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Darío Nogués Domínguez

Después del suicidio


Proceso de duelo de un superviviente
A mi familia, la de origen, la creada y la escogida.
A todas y cada una de las personas con las que he compartido parte de mi proceso, un
pedazo de sus almas está conmigo.
Índice

Prólogo
Introducción

1. El día de la noticia
2. Velatorio y funeral
3. Tras la ceremonia: recuerdos y vacío
4. Hablar de forma abierta
5. Preguntas
6. Superviviente/sobreviviente al suicido
7. El mundo no deja de girar
8. El cambio nada cambia
9. Afrontando el dolor
10. Necesidades que no se cubren
11. Agredido/agresor
12. Vida y muerte: una caja interior
13. Culpa y el cáncer de mi hermana
14. Las desgracias nunca vienen solas
15. El amor que no me diste
16. Ideación suicida
17. Encuentro en sueños
18. La última conversación
19. La primera vez que existió el suicidio
20. Crónica de un suicidio anunciado
21. Su última voluntad
22. Muletas para una larga travesía
23. Cambio de creencias y valores
24. Perdón por lo que fue y cómo fue
25. Tesoros ocultos
Introducción

Apreciado lector, el libro que tienes entre tus manos es una obra autobiográfica,
resultado de la compleja tarea de poner palabras a sensaciones, comportamientos, emociones,
cogniciones y expresiones, en su conjunto, de mi proceso subjetivo de duelo por la pérdida de
mi madre.
Si bien es cierto que todas las personas estamos constantemente confrontadas con
experiencias de pérdidas, también lo es que las circunstancias de la misma hacen que las
respuestas que las personas ponemos en marcha, difieran enormemente si las comparamos.
La pérdida a la que me refiero, siendo la base de este libro, es debido a una circunstancia que
aun en nuestros días, si bien en menor medida, sigue representando un tabú y un estigma para
las personas más allegadas y estrechamente vinculadas, es la pérdida bajo las circunstancias
del suicidio.
Concretamente, me refiero al suicidio de mi madre, una posibilidad latente en mi vida,
la cual se fue haciendo visible desde mi infancia, como lo peor que podría llegar a vivir en mi
vida, y que acabó cristalizándose a finales del 2010. Hasta esa fecha, lo único que sabía sobre
el suicidio estaba personificado en las tentativas que mi madre realizaba. Las vivíamos en la
intimidad del domicilio familiar. Aunque la mayoría de los vecinos, los padres y los
compañeros de clase lo sabían, nunca lo compartí. Era nuestra tragedia.
Posterior a su muerte, descubrí una cruda realidad: la gran cantidad de tentativas de
suicidio, el elevado número de personas muertas por tal circunstancia y las personas que nos
quedamos, los supervivientes al suicidio.
En este libro expreso, en primera persona, las experiencias más significativas de mi
propio proceso de duelo. No pretendo dibujar un camino a seguir para los procesos de duelo
por causa de suicidio, solamente romper muros de silencio y dilucidar la marca del estigma.
Considero que para que un acontecimiento que afecta a tantas personas y familias pueda ser
reconocido, atendido y tratado con las consideraciones necesarias, hemos de ser los propios
supervivientes los que demos un paso al frente y activamente romper el muro de silencio con
palabras. Es necesario que podamos compartir la circunstancia en la que murió nuestro ser
querido.
Yo lo hice desde el primer momento, así como lo estoy realizando con la publicación
este libro. Es cierto que existe el riesgo de ser juzgado, pero os puedo asegurar que el juicio
más limitante que puede recibir cualquier persona es el de sí misma.
Principalmente, este libro está dirigido a otros supervivientes por la muerte por suicidio
de un ser querido, con el fin que bien pueda ser un documento catalizador de su propio
proceso de duelo, por lo que podrá considerarse un éxito si, querido lector, te hace conectar
con la pérdida, te agita y te hace sentir emociones de diversa índole. No para que te transporte
de nuevo a revivir, con seguridad una de las experiencias más dolorosas y duras que has
vivido en tu vida, sino con el ánimo de que aquello que aflore desde las profundidades de ti
mismo, pueda ser llevado a la consciencia, ser atendido, revisado y tratado, con ayuda de tu
psicólogo/a, terapeuta u otros profesionales, en grupo o de forma individual.
Me atrevo a afirmar que hacerlo facilita el poder estar en paz con uno mismo, con el ser
querido que nos dejó y mantener un recuerdo amplio y amoroso de vuestra vida compartida,
pese a todo, dejando con ello de sobrevivir y volviendo a vivir.
Este libro también puede ser de utilidad para aquellas personas que han estado
relacionadas con los supervivientes, ya sean familiares, amigos, colegas y/o profesionales de
la salud y de la asistencia a otras personas. Considero que su lectura puede facilitar el
ejercicio de empatía y sintonía, imprescindibles para poder relacionarse sin generar más dolor
del que ya sufre la persona afectada por la muerte por suicido, ya que los temas que comparto
son comunes a la mayoría de supervivientes, los cuales configuran el duelo por causa de
suicidio como un duelo con particularidades propias.
En relación con el problema del suicidio. Según la Organización Mundial de la Salud
(OMS): «El suicidio es un problema de salud pública grave a nivel mundial, ya que supone
un impacto personal y familiar duradero en las personas allegadas de quien lo comete y un
impacto social y económico reseñable en las comunidades, países y sociedades afectadas».
La gran mayoría de acciones contempladas en los númerosos planes de prevención de
suicidio, van dirigidas hacia esto, la prevención. Aunque el suicidio cero es el objetivo,
también es una utopía. Los que nos quedamos solo podemos llorarlo, abrirnos al dolor,
«normalizar» las consecuencias de la pérdida, buscar ayuda, comprensión y espacios seguros
de expresión. Personalmente, considero que, dentro de los planes de prevención, el soporte a
las familias de aquellas personas con conducta suicida y la atención al superviviente son las
que tienen menor relevancia.
Cabe mencionar que el haber sufrido una pérdida por suicidio es un factor de riesgo de
suicidio.En este punto creo que es importante un apunte estadístico con el fin de objetivar el
alcance de las personas afectadas por muertes por suicidio. En España, la media de muertes
por suicidio, entre los años 2010 y 2019, ambos incluidos, es de 3.572 personas.
Cada muerte por suicidio afecta directamente entre 6 y 10 personas, así que hagamos
cuentas. Entre 21.430 y 35.720 personas se ven afectadas seriamente por una muerte por
suicidio, personas abocadas a vivir un largo período de gran dolor e incomprensión, para las
que la vida se convierte en pasar el día a día como buenamente se pueda.
Estas cifran van sumándose año tras año a las anteriores. Se estima que entre el 8 % y el
10 % desarrollaran un duelo patológico. Aquí hago un llamamiento para que las cifras
anónimas se personalicen en nombres y apellidos, y el problema que friamente nos muestras
los números pueda considerarse como un serio problema social que nos afecta a todos.
Para finalizar la introducción a la obra, realizar una reseña a APSAS (Asociación para
la Prevención del Suicidio y la Atención al Superviviente), que fue fundada en el 2016 junto
con mi amiga y compañera Anna Canet, ubicada en Cataluña, y la cual actualmente presido.
Soy el responsable del área de atención al superviviente, sin dejar de mencionar a tres
personas maravillosas, Glòria Iniesta, Juan Miguel Roa y Sandra Llinares, mis compañeras de
camino en este proyecto y sin las cuales sería imposible su sostenibilidad y desarrollo.
Mi trabajo en APSAS supone haber encontrado un sentido a mi vida, que se resume en
la compleja transformación del sufrimiento en amor. El camino no es fácil, pero es posible.
Amar es acoger todo aquello que a uno le sucede en la vida, no resistirse a sus efectos,
transformarse y muchas veces dejar ir.

Gracias de antemano,

Darío Nogués,
Barcelona, septiembre de 2022
Capítulo 1
El día de la noticia

11 de diciembre de 2010
Igualada, 08:00 h.
Esta mañana el sonido del despertador tiene un tono más elevado que otros días. He
pasado mala noche, mi sueño ha sido muy ligero y ha sufrido muchas interrupciones. Mi
cuerpo medio adormilado no se siente bien, tampoco mal del todo: es extraño, pero me
resulta difícil identificar mis sensaciones y más aún expresarlas con palabras.
Hoy debo desplazarme a Barcelona, ya que asisto a una formación de dinamización de
grupos en la Escola Gestalt de Catalunya. Mi papel en la actividad de hoy es la de
observador, un lugar intermedio entre los profesores que imparten la formación y el grupo de
alumnos que la reciben. En esta escuela me siento como en casa: son tantas las horas de
terapia que he recibido en este centro. También es el centro en el que me estoy formando
como terapeuta Gestalt.
Salgo de casa poco antes de las 9 h y cojo el coche. La autovía A2 absorbe fácilmente el
poco tránsito, da gusto conducir de forma tranquila. El cielo está un poco encapotado, pero
creo que las nubes «mañaneras» pronto dejarán paso al sol.
Llego a Barcelona y aparco con facilidad cerca del centro de formación. Me permito el
pequeño placer de tomar un café con leche en un bar, hay tiempo. He de llamar a mi
hermana: me siento extraño, no estoy tranquilo.

Barcelona, 09:50 h.
Mi hermana y yo acabamos de hablar por teléfono. Ambos hemos pasado una mala
noche. Nuestros cuerpos expresan con sensaciones diversas el temor a que nuestra madre
haya cometido alguna tentativa de suicidio, como las muchas que ha realizado a lo largo de su
vida. Acordamos que ella se acercará a visitarla y yo mantendré el teléfono a mano por si
tuviera que contactar conmigo con urgencia. Espero no recibir ninguna llamada suya,
significará que sigue vigente nuestra normalidad.
Después de nuestra conversación entro en el aula, ordeno el espacio y comunico a la
pareja de profesores de la formación y a mi compañera observadora que espero una llamada
muy importante.
Me siento en mi lugar habitual, al lado del equipo docente. Los alumnos se disponen en
forma de U. Puedo verlos a todos y ellos pueden verme, pero en este momento no son
relevantes para mí. Justo al lado, con el tono del timbre al máximo, mi teléfono móvil. Este es
el centro verdadero de mi atención: supongo que es evidente mi continua revisión de la
pantalla del dispositivo. Todas las personas que ocupan el aula pueden observarme y detectar
los movimientos de mi cuerpo, pero no a la inversa. Ahora mismo, no puedo ser observador
de las acciones y narraciones de otras personas.
Pierdo la noción del lugar en el que me encuentro: solo existe un objeto valioso en mi
universo, el teléfono que habilita la comunicación con el mundo exterior.
En lo más profundo de mí mismo va cobrando fuerza la posibilidad real de la muerte de
mi madre. Regreso íntimamente a la conversación que mantuvimos ella y yo hace apenas tres
semanas: con crudeza, amor y dolor, abordamos la ausencia de sentido y de fuerzas que sentía
ella para seguir viviendo y mostramos nuestras almas desnudas, el uno a la otra, la otra al
uno. Ojalá aquella conversación quede solo en eso, en unas almas desnudas que se
encuentran.
Me asalta un temor: quizás la mala noche que hemos pasado mi hermana y yo sea como
un aviso, como si nuestros cuerpos fueran conocedores de información que se escapa de
nuestra consciencia y comprensión.
Cómo cambia el paso del tiempo cuando en el fondo se espera algo importante.

Barcelona, 11:00 h.
Pasan pocos minutos de las 11 h y suena el teléfono. El nombre de mi hermana ilumina
la pantalla.
¡Mierda!
Me levanto de un salto y abandono apresurado la sala. De camino a la puerta, busco la
complicidad de algunas miradas. Percibo sorpresa en sus caras, quizás ellos vieron mi cara
desencajada, pero yo no siento nada.
Al otro lado de la línea, la voz seria de mi hermana solo dice:
—Darío, ¡ven pronto!
No necesito más, lo sé: mi madre ha muerto por suicidio.
Grito. Mi voz rota se amplifica en el largo pasillo, pero no siento nada. Diligente,
regreso a la sala de formación y, con palabras justas y precisas, explico que mi madre se ha
quitado la vida. Los colores, las formas y los rostros son brillantes y nítidos. Sin embargo, yo
no siento nada.
Mi compañera se ofrece a llevarme a Igualada: agradezco su ayuda, pero rechazo su
ofrecimiento porque me siento capaz de conducir. Ella insiste, me convencen e iniciamos el
trayecto Barcelona-Igualada.
El viaje resulta eterno, no llegamos nunca, pero sigo sin sentir nada. Veo las montañas
de Montserrat y distingo en ellas una forma y un color especial. Pienso que ellas han sido
testigo de todo y lo saben. Mis ojos llorosos, atravesados por los rayos del sol, difuminan su
dentellada silueta. Lo que contemplo es vaporoso, inestable y cambiante… No controlo nada,
no siento nada. La distancia entre lo poco que captan mis sentidos y las líneas de la carretera
y los paisajes que atravesamos es enorme. Me hallo en un sueño: ¡no puede estar pasando!

Igualada, 12.00 h.
Llegamos al lugar donde vive mi madre. Justo al girar la calle, vislumbro las siluetas de
mi hermana y mi padre al fondo. Se encuentran de pie, en la puerta de acceso a la finca, justo
al lado de un mosso d’Esquadra.
Bajo del coche. Mi estómago se remueve, se eleva hasta la garganta y parece querer
salir por la boca.
Me acerco a ellos y me informan. Arriba, en el piso, el médico forense y una patrulla de
mossos están investigando lo que ha sucedido. Es extraño, se repite la situación que hemos
vivido otras veces… pero hoy es diferente, muy diferente.
El impulso de ver a mi madre me secuestra. Necesito verla de modo imperioso. Quiero
ver a mi madre por última vez. Quiero saber por mí mismo cómo se ha quitado la vida, en
qué lugar está su cuerpo y qué signos presenta. Quiero descubrirlo con mis propios ojos, sin
que nadie me lo cuente. Quiero sumergirme en la cruda realidad.
¿He saludado a mi hermana y a mi padre? ¡No lo sé!
Ya estoy arriba. Justo en la puerta del piso, un agente, con cara de buena persona,
intenta impedir mi entrada:
—Estás seguro? Conservarás la imagen de tu madre el resto de vida.
—Sí, estoy seguro.
Antes de cruzar la puerta, atisbo ya su silueta tumbada en la cama que hace de sofá en
el comedor de su casa. Está ligeramente inclinada, con la cabeza alzada sobre varios cojines.
El corazón se me encoge, exploto, grito y lloro. Mi mundo emocional, anestesiado hasta
ese momento, despierta al efecto de la estocada que acaba de atravesar mi corazón. Todo a mi
alrededor se esfuma, solo existimos mi madre y yo.
Una vez dentro, me acerco a ella y pongo mi mano derecha en su frente. Su cuerpo frío
y los restos resecos de una sustancia verdosa, que debió ser líquida, alrededor de su boca y
sus mejillas me hacen comprender su muerte. Parada cardiorrespiratoria, efecto de un cóctel
mortal.
¿Habrá dejado este mundo como quien se sumerge en un profundo sueño? No habrá
sufrido. Habrá sido una muerte dulce: la ausencia de arrugas, el rostro liso y la piel suave así
lo atestiguan. Y advierto que el método en que mi madre ha muerto se opone radicalmente al
sufrimiento que ha padecido a lo largo de su vida.
Me siento a su lado, la contemplo y lloro inmerso en la pena. Qué extraña sensación.
Aun viéndola y notando el frío de su piel, no me lo acabo de creer. Quizás porque el entorno
que nos contiene ha desaparecido. Quizás porque no hay nadie más a quién mirar y abrazar.
Quizás porque el reloj de arena explotó con la llamada de mi hermana
Se acerca una persona no uniformada, me pregunta si la reconozco y luego me indica
que debo salir de la vivienda.
Bajo las escaleras, estoy roto. Camino hacia mi hermana y mi padre. Nos abrazamos los
tres.
Aquí hay calor… arriba, frío.

• Cada año en el mundo mueren aproximadamente 800.000 personas por causa de


suicidio.
• En España 2021, las muertes anuales sobrepasan las 4.000.
• Cada muerte por suicidio afecta directamente entre 6 y 10 personas: son los
llamados «supervivientes».
• Por cada mujer que muere por suicidio, lo hacen tres hombres.
• Por cada hombre que realiza una tentativa suicida, lo hacen tres mujeres.
Capítulo 2
Velatorio y funeral

Tuvimos que esperar un día entero para que trasladasen el cadáver de mi madre al
tanatorio y allí permanecimos otro día y medio más antes de la ceremonia.
¡Qué rápido se propagan las noticias! Apenas una hora después de confirmar la muerte
de mi madre, se presentaron en la finca una amiga y un amigo, a quienes, aparentemente,
pude explicar con mucha entereza lo sucedido. Pero la situación era extraña: en mi interior
una tremenda claridad mental se alternaba con oscuros nubarrones de tormenta.
Había perdido el control. No podía modular la explicación del suceso porque se había
desatado una cadena de mensajes entre mis amigos y seres queridos sin yo saberlo. Esa
misma tarde, atendí llamadas, más llamadas y visitas de familiares y amigos. Si hubiera
deseado esconder las circunstancias de su muerte, me habría sido imposible.
Las palabras se repetían al otro lado del teléfono: «¿Pero qué ha pasado? ¿Tu madre se
ha suicidado?». Cada conversación me hundía un poco más y, al mismo tiempo, me ayudaba
a encajar la realidad. Lo importante parecían ser los hechos, las explicaciones que nos
requerían por teléfono. En cambio, pocas personas se interesaban por cómo estábamos
nosotros, mi hermana y yo mismo.
A última hora de ese 11 de diciembre, una pareja de buenos amigos vino a verme.
¡Gracias! Esa fue la primera vez en todo el día en la que me sentí visto y acogido, aunque, al
mismo tiempo, me parecía que no tenía derecho a ello y que no lo merecía.

A primera hora del día siguiente, entramos en el tanatorio. Mi madre, la persona que
recordaba, estaba enclaustrada en un féretro, tras un cristal, correctamente maquillada y
vestida con la ropa más bonita que tenía. El período de espera había sumado más de 24 horas,
las peores horas de mi vida, sumido en la impotencia y la frustración por la espera.
La sala de velatorio acabó pareciendo un circo, en el que la gran atracción era ver el
cuerpo de una suicida. Lejos de la intimidad que debería regir en estos lugares y que tanto
necesitábamos, la sala se llenó de muchas personas desconocidas para nosotros, vecinos y
vecinas del barrio, entre los que había quienes no mostraban ningún respeto, se permitían
criticarla, conversaban sobre cualquier banalidad o engarzaban palabras viperinas para
indagar las circunstancias de la muerte.
A ratos me tragué la rabia, pero en un par de ocasiones exploté: «¿Pero qué mierda es
esta? ¡Fuera de aquí!». Sentía que yo, como mayor de sus hijos, era el responsable del
descanso de mi madre y también de que la sala de velatorio cumpliera la función de
recogimiento y vela para la que estaba creada. ¡Suerte de contar con mi padre, mi hermana y
mis tíos! Su abatimiento y pose solemne me hacían sentir acompañado. Compartíamos el
dolor por la pérdida.
Cuánta belleza en las coronas de rosas que llenaban la sala. Y que guapa estaba mi
madre. La muerte le sentaba bien… ¡qué irónico! Su rostro no presenta ninguno de los surcos
verticales que cruzaban su entrecejo. «Ha dejado de sufrir, está relajada», me repetía mientras
una sensación de alivio se conjugaba con largas y sostenidas exhalaciones.

Llegó la hora de la ceremonia. Minutos antes mi hermana y yo permanecíamos solos y


juntos en la salita: apurábamos el momento, conscientes que expiraba el tiempo para verla
físicamente. Uno de los operarios del tanatorio nos ofreció entrar en el backstage, donde iban
a cerrar el féretro. Le seguimos.
Entramos en un espacio gris y húmedo. La barrera de cristal que separaba su cuerpo
inerte del mundo de los vivos quedó abierta. Allí estaba ella. Mi hermana y yo tocamos su
frente y su rostro. La quietud y el frío son dos caras de la muerte. La vida humana es cálida y,
al irse aquello que diferencia lo animado de lo inanimado, se disipa esa calidez. Fui
consciente de que esa sería la última vez en que podría estar tan cerca de mi madre y, de este
momento, son las últimas imágenes que guardo en mi memoria. Después, su cuerpo se
convertiría en cenizas y jamás podría volver a ver sus restos más allá del polvo.
Abandonamos el backstage y subimos a la sala en la que se oficiaría la ceremonia. Para
mi sorpresa, la sala estaba llena de gente. No esperaba tantas personas… De hecho, no
esperaba nada.
Las dos ramas de mi familia estaban perfectamente situadas en las primeras filas. En la
parte central, familiares más lejanos y antiguos vecinos. Al final de la sala, prácticamente
todos mis amigos, los de antes y los de aquel momento. Hoy, puedo recordar perfectamente
dónde estaban sentados cada uno y, sobre todo, puedo rememorar la explosión de amor que
sentí al verlos, un amor extraño y teñido por el dolor de mi pérdida.
Qué raro sentirme sereno y embestido de gran fortaleza, atento a las miradas de los
asistentes, agradecido por las muestras de apoyo y afecto que me ofrecía cada una de las
personas presentes. Unas con tiernos y esperanzadores abrazos y otras, simplemente con su
valiosa presencia. Jamás antes había sentido tal fuerza y serenidad. Era como si mis sentidos
operasen a su máxima potencia y, aunque me sentía brutalmente roto y el dolor me
traspasaba, fui perfectamente consciente de mi papel en la ceremonia: el de anfitrión.
De esas horas, recuerdo incluso algún momento cómico, como la llegada de mis amigos
Leo y Javier: son dos hombres grandes y fuertes que venían en un pequeño coche de dos
plazas, aparcaron frente al tanatorio, a la vista de todos, y bajaron del pequeño vehículo
vestidos con ropa de gala. Realmente, fue una escena graciosa y llamativa… que logró
hacerme sonreír.
Cuando llegamos a la primera fila de la sala, dio inicio el culto, una desafortunada
ceremonia cristiana que hirió mi sensibilidad. Sinceramente, no recuerdo si la empresa
funeraria nos había ofrecido la oportunidad de escoger el marco religioso en el que oficiar el
rito de paso. Pero ni mi hermana ni yo somos conscientes de haber escogido nada.
Puedo entender que ese sacerdote desarrollaba con precisión su rol de capellán
cristiano, haciendo uso de las frases típicas que pueden escucharse en cualquier entierro. Sin
embargo, el infortunio tiñó las palabras del sacerdote y lo que funcionaba en cualquier otro
entierro en nuestro caso concreto parecía un chiste de mal gusto. Muchas de las palabras que
formuló se convirtieron en puñales que atravesaban mi ya destrozado corazón.
La elevada aflicción a causa de la muerte de mi madre por suicidio me impedía recordar
momentos felices compartidos con ella. La vida que nos había dado y su trágico final dejaban
un campo desolado e inerte, en el que no podía enraizar el esperanzador mensaje cristiano. El
hijo de Jesús no me acompañaba, Dios no estaba a mi lado. Si esa era la voluntad de Dios, me
había jodido bien la vida. No podía sentir el amor redentor: estaba destrozado por el dolor,
todo a mi alrededor parecía un bosque en llamas, ausente de vida, y el humo negro de ese
incendio tapaba por completo la belleza del cielo azul y la luz del sol.
Las palabras del cura no estaban impregnadas de la delicadeza que necesitábamos mi
familia y yo. Se abrió un abismo casi chistoso entre su oficio cristiano, recibido y dado por la
gracia de Dios, y nuestra cruda realidad mundana. Estoy seguro de que ese hombre ni
siquiera sabía que mi madre se había quitado la vida, por lo que le resultaba imposible
empatizar con nuestro sufrimiento.
Su posición en lo alto de las escaleras dibujaba con claridad una gran brecha. Arriba,
palabras vacías oficiadas por un profesional de la Iglesia Católica, con expresión sonriente y
ajeno a todo lo sucedido. Abajo, nosotros. Pero es que, ¿acaso una muerte por suicidio no va
en contra de los dictámenes cristianos y cuestiona la figura del mártir y del Cristo redentor?
Mi madre no pudo más con su vida.

Tras la ceremonia, no hubo entierro: fue voluntad de mi madre que la incinerasen. La


dispersión de los asistentes debió de ser muy apresurada, porque apenas recuerdo sus
despedidas. Como la arena que se precipita de un bulbo a otro en un reloj de arena, las
personas que antes estaban ahí… dejaron de estar.
Mi hermano Leo me lo había advertido: «Tras la ceremonia, estarás solo». Del centenar
de personas que había asistido a la ceremonia, quedó un pequeño grupo, eran los que han
estado siempre y siguen estando hoy.
Y, a partir de ahí, empezó mi deambular por la noche oscura del alma.

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