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BLOQUE 8: PERVIVENCIAS Y TRANSFORMACIONES ECONÓMICAS EN EL SIGLO XIX: UN

DESARROLLO INSUFICIENTE.

8.1. EVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA Y MOVIMIENTOS MIGRATORIOS EN EL SIGLO XIX. EL


DESARROLLO URBANO.
El ritmo de crecimiento fue lento, se pasó de 10.5 millones de habitantes en 1797, a 18.6 millones
en 1900. Existe relación entre el crecimiento demográfico y modernización económica (industrialización) en
el siglo XX.
El régimen demográfico antiguo (alta natalidad y mortalidad), se mantuvo hasta principios del
siglo XX. La natalidad era alta por el predominio de una economía y sociedad agrarias, en la que los hijos
ayudaban desde muy pronto en las labores del campo. Eran muy baratos de mantener y aseguraban el
porvenir de los padres al no haber ningún tipo de protección social por parte del Estado, tampoco existían
sistemas para controlar los nacimientos. La mortalidad era alta y oscilante por el bajo nivel de vida y las
precarias condiciones médicas y sanitarias. La dieta era escasa debido a: la baja productividad agraria y
desequilibrada, y la falta de proteínas (el pan era el alimento básico). Como consecuencia la mayoría de la
población estaba malnutrida y debilitada. Las enfermedades infecciosas trasmitidas a través del aire
(tuberculosis, bronquitis, pulmonía, gripe) o el agua y alimentos tenían alta incidencia. También, el atraso
de la medicina, el desconocimiento de las vías de trasmisión de las enfermedades, y la falta de higiene
(tardío establecimiento de servicios de agua potable, alcantarillado y recogida de basuras). Se suman
momentos de mortalidad catastrófica causada por epidemias, guerras y malas cosechas de cereales, que
provocaban la subida del precio del grano, el hambre y la muerte de quienes no podían pagarlo. La
mortalidad infantil también era alta: tanto la neonatal, por defectos congénitos y problemas en el parto,
como las posneonatal, por desnutrición e infecciones. La esperanza de vida era baja, no llegaba a los 35
años, y el crecimiento natural bajo.
En cuanto a los movimientos migratorios interiores, continúa el desplazamiento del norte hacia
el sur y el abandono de la meseta central (excepto Madrid), para concentrarse en la costa mediterránea y
atlántica meridional. Las causas se encuentran en las ventajas económicas que ofrecen las regiones
costeras (tierras más fértiles); y la rapidez, seguridad y bajo precio de los transportes y comunicaciones por
mar. En consecuencia, la población levantina y meridional se duplicó entre 1787 y 1900, pasando del 39%
de la población total al 45%, mientras que la del norte y centro descendió del 60 al 55%.
La emigración transoceánica tuvo lugar desde mediados del siglo XIX hacia los países
latinoamericanos, que necesitaban inmigrantes para poblarse, explotar sus recursos económicos, y
construir grandes infraestructuras (Canal de Panamá, ferrocarriles y puertos). Por ello, se facilitó la
inmigración instalando en España agentes reclutadores de emigrantes. La emigración se convirtió en una
salida para el atraso agrario y el desempleo de las zonas minifundistas y latifundistas. La mayoría de los
emigrantes eran de Galicia, Asturias y Canarias, y su destino se encontraba en la Pampa de Argentina, las
plantaciones de azúcar de Cuba y de café de Brasil.
Desde mediados del siglo XIX la tasa de urbanización experimentó un gran crecimiento. Se vio
favorecida por la nueva división provincial de 1833, que impulsó el crecimiento de las ciudades elegidas
como capitales, y el desarrollo de la industria, que atrajo a la población campesina. A pesar de ello, en
1900 la mayoría de la población española era todavía rural, el 91% habitaba en localidades de menos de
100.000 habitantes. A finales del siglo XIX, solo Madrid y Barcelona estaban en torno al medio millón de
habitantes. Esta urbanización industrial hizo que la estructura de la ciudad se quedara pequeña y era
necesaria una ampliación para dar alojamiento a los nuevos pobladores llegados del campo. Los
ensanches burgueses de Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia supusieron grandes desafíos urbanísticos
para los arquitectos españoles de la época: Ildefonso Cerdá creó el ensanche de Barcelona y el Plan
Castro llevó a cabo el de Madrid. Estos fueron destinados a residencias de la burguesía industrial, con
buenos trazados urbanísticos y viviendas de calidad, además de todos los servicios cubiertos. Mientras
que los inmigrantes vivieron en barrios obreros sin infraestructuras ni servicios suficientes.
8.2. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX. EL SISTEMA DE
COMUNICACIONES: EL FERROCARRIL. PROTECCIONISMO Y LIBRECAMBISMO. LA APARICIÓN
DE LA BANCA MODERNA.
La Primera Revolución Industrial en España se inició hacia 1830, su desarrollo fue lento y de
forma parcial, quedándose atrasada respecto al resto de Europa. Entre las causas destacan: la baja
demanda de artículos industriales por el modesto crecimiento de la población y el empobrecimiento del
campesinado; el escaso espíritu emprendedor de la burguesía, que basaba su prestigio social en la
posesión de la tierra, invirtiendo su capital en la compra de bienes desamortizados. Otros factores fueron el
atraso tecnológico y la escasez de materias primas, que obligó a costosas importaciones de máquinas y de
recursos; y la inestabilidad política, que no impulsó una política económica coherente. Los principales
sectores industriales fueron la minería, la siderurgia y el textil.
La minería se expandió con la Ley de Bases Mineras (1868), que fomentó las inversiones
extranjeras inglesas, francesas y belgas, y convirtió a España en una importante explotadora de plomo,
hierro, mercurio y cobre. Pero, en buena parte, los minerales se exportaban, en perjuicio de su utilización
por la industria nacional. La siderurgia se inició en Andalucía (1830-1865), pero ante la inexistencia de
carbón mineral se trasladó a Asturias (1865-1880). Después, al País Vasco (desde 1880), donde existían
minas de hierro que posibilitaron la exportación a Gran Bretaña a cambio de la importación de carbón
galés, ya que el español era escaso, caro y de baja calidad. Esto favoreció la acumulación de capital y la
proliferación de astilleros y barcos para llevar a cabo las exportaciones. Entre 1890 y 1900 se produce un
avance en la metalurgia del acero, que sustituye al hierro y requiere menos carbón. Con la política
proteccionista de finales de siglo, el Estado adquirió material siderúrgico vasco para las obras públicas. El
sector textil del algodón se concentró en Cataluña, que disponía de mayor capital procedente de la
agricultura, con un campesinado de mayor capacidad de trabajo a domicilio, siendo un mercado protegido
con fuertes aranceles. También se desarrolló una importante industria lanera, que aumentó la producción,
mejoró la calidad, abarató precios y aumentó la demanda. La burguesía emprendedora mecanizó el
sector casi en su totalidad. Las fábricas usaron primero máquinas hidráulicas, por lo que se localizaron a lo
largo de los ríos, y luego emplearon máquinas de vapor junto a los puertos importadores de carbón.
La modernización de las comunicaciones fue posible gracias a: la Ley de Carreteras de 1851, se
amplió hasta casi los 17.000 km en 1874; y la inauguración de los servicios de Correos y de Telégrafos
(1950-52). Tras la apertura de las líneas ferroviarias Barcelona-Mataró (1848) y Madrid-Aranjuez (1851),
esenciales para el transporte de mercancías, la Ley de Ferrocarriles de 1855 permitió una red radial que
conectaba Madrid y los principales puertos. El estancamiento económico, el atraso técnico y la ausencia de
capital privado español hizo que llegara capital de la banca extranjera y tecnología francesa. La rápida
construcción del ferrocarril contó con el apoyo del Estado que aprobó leyes, subvenciones y aranceles a la
importación de materiales.
La economía española se encontraba ante el dilema proteccionismo o librecambismo. El primero
buscaba la protección de la producción nacional frente al mercado exterior, mediante altos impuestos
aduaneros a las mercancías importadas para soportar la competencia exterior. El segundo defiende la
libertad de los intercambios con bajos aranceles y el Estado debe garantizar la libre circulación de capitales
y mercancías. A principios del XIX, las normas comerciales eran diferentes en cada territorio histórico, con
diversidad de pesos, medidas y monedas. Era necesario un mercado único con una legislación comercial y
la supresión de aduanas interiores. Las leyes sobre importación-exportación tuvieron un carácter
librecambista entre 1841 y 1875, frente a las proteccionistas de 1875 a 1898. El arancel de 1892 al textil
catalán, la siderurgia vasca, el carbón asturiano y el trigo castellano dio lugar a oligarquías que forzaban el
proteccionismo, dando como resultado una ausencia de competencia extranjera, falta de innovación y
precios altos.
La creación de la banca moderna no fue posible sin la previa ordenación del sistema financiero.
Pese a la creación de la Bolsa de Madrid en 1831 y la de Barcelona en 1851, hasta mediados de siglo
existen diferentes monedas y diferentes sistemas de cuentas, ninguno decimal. En 1856 se creó el Banco
de España. En 1868, el ministro Figuerola, implanta la Peseta (4 reales, 100 céntimos) y el Estado asume
la emisión de moneda desde un banco privado sucursal del Banco de España, presente en cada capital de
provincia. El 90% del dinero en circulación era moneda metálica por la desconfianza hacia el dinero de
papel. En 1874, con la reforma de Echegaray, el Banco de España obtiene el monopolio de la emisión de
moneda, generalizándose los billetes y cheques. Las finanzas y el capitalismo crecieron de forma limitada,
creándose poco a poco sociedades anónimas y bancos privados (Bilbao y Santander, 1857).

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