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Historia mde tres banderas _ Laura Avila edebe A la Mi Chu, que aparecio de pronto. 1. Colores ué estara haciendo Josefa?”, se pregunté Manuel Belgrano justo antes de que dos bombazos fuertes lo sacaran de la cama. En realidad no se le podia llamar cama a ese catre espantoso. Belgrano se levanté de un salto, ganado por el miedo, pero ahora le dolfan las costillas por ha- ber rebotado en el elastico. Salié a la noche, amartillando la pistola, y el vien- to del rio le inund6 las narices. Sus soldados corrian hacia todos lados, arrancados del suefio. Pegé un par de gritos tratando de ordenarlos, pero no le hicieron mucho caso. Un tercer bombazo iluminé la ribera. Casi sordo por el estallido, Manuel vio de donde venian los dis- paros: — Son dos realistas en un bote! jPor alla! Uno de sus hombres, el mas decidido, apunté en la oscuridad y disparo. —jCreo que les di, don Manuel! — Preparen la curefia! |Contesten con un cafidn! Mas ordenados, los soldados respondieton el fuego y hundieron el bote de madera que portaba un cafionci- to. Los dos que lo manejaban desaparecieron en el Para- na y reaparecieron cerca de la orilla tratando de salvarse. Manuel Belgrano fue trotando hacia ellos. Su escri- biente, Salvador, lo seguia cargando una luz. —¢Quién los manda? —dijo Manuel, apuntandoles. EI mas joven estaba herido. El mas viejo levantd la cabeza y grité: —jMuéranse, tupamaros! [Viva el Rey! Belgrano les admiré el temple. Aun vencidos, aque- llos realistas seguian gritando por lo que creian justo. José Moldes, uno de los coroneles, aparecié junto a ellos y le dio una patada al que habia hablado. —Silencio, godo! Belgrano contuvo a su compajiero: —Tranquilo, amigo. Llevémoslos al campamento. Sin violencias. Moldes lo miré con cierto asombro. Belgrano pa- recia estar siempre en un salon de baile. Era educado y cortés. Moldes lo sentia tan lejano al ruido de la guerra que se preguntdé otra vez quién habria sido el desubicado que lo habia nombrado jefe. Salvador, en cambio, bostez6. Era un chico de cator- ce afios. El peligro habia pasado, querfa irse a dormir y eso se le notaba en cada gesto. SL SES —Vuelva a su catre, Salvador. Yo me las arreglo — le dijo Belgrano. Salvador le dio el fatol y se volvid a su tienda a paso lento. El campamento de quinientos hombres era una bateria, es decir, una especie de guardia armada con cafiones que se instala para defender una costa. La bateria tenia un mistil. En el méstil flameaba una bandera espafiola. Los prisioneros fueron llevados cerca de la fogata donde estaba la bandera. El viejo prisionero realista la vio y se echo a reir con amargura: —Indianos de porra. Mas le valdria alzarse con una bandera propia, al menos... El odio de su voz molesté a Belgrano mucho me- nos que su risa desdefiosa. : Los intertogé sin sacarles una palabra, llam6 al mé- dico de campafia para que revisara al herido y los dejo vigilados pero sin ponerle cepo o grillos, porque le pa- recia una crueldad atar a los hombres. Después volvio a acostatse, pero no se podia dormir. Las palabras del prisionero le habian legado al co- razon. “‘Tiene razon! jYa no podemos seguir usando la misma bandera que ellos!”, pensd. Belgrano y sus compafieros habian hecho una revo- lucion en Buenos Aires. Echaron al Virrey que mandaba SO EO ee antes en nombre del rey de Esparia. Se habian enfrentado alos realistas que defendian a ese rey. Ahora mismo él se hallaba en Rosario llevando las ideas de esa revolucién a sangre y fuego. |Y ya no se sentfa espafiol! ;Ya no queria usar esos colores rojos y amarillos en su baterial Don Manuel pensé. Algunos de sus hombres lleva- ban una escarapela celeste y blanca que usaban desde los primeros dias de la Revolucién. —Celeste y blanco... —evoco mientras empezaba a invadirlo el suciio. Los gtillos y los sapos cantaban en las orillas del rio Parana. Belgrano recordo otra vez a Josefa, bailando duran- te los festejos por la caida del Virrey. Tenia puesto ese vestido azul celeste que le quedaba tan bien, Después pensé en sus afios de estudiante. En la bella Iris, con su jazmin blanco en el pelo. Se acordé de los primeros dias de la Revolucién, de la gente en la calle, de la alegria de sacar del gobierno a los mandones. Pensé en muchas caras amadas, en muchas cosas que lo hicieron feliz, en su juventud, en sus amigos. Todas esas cosas se le presentaban celestes y blancas. Fue asi como, bordeando los costados del suefio, se imagin6 una bandera con esos colores. 2. Flora or las calles del pueblo de Flora siempre pasaban Pere El pueblo se Iamaba San Miguel. Que- daba en Tucuman y estaba de paso entre dos ciudades importantes. Flora tenia doce afios y era cocinera en una de las casas mas grandes del pueblo. Antes la cocinera habia sido su mama, pero se habia muerto de fiebres tetcia- nas, asf que Flora heredé el oficio. Le encantaba coci- nar. Siempre estaba pensando en alguna forma nueva de hacer las empanadas, el cabrito, el locto o la maza- mofta, y ponia enseguida manos a la obra. Pero en la casa casi nadie apreciaba su comida. Su patrona era dofia Eduviges Mercado, una se- fiora a la que le quedaban pocos dientes. No comia cosas crocantes o duras porque simplemente no podfa masticarlas. Tampoco probaba platos dema- siado dulces 0 demasiado picantes. Le cafan mal al estomago. ee Dofia Eduviges era viuda y tenfa una hija llamada Consuelo. Consuelo tenfa trece afios y era terriblemente linda, pero bastante boba. Dofia Eduviges la cuidaba hasta la exageraciOn, porque era la Unica familia que le que- daba. Sus hijos mayores se habian ido a estudiar a Es- pafia y nunca habfan vuelto. Habia tenido a Consuelo de grande y la nifia era su orgullo y su pasion. Flora no podia ni verla. Consuelo se empefiaba en hacetle la vida imposible. Nunca queria comer y la trataba como a una esclava. Pero Flora no era esclava, al menos no técnicamente, aunque tampoco podia irse de la casa sin el permiso de dofia Eduviges ni negarse a servirla. Eso habia sido asi desde su nacimiento, y asi habia sido la vida de su mama y de su abuela. Siempre trabajaron para la familia de dofia Eduviges a cambio de techo, comida y vestido. Flora era zamba', delgadita y nerviosa como un junco de la laguna. Consuelo era palida, tenia ojeras y su mama vivia dandole remedios caseros, incluso antes de que se en- fermara. Como nadie disfrutaba sus platos, Flora los com- partia con Lula y sus cuatro hijos, que eran los negros de la casa. Los hijos de Lula iban de los veinticinco a ‘La zam es la hija de negro ¢ india, o al contratio. Si nacian de india, los zambos podian ser considerados libres. 10 gf QS los dieciocho afios. Ellos si eran esclavos, mantenfan limpia la casa, el corral, la letrina y el gallinero. Cada tanto llegaba al pueblo algan coche desde la lejana Buenos Aires. Entonces Flora se daba una vuel- ta por la plaza para ver a los porteftos. Siempre pare- cian aputados, con sus ropas cortadas a la inglesa y su aspecto de haber vivido encerrados en un ropero. A Flora esas gentes le parecian extranjeras. Una vez, hacia ya un tiempo, dofia Eduviges habia invitado a unos a almorzar. Los portefios le pidieron a Flora tenedores para comer, cosa que escandaliz6 a la chica, porque los tenedores eran cosa peligrosa. Uno podia pincharse la lengua comiendo. ‘También le pidieron platos, en vez de servirse di- rectamente de la fuente, como todo el mundo. Y le hicieron asco a los chipacos con chicharrén y a la tripa gorda que la pobre Flora se habia esmerado en pre- parar. Un poco despechada, Flora les habia servido el postre. Los portefios le contaron a dofia Eduviges que en Buenos Aires se habfa producido una revoluci6n, y que se estaba preparando un ejétcito para liberar a las demas provincias. “3Un ejército de portefios?”, pens6 Flora alarmada. Para ella ‘Tucuman era el pais, su pais. Y no le gusta- ba que nadie viniera a defenderla de nada, sobre todo cuando los supuestos defensores eran gente de est6- mago tan delicado. 3. Cabrito rebozado Li primavera de 1812 se anunciaba bastante calu- rosa. El calor no se sentia tanto a la mafiana, pero acercandose el mediodia habia que cubrirse la cabeza para salir al sol. jFlora! jFlora! Flora estaba en el gallinero, dandoles de comer a los pollos recién nacidos. El gallinero era un lugar os- curo y fresco. —jVelay!, donde se habra metido esta chinita? De mala gana, Flora salié del gallinero con un pollito en la mano. En el patio del servicio la espe- raba Lula, la esclava. — Qué pasa, Lula? —jUn pueblo entero se ha mudado a Tucuman! — Qué? jLo que has oido! jNecesitamos comida, porque dofia Eduviges ha invitado a cenar a mucha gente! Flora se puso contenta. SO ee —Podemos servit huevos rellenos, gallina fria... —jNo entendés, caramba! jHay muchos invitados! jLa dofia pidié un cabrito! E] ultimo cabrito se lo habfan comido pata el santo de Consuelo. —Voy a comprar uno en lo de las placeras —propu- so Flora. Las placeras eran unas mujeres que tenian puestos en la plaza del pueblo. Vendian corderos, pajaros, chi- vos, rosquetes y mas cosas de comer, ademas de telas, morteros, agujas y bebidas. Flora pensé en hacer el cabrito rebozado. {Por fin alguien iba a disfrutar su comida! La vivienda de dofia Eduviges daba a la Calle del Rey. Apenas empez6 a recorrerla, Flora cayé en la cuenta de que algo no andaba bien. Habia mucha gente deambulando. Gente descono- cida. Soldados con armas. Flora los mité de arriba abajo, preocupada. En la plaza se encontré con un monton de carretas estacionadas. Las carretas estaban atestadas de hom- bres, mujeres, chicos y viejos. Cada quien llevaba cosas encima: batiles con ropa, jaula con gallinas, colchones, cacerolas y perros. Flora nunca habia visto tanta gente junta. Estos ca- rrctones venian del Norte, eso se veia por el color del barro que tenfan las ruedas. Los empleados de la posta no daban abasto desenganchando a los bueyes sucios 14 LO) Es de tierra y espinillas, acercandoles pastos y agua para refrescarlos. La gente de las carretas era asistida por un grupo de soldados a caballo. Los puestos de la plaza habian desaparecido tragados por la multitud. “2¥ ahora de dénde saco carne de cabrito?”, se pre- gunt6 Flora. Empez6 a caminar entre los vehiculos detenidos. Los recién Ilegados tomaban agua de los bebederos de los caballos, enloquecidos por la sed. Se notaba que habjan andado mucho. Entre el alboroto descubrié a una de las placeras, Fabiana. La mujer la saludé con la cabeza. Estaba ven- diendo aloja’ por un real a todo aquel que le acercara un recipiente. —2Qué pas? —dijo Flora—. ¢Quiénes son estos? —Son gentes de Jujuy, parece. Los sacaron de cuajo de la ciudad, como si fueran brotes de ruda macho. — Las cajas reales eran una institucién colonial parecida a un banco. Ser em- pleado de las cajas reales equivaldria a ser un empleado bancario actualmente. 30 Si — ee —Se va a quedar mucho tiempo? —dijo. FI general le sonrid. Cuando sonreia parecia mas joven. —Me quedaré el tiempo que haga falta para que Pio entre en raz6n. éQuién es Pio? —pregunto Flora. —Es un antiguo amigo mio. Por desgracia, ahora es el general del ejército realista. —2Por qué es la guerra? —pregunté Consuelo, tré- mula—. ¢Por una bandera? Flora la miré como si quisiera matarla. Afortuna- damente, el general portefio no se dio cuenta de su turbacion. —Qué pregunta tan compleja, nifia. Me ha dejado sin respuesta. El hombre le dio un par de pitadas nerviosas a su cigarro. Flora vio que tenia canas en los cabos de la barba. Fumaba sin pestaficar, ni siquiera cuando el humo le entraba en los ojos. Algo raro le pasaba, defi- nitivamente. ¢Estaria loco, como Napoleon? —Esa gente de la plaza... —indag6 Flora. —Son vecinos de Jujuy —respondié Belgrano. — Usted los ha traido? —Si. Nos organizamos muy bien para dejar el pueblo vacio. Cuando Pio Ileg6 con su ejército no encontré ni una mala cabra pata abastecerse. Noso- tros bajamos hasta aca porque nos falta tropa. Por el momento. 31 PO es El general termin6 su cigarrillo, lo tiré al patio y lo piso con la bota para apagarlo, —Estos no son temas para andar hablando con ni- flas —murmuré—. Disculpen. Camin6 un par de pasos hacia ninguna parte y recién entonces Flora se dio cuenta de que hablaba dormido. Hay gente que puede hacerlo, cuando es muy lucida pero esta muy cansada. Tuvo cierta pena por él y lo agarré fugazmente del brazo. —Venga. Le preparamos un cuarto para que haga la siesta. eK Una vez que todo el mundo se hubo acostado, Flora se levanto de su catre. Se até un pafiuelo en la cabeza para hacerle frente al solazo de la tarde, tom6 unas mo- nedas que tenia ahorradas y se escapo rumbo a la calle. Se persign6 tres veces antes de salir para que no se le apareciera el duende. En la plaza habian acampado los jujefios y parte de la soldadesca. Flora fue hasta la tienda de telas, pero estaba cerrada. —Qué mala patal —dijo en voz alta. Algunas placeras habian vuelto a instalar sus pues- tos. Caminando, la chica encontré a una vieja que es- taba vendiendo telas. Compr6 un buen pedazo de raso azul celeste, pero no habia blanco. 32 Sh 2 Se La puestera le cobté mucha plata por la pieza, pero Hlora la pago sin chistar porque queria reponer el pafio del general portefio lo antes posible. Se senté un instante bajo la sombra de un quebra- cho, gDénde se podria conseguir raso de color blanco? Pens6 y record6 que en la iglesia habian comprado faso para hacerle un manto nuevo a la virgen. ¢Que- trian los curas venderle lo que les habia sobrado? Con esa esperanza cruz6 la calle. Se metid en el templo enceguecida por la resolana. Pronto advirtid que la iglesia estaba llena de gente haciendo la siesta. Casi le pisé la mano a un cholo* que estaba durmiendo bajo la estatua de San Judas. Ei] cura no se veia por ninguna parte. La iglesia estaba virtualmente tomada. Algunos de los emigrantes habian descolgado corti- nas y carpetas de los altares para usarlos como esteras. Caminando en puntas de pie para no despertar a nadie, Flora lleg6 frente al altar lateral de la Virgen de las Mercedes. [1 manto estaba puesto sobre los hombros de la estatua con todo primor. Ella lo tocé con la punta de los dedos para comparar la calidad del raso con el que tenia. Miré la imagen de la virgen y se sintié muy culpable. ¢Ella, Flora la de los Mercado, iba a ser eapaz de despojar a una santa? *Se le dice cholo/a a la gente que vive en el Noroeste, especialmente en la yona del antiguo Alto Peri. 33 De repente el manto se movid, y Flora retrocedid espantada. iEso era cosa del duende, estaba segura! Pero detras de la estatua aparecié el chico de la cabra. Se miraron reconociéndose en la penumbra. El mu- chacho sacé el manto, lo extendi6 bien y lo titd en el piso. Después se eché encima y junto a él se eché la cabra. Flora sintié una explosién de rabia. jOtra vez el mocoso aquél se interponia en sus planes! Enojada, agarré el manto con ambas manos y tird con tanta fuerza que nifio y cabra salieron despedidos. —jEh! — Es el manto de la virgen, hereje! —grité Flora. Se escucharon algunos chistidos haciéndola callar, El chico clav6 en ella sus ojos almendrados. Afe- rro una punta del manto y empez6 a disputarselo a los tirones. A Flora eso le encendié la sangre. Tironed también hasta que partieron la tela en dos. Cayeron sentados. El chico en el suelo. Y Flora en- cima de la cabra. El animal lanz6 un berrido de dolor. El chico solté el pedazo de tela y se arrodillé al lado de su mascota. —jLe has hecho dafio en la patita! —la acus6. —jDejen dormir la siesta! —grité uno de los refu- giados. 34 Flora levanté un pedazo de tela y volvié a ponerlo sobre los hombros de la estatua. Agarr6 el otro peda- zo y salié a toda prisa de la iglesia, tratando de doblar- lo junto a la pieza celeste que habia comprado antes. Cuando llegé a la calle escuché un balido y vio que el chico de la cabra la segufa con el animalito en brazos. 35 6. La version de Flora lora empez6 a correr. Sus pies descalzos apenas si se apoyaban en la tierra de la calle. Pero el chico no le perdia pisada. La alcanzé justo en la puerta de la casa de dofia Eduviges. —jHas mancado mi cabrita! jMe la tienes que pa- gar! —le grité con acento de la Puna, sosteniendo la doliente criatura frente a ella. Flora se abrazo a las telas, agitada. —jDejame en paz! jCuando te la quise pagar esta mafiana no has querido! El chico arrugé el cefio: —jEsta mafiana te la querias comer! Flora cometi6 el error de mirar a la cabra a los ojos. Fira experta en despenar animales y sabia que si mira- ba alguno a los ojos se enterneceria a tal punto que no seria capaz de desearle ningtin mal. Y esto le paso con la cabrita del muchacho: mir6 sus ojos redondos y de repente tuvo mucha pena por ella. aver ane a —iVelay con la bichita!... —se quej6. Mird por el zaguan a ver si andaba Lula o algtin esclavo rondando, pero no se veia a nadie. —Ya sé: voy a entrar a buscarte un poco de lini- mento, para que le frotes la pata. —jZape! |Me vas a dejar plantado! Flora solté un bufido y lo hizo pasar con ella. Atra- vesaron el primer patio, donde los oficiales de Belgra- no habian acomodado unas hamacas para dormir la siesta, y Ilegaron al patio del servicio. Enseguida les salié al encuentro Consuelo. Cuando vio al chico, su cata paso de la ansiedad al desdén: —Y este quién es? —dijo arrugando la nariz. El chico bajé la mirada, adoptando un gesto humil- de. Eso, sin saber por qué, le molest a Flora. —Es mi invitado —contesté desafiante. Consuelo abrié la boca como para pegar un alarido, pero Flora la contuvo con un gesto: —Si chilla le voy a decir a su madre que nunca toma sus medicinas. Consuelo se calld, pero las dos se miraron con ga- nas de pelearse. La cabrita balé lastimeramente. El chico se senté en el suelo y empez6 a acariciarla, indi- ferente a todo lo demas. Flora fue a la cocina y volvid con el linimento de menta para que le frotara la patita. Después le mostré a Consuelo los lienzos que habia conseguido. 38 SOE. 43 Ss —Hmm... Puede funcionar, Floripondia, aunque me parece que el otro celeste era mas claro. —2Qué mas da? Ahora tendremos que coserla. —Bueno, pero vamos a la despensa. Aca nos pue- den ver. Las dos chicas iban ya hacia el sétano de la casa cuando vieron que el chico no las acompafiaba, ocu- pado en curar a la cabra. Consuelo lo sefials: —Traé a & invitado. Silo ven aca vamos a tener otro problema. Flora se acetcé al muchacho y le dijo: —Acompananos. El chico la miré con sus ojos impenetrables, sin contestar. — Como te llamas? —le pregunté Flora. —Dalmiro. —Bueno, Dalmiro, lamento lo de tu cabra. Dalmito lo pensd. Se encogié de hombros, cargé al animalito y la siguié escaleras abajo. La despensa era un s6tano porque la familia lo te- nia para consetvar las cosas frescas. Como no habfa heladeras, la carne y el charqui aguantaban mas tiempo bajo tierra. ‘También habia espacio para una mesa de carpintero, un telar en desuso y vinos. Flora buscé el costurero, despej6 la mesa y exten- did el pafio celeste. —Habria que traer una tijera mas grande. —¢Para qué? —quiso saber Consuelo. —Para cortar la pieza celeste en dos. La bandera tenia dos franjas celestes. — SS 9 no de cordoban, sino sencillas y ligeras, porque iba fi preparar botas como cuatro numeros mas gran- des para cada recluta, por expresa indicacién de Dalmiro. de A la misma hora en que Flora habia desistido de lo- gitar que dofia Eduviges y Consuelo tomaran su sopa de albondiguillas y estaba lavando las ollas de la cocina on agua recalentada, el nuevo regimiento de Belgrano iba a marchas forzadas a reunirse con el grueso del Hijército del Norte. Cuando Flora se desocupo de sus quehaceres tomé Ja bandera, la puso en una bolsa roja parecida a la ori- inal y sali furtivamente a la calle. Bin la plaza todo habfa regresado mas o menos a la hormalidad. La vendedora de aloja habfa vuelto a instalar su tol- do junto al de las otras placeras. —Hola, chinita, zandas quetiendo una alojita fresca? —No tengo real, Fabiana. —Te fio. Flora acepto. La placera le dio a beber en el jarrito (jue tenia para los clientes. —Rica. —Asi dicen. —Fabiana... ¢adénde han ido los jujeftos? 55 / , . 0 / —Las mujeres, los chicos y los viejos estan atras de la iglesia. Ahi los acomod6 el general. Los hombres se fueron con él. ;Vieras cémo hablo! —¢Quién, Fabiana? —jEl general Belgrano! jDaban ganas de concha- barse para defender la tierra! Flora mir6 a la placera para ver si no se estaba bur- lando. Jamis la habia escuchado hablar asi, con tanta devocién. Y menos de una idea traida por Pportefios. Pero bueno, el tiempo apremiaba, asi que le pre- gunté qué rumbo habia tomado el ejército. —Se han ido para el lado de Los Nogales. Flora le devolvié el jarrito con una sontisa. —Gracias, Fabiana. Te debo un real —y salié ca- minando decidida, con la bolsa roja cplgando en ban- dolera. \ —jEspera, chinita! ’Te has de unir a ellos? — Claro, Fabiana! —dijo Flora, bromeando—. |Si yo soy la que lleva la bandera! 56 8. Cartas sin marcar 0§ nuevos reclutas de Belgrano evolucionaban dbien en los simulacros de combate. Eran muy lla- vos. Ninguno tenia uniforme oficial, pero estaban lidos de manera parecida. Todos llevaban som- ro de alas anchas y guardamontes, una especie de talon amplio de cuero que se ponian para cabalgar t¢ los cardos. bien dispuestos, ademas. Como no habia fusi- a todos, se pusieron a fabricar lanzas con cafias illos de mesa que Dorrego habia conseguido en ano parecia menos preocupado que lo que i estado antes de arribar a Tucuman, pero toda- ‘no sabia bien qué hacer. Desde Buenos Aires le cartas del Gobierno, especialmente del mi- Wo Rivadavia, que le pedfan que abandonara todo etrocediera hasta Cordoba. Pero don Manuel sabia si le dejaba terreno a Pio Tristan nunca mas lo 57 Se OS recuperarian. “Si estos paisanos se habittian a pelear organizados podemos enfrentar a los realistas en lugar de seguir huyendo”, pensaba, aunque lo de Jujuy no habia sido exactamente una huida. Habia sido un éxo- do, planeado y organizado. Pero era mejor plantarse y dar batalla de una vez, aunque eso implicara ignorar las 6rdenes de Riva- davia. \ El primer gobierno de Buenos Aires —la/ Junta de 1810— habia mitado como a iguales a las provincias del Interior. Su secretario, Mariano Moreno, queria hacer un congreso con diputados de todas las regiones para que pensaran juntos una constitucién y un modelo de pais. Pero el gobierno actual, dos afios después de esas buenas intenciones, trataba mas bien de mantener el puerto libre y se preocupaba muy poco de lo que pa- saba tierra adentro. Y el ejército de Belgrano estaba tierra adentro. Don Manuel todavia recordaba con algun resenti- miento como Rivadavia lo habia obligado a ocultar la bandera que habia inventado para distinguir a su gen- te. Pero pensar en esas cosas le bajaba la moral, y él la necesitaba bien alta en estos momentos cruciales. El mas joven de sus reclutas, Dalmiro, se habia ar- mado un banquito con una calavera de vaca y estaba meta martillar y coser suelas para reformar las botas de su ejército. 58 “Realmente es un chico muy inteligente”, pensd Welgrano, Eso lo conforté un poco. “Si la juventud viene asi, la victoria no es imposible”. I! que estaba en un todo disconforme con la apa- rieién de Dalmiro era Salvador. El esctibiente no en- tendia por qué Belgrano lo habia aceptado, sobre todo después de la experiencia en Tacuari. ‘Vacuarf era un lugar en el litoral, donde pelearon antes, Allf Belgrano habia reclutado a Pedro, un nifio de la edad de Dalmiro. Pedro era el tambor del ejérci- fo, es decir, cl encargado de animar a la tropa tocando un redoblante en medio de la batalla. A Pedto lo mataron en Tacuari. Dos disparos tea- listas le partieron el pecho como un durazno tierno. Belgrano tenia grandes remordimientos por esa imuerte y Salvador lo sabia. 2K Vise dia tuvieron noticias del ejército contrario. Los paisanos habian ganado el monte, dispuestos i practicar la formacidn, cuando sorprendieron a tres ymbres que salian de saquear una casita llevando unos quesos abajo del brazo. Ante la duda, los paisanos los holearon y los trajeron al campamento de Belgrano. 104 prisioneros resultaron ser de la avanzada de Pio ‘Tristan. Uno de ellos, el coronel Huici, era practica- mente el segundo al mando del ejército realista. 59 Belgrano estaba euférico. —j Buen trabajo, mis paisanos! jEste pez es bien gordo! —Quiere que lo estaquiemos pata que cante dénde estan los otros? Huici, que esperaba enlazado por una boleadora como si fuera un guanaco recién nacido, tragé saliva. Pero Belgrano frend a sus soldados. —No. Nada de torturas. Para nosotros es suficiente que Tristan se quede sin él. Huici era muy habilidoso en la guerra. Belgrano ya lo habia comprobado y sabia que Tristan lo iba a echar en falta. Efectivamente, luego de la ranchada del mediodia llego un correo del ejército realista. Salvador, que era el encargado de la corresponden- cia, rompi6 el lacre y se la ley6 a don Manuel. Era una carta de pufio y letra de Pio Tristan: Belprane: de tur infelices que yo mantenge prisionerer, (led te 60 — guena de cuatreros todavia te queda alge de honer, at cuatestoy apelande ahora. Pia Existiin Gumpaments del Gircite Grande, septiembre de 1812. Salvador vio cOmo a Belgrano se le formaba una sonrisa divertida en la cara. ~-Vamos a contestarle, amigo, tome nota. Ta carta de respuesta de Belgrano qued6 asi: Re queride: Mis tuatreresenlagaron a tu Hiuict, pere-come Wevuelve las cincuenta engar para que mantongara Wid prblonees y te repite le oferta de terminar erta ms ML Belprane ot Chmpamente del Gercite Chice, septiembre de 1812, ep" ! ‘Salvador ley6 la carta en voz alta, para ver sila habia lo sin errores. Belgrano se la aprobé mientras se ha un cigarrillo, muerto de risa. a ol Dalmiro, que estaba aparentemente ensimismado en sus suelas, levanto la cabeza y dijo: —No somos un ejército chico. Belgrano aprobé sus palabras dandole una palmada de buenos camaradas. —¢Qué hago con esta carta? —dijo Salvador, con un tono cargado de celos. Belgrano dirigié al muchacho portefio su mara- villosa sonrisa. —Désela al correo. Y dama C 4. Salvador fruncié las cejas. —Ya le voy a ganar! Dalmiro no entendia de qué estaban hablando con eso de la dama. Pero estaba contento por la reaccién de Belgrano, asi que se encogid de hombros y siguié cosiendo. 301K Junto con las primeras estrellas, los veteranos del ejército y los gauchos recién reclutados preparaton juntos sus vivacs pata la ranchada de la noche. Como no podian encender muchas fogatas para no delatar sus posiciones se conformaron con comer charqui y galleta dura. Belgrano se fue a dormir temprano. La guardia de su zona le tocé a Salvador, que la agradecié en silen- cio porque el general le habia puesto de compafiero 62 de earpa a Dalmiro, y Salvador queria tener el menor contacto posible con él. Asi que el joven portefio estaba ahi, a la entrada de su tienda de campaiia, tratando de masticar un pedazo durfsimo de charqui en la oscuridad. Comia rapido, sin wiborear demasiado, cuando oy6 un breve chasquido en las tinieblas que lo rodeaban todo. —éQuién vive? —dijo, tomando un arma. Se levantd y empez6 a caminar mas alla del circulo ~ de carpas de cuero que delimitaban el campamento. In ese momento salié la luna y vio una figura aga- thada detras de un arbusto de yerba buena. Seria un enemigo? Mejor era volverse y dar la voz de alarma. Histaba en eso, caminando pata atris, cuando chocd on alguien y casi tité su pistola. A punto de chillar como Wnt damisela, gird y distinguid la fisonomia de Dalmiro. ——éQué hacés aca, estipido? —susurrd. —He escuchado ruidos. —-Volvete a la carpa. Esto es cosa de hombres. Dalmiro reparé en la figura agazapada y se la sefialé en silencio. —Ya la vi, jujefio. La voy a borrar de un tiro. No... Se me hace que es Coquena. Salvador dio un respingo. Fuera quien fuera ese Coquena, el tono respetuoso y atemorizado de Dalmi- #0 lo hizo tener escalofrios. —¢Qué? eQuién? 63 aware ae oo En ese momento, la figurita se incorporo y salid corriendo hacia unos tunales. Los dos chicos la siguieron, Salvador preparando la pistola. Cuando llego al final del tunal, la silueta fu- gitiva se recorto nitida contra la luna. Salvador hizo punteria, pero Dalmiro le dio un golpe en el brazo haciendo que tirara el arma. —jEs la nina! —exclamo. —Coquena es una nifia? —respondié Salvador, muy confundido. Dalmiro se pard debajo del rayo de luna que cruza- ba el tunal y dijo en voz baja pero clara: —Flora. La figurita se quedé inmévil. Luego lentamente se fue acercando, hasta que Flora, porque de ella se trata- ba, estuvo frente a ellos. 64 9. El ajedrez del aire alvador levanté la pistola y apunto a Flora. Dalmi- S° se interpuso tranquilamente entre ella y la linea de fuego. — Qué hacés, jujefio? Ella puede ser una espia. Flora reconocié enseguida al muchacho. —No te acordas de mi, portefio? Salvador bajé el arma: —Asi peinada no te reconoci, cholita. Flora sintid que estallaba de bronca: —jYo no soy ninguna cholita! Porque cholitas eran las chicas del Altiplano y Plora era tucumana. —Qué tienen de malo las cholitas, pues? —tercid Dalmiro—. Yo las hallo muy churitas. —Cholitas, chinitas, churitas, son todas del Norte, no? —dijo Salvador con una sonrisa cinica—. Yo es- toy de guardia, asi que tenés que explicarme por qué fondabas nuestro campamento. Flora no sabia bien qué decir. Si decia que venia con una bandera para reponer la que le habfan estropeado a Belgrano, iba a saltar el hecho de que le habjan revi- sado el equipaje. Asi que dijo: —Vine a ofrecerme como voluntaria. Salvador largo una carcajada. —¢Por qué enrolariamos a una cho... una chica como vos? Esto es un ejército, no una cocina. Pero Dalmiro volvié a intervenir sin perder su ha- bitual calma: —Tampoco has querido conchabarme a mi... Y ya has visto... Hay que preguntarle al general. Salvador tuvo que callarse ante las evidencias, asi que decidieron volver al campamento. Dalmiro toc6é fugazmente la mano de Flora en la oscuridad. —¢Has traido la bandera? —Si, pero no sé cémo darsela. Dalmiro no dijo nada, pero le apreté la mano para que tuviera confianza. Inmediatamente Flora se qued6é tranquila. No le habia gustado nada la caminata sola por el monte. Al llegar encontraron a Belgrano y a Dorrego, ar- mados, fumando en la oscuridad. Manuel Dorrego, al ver venir a Salvador, se levanté de su asiento y le dio un golpe en la cabeza, leve pero con la fuerza suficien- te para hacerle volar los pelos. —Mucho seso, pero poco uso. ¢En qué estabas pensando que dejaste la guardia? 66 _ —-Disculpe, mi teniente —balbuce6 Salvador. Pero Dorrego ya no lo ofa. Le hizo un saludo des- janado a Belgrano y se retité a su carpa. Belgrano seguia fumando en silencio, mientras los tres chicos lo miraban. Salvador se adelant6 unos pa- hos y dijo muy despacio: __ ==Mi general... Usted sabe lo que yo lo estimo, no es verdad? dijo Belgrano sin levantar la voz. Salvador asintio i silencio. Si usted no se comporta tendré que mandarlo al como todos los que desobedecen. Y no me va lo cerca que lo tenga de mi coraz6n, si con © mantener la disciplina. :Entendid? a Notd que el muchacho portefio estaba tragan- is lagrimas. ‘0 endurecio el tono. ntendid, soldado? mi general! tirese de mi vista! dor entregd su arma y obedecid. Luego, desapa- Ja lona de su catpa. 1 se concentré en Flora y en Dalmiro, que plaban intimidados. El general suspiro y tra- damita de las humitas... hizo una reverencia tocandose las puntas de 67 SE eet —¢Qué hace de noche en la guerra? :Tiene algun hermano enrolado? Flora nego con la cabeza. Dalmiro dijo: —Quiere conchabarse ella. Belgrano se atraganté con el humo del cigarro. —No. No tiene ni doce afios, usted. Vuelva a su casa. —De noche no —dijo Dalmiro—. Puede salirle Coquena. —¢Quién es Coquena, amigo? —Es un duende. No le gusta que la gente salga al monte. Tiene podet sobre los animales y las plantas, y puede hacer que un hombre se vuelva loco. Belgrano mir6 aprensivamente la oscuridad. —Bueno, por esta noche, quédese en la tienda del escribiente. Usted acompaiiela, Dalmiro. Le encargo su honor. Flora y Dalmiro empezaron a caminar hacia la tien- da, peto Belgrano los detuvo: —Diganle a Salvador que venga. Los dos llegaron a la tienda de campafia. Como no tenfa puerta entraton sin avisar y descubrieron a Sal- vador llorando en el catre. El muchacho tratd de disi- mular fingiendo un ataque de tos. —Salvador... El general te quiere ver. —Te voy a creer y todo, jujefio piojoso —respon- did Salvador agresivamente. Flora, indignada, salié en su defensa. 68 |: . OO {Te esta diciendo la verdad, alunado! jPero si no querés no vayas asi te hacen consejo de guerra y reven- tis de una vez! —Vos qué hacés en mi tienda, cara de mona? —jAhora es mi tienda también, asi que secate los mocos y anda a ver qué quiere Belgrano! _ Salvador salio llevandose el farol que habia encen- dido, y dej6 a Flora y a Dalmiro a oscuras. —jEse portefio es insoportable! |No sé cémo lo tas! Dalmiro hizo esa sonrisa rata suya. Tu no estas dispuesta a aguantarlo, Flora. De eso seguro, pues. lora medité las palabras de Dalmiro y luego solté fisita nerviosa. almiro saco una yesca y encendié un cabo de vela. ntrd los profundos ojos de Flora mirandolo fija- Dalmiro... ¢Es verdad lo de Coquena? 2Es ver- que él es el duende? Eso sabia decirme mi abuela. De camino, me parecia que alguien me seguia, me daba vuelta y no habia nadie. oquena se disfraza de tu sombra. Por eso no s verlo. va tuvo un miedo irracional. Para que se le pa- , traté de pensar en otra cosa y recordé la bandera llevaba. 69 SO et —Bueno, aca traje el pabellén de Belgrano. En cuanto se distraiga, hay que entrar en su tienda y de- jarlo en su baul. ¢Me vas ayudar? —Si. ¢Y tu? :Te vas a quedar de verdad? Flora lo pens. Nunca habia salido de la casa de dofia Eduviges antes. Nunca habia caminado sola por el monte. Quizas por eso tenia miedo. Pero ahora, con Dalmiro, en el campamento bajo las estrellas, se sintid libre. —Creo que si... Si —afirmo. 281K Salvador se presenté frente a Belgrano. El general lo miré con el rabillo del ojo, recordando la primera vez que lo habia visto, hacia ya diez afios, en Buenos Aires. Salvador era huérfano. Lo habian dejado de recién nacido, envuelto en un pafial, en la puerta del conven- to de Santo Domingo. En ese entonces Belgrano vivia a una cuadra del convento. Como era muy devoto, iba a la misa de la capilla y hacia donaciones. Manuel era un caballero generoso y tenia con qué: su familia era una de las mas ricas de Buenos Aires. Ademas, habia estudiado en Santo Domingo, esa habia sido su primera escuela, porque antes en los conventos se ensefiaba a leer y a escribir. 70 ee Sh 2 Oe Casualmente, un dia de donacién vio a Salvador, que en ese entonces tendria cuatro afios, dibujando un triéngulo con un pedazo de carbén en el suelo del patio. fil cura que limpiaba el piso lo levanté para pegarle por ensuciar, pero don Manuel le pidio que no lo hi- tlera y se interesd por el dibujo. [il pequefio Salvador lo midié con la mirada, y ‘euando consideré que el hombre de ojos claros no iba reirse de él, le explicd que el dibujo estaba incom- to, que le faltaba una dimensién, y como no tenia as para explicar lo que queria decir siguid di- Jando hasta hacer un cuerpo geométrico completo, volumen y bisectrices. Los tres lados miden lo mismo —le asegur6—. omo el Espiritu Santo. Manuel Belgrano se dio cuenta de que estaba en fesencia de un genio, asi que se hizo cargo de su edu- jn. Lo mando a estudiar al Colegio de San Carlos, do este se cerré siguié pagandole un profesor i¢ lo visitaba en el convento. Los padres dominicanos querian que fuera sacerdo- ero Salvador no tenia vocacién. Cuando empez6 ale pidid a Belgrano que lo Ilevara, y Belgrano llev6 como escribiente, para que no entrara en nbate. elgrano queria profundamente a Salvador. Le bia ensefiado a jugar al billar y al ajedrez, dos de 71 8 Oe sus pasiones favoritas. Incluso descubrié que el chi- co podia imaginarse el tablero de ajedrez y retener las jugadas en la mente, cosa que apenas podia hacer él mismo. Si, apreciaba a Salvador y sofiaba con que fue- ra arquitecto pata que disefiara puertos en el interior del pais, pero no podia preferirlo a los demas, porque sabfa que eso seria nocivo para su persona, de por si dada a la soberbia. Salvador tenia cara de perro apaleado bajo la luna tucumana, Belgrano le devolvié el arma para que si- guiera haciendo la guardia. El rostro del chico se ilumin6, pero no dijo nada. Se sento dispucsto a seguir con su tarea. Belgrano tam- poco se movio. Se quedaron unos minutos en silencio, mirando el cielo. El aire estaba infectado de mosquitos y langos- tas nocturnas. Pero el calor habfa bajado, era una bue- na noche. Por fin Salvador murmuré timidamente: —?Alfil B 3? —Torre F 8 —respondié Belgrano—. Jaque. —No, no, jespere! —Lo dejo pensar, para que aprecie mi paciencia. Belgrano quiso encender otro cigarro, pero su taba- quera estaba vacia. Salvador le paso un cigarrillo y se lo encendié con el minimo fueguito del farol, aliviado. Belgrano estaba de buenas con él otra vez. 72 —#Con alguien mas que yo puede jugar al ajedrez ain tablero, don Manuel? Belgrano medité la pregunta y luego suspir6 antes de contestar. Con Pio Tristan. Los dos se quedaron callados, pensando en la guerra. Pero fue hace mucho, mucho tiempo, Salvador... ‘Cuando tenia su edad, asi que figurese. —Uh, en el siglo pasado. Belgrano se levanté riéndose. No tiente su suerte. Voy a revistar a los paisanos, yer si protegen la pdlvora del rocfo. Buenas no- Salvador. Buenas noches, general. 73 10. Josefa a mafiana Ilegé el coronel Moldes con tres ca- etas de bueyes, trayendo suelas, reses, muni- sy tela para uniformes. De una de las carretas a chica de unos veinticinco afios empapada en , con un vestido inverosimil para el calor tucu- : frunces, cintas, manguitas hasta el codo, jhasta ites venia! que estaba pelando unas papas a un costado 1 carpa, se qued6 mirandola como si fuera pro- » de una insolacion. sefiota aquella jera tan linda! Portefia, segura- porque miré a las mujeres de los soldados, que in blanqueando camisas en baldes de lejia, con la ‘uncida. Disculpa? ¢El general Belgrano? lora se tocd el pecho para ver si estaba preguntan- a ella, La chica abrié una sombrillita estampada a protegerse la cabeza. 75 3 a x. 3 « — Aja, sia vos, chinita. eSabés dénde esta Belgra- no? Flora sefialé en direccién a las carpas de los oficia- les. La portefia se fue hacia allé enterrando los taquitos de sus botas en la polvareda. “jAchalay, qué humos! jEs peor que Consuelo!”, penso Flora. Los soldados asignados por Moldes estaban sacando las donaciones de las carretas. De la ultima se escapo un estridente balido. Flora se acercé jy vio a la Consuelo recién evocada luchando con la cabrita de Dalmiro! El bicho queria salir del vehiculo pero Consuelo la estaba ahorcando con los tirones que le daba a la cuerda. Al ver a Flora, Consuelo se quedé en suspenso y la cabra aprovecho para salir corriendo a toda velocidad. Dalmiro, que estaba en la otra punta del campa- mento cepillando a los caballos, levanté la cabeza, repentinamente alerta. Lo siguiente que sintid fue un cuerpo peludo y tembloroso cayéndosele enci- ma, lamiéndolo con su lengua rugosa como si fuera un perro. —jCabra! |Estas curada! La cabrita agito su rabo blanco en el colmo de la felicidad. Pero Flora y Consuelo no estaban tan con- tentas de verse. Al menos, Flora no. —¢Qué hace aca, Consuelo? —Vine a buscarte. Mama ha mandado vituallas para el ejército y me escondi entre las cosas. Tuve que 76 traer la cabra porque se estaba comiendo todo lo que encontraba. ¢Cémo te fue con la bandera? Flora no podia creer lo tranquila que estaba Con- suelo. La dejo en la carreta con la palabra en la boca, y volvié a su puesto a pelar papas. Habia bastantes mujeres en el campamento. Eran las cuarteleras: esposas, madres ¢ hijas de los soldados, que habjan decidido ayudar en lo que hiciera falta: co- cinando, zurciendo los uniformes e, incluso, agarran- do un fusil y saliendo a la carga en caso de emergencia. Flora estaba feliz porque estas mujetes la dejaban cocinar e improvisar muchas recetas, y los soldados se comian hasta la ultima miga de su comida. Lo nico que lamentaba era no acordarse de las proporciones de los ingredientes para que las cosas tuvieran siempre el mismo gusto: como cocinaba en ollas gigantes no tenia cémo calcularlos y muchas veces se olvidaba lo que ha- bia usado en una preparacidn. Por suerte, tenfa mucha imaginacién y sabia improvisar sobre la marcha. Pero ahora que Consuelo estaba en el campamento, ¢todo volveria a ser como antes? ¢Iba a tener que aten- der sus caprichos de nena mimada? Consuelo logr6 salir del carretén y se acercé a Flora. —Vamos. La carreta no espera, se vuelve enseguida al pueblo. Flora la ignoré mientras seguia trabajando. Consuelo levanté una ceja. 78 Mama no sabe donde te has metido. Pero si te ponés rebelde, le voy a contar. Te va a mandar a buscar ¥ te daran latigazos, como a los negros fugitivos. Una de las mujeres, que estaba colando arroz en un eedazo, mird a Consuelo con cara de pocos amigos. Olra, retinta y 4gil, también la miré mal mientras cor- "i cebollas y fumaba en su cachimbo. —iAcé la misia viene a ayudar 0 a irse de boca? jo. ‘onsuelo retrocedié un paso, confundida. {Velay los malos modos de la mocita! Aca nadie a nadie como no sea por bocona. Flora, dale pa’ que se entretenga y cierre el pico. suelo abrid mucho los ojos, aterrada. La tortilla estaba dando vuelta rapidamente, y para colmo ese momento las carretas, ya aligeradas, iniciaron su de regreso hacia Tucuman. a sonrid malignamente. Habia llegado la hora la venganza. ¢Qué podia hacer para que Consuelo wiese? ¢Mandarla a limpiar las letrinas? ¢A lavar longo? ¢A recoger atroz en la ciénaga, entre bras? la cara de Consuelo estaba surcada de lagri- y no eran sus habituales lagrimas de cocodrilo. ra no servia para vengadora, asi que se confor- con ponerla a pelar papas con clla. Consuelo se tanto y se corté tantas veces con el cuchillo, que wa de trenzas negras se tuvo pot bien cumplida. 79 We ee Dalmiro fue con su cabra a mostrarsela a Belgrano y a ofrecerla como recluta. Encontr6é a Salvador en la puerta de la tienda del general. —Qué lindo guanaco, jujefio —fue su saludo. —Es cabra. Vengo a ensefiarsela al general. —E] general esta ocupado ahora. Y vaya que Belgrano estaba ocupado. Justo en ese momento, la lindisima dama portefia lo estaba corrien- do por toda la carpa, dispuesto a partirle el craneo con su sombrilla. —jSos un malvado! ¢Como pudiste salir sin despe- dirte? ¢Creiste que no te iba a encontrar? Belgrano se cansé de los sombrillazos que ella daba sin ton ni son, asi que dejé de dar vueltas en circulos y la enfrenté. —Si me vas a matar, Josefa, dale bien duro, porque no quiero agonizar como agonicé hasta ahora, de tan- to extrafarte. Josefa dejé caer la sombrilla, aturdida por las palabras de Belgrano. — Es en serio, lo que estas diciendo? Belgrano la mir6, aprecié su vestidito celeste man- chado de tierra y sudor, sus manos enguantadas de blanco hasta los codos y levanté los hombros, son- riendo de costado. 80 era, Dalmiro y Salvador se entretenian trayén- i pasto a la cabra. lisa es una de las novias del general —comenté dor como al pasar. Es que tiene muchas? —dijo Dalmiro. ——Ls un donjuan. Sabe las palabras justas para ena- las. Salvador mencé la cabeza, sonriendo. —Vamos, jujefio, més alla hay unos arbustos de jIle para tu cabra. iro lo siguié tirando de la cuerdita de su mas- Fistaba realmente sorprendido: Fisa sefiora... ¢lo ha venido siguiendo desde nos Aires? si es. ‘Ta lo conociste a él alla, también? i. ‘Todos los portefios tienen novia? vlvador se rid. Ojala, Palmiro. Me llamo Dalmiro. Bueno, estuve cerca. cabra empez6 a comer a dos carrillos. Era real- te muy voraz. Dalmiro le revis6 la pata y vio que taba impecable. No le quedaban secuelas de la vez Flora se le cayé encima. Al pensar en Flora la san- se le subid a las mejillas. Por suerte era tan moro- ho que nadie se dio cuenta. 81 11. Arroyo de los manantiales | campamento estaba situado cerca de una lagu- na. Pero no era una laguna de montafia, sino mas bien una de las que se formaban por la depresién del terreno y se rellenaban con agua de lluvia. Flora vio que del mismo lugar las cuarteleras saca- ban el agua para cocinar, los soldados para tomar y los animales para refrescarse. —Eso no esta bien —se dijo. Las fiebres tercianas se contagiaban por el agua. Eso habia pasado hacia unos afios en San Miguel, y Flora no queria volver a repetir una experiencia tan fea. Consuelo no se le despegaba. Llena de temores, no habia pegado un ojo en toda la noche, asustada por el crujido de las langostas en la oscuridad y los salvajes cantos de los gallos, que empezaban a clarearse la gar- ganta a las tres de la mafiana. —Flora, haceme torrijas. 83 —,Esta loca? ¢De donde voy a sacar pan? Coma galleta, como todo el mundo. Pero Consuelo no queria. Estaba sin comer desde hacia un dia, y aunque mal no le venia, el hambre la ponia fastidiosa. Flora se arreglé las trenzas y agarr6 una vasija. Con- suelo la miré con aprensi6n. —:Adénde vas? —Ya no se animaba a decirle Flori- pondia o indina, como solfa decirle en su casa. —No le importa. jY no se me pegue tanto! Parece una garrapata. Flora cruzé el campamento y fue hacia donde estaban los oficiales. Busc6 a Dalmiro y lo encontré frente a una fila de paisanos que estaban tomandose medidas para ha- cetse las botas. Los gauchos levantaban el pie sobre un cajon de madera que Dalmiro usaba como escritorio y el muchacho les matcaba la huella sobre las planchuclas de cuero descarnado que Belgrano le habia conseguido. Cuando vio a Flora le pinté el dedo gordo a un zam- bo grandote con el trapo untado en tinta que usaba para matcat, Por suerte el hombre se lo tom6 a broma. —Dalmiro, vengo a pedirte la cabra —dijo Flora. Dalmiro asintié con la cabeza. Flora desaté al ani- malito, le enganché la vasija y abandon6 a paso lento el campamento. Estaba segura de que por ahi corria un arroyo. Uno de agua limpia, que pudieran tomar sin riesgos de en- fermarse. 84 SEOs Todavia faltaba mucho para el mediodia, pero Flora apreto el paso. No queria que la sorprendiera el solazo terrible que se clavaba en el medio del cielo a las doce del dia. Y mucho menos queria estar sola en el monte ala hora de la siesta. Podia salirle el duende, “Coque- na, como lo llama Dalmiro”, penso. ¢Cémo podian ser tan distintos dos chicos? Dalmi- ro decia las palabras justas, era comedido y sabia escu- char. En cambio, ese Salvador era odioso, infatuado y bocon. “Un idiota’”. Un ruido a sus espaldas la hizo detenerse. Se volvid rapidamente, pero en el camino no habia nadie mas que su sombra. Flora la observ6 atentamente para ver si se movia sola. “Estas pensando bobadas”, se recrimind. Tird la cuerda de la cabra y siguié adelante, caminando hasta entrar en un bosque de algarrobales. Las vainas madu- ras que habia en las ramas altas soltaban unas pelusas que flotaban magicamente a su alrededor. “Qué hermoso”, pensé Flora. En eso, un chillido sobrenatural la hizo chillar a ella también. El grito habia venido de atras de un arbol de gran dia- metro. Flora agarro una rama para defenderse y fue paso a paso, temblando, hasta donde ahora se ofa un suave gemido, como el de un nifio pequefio. La cabra se espan- té y quiso correr en la direccién contraria, pero Flora la detuvo por la correa, tirando con firmeza. Queria, fenia que ver qué habia ahi para poder seguir adelante. Dio la vuelta al atbol con la rama en alto, lista para golpear. Pero lo que vio la dejé muda de sorptesa. jSe trataba de Consuelo, que la habia seguido! —zPor qué gritds asi? —le dijo llena de furia, tu- teandola como nunca se habia animado. Consuelo levanté su falda. En la pantorrilla tenia una terrible picadura. —Me duele... —gimid. Flora se mordi los labios. —Sos una molesta. Tendria que dejarte aca por metereta. Consuelo volvié a chillar, sefialando hacia arriba. Flora levanté la cabeza y vio un panal gigante Ileno de avispas a punto de desprenderse. —j(Salgamos de aca! —grit, tendiendo la mano a su compafiera. Las dos salicron corriendo, Consuelo medio izada por Flora, mientras la cabra les sacaba va- rios cuerpos de ventaja. Fue providencial que huyeran, porque el panal se desprendio y las avispas, enloque- cidas, se multiplicaron como una nube venenosa por todo el bosquecito de algarrobos. —jCorré, Consuelo! Las dos apenas podian respirar por la cartera, pero no hubieran parado por nada en el mundo. Las avispas de monte son muy dafiinas. Dispuestas a picar, son capaces de matar a una persona. Corriendo sin ver por dénde iban encontraron un curso de agua. La cabra se titd de cabeza y ellas hicie- ron lo mismo. 86 Poco a poco la crisis pasé. Las avispas se fueron dispersando. Flora sentia un dolor punzante en el codo: ahi tenia una roncha. Salid del arroyito y tom6 un poco de ba- rro de la orilla. Se lo puso sobre la picadura y se sopl6. Consuelo lloraba sentada en el agua que le llegaba a la cintura. —jMe muero, desalmada! —sollozo. Pero Flora se empezo a alejat buscando una co- rtiente mas limpia sin hacerle el menor caso. Consue- lo, resignada, se levanté rengueando, Con gesto de repugnancia armé un poco de barro y se unté la pan- tortilla: dej de llorar sorprendida por el brusco alivio que sintio. — Este barro es excelente! Flora estaba unos veinte pasos mas alla, cargando agua en su vasija. Por la orilla opuesta empezaba un nuevo bosquecito. Consuelo advirtid que tres hombres estaban reu- nidos bajo la sombra de un nogal. Flora no los habia visto, pero los hombres a ella si. Asustada, Consuelo se escondio detras de unos ar- bustos. Los hombres empezaron a vadear el arroyo cuando Flora los vio. Quiso huir, pero dos de ellos la encafio- naron con sus fusiles. —Ad6nde ibas, zambita? —le dijo el que parecia el jefe. Era un hombre joven. 87 Se Flora dudé, mirandolo a los ojos. No tenia acento espajiol, pero bien podia estar del lado del Rey. Pru- dentemente, se mantuvo callada. — Eres de por aqui? —volvid a preguntarle el hombre. Flora no entendia bien de uniformes, pero este tenia bastantes galones. En el ejército de Belgrano nadie los usaba. —Si —dijo con voz neutra. —De qué parte? —De Trancas —mintio Flora. — Qué estas haciendo aqui? ¢No estards llevando agua para esos portefios sublevados? / Ahora estaba segura de que esos tres eran realistas. Flora tuvo ganas de decir que el ejército de Belgrano no era todo de pottefios, pero se callé la boca sobre ese particular. En cambio, dijo con su mejor tonada tucumana: ——Mi amita me ha mandado a buscar agua... El hombre la estudié minuciosamente. —Si me estds mintiendo... —jFlora! Consuelo aparecié con la cabra desde la otra punta del arroyo. Se habia escurtido el lujoso vestidito que llevaba, y hasta se habia compuesto los bucles. Mird a los soldados con su cara de siempre, es decir, su gesto de desdén eterno. —Fsa es mi amita —dijo Flora, haciéndose la es- tupida. 88 Consuelo era tan linda que los tres soldados se la quedaron mirando. —Disculpe, sefiorita. Estamos buscando las posi- ciones del ejército enemigo. Consuelo se qued6 ahi, parpadeando. —Volvamos al campamento, general Tristan. Tene- mos media legua de camino. Flora contuvo el aliento. j|Ese era el famoso Tristan! jEl enemigo de Belgrano! Era mas alto y mas apuesto que don Manuel. Pero tenia una mueca amatga que le endurecia los rasgos. Algo pareci6 presentir el general realista, porque a ultimo minuto se volvid y clavé dos ojos terribles en Flora. —Si me mientes las pagaras. Y si esa agua que lle- vas es pata Belgrano, dile que con ella me voy a dar un bafio, después de entrar en su piojosa Tucuman y pegarle un tito en la cabeza. Flora termin6 de llenar la vasija y la enganché en el ape- ro de la cabrita, pero no hizo ningtin movimiento brusco hasta que los hombres se perdieron en la espesura. Consuelo estaba temblando de pies a cabeza. Flora se acerco a ella y las dos se tomaron del brazo, desan- dando lentamente el camino para volver al campamen- to de Belgrano. —Nos seguiran? —pregunté Consuelo. —No creo, pero si lo hacen los perderemos en el bosque de las avispas.

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