva de Gibson y la nuestra propia? La respuesta yace en
nuestra respectiva comprensión de la importancia de las superficies.

Según Gibson, es por sus superficies externas que los objetos son revelados a la
percepción. Cada superficie, como él explica, es una interfaz entre la más o menos sólida
substancia de un objeto y el volátil medio que lo rodea. Si la sustancia es disuelta, o se
evapora en el medio, entonces la superficie desaparece, y con ella el objeto que alguna vez
envolvió (Gibson 1979: 16, 106). Es por ello que la el carácter de objeto de cualquier entidad
yace en la separación e in-miscibilidad de sustancia y medio. Removamos cualquier objeto,
sin embargo, y todavía queda una superficie –para Gibson la superficie más fundamental de
todas- llamada suelo, marcando la interfaz entre la sustancia de la tierra debajo y el medio
gaseoso del cielo por encima. ¿Entonces ha vuelto la tierra su espalda al cielo? Si es así,
entonces como Gibson correctamente conjeturó, no habría vida posible. El ambiente abierto
no podría ser habitado. Nuestro argumento, por el contrario, es que el mundo abierto
puede ser habitado precisamente porque, donde sea que la vida sucede, la separación
interfacial de tierra y cielo da lugar a mutua permeabilidad y fijación. Porque lo que

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nosotros vagamente llamamos suelo no es, en realidad, una superficie coherente de ningún
modo, sino una zona en la cual el aire y la humedad del cielo se combinan con otras
sustancias cuyas fuentes están en la tierra en la constante formación de seres vivientes. De
una semilla caída al suelo, Paul Klee escribe que “la relación con la tierra y la atmósfera
engendra la capacidad de crecer… La semilla echa raíces, inicialmente la línea se dirige hacia
la tierra, no para quedarse allí, sino para tomar energía suficiente y levantarse hacia el aire”
(Klee 1973: 29). Creciendo, el punto se convierte en una línea, pero la línea, lejos de estar
montada sobre la superficie pre-preparada del suelo, contribuye a su siempre creciente
entramado.

No podría haber vida, en definitiva, en un mundo donde la tierra y el cielo no se


mezclan y confunden. Para tener una impresión de lo que significa habitar semejante
mundo tierra-cielo podemos retornar a Heidegger. En un pasaje por cierto florido, describe
la tierra como “el sirviente soporte, floreciendo y dando fruto, extendiéndose por roca y
agua, irguiéndose en planta y animal”. Y del cielo, escribe que “es el sendero desmesurado
del sol, el curso de la luna cambiante, el brillo vagabundo de las estrellas, las estaciones del
año y sus cambios, las luces del alba y el ocaso, la penumbra y luz dela noche, la clemencia e
inclemencia del tiempo, las nubes deslizantes y el azul profundo del éter”. No se puede decir
mucho de la tierra sin pensar en el cielo, y viceversa. Cada uno participa de la esencia del
otro (Heidegger 1971: 149). ¡Qué diferente de la descripción de Gibson de tierra y cielo
como dominios mutuamente excluyentes, rígidamente separados a nivel de superficie del
suelo, y poblados con sus respectivos objetos: “montañas y nubes, fuegos y atardeceres,
guijarros y estrellas” (Gibson 1979: 66)! En lugar de los sustantivos de Gibson denotando
ítems de equipamiento, la descripción de Heidegger está repleta de verbos de crecimiento y
movimiento. En la tierra “irguiéndose”, como Heidegger dice, en esa incontrolable descarga
de sustancia a través de las porosas superficies de formas emergentes, encontramos la
esencia de la vida. Las cosas están vivas, como ya he comentado, porque ellas se derraman.
La vida en el ASO no será contenida, sino que es inherente a las mismas circulaciones de
materiales que continuamente dan lugar a las formas de las cosas incluso cuando tienden a
su disolución.

Es a través de su inmersión en estas circulaciones entonces, que las cosas son traídas
a la vida. Se puede demostrar esto por medio de un simple experimento, que realicé con

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mis estudiantes en la Universidad de Aberdeen. Usando un cuadrado de papel, palillos de


bambú, listón, cinta, pegamento y cordel, es fácil hacer un cometa. Hicimos esto en un
espacio cerrado, trabajando en mesas. Parecía, a todos los efectos, que estábamos
ensamblando un objeto. Pero cuando llevamos nuestras creaciones afuera hacia un prado,
todo cambió. De repente entraron en acción, retorciéndose, girando, cayendo en picado y –
sólo de vez en cuando- volando. ¿Qué pasó entonces? ¿Alguna fuerza animadora
mágicamente saltó dentro de los cometas, haciéndolas actuar de formas que a menudo
nosotros no pretendíamos? Por supuesto que no. Era más bien que los propios cometas
estaban ahora inmersos en las corrientes del viento. El cometa que yacía inerte sobre la
mesa en el interior se había transformado en un cometa-en-el-aire. Ya no era un objeto, si
es que lo fue alguna vez, sino una cosa. Como la cosa existe en su cosear, así el cometa-en-
el-aire existe en su vuelo. O dicho de otra forma, en el momento en que fue llevado afuera,
el cometa cesó de figurar en nuestra percepción como un objeto que puede ser puesto en
movimiento, y se volvió un movimiento que se resuelve en la forma de una cosa. Se puede
decir lo mismo, de hecho, de un pájaro-en-el-aire, o de un pez-en-el-agua. El pájaro es su
vuelo; el pez su nado. El pájaro puede volar gracias a las corrientes y vórtices que éste
desarrolla en el aire, y el pez puede nadar velozmente gracias a los remolinos creados por
medio del agitarse de sus aletas y su cola. Fuera de esas corrientes, estarían muertos.

Este es el punto en que podemos enfrentar –y, espero, enterrar de una vez por
todas- el así llamado “problema de la agencia” (Gell 1998: 16). Mucho ha sido escrito sobre
las relaciones entre personas y objetos, guiados por el pensamiento de que la diferencia
entre ellos está lejos de ser absoluta. Si las personas pueden actuar sobre los objetos de su
vecindad, entonces, se argumenta, pueden los objetos “devolver el actuar”, haciéndolos
hacer o permitiéndoles lograr aquello que de otra forma no podrían (véase por ejemplo,
Gosden 2005, Knappett 2005, Henare, Holbraad and Wastell [eds.] 2007, Latour 2005, Miller
[ed.] 2005, Tilley 2004, Malafouris and Knappett [eds.] 2008). Y sin embargo en el primer
movimiento teórico que pone las cosas a un lado para focalizarse en su “calidad de objeto”,
son cortados de los flujos que las traen a la vida. Ya vimos esto con el cometa. Pensar el
cometa como un objeto es omitir el viento –olvidar que es, antes que nada, un cometa-en-
el-viento. Y así parece que el vuelo del cometa es el resultado de una interacción entre una
persona (el cometista) y un objeto (el cometa), lo cual sólo puede explicarse imaginando

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que el cometa está dotado de un principio animador interno, una agencia, que lo pone en
movimiento, la mayor de las veces contra la voluntad del cometista. De forma más general,
sugiero que el problema de la agencia nace del intento de re-animar un mundo de cosas ya
muertas o dadas por inerte al detener los flujos de substancia que les dan vida. En el ASO,
las cosas se mueven y crecen porque están vivas, no porque posean agencia. Y están vivas
precisamente porque no han sido reducidas al estatus de objetos. La idea de que los objetos
tienen agencia es como mucho una forma de decir, impuesta en nosotros (anglófonos al
menos)6 por la estructura de un lenguaje que requiere que cada verbo de acción tenga un
sujeto nominal. En el peor de los casos, ha llevado a grandes mentes a hacer el papel de
tontos en una forma que estaríamos muy equivocados de emular. En efecto, interpretar la
vida de las cosas como la agencia de los objetos es efectuar una doble reducción, de cosas a
objetos y de vida a agencia. La fuente de estas mentiras lógico-reductivas, creo, no es otra
que el modelo hilemórfico.

Materiales y materialidad

Cuando los analistas hablan del “mundo material”, o en forma más abstracta, de
“materialidad”, ¿Qué quieren decir (Ingold 2007b)? ¿Qué sentido tiene invocar la
materialidad de piedras, árboles, nubes, edificios o incluso cometas? Hagan la pregunta a
estudiantes de cultura material, y probablemente obtendrán respuestas contradictorias.
Porque una piedra, según Christopher Tilley, puede ser observada en su “materialidad
bruta”, simplemente como un pedazo de materia informe. Y sin embargo necesitamos un
concepto de materialidad, arguye, para entender cómo a ciertos pedazos de piedra le son
dados forma y significado dentro de específicos contextos sociales e históricos (Tilley 2007:
17). Similarmente, el arqueólogo Joshua Pollard explica que “por materialidad entiendo
cómo el carácter material del mundo es aprehendido, apropiado e involucrado en proyectos
humanos” (Pollard 2004: 48). Podemos reconocer en ambos pronunciamientos las dos caras

6
Ingold es un autor británico, con su obra escrita y publicada en inglés. Su análisis, sin embargo, es preciso
también al tener en cuenta las particularidades del idioma español, que requiere la misma presencia de un
sujeto nominal (N.T.)

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del modelo hilemórfico: por un lado, la bruta materialidad del mundo o “carácter material”
del mundo; del otro, la agencia de los seres humanos otorgando forma. En el concepto de
materialidad la división entre materia y forma es reproducida en lugar de ser cuestionada.
De hecho el concepto mismo de cultura material es una expresión contemporánea de la
forma-materia del hilemorfismo. Cuando Tilley escribe sobre “materialidad bruta”, o el
arqueólogo Bjørnar Olsen (2003: 88) acerca de “la dura fisicalidad del mundo”, es como si el
mundo hubiera cesado su mundear, y hubiera cristalizado como un precipitado sólido y
homogéneo, esperando su diferenciación por medio de la superposición de forma cultural.
En un mundo así estable y estabilizado, nada fluye. No puede haber viento o tiempo
atmosférico, ninguna lluvia humedeciendo la tierra o ríos corriendo a través de ella, ni
“erguirse” la tierra en planta o animal, de hecho ninguna vida en absoluto. No podría haber
cosas, sólo objetos.

En sus intentos por re balancear el modelo hilemórfico, los teóricos han insistido en
que el mundo material no está pasivamente subordinado a los designios humanos. Pero
habiendo detenido el flujo de materiales sólo pueden comprender la actividad, del lado del
mundo material, atribuyéndole agencia a los objetos. Pollard, sin embargo, parece disentir
un poco. Concluyendo un importante artículo sobre “el arte de la descomposición y
transformación de la substancia”, apunta que las cosas materiales, como la gente, son
procesos, y que su agencia real yace precisamente en el hecho de que “ella no pueden
siempre ser capturadas y contenidas” (Pollard 2004: 60). Como ya vimos, es en los opuestos
de capturar y contener, es decir descargar y derramarse, que descubrimos la vida de las
cosas.

Teniendo esto en mente, podemos retornar a Deleuze y Guattari, quienes insisten en


que cuando quiera que encontremos materia, “es materia en movimiento, en flujo, en
variación”. Y la consecuencia, afirman a continuación, es que “este flujo de materia puede
solamente ser seguido” (Deleuze & Guattari 2004: 451). Lo que Deleuze y Guattari llaman
aquí un “flujo de materia”, yo lo llamaría un material. En consiguiente, modifico la
afirmación como una simple regla de oro: seguir los materiales. El ASO, afirmo, no es un
mundo material sino un mundo de materiales, de materia en cambio continuo. Seguir estos
materiales es entrar en un mundo que está, por decirlo así, continuamente en ebullición. En
efecto, en vez de compararlo a un gigantesco museo o tienda por departamentos, en la cual

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los objetos están dispuestos de acuerdo a sus atributos o procedencia, sería de más ayuda
imaginar al mundo como una gran cocina, bien abastecida con ingredientes de todo tipo.

En la cocina, los materiales son mezclados juntos en diversas combinaciones,


generando nuevos materiales en el proceso que serán a su vez mezclados con otros
ingredientes en un interminable proceso de transformación. Para cocinar, envases tienen
que abrirse y sus contenidos vertidos fuera. Tenemos que remover las tapas de las cosas.
Frente a las propensiones anárquicas de sus materiales el cocinero o cocinera tiene de
hecho que luchar por mantener algún tipo de control sobre lo que está sucediendo. Quizás
un paralelo aún más cercano puede ser trazado con el laboratorio del alquimista. El mundo
según la alquimia, como explica el historiador del arte James Elkins, no era uno de materia
que pueda ser descripta de acuerdo a los principios de la ciencia, en términos de su
composición molecular o atómica, sino un mundo de substancias conocidas por como lucían
y se sentían, y siguiendo lo que les sucedía cuando eran mezcladas, calentadas o enfriadas.
Aceites, por ejemplo, no eran hidrocarburos sino “lo que asoma a la superficie de una olla
de plantas en cocción, o se deposita oscuro y fétido en el fondo de un foso de carne de
caballo en putrefacción”. La alquimia, en las palabras de Elkins, “es la vieja ciencia de lidiar
con materiales, y no entender del todo que está sucediendo” (2000: 19,23). Su punto es que
esto, además, es lo que los pintores han hecho siempre, en su trabajo diario en el estudio.
Su conocimiento también era uno de substancias, y estas eran a menudo muy similares a
aquellas del laboratorio alquimista. El pegamento de pintor, por ejemplo, estaba hecho de
pezuñas de caballo, cornamenta de ciervo y piel de conejo, y la pintura era mezclada con
cera de abejas, leche de higos y las resinas de plantas exóticas. Los pigmentos se obtenían
de una bizarra miscelánea de ingredientes, como los pequeños insectos rojizos que se
hervían y secaban al sol para producir el pigmento rojo profundo conocido como carmín, o
el vinagre y estiércol de caballo que se mezclaba con plomo en cuencos de arcilla para
producir la mejor pintura blanca.

Como participantes del ASO, el cocinero, el alquimista y el pintor están en el negocio


no tanto de imponer forma a la materia, como de reunir diversos materiales y combinarlos o
redirigir su flujo en anticipación de lo que podría emerger. Lo mismo se podría decir del
alfarero, como sugiere el arqueólogo Benjamin Alberti en un fino estudio de las cerámicas
del Noroeste Argentino, datadas en el primer milenio DC. Sería un error, argumenta Alberti,

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asumir que el cuenco es un objeto estable y fijo, llevando la impronta de la forma cultural
sobre la materia “obstinada” del mundo físico (Alberti 2007: 211). Al contrario, la evidencia
sugiere que los cuencos eran tratados como cuerpo, y con los mismos cometidos:
compensar la inestabilidad crónica, para apuntalarlos recipientes de la vida frente a la
siempre presente susceptibilidad a derramarse y descargar que amenaza con su disolución o
metamorfosis. Como partes del tejido del ASO, los cuencos no son más estables que los
cuerpos, sino que están constituidos y sostenidos en su lugar dentro de flujos de materiales.
Abandonados a sí mismo, sin embargo, los materiales pueden descontrolarse. Los cuencos
estallan, los cuerpos se desintegran. Requiere de esfuerzo y vigilancia el mantener las cosas
intactas, ya sean cuencos o gente. Lo mismo es cierto del jardinero, que de la misma manera
tiene que lidiar para evitar que el jardín se convierta en una jungla.

La sociedad moderna, por supuesto, está en contra de semejante caos. Y sin


embargo, sin importar cuanto ha intentado, por medio de obras de ingeniería, de construir
un mundo material a la altura de sus expectativas –es decir, unos mundos de objeto
discretos, bien ordenados-, sus aspiraciones son frustradas por el rechazo de la vida a ser
contenida. Podríamos pensar que los objetos tienen superficies externas, pero dondequiera
que hay superficies la vida depende del continuo intercambio de materiales a través de
ellas. Si, “superficiando” la tierra o encarcelando cuerpos, bloqueamos ese intercambio,
entonces nada puede vivir. En la práctica, de todas formas, dichos bloqueos nunca pueden
ser más que parciales y provisionales. La superficie dura de la tierra, por ejemplo, es quizás
la característica más sobresaliente de lo que convencionalmente llamamos el “ambiente
construido”. Sobre un camino pavimentado o unos cimientos de concreto, nada puede
crecer, a menos que sea asistido por fuentes remotas. Y aun así el más resistente de los
materiales no puede soportar eternamente los efectos de la erosión, el uso y el deterioro.
Por eso la superficie pavimentada, atacada por raíces desde abajo y por la acción del viento,
la lluvia y las heladas desde arriba, eventualmente se resquebraja y desgaja, permitiendo a
la planta crecer a través para mezclarse y conectarse una vez más con la luz, el aire y la
humedad de la atmósfera. Dondequiera que elijamos mirar, los activos materiales de la vida
están ganando sobre la mano muerta de la materialidad que intentaría sofocarla.

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Improvisación y abducción

Restaurando las cosas a la vida he querido celebrar la creatividad de aquello que


Klee llamó “el dar forma”. Es importante, sin embargo, ser preciso acerca de lo que
entiendo por creatividad. Específicamente, me interesa revertir una tendencia, evidente en
mucha de la literatura sobre arte y cultura material, que lee la creatividad “hacia atrás”,
partiendo de un resultado en la forma de un objeto novedoso, y remontándose por medio
de una secuencia de condiciones antecedentes, a una idea sin precedentes en la mente de
un agente. Esta lectura hacia atrás es equivalente a lo que el antropólogo Alfred Gell ha
llamado la abducción de la agencia. Cada obra de arte, para Gell, es un “objeto” que puede
ser “relacionado con un agente social en una manera distintiva ‘art-like’” (Gell 1998: 13). Por
“art-like”, Gell entiende una situación en la cual es posible trazar una cadena de conexiones
causales partiendo del objeto al agente, donde el primero puede considerarse como
indexando al segundo. Rastrear estas conexiones es llevar a cabo la operación cognitiva de
abducción. De mi crítica anterior a la doble reducción de cosas a objetos, y de vida a
agencia, debería quedar bastante claro por qué creo que esta perspectiva esta "como
alegaba Klee, el rol del artista no es reproducir una idea preconcebida, novedosa o no, sino
unirse a y seguir a las fuerzas y flujos de material que traen la forma de la obra a la
existencia. “Seguir”, como Deleuze y Guattari indican, “no es de ninguna manera la misma
cosa que reproducir”; mientras que reproducir implica un procedimiento de iteración, seguir
implica itineració” (Deleuze & Guattari 2004: 410). El o la artista –como también el/la
artesano/a- es un viajante, y su obra es consubstancial con la trayectoria de su propia vida.
Más aún, la creatividad de la obra yace en el movimiento hacia delante que da origen a las
cosas. Leer las cosas “hacia delante” implica un foco no en la abducción sino en la
improvisación (Ingold & Hallam 2007: 3).

Improvisar es seguir los senderos del mundo, a medida que se revelan, en lugar que
conectar, en reversa, una serie de puntos ya recorridos. Es, como Deleuze y Guattari
escriben, “unirse con el Mundo, o fusionarse con él. Uno se aventura desde el hogar sobre la
hebra de una melodía” (2004: 344). La vida, para Deleuze y Guattari, se desarrolla a lo largo
de dichas hebras. Ellos las llaman “líneas de vuelo”, o en ocasiones “líneas de devenir”. El

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punto crítico, sin embargo, es que estas líneas no conectan. “Una línea de devenir” escriben,
“no está definida por los puntos que conecta, o por los puntos que la componen; por el
contrario, pasa entre puntos, aparece por el medio… Un devenir no es uno ni dos, ni la
relación de los dos; es el entremedio, la…línea de vuelo…corriendo perpendicular a ambos”
(ibíd.: 323). Es por ello que, en la vida como en la música o la pintura, el movimiento de
devenir –el crecimiento de la planta desde su semilla, el surgir de la melodía desde el
encuentro del violín con el arco, el movimiento del pincel y su trazo- los puntos no son
unidos sino que son barridos a un lado y se vuelven indiscernibles en la corriente a medida
que ésta barre a través. La vida es de composición abierta: su impulso no es alcanzar un fin
último sino continuar. La planta, el músico o el pintor, al continuar “arriesgan una
improvisación” (ibíd.: 343).

La cosa, sin embargo, no es sólo una hebra sino un cierto reunirse de hebras de vida.
Deleuze y Guattari lo llaman una haecceity (ibíd.: 290). Pero si cada cosa es un semejante
de líneas, ¿qué sucede con nuestro concepto original de “ambiente”? ¿Cuál es el significado
del ambiente en el ASO? Literalmente, el ambiente es lo que rodea a una cosa7, y sin
embargo no se puede rodear nada sin envolverlo, convirtiendo las mismas hebras a lo largo
de las cuales la vida es vivida en límites dentro de los cuales es contenida. En lugar de eso,
imaginémonos, como hizo Charles Darwin en El Origen de las Especies, parados frente a “las
plantas y arbustos cubriendo un banco enredado” (Darwin 1950 [1859]: 64). Observemos
cómo los fibrosos haces que conforman cada planta y arbusto están entrelazados con los
demás de manera tal que forman una densa mata de vegetación. Lo que hemos estado
acostumbrados a llamar “el ambiente” reaparece en el banco como un inmenso enredo de
líneas. Precisamente dicha perspectiva fue propuesta por el geógrafo sueco Torsten
Hägerstrand, quien imagino a cada constituyente del ambiente –humanos, animales,
plantas, piedras, edificios- poseyendo una trayectoria de devenir continua. A medida que se
mueven a través del tiempo y se encuentran unas a otras, las trayectorias de los diversos
constituyentes se entrelazan en diversas combinaciones. “visto desde dentro”, escribió
Hägerstrand, “uno podría pensar los extremos de las trayectorias a veces como empujados
hacia delante por fuerzas ubicadas detrás, y otras veces teniendo ojos, mirando alrededor y

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En el idioma inglés, el vocablo utilizado para ambiente es environment, proveniente del francés y derivado de
environ, que significa literalmente alrededor (N.T.).

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estirando los brazos, a cada momento preguntando ‘¿qué debo hacer ahora?’”. El
entrelazamiento de estas trayectorias en perpetua extensión, en términos de Hägerstrand,
comprende la textura del mundo – el “gran tapete de la Naturaleza que la historia está
tejiendo” (Hägerstrand 1976: 332). Como el banco enredado de Darwin, el tapete de
Hägerstrand es un campo, no de puntos interconectados, sino de líneas entretejidas, no una
red sino lo que yo llamaría un embrollo.

Red y embrollo

He tomado prestado el término “embrollo” de la filosofía de Henri Lefebvre. Hay


algo en común, observa Lefevbre, entre la forma en la cual las palabras son escritas sobre
una página, y la forma en que los movimientos y ritmos de actividad humana y no humana
son registrados en el espacio vivido, pero solamente si pensamos la escritura no como una
composición verbal, sino como un tejido de líneas – no como texto sino como textura. “La
actividad práctica escribe sobre la naturaleza”, remarca, “con una mano
garabateante“(Lefevbre 1991: 117). Pensemos en los senderos reticulares dejados por
gente y animales mientras deambulan en sus asuntos alrededor de la casa, la villa y el
pueblo. Atrapado en estos enredos múltiples, cada monumento o edificio es más “arqui-
textural” que arquitectónico. Es también, a pesar de aparente permanencia y solidez, una
haecceity/entidad, experimentada procesionalmente en las vistas, oclusiones y transiciones
que se revelan a lo largo de la miríada de senderos que los habitantes toman, de cuarto a
cuarto y al aire libre, al deambular en sus tareas cotidianas. Esto nos lleva de vuelta a la
observación de Pallasmaa acerca de que nuestra experiencia arquitectónica es
primordialmente verbal antes que nominal. Así como la vida de los habitantes rebosa a los
jardines y calles, prados y bosques, así el mundo se vierte dentro del edificio, dando lugar a
ecos característicos de reverberación y patrones de luz y sombra. Es en estos flujos y
contraflujos, serpenteando a través o por entremedio sin comienzo ni final, y no como
entidades conectadas ya sea desde dentro o fuera, que las cosas se instancian en el mundo
del ASO.

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La distinción entre las líneas de flujo del embrollo y las líneas de conexión de la red
es crítica. Sin embargo, ha sido persistentemente oscurecida, sobre todo en la elaboración
reciente de lo que ha sido denominado, de manera desafortunada, “teoría de actor-red”. La
teoría tiene sus raíces no en el pensar sobre el ambiente sino en el estudio sociológico de la
ciencia y la tecnología. En este último campo, gran parte de su atractivo viene de su
promesa de describir las interacciones entre la gente (como los científicos e ingenieros) y los
objetos con cuales ellos tratan (en el laboratorio por ejemplo) de manera tal que no
concentra la agencia en manos humanas, sino que la distribuye entre todos los elementos
que están conectados o mutuamente implicados en el campo de acción. El término “actor-
red”, de cualquier modo, ingresó a la literatura anglosajona como una traducción del
francés acteur réseau8. Y como uno de sus principales proponentes –Bruno Latour- ha
observado en retrospectiva, la traducción le dio un significado que nunca fue el pretendido.
En el uso coloquial, afectado por las innovaciones en tecnologías de la información y
comunicación, el atributo que define a la red es la conectividad (Latour 1999: 15). Pero
réseau se refiere tanto a una malla como a una red – a una tela hilada, un tejido de encaje,
el plexo del sistema nervioso o la tela de la araña.

Las líneas de la tela de araña, por ejemplo, a diferencia de aquellas de la red de


comunicación, no conectan puntos o unen cosas. Ellas son elaboradas en cambio de
materiales exudados del cuerpo de la araña y son depositados cuando se mueve alrededor.
En dicho sentido son extensiones del mismo ser de la araña mientras se desplaza dentro del
ambiente (Ingold 2008: 210-211). Son líneas a lo largo de las cuales ella vive y lleva a cabo su
percepción y acción en el mundo. Ahora, el acteur réseau pretendía, según la idea de sus
creadores (si no en la de aquellos que han sido llevados erróneamente por su traducción
como “red”) estar compuesta solamente de dichas líneas de devenir. Su inspiración provino,
en gran medida, de la filosofía de Deleuze y Guattari. Y esto autores son bastante explícitos
en que, a pesar del valor que la tela tiene para la araña es que atrapa moscas, la línea de la
tela de araña no conecta a la araña con la mosca, ni la “línea de vuelo” de la mosca la
conecta a la araña. Estas dos líneas se desarrollan más bien en contrapunto: para una, la
otra sirve como contención. Asentada en el centro de su tela, la araña registra que una
mosca ha aterrizado en algún lugar en los márgenes exteriores, que envían vibraciones a lo

8
Al igual que en su traducción al español (N.T.)

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largo de las hebras que son recolectadas por las súper sensitivas y prolongadas piernas de la
araña. Y puede entonces correr a lo largo de las líneas de la red para obtener su presa. Por
ello, las hebras-líneas de la tela definen las condiciones de posibilidad para la araña para
interactuar con la mosca. Pero no son por sí mismas líneas de interacción. Si estas líneas son
relaciones, entonces no son relaciones entre, sino a lo largo.

Por supuesto, como con la araña, las vidas de las cosas generalmente se extiende a
lo largo no de una, sino de múltiples líneas, atadas juntas en el centro pero presentando
innumerables “cabos sueltos” en la periferia. Por esto cada una debiera ser representada,
como Latour ha últimamente propuesto, en la forma de una estrella “con un centro rodeado
de muchas líneas radiantes, con todo tipo de pequeños conductos llevando hacia y desde”
(Latour 2005: 177). Ya no un objeto auto-contenido, la cosa ahora aparece como una red de
líneas de crecimiento en constante ramificación. Esta es la haecceity de Deleuze y Guattari,
famosamente comparada por ellos a un rizoma (Deleuze y Guattari 2004: 290).
Personalmente, prefiero la imagen del micelio fúngico (Rayner 1997). Cualquiera sea la
imagen que prefiramos, lo que es crucial es que empecemos desde el carácter fluido del
proceso de vida, donde los límites son sostenidos sólo gracias al flujo de los materiales a
través de ellos. En la ciencia de la mente, la condición absoluta del límite entre cuerpo y
ambiente no ha pasado desapercibida a los cuestionamientos. Hace más de cincuenta años,
el pionero de la antropología física, A. Irving Hallowell, argumentó que “cualquier dicotomía
interior-exterior, con la piel humana como límite, es psicológicamente irrelevante” (1955:
88), una mirada que encuentra eco en una clase dictada por el antropólogo Gregory Bateson
en 1970, en la cual declaró que “el mundo mental – la mente, el mundo del procesado de
información- no está limitado por la piel” (Bateson 1973: 429). Mucho más recientemente,
el filósofo Andy Clark sostiene el mismo punto. La mente, nos dice Clark, es un “órgano
rebosante” que no está confinado dentro del cráneo sino que se mezcla con el cuerpo y el
mundo al realizar sus operaciones (Clark 1997: 53). En sentido estricto, debiera haber dicho
que el cráneo es rebosante, ¡mientras que la mente es lo que se derrama! Como sea, lo que
he intentado hacer aquí es regresar a la declaración de Bateson y llevarla un paso más allá.
Quiero sugerir que no es sólo la mente lo que se derrama sino las cosas en general. Y lo hace
así a lo largo de los senderos que seguimos mientras rastreamos los flujos de materiales en
el ASO.

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